Lunes a las ocho de la tarde. Estoy en el despacho haciendo el crucigrama del New York Times, de ayer domingo, mientras escucho música rap en estéreo y trato de entender su popularidad, pues una tía buena rubita que conocí en el Au Bar hace un par de noches me dijo que lo único que oye es rap, y aunque después la dejé seca en un apartamento del Dakota (casi quedó decapitada; una experiencia un poco extraña para mí), esta mañana sus gustos musicales me rondaban por la cabeza y he tenido que pararme en el Tower Records del Upper West Side y gastar noventa dólares en discos compactos de rap, pero, como esperaba, estoy desorientado: son voces negroides profiriendo palabras feas como dígito, puding y tarugo. Jean está sentada a su mesa, que tiene llena de documentos que quiero que verifique. Hoy no ha sido un mal día: he hecho ejercicio durante dos horas antes de venir a la oficina; el restaurante nuevo de Robinson Hirsch que se llama Finna ha abierto en Chelsea; Evelyn me ha dejado dos mensajes en el contestador y otro por medio de Jean en los que decía que pasará en Boston la mayor parte de la semana, y lo mejor de todo, el programa de Patty Winters de esta mañana tenía dos partes. La primera era una entrevista en exclusiva con Donald Trump; la segunda, un informe sobre mujeres a las que habían torturado. Tengo previsto cenar con Madison Grey y David Campion en el Café Luxembourg, pero a las ocho y cuarto me entero de que Luis Carruthers va a cenar con nosotros, de modo que llamo a Campion, el estúpido hijoputa, y cancelo la cena, luego paso unos minutos pensando en qué hacer durante lo que queda de tarde. Al mirar por la ventana, me doy cuenta de que dentro de unos momentos el cielo que cubre la ciudad estará completamente a oscuras.
Jean asoma la cabeza en mi despacho, después de llamar suavemente a la puerta entreabierta. Hago como que no me doy cuenta de su presencia, aunque no estoy seguro de por qué, pues me siento solo o algo así. Se acerca a la mesa y yo sigo mirando el crucigrama con las gafas Wayfarer puestas, aturdido sin ningún motivo real.
Pone un informe encima de la mesa antes de preguntar:
—¿Haces el crucigrama? —con un patético gesto de intimidad, un irritante intento de forzada amistad. Callo y asiento con la cabeza, sin levantar la vista.
—¿Necesitas ayuda? —pregunta, moviéndose cautelosamente alrededor de la mesa donde estoy sentado, y se inclina sobre mi hombro ofreciéndome asistencia. Yo ya he llenado todos los espacios con las palabras carne o hueso y ella emite un leve jadeo al fijarse en ello, y cuando ve el montón de lápices del número 2 que he partido por la mitad y dejado encima de la mesa, los coge dubitativamente y sale del despacho.
—¿Jean? —llamo.
—¿Sí, Patrick? —Vuelve a entrar en el despacho, tratando de disimular su impaciencia.
—¿Te apetece cenar conmigo? —pregunto, sin dejar de mirar el crucigrama, mientras tacho con un lápiz rojo la «c» de una de las muchas «carnes» con las que he llenado los recuadros—. Bueno, siempre que… no tengas nada previsto.
—Oh, no —responde, con demasiada rapidez, me parece, pero dándose cuenta de su fallo, añade—: No tengo ningún plan.
—Bien, en eso coincidimos —digo yo, alzando la vista y quitándome las Wayfarer.
Ella se ríe pero hay cierto nerviosismo en su risa, cierta incomodidad, lo que no contribuye a que me sienta menos mal.
—Eso parece. —Se encoge de hombros.
—También tengo entradas para un concierto de… Milla Vanilla, si te apetece —le digo, sin dade importancia.
Confundida, pregunta:
—¿De verdad? ¿Quién?
—Milla… Vanilla —repito lentamente.
—¿Milla… Vanilla? —pregunta, incómoda.
—Milla… Vanilla —digo—. Creo que se llaman así.
—No estoy segura —dice ella.
—¿Sobre lo de ir?
