Un jueves

Más tarde, de hecho la noche siguiente, tres de nosotros, Craig McDermott, Courtney y yo mismo, vamos en taxi camino de Nell’s hablando del agua Evian. Courtney, que lleva un visón Armani, acaba de admitir, entre risitas, que usa Evian para los cubitos de hielo, lo que inicia una animada conversación sobre las diferencias entre las diversas marcas de agua embotellada, y a petición de Courtney tratamos por turno de enumerar todas las marcas que podamos.

Courtney empieza, contando cada nombre que dice con los dedos.

—Bien, están Sparcal, Perrier, San Pellegrino, Poland Spring, Calistoga… —Se interrumpe, vacilando, y mira a McDermott en busca de ayuda.

Éste suspira y dice:

—Canadian Spring; Canadian Calm; Montchair, que también es de Canadá; Vittel, de Francia; Crodo, que es italiana… —Se interrumpe y se frota la barbilla pensativamente. Piensa un poco más y luego anuncia, como si estuviera sorprendido—: Elan. —Y aunque parece que está a punto de decir algún nombre más, Craig se hunde en un silencio tenso.

—¿Elan? —pregunta Courtney.

—Es suiza —dice él.

—Oh —dice ella, y se vuelve hacia mí—. Te toca a ti, Patrick.

Mirando por la ventanilla del taxi, perdido en mis pensamientos, el silencio que provoco me llena de un miedo innombrable, y aturdido, maquinalmente, digo las siguientes:

—Os habéis olvidado de Alpenwasser; Down Under; Schat, que es de Líbano, Qubol, y Cold Springs…

—Ésa ya la he dicho yo —me interrumpe Courtney acusadoramente.

—No —digo—. Tú has dicho Poland Spring.

—¿Es verdad? —murmura Courtney; luego, tirándole a McDermott de la manga del abrigo, insiste—: ¿Es verdad, Craig?

—Probablemente. —McDermott se encoge de hombros—. Me parece que sí.

—También tenéis que recordar que el agua mineral siempre hay que comprarla en botella de cristal. No se debe comprar en envase de plástico —digo siniestramente, y espero a que uno de ellos me pregunte por qué.

—¿Por qué? —La voz de Courtney tiene un matiz de interés indudable.

—Porque se oxida —explico yo—. Uno quiere que sepa a fresca y que no deje resabio.

Después de una pausa larga, como las de Courtney, McDermott admite, mirando por la ventanilla:

—Es cierto.

—La verdad es que yo no entiendo la diferencia entre las distintas clases de agua —murmura Courtney. Está sentada entre McDermott y yo en el asiento trasero del taxi y debajo del visón lleva un vestido de lana de Givenchy, medias de Calvin Klein y zapatos de Warren Susan Allen Edmonds. Antes, en este mismo taxi, cuando he tocado insinuantemente el visón sin otra intención que comprobar su calidad y ella lo ha notado, me ha preguntado si tenía un spray para el aliento. Yo no he dicho nada.

—¿Qué quieres decir? —inquiere McDermott solemnemente.

—Bueno —dice ella—. Quiero decir que no sé cual es la auténtica diferencia entre el agua natural, por ejemplo, o, quiero decir, ¿hay alguna?

Courtney. El agua natural es cualquier agua de una fuente subterránea —dice Craig, suspirando, y mirando todavía por la ventanilla—. El contenido de minerales no se ha variado, aunque el agua puede haber sido desinfectada y filtrada. —McDermott lleva un esmoquin de lana con solapas marcadas de Gianni Versace y apesta a Xeryus.

Interrumpo momentáneamente mi inercia mental para añadir:

—Y en el agua mineral pueden haberse añadido o quitado minerales, y normalmente ha sido filtrada, no tratada. —Hago una pausa—. El setenta y cinco por ciento de toda el agua embotellada en Norteamérica es agua mineral. —Hago otra pausa y pregunto—: ¿Lo sabías?

Sigue una larga y aburrida pausa, y luego Courtney hace otra pregunta, esta vez sólo terminada a medias.

