Cumpleaños, hermanos

Me paso el día entero pensando en qué tipo de mesa nos sentaremos mi hermano Sean y yo esta noche en la Quilted Giraffe. Como es su cumpleaños y resulta que en la ciudad están el contable de mi padre, Charles Conroy, y el administrador de sus propiedades, Nicholas Leigh, los dos me llamaron la semana pasada y ambos sugirieron que a todos nos sería de gran interés aprovechar esta fecha como una excusa para averiguar qué hace Sean en la vida y tal vez hacerle un par de preguntas al respecto. Y aunque los dos saben que yo aborrezco a Sean y que el sentimiento es recíproco, podría ser una buena idea conseguir que cenáramos juntos, y como reclamo, como trampa para el caso de que se negara, sugirieron mencionar, y no superficialmente, que pasaba algo malo. Celebré una conferencia telefónica con Conroy y Leigh el miércoles pasado por la tarde.

—¿Algo malo? ¿Como qué? —pregunté, tratando de concentrarme en los números de la pantalla de mi ordenador mientras simultáneamente le hacía señas con la mano a Jean para que se marchara, aunque tenía en la mano unos papeles que debía firmar—. ¿Que todas las fábricas de cerveza Michelob del Nordeste están cerrando?

—No —dijo Charles, y luego añadió tranquilamente—: Dile que tu madre está… peor.

Reflexioné sobre esta táctica, luego dije:

—Podría no importarle.

—Dile… —Nicholas hizo una pausa, se aclaró la garganta y propuso delicadamente—: que tiene que ver con las propiedades de tu madre.

Alcé la vista hacia la pantalla, bajándome las gafas Wayfarer de aviador, y miré fijamente a Jean, luego hojeé brevemente la guía Zagat que estaba junto a la pantalla. En Pastels sería imposible. En Dorsia lo mismo. La última vez que llamé a Dorsia me colgaron incluso antes de que llegara a preguntar:

—Bueno, pues si no puede ser esta noche, ¿qué tal en enero?

Y aunque había jurado que conseguiría que me reservaran una mesa en Dorsia algún día (si no durante este año, por lo menos antes de cumplir los treinta), la energía que tendría que gastar para conseguirla no era digna de Sean. Además, Dorsia es demasiado chic para él. Quiero que sufra durante esta cena; no voy a permitir que se distraiga con las tías buenas camino de Nell’s; quiero un sitio que tenga encargado de los lavabos, de modo que le resulte difícil continuar, estoy seguro de ello, su uso crónico de la cocaína. Le di la Zagat a Jean y le pedí que buscara el restaurante más caro de Manhattan. Ella reservó mesa para las nueve en la Quilted Giraffe.

—Las cosas están peor en Sandstone —le digo a Sean esta tarde, hacia las cuatro. Se ha instalado en la suite de nuestro padre en el Carlyle. La cadena de vídeos musicales atruena al fondo, y otras voces se imponen a su estruendo. Oigo una ducha funcionando.

—¿Qué cosas? ¿Mamá se comió su almohada? ¿Qué?

—Creo que deberíamos cenar —digo.

—Dominique, tranquilízate —dice, luego tapa con la mano el auricular y murmura algo apagadamente.

—Oye, Sean. ¿Qué pasa? —pregunto.

—Te volveré a llamar —dice él, colgando.

Resulta que me gusta la corbata que le compré a Sean en Paul Smith la semana pasada y he decidido no dársela (aunque la idea de que el gilipollas, digamos, se ahorcara con ella me gusta mucho). De hecho decido llevarla a la Quilted Giraffe esta noche. En lugar de la corbata, le regalaré un reloj con calculadora y banco de datos Casio QD-150 Quick-Dialer. Marca los números de teléfono con el sonido cuando se acerca al disco y almacena más de cincuenta nombres y números. Me pongo a reír mientras meto este regalo inútil en su caja, pensando para mí mismo que Sean no conoce a cincuenta personas. Ni siquiera podría decir el nombre de cincuenta personas. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre las ensaladas.

Sean llama a las cinco desde el Racquet Club y me dice que me reúna con él en Dorsia esta noche. Acaba de llamar a Brin, el dueño, y ha reservado mesa para las nueve. Tengo la cabeza hecha un lío. No sé qué pensar ni qué sentir. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre las ensaladas.

