—Yo creía que las judías pintas con salmón y menta eran de verdad, de verdad…, ya sabes —dice Elizabeth, mientras entra en el cuarto de estar de mi apartamento y, quitándose con un movimiento lleno de gracia sus zapatos Maud Frizon de raso y cuero, se deja caer en el sofá—, buenas, pero Patrick, Dios santo, eran caras y —poniéndose tensa, se queja— sólo eran pseudo-nouvelle.
—Lo he imaginado yo, ¿o había peces de colores en la mesa? —pregunto, quitándome los tirantes Brooks Brothers mientras busco en la nevera una botella de sauvignon blanc—. En cualquier caso, lo he encontrado muy moderno.
Christie ha tomado asiento en el largo y amplio sofá, lejos de Elizabeth, que se estira perezosamente.
—¿Moderno, Patrick? —dice—. Donald Trump suele comer allí.
Encuentro la botella y me apoyo en el mostrador y, antes de encontrar un sacacorchos, la miro sin expresión desde el otro extremo de la habitación.
—¿Sí? ¿Se trata de un comentario sarcástico?
—Podría ser —gimotea ella, y continúa con un—, ¿o no? —tan alto que Christie se echa hacia atrás.
—¿Dónde trabajas ahora, Elizabeth? —pregunto, cerrando los cajones—. ¿En Polo, o dónde?
Elizabeth se burla de esto y dice alegremente, mientras yo descorcho el Acacia:
—Yo no tengo que trabajar, Bateman. —Y después de una interrupción añade, aburrida—: Eres el que mejor debería saberlo, mister Wall Street. —Se comprueba la pintura de labios en una polvera Gucci; predeciblemente, la encuentra perfecta.
Cambiando de tema, pregunto:
—En cualquier caso, ¿quién eligió ese sitio? —Sirvo vino a las dos chicas y luego me preparo un J&B con hielo y un poco de agua—. El restaurante, me refiero.
—Carson. O puede que Robert. —Elizabeth se encoge de hombros y, después de cerrar con ruido la polvera, mirando atentamente a Christie, pregunta—: La verdad es que me resultas conocida. ¿Fuiste a Dalton?
Christie niega con la cabeza. Casi son las tres de la madrugada. Machaco una pastilla de éxtasis y miro cómo se disuelve en el vaso de vino que pienso darle a Elizabeth. Esta mañana el programa de Patty Winters era sobre personas que pesan más de trescientos kilos —¿Qué se puede hacer con ellas?—. Enciendo las luces de la cocina, encuentro dos pastillas más de droga en el congelador. Luego apago las luces.
Elizabeth es una tía buena que a veces trabaja de modelo en Georges Marciano y que procede de una vieja familia de banqueros de Virginia. Hemos cenado con dos amigos suyos, Robert Farrell, de veintisiete años, un tipo que lleva una carrera más bien poco clara en el mundo financiero, y Carson Whitall, que sale con Robert. Él llevaba un traje de lana de Belvest, una camisa de algodón con puños franceses de Charvet, una corbata de seda con un dibujo abstracto de Hugo Boss y gafas de sol Ray-Ban que se ha empeñado en llevar puestas durante toda la cena. Carson llevaba un vestido de Yves Saint Laurent Rive Gauche y un collar de perlas con pendientes a juego de perlas y diamantes de Harry Winston. Cenamos en Free Spin, el nuevo restaurante de Albert Lioman en la zona del Flatiron, luego hemos cogido una limusina hasta Nell’s, donde me he excusado, asegurando a una furiosa Elizabeth que volvería pronto, y he dirigido al conductor a la zona del mercado de la carne, donde he contratado a Christie. He hecho que esperara en el asiento trasero de la limusina mientras yo volvía a entrar en Nell’s y tomaba unas copas con Elizabeth y Carson y Robert en una de las mesas de delante del local, que está casi vacío porque esta noche no hay famosos —mala señal—. Por fin, a las dos y media, mientras Carson presumía muy borracha de lo mucho que gasta mensualmente en flores, Elizabeth y yo nos hemos largado. Estaba tan jodida por algo que le había contado Carson que salía en el último número de W, que ni siquiera ha preguntado por qué estaba allí Christie.
