Nell’s

Medianoche. Estoy sentado a una mesa de Nell’s con Craig McDermott y Alex Taylor —que está muy pasado— y tres modelos de Elite: Libby, Daisy y Caron. Es casi verano, mediados de mayo, pero el club tiene aire acondicionado y se está fresco, la música de una banda ligera de jazz llena la sala medio vacía, los ventiladores del techo dan vueltas y una inmensa multitud espera fuera bajo la lluvia; una masa ondulante. Libby es rubia y lleva unos zapatos negros de noche, de tacón alto, de gro exageradamente puntiagudos con lazos de raso rojo, de Yves Saint Laurent. Daisy es más rubia y lleva zapatos de raso negro abiertos por delante que destacan sobre unas medias negras salpicadas de plata, de Betsey Johnson. Caron es rubia platino y lleva botas de cuero muy puntiagudas con tacones cónicos y vuelta de lana, de Karl Lagerfeld para Chanel. Las tres llevan unos mínimos vestidos negros de lana de Giorgio di Saint’ Angelo y toman champán con zumo de arándanos y aguardiente de melocotón y fuman pitillos alemanes —pero no me quejo, aunque creo que me gustaría más Nell’s si establecieran una zona para no fumadores—. Dos de ellas llevan gafas de sol Giorgio Armani. Libby tiene jet lag. De las tres, Daisy es la única con la que me apetecería remotamente follar. Horas antes, después de una reunión con mi abogado para tratar de unas falsas acusaciones de violación, he tenido un ataque de ansiedad en Dean & Deluca que he superado haciendo ejercicio en Xclusive. Luego me he reunido con las modelos para tomar unas copas en el Trump Plaza. A esto ha seguido una película francesa que no he entendido en absoluto, pero que de todos modos era bastante chic, luego hemos cenado en un restaurante japonés que se llama Vivids y estaba cerca del Lincoln Center, y hemos ido a una fiesta que daba un ex novio de una de las modelos en su apartamento de Chelsea, donde servían una sangría muy mala. La noche pasada tuve unos sueños pornográficos en los que me follaba a chicas de cartón. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre el aerobic.

Yo llevo un traje de lana de dos botones con pantalones de pinzas de Luciano Soprano, una camisa de algodón de Brooks Brothers y una corbata de seda de Armani. McDermott se ha puesto un traje de lana de Lubiam y un pañuelo de bolsillo de lino de Ashear Bros, una camisa de algodón de Ralph Lauren y una corbata de seda de Christian Dior, y está a punto de lanzar una moneda al aire para ver cuál de nosotros va a ir al piso de abajo a conseguir polvo boliviano que nos anime, porque, aunque ninguno quiere seguir sentado allí con las chicas, aunque probablemente nos las queramos follar, no queremos, de hecho no podemos hablar con ellas, ni siquiera en plan condescendiente —simplemente no tienen nada que decir y, me refiero a que esto no me debería sorprender aunque en cierto modo me desoriente—. Taylor está sentado muy tieso, pero tiene los ojos cerrados, la boca ligeramente abierta, y aunque McDermott y yo en principio hemos pensado que protestaba por la falta de habilidad verbal de las chicas haciendo como que estaba dormido, se nos ocurre que anda realmente jodido (lleva incoherente desde los tres sakes que ha tomado en Vivids), pero ninguna de las chicas le presta atención, excepto quizá Libby, que es la que está sentada junto a él, pero lo dudo, lo dudo mucho.

—Cara, cara, cara —murmuro para mí mismo.

McDermott lanza la moneda.

—Cruz, cruz, cruz —dice, y luego pone la mano encima de la moneda, una vez que ésta ha aterrizado en su servilleta.

—Cara, cara, cara —repito yo, rezando.

Alza la palma de la mano.

—Es cruz —dice, mirándome.

Contemplo la moneda durante largo rato, antes de decir:

—Lánzala de nuevo.

—Hasta ahora —dice él, mirando a las chicas antes de levantarse. Luego me mira a mí, pone los ojos en blanco, se sacude brevemente la cabeza—. Oye —me recuerda—. Quiero otro martini. De Absolut. Doble. Sin aceituna.

—Date prisa —le digo, y luego, para mí mismo, viendo como se despide alegremente con la mano desde el comienzo de la escalera, añado—: Jodido subnormal.

