El detective

Mayo se convierte en junio que se convierte en julio que se convierte lentamente en agosto. Debido al calor he tenido unos intensos sueños sobre vivisecciones las cuatro últimas noches y ahora no hago nada, vegeto en mi oficina con un molesto dolor de cabeza y un walkman con un CD de Kenny G. sonando, pero la deslumbrante luz del sol de mediodía inunda la habitación, perforándome el cráneo, haciendo que aumenten las punzadas de la resaca, debido a la cual esta mañana no he hecho ejercicio. Mientras escucho la música, me fijo en que la segunda luz de mi teléfono parpadea, lo que significa que me está llamando Jean. Suspiro y me quito el walkman con mucho cuidado.

—¿Qué pasa? —pregunto, con tono monótono.

—Oye, Patrick —empieza ella.

—Di-me, Je-an —pregunto, condescendiente, espaciando las dos palabras.

—Patrick, un tal mister Donald Kimball está aquí y quiere verte —dice, nerviosa.

—¿Quién? —suelto yo, distraído.

Jean emite un pequeño suspiro de preocupación y luego baja la voz para decir:

—El detective Donald Kimball.

Hago una pausa, miro el cielo por la ventana, luego la pantalla de mi ordenador, luego la mujer decapitada que he estado garabateando en la contracubierta del Sports Illustrated de esta semana, y paso la mano sobre el brillante papel de la revista una vez, dos, antes de romper la cubierta y tirarla a la papelera. Por fin, empiezo:

—Dile… —Luego, pensando mejor en mis opciones, me interrumpo y vuelvo a empezar—. Dile que estoy almorzando.

Jean hace una pausa, luego susurra:

—Patrick… Creo que sabe que estás. —Durante mi silencio añade, siempre en voz muy baja—. Son las diez y media.

Suspiro, me vuelvo a atascar y, conteniendo el pánico, le digo a Jean:

—Que pase.

Me levanto, me acerco al espejo Jodi que cuelga junto al cuadro de George Stubbs y me arreglo el pelo pasándome un peine de asta de buey; luego, tranquilamente, cojo uno de mis teléfonos inalámbricos y, preparándome para una escena tensa, hago como que estoy hablando con John Akers antes de que el detective entre en el despacho.

—Verás, John… —Me aclaro la voz—. Tienes que llevar una ropa que se corresponda con tu psique —empiezo, sin hablar con nadie—. Hay sin la menor duda cosas que uno puede ponerse y cosas que no, querido amigo, cuando se lleva una camisa con rayas demasiado audaces. Una camisa a rayas exige colores sólidos o corbatas y trajes discretos…

La puerta del despacho se abre y hago señas con la mano al detective para que entre. Es un hombre sorprendentemente joven, puede que de mi edad, que lleva un traje de lino Armani bastante parecido al mío, aunque va ligeramente despeinado, lo cual me molesta. Le sonrío amistosamente.

—Y una camisa de hilo es más duradera… Sí…, lo sé… Pero para decidirte tienes que examinar la textura de la tela…

Señalo la silla de cromo y teca Mark Schrager situada ante mi mesa de despacho, invitándole silenciosamente a sentarse.

—La tela tejida de modo apretado se hace usando mucho hilo de fibras de alta calidad, largas y finas, que…, sí…, que… sí…, crean un tejido más tupido que el que crean las fibras cortas y gruesas como las que se usan para el tweed. Y las telas tejidas como con nudos son extremadamente delicadas y deben ser tratadas con gran cuidado…

Debido a la aparición del detective parece improbable que vaya a ser un buen día y le miro cautelosamente mientras él se sienta y cruza las piernas de un modo que me llena de miedo sin nombre. Me doy cuenta de que he estado quieto demasiado tiempo cuando se vuelve para ver si he terminado con el teléfono.