En el trayecto hacia Nell’s, Christie había admitido que todavía estaba desquiciada por lo que pasó la última vez que estuvimos juntos, y tenía grandes reservas sobre lo de esta noche, pero el dinero que le he ofrecido es demasiado como para pasar de él y le he prometido que no se repetirá nada parecido a lo de la última vez. Aunque todavía está asustada, unos tragos de vodka en el asiento trasero de la limusina, junto al dinero que le he dado, más de seiscientos dólares, hacen que se tranquilice. Su malhumor me ha excitado y se ha comportado como una gatita cachonda cuando le he dado el dinero —seis billetes de cien sujetos por una pinza para dinero de plata Hughlans—, pero después de que la animase para que subiera a la limusina, me ha dicho que podría necesitar tratamiento quirúrgico después de lo que pasó la última vez, o un abogado, de modo que le he extendido un talón por un importe de mil dólares, pero como sabía que nunca lo iba a cobrar no he tenido un ataque de pánico ni nada parecido. Mirando a Elizabeth, en este preciso momento, en mi apartamento, me fijo en lo bien dotada que está en la zona del pecho y espero que después de que le haga efecto el éxtasis, pueda convencer a las dos chicas para que hagan sexo delante de mí.
Elizabeth le está preguntando a Christie si conoce a un gilipollas que se llama Spicey o ha estado alguna vez en el Au Bar. Christie niega con la cabeza. Le doy a Elizabeth el sauvignon blanc donde he puesto el éxtasis, mientras ella mira a Christie como si ésta fuera de Neptuno, y después de recuperarse de lo que acaba de admitir Christie, bosteza.
—De todos modos, ahora el Au Bar apesta —dice—. Es horripilante. Fui a una fiesta de cumpleaños de Malcolm Forbes. Dios mío, por favor.
Bebe el vino y hace una mueca. Yo estoy sentado en una de las sillas de cromo y roble Sottrass y acerco el cubo de hielo que está en la mesita con la parte de arriba de cristal, metiendo la botella dentro con objeto de que se enfríe más. Inmediatamente, Elizabeth la coge y se sirve otro vaso. He disuelto dos pastillas más de éxtasis en la botella antes de traerla al cuarto de estar. Una ceñuda Christie da cuidadosos tragos a su vino sin nada dentro y trata de no mirar al suelo; todavía parece asustada, y encontrando el silencio insoportable, le pregunta a Elizabeth dónde me conoció.
—Dios mío —empieza Elizabeth, quejándose falsamente como si recordara algo embarazoso—. Conocí a Patrick, Dios santo, en el Derby de Kentucky del 86…, no, en el del 87, y… —se vuelve hacia mí— estabas con aquella chica, Alison algo… ¿Stoole?
—Poole, querida —replico tranquilamente—. Alison Poole.
—Sí, así se llamaba —dice ella, y con evidente sarcasmo, añade—: Iba de tía buena.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto, ofendido—. Era una tía buena.
Elizabeth se vuelve hacia Christie y por desgracia dice:
—Si tenías tarjeta American Express te la chupaba. —Y espero que Christie no mire confusa a Elizabeth, y diga: «Pero nosotras no aceptamos tarjetas de crédito».
Para asegurarme de que no va a pasar esto, rujo:
—Mierda —pero en buen plan.
—Oye —le dice Elizabeth a Christie, cogiéndole la mano como un marica que ofrece unos cotilleos confidenciales—. Esa chica trabajaba en un salón de bronceado y… —y en la misma frase, sin cambiar de tono— ¿a qué te dedicas tú?
Después de un largo silencio, en el que Christie cada vez se pone más roja y parece más asustada, yo digo:
—Es… prima mía.
Elizabeth lo acepta lentamente y dice:
—Pues vaya.
Después de otro largo silencio, digo:
—Es… francesa.
Elizabeth me mira con escepticismo —como si estuviera completamente loco— pero decirle no seguir haciendo ese tipo de preguntas y dice:
—¿Dónde tienes el teléfono? Tengo que llamar a Harley.
Me dirijo a la cocina y le traigo el teléfono inálámbrico, tirando de la antena. Ella marca un número y, mientras espera que contesten, mira fijamente a Christie.
—¿Dónde estuviste este verano? —pregunta—. ¿En Southampton?
Christie me mira a mí y luego vuelve a mirar a Elizabeth y dice tranquilamente:
—No.
—Dios santo —se queja Elizabeth—, es su contestador.
—Elizabeth —señalo a mi Rolex—. Son las tres de la madrugada.
