Hoy he quedado con Bethany para almorzar en Vanities, el nuevo bistró de Evan Kiley, en Tribeca, y aunque he hecho ejercicio esta mañana durante cerca de dos horas e incluso he levantado pesas en la oficina antes de mediodía, todavía sigo extremadamente nervioso. El motivo es difícil de determinar, pero al final lo reduzco a una de entre dos razones. Puede que tenga miedo a que me rechace (aunque no puedo entender por qué; fue ella la que me llamó a mí, ella la que quiere verme, ella la que quiere almorzar conmigo, ella la que quiere volver a follar conmigo) o podría tener algo que ver con esa nueva espuma italiana que me pongo, que aunque hace que el pelo parezca más abundante y huela bien, también hace que me lo note muy pegajoso e incómodo, y es algo a lo que podría echar la culpa de mi nerviosismo. De modo que para que no nos falten cosas de las que hablar durante el almuerzo, traté de leer una nueva colección de relatos muy de moda que se titulaba Wok que compré en Barnes & Noble la noche pasada y de cuyo joven autor hicieron un perfil recientemente en la sección Carril Rápido de la revista New York, pero todos los relatos empezaban con la frase: «Cuando la luna te golpea el ojo como una gran pizza», y tuve que volver a meter el delgado volumen en mi estantería y tomar un J&B con hielo, seguido de dos Xanax, para recuperarme del esfuerzo. Para compensar eso, antes de dormir le escribí un poema a Bethany, lo que me llevó largo rato, algo que me sorprendió, pues antes le escribía poemas, largos poemas muy tétricos, con bastante frecuencia cuando los dos estábamos en Harvard, antes de romper. «Dios santo —pienso para mí mismo cuando me dirijo a Vanities con sólo quince minutos de retraso—, espero que Bethany no haya terminado ligando con Robert Hall, aquel jodido gilipollas». Paso por delante de un espejo colgado encima de la barra al dirigirme a nuestra mesa y miro mi reflejo —la espuma me da buen aspecto—. El programa de Patty Winters de esta mañana se ocupaba de si Patrick Swayze se había vuelto cínico o no.
Tengo que detenerme cuando llego cerca de la mesa, seguido por el maître (todo esto pasa a cámara lenta). Bethany está de espaldas y sólo puedo distinguir su nuca y su pelo castaño recogido en un moño, y cuando se da la vuelta para mirar por la ventana, sólo distingo parte de su perfil brevemente; parece una modelo. Lleva una blusa de seda y una falda de seda y raso con crinolina. Un bolso de cuero verde de Paloma Picasso con cierre de hierro forjado descansa delante de ella, en la mesa, junto a una botella de agua San Pellegrino. Mira su reloj. La pareja de la mesa contigua a la nuestra está fumando y después de inclinarme por detrás de Bethany, sorprendiéndola, y de besarle en la mejilla, le pido fríamente al maître que nos cambie a la zona de no fumadores. He hablado bajo pero lo suficientemente alto para que me oigan los adictos a la nicotina, y noto una especie de ligera vergüenza con respecto a su asqueroso hábito.
—¿Entonces? —pregunto, allí de pie, con los brazos cruzados, dando golpecitos en el suelo con el pie.
—Me temo que no tenemos zona de no fumadores, señor —me informa el maître.
Dejo de dar golpecitos con el pie y paseo lentamente la vista por el restaurante, el bistró, preguntándome qué aspecto tendrá mi pelo, y de repente me gustaría haber cambiado de espuma porque desde la última vez que me he visto el pelo, hace unos segundos, lo noto distinto, como si su forma se hubiera alterado de algún modo al dirigirme desde la barra a la mesa. Unas náuseas que no soy capaz de dominar inundan cálidamente mi interior, pero como en realidad estoy soñando todo esto, soy capaz de decir:
—¿Dice usted que no tienen zona de no fumadores? ¿Es así?
—Eso es, señor. —El maître, más joven que yo, amariconado, inocente, actor sin duda, añade—: Lo siento.
—Bien, pues es… muy interesante. Lo admito. —Saco mi cartera de piel de gacela del bolsillo trasero del pantalón y pongo un billete de veinte dólares en la insegura mano del maître. Éste mira el billete, confuso, y murmura:
—Gracias. —Y se aleja como aturdido.
—No. Gracias a usted —digo en voz alta y ocupo mi asiento en frente del de Bethany, saludando educadamente con la cabeza a la pareja de al lado, y aunque trato de ignorarla todo lo que la etiqueta permite, no puedo. Bethany tiene un aspecto absolutamente asombroso, es exactamente igual que una modelo. Todo está en penumbra, me encuentro irritable. Ideas febriles, románticas…
—¿No fumabas en Harvard? —es lo primero que dice.
—Puros —digo—. Sólo puros.
—Oh —dice ella.
—Pero lo dejé —miento, respirando a fondo y frotándome las manos.
—Haces bien —asiente con la cabeza.
—Oye, ¿has tenido algún problema para reservar mesa? —pregunto, y estoy temblando. Pongo las manos encima de la mesa como un imbécil, esperando que bajo su vigilante mirada dejen de temblarme.