—Muy bien, y…, sí, John, bien. Y…, sí, dale siempre al peluquero un quince por ciento de propina… —Hago una pausa—. No, al dueño de la peluquería no hay que darle propina… —Me encojo de hombros mirando al detective. Éste asiente, sonríe comprensivamente y vuelve a cruzar las piernas. Bonitos calcetines—. ¿A la chica que te lava la cabeza? Diría que un dólar o dos… —Me río—. Depende de lo guapa que sea… —Me río con más ganas—. Sí, ¿y qué más te lava…? —Hago otra pausa, luego digo—: Oye, John tengo que dejarte. Acaba de entrar T. Boone Pickens… —Hago una pausa, sonriendo como un idiota, luego me río—. Era una broma… —Otra pausa—. No, no le des propina al dueño de la peluquería. —Me río una vez más, luego, por fin—: Muy bien, John…, te dejo. —Cuelgo el teléfono, recojo la antena y, recalcando inútilmente mi normalidad, digo—: Lo siento.

—No, soy yo el que lo siente —dice, disculpándose de veras—. Debería haber concertado una cita. —Haciendo un gesto hacia el teléfono inalámbrico que estoy poniendo en el soporte donde se recarga, pregunta—: ¿Era…, bueno, algo importante?

—¿Eso? —pregunto yo, señalando mi mesa y hundiéndome en el asiento—. Tratando de cuestiones de negocios. Considerando ciertas posibilidades… Intercambiando rumores… Difundiendo cotilleos. —Los dos nos reímos. Se rompe el hielo.

—Hola —dice él, irguiéndose en la silla y tendiéndome la mano—. Me llamo Donald Kimball.

—Hola. Pat Bateman. —Se la estrecho con fuerza—. Encantado de conocerle.

—Lamento —dice él— molestarle con esto, pero quería hablar con Luis Carruthers y no estaba y…, bueno, estaba usted, de modo que… —Sonríe, se encoge de hombros—. Ya sé que suelen estar muy ocupados. —Aparta la vista de los tres ejemplares de Sports Illustrated que tengo encima de la mesa, junto al walkman. Yo también me fijo en ellos y los guardo en el cajón superior de la mesa junto con el walkman, que todavía suena.

—Bien —empiezo, tratando de mostrarme lo más amistoso y hablador posible—. ¿De qué se trata?

—Bueno —empieza él—. Me ha contratado Meredith Powell para que investigue la desaparición de Paul Owen.

Asiento pensativamente con la cabeza antes de preguntar:

—No será usted del FBI o algo así, ¿verdad?

—No, no —dice él—. Nada de eso. Sólo soy investigador privado.

—Entiendo… Claro —vuelvo a asentir, todavía inquieto—. La desaparición de Paul…, claro.

—No se trata de nada oficial —me confiesa—. Sólo unas preguntas elementales. Sobre Paul Owen. Sobre usted…

—¿Café? —le pregunto de pronto.

Como si estuviera inseguro, dice:

—No, está bien así.

—¿Perrier? ¿San Pellegrino? —ofrezco.

—No, está bien así —vuelve a decir, abriendo un pequeño cuaderno de notas negro que ha sacado del bolsillo junto con una pluma Cross de oro. Llamo a Jean por el interfono.

—¿Sí, Patrick?

—Jean, ¿puedes traerle a mister…? —me interrumpo, alzo la vista.

Él también la alza:

—Kimball —dice.

—¿… mister Kimball una botella de San Pelle…?

—Oh, no, está bien así —protesta.

—No hay el menor problema —le digo.

Tengo la sensación de que trata de no mirarme con extrañeza. Escribe algo en su cuaderno de notas, luego tacha otra cosa. Jean entra casi inmediatamente y coloca la botella de San Pellegrino y un vaso de cristal grabado Steuben en mi mesa, delante de Kimball. Jean me lanza una mirada molesta, preocupada, y yo frunzo el ceño. Kimball sonríe y saluda con la cabeza a Jean, que, me fijo, hoy no lleva sostén. Miro inocentemente cómo se marcha, luego vuelvo a clavar los ojos en Kimball, juntando las manos y sentándome tieso.