—No…, sobre el nombre. —Se concentra, luego dice—: Creo que se llaman… Milli Vanilli.
Hago una larga pausa antes de decir:
—Oh.
Jean sigue allí y asiente con la cabeza.
—No importa —digo. De todos modos, no tengo entradas—. Es dentro de unos meses.
—Oh —dice ella, volviendo a asentir con la cabeza—. De acuerdo.
—Oye, ¿adónde vamos? —Me echo hacia delante y saco mi Zagat del cajón superior de la mesa de despacho.
Ella hace una pausa, titubea, sin saber qué decir, tomándose mi pregunta como un examen que debe aprobar; sin estar segura de haber elegido la respuesta adecuada, propone:
—Adonde tú quieras.
—No, no, no. —Sonrío, hojeando la guía—. Iremos adonde quieras tú.
—Oh, Patrick —dice, suspirando—. No puedo tornar una decisión así.
—Sí, venga —la animo—. ¿Adónde quieres ir?
—No puedo. —Vuelve a suspirar nuevamente, desvalida—. No lo sé.
—Vamos, vamos —la animo—, ¿adónde quieres ir? Iremos adonde tú quieras. Adonde digas.
Piensa en ello durante largo rato y notando que pasa el tiempo, pregunta tímidamente, tratando de impresionarme:
—¿Que te parece… Dorsia?
Dejo de mirar la guía Zagat y, sin alzar la vista, sonriendo tensamente, con el estómago revuelto, me pregunto en silencio: «¿De verdad quiero decir que no? ¿De verdad quiero decir que probablemente no consigamos mesa? ¿Estoy preparado para hacer una cosa así? ¿Quiero de verdad hacerla?»
—Muy bien —digo, dejando la guía, luego vuelvo a abrirla nerviosamente para buscar el número—. Dorsia es donde quiere ir Jean.
—Oh, no lo sé —dice ella, confusa—. Vamos adonde tú quieras.
—Dorsia está… bien —digo, sin darle importancia, cogiendo el teléfono, y con un dedo tembloroso marco los siete terribles números, tratando de mantener la calma. En lugar de la señal de que comunican que espero, el teléfono suena en Dorsia y después de dos timbrazos la misma voz perentoria a la que he ido acostumbrándome durante los tres últimos meses, grita:
—Dorsia, ¿sí? —El espacio donde suena la voz es un rumor enmudecido.
—¿Podríamos reservar mesa, digamos que para dentro de veinte minutos? —pregunto, mirando mi Rolex y guiñándole el ojo a Jean. Parece impresionada.
—Estamos al completo —grita el maître con tono de suficiencia.
—¿De verdad? —digo, tratando de parecer contento, aunque me sienta a punto de vomitar—. Estupendo.
—Le he dicho que estamos al completo —grita.
—¿A las nueve? —digo—. Perfecto.
—Esta noche no tenemos mesas disponibles —truena el maître, inflexible. Cuelga el aparato.
—Bien, hasta pronto. —También yo cuelgo, y con una sonrisa que trata de expresar placer ante la elección de Jean, me encuentro haciendo esfuerzos por respirar, con todos los músculos muy tensos. Jean lleva un jersey de lana y una falda de franela de Calvin Klein, un cinturón de cocodrilo con la hebilla de plata de Barry Kieselstein Cord, pendientes de plata y medias claras también de Calvin Klein. Permanece quieta delante de la mesa, confusa.
—Muy bien —digo, dirigiéndome al perchero—. Vas muy bien vestida.
Al cabo de un momento, dice suavemente:
—No has dado el nombre.
Pienso en esto mientras me pongo mi chaqueta Armani y mientras vuelvo a hacerme el nudo de mi corbata de seda Armani y sin tartamudear le digo:
—Me conocen.
Mientras el maître sienta a una pareja que estoy casi seguro de que son Kate Spencer y Jason Lauder, Jean y yo nos acercamos a su estrado donde está abierto el libro con las reservas lleno de nombres absurdamente legibles, y al inclinarme sobre él leo por casualidad el único nombre que tiene reserva para dos a las nueve que no está tachado, y que resulta ser —oh, Dios mío— Schrawtz. Suspiro, y dando golpecitos en el suelo con el pie, con la mente disparada, trato de idear algún plan factible. De repente, me vuelvo hacia Jean y digo:
—¿Por qué no vas al servicio?
