Paso la mayor parte del verano ido, sentado en mi despacho o en restaurantes nuevos, en mi apartamento viendo vídeos o en el asiento trasero de los taxis, en clubs nocturnos que acaban de abrir, en salas de cine, en el edificio de Hell’s Kitchen o en restaurantes nuevos. Ha habido cuatro accidentes aéreos importantes este verano, la mayoría grabados en cintas de vídeo, como si esos acontecimientos hubieran sido planeados y repetidos incesantemente por televisión. Los aviones no dejaban de estrellarse a cámara lenta, seguidos de incontables fotogramas de los restos, y las mismas vistas al azar de los cuerpos quemados y ensangrentados y los miembros de los equipos de rescate sollozando al recoger lo que quedaba de aquellos cuerpos. Empecé a utilizar desodorante masculino Óscar de la Renta que me produjo un ligero salpullido. Se estrenó una película sobre un bicho muy pequeño que hablaba, con grandes fanfarrias, y recaudó más de doscientos millones de dólares. A los Mets les iba muy mal. Los mendigos y los sin hogar parecía que en agosto se habían multiplicado y los desgraciados, débiles y viejos se alineaban a lo largo de todas las calles. Me encontré preguntando a demasiados clientes de verano en demasiados restaurantes nuevos y resplandecientes, antes de llevarles a Les Misérables, si alguno había visto Los asesinos de la caja de herramientas en la cadena de las películas codificadas mientras los de las mesas cercanas se volvían a mirarme, antes de que yo tosiera educadamente y pidiera la cuenta al camarero, o le pedía un sorbete o, si eso pasaba antes de terminar la cena, otra botella de San Pellegrino, y luego preguntaba a esos clientes del verano:
—¿No? —Y les aseguraba—: Pues era muy buena.
Mi tarjeta American Express Platino padeció tanto debido a su uso continuado que se partió en dos en una de esas cenas en que llevé a dos clientes de verano a Restless and Young, el nuevo restaurante de Pablo Lester en el centro, pero tenía suficiente dinero en metálico en mi cartera de piel de gacela para pagar la comida. Los programas de Patty Winters eran todos reposiciones. La vida era un lienzo en blanco, un cliché, un serial. Me sentía moribundo, al borde del frenesí. Mis ansias nocturnas de sangre llenaron mis días y tuve que dejar la ciudad. Mi máscara de cordura amenazaba con desaparecer. Para mí era la estación más dura y necesitaba vacaciones. Necesitaba ir a los Hamptons.
Se lo sugerí a Evelyn y aceptó de inmediato.
La casa que ocupamos era, de hecho, de Tim Price, y Evelyn, por alguna razón, tenía las llaves, pero en mi estado de amodorramiento me negué a pedir aclaraciones.
La casa de Tim estaba junto al agua, en East Hampton, y tenía muchos tejados de dos aguas y cuatro pisos de altura, todos unidos por medio de una escalera de acero galvanizado, y estaba decorada con lo que al principio creí que era un motivo del Sudoeste pero no lo era. La cocina tenía unos trescientos metros cuadrados y su diseño era minimalista puro; una pared lo tenía todo: dos hornos enormes, macizos aparadores un congelador en el que se podía entrar, una nevera con tres puertas. Una isla de acero inoxidable hecha a la medida dividía la cocina en tres espacios separados. Cuatro de los nueve cuartos de baño contenían cuadros de trampantojos y cinco tenían antiguas cabezas de carnero de plomo que colgaban sobre el lavabo, y el agua les salía por la boca. Todos los lavabos y bañeras y duchas eran de mármol antiguo y los suelos consistían en mosaicos de mármol. Había un televisor en un nicho de la pared de encima de la bañera principal. Todos los cuartos tenían un estéreo. La casa también contenía doce lámparas de pie de Frank Lloyd Wright, catorce sillas de Josef Heffermann, dos paredes llenas desde el suelo hasta el techo de cajas de vídeos y otra llena de miles de discos compactos metidos en vitrinas de cristal. Un candelabro de Eric Schmidt colgaba en la entrada principal, y debajo de él había un perchero en forma de alce de acero de Atomic Ironworks hecho por un joven escultor del que yo nunca había oído hablar. Había una mesa de comedor redonda rusa del siglo XIX en la habitación contigua a la cocina, pero no tenía sillas. Fantasmales fotografías de Cindy Sherman se alineaba en todas las paredes. Había una sala para hacer ejercicio. Había ocho armarios de cuerpo entero, cinco aparatos de vídeo, una mesa de comedor Noguchi de acero y nogal, una mesa de recibidor de Marc Schaffer y un aparato de fax. Había un árbol recortado artísticamente en el dormitorio principal junto a un banco Luis XVI. Un cuadro de Eric Fischl colgaba de encima de una de las chimeneas de mármol. Había pista de tenis. Había dos saunas y un jacuzzi dentro de una casita para invitados situada junto a la piscina, que tenía el fondo negro. Había columnas de piedra en sitios extraños.