—La diferencia entre el agua destilada y el agua purificada es…

La verdad es que no presto atención a esta conversación, pues estoy pensando en un modo de librarme del cuerpo de Bethany, o al menos debatiendo interiormente si debo o no conservarlo en mi apartamento un día más. Si decido librarme de él esta noche, podría meter lo que queda dentro de una bolsa de basura Hefty y dejarla en la caja de la escalera; o puedo hacer algo más de esfuerzo y arrastrarla hasta la calle, dejándola en el bordillo junto a la demás basura. Incluso podría llevarlo al apartamento de Hell’s Kitchen y echarle cal viva por encima, fumarme un puro y ver cómo se disuelve mientras escucho mi walkman, pero quiero mantener los cuerpos de los hombres separados de los de las mujeres y, además, también quiero ver Sed de sangre, el vídeo que he alquilado esta tarde —la frase que lo anuncia es: «Algunos payasos hacen reír, pero Bobo le hará morirse y luego comerse su propio cuerpo»— y no tendré suficiente tiempo para un viaje hasta Hell’s Kitchen a medianoche, aunque no me detenga en Bellvue’s a tomar algo. Los huesos y la mayor parte de los intestinos y la carne de Bethany probablemente los tiraré al incinerador del vestíbulo de mi apartamento.

Courtney, McDermott y yo acabamos de salir de una fiesta de Morgan Stanley que se ha celebrado cerca de Seaport, en la punta de Manhattan, en un club nuevo que se llama Goldcard, que por sí solo parecía una ciudad enorme y donde me he encontrado con Walter Rhodes, un canadiense de los pies a la cabeza, al que no había visto desde Exeter y que, como McDermott, apesta a Xeryus, y le he dicho:

—Oye, intento mantenerme lejos de la gente. Incluso evito hablarles. —Y luego le he rogado que me disculpara.

Sólo ligeramente sorprendido, Walter ha dicho:

—Claro, claro, lo…, bueno, lo entiendo.

Yo llevo un esmoquin cruzado de seis botones de crepé de lana con pantalones con pinzas y una corbata de lazo de seda y gro, todo de Valentino. Luis Carruthers está en Atlanta, donde pasará una semana. Me he hecho una línea de coca con Herbert Gittes en Goldcard y, antes de que McDermott cogiera este taxi para que nos llevase al Nell’s, he tomado un Halcion para librarme de la tensión de la cocaína, pero todavía no me ha hecho efecto. Courtney parece atraída por McDermott y como su tarjeta de Chembank no funcionaba esta noche, al menos en el cajero automático donde nos hemos detenido (el motivo es que la utiliza demasiadas veces para prepararse rayas de coca con ella, aunque nunca querrá admitirlo; los restos de cocaína también me han jodido mi tarjeta en diversas ocasiones), y la de McDermott funcionaba, ha puenteado la mía en favor de la suya, lo que significa, conociendo a Courtney, que quiere follarse a McDermott. Pero eso no importa de verdad. Aunque yo sea más guapo que Craig, los dos nos parecemos bastante. Por cierto, de animales trataba el programa de Patty Winters de hoy. Un pulpo flotaba en un acuario improvisado con un micrófono sujeto a uno de sus tentáculos y no dejaba de pedir —o eso nos aseguraba su «entrenador», que estaba seguro de que los moluscos tienen cuerdas vocales— «queso». He mirado, vagamente distraído, hasta que me he puesto a sollozar. Un mendigo vestido de hawaiano rebuscaba en el cubo de basura en la esquina a oscuras de la Octava y la Décima.

—En el agua destilada o purificada —está diciendo McDermotthan— han quitado la mayoría de los minerales. Han hecho hervir el agua y han condensado el vapor convirtiéndolo en agua purificada.

—Por eso el agua destilada tiene un sabor soso y normalmente no se bebe. —Me encuentro bostezando.

—¿Y el agua mineral? —pregunta Courtney.

—No está definida por el… —empezamos simultáneamente McDermott y yo.

—Adelante —digo yo, volviendo a bostezar y haciendo que Courtney también bostece.

—No, sigue tú —dice él apáticamente.

—No está definida por el Ministerio de Sanidad —le digo—. Pero no tiene productos químicos ni sales ni azúcares ni cafeína.

—Y el agua con gas tiene burbujas debido al anhídrico carbónico, ¿verdad? —pregunta ella.

—Sí. —Tanto McDermott como yo asentimos, mirando al frente.

—Eso lo sabía —dice Courtney, dudando, y por el tono de su voz puedo notar, sin mirarla, que probablemente sonría al decirlo.

—Pero sólo el agua con gas natural —advierto—. Porque eso significa que el anhídrico carbónico contenido en el agua viene con ella desde el manantial.