Paseo la vista por la sala. Detrás de nosotros, una mesa de tías buenas eurobasura, que sospechosamente parecen travestidos brasileños, se ríen al unísono. Vamos a ver…, el sábado por la noche voy al partido de los Mets con Jeff Harding y Leonard Davis. Alquilo unas películas de Rambo el domingo. El nuevo Lifecycle me lo entregarán el lunes… Miro a las tres modelos durante una agónica cantidad de tiempo, minutos, antes de decir algo, notando que una ha pedido un plato de rodajas de papaya y otra un plato de espárragos, aunque los dos permanecen sin tocar. Daisy me mira con cuidado, luego apunta con la boca en mi dirección y suelta el humo hacia mi cabeza, aunque no me entra en los ojos, que en cualquier caso llevo protegidos por las gafas Oliver Peoples con montura de secoya que he llevado puestas la mayor parte de la noche. Otra, Libby, la chica con jet lag, está tratando de desdoblar su servilleta. Mi nivel de frustración es sorprendentemente bajo, porque las cosas podrían ir peor. Después de todo, podrían ser inglesas. Podríamos estar tomando… .

—Bien, bien —digo, uniendo las manos, tratando de parecer atento—. Hoy ha hecho calor. ¿No?

—¿Adónde ha ido Greg? —pregunta Libby, notando la ausencia de McDermott.

—Bueno, es que Gorbachov está en el piso de abajo —le digo—. McDermott, Greg, va a firmar un tratado de paz con él, entre Estados Unidos y Rusia. —Hago una pausa, tratando de calcular su reacción, antes de añadir—: McDermott es el que está detrás de la glasnot, ya sabes.

—Bueno…, claro… —dice ella, con una voz imposible, sin entonación, asintiendo—. Pero me ha dicho que se dedicaba a fusiones de empresas y… adquisiciones.

Yo estoy mirando a Taylor que sigue dormido. Tiro de uno de sus tirantes y lo suelto, pero no reacciona, no se mueve, luego me vuelvo hacia Libby.

—No estarás desconcertada, ¿verdad?

—No —dice ella, encogiéndose de hombros—. La verdad es que no.

—Gorbachov no está abajo —dice Caron, de repente.

—¿Has mentido? —pregunta Daisy, sonriendo.

Estoy pensando: «Vaya por Dios».

—Sí. Caron tiene razón. Gorbachov no está abajo. Está en Tunnel. Perdonad un momento. Camarera. —Agarro a una tía buena que pasa junto a nuestra mesa y que lleva un vestido de encaje azul marino de Bill Blass con un volante de organza—. Yo quiero un J&B con hielo y que me traiga un cuchillo de carnicero o algo afilado de la cocina. ¿Y vosotras, chicas?

Ninguna dice nada. La camarera está mirando a Taylor. Yo también le miro, y luego a la camarera que está tan buena, y luego de nuevo a Taylor.

—A él tráele, bueno, un sorbete de pomelo y, oh, digamos, que un whisky escocés, ¿de acuerdo?

La camarera se limita a mirarle.

—Venga, guapa. —La despido agitando la mano delante de su cara—. ¿J&B? ¿Con hielo? —le digo, imponiéndome a la banda de jazz, que está en mitad de una buena interpretación de «Take Five».

Por fin ella asiente.

—Y a ellas tráeles —señalo a las chicas— lo que estén tomando. —¿Ginger ale? ¿Vino?

—No —dice Libby—. Es champán. —Y le pregunta a Caron—: ¿Verdad?

—Eso creo. —Caron se encoge de hombros.

—Con aguardiente de melocotón —le recuerda Daisy.

—Champán —le repito a la camarera—. Con, bueno, aguardiente de melocotón. ¿Entiendes?

La camarera asiente, toma nota, se marcha, y yo le miro el culo según se aleja, luego miro a las tres chicas, examinándolas atentamente para ver si encuentro alguna señal de traición en sus rostros, un gesto que suprima su aspecto de robots, pero Nell’s está bastante a oscuras y mi esperanza sólo es un deseo injustificado, de modo que vuelvo a unir las manos y respiro.

—Ha hecho calor hoy. ¿Verdad?

—Necesito unas pieles nuevas —dice Libby, suspirando, y mira su copa de champán.

—¿Largas o hasta la pantorrilla? —pregunta Daisy, con la misma voz sin entonación.

—¿Y una estola? —sugiere Caron.

