He filtrado las llamadas a lo largo de toda la mañana en mi apartamento, sin responder a ninguna, mirando cansinamente un teléfono inalámbrico mientras tomaba taza tras taza de un té sin teína. Luego he ido al gimnasio, donde he hecho ejercicio durante dos horas; luego he almorzado en el Health Bar y escasamente he podido tomar la mitad de un plato de endivias con aderezo de zanahorias que he pedido. Me he detenido en Barneys’s al volver de un edificio abandonado de almacenes de cerca de la Hell’s Kitchen en el que había alquilado uno. Me han hecho un tratamiento facial. He jugado al squash con Brewster Whipple en el Yale Club y desde allí he reservado mesa para las ocho a nombre de Marcus Halberstam en Texarkana, donde cenaré con Paul Owen. He elegido Texarkana porque sé que mucha gente con la que tengo relaciones comerciales no va a cenar allí esta noche. Además me apetece su cerdo rebozado en chile y una o dos cervezas Dixie. Estamos en junio y llevo un traje de lino de dos botones, una camisa de algodón, una corbata de seda y zapatos de cuero, todo de Armani. A la entrada de Texarkana un mendigo negro muy alegre se me acerca, explicando que es el hermano menor de Bob Hope. Sujeta un vaso de plástico. Pienso que es divertido, de modo que le doy veinticinco centavos. Llego con veinte minutos de retraso. Desde una ventana abierta que da a la calle Diez puedo oír los últimos compases de «A Day in the Life», de los Beatles.
La barra del Texarkana está desierta y en el comedor sólo hay cuatro o cinco mesas ocupadas. Owen está en una mesa del fondo, quejándose duramente al camarero, acosándole, preguntándole las razones exactas por las que esta noche no tienen quingombó de langostino. El camarero, un marica con no demasiada mala pinta, está indeciso y balbucea una excusa. Owen no está de humor para bromas, pero tampoco yo. Cuando me siento, el camarero se vuelve a disculpar y luego anota lo que pido de beber.
—J&B solo —subrayo—. Y una cerveza Dixie.
El camarero sonríe mientras lo anota —el hijoputa incluso pestañea—. Y cuando le voy a advertir que no intente coquetear conmigo, Owen pide muy enfadado:
—Un martini de Absolut doble. —Y la loca se marcha.
—Esto parece una colmena de lo abarrotado que está, Halberstam —dice Owen, señalando el comedor casi vacío—. Este sitio está lleno de actividad.
—Oye, aquí la sopa de tortuga y la arugala al carbón son espantosos —le digo.
—Sí, claro —farfulla, mirando su martini—. Llegas con retraso.
—Oye, soy hijo de divorciados. Dame un respiro —digo, encogiéndome de hombros y pensando: «Halberstam, eres un gilipollas». Y luego, después de haber estudiado el menú, añado—: Veo que no aparece el lomo de cerdo con gelatina de lima.
Owen lleva un traje cruzado de seda y lino, una camisa de algodón y una corbata de seda, todo de Joseph Abboud, y su bronceado es impecable. Pero esta noche parece ajeno, sorprendentemente poco hablador, y su hosquedad termina con mi buen humor y mi interés expectante, y de repente tengo que recurrir a comentarios como:
—¿No es Ivana Trump ésa de ahí? —Luego me río y añado—: Caramba, Patrick, quiero decir Marcus, ¿en qué estás pensando? ¿Por qué iba a estar Ivana en Texarkana? —Pero esto no hace la cena menos monótona. No contribuye a suprimir el hecho de que Paul Owen es exactamente de mi misma edad, veintisiete años, ni hace que todo me resulte menos desconcertante.
Lo que al principio he tomado erróneamente por vanidad por parte de Owen, de hecho sólo es borrachera. Cuando insisto para conseguir información sobre la cuenta Fisher me ofrece unos datos estadísticos inútiles que ya conocía: que Rothschild se encargó originalmente de la cuenta y que Owen se ocupa ahora de ella. Y aunque hice que Jean consiguiera esa información para mis archivos meses atrás, no dejo de asentir con la cabeza, haciendo como si esta información fuera importante y diciendo cosas como:
—Eso es muy iluminador —mientras al tiempo le digo—: Estoy completamente loco —y—, me gusta descuartizar chicas.