—Es un jodido traficante de drogas —dice, enfadada—. Éstas son sus horas punta.
—No le digas que estás aquí —le advierto.
—¿Por qué iba a hacerlo? —pregunta. Distraída, estira la mano para coger su vino y tira otra copa llena y hace una mueca—. Esto sabe raro. —Mira la etiqueta, se encoge de hombros—. ¿Harley? Soy yo. Necesito tus servicios. Traduce eso como te apetezca. Estoy en… —Me mira.
—Estás en casa de Marcus Halberstam —le susurro.
—¿Quién? —Se echa hacia delante y hace una mueca traviesa.
—Mar-cus Hal-ber-stam —le vuelvo a susurrar.
—Quiero el número, idiota. —Hace señas con la mano para que me aparte y continúa—: Da igual, estoy en casa de Mark Hammerstein y te volveré a llamar más tarde y si no te veo en Canal Bar mañana por la noche voy a echarte encima a mi peluquero. Bon Voyage. ¿Cómo se cuelga esto? —pregunta, aunque recoge la antena y aprieta el botón de Off como una experta, y deja el aparato encima de la silla Schrager que he llevado junto a la máquina de discos.
—¿Ves? —sonrío—. Ya lo has hecho.
Veinte minutos más tarde Elizabeth está retorciéndose en el sofá y trato de obligarla a que practique el sexo con Christie delante de mí. Lo que empezó como una idea casual ahora se me ha metido en la cabeza e insisto sin cesar. Christie mira impasible una mancha en el suelo de roble blanco en la que no me había fijado, sin casi haber probado el vino.
—Pero yo no soy lesbiana —vuelve a protestar Elizabeth, riendo—. No me van las chicas.
—¿Es un no definitivo? —pregunto, mirando su copa, luego la botella de vino medio vacía.
—¿Por qué crees que me va eso? —pregunta. Debido al éxtasis, la pregunta es coqueta y parece auténticamente interesada. Frota su pie contra mi muslo. Me he sentado en el sofá, entre las dos chicas, y le acaricio una de las pantorrillas.
—Bueno, por algo fuiste a Sarah Lawrence —le digo—. Uno nunca sabe.
—Aquello eran chicos, Patrick —señala, riendo, frotando con más fuerza, provocando fricción, calor, todo.
—Bueno, lo siento —admito—. Normalmente no trato con demasiados chicos que lleven panties por la calle.
—Patrick, tú fuiste a Patrick, quiero decir, a Harvard, por Dios, estoy tan borracha. En cualquier caso, escucha, quiero decir, espera… —Hace una pausa, respira a fondo, murmura algo sobre que se siente rara, luego, después de cerrar los ojos, los abre y pregunta:
—¿No tienes algo de coca?
Miro su copa, notando que el éxtasis que he disuelto ha cambiado levemente el color del vino. Elizabeth sigue mi mirada y toma un trago como si fuera una especie de elixir que pudiera calmar su creciente agitación. Echa la cabeza hacia atrás, mareada, apoyándose en uno de los cojines del sofá.
—O si no, Halcion. Tomaría Halcion —dice.
—Oye, me gustaría veros… a las dos… hacerlo —digo inocentemente—. ¿Qué tiene de malo? No existe riesgo de enfermedad.
—Patrick. —Se ríe—. Eres un lunático.
—Vamos —la animo—. ¿Es que no encuentras atractiva a Christie?
—No seas obsceno —dice, pero la droga le está pegando y noto que está excitada aunque no quiera estarlo—. No estoy con ánimos para mantener conversaciones lascivas.
—Vamos —digo—. Creo que sería excitante.
—¿Hace esto todas las veces? —pregunta Elizabeth a Christie.
Miro a Christie.
Christie se encoge de hombros, sin comprometerse, y examina un disco compacto antes de ponerlo en la mesa situada junto al estéreo.
—No irás a decirme que nunca lo has hecho con una chica, ¿verdad? —pregunto, tocando una media negra y, luego, por debajo, una pierna.
—Pero yo no soy lesbiana —insiste—. Y no, nunca lo he hecho.
—¿Nunca? —pregunto, enarcando las cejas—. Bueno, siempre hay una primera vez…
—Haces que me sienta rara —se queja Elizabeth, perdiendo el control de sus rasgos faciales.