—Bueno, unas largas o… —Libby se interrumpe y piensa intensamente durante un minuto—. He visto unas cortas que…

—Pero de visón, ¿verdad? —dice Daisy—. De visón, sin la menor duda.

—Claro. De visón —dice Libby.

—Oye, Taylor —susurro, dándole unos meneos—. Despierta. Están hablando. Tienes que ver esto.

—Pero ¿de qué tipo? —Caron parece lanzada.

—¿No os parece que algunos visones son demasiado… esponjosos? —pregunta Daisy.

—Algunos visones son demasiado esponjosos. —Esta vez es Libby.

—El zorro plateado se lleva mucho —murmura Daisy.

—Las de tonos beige también se llevan mucho —asegura Libby.

—¿Cómo cuáles? —pregunta una.

—Lince. Chinchilla. Armiño. Marta…

—¿Qué tal? —dice Taylor, despertándose y parpadeando—. Estoy aquí.

—Vuelve a dormirte, Taylor —digo yo, suspirando.

—¿Dónde está mister McDermott? —pregunta, desperezándose.

—Ha ido abajo. A buscar coca. —Me encojo de hombros.

—El zorro plateado se lleva mucho —dice una de las chicas.

—Mapache. Turón. Ardilla. Rata almizcleña. Cordero mogol.

—¿Estoy soñando? —me pregunta Taylor—, o… ¿están hablando de verdad?

—Bueno, me parece que por eso se puede tomar. —Doy un respingo—. Chist. Escucha. Es sugerente.

En el restaurante japonés de esta noche, McDermott, en un estado de completa frustración, les ha preguntado a las chicas si sabían el nombre de alguno de los nueve planetas. Libby y Caron han dicho que la Luna. Daisy no estaba segura de ninguno, pero ha dicho… Cometa. Daisy creía que Cometa era un planeta. Pasmados, McDermott, Taylor y yo le hemos asegurado que eso era.

—Bueno, ahora no resulta difícil encontrar buenas pieles —dice lentamente Daisy—. Desde que los diseñadores de ropa confeccionada se dedican al campo de la piel, aumentan las posibilidades de elección, porque cada diseñador elige pieles diferentes para proporcionar a sus colecciones un carácter personal.

—Es todo tan espantoso —dice Caron, estremeciéndose.

—No te asustes —dice Daisy—. Las pieles sólo son un accesorio. No te asustes por eso.

—Pero un accesorio lujoso —señala Libby.

Pregunto a la mesa:

—¿Ha jugado alguien con una TEC de nueve milímetros Uzi? Es un arma. ¿No? Resultan especialmente útiles porque este modelo tiene un cañón al que se le puede adaptar un silenciador y cañones accesorios. —Digo esto asintiendo.

—Las pieles no deben asustar a nadie. —Taylor me mira y dice sin expresión—: Aquí va saliendo a la luz una información sorprendente.

—Pero un accesorio lujoso —insiste Libby.

La camarera reaparece, sirviendo las copas y el sorbete de pomelo. Taylor lo mira y dice, parpadeando:

—Yo no he pedido esto.

—Sí, lo has pedido —le digo yo—. Lo has pedido en sueños.

—No, no lo he pedido —dice, inseguro.

—Me lo tomaré yo —digo—. Y ahora, escucha. —Tamborileo ruidosamente en la mesa con los dedos.

—Karl Lagerfeld también se dedica a las pieles —está diciendo Libby.

—¿Por qué?

—Creó la colección Fendi, claro —dice Daisy, encendiendo un pitillo.

—A mí me gusta el cordero mogol mezclado con topo o… —Caron se interrumpe para reírse ahogadamente— esa chaqueta negra de piel bordeada de cordero persa.

—¿Qué opinas de Geoffrey Been? —le pregunta Daisy.

Caron reflexiona.

—Los cuellos blancos de raso…, no estoy segura.

—Pero hace cosas maravillosas con el cordero tibetano —dice Libby.

—¿Y Carolina Herrera? —pregunta Caron.

—No, no, demasiado esponjoso —dice Daisy, negando con la cabeza.

—Demasiado estilo colegiala —está de acuerdo Libby.

—James Galanos, sin embargo, tiene el mejor lince ruso —dice Daisy.

—Y no te olvides de Arnold Scaasi. El armiño blanco —dice Libby—. Es para morirse.

—¿De verdad? —Sonrío y hago una mueca depravada—. ¿Para morirse?

—Para morirse —vuelve a decir Libby, mostrándose firme sobre algo por primera vez en toda la noche.