—Aquí no hay que reservarla, Patrick —dice ella con dulzura, estirando la mano y poniéndola encima de la mía—. Cálmate. Pareces un loco.
—Estoy tranquillo, quiero decir tranquilo —digo, respirando a fondo y tratando de sonreír, luego, involuntariamente incapaz de contenerme, le pregunto—: ¿Cómo tengo el pelo?
—Lo tienes bien —dice ella—. Muy bien.
—Estupendo. Me siento estupendamente. —Trato nuevamente de sonreír, pero estoy seguro de que sólo hago una mueca.
Después de una breve pausa, ella dice:
—Bonito traje. ¿Henry Stuart?
—No —digo yo, insultado, tocándome la solapa—. Garrick Anderson.
—Es muy bonito —dice ella, y luego, auténticamente interesada—: ¿Te encuentras bien, Patrick? Pareces… crispado.
—Oye. Estoy roto. Acabo de llegar de Washington. He venido en el avión de Trump esta mañana —le digo, incapaz de mirarla directamente a los ojos, de un tirón—. Ha sido un viaje delicioso. El servicio… fabuloso de verdad. Necesito una copa.
Ella sonríe, divertida, examinándome de modo incisivo.
—¿De verdad? —pregunta, no totalmente, lo noto, sin afectación.
—Sí. —La verdad es que no puedo mirarla y que me cuesta un inmenso esfuerzo desdoblar la servilleta, dejarla en el regazo, colocarla correctamente, ocuparme de la copa de vino, y ruego que venga un camarero—. ¿Has visto el programa de Patty Winters de esta mañana?
—No, estaba haciendo jogging —dice, echándose hacia delante—. Era sobre Michael J. Fox, ¿verdad?
—No —la corrijo—. Era sobre Patrick Swayze.
—¿De verdad? —pregunta, y luego añade—: ¿Estás seguro?
—Sí. Sobre Patrick Swayze. Estoy completamente seguro.
—¿Qué tal ha sido?
—Bueno, muy interesante —le digo, respirando—. Ha sido casi como un debate, sobre si se ha vuelto cínico o no.
—¿Tú crees que se ha vuelto cínico?
—Bueno, no, no estoy seguro —empiezo nerviosamente—. Es una cuestión interesante. No se ha considerado lo suficiente. Quiero decir que después de Dirty Dancing no lo hubiera creído, pero con Tiger Warsaw no lo sé. Podría ser una locura, pero creo que detecté algo de amargura. No estoy seguro.
Me mira fijamente, sin cambiar de expresión.
—Oh, casi se me había olvidado —digo, buscando en el bolsillo—. Te escribí un poema. —Le tiendo la hoja de papel—. Toma. —Me noto mareado y roto, afligido, exhausto.
—Oh, Patrick. —Sonríe—. Qué cariñoso.
—Bueno, ya sabes —digo, bajando la vista tímidamente.
Bethany coge la hoja de papel y la desdobla.
—Léelo —la animo, con entusiasmo.
Lo mira como asombrada, confusa; parpadea y luego da la vuelta a la página para ver si hay algo por el otro lado. No lo entiende bien y vuelve a mirar las palabras escritas con tinta roja de la primera cara.
—Es como un haiku, ¿sabes? —digo—. Léelo. Vamos.
Se aclara la voz y empieza a leer vacilante, despacio, deteniéndose con frecuencia.
—«El pobre negro de la pared. Mírale». —Hace una pausa y vuelve a pestañear, luego continúa, vacilante—: «Mira al pobre negro. Mira al pobre negro… de… la… pared». —Vuelve a interrumpirse, balbuceando, me mira confusa, luego vuelve a mirar el papel.
—Sigue —digo, buscando a un camarero con la vista—. Termínalo.
Se aclara la voz y, mirando fijamente el papel, trata de leer lo que queda con una voz que es menos que un susurro:
—«Dale por el culo… Dale por el culo al negro de la pared…». —Balbucea nuevamente, luego lee la última frase, suspirando—: «El negro… es… débil».
La pareja de la mesa de al lado se ha vuelto lentamente para miramos. El hombre parece horrorizado, la mujer también tiene una expresión de horror en la cara. La miro fijamente, hasta que baja la vista a su jodida ensalada.
—Bien, Patrick —dice Bethany, aclarándose la voz, tratando de sonreír y devolviéndome el papel.
—Bueno —pregunto—, ¿qué te parece?
—Aprecio que… —se interrumpe, pensando—…, que tu sentido de… la injusticia social… —vuelve a aclararse la voz y baja la vista— sigue todavía intacto.
Le quito el papel y me lo guardo en el bolsillo y sonrío, tratando de conseguir que mi cara siga inexpresiva, y pongo muy derecho el cuerpo para que no sospeche que me siento acobardado. Nuestro camarero se acerca a la mesa y le pregunto qué cervezas tienen.
—Heineken, Budweiser, Amstel Light —recita.
—¿Alguna más? —pregunto, mirando a Bethany e indicándole con un gesto que continúe.
—Ésas, bueno, son todas, señor —dice.
—¿No tienen Corona? ¿Ni Kirin? ¿Ni Grolsch? ¿Ni Moretti? —pregunto, confuso, airado.