—Bien, ¿y de qué se trata en concreto? —pregunto.

—De la desaparición de Paul Owen —dice, recordándomelo.

—Bien. Bueno, no me he enterado de la desaparición ni de nada de eso… —Hago una pausa, luego trato de reír—. Por lo menos no por Page Six.

Kimball sonríe educadamente.

—Creo que su familia no quiere que se le dé publicidad.

—Es comprensible —asiento en dirección al vaso y la botella que no ha tocado y luego alzo la vista—. ¿Lima? —pregunto.

—No, de verdad —dice—. Está bien así.

—¿Está seguro? —pregunto—. Puedo hacer que le traigan lima.

Hace una breve pausa, luego dice:

—Sólo unas preguntas preliminares que necesito para mis propios archivos, ¿de acuerdo?

—Dispare —digo.

—¿Cuántos años tiene? —pregunta.

—Veintisiete —digo—. Cumpliré veintiocho en octubre.

—¿Dónde estudió usted? —Escribe algo en el cuaderno de notas.

—En Harvard —le digo—. Luego en el Harvard Business School.

—¿Su dirección? —pregunta, sin dejar de mirar su cuaderno.

—Calle Ochenta y uno Oeste, cincuenta y cinco —digo—. En el edificio American Garden.

—Bonito edificio. —Alza la vista, impresionado—. Muy bonito.

—Gracias —sonrío, halagado.

—¿No es donde vive Tom Cruise? —pregunta.

—Sí. —Arrugo la nariz. De repente tengo que cerrar los ojos con fuerza.

Le oigo decir:

—Perdone, ¿se encuentra bien?

Abro los ojos, los dos llenos de lágrimas, y digo:

—¿Qué me preguntaba?

—Parece usted… nervioso.

Busco en el cajón de la mesa y saco un tubo de aspirina.

—¿Nuprin? —le ofrezco.

Kimball mira el tubo con extrañeza y luego me mira a mí antes de negar con la cabeza.

—No, gracias.

Saca un paquete de Marlboro y lo deja distraídamente al lado de la botella de San Pellegrino mientras estudia algo del cuaderno.

—Un mal hábito —señalo.

Él alza la vista y, notando mi desagrado, sonríe tímidamente.

—Lo sé. Lo siento.

Miro fijamente el paquete de tabaco.

—¿Preferiría que no fumase? —pregunta, indeciso.

Continúo mirando el paquete, dudando.

—No…, puede hacerlo.

—¿Está seguro? —pregunta.

—Sin duda. —Llamo a Jean por el interfono.

—¿Sí, Patrick?

—Por favor, tráele un cenicero a mister Kimball.

Lo trae en cuestión de segundos.

—¿Qué me puede contar de Paul Owen? —pregunta por fin, después de que se haya ido Jean, que ha dejado un cenicero Fortunoff de cristal en la mesa, junto a la San Pellegrino, que sigue sin tocar.

—Bien —digo, tosiendo, mientras me trago dos Nuprin a pelo—. No le conocía demasiado bien.

—¿Cuándo le conoció? —pregunta.

—No lo sé exactamente —le digo, en cierto modo sincero—. Formaba parte de todo aquel… ambiente de Yale, ya sabe.

—¿El ambiente de Yale? —pregunta, confuso.

Hago una pausa, sin tener ni idea de sobre qué estoy hablando.

—Sí…, el ambiente de Yale.

—¿Qué quiere decir con… el ambiente de Yale? —Ahora está intrigado.

Vuelvo a hacer una pausa. ¿Qué quiero decir?