—No, no lo hago, —digo, sorprendido.
Elizabeth se lo está haciendo con Christie. Las dos están desnudas en mi cama, con todas las luces de la habitación encendidas, mientras yo estoy sentado en la silla Louis Montoni junto al futón, observándolas atentamente, variando la posición de sus cuerpos. Ahora hago que Elizabeth se tumbe de espaldas y levante las piernas, separándoselas todo lo que puede, y luego empujo a Christie por la cabeza hacia abajo y hago que le lama el coño —no que se lo chupe, que se lo lama como un perro con sed— mientras le manosea el clítoris; luego, con la otra mano, mete dos dedos en el coño abierto y mojado, mientras la lengua remplaza a los dedos y luego coge los dedos pegajosos que ha tenido metidos en el coño de Elizabeth y los empuja dentro de la boca de Elizabeth, haciendo que se los chupe. Luego hago que Christie se tumbe encima de Elizabeth y que le chupe y muerda los pechos, grandes, hinchados, que la propia Elizabeth también se acaricia, y luego les digo que se besen con fuerza y Elizabeth se mete la lengua que ha estado lamiendo su propio coño, pequeño y rosa, en la boca, hambrienta como un animal, y se ponen a saltar una encima de otra, juntando los coños. Elizabeth gime ruidosamente, envuelve con sus piernas las caderas de Christie, dando sacudidas contra ella. Las piernas de Christie están abiertas de tal modo que, por detrás, puedo verle el coño, mojado y abierto, y encima de él, el ojo del culo sin pelos.
Christie se sienta y se da la vuelta y, mientras todavía sigue encima de Elizabeth, aprieta su coño contra la cara anhelante de Elizabeth y enseguida, como en una película, como los animales, las dos se ponen a chupar y manosear febrilmente el coño de la otra. Elizabeth, con la cara completamente roja, con los músculos del cuello tirantes como los de una loca, trata de enterrar la cara en el coño de Christie y luego le abre mucho las nalgas y se pone a chuparle el agujero del culo, haciendo sonidos guturales.
—Muy bien —digo, con voz monótona—. Mete la lengua en el ojo del culo de esa puta.
Mientras pasa esto yo le doy vaselina a un gran consolador blanco sujeto a un cinturón. Me pongo de pie y separo a Christie de Elizabeth, que se retuerce encima del futón con la mente perdida, y sujeto el cinturón alrededor de la cintura de Christie y luego hago volverse a Elizabeth y hago que se ponga a cuatro patas y que Christie se la folle con el falo consolador a lo perro, mientras yo manoseo el coño de Christie, luego su clítoris, luego su ojo del culo, que está tan abierto y mojado por la saliva de Elizabeth que meto el dedo índice sin esfuerzo y su esfínter se pone tenso, se relaja y se contrae alrededor del dedo. Hago que Christie saque el consolador del coño de Elizabeth y que ésta se tumbe de espaldas mientras Christie se la folla en la posición del misionero. Elizabeth se manosea el clítoris mientras le da besos enloquecidos de lengua a Christie hasta que, involuntariamente, echa la cabeza hacia atrás, con las piernas alrededor de las caderas de Christie, que suben y bajan, con la cara tensa, la boca abierta, la pintura de labios manchada por los fluidos del coño de Christie, y grita:
—Dios Dios me corro, fóllame que me corro —pues les he dicho que me hicieran saber cuándo tenían orgasmos y hablasen de ello.
Pronto le toca el turno a Christie, y Elizabeth se sujeta rápidamente la correa del consolador y folla el coño de Christie con él mientras yo separo las nalgas de Elizabeth y le meto la lengua en el ojo del culo y ella enseguida se aparta y se pone a manoseárselo desesperada. Entonces Christie se vuelve a poner el consolador y le da por el culo a Elizabeth con él mientras Elizabeth se manosea el clítoris, empujando el culo contra el consolador, gruñendo, hasta que tiene otro orgasmo. Después de sacarle el consolador del culo, hago que Elizabeth lo chupe antes de volver a sujetarse la correa y, mientras Christie se tumba de espaldas, Elizabeth se lo mete fácilmente en el coño. Durante todo esto yo lamo las tetas de Christie y le chupo con fuerza, alternativamente, los pezones, que están rojos y tiesos. Sigo manoseándolas para asegurarme de que continúan igual. Durante este tiempo, Christie sigue con unas botas negras de cuero con tacones altos de Henry Brendel, que he hecho que se ponga.