Ella pasea la vista por el restaurante. Es el caos. Hay mucha gente en la barra. El maître sienta a la pareja en una mesa del centro del comedor. Sylvester Stallone y una chica estupenda ocupan la misma mesa en la que estuvimos sentados Sean y yo hace unas semanas, lo que contribuye a mi fastidio, y sus guardaespaldas están en una mesa contigua a ésta, y el dueño de Petty’s, Norman Prage, ocupa la tercera. Jean vuelve la cabeza hacia mí y grita:
—¿Qué? —imponiéndose al ruido.
—¿No tienes que ir al servicio? —pregunto. El maître se acerca a nosotros, abriéndose paso entre los que abarrotan el restaurante, sin sonreír.
—¿Por qué? ¿Quieres decir… que debo ir? —pregunta Jean totalmente confusa.
—Ve —le siseo, apretándole desesperadamente el brazo.
—Pero es que no necesito ir, Patrick —protesta ella.
—Dios santo —murmuro. De todos modos ya es demasiado tarde.
El maître se dirige al podio y consulta el libro, atiende una llamada telefónica, cuelga en cuestión de segundos y nos mira, no especialmente molesto. El maître debe de tener por lo menos unos cincuenta años y lleva cola de caballo. Me aclaro la voz dos veces para atraer su atención, establecer algún tipo de contacto ocular.
—¿Sí? —pregunta, como si tuviera prisa.
Adopto una expresión digna antes de suspirar interiormente.
—Tenemos reserva para las nueve… —Trago saliva—. Para dos.
—¿Sííí? —pregunta, desconfiadamente, alargando la palabra—. ¿A nombre de quién? —dice, y se vuelve hacia un camarero que pasa, de unos dieciocho años y guapo, con aspecto de modelo, que pregunta:
—¿Dónde está el hielo?
El maître le mira fijamente y grita:
—No me interrumpas ahora…, ¿entendido? ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? —El camarero se encoge de hombros humildemente y entonces el maître señala la barra—. ¡El hielo está ahí! —A continuación se vuelve hacia nosotros y me siento asustado de verdad—. ¿A nombre de quién? —pregunta, imperioso.
Yo estoy pensando: «De todos los jodidos nombres, ¿por qué éste?»
—Schrawtz —por Dios—. Mister y mistress Schrawtz.
Estoy seguro de que tengo la cara cenicienta y digo el nombre mecánicamente, pero el maître está demasiado ocupado para no tragárselo y ni siquiera me molesto en mirar a Jean, que estoy seguro de que está completamente desconcertada ante mi comportamiento, mientras nos lleva a la mesa de los Schrawtz.
Las cartas ya están sobre la mesa, pero me siento tan nervioso que las palabras e incluso los precios me parecen jeroglíficos y me encuentro completamente perdido. Un camarero anota lo que queremos beber —es el mismo que no sabía dónde estaba el hielo— y me encuentro diciendo cosas, sin escuchar a Jean, como:
—Proteger la capa de ozono es una idea buena de verdad. —Y contando chistes. Sonrío, como si estuviera en otro sitio, y no tardo nada (de hecho, minutos, pues el camarero ni siquiera tiene oportunidad de decirnos las especialidades) en fijarme en la pareja que ha aparecido junto al podio y está hablando con el maître, y después de suspirar profundamente, mareado, titubeante, le digo a Jean:
—Pasa algo malo.