Cada vez que intento centrar la conversación en la misteriosa cuenta Fisher, él cambia de tema muy enfadado y habla de salones de bronceado o marcas de puros o de determinados gimnasios o de los mejores sitios para correr en Manhattan, y no deja de soltar risotadas, lo que encuentro totalmente descorazonador. Tomo cerveza sureña durante la primera parte de la comida y luego cambio a Diet Pepsi, pues necesito estar sobrio. Estoy a punto de decirle que Cecelia, la novia de Marcus Halberstam, tiene dos vaginas y que planeamos casarnos la primavera que viene en East Hampton, pero me interrumpe.
—Me noto un poco borracho —admite, estrujando una lima encima de la mesa sin conseguir alcanzar su jarra de cerveza.
—Vaya. —Hundo un palito de jicama en una mostaza de ruibarbo, haciendo como que no le oigo.
Está tan borracho cuando terminamos de cenar que 1) le hago pagar la cuenta que sube a doscientos cincuenta dólares, 2) le hago admitir que es el hijoputa majadero que de verdad es y 3) le llevo a mi apartamento donde se prepara otra copa —de hecho abre una botella de Acacia, que pensaba que había escondido, con un sacacorchos Mulazoni de plata de ley que me regaló Peter Radloff después de completar el asunto Heatherberg—. En el cuarto de baño saco el hacha que tengo escondida en la ducha, cojo dos Valiums de cinco miligramos, me los trago con un vaso lleno de Plax y luego voy al perchero de la entrada, donde me pongo un impermeable barato que compré en Brooks Brothers el miércoles y me dirijo hacia Owen, que está inclinado sobre el sistema estéreo del cuarto de estar examinando mi colección de CD —todas las luces del apartamento están encendidas y las persianas bajadas—. Owen se estira y da unos lentos pasos hacia atrás, bebiendo de su copa y lanzando una ojeada al apartamento, hasta que se sienta en una silla plegable de aluminio que compré en las rebajas de Conran’s hace unas semanas y por fin se fija en los periódicos —ejemplares de USA Today y W y The New York Times— extendidos debajo de él, tapando el suelo, para proteger el parquet de roble blanco pulido de las manchas de su sangre. Me acerco a él con el hacha en la mano y con la otra me abrocho el impermeable.
—Oye, Halberstam —pregunta, arreglándoselas para farfullar las dos palabras.
—Dime, Owen —digo, acercándome más.
—¿Por qué tienes todos estos periódicos por el suelo? —pregunta cansinamente—. ¿Tienes perro? ¿Un chow chow o algo así?
—No, Owen. —Me desplazo lentamente alrededor de la silla hasta que me pongo delante de él, entrando directamente en su campo de visión, y está tan borracho que ni siquiera puede distinguir el hacha, ni nota que la levanto por encima de la cabeza. Y lo mismo cuando cambio de idea y me la bajo a la cintura, sujetándola como si fuera un bate de béisbol y fuera a golpear una pelota que viene, lo que de hecho es la cabeza de Owen.
Owen hace una pausa, luego dice:
—En cualquier caso, tienes discos de Iggy Pop, al que aborrecía, pero ahora que es tan comercial me gusta mucho más que…
El hacha le alcanza, en mitad de la frase, en plena cara y su ancha hoja le raja de un modo sesgado la boca, haciéndole callar. Los ojos de Paul me miran, luego se le ponen en blanco involuntariamente, luego me vuelve a mirar y de repente trata de agarrar el mango con las manos, pero la sorpresa del hachazo le ha dejado sin fuerza. Al principio no sale sangre, ni se oye nada a no ser los periódicos de debajo de los pies de Paul, que patalean, se arrastran, los desgarran. La sangre empieza a salirle poco a poco por ambos lados de la boca poco después del primer hachazo, pero cuando retiro el hacha —casi arrastrando a Owen fuera de la silla al tirarle de la cabeza— y vuelvo a golpearle en la cara, partiéndosela en dos, sus brazos tratan de agarrarse al vacío y la sangre brota en dos géiseres parduscos, manchándome el impermeable. De hecho esto viene acompañado de un sonido horrible, como un siseo súbito, que procede de las heridas del cráneo de Paul, de sitios donde el hueso y la carne ya no están unidos, y a esto sigue un desagradable sonido como de pedo originado por una parte de su cerebro que, debido a la presión, asoma, rosado y brillante, por las heridas de la cara. Cae al suelo agonizando, con la cara grisácea y llena de sangre, si se exceptúa uno de sus ojos, que parpadea incontrolable; su boca es una masa retorcida roja y rosa de dientes y carne y mandíbula, la lengua le cuelga por una herida abierta a un lado de la cara, unida solamente por lo que parece una espesa cuerda morada. Le grito:
—Jodido hijoputa gilipollas. Jodido hijoputa. —Y me quedo allí esperando, contemplando la grieta de encima del Onica que el encargado todavía no ha hecho que me arreglen. A Paul le lleva cinco minutos morirse del todo. Otros treinta dejar de sangrar.