Elizabeth, desnuda, se levanta corriendo de la cama, ya manchada de sangre, y se mueve con dificultad y sus gritos tienen algo de falso. Mi orgasmo ha sido largo y su culminación ha sido intensa y tengo las rodillas temblorosas. También estoy desnudo, y le grito:
—Puta, más que puta, eres una puta asquerosa. —Y como la mayor parte de la sangre le cae a los pies, resbala, consigue levantarse, y la alcanzo con el cuchillo de carnicero ya manchado de sangre que sujeto en la mano desmañadamente, dándole un tajo en el cuello desde atrás, cortando algo, varias venas. Cuando la alcanzo por segunda vez mientras ella trata de escapar, camino de la puerta, la sangre sale disparada hasta el cuarto de estar, se derrama por el apartamento, salpicando los paneles de cristal templado y roble laminado de la cocina. Trata de avanzar, pero le he cortado la yugular y suelta sangre por todas partes, cegándonos momentáneamente a ambos, mientras salto sobre ella en un intento final de terminar de una vez. Ella se vuelve a mirarme, con los rasgos de la cara retorcidos por la angustia, y le ceden las piernas cuando le alcanzo en el estómago y cae al suelo y yo me deslizo a su lado. Después de apuñalarla cinco o seis veces —la sangre sale disparada en chorros; estoy agachado junto a ella para oler su perfume— los músculos se le ponen tensos, se vuelven rígidos, y da las últimas boqueadas. Tiene la garganta llena de una sangre rojo oscuro y se agita como si estuviera atada, pero no lo está y tengo que sujetarla en el suelo. Se le llena la boca de sangre, que sale como en cascada y le baja por las mejillas, la barbilla. Su cuerpo, agitándose espasmódicamente, parece el de un epiléptico en pleno ataque y le sujeto la cabeza, frotando mi polla, dura, llena de sangre, contra su cara, hasta que queda inmóvil.
De vuelta a mi dormitorio, Christie está tumbada en el futón, atada con unas cuerdas, con los brazos por encima de la cabeza, con páginas arrancadas del Vanity Fair del mes pasado en la boca. Unos cables conectados a una batería están sujetos a sus pechos y se los ponen marrones. He ido dejando caer cerillas encendidas de Le Relais encima de su tripa y Elizabeth, delirando y probablemente con una sobredosis de éxtasis, ha estado ayudándome antes de que me volviese hacia ella y le mordiese un pezón hasta que no he podido controlarme y se lo he arrancado y me lo he tragado. Me fijo por primera vez lo menuda y delicadamente estructurada que es Christie, bueno, que era. Empiezo a apretarle los pechos con unos alicates y luego, mientras suelto una especie de siseos, ella escupe las páginas de la revista, trata de morderme la mano y me río mientras se muere; antes se pone a llorar, luego los ojos se le quedan en blanco en un estado de horrible trance.
Por la mañana, por algún motivo, las magulladas manos de Christie están hinchadas como balones de fútbol y los dedos no se distinguen del resto de la mano y el olor que procede de su cadáver quemado es muy intenso y tengo que subir las persianas, que están salpicadas de carne quemada de cuando reventaron los pechos de Christie, al electrocutarse, y luego las ventanas, para airear la habitación. Tiene los ojos muy abiertos y vidriosos y no tiene labios en la boca, que está negra, y también hay un agujero negro donde tenía la vagina (aunque no recuerdo todo lo que hice) y se le ven los pulmones por debajo de las costillas achicharradas. Lo que queda del cuerpo de Elizabeth está tendido arrugado en un rincón del cuarto de estar. Ha perdido el brazo derecho y trozos del izquierdo. Su mano izquierda, hecha papilla hasta la muñeca, cuelga de la plataforma de la cocina, en su propio charquito de sangre. Su cabeza está en la mesa de la cocina y su cara llena de sangre —a pesar de que le he sacado los ojos y le he colocado unas gafas de sol de Alain Mickli para taparle las órbitas— parece como si hiciera un gesto de desaprobación. Me canso de mirar y, aunque la noche pasada no he dormido nada y estoy completamente agotado, tengo una cita para almorzar en Odeon con Jem Davies y Alana Burton a la una. Es muy importante para mí y dudo entre cancelarla o no.