Ella alza la vista del menú y deja la copa sin hielo que estaba bebiendo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
El maître nos está mirando fijamente, de hecho me mira a mí, desde el otro lado del comedor, mientras se acerca a nuestra mesa acompañado de la pareja. Un hombre y una mujer guapos, altos. Si hubieran sido bajos, gordos, con pinta de judíos, podría quedarme en esta mesa, incluso sin la ayuda de cincuenta dólares, pero esta pareja parece salida de un anuncio de Ralph Lauren, y aunque también lo parezcamos Jean y yo (y lo mismo el resto de los que están en el jodido restaurante), el hombre lleva esmoquin y la chica (una chica perfectamente follable) va cubierta de joyas. Ésta es la realidad, y como mi odioso hermano Sean diría, tengo que vérmelas con ella. El maître se ha detenido junto a la mesa, con las manos a la espalda, muy serio, y después de una larga pausa, pregunta:
—¿Mister y mistress… Schwartz?
—¿Sí? —digo, con calma.
Se limita a mirar fijamente. A esto le acompaña un silencio anormal. Su cola de caballo, gris y aceitosa, le cuelga como una especie de maldición más abajo del cuello.
—Sabe —digo al fin, con suavidad—. Resulta que conozco al cocinero.
Él sigue mirando fijamente. Y lo mismo, sin duda, la pareja que tiene detrás.
Después de otra larga pausa, sin motivo, pregunto:
—¿Está en… Aspen?
Esto no va a servimos de nada. Suspiro y me vuelvo hacia Jean, que parece completamente perpleja.
—Nos vamos, ¿de acuerdo? —Ella asiente, sin decir nada. Humillado, cojo a Jean de la mano y nos levantamos, ella más despacio que yo, y pasamos rápidamente junto al maître y la pareja, y nos abrimos paso por el abarrotado restaurante y luego salimos a la calle y estoy completamente destrozado y murmuro como un robot para mí mismo—: Debería haberlo sabido, debería haberlo sabido. —Pero Jean camina por la calle dando saltos, riéndose, tirando de mí, y cuando por fin me fijo en su inesperada alegría, entre dos carcajadas, dice:
—Ha sido muy divertido. —Y luego, agarrando mi puño apretado, añade: —Tu sentido del humor es muy espontáneo. —Temblando, caminando muy tieso a su lado, ignorándola, me pregunto: «¿Y ahora… adónde vamos?», y en segundos llega la respuesta: Arcadia hacia donde me encuentro caminando.
Después de que alguien que creo que es Hamilton Conway me confunda con alguien que se llama Ted Owen y pregunte si puedo conseguirle que entre en Petty’s esta noche y después de decirle yo:
—Veré lo que puedo hacer —vuelvo a dedicar lo que me queda de atención a Jean, que está sentada enfrente de mí en el comedor casi vacío de Arcadia (después de que el tipo se marchara, sólo quedan cinco mesas del restaurante con público). He pedido J&B con hielo. Jean toma una copa de vino blanco y habla de que lo que de verdad quiere es «trabajar en el mercado de valores», y yo pienso: «Atrévete a soñar». Otra persona, Frederick Dibble, se detiene y me felicita por la cuenta Larson y tiene la cara de decir:
—Hablaremos después, Saul.
Pero estoy aturdido, a millones de kilómetros de distancia, y Jean no se da cuenta; habla de una nueva novela de un autor joven que ha estado leyendo —su cubierta, que he visto, muestra luces de neón; su argumento, los sufrimientos de los ricos—. Casualmente pienso que está hablando de otra persona y me encuentro diciendo, sin mirarla de verdad:
—Uno necesita una piel dura para sobrevivir en esta ciudad.
Ella se sonroja, parece avergonzada y toma otro sorbo de vino, que es un sauvignon blanc.
—Pareces distante —dice.
—¿Qué? —pregunto, parpadeando.
—Digo que pareces distante —dice ella.
—No —digo, suspirando—. Todavía estoy en posesión de mi excentricidad.
—Eso está bien. —Sonríe (¿estoy soñando esto?), aliviada.
—Escucha —digo, tratando de centrarme en ella—. ¿Qué es lo que de verdad quieres hacer en la vida? —Luego, recordando lo que murmuraba sobre una carrera en el mercado de valores, añado—: Pero brevemente, ya sabes, resume. —Y añado—: Y no me digas que te gustan los niños, ¿vale?