—Las sodas, por ejemplo, son carbónicas de modo artificial —explica McDermott.

—La soda White Rock es una excepción —menciono, perplejo por el ridículo e incesante empeño de McDermott por imponerse a los demás—. El agua con gas Ramlösa también es muy buena.

El taxi está a punto de doblar hacia la calle Catorce, pero unas cuatro o cinco limusinas tratan de hacer el mismo giro, de modo que el semáforo se pone en rojo antes de que pasemos. Maldigo al taxista, pero una vieja canción de los años sesenta de la Motown, puede que de las Supremes, suena en la parte delantera, apagada por la separación de fibra de cristal. Trato de abrirla, pero está cerrada y no se desliza a un lado. Courtney pregunta:

—¿Qué se debe beber después de hacer ejercicio?

—Bueno —digo, suspirando—. Lo que sea, debe estar frío de verdad.

—¿Por qué? —pregunta ella.

—Porque se absorbe con mayor rapidez que si está a la temperatura ambiente. —Miro mi Rolex, ausente—. Probablemente la mejor sea el agua Evian, pero no en envase de plástico.

—Mi preparador dice que Gatorade está muy bien —contraataca McDermott.

—¿Pero no crees que el agua es el mejor fluido, puesto que entra con mayor rapidez en la corriente sanguínea que ningún otro líquido? —Y no puedo evitar añadir—: Amigo mío.

Vuelvo a mirar el reloj. Si tomo un J&B con hielo en Nell’s puedo volver a casa a tiempo de ver Sed de sangre entera hacia las dos. De nuevo se hace el silencio en el taxi, que se dirige hacia la multitud de los alrededores del club, mientras las limusinas dejan a los pasajeros y se alejan, algo en lo que se concentra cada uno de nosotros, y también en el cielo que cubre la ciudad, que es pesado y está cargado de nubes oscuras. Las limusinas se tocan el claxon unas a otras, sin resolver nada. Noto la garganta reseca, debido a la coca que he esnifado con Gittes, y trago saliva, tratando de humedecerla. Carteles de una venta en Crabtee & Evelyn tapan las ventanas de los edificios abandonados del otro lado de la calle. «Magnate», Bateman. ¿Cómo se escribe magnate? M-a-g-n-a-t-e. Magnate. Mag-nate. Hielo, espíritus, alienígenas…

—A mí no me gusta la Evian —dice McDermott, en cierto modo con tristeza—. Es demasiado dulce. —Tiene un aspecto tan desgraciado cuando admite eso que inclina a mostrarse de acuerdo.

Mirándole en la oscuridad del taxi, comprendo que probablemente terminará la noche en la cama con Courtney y siento momentáneamente piedad por él.

—Sí, McDermott —digo lentamente—. La Evian es demasiado dulce.

Antes, había tanta sangre de Bethany en el suelo que no he podido distinguir mi reflejo en él mientras buscaba uno de los teléfonos inalámbricos para concertar cita para cortarme el pelo en Gio’s. Courtney interrumpe mi trance al admitir:

—Me dio miedo cuando probé por primera vez la Pellegrino. —Me mira nerviosa, esperando que… ¿esté de acuerdo? Luego mira a McDermott, que ofrece una sonrisa triste, tensa—. Pero una vez que la hube probado resultó ser estupenda.

—Qué valiente —murmuro yo, volviendo a bostezar, mientras el taxi se abre paso centímetro a centímetro hacia Nell’s. Luego alzo la voz—: Oíd, ¿sabe alguno de vosotros de un aparato que se conecta al teléfono para simular que éste comunica?

De vuelta a casa, me detengo junto al cuerpo de Bethany, tomando una copa mientras estudio su estado. Tiene los dos párpados entreabiertos y los dientes inferiores parece como si le sobresalieran porque tiene los labios arrancados —de hecho, a mordiscos—. Antes de salir de casa le he serrado el brazo izquierdo, y ahora lo cojo, agarrándolo por el hueso que asoma donde normalmente tenía la mano (no tengo idea de dónde la he puesto: ¿en el congelador?, ¿en el retrete?), sujetándolo con el puño como a un tubo del que todavía cuelgan carne y músculo aunque muchas de estas cosas han sido cortadas o arrancadas con los dientes, y le golpeo con él en la cabeza. Me lleva unos cuantos golpes, cinco o seis por lo menos, destrozarle la mandíbula por completo, y sólo dos más hundirle la cara.