—Lo siento señor, pero no —dice cautelosamente—. Sólo Heineken, Budweiser y Amstel Light.
—Es una locura —digo, suspirando—. Tomaré un J&B con hielo. No, un martini de Absolut. No, un J&B solo.
—Y yo tomaré otra botella de San Pellegrino —dice Bethany.
—Yo tomaré lo mismo —añado rápidamente, mientras la pierna se me mueve incontroladamente por debajo de la mesa.
—Muy bien. ¿Quieren oír las especialidades de la casa? —pregunta.
—No faltaba más —suelto yo; luego, calmándome, sonrío tranquilizadoramente a Bethany.
—¿Estás seguro? —Se ríe.
—Por favor —digo, muy serio, estudiando el menú.
—De primero tengo los tomates secados al sol y caviar dorado con chiles poblano, y también tengo una sopa de endibias frescas…
—Espere un momento, espere un momento —digo, alzando la mano e interrumpiéndole—. Aguarde un momento.
—¿Diga señor? —pregunta el camarero, confuso.
—¿Lo tiene usted? Querrá decir que lo tiene el restaurante —le corrijo—. Usted no tiene tomates secados al sol. Los tiene el restaurante. Usted no tiene chiles poblano. Los tiene el restaurante. Sólo, ya sabe, para aclarar las cosas.
El camarero, estupefacto, mira a Bethany, que se las entiende hábilmente con la situación, preguntándole:
—¿Cómo sirven la sopa de endibias?
—Bueno…, fría —dice el camarero, sin recuperarse del todo de mi salida, notando que está tratando con alguien muy, pero que muy nervioso. Vuelve a interrumpirse, inseguro.
—Siga —le animo—. Siga, por favor.
—La servimos fría —vuelve a empezar—. Y de segundo tenemos cazón con trocitos de mango y sándwich de pargo colorado en brioche con sirope de arce y… —vuelve a mirar su bloc de notas— algodón.
—Mmmmm, suena a delicioso. Algodón, mmmm —digo, restregándome las manos con ansiedad—. ¿Bethany?
—Yo tomaré la ceviche de puerros y acedera —dice Bethany—. Y las endibias con… salsa de nuez.
—¿Y el señor? —pregunta el camarero, dubitativo.
—Tomaré… —me interrumpo, examino el menú rápidamente—. Tomaré el calamar con piña. ¿Puedo tomar una loncha de queso de cabra, de chèvre… —miro a Bethany para ver si ha notado mi mala pronunciación— con esto? ¿Y la salsa aparte?
El camarero asiente, se marcha y nos deja solos.
—Bien. —Bethany sonríe, luego nota que la mesa vibra ligeramente—. ¿Qué… le pasa a tu pierna?
—¿A mi pierna? Oh. —Bajo la vista hacia ella, luego vuelvo a mirar a Bethany—. Es… la música. Me gusta mucho la música. La música que está sonando.
—¿Qué es? —pregunta, ladeando la cabeza mientras trata de coger el estribillo de la música ambiental New Age que sale por los altavoces colgados del techo, encima de la barra.
—Es…, creo que Belinda Carlisle —supongo—. No estoy seguro.
—Pero… —empieza ella; se interrumpe—. Olvídalo.
—¿Pero qué?
—Que no oigo cantar a nadie. —Sonríe, baja la vista, muy seria.
Me sujeto la pierna y hago como que escucho.
—Pero es una canción suya —digo, y añado débilmente—: Creo que se titula «Heaven Is a Place on Earth». La conoces, seguro.
—Oye —dice ella—, ¿has ido a algún concierto últimamente?
—No —digo yo, deseando que no hubiera sacado a colación ese tema de conversación—. No me gusta la música en directo.
—¿La música en directo? —pregunta, intrigada, bebiendo agua San Pellegrino.
—Sí. Ya sabes. Una banda y cosas así —explico, notando por su expresión que estoy diciendo lo que en ningún caso debería decir—. Oh, lo olvidaba. He visto a U2.
—¿Qué tal estuvieron? —pregunta—. Me gusta mucho su nuevo CD.
—Estuvieron estupendos, estupendos de verdad. De verdad… —Hago una pausa, inseguro sobre qué decir. Bethany alza las cejas interrogativamente—. Irlandeses de verdad.
—Me dijeron que en directo son muy buenos —dice ella, y su propia voz tiene un ligero tono musical—. ¿Quiénes más te gustan?
—Oh, ya sabes —digo, completamente confundido—. The Kingsmen. «Louie, Louie». Ese tipo de cosas.
—Dios santo, Patrick —dice ella, mirándome atentamente la cara.
—¿Qué? —digo, dominado por el pánico, tocándome el pelo—. ¿Demasiada espuma? ¿No te gustan los Kingsmen?
—No. —Se ríe—. Lo que pasa es que no recordaba que estuvieras tan moreno en la universidad.
—Entonces estaba bronceado, ¿o no? —pregunto—. Quiero decir que no era Casper el Espectro, ¿o sí? —Pongo el codo en la mesa y flexiono el bíceps, pidiéndole que toque el músculo. Después de que lo haya tocado, a regañadientes, retomo mis preguntas—. ¿De verdad que no estaba tan moreno en Harvard? —pregunto preocupado.