Tomo un taxi para ir al apartamento de Owen en el Upper East Side y, al atravesar Central Park en la desolación de esta sofocante noche de junio en el asiento trasero del taxi, me doy cuenta de que todavía llevo puesto el impermeable manchado de sangre. Entro a su apartamento con las llaves que he sacado del bolsillo del cadáver y una vez allí empapo el impermeable con gasolina de mechero y lo quemo en la chimenea. El cuarto de estar es desnudo, minimalista. Las paredes son de cemento pintado de blanco, excepto una de ellas, que está tapada por un dibujo científico a gran escala muy a la moda, y la pared que da a la Quinta Avenida, en la que hay una larga tira de faux cuero de vaca. Debajo hay un sofá negro de cuero.
Enciendo el Panasonic de gran pantalla de treinta y una pulgadas para ver A última hora con David Letterman, luego me dirijo al contestador para cambiar el mensaje de Owen. Mientras borro el que hay (Owen da todos los números de teléfono donde se le puede localizar —incluyendo el Seaport, por el amor de Dios— mientras las Cuatro estaciones de Vivaldi suena elegantemente al fondo) me pregunto en voz alta dónde podría mandar a Paul y, al cabo de unos minutos de intensa controversia interna, decido: a Londres.
—Mandaré al hijoputa a Inglaterra.
Hablo solo mientras quito el volumen del televisor y luego grabo el nuevo mensaje. Mi voz suena parecida a la de Owen y para quien la oiga por teléfono probablemente idéntica. Esta noche Letterman se ocupa de animales de compañía que hacen estupideces. Un pastor alemán con gorra de los Mets pela y se come una naranja. Lo repiten dos veces, a cámara lenta.
En una maleta de cuero hecha a mano con funda de lona color caqui, esquinas extrarreforzadas, cierres y cerraduras dorados, de Ralph Lauren, meto un traje cruzado de lana a rayas de seis botones y una camisa de franela azul marino, ambas cosas de Brooks Brothers, junto a una máquina de afeitar eléctrica recargable Mitsubishi, una horma para zapatos de plata, de Barney’s, un reloj deportivo Tag-Heuer, un monedero de cuero negro Prada, un Sharp Handy-Copier, un Sharp Dialmaster, su pasaporte en su funda para pasaportes de cuero negro, y un secador de pelo portátil Panasonic. También robo un lector portátil Toshiba con uno de los discos de la grabación del reparto original de Les Misérables todavía puesto. El cuarto de baño es completamente blanco si se exceptúa el papel pintado con manchas de dálmata que cubre una pared. Meto todos los artículos de aseo que podría necesitar en una bolsa de plástico Hefty.
Cuando vuelvo a mi apartamento, su cuerpo ya tiene rigor mortis, y después de envolverlo en cuatro toallas baratas color cereza que también compré en las rebajas de Conran’s, meto a Owen de cabeza y completamente vestido en un saco de dormir de pluma de ganso Canalino, cuya cremallera cierro; lo arrastro luego fácilmente hasta el ascensor; después atravieso el vestíbulo, paso por delante del vigilante nocturno, camino manzana abajo y me tropiezo con Arthur Crystal y Kitty Martin, que vienen de cenar del Café Luxembourg. Por suerte, se supone que Kitty Martin está saliendo con Craig McDermott, que pasa la noche en Houston, de modo que no me detengo casi, aunque Crystal —el muy hijoputa— me pregunta cuáles son las normas generales que se deben adoptar para llevar una chaqueta de esmoquin blanca. Después de responder1e brevemente, llamo a un taxi, consigo meter el saco de dormir en el asiento trasero casi sin esfuerzo, me subo y le doy al conductor la dirección de Hell’s Kitchen. Una vez allí subo con el cuerpo los cuatro tramos de escaleras y coloco el cuerpo de Owen en una bañera de porcelana muy grande, le quito su traje Abboud y, después de mojar el cadáver, vierto dos sacos de cal viva encima.