—Creo que estarías adorable, Taylor, con un Geoffrey Beene —digo yo con una voz aguda, de marica, dándole un codazo, pero se ha vuelto a dormir y no le importa. Levanto la mano con un suspiro.

—Ahí está Miles… —Caron mira a un gorila de cierta edad de la mesa de al lado con el pelo gris cortado al cepillo y una jovencita de once años en el regazo.

Libby se vuelve para asegurarse.

—Pero yo creía que estaba rodando esa película sobre Vietnam en Filadelfia.

—No. En Filipinas —dice Caron—. No era en Filadelfia.

—Claro, claro —dice Libby, y luego—: ¿Estás segura?

—Sí. En realidad ya la ha terminado —dice Caron con un tono de total indecisión. Parpadea—. De hecho ya se… ha estrenado. —Vuelve a parpadear—. Se estrenó, creo que… el año pasado.

Las dos están mirando la mesa de al lado sin interés, pero cuando se vuelven hacia nuestra mesa, sus ojos se clavan en el dormido Taylor y Caron se vuelve hacia Libby y dice, suspirando:

—¿No deberíamos dejar esto y despedimos?

Libby asiente lentamente, con expresión perpleja a la luz de la vela, y se pone de pie.

—Perdónanos.

Se marchan. Daisy se queda, se bebe el champán de Caron. Me la imagino desnuda, muerta, con colillas en el ombligo, las tetas quemadas por los pitillos, Libby comiéndose su cadáver, luego me aclaro la voz y digo:

—Hoy ha hecho calor, ¿no crees?

—Sí —se muestra de acuerdo.

—Pregúntame algo —le digo, sintiéndome bien de repente.

Da una calada a su pitillo, luego suelta el humo.

—¿Entonces a qué te dedicas?

—¿Qué crees tú que hago? —También me siento alegre.

—¿Eres modelo? —Se encoge de hombros—. ¿Actor?

—No —digo yo—. Halagador, pero no.

—¿Entonces qué?

—Normalmente me dedico a asesinar y ejecutar a gente. Depende. —Me encojo de hombros.

—¿Y te gusta eso? —pregunta, imperturbable.

—Bueno…, depende. ¿Por qué? —Tomo un poco del sorbete.

—Bueno, a la mayoría de los chicos que conozco que se dedican a la fusión y adquisición de empresas no les suele gustar su trabajo —dice ella.

—Eso no es lo que yo decía —digo, con una sonrisa forzada, terminando mi J&B—. Olvídalo.

—Hazme una pregunta —dice ella.

—Muy bien. ¿Adónde vas… —me interrumpo un momento, confuso— este verano?

—A Maine —dice ella—. Pregúntame algo más.

—¿Dónde haces ejercicio?

—Con un preparador privado —dice ella—. ¿Y tú?

—En Xclusive —digo—. Está en el Upper West Side.

—¿De verdad? —Sonríe, luego se fija en algo de detrás de mí, pero no le cambia la expresión y su voz se mantiene neutra—. Francesca. Dios mío. Es Francesca. Mira.

—¡Daisy! ¡Y Patrick! —chilla Francesca—. Daisy, ¿qué diablos andas haciendo con un semental como Bateman? —Se acerca a la mesa con una chica de aspecto aburrido que no conozco. Francesca lleva un vestido de terciopelo de Saint Laurent Rive Gauche y la chica que no conozco lleva un vestido de lana de Geoffrey Beene. Las dos llevan perlas.

—Hola, Francesca —digo.

—Daisy, Dios mío, Ben y Jerry están aquí. Adoro a Ben y a Jerry. —Creo que dice eso, sin respirar, gritando por encima de la música (de hecho, apagando la música) que interpreta la banda de jazz—. ¿No doras tú a Ben y Jerry? —pregunta, con los ojos muy abiertos, y luego grita bruscamente a una camarera que pasa—: ¡Zumo de naranja! ¡Necesito zumo de naranja! ¿Dónde está Nell? Tengo que contárselo —murmura, paseando la vista por la sala, luego se vuelve hacia Daisy—. ¿Qué cara tengo? Bateman, Ben y Jerry están aquí. No te quedes sentado como un idiota. No estoy bromeando. Adoro a Patrick pero, vamos, Bateman, anímate, semental, que Ben y Jerry están aquí. —Guiña el ojo lascivamente, luego se pasa la lengua por los labios. Francesca escribe en el Vanity Fair.