La verdad es que intenté que las cosas funcionaran durante las semanas que pasamos allí. Evelyn y yo dimos paseos en bicicleta y corrimos y jugamos al tenis. Hablamos de ir al sur de Francia y a Escocia; hablamos de atravesar en coche Alemania y visitar los teatros de ópera. Hicimos windsurfing. Sólo hablamos de cosas románticas: de la luz del este de Long Island, la luna de octubre encima de las colinas de la región de caza de Virginia. Nos bañamos juntos en las grandes bañeras de mármol. Desayunamos en la cama acurrucándonos debajo de las mantas de cachemira después de que yo hubiera servido, de una cafetera Melior, café importado en tazas de Hermés. La despertaba con flores recién cortadas. Le ponía notas en su bolsa de viaje Louis Vuitton cuando se iba a Manhattan a hacerse su tratamiento facial semanal. Le compré un cachorro, un pequeño chow chow negro, al que llamó NutraSweet y al que alimentaba con trufas de chocolate dietético. Leía en voz alta largos pasajes de El doctor Zhivago y Adiós a las armas (mi Hemingway favorito). En el pueblo alquilé películas que no tenía Price, la mayoría comedias de los años treinta, y las vimos en uno de los muchos vídeos; nuestra favorita era Vacaciones en Roma, que vimos dos veces. Escuchamos a Frank Sinatra (sólo el de los años cincuenta) y After Midnight, de Nat King Cole, que Tim tenía en CD. Le compré ropa interior cara, que se ponía a veces. Después de un rápido baño en el océano avanzada la noche, entrábamos en casa temblando, envueltos en grandes toallas Ralph Lauren, y preparábamos tortillas a la francesa y tallarines con aceite de oliva y trufas y setas, hacíamos soufflés con peras y ensaladas de frutas con canela, polenta a la parrilla con salmón a la pimienta, sorbetes de manzana y fresa, mascarpone, judías pintas con arroz envueltas en lechuga romana, diversas salsas y raya con vinagre balsámico, sopa fría de tomate y risottos con sabor a remolacha y lima y espárrago y menta, y bebíamos limonada o champán o botellas añejas de Château Margaux. Pero pronto dejamos de hacer pesas juntos y largos de piscina, y lo único que comía Evelyn eran las trufas de chocolate dietético que no se había comido NutraSweet, quejándose del peso que había ganado. Algunas noches me encontraba vagando por las playas, desenterrando cangrejos y comiendo puñados de arena —esto pasaba en plena noche, cuando el cielo estaba tan claro que se podía ver el sistema solar entero y la arena, iluminada por él, parecía a escala lunar—. Incluso llevé una medusa que encontré varada en casa y la metí en el microondas una mañana, poco antes del amanecer, mientras Evelyn dormía, y lo que no me comí se lo di al chow chow.
Tomaba bourbon, luego champán, en copas grabadas con dibujos de cactus, que Evelyn ponía en carritos de adobe y en las que mezclaba cassis de frambuesa con agitadores de papier-mâché en forma de jalapeño, y me quedaba tumbado, fantaseando con matar a alguien con un bastón de esquí Allsop Racer, o miraba atentamente la antigua veleta que estaba colgada encima de una de las chimeneas, preguntándome con ojos de loco si podría liquidar a alguien con ella; luego me quejaba en voz alta, tanto si Evelyn estaba en el cuarto como si no, de que deberíamos haber reservado mesa en el Stanford Inn de Dick Loudon, en vez de hacer esto. Evelyn pronto se dedicó a hablar únicamente de cirugía estética y luego contrató a un masajista, una loca espantosa que vivía carretera abajo con un famoso editor y que coqueteaba abiertamente conmigo. Evelyn volvió a la ciudad tres veces la última semana que estuvimos en los Hamptons, una vez para hacerse la manicura, la pedicura y recibir tratamiento facial, la segunda vez para una sesión de ejercicios físicos con Stephanie Herman, y por fin para ver a su astrólogo.
—¿Por qué en helicóptero? —le pregunté en un susurro.
—¿Qué quieres que haga? —chilló, metiéndose en la boca otra trufa dietética—. ¿Alquilar un Volvo?
Mientras estaba fuera, yo vomitaba —sólo porque me apetecía— en los rústicos jarrones de terracota que se alineaban en el patio delantero, o iba al pueblo con el espantoso masajista y recogía hojas de afeitar. Por la noche colocaba un candelabro de falso cemento y aluminio de Jerry Kott encima de la cabeza de Evelyn y, como ella estaba tan ida debido al Halcion, no se lo quitaba, y aunque yo me reía, mientras el candelabro se alzaba con su profunda respiración, aquello pronto me ponía triste y dejaba de colocar el candelabro encima de la cabeza de Evelyn.
Todo fue un fracaso y no me calmé. Todo me pareció enseguida aburrido: otro amanecer, las vidas de los héroes, enamorarse, guerra, los descubrimientos que hacen unas personas sobre otras. Lo único que no me aburría, o no demasiado, era el muchísimo dinero que ganaba Tim Price, la única emoción clara que identificaba en mi interior, si se exceptuaba la codicia y, probablemente, un desagrado absoluto. Yo tenía todas las características de los seres humanos —carne, sangre, piel, pelo— pero mi despersonalización era tan intensa, se había hecho tan profunda, que la capacidad habitual para sentir compasión había quedado erradicada, víctima de un lento y decidido borrado. Me limitaba a imitar la realidad, tenía un tosco parecido con un ser humano y sólo me funcionaba un oscuro rincón del cerebro. Estaba pasando algo horrible y sin embargo no conseguía imaginar por qué —no lo podía determinar con claridad—. Lo único que me tranquilizaba era el sonido del hielo al echarlo en un vaso de J&B. Por fin, ahogué al chow chow, al que Evelyn no echó en falta; ni siquiera notó su ausencia, ni cuando lo metí en el gigantesco congelador envuelto en uno de sus jerseys Bergdorf Goodman. Tuvimos que irnos de los Hampton porque empecé a encontrarme parado al lado de nuestra cama en las horas anteriores al amanecer con un punzón para hielo en la mano, esperando a que Evelyn abriera los ojos. Siguiendo una sugerencia mía, una mañana después del desayuno se mostró de acuerdo y el último domingo de agosto volvimos a Manhattan en helicóptero.