—Bueno, yo creo que probablemente era homosexual. —No tengo la menor idea; lo dudo, teniendo en cuenta su buen gusto en chicas—. Tomaban mucha cocaína… —Hago una pausa, luego añado, temblando un poco—: Ese ambiente de Yale. —Estoy seguro de que digo esto de modo extraño, pero no puedo plantearlo de otro modo.

Ahora el despacho está en completo silencio. De repente la habitación parece asfixiante y abrasadora, y aunque el aire acondicionado está a tope, el aire parece adulterado, reciclado.

—Entonces… —Kimball mira su cuaderno inútilmente—. ¿No me puede decir nada de Paul Owen?

—Bueno —digo, suspirando—. Llevaba una vida ordenada, creo. —Inconcreto de verdad, añado—: Su dieta alimenticia era equilibrada.

Noto la frustración de Kimball, que pregunta:

—¿Cómo era? Aparte de… —titubea, trata de sonreír— la información que ya me ha dado.

¿Cómo podría describirle a Paul Owen a este tipo? ¿Presumido, arrogante, un picha alegre que constantemente trataba de que otro pagase sus cuentas del Nell’s? ¿Que sé que su pene tenía nombre y que ese nombre era Michael? No. Calma, Bateman. Creo que estoy sonriendo.

—Espero que no me interrogará aquí —consigo decir.

—¿Considera usted que lo estoy haciendo? —pregunta. Sus palabras suenan siniestras, pero no lo son.

—No —digo, con cuidado—. La verdad es que no.

Escribe enloquecidamente algo más, luego pregunta, sin alzar la vista, mordisqueando el extremo de la pluma:

—¿Por dónde solía andar Paul?

—¿Andar? —pregunto.

—Sí —dice él—. Ya sabe…, ¿qué sitios frecuentaba?

—Deje que lo piense —digo, tamborileando en la mesa con los dedos—. The Newport. Harry’s. Fluties. Indochine. Nell’s. Cornell Club. El club náutico de Nueva York. Los sitios habituales.

Kimball parece confuso.

—¿Tenía barco, un yate?

Atascado, digo como quien no quiere la cosa:

—No. Simplemente iba por allí.

—¿Y dónde estudió? —pregunta.

Hago una pausa.

—¿Es que no lo sabe ya?

—Sólo quería saber si lo sabe usted —dice, sin alzar la vista.

—En Yale —digo lentamente—. ¿Correcto?

—Correcto.

—Y luego siguió cursos de economía en Columbia —añado—. Me parece.

—¿Y antes de eso? —pregunta.

—Si bien recuerdo, fue a Saint Paul’s…, quiero decir…

—No, está bien. La verdad es que no viene al caso —se disculpa—. No tengo más preguntas que hacerle, me parece.

—Oiga, yo sólo… —empiezo suavemente, con tacto—. Sólo quería ayudarle.

—Entiendo —dice.

Otra larga pausa. Escribe algo, pero no parece importante.

—¿No hay nada más que me pueda decir de Owen? —pregunta, con una voz que casi suena a tímida.

Pienso en ello, luego digo débilmente:

—Los dos teníamos siete años en 1969.

Kimball sonríe.

—También yo.

Haciendo como que me interesa el caso, pregunto:

—Hay algún testigo, o huellas dactilares…

Me interrumpe cansinamente:

—Bueno, había un mensaje en su contestador diciendo que se iba a Londres.

—Bien —digo, esperanzado—. A lo mejor fue, ¿no?

—Su novia no lo cree —dice Kimball, inexpresivo.

—Pero… —me interrumpo—. ¿Le ha visto alguien en Londres?

Kimball mira su cuaderno, pasa la página y luego, volviendo a mirarme, dice:

—Lo cierto es que sí.

—Mmmm —digo.

—Bueno, me costó bastante verificarlo —admite—. Un tal… Stephen Hughes dice que le vio en un restaurante de allí, pero lo verifiqué y lo que pasó es que confundió a Hubert Ainsworth con Paul, de modo…

—Oh —digo yo.