—No, no. —Se ríe—. Sin duda eras el George Hamilton del curso del ochenta y cuatro.
—Gracias —digo, halagado.
El camarero nos trae las bebidas, dos botellas de agua San Pellegrino. Escena dos.
—¿Trabajas en Mill…? ¿Taffeta? ¿Dónde? —pregunto. Su cuerpo, el tono de su piel, parecen firmes y rosados.
—En Milbank Tweed —dice ella—. Ahí es donde trabajo.
—Bien —digo, exprimiendo una lima en mi vaso—. Es maravilloso. La facultad de Derecho ha quedado atrás.
—¿Y tú…, en P & P? —pregunta.
—Sí —digo yo.
Ella asiente, quiere decir algo, duda si hacerlo, luego pregunta, todo en cuestión de segundos:
—Pero tu familia no es dueña de…
—No quiero hablar de eso —digo, interrumpiéndola—. Pero sí, Bethany, sí.
—¿Y trabajas en P & P? —pregunta. Pronuncia espaciadamente cada sílaba de modo que éstas me resuenan dentro de la cabeza.
—Sí —digo, paseando la vista furtivamente por el comedor.
—Pero… —Está confundida—. Tu padre no…
—Sí, claro —digo, volviendo a interrumpirla—. ¿Has probado la focaccia de Pooncakes?
—Patrick.
—¿Qué?
—¿Qué te pasa?
—Que no quiero hablar de eso… —Me interrumpo—. Del trabajo.
—¿Y por qué no?
—Porque lo odio —digo—. Y ahora, escucha, ¿nunca has estado en Pooncakes? Creo que Miller lo infravalora.
—Patrick —dice ella lentamente—. Si estás molesto con tu trabajo, ¿por qué no lo dejas? No necesitas trabajar.
—Porque —digo, mirándola a los ojos—. Me… viene… bien.
Después de una larga pausa, Bethany sonríe.
—Entiendo.
Hay otra pausa.
La rompo yo.
—Limítate a considerarlo, bueno, como una nueva actitud ante los negocios —digo.
—Qué… —se atasca— sensible. —Se vuelve a atascar—. Qué, bueno, práctico.
El almuerzo es alternativamente un coñazo, un rompecabezas que debe ser resuelto y un obstáculo; luego se desarrolla sin esfuerzo hacia el reino del descanso y soy capaz de ofrecer una interpretación muy habilidosa —mi aplastante inteligencia conecta y me hace saber que puede notar lo mucho que me quiere, pero se contiene, sin comprometerse—. Ella también se contiene pero, a pesar de ello, coquetea. Bethany se ha hecho una promesa al pedirme que almuerce con ella y me entra pánico, una vez que me han servido el calamar, seguro de que no podré escapar a no ser que ella la dé por cumplida. Otros hombres se fijan en Bethany cuando pasan junto a nuestra mesa. A veces convierto mi voz en un susurro. Oigo cosas —ruidos, sonidos misteriosos, dentro de la cabeza; su boca se abre, se cierra, traga líquidos, sonríe, me atrae como un imán pintado con lápiz de labios, menciona algo que se refiere a los aparatos de fax, dos veces. Por fin pido un J&B con hielo, luego un coñac. Ella pide un sorbete de coco y menta. La toco, le cojo la mano por encima de la mesa, más que un amigo. El sol entra en Vanities, el restaurante se vacía, son cerca de las tres. Pide una copa de chardonnay, luego otra, luego la cuenta. Está relajada pero pasa algo. Los latidos del corazón se me disparan y detienen, se estabilizan momentáneamente. Escucho con cuidado. Posibilidades alguna vez imaginadas se precipitan. Ella entrecierra los ojos y cuando vuelve a mirarme, yo entrecierro los míos.
—¿Oye? —pregunta—. ¿Sales con alguien?
—Llevo una vida sin complicaciones —digo pensativamente, cogido con la guardia baja.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunta.
Tomo un sorbo de coñac y sonrío para mí mismo, poniéndola nerviosa, frustrando sus esperanzas, sus sueños de volver a juntarnos.
—¿Sales con alguien, Patrick? —pregunta—. Venga, dímelo.
Pensando en Evelyn, murmuro para mí mismo:
—Sí.
—¿Con quién? —oigo que pregunta.
—Con una botella grande de Desyrel —digo, con voz abstraída, súbitamente muy triste.
—¿Cómo? —pregunta, sonriendo, pero entonces se da cuenta de algo y niega con la cabeza—. No deberías beber.
—No, no salgo de verdad —digo, muy deprisa, y luego, sin quererlo—: Quiero decir, ¿alguien necesita de verdad salir con alguien? ¿Alguien necesita salir de verdad con otra persona? ¿Saliste alguna vez tú conmigo? ¿Saliste? ¿Qué quiere decir eso? ¡Ja! ¿Salir? ¡Ja! No lo sé. ¡Ja! —Me río.
Después de digerido, Bethany dice, asintiendo con la cabeza:
—Eso tiene una especie de lógica enrevesada, me parece.
Otra larga pausa y hago, lleno de miedo, la siguiente pregunta:
—Bueno, ¿y tú? ¿Sales con alguien?