—Pero ya… —me interrumpo y bajo la vista muy molesto hacia mi sorbete—. Ya he pedido este sorbete de pomelo. —Señalo lúgubremente el sorbete, confuso—. No quiero helado.

—Por el amor de Dios, Bateman, Jagger está aquí. Mick. Jerry. Ya sabes —dice Francesca, hablando a la mesa pero paseando la vista continuamente por la sala. La expresión de Daisy no ha cambiado ni una vez en toda la velada—. Que y-u-p-p-i-e es —dice a la rubia, y luego los ojos de Francesca se fijan en mi sorbete. Yo me echo hacia atrás a la defensiva.

—Oh, sí —digo—. Just another night, just another night with you… —canto, o algo así—. Ya sé quién es.

—Estás muy delgada, Daisy, me preocupas. Bueno, os presento a Alison Poole, que también está muy delgada y me preocupa —dice Francesca, dándome una ligera palmada en las manos que protegen el sorbete, que atrae hacia ella—. Éstos son Daisy Milton y Patrick…

—Ya nos conocemos —dice Alison, mirándome fijamente.

—¿Qué tal, Alison? Pat Bateman —digo, tendiendo la mano.

—Ya nos conocemos —vuelve a decir ella, mirándome con mayor dureza.

—¿Sí? ¿Nos conocemos? —pregunto.

Francesca grita:

—Dios santo, fijaos en el perfil de Bateman. Totalmente romano. ¡Y esas pestañas! —chilla.

Daisy sonríe, admitiéndolo. Yo hago como que no me doy cuenta.

Reconozco a Alison como a una chica con la que me lo hice mientras estaba en el derby de Kentucky con Evelyn y sus padres. Recuerdo lo que gritó cuando traté de meterle el puño entero, con un guante puesto y embadurnado de vaselina, pasta de dientes y todo lo que pude encontrar, en la vagina. Ella estaba borracha, pasada de coca, y yo la había atado con un cable, le había puesto cinta adhesiva en la boca, en la cara, en los pechos. Francesca me la había chupado antes. No recuerdo el sitio, o cuándo, pero me la había chupado y me gustó. De repente recuerdo, con dolor, que me hubiera gustado ver cómo se desangraba Alison hasta morir aquella tarde de la primavera pasada, pero algo me lo impidió. Estaba muy pasada.

—¡Dios Santo! —No dejaba de quejarse durante aquellas horas, mientras sangraba por la nariz, pero no lloraba. Puede que ése fuera el problema; puede que eso fuera lo que la salvó. Gané mucho dinero aquel fin de semana con un caballo que se llamaba Exhibición Indecente.

—Bien…, hola. —Sonrío débilmente, pero enseguida recupero mi confianza. Alison nunca le contaría a nadie aquella historia. Posiblemente nadie se habrá enterado de lo de aquella tarde adorable, horrible. Le sonrío forzadamente en la oscuridad de Nell’s—. Si, me acuerdo de ti. Fuiste realmente… —Hago una pausa, luego gruño—: brusca.

Ella no dice nada, se limita a mirarme como si fuese de una civilización extraña o algo así.

—Dios santo. ¿Taylor está dormido o muerto? —pregunta Francesca, mientras devora lo que queda de mi sorbete—. Dios mío, ¿ha leído alguien la Page Six de hoy? Salía yo, y también Daisy. Y Taffy.

Alison se despide sin mirarme.

—Voy abajo a buscar Skip y a bailar un poco —dice, y se aleja.

McDermott vuelve y lanza una ojeada a Alison —que se aparta cuando pasa junto a él—, antes de ocupar el asiento contiguo al mío.

—¿Ha habido suerte? —pregunto.

—Nada que hacer —dice, restregándose la nariz. Se lleva mi copa a la cara y la huele, luego toma un trago y enciende uno de lo pitillos de Daisy. Vuelve a mirarme mientras lo enciende y se presenta a sí mismo a Francesca antes de volver a mirarme—. No pongas esa cara de asombro, Bateman. Son cosas que pasan.

Hago una pausa, mirándole fijamente, antes de preguntar:

—¿No me estarás jodiendo, McDermott?

—No —dice él—. Mala suerte.

Vuelvo a hacer otra pausa, luego me miro el regazo y suspiro.

—Oye, McDermott, ya me ha pasado otras veces. Sé lo que andas haciendo.