Más tarde, hacia las dos, no me puedo dormir. Evelyn me coge mientras estoy oyendo los mensajes del contestador y viendo una cinta en el vídeo del programa de Patty Winters de esta mañana, que es sobre personas con deformaciones.
—¿Patrick? —pregunta Evelyn.
Hago una pausa, luego con voz monótona anuncio:
—Este es el número de Patrick Bateman. Ahora no puede atender el teléfono. Por favor deje el mensaje después de la señal… —Hago otra pausa, y añado—: Que tenga un buen día. —Hago una pausa más, rogando a Dios que se lo trague, antes de emitir un miserable—: Piii.
—Deja de hacer el tonto, Patrick —dice ella, enfadada—. Sé que eres tú. ¿Qué demonios estás haciendo?
Sujeto el teléfono delante de mí y luego lo dejo caer al suelo, haciendo que golpee contra la mesilla de noche. Aprieto algunos de los números, confiando en que cuando me lleve el auricular a la oreja disfrutaré del tono porque habrá colgado.
—¿Diga? ¿Diga? —digo—. ¿Quién es? ¿Diga?
—Por el amor de Dios, deja de hacer tonterías. Deja de hacerlas ya —se queja Evelyn.
—Hola, Evelyn —le digo, alegremente, con una mueca de desagrado en la cara.
—¿Dónde has estado esta noche? —pregunta—. Creía que íbamos a cenar juntos. Creía que habías reservado mesa en Raw Space.
—No, Evelyn —digo, suspirando, súbitamente muy cansado—. No habíamos quedado en eso. ¿Por qué lo has creído así?
—Creía que me habías dejado una nota —se queja—. Creí que mi secretaria me había dejado una nota.
—Bueno, pues uno de los dos se ha equivocado —digo, rebobinando la cinta con el mando a distancia desde la cama—. ¿Raw Space, dices? Estás… loca.
—Cariño —se enfurruña ella—. ¿Dónde has estado esta noche? Espero que no habrás ido a Raw Space sin mí.
—Dios santo —protesto—. Tenía que alquilar unas cintas de vídeo. Quiero decir que tenía que devolver unos vídeos.
—¿Qué más has hecho? —pregunta ella, todavía lloriqueando.
—Bueno, me he encontrado con Arthur Crystal y Kitty Martin —digo—. Venían de cenar del Café Luxembourg.
—¿De verdad? —pregunta, muy interesada—. ¿Qué llevaba puesto Kitty?
—Un vestido de fiesta sin hombros con corpiño de terciopelo y falda de encaje con dibujos de flores, de Laura Marolakos, creo.
—¿Y Arthur?
—Lo mismo.
—Venga, mister Bateman… —Se ríe—. Adoro tu sentido del humor.
—Oye, es muy tarde. Estoy cansado. —Simulo un bostezo.
—¿Te he despertado? —pregunta, preocupada—. Espero no haberte despertado.
—Sí —digo yo—. Me has despertado. Pero ha sido culpa mía el haber contestado a tu llamada, no tuya.
—¿Cenamos, cariño? ¿Mañana? —pregunta tímidamente, esperando una disculpa.
—No puedo. Tengo trabajo.
—Pareces el dueño de esa maldita empresa —se queja—. ¿Qué? ¿Qué trabajo tienes que hacer? No lo entiendo.
—Evelyn —digo, suspirando—. Por favor.
—Oh, Patrick, vayámonos fuera este verano —dice, anhelante—. Vayámonos a Edgartown o a los Hamptons.
—Iremos —digo yo—. Puede que vayamos.