—¿Recuerda dónde estaba usted la noche de la desaparición de Paul? —Comprueba algo en su cuaderno—. ¿Dónde estaba el veinticuatro de junio?

—Dios santo…, creo que… —pienso en ello—. Probablemente devolviendo unos vídeos. —Abro el cajón de mi mesa, saco mi agenda y, mirando el mes de diciembre, digo—: Salí con una chica que se llama Verónica… —Estoy mintiendo, me lo estoy inventando.

—Espere —dice él, confuso, mirando su cuaderno—. Eso… no es lo que me habían dicho.

Se me tensan los músculos.

—¿Cómo?

—Ésa no es la información que me dieron —dice.

—Bueno… —de repente estoy confuso y asustado, el Nutrin me ha provocado acidez de estómago—. Espere… ¿Qué información le han dado?

—Vamos a ver… —Pasa las hojas de su cuaderno, encuentra algo—. Estaba usted con…

—Espere. —Me río—. Podría equivocarme… —Noto la columna vertebral húmeda.

—Bien… —se interrumpe—. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo usted con Paul Owen? —pregunta.

—Estuvimos… —Oh, Dios mío, Bateman, piensa en algo—. Fuimos a un musical nuevo que acababan de estrenar, se titulaba… Oh Africa, Brave Africa. —Trago saliva—. Era… muy divertido. Creo que cenamos en Orso’s…, no, en Petaluna. No, en Orso’s. —Me interrumpo—. La… última vez que le vi físicamente fue… en un cajero automático. No puedo recordar cuál…, uno cerca de Nell’s.

—¿Pero la noche en que desapareció? —pregunta Kimball.

—No estoy seguro, la verdad —digo.

—Creo que probablemente se confunde de citas —dice, mirando su cuaderno.

—No lo sé —digo—. ¿Dónde estuvo, según usted, Paul esa noche?

—De acuerdo con su agenda, cosa que verificó su secretaria, cenó con… Marcus Halberstam —dice.

—¿Y? —pregunto.

—Se lo pregunté a él.

—¿A Marcus?

—Sí. Y lo negó —dice Kimball—. Aunque al principio no estaba seguro.

—¿Pero Marcus lo negó?

—Sí.

—¿Tiene coartada? —Ahora me muestro plenamente receptivo ante sus respuestas.

—Sí.

Una pausa.

—¿La tiene? ¿Está usted seguro?

—La verifiqué —me dice, con una extraña sonrisa—. Está limpio.

Una pausa.

—Oh.

—Y ahora dígame dónde estaba usted. —Se ríe.

Yo también me río, aunque no estoy seguro de por qué.

—¿Dónde estaba Marcus?

Kimball sigue sonriendo mientras me mira.

—No estaba con Paul Owen —dice enigmáticamente.

—¿Entonces con quién estaba? —Todavía me río, pero también me siento mareado.

Kimball abre su cuaderno y me lanza por primera vez una mirada hostil.

—Estaba en el Atlantis con Craig McDermott, Frederick Dibble, Harry Newman, George Butner y… —Kimball hace una pausa, luego alza la vista— y usted.

En el despacho, y justo en este preciso momento, estoy pensando en lo que le llevaría a un cadáver desintegrarse por completo en este despacho. En este despacho hay cosas sobre las que fantaseo cuando sueño. Comer costillas en Red, Hot and Blue, de Washington. Si debería cambiar de champú. ¿Cuál es de verdad la mejor cerveza seca? ¿Es Bill Robinson un diseñador sobrevalorado? ¿Qué pasa con IBM? Las últimas novedades. ¿Es un adverbio el término «jugar al béisbol»? La frágil paz de Asís. La luz eléctrica. El máximo lujo. El lujo definitivo. El hijoputa que lleva el mismo traje de lino Armani que yo. Lo fácil que sería liquidar a este jodido detective. Kimball no es en absoluto consciente de lo vacío que estoy. No hay pruebas de vida animada en este despacho, y sin embargo él sigue tomando notas. Cuando se termine de leer esta frase, un Boeing despegará o aterrizará en alguna parte del mundo. Me apetece una Pilsner Urquell.