—Me he follado a ésa. —Vuelve a sorber por la nariz mientras señala a la chica de las mesas de delante. McDermott suda copiosamente y apesta a Xeryus.

—¿De verdad? Muy bien. Pero ahora escúchame —digo yo, y viendo algo con el rabillo del ojo, añado—: Francesca

—¿Qué? —Alza la vista, con una gota de sorbete resbalándole por la barbilla.

—¿Estás tomándote mi sorbete? —Señalo el plato.

Ella traga saliva, mirándome fijamente.

—Anímate, Bateman. ¿Qué quieres que me haga, semental maravilloso? ¿Un análisis del sida? Oh, Dios mío, hablando de eso, ese chico de ahí, Krafft. Bueno. Sin duda.

El chico que señala Francesca está sentado a una mesa de cerca del escenario donde toca la banda de jazz. Lleva el pelo peinado hacia atrás y tiene un rostro infantil y viste un traje con pantalones de pinzas y una camisa de seda y toma un martini y no es difícil imaginarlo con alguien en la cama, esta misma noche, probablemente con la chica junto a la que está sentado: rubia, grandes tetas, con un vestido con remaches metálicos de Giorgio di Sant’Angelo.

—¿No deberíamos decírselo a la chica? —pregunta alguien.

—Oh, no —dice Daisy—. Para nada. Parece una puta de verdad.

—Óyeme, McDermott —me inclino hacia él—. Tienes drogas. Te lo noto en los ojos. Por no mencionar ese jodido sorberse los mocos.

—Nada en absoluto. Negativo. Esta noche no, cariño —niega con la cabeza.

Aplausos para la banda de jazz —la mesa entera aplaude, incluso Taylor, al que Francesca ha despertado inadvertidamente, y yo me aparto de McDermott, francamente jodido, y junto las palmas de las manos como todos los demás—. Caron y Libby se acercan a la mesa y Libby dice:

—Caron tiene que ir a Atlanta mañana. Unas fotos para Vogue. Tenemos que irnos.

Alguien pide la cuenta y McDermott pone su American Express Oro encima, lo que demuestra sin la menor duda que le ha pegado a la coca, porque es un tacaño famoso.

Fuera hace bochorno y llovizna, casi como si fuera neblina, hay relámpagos pero no truenos. Tiro de McDermott con ganas de pegarle, y casi derribo a un inválido que está en una silla de ruedas y que recuerdo haber visto al entrar, al lado de los cordones, y el tipo todavía sigue allí sentado, moviéndose por el pavimento, totalmente ignorado por los porteros.

—McDermott —grito—. Dame nuestras drogas.

Se vuelve, enfrentándome, y se echa a reír, retorciéndose. Luego se interrumpe bruscamente y se dirige a una negra y un niño que están sentados a la entrada de una tienda de alimentación cerrada junto a Nell’s y que seguramente están mendigando comida, posiblemente con un cartel de cartón a los pies. Es difícil decir si el niño, de seis o siete años, es negro o no, incluso si en realidad es una niña, pues la luz del exterior de Nell’s es demasiado intensa y tiende a hacer que la piel de todo el mundo parezca amarillenta, sin color.

—¿Qué están haciendo? —dice Libby, mirando, estupefacta—. ¿No saben que tienen que estar más cerca de los cordones?

—Libby, ven —dice Caron llevándola hacia dos taxis que hay en el bordillo de la acera.

—McDermott —grito yo—. ¿Qué demonios estás haciendo?

McDermott tiene los ojos vidriosos y agita un billete de dólar delante de la cara de la mujer, que se pone a sollozar, tratando patéticamente de agarrarlo, pero claro, como es típico, él no se lo da. En lugar de ello, prende fuego al billete con unas cerillas del Canal Bar y vuelve a encender el puro medio fumado que tiene entre sus blancos dientes, probablemente con fundas, el mamón.

—Eres amable de verdad, McDermott —le digo.

Daisy está apoyada en un Mercedes blanco aparcado junto al bordillo. Otro Mercedes, éste una limusina negra, está aparcado en doble fila junto al blanco. Hay más relámpagos. Una ambulancia aúlla calle Catorce abajo. McDermott se acerca a Daisy y le besa la mano antes de saltar al segundo taxi.

Yo me quedo de pie delante de la negra que llora. Daisy me mira.