Ella sonríe, encantada consigo misma, y todavía con la vista baja, admite, con incomparable claridad:
—Bueno, sí, tengo un novio y…
—¿Quién es?
—¿Cómo? —levanta la vista.
—¿Que quién es? ¿Cómo se llama?
—Robert Hall. ¿Por qué?
—¿Trabaja con Salomon Brothers?
—No, es cocinero.
—¿En Salomon Brothers?
—Patrick, es cocinero. Y copropietario de un restaurante.
—¿De cuál?
—No importa.
—No, de verdad, ¿de cuál? —pregunto, en voz muy baja—. Quiero tacharlo de mi guía Zagat.
—Se llama Dorsia —dice, y luego—: Patrick, ¿te encuentras bien?
Sí, me estalla la mente y el estómago me revienta por dentro —una reacción espasmódica, ácida, gástrica—; estrellas y planetas, galaxias hechas por pequeños gorros blancos de cocinero, me pasan rápidamente por delante de la vista. Me ahogo al hacer otra pregunta.
—¿Por qué Robert Hall? —le pregunto—. ¿Por qué él?
—Bueno, no lo sé —dice ella, con voz un poco achispada—. Supongo que tiene que ver con que tengo veintisiete años y…
—¿Con eso? También los tengo yo. Y medio Manhattan. ¿Y qué? Eso no es una excusa para casarse con Robert Hall.
—¿Casarme? —pregunta ella, con los ojos muy abiertos, a la defensiva—. ¿He dicho eso?
—¿No has dicho que te ibas a casar?
—No, no lo he dicho, pero quién sabe… —Se encoge de hombros—. Quizá debería.
—Sería espantoso.
—Como decía, Patrick… —Me mira fijamente, pero de un modo juguetón que me marea—. Creo que ya sabes eso, bueno, el tiempo pasa. El reloj biológico que no deja de hacer tictac —dice, y yo pienso: «Dios mío, ¿sólo ha tomado dos copas de chardonnay para tener que admitir eso? Dios santo, es un peso ligero»—. Quiero tener hijos.
—¿Con Robert Hall? —pregunto, incrédulo—. Podrías tenerlos también con el capitán Lou Albano, por el amor de Dios. No te entiendo, Bethany.
Toca su servilleta, bajando la vista y luego mira hacia un lado, donde los camareros están preparando las mesas para la cena. Yo también los miro.
—¿Por qué noto cierta hostilidad por tu parte, Patrick? —pregunta suavemente, luego bebe un sorbo de su copa.
—A lo mejor porque soy hostil —suelto yo—. Puede que lo sientas por eso.
—Dios santo, Patrick —dice, mirándome a la cara, auténticamente inquieta—. Creía que tú y Robert Hall erais amigos.
—¿Cómo? —pregunto—. No te entiendo.
—¿No erais Robert y tú amigos?
Hago una pausa, dubitativo.
—¿Lo éramos?
—Sí, Patrick, lo erais.
—Robert Hall, Robert Hall, Robert Hall —murmuro para mí mismo, tratando de recordar—. ¿Un compañero de curso? —pienso en ello un poco más, luego añado—: ¿Con una barbilla mínima?
—No, Patrick —dice ella—. El otro Robert Hall.
—¿Le estoy confundiendo con el otro Robert Hall?
—Sí, Patrick —dice ella, enfadada.
Sintiéndome interiormente rebajado, cierro los ojos, suspiro y digo:
—Robert Hall. ¿No es el que sus padres eran dueños de medio Washington? ¿No es el que era… —me atraganto— capitán del equipo de regatas? ¿Uno de un metro ochenta?
—Sí —dice ella—. Ese Robert Hall.
—Pero… —me interrumpo.
—¿Sí? ¿Pero qué? —Parece preparada para esperar una respuesta.
—Era una loca —suelto.
—No, no lo era, Patrick —dice, claramente ofendida.
—Estoy seguro de que era loca —me reafirmo, asintiendo con la cabeza.
—¿Por qué estás tan seguro? —pregunta, nada divertida.
—Porque dejaba que los otros de la universidad, no los de mi residencia, bueno, ya sabes, que en las fiestas le pegaran y le ataran y esas cosas. Al menos, sabes, eso es lo que se contaba —digo yo, con sinceridad, y luego, más humillado de lo que me he sentido nunca en toda mi vida, confieso—: Bethany, una vez se ofreció…, bueno, a chupármela. En la sección de ciencia política de la biblioteca.
—Oh, Dios mío —dice entrecortadamente—. ¿Dónde está la cuenta?
—¿No le dieron la patada a Robert Hall por hacer su tesis sobre Babar? ¿O sobre algo parecido a Babar? —pregunto—. ¿Babar el elefante? ¿El, Dios mío, elefante francés?
—¿De qué estás hablando?
—Oye —digo—. ¿No fue a la facultad de Económicas de Kellogg?
—Lo dejó —dice, sin mirarme.
—Oye. —Le toco la mano.
Se echa hacia atrás y la retira.
Yo trato de sonreír.