—Oh, claro —digo—. Por supuesto… Queríamos que viniera Paul Owen —digo, asintiendo con la cabeza como si estuviera recordando algo—. Pero dijo que tenía otros planes… —Luego, con poca convicción, añado—: Supongo que cené con Victoria la… noche siguiente.

—Oiga, quisiera decirle que me contrató Meredith —dice, suspirando, y cerrando el cuaderno.

Como quien no quiere la cosa, pregunto:

—¿Sabía usted que Meredith Powell está saliendo con Brock Thompson?

Se encoge de hombros.

—No sé esas cosas. Lo único que sé es que al parecer Paul Owen le debe mucho dinero.

—Oh —digo—. ¿De verdad?

—Personalmente —dice—, creo que Owen perdió un poco la cabeza. Se largó un tiempo de la ciudad. Puede que haya ido a Londres. De visita turística. A tomar copas. Lo que sea. De todos modos, estoy seguro de que antes o después volverá.

Asiento lentamente, esperando tener un aspecto de asombro.

—¿Participaba en sesiones de, digamos, ocultismo o cultos satánicos? —pregunta Kimball seriamente.

—¿Cómo?

—Sé que suena estúpido, pero el mes pasado en Nueva Jersey…, no sé si se ha enterado de ello, pero detuvieron a un joven agente de bolsa y le acusaron del asesinato de una joven chicana para hacer ritos de vudú con, bueno…, varias partes de su cuerpo…

—¡Caramba! —exclamo.

—Bueno, quería decir… —Vuelve a sonreír tímidamente—. ¿Se ha enterado de eso?

—¿El tipo negó que lo hubiera hecho? —pregunto, con un estremecimiento.

—Exacto —asiente Kimball.

—Es un caso interesante —consigo decir.

—Aunque insiste en que es inocente, sigue creyendo que es Inca, el dios pájaro o algo así —dice Kimball, torciendo el gesto.

Los dos nos reímos muy alto ante esto.

—No —digo por fin—. Paul no participaba en esas cosas. Seguía una dieta equilibrada y…

—Sí, ya lo sé, y participaba de aquel ambiente de Yale —termina Kimball cansinamente.

Hay una larga pausa que, creo, debe de ser la más larga hasta el momento.

—¿Ha consultado a un médium? —pregunto.

—No. —Niega con la cabeza de un modo que sugiere que va a considerado. Bueno, ¿a quién le importa?

—¿Han desvalijado su apartamento? —pregunto.

—No, la verdad es que no —dice—. Han desaparecido artículos de aseo. También un traje. Así como una maleta. Eso es todo.

—¿Sospecha usted que es para despistar?

—No estoy seguro —dice—. Pero quisiera decirle que no me sorprendería que estuviera escondido en alguna parte.

—Entonces, ¿no interviene la brigada de homicidios?

—No, todavía no. Como he dicho, no estamos seguros. Pero… —Se interrumpe, con aspecto desalentado—. La verdad es que nadie ha visto ni oído nada.

—Es lo habitual, ¿no?

—Resulta extraño —dice, mirando por la ventana, perdido—. Un día una persona sale, va a trabajar viva y luego… —Kimball se interrumpe, sin terminar la frase.

—Nada —digo suspirando, y asiento con la cabeza.

—La gente… desaparece. Eso es todo —dice.

—La tierra se abre y se traga a la gente —digo tristemente, mirando mi Rolex.

—Extraño. —Kimball bosteza, estirándose—. Extraño de verdad.

—Espantoso —asiento, mostrándome de acuerdo.

—Sólo es… —dice suspirando, exasperado— inútil.