—Bueno, me gusta viajar —dice—. Y puede que vuelva a la universidad, pero la verdad es que no lo sé… —Hace una pausa y piensa, luego anuncia sinceramente—: Me encuentro en un punto de mi vida en que parece que hay muchas posibilidades, pero me siento…, no lo sé…, insegura.
—Creo que también es importante que las personas conozcan sus limitaciones. —Luego, de repente pregunto—: ¿Tienes novio?
Ella sonríe tímidamente, se sonroja, y dice:
—No. La verdad es que no.
—Interesante —murmuro. He abierto mi carta y esta noche estoy mirando los platos del día.
—¿Sales tú con alguien? —pregunta ella tímidamente—. De un modo serio, quiero decir.
Elijo el pez piloto con tulipanes y canela, evitando la pregunta con su suspiro.
—Quiero tener una relación importante con alguien especial. —Y antes de permitirle que responda, le pregunto qué va a tomar.
—Creo que el mahi-mahi —dice, y luego, mirando de reojo la carta, añade—: con jengibre.
—Yo voy a tomar el pez piloto —digo—. Últimamente me gusta. El… pez piloto —digo, asintiendo con la cabeza.
Más tarde, después de una cena mediocre, una botella de un cabernet sauvignon de California muy cara y crème brûlé que compartimos, pido una copa de un oporto de cincuenta dólares y Jean toma un café exprés descafeinado, y cuando pregunta por qué se llama así el restaurante, se lo cuento, y no me invento nada absurdo —aunque estoy tentado, sólo para ver si se lo cree—. Sentado frente a Jean, en la penumbra de Arcadia, resulta muy fácil creer que se tragaría cualquier tipo de información falsa que le proporcionase —lo loca que está por mí la vuelve impotente— y encuentro que esta falta de defensas es extrañamente poco erótica. Incluso podría exponerle mi postura a favor del apartheid y encontraría motivos para compartirla y para invertir grandes cantidades de dinero en empresas racistas.
—La Arcadia era una antigua región del Peloponeso, Grecia, que fue fundada en el 370 antes de Cristo, y estaba completamente rodeada de montañas. Su ciudad principal era… Megalopolis, que también era el centro de la actividad política y la capital de la confederación arcadiana… —Tomo un sorbo del oporto, que es espeso, fuerte, caro—. Fue destruida durante la guerra de independencia griega… —Vuelvo a hacer una pausa—. Originalmente a Pan lo adoraban en Arcadia. ¿Sabes quién era Pan?
Sin apartar nunca los ojos de mí, asiente.
—Sus fiestas eran muy parecidas a las de Baco —le cuento—. Por la noche jugueteaba con las ninfas, pero también le gustaba… asustar a los viajeros durante el día… De ahí la palabra pán-ico. —Bla bla bla. Me divierte seguir sabiendo estas cosas y levanto la mirada del oporto que he estado mirando pensativamente y le sonrío. Ella guarda silencio largo rato, confundida, insegura de lo que debe responder, pero por fin me mira profundamente a los ojos y dice, vacilando, inclinándose encima de la mesa:
—Es… tan… interesante —que es lo que le sale de la boca, es todo lo que dice.
Once treinta y cuatro. Estamos parados delante del apartamento del Upper East Side de Jean. El portero nos mira cansinamente y eso me llena de un miedo innombrable. Un telón de miles de estrellas brilla en el cielo y me humilla lo muchas que son, lo que me cuesta bastante soportar. Jean se encoge de hombros y asiente después de que yo diga algo sobre las formas de la ansiedad. Es como si a su mente le costara mucho comunicarse con la boca, como si tratara de realizar un análisis racional de quién soy, lo que es, por supuesto, imposible: no… existe… una… clave.
—La cena ha sido maravillosa —dice—. Muchísimas gracias.
—La verdad es que la comida ha sido bastante mediocre, pero me alegro de haber estado contigo. —Me encojo de hombros.