—Robert Hall no es una loca…
—Te lo puedo asegurar —dice ella con afectación infantil. ¿Cómo hay quien pueda enfadarse por culpa de Robert Hall? En lugar de decir: «Sí, eres una puta idiota y das pena», digo para suavizar las cosas:
—Estoy seguro de que puedes —y añado—: Háblame de él. Quiero saber cómo van las cosas entre vosotros. —Y después sonriendo, enfadado, lleno de rabia, me disculpo—: Lo siento.
Le lleva algún tiempo, pero por fin se calma y me sonríe y yo insisto:
—Cuéntame algo más. —Y luego, para mí mismo, con un rictus que quiere pasar por sonrisa, añado—: Me gustaría qué te abrieras a mí. —El chardonnay la ha ablandado, de modo que se suaviza y habla libremente.
Pienso en otras cosas mientras describe su pasado reciente: aire, agua. Cielo, tiempo, un momento, un punto en que quise enseñarle todas las cosas hermosas del mundo. No tengo paciencia para hacer revelaciones, para empezar de nuevo, para acontecimientos que tienen lugar más allá del dominio de mi visión inmediata. Una chica de primero, a la que conocí en el bar de Cambridge cuando yo estudiaba tercero en Harvard, me dijo a comienzos de un otoño:
—La vida está llena de posibilidades sin límite.
Traté valientemente de no atragantarme con las nueces que estaba tomando con la cerveza mientras ella soltaba esa sabiduría de piedra del riñón, y las tragué tranquilamente con el resto de la Heineken, sonreí y me concentré en la partida de dardos que tenía lugar en la esquina. Es innecesario decir que la chica no vivió para matricularse de segundo. Aquel invierno, encontraron su cuerpo en el río Charles, decapitado, con la cabeza colgando de un árbol de la orilla, sujeta por el pelo que estaba anudado en las ramas más bajas, unos cinco kilómetros más abajo. Mis ataques de rabia en Harvard eran menos violentos que los de ahora y es inútil esperar que mi enfado desaparezca…, no hay modo de que lo haga.
—Oh, Patrick —está diciendo Bethany—. Sigues siendo el mismo. Y no sé si eso es bueno o malo.
—Digamos que es bueno.
—¿Por qué? ¿Lo es? —pregunta, frunciendo el ceño—. ¿Lo fue? ¿Y luego?
—Sólo conoces una faceta de mi personalidad —digo yo—. La de estudiante.
—¿Y la de amante? —pregunta, y su voz me hace recordar algo humano.
Mis ojos caen fríamente sobre ella. Fuera, en la calle, suena una música como de salsa. Por fin el camarero trae la cuenta.
—Pagaré yo —digo, suspirando.
—No —dice ella, abriendo el bolso—. Te invité yo.
—Pero es que tengo una tarjeta American Express Platino —le digo.
—Y yo también —replica ella, sonriendo.
Me interrumpo, luego veo que pone la tarjeta en la bandeja en la que han traído la cuenta. Violentas convulsiones parecen próximas a estallar si me contengo.
—El movimiento de liberación de la mujer. Vaya. —Sonrío, nada impresionado.
Una vez fuera, ella espera en la acera mientras yo estoy en el servicio de caballeros vomitando el almuerzo, librándome del calamar sin digerir y menos rojo de lo que estaba en el plato. Cuando salgo de Vanities a la calle, me pongo las Wayfarer, mastico un Cerf, murmuro algo para mí mismo y luego la beso en la mejilla e invento otra cosa.
—Siento haber tardado tanto. He tenido que llamar a mi abogado.
—¿Oh? —Hace como que está preocupada…, la jodida puta.
—Sólo se trata de un amigo mío. —Me encojo de hombros—. Bobby Chambers. Está en la cárcel. Algunos amigos suyos, bueno, fundamentalmente yo, intentan ocuparse de su defensa —digo, volviendo a encogerme de hombros; luego, cambiando de asunto—: Oye.
—¿Qué? —pregunta ella, sonriendo.
—Es tarde. No me apetece volver a la oficina —digo, mirando mi Rolex. El sol, que cae, se refleja en el reloj, cegándola momentáneamente—. ¿Por qué no vienes a mi casa?
—¿Cómo? —Se encoge de hombros.
—¿Que por qué no vienes a mi casa? —vuelvo a sugerir.
—Patrick. —Se ríe insinuantemente—. ¿Hablas en serio?
—Tengo una botella de Pouilly-Fuissé muy fría, ¿qué tal? —digo, enarcando las cejas.
—Oye, eso podría haber funcionado en Harvard, pero… —Se ríe, luego continúa—: bueno, ahora somos mayores y… —Se interrumpe.
—¿Y… qué? —pregunto.
—No debería haber tomado ese vino en el almuerzo —vuelve a decir.
Nos ponemos a andar. Fuera hace unos treinta y seis grados, imposible respirar. No es de día ni de noche. El cielo parece amarillo. Le doy un dólar a un mendigo de la esquina de Duane con Greenwich sólo para impresionarla.
—Oye, vamos —vuelvo a decir, casi gimiendo—. Vamos.
—No puedo —dice—. El aire acondicionado de mi oficina está estropeado, pero no puedo. Me gustaría, pero no puedo.
—Venga, vamos —digo, cogiéndola por los hombros, y apretándoselos cariñosamente.