Más tarde, en Dorsia, las nueve y media: Sean lleva media hora de retraso. El maître se niega a dejar que me siente hasta que llegue mi hermano. Lo que más temía…, una realidad. Una mesa muy buena delante de la barra espera allí, vacía, a que Sean se digne a ocuparla. Consigo controlar apenas mi enfado con un Xanax y un Absolut con hielo. Mientras meo en el servicio de caballeros, me fijo en una grieta pequeña, en forma de tela de araña, de encima del retrete y pienso que si desapareciera por ella, disminuyendo de tamaño de algún modo, habría muchas posibilidades de que nadie se diera cuenta de que había desaparecido. A… nadie… le importaría. De hecho, algunas personas, si se dieran cuenta de mi ausencia, podrían tener una extraña e indefinible sensación de alivio. Pues lo cierto es que el mundo es mejor cuando han desaparecido algunas personas. Nuestras vidas no están interrelacionadas. Esa teoría es una mentira. Hay personas que la verdad es que no deberían estar aquí. De hecho una de ellas, mi hermano Sean, está sentado en la mesa que ha reservado cuando salgo del servicio, después de haber telefoneado a mi apartamento y escuchado los mensajes (Evelyn se va a suicidar, Courtney quiere comprar un chow chow, Luis sugiere que cenemos el jueves). Sean fuma sin parar y pienso para mí mismo: «Maldita sea, ¿por qué no pedí una mesa en la zona de no fumadores?» Está estrechando la mano del maître cuando me acerco, pero ni siquiera se molesta en presentarnos. Me siento y le saludo con la cabeza. Sean también me saluda con la cabeza después de pedir una botella de Cristal, sabiendo que voy a pagar yo; sabiendo también, estoy seguro, que sé que nunca bebe champán.

Sean, que ahora tiene veintitrés años, fue a Europa el otoño pasado, o al menos eso fue lo que dijo Charles Conroy que le contó Sean, y aunque Charles recibió una elevada cuenta del Plaza Athénée, la firma de las facturas no se parecía a la de Sean y nadie parece saber de verdad cuánto tiempo pasó Sean en Francia, o si realmente pasó allí algún tiempo. Después de andar sin rumbo por ahí, volvió a matricularse en Camden, donde estuvo tres semanas. Ahora está en Manhattan antes de volar a Palm Beach o a Nueva Orleans. Como era de prever, su actitud de esta noche alterna entre la melancolía y la arrogancia. También ha empezado, me acabo de fijar, a depilarse las cejas. Ya no las tiene unidas. La abrumadora necesidad que siento de mencionarle esto sólo se aplaca cuando cierro la mano con tanta fuerza que me araño la palma de la mano y el bíceps de mi brazo izquierdo se dilata y rasga la tela de lino de la camisa Armani que llevo puesta.

—¿Te gusta este sitio? —pregunta, sonriendo maliciosamente.

—Es mi… restaurante favorito —bromeo, con los dientes apretados.

—Vamos a pedir —dice él, sin mirarme, haciendo señas con la mano a una tía buena, que trae dos menús y la carta de vinos mientras sonríe amablemente a Sean, que la ignora por completo.

Abro el menú y —maldición— los platos llevan el precio al lado, lo que significa que Sean pide la langosta con caviar y raviolis de primero, y la langosta a la plancha con salsa de fresa de segundo: los dos platos más caros del menú. Yo pido el sashimi de codorniz con brioche a la plancha y los carabineros con gelatina de uvas. Una tía buena abre la botella de Cristal y lo sirve en vasos, que deberían estar fríos. Después de irse la chica, Sean nota que le miro de un modo vagamente desaprobador.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—Nada —digo yo.

—¿Qué… pasa…, Patrick? —Espacia las palabras de modo ofensivo.

—¿Langosta de primero, y de segundo?

—¿Qué quieres que pida? ¿Patatas fritas de primero?

—¿Dos langostas?

—Estas cajas de cerillas son ligeramente más grandes que las langostas que sirven aquí —dice—. Además, no tengo mucha hambre.

—Razón de más.

—Me disculparé por fax.

—Con todo, Sean…

—Rock’n’roll…

—Lo sé, lo sé, rock’n’roll. Tómalo como quieras, ¿de acuerdo? —digo, alzando una mano, mientras bebo champán. Me pregunto si será demasiado tarde para pedirle a una camarera que traiga una tarta con una vela (sólo para avergonzarle, para poner en su sitio al hijoputa), pero en vez de eso dejo el vaso y pregunto—. Oye, bueno… —Respiro, luego suelto—: ¿Qué has hecho hoy?

—He jugado al squash con Richard Lindquist. —Se encoge de hombros—. Me he comprado un esmoquin.

—Nicholas Leigh y Charles Conroy quieren saber si este verano vas a ir a los Hamptons.

—No, si lo puedo evitar —dice, encogiéndose de hombros.