—¿Quieres subir a tomar una copa? —pregunta, como sin darle la menor importancia, y aunque me muestre crítico con respecto a su planteamiento, eso no significa necesariamente que no me apetezca subir. Pero algo me lo impide, algo controla mis ansias de sangre: ¿el portero?, ¿la luz del portal?, ¿su pintura de labios? Además estoy empezando a pensar que la pornografía es mucho menos complicada que el sexo de verdad, y debido a esa falta de complicación, mucho más placentera.
—¿Tienes peyote? —pregunto.
Ella se detiene, confusa.
—¿Qué?
—Sólo era una broma —digo, y añado—: Oye, quiero ver el programa de David Letterman, por lo tanto… —Me interrumpo, inseguro de por qué me quedo—. Debería irme.
—Puedes verlo… —Se interrumpe, luego sugiere—. En mi casa.
Hago una pausa antes de preguntar:
—¿Tienes televisión por cable?
—Sí —asiente—. Tengo televisión por cable.
Confuso, vuelvo a hacer una pausa, luego hago como que reflexiono.
—Da lo mismo. Me gusta verlo… sin cable.
Ella lanza una mirada triste, perpleja.
—¿Cómo?
—Tengo que devolver unos vídeos —explico precipitadamente.
Ella hace una pausa.
—¿Ahora? —Mira su reloj—. Si son casi las doce.
—Bueno, sí —digo, considerablemente distante.
—Bueno, supongo que…, entonces, buenas noches —dice.
¿Qué tipo de libros lee Jean? Los títulos me pasan muy deprisa por la cabeza: Cómo conseguir que un hombre se enamore de ti. Cómo conseguir que un hombre esté enamorado de ti para siempre. Cómo comprometerse: Casarse. Cómo estar casada dentro de un año. Suplicante. En el bolsillo del abrigo manoseo la caja de condones de Luc Benoit que compré la semana pasada, pero…, bueno, pues no.
Después de estrecharnos la mano torpemente, ella pregunta, todavía con la mía en la suya:
—¿De verdad no tienes televisión por cable?
Y aunque en absoluto ha sido una noche romántica, me abraza y esta vez emana un calor al que no estoy acostumbrado. Estoy tan acostumbrado a imaginar que todo pasa del modo en que pasa en las películas, a visualizar las cosas del modo en que suceden los acontecimientos en la pantalla, que casi puedo oír el sonido de una orquesta, casi puedo alucinar que la cámara toma una vista panorámica de nosotros, que unos fuegos artificiales estallan encima de nuestras cabezas a cámara lenta y la imagen en setenta milímetros de sus labios que se abren y el murmullo que sigue de «Te quiero» en sonido Dolby. Pero mi abrazo es frío y me doy cuenta, al principio borrosamente y luego con mayor claridad, de que mi desolación interior va desapareciendo gradualmente y de que ella me besa en la boca y de que esto me lleva a una especie de realidad y la aparto. Me mira fijamente, asustada.
—Oye, tengo que irme —digo, mirando mi Rolex—. No quiero perderme las habilidades de los animales de compañía.
—Muy bien —dice ella, calmándose—. Adiós.
—Buenas noches —digo yo.
Los dos nos dirigimos en direcciones opuestas, pero de repente ella grita algo.
Me doy la vuelta.
—No te olvides de que tienes un desayuno de trabajo con Frederick Bennet y Charles Rust en el 21 —dice desde la puerta, que el portero mantiene abierta para que entre.
—Gracias —le grito, despidiéndome con la mano—. Se me había olvidado por completo.
Ella se despide con la mano y desaparece en el portal.
Camino de Park Avenue en busca de un taxi, paso junto a un espantoso vagabundo —un miembro de la clase genética inferior— y cuando me ruega en voz baja que le dé alguna moneda, «algo», me fijo en la bolsa de la librería Barnes & Noble que tiene junto a él en los escalones de la iglesia donde pide limosna, y no puedo evitar reír afectadamente en voz alta.
—Estupendo, te gusta leer… —digo, y luego, en el taxi en que atravieso la ciudad camino de mi apartamento, me imagino corriendo por Central Park una fresca tarde de primavera con Jean, riendo, cogidos de la mano. Compramos globos, los soltamos.