—Patrick, tengo que volver a la oficina —se queja ella, protestando débilmente.
—Pero allí te morirás de calor —le advierto.
—No tengo elección.
—Vamos. —Luego, tratando de seducirla, añado—: Tengo un juego de té y café Durgin Gorham de los años cuarenta, de plata de ley, que me gustaría que vieras.
—No puedo. —Se ríe, poniéndose las gafas de sol.
—Bethany —le digo, previniéndola.
—Oye —dice, cediendo—. Te compraré una tableta de Dove. Toma una tableta de Dove.
—No me asustes. ¿Sabes cuántos gramos de grasas, de sodio, hay en el chocolate? —digo, suspirando, fingiendo que estoy horrorizado.
—No debes preocuparte por eso —dice.
—Venga —digo, caminando delante de ella durante un rato de modo que no note ninguna agresividad por mi parte—. Oye, ven a tomar una copa y luego vamos los dos a Dorsia y así conoceré a Robert, ¿de acuerdo? —Me vuelvo, sin dejar de andar, pero ahora de espaldas—. Por favor.
—Patrick —dice ella—. Me lo estás suplicando.
—De verdad, quiero enseñarte ese juego de té Durgin Gorham. —Me interrumpo—. Por favor. —Vuelvo a interrumpirme—. Me costó tres mil quinientos dólares.
Deja de andar porque yo me detengo, baja la vista, y cuando la vuelve a alzar, tiene la frente y las mejillas húmedas de sudor. Tiene calor o está cachonda. Suspira, sonriendo para sí misma. Mira su reloj.
—¿Entonces, qué? —pregunto.
—Si voy… —empieza.
—¿Sííí? —pregunto, alargando la palabra.
—Si voy, tendré que hacer una llamada.
—No, para nada —digo yo, llamando a un taxi con la mano—. Llama desde mi casa.
—Patrick —protesta ella—. Hay un teléfono ahí mismo.
—Vámonos —digo—. Nos espera el taxi.
En el taxi, camino del Upper West Side, Bethany dice:
—No debería haber tomado aquel vino.
—¿Estás borracha?
—No —dice, abanicándose con un programa de Les Misérables que alguien ha dejado en el asiento trasero del taxi, que no tiene aire acondicionado, y, aunque lleva las dos ventanillas abiertas, ella sigue abanicándose—. Sólo levemente… achispada.
Los dos nos reímos sin razón y ella se apoya en mí, luego se da cuenta de algo y se aparta.
—En tu casa hay portero, ¿verdad? —pregunta desconfiadamente.
—Sí. —Sonrío, sorprendido de lo poco consciente que es de lo cerca que está del peligro.
Entramos a mi apartamento. Bethany pasa al cuarto de estar, asintiendo con la cabeza aprobadoramente y murmurando:
—Muy bonito, mister Bateman, muy bonito.
Entretanto, yo cierro la puerta con llave, asegurándome de echar el cerrojo, luego me dirijo a la barra y sirvo un poco de J&B en un vaso, mientras ella pasa la mano por la máquina de discos Wurlitzer, examinándola. He empezado a rezongar para mí mismo y me tiemblan las manos tanto que decido olvidarme del hielo, y luego estoy en el cuarto de estar, parado detrás de ella, que mira el David Onica que está colgado encima de la chimenea. Ladea la cabeza, estudiándolo, luego se echa a reír y me mira, sorprendida; luego vuelve a mirar el Onica, sin dejar de reír. Vacío el vaso de un solo trago y me dirijo al armario Anaholian de roble blanco donde guardo la clavadora automática que compré en una ferretería, cerca de mi oficina, en Wall Street. Después de ponerme unos guantes de cuero negro, me aseguro que la clavadora está cargada.
—¿Patrick? —pregunta Bethany, sin dejar de reír.
—¿Qué? —digo, y luego añado—: ¿Querida?
—¿Quién colgó el Onica? —pregunta.
—¿Te gusta? —pregunto.
—Es bonito, pero… —Se interrumpe, luego dice—: Estoy casi segura de que está colgado al revés.
—¿Qué?
—¿Quién colgó el Onica?
—Lo colgué yo —digo, todavía a sus espaldas.
—Pues has colgado el Onica al revés. —Se ríe.
—Pues vaya. —Estoy junto al armario, con la clavadora en la mano, acostumbrándome a su peso en mi mano enguantada.
—No puedo creer que esté al revés —dice ella—. ¿Cuánto lleva de este modo?
—Un milenio —susurro, acercándome a ella.
—¿Qué? —pregunta, sin dejar de examinar el Onica.
—He dicho: ¿qué coño estás haciendo con Robert Hall? —susurro.
—¿Qué has dicho? —Y como a cámara lenta, como en una película, se da la vuelta.
Espero hasta que haya visto la clavadora y las manos enguantadas para gritar:
—¿Qué coño estás haciendo con Robert Hall?