—Dios santo —murmuro, y luego—: Tome…

Y le doy a la negra unas cerillas de Lutèce antes de darme cuenta del error. Luego encuentro otras de Tavern of the Green y se las tiro al niño y cojo las otras cerillas de las manos asquerosas y llenas de costra de la mujer.

—Dios santo —vuelvo a murmurar, dirigiéndome hacia Daisy.

—No hay más taxis —dice Daisy, con las manos en las caderas. Otro relámpago hace que mire a su alrededor, pestañeando—. ¿Dónde están los fotógrafos? ¿Quién está sacando las fotos?

—¡Taxi! —grito yo, tratando de detener a uno que pasa.

Otro resplandor cegador de luz ilumina el cielo por encima de las Zackendorf Towers y Daisy chilla:

—¿Dónde está el fotógrafo? Patrick. Diles que paren. —Está desconcertada, mueve la cabeza a la izquierda, a la derecha, detrás, a la izquierda a la derecha. Se quita las gafas de sol.

—Oh, Dios mío —murmuro yo, y la voz casi se convierte en un grito—. Son relámpagos. No es un fotógrafo. ¡Relámpagos!

—Claro, claro. ¿Cómo te voy a creer? Antes has dicho que Gorbachov estaba abajo —dice acusadoramente—. No te creo. Creo que hay fotógrafos de prensa.

—Dios santo, ahí hay un taxi. —Llamo con un silbido a un taxi que se acerca después de doblar desde la Octava Avenida, pero me dan un golpecito en el hombro y cuando me doy la vuelta, Bethany, una chica con la que salí en Harvard y con la que luego rompí, está delante de mí llevando un jersey con adornos de encaje y pantalones de viscosa y crepé de Christian Lacroix; tiene un paraguas abierto en una mano. El taxi que trataba de parar pasa zumbando.

—Bethany —digo yo, asombrado.

—Patrick. —Sonríe ella.

—Bethany —vuelvo a decir.

—¿Qué tal te va, Patrick? —pregunta ella.

—Bueno, bien, estoy bien —tartamudeo, y después de un breve silencio pregunto—. ¿Y tú?

—Bien de verdad, gracias —dice.

—¿Vives… aquí? —pregunto, atragantándome—. ¿En Manhattan?

—Sí. —Sonríe—. Trabajo en Milbank Tweed.

—Oh, bueno…, es estupendo. —Me vuelvo para mirar a Daisy y de repente me noto muy enfadado, recordando la comida en Cambridge, en Quartes, donde Bethany, con un brazo en cabestrillo, un cardenal cruzándole la mejilla, se lo zampó todo, pero de repente pienso: «Mi pelo, oh, Dios mío, mi pelo», y noto que la lluvia me lo está echando a perder. Bueno tengo que irme.

—Trabajas en P & P, ¿verdad? —me pregunta, y luego añade—: Tienes un aspecto estupendo.

Veo que se acerca otro taxi y reculo.

—Sí, bueno, ya sabes.

—A ver si comemos un día —propone ella.

—Podría ser divertido —digo, inseguro. El taxi ha visto a Daisy y se detiene.

—Te llamaré —dice ella.

—Cuando quieras —digo yo.

Un negro le ha abierto a Daisy la puerta del taxi; ella entra elegantemente y el negro mantiene abierta la puerta mientras subo yo, despidiéndome de Bethany con la mano.

—¿No hay propina, jefe? —pregunta el negro—, ¿por usted y por esa señora tan guapa?

—Sí —gruño, tratando de mirarme el pelo en el espejo retrovisor del taxi—. Aquí tienes la propina: consíguete un trabajo de verdad, jodido negro de mierda. —Luego cierro de un portazo y le digo al taxista que nos lleve al Upper West Side.

—¿No crees que era interesante la película de esta tarde con esos espías que no eran espías? —pregunta Daisy.

—Y a ella la puede dejar en Harlem —le digo al taxista.

Estoy en el cuarto de baño de mi apartamento delante del espejo Orobwener, dudando si ducharme o lavarme la cabeza pues parece que tengo el pelo sucio por culpa de la llovizna. Decido echarme un poco de espuma y pasarme un peine. Daisy está sentada en la butaca de cromo y bronce de Louis Montoni situada junto a la cama, metiéndose cucharadas de helado Brittle Häagen-Dazs en la boca. Sólo lleva un sostén de encaje y un liguero de Blomingdale’s.

—¿Sabes? —me grita—, mi ex novio, Fiddler, en la fiesta de antes, no podía entender qué estaba haciendo con un yuppie.