Una chica rubia bastante cerca de la perfección, con grandes tetas y el programa de Les Misérables en la mano, que lleva un traje de noche de rayón color cobre de Michael Kors para Bergdorf Goodman, zapatos de Manolo Blahnik y pendientes de plata bañada en oro de Ricardo Siberno, se detiene a decir hola a Sean y, aunque me apetecería follarme a esta chica, Sean ignora su evidente coqueteo y se niega a presentármela. Durante este encuentro Sean se muestra muy ordinario, y sin embargo la chica se aleja sonriendo, después de alzar una mano enguantada y decir:

—Nos veremos luego en Mortimer’s.

Sean asiente con la cabeza, luego hace señas con la mano a un camarero y pide un whisky escocés solo.

—¿Quién era? —pregunto.

—Una chica que fue a Stephens.

—¿Dónde la conociste?

—Jugando al billar en M.K. —Se encoge de hombros.

—¿Es una du Pont? —pregunto.

—¿Por qué? ¿Quieres su número?

—No, sólo quería saber si es una du Pont.

—Podría ser. No lo sé. —Enciende otro pitillo, un Parliament, con lo que parece un encendedor de oro de dieciocho quilates de Tiffany’s—. Puede que sea amiga de una de las du Pont.

Sigo pensando en las razones por las que estoy sentado aquí, en este preciso momento, esta noche, con Sean, en Dorsia, pero no se me ocurre ninguna. Después de cenar —la comida es escasa pero muy buena; Sean ni la toca— le digo que tengo que ver a Andrea Rothmere en Nell’s y que si quiere café exprés o postre debe pedirlo ya porque tengo que estar en el centro a las doce de la noche.

—¿Por qué tanta prisa? —pregunta—. Nell’s ya no está de moda.

—Bueno. —Tartamudeo, recuperando enseguida la compostura—. Sólo hemos quedado en vemos allí. En realidad vamos… —la mente se me dispara, choca contra algo— a Chernoble. —Tomo otro sorbo de champán del vaso.

—Un aburrimiento. De verdad, un aburrimiento absoluto —dice él, paseando la vista por el comedor.

—O al Contraclub East. No lo recuerdo.

—Pasado. De la edad de piedra. Prehistórico. —Se ríe cínicamente.

Una pausa tensa.

—¿Cómo lo sabes?

—Rock’n’roll. —Se encoge de hombros—. Adivínalo.

—Muy bien, Sean, ¿adónde vas tú?

Respuesta inmediata:

—A Petty’s.

—Claro —murmuro, habiendo olvidado que ya estaba abierto.

Sean silba algo, fuma un pitillo.

—Vamos a una fiesta que celebra Donald Trump —miento.

—Muy divertido. Pero que muy divertido.

—Donald es un tipo agradable. Deberías conocerle —digo—. Te lo… podría presentar.

—¿De verdad? —pregunta Sean, puede que con ganas de que lo haga, puede que sin ellas.

—Sí, claro.

—Oh, perfecto.

Bien, cuando me dan la cuenta…, vamos a ver…, la pago, tomo un taxi hasta casa, son casi las doce, por lo que no tengo tiempo para devolver los vídeos de ayer, de modo que si no me detengo en casa tengo el tiempo justo para entrar y alquilar otro vídeo, aunque mi tarjeta de socio…, ¿no dice que sólo se pueden alquilar tres cada vez? Bueno, ayer por la noche me llevé dos (Doble cuerpo y Rubia, caliente, muerta) de modo que podría alquilar uno más, pero he olvidado que también soy miembro del Círculo Dorado, lo que quiere decir que si has gastado mil dólares (como mínimo) durante los últimos seis meses te dejan alquilar todos los vídeos que quieras durante una noche, pero si todavía tengo dos no puedo sacar ninguno más, sea miembro del Círculo Dorado o no, si no he devuelto los otros, por tanto…

—Maldito desgraciado —creo que le oigo murmurar a Sean.

—¿Qué decías? —le pregunto, alzando la vista—. No te he oído.

—Qué bonito bronceado —dice, suspirando—. He dicho qué bonito bronceado.

—Oh —digo yo, todavía confuso por el asunto de los vídeos. Bajo la vista—. Gracias.

—Rock’n’roll. —Apaga el cigarrillo. Sube humo del cenicero de cristal, luego desaparece.

Sean sabe que yo sé que probablemente nos encontraremos en Petty’s, que es el nuevo club de Norman Prager de la Cincuenta y nueve, pero yo no se lo voy a preguntar y él no dirá nada. Pongo mi tarjeta American Express Platino encima de la cuenta. Los ojos de Sean están clavados en una tía buena que está junto a la barra con un vestido de lana Thierry Mugler y un pañuelo de cuello Claude Montana, bebiendo un vaso de champán. Cuando viene nuestra camarera para recoger la cuenta y la tarjeta, niego con la cabeza. Por fin, los ojos de Sean caen sobre la tarjeta, durante un segundo, puede que durante más, y hago seña con la mano a la camarera para que vuelva y dejo que se la lleve.