Quizá por instinto, quizá por un recuerdo, hace un rápido movimiento inútil hacia la puerta, gritando. Aunque el chardonnay le ha embotado los reflejos, el whisky escocés que he tomado yo ha aguzado los míos y, sin esfuerzo, me planto delante de ella, bloqueándole el paso, y la dejo inconsciente de cuatro golpes en la cabeza que le doy con la clavadora. La vuelvo a llevar, arrastrándola, hasta el cuarto de estar, la tumbo en el suelo sobre una sábana blanca de algodón de Voilacutro, y entonces le estiro los brazos, colocándole las manos con las palmas hacia arriba en unas gruesas tablas de madera, y le clavo tres clavos en cada mano, al azar, en los dedos. Esto hace que recupere la consciencia y se ponga a gritar. Después de rociarle los ojos, la boca, la nariz con un pulverizador de autodefensa, le pongo un abrigo de pelo de camello de Ralph Lauren sobre la cabeza, lo que ahoga sus gritos, o lo que sean. Sigo clavándole clavos en las manos hasta que las dos están llenas —los clavos se amontonan unos junto a otros, haciendo que le sea imposible incorporarse—. Tengo que quitarle los zapatos, lo que me molesta un poco, pero patalea violentamente contra el suelo, dejando marcas oscuras en el roble tan blanco. Durante todo esto no dejo de gritarle:
—Puta. —Y luego mi voz se convierte en un ronco susurro y le digo, babeando en el oído—. Jodida mamona.
Finalmente, completamente aterrorizada, después de que le he quitado el abrigo de la cara, empieza a suplicarme, o al menos lo intenta, mientras la adrenalina se impone momentáneamente al dolor.
—Patrick, por Dios, para ya, por favor, por Dios, deja de hacerme daño…
Pero, como siempre ocurre, el dolor vuelve —es demasiado intenso para que no lo haga— y Bethany vuelve a perder el sentido y vomita, mientras está inconsciente, y tengo que levantarle la cabeza para que no se ahogue y luego vuelvo a rociarla con el pulverizador de autodefensa. Trato de arrancarle a mordiscos los dedos que no he clavado, y casi lo logro con el pulgar de la mano izquierda, del que consigo arrancarle toda la piel con los dientes, dejando el hueso a la vista, y luego la vuelvo a rociar con el pulverizador, innecesariamente. Le pongo nuevamente el abrigo de pelo de camello en la cabeza, por si se despierta gritando, y pongo en marcha el Handycam Sony del tamaño de la palma de la mano para poder grabar todo lo que sigue. Una vez que lo he colocado en su trípode y conectado el automático, con una tijeras le voy cortando el vestido y cuando llego al pecho le doy algún corte en los pechos accidentalmente (en realidad no) y le arranco uno de los pezones sin quitarle el sostén. Se ha puesto a gritar nuevamente una vez que le he destrozado el vestido, dejándola sólo con el sostén, cuya copa derecha está oscurecida por la sangre, y las bragas, que están mojadas de orina y que reservo para más tarde.
Me inclino sobre ella y grito por encima de sus alaridos:
—Chilla, chilla, chilla todo lo que quieras… —He abierto todas las ventanas y la puerta de la terraza y cuando me pongo de pie, abre la boca y ya no salen chillidos, sólo sonidos horribles, guturales, como de animal, a veces interrumpidos por arcadas—. Grita, cariño —la animo—, no dejes de gritar. —Vuelvo a inclinarme sobre ella, todavía más cerca, echándole el pelo hacia atrás con la mano—. A nadie le importa. Nadie te va a ayudar… —Trata de volver a gritar, pero está perdiendo la consciencia y sólo es capaz de gemir débilmente. Me aprovecho de su estado de debilidad, me quito los guantes y, forzándola a abrir la boca, con las tijeras le corto la lengua, que le saco fácilmente de la boca y mantengo en la palma de la mano, caliente y todavía sangrando, viendo que es mucho más pequeña que en su boca, y la tiro contra la pared, donde se queda pegada un momento y deja una mancha, antes de caer al suelo con un débil golpe seco y como húmedo. Luego me la follo por la boca, y después de eyacular y sacar la polla la rocío una vez más con el pulverizador.
Después, cuando recupera brevemente la consciencia, me pongo un sombrero que me regaló una de mis novias cuando estudiaba primero en Harvard.
—¿Recuerdas esto? —grito, allí de pie junto a ella—. ¡Y mira esto! —grito triunfalmente, sujetando un puro en la mano—. Todavía fumo puros. Ja. ¿Lo ves? Un puro. —Lo enciendo con unos dedos seguros, manchados de sangre, y su cara, pálida hasta el punto de parecer azulada, sigue contrayéndose, retorciéndose de dolor, y sus ojos paralizados por el horror se cierran, luego se entreabren, mientras su vida se reduce a una pesadilla.
—Y otra cosa —grito, paseándome por el cuarto—. No es de Garrick Anderson. ¡El traje es de Armani! Giorgio Armani. —Me interrumpo, despechado, me inclino sobre ella y suelto con desprecio—: Y tú creías que era Henry Stuart. —Le cruzo la cara de una bofetada y digo, con los dientes apretados—: Estúpida puta —escupiéndole en la cara, pero la tiene tan cubierta de pulverizador de autodefensa que probablemente ni siquiera se dé cuenta, de modo que vuelvo a rociarla con el pulverizador y luego trato de volver a follármela por la boca una vez más, pero no logro correrme, de modo que la dejo.