Hago una pausa, inseguro sobre qué decir, y salgo con:

—Es difícil entendérselas con… la inutilidad.

No pienso en nada. El despacho está en silencio. Para romperlo, señalo un libro de encima de la mesa, junto a la botella de San Pellegrino. El arte de hacer negocios, de Donald Trump.

—¿Lo ha leído? —le pregunto a Kimball.

—No —dice suspirando, pero pregunta educadamente—. ¿Es interesante?

—Es muy interesante —digo, asintiendo.

—Oiga —vuelve a decir, suspirando—. Ya le he hecho perder demasiado tiempo. —Se guarda el paquete de Marlboro en el bolsillo.

—De todos modos tengo una comida de negocios con Cliff Huxtable en The Four Seasons dentro de veinte minutos —miento, poniéndome de pie—. También tengo que irme.

—¿The Four Seasons no está un poco lejos, en la parte alta de la ciudad? —Parece inquieto y también se levanta—. Me refiero a que va a llegar con retraso.

—Oh, no —me atasco—. Hay uno aquí, en la parte baja.

—¿De verdad? —pregunta—. No lo sabía.

—Sí —digo, acompañándole a la puerta—. Es muy bueno.

—Oiga —dice, volviéndose para encararme—. Si se le ocurre algo, cualquier información, lo que sea…

Le estrecho la mano.

—Sin duda. Estoy de acuerdo en un ciento por ciento con usted —digo solemnemente.

—Estupendo —dice el muy inútil, aliviado—. Y gracias por su tiempo, mister Bateman.

Al moverme hacia la puerta las piernas me vacilan, como las de un astronauta, y al acompañarle afuera del despacho, aunque estoy vacío, desprovisto de sentimientos, todavía noto —sin engañarme— que he hecho algo importante, y luego hablamos unos minutos sobre las lociones para después del afeitado y las camisas. Ha habido una extraña y general falta de prisa en la conversación que he encontrado tranquilizadora —no ha pasado nada en absoluto—, pero cuando él sonríe, me da su tarjeta de visita y se marcha, la puerta al cerrarse me suena como un millón de insectos zumbando, como kilos de bacon friéndose; una vasta soledad. Y después de que haya salido del edificio (hago que Jean llame a Tom, de Seguridad, para confirmarlo) llamo a una persona que me recomendó mi abogado para asegurarme de que no me han pinchado los teléfonos, y después de un Xanax me siento capaz de verme con mi especialista en nutrición en un restaurante muy caro que se llama Cuisine de Soy, en Tribeca, y mientras estoy sentado debajo del delfín disecado y lacado que cuelga encima de la barra, con el cuerpo doblado formando un arco, soy capaz de hacer preguntas al especialista en nutrición del tipo:

—Muy bien, así que no se debe tomar pan —sin mostrarme servil.

De vuelta a la oficina, dos horas después, me entero de que no tengo pinchado ninguno de mis teléfonos.

También me encuentro con Meredith Powell el viernes por la noche, en Ereze, con Brock Thompson, y aunque hablamos unos diez minutos, fundamentalmente de por qué ninguno de nosotros estamos en los Hamptons, con Brock mirándome fijamente todo el tiempo, ella no menciona a Paul Owen ni una sola vez. Yo ceno de modo atrozmente lento con la chica con la que he salido, Jeanette. El restaurante está resplandeciente, es nuevo y la carne es mala. Las raciones son escasas. Cada vez me siento más agitado. Después quiero puntear el M.K., aunque Jeanette se queja porque quiere bailar. Estoy cansado y necesito descansar. En mi apartamento me tumbo en la cama, demasiado distraído para hacer sexo con ella, de modo que se marcha, y después de ver una cinta con el programa de Patty Winters de esta mañana, que es sobre los mejores restaurantes del Este, cojo uno de mis teléfonos inalámbricos y con indecisión, a desgana, llamo a Evelyn.