No la escucho, pero mientras me miro el pelo, consigo decir:

—No me digas. ¿De verdad?

—Ha dicho… —Se ríe—. Ha dicho que le dabas malas vibraciones.

Suspiro, luego saco músculo.

—Eso está… muy mal.

Ella se encoge de hombros y, de improviso, admite:

—Se metía mucha cocaína. A veces me pegaba.

De repente me pongo a prestar atención, hasta que dice:

—Pero nunca me tocó la cara.

Me dirijo al dormitorio y empiezo a desnudarme.

—Crees que soy tonta, ¿verdad? —pregunta Daisy, mirándome fijamente, con sus piernas bronceadas y musculosas colgando de uno de los brazos de la butaca.

—¿Cómo? —Me quito los zapatos, y me agacho para recogerlos.

—Que si piensas que soy tonta —dice—. Seguro que piensas que todas las modelos son tontas.

—No —digo yo, tratando de contener la risa—. La verdad es que no.

—Lo piensas —insiste ella—. Lo puedo asegurar.

—Creo que eres… —Me interrumpo.

—¿Qué? —Daisy sonríe, esperando.

—Creo que eres muy brillante, increíblemente… brillante —digo monótonamente.

—Eso es muy agradable. —Sonríe con serenidad, chupando la cucharilla—. Eres, bueno, tierno de verdad.

—Gracias. —Me quito los pantalones y los doblo cuidadosamente, colgándolos junto a la camisa y la corbata en el colgador de ropa de acero negro Philippe Stark—. ¿Sabes? El otro día cogí a mi asistenta robando un trozo de pan tostado del cubo de la basura de la cocina.

Daisy piensa en ello, luego pregunta:

—¿Por qué?

Hago una pausa, mirando su estómago plano y bien definido. Tiene el torso bronceado y musculoso. Como el mío.

—Dijo que tenía hambre.

Daisy suspira y chupa la cucharilla concienzudamente.

—¿Crees que tengo bien el pelo? —Todavía sigo allí de pie, sólo con mis pantalones cortos de jockey de Calvin Klein, abultados por una erección, y unos calcetines de cincuenta dólares de Armani.

—Sí. —Se encoge de hombros—. Claro que sí.

Me siento en el borde de la cama y me quito los calcetines.

—Hoy he pegado a una chica que pedía dinero a la gente en la calle. —Hago una pausa, luego mido cuidadosamente cada una de las palabras siguientes—: Era joven y parecía asustada y tenía un cartel que decía que estaba perdida en Nueva York y que tenía un hijo, aunque yo no lo he visto. Y necesitaba dinero, para comida o algo así. Para un autobús a Iowa. Iowa. Creo que era Iowa y… —me interrumpo un momento, haciendo una bola con los calcetines.

Daisy me mira sin expresión durante un momento, antes de preguntar:

—¿Y luego?

Hago una pausa, distraído, y me pongo de pie. Antes de dirigirme al cuarto de baño, murmuro:

—¿Y luego? Le he pegado una paliza. —Abro el armario de las medicinas para coger un condón y, cuando vuelvo al dormitorio, digo—: Había pronunciado mal tullida. Bueno, quiero decir que ése no ha sido el motivo por el que lo he hecho pero…, ya sabes. —Me encojo de hombros—. Era demasiado fea para violarla.

Daisy se pone de pie, colocando la cucharilla junto a la caja del Häagen-Dazs, en la mesilla de noche diseñada por Gilbert Rhode.

Le indico:

—No. Déjala en la caja.

—Oh, perdona —dice ella.

Admira un jarrón Palazetti mientras me pongo el condón. Me subo encima de ella y follamos y, tumbada debajo de mí, sólo es una forma inconcreta, incluso con todas las lámparas halógenas encendidas. Más tarde estamos tumbados uno a cada lado de la cama. Le toco el hombro.

—Creo que deberías irte a casa —digo.

Abre los ojos y se rasca la nuca.

—Creo que podría… hacerte daño —le digo—. No creo que me pueda controlar.

Me mira y se encoge de hombros.

—Muy bien. Vale. —Y empieza a vestirse—. No quiero volver a comprometerme —dice.

—Creo que va a pasar algo malo —le digo.

Se pone los panties, luego se comprueba el pelo en el espejo Nabolwev y asiente.

—Lo entiendo.

Después de que se haya vestido y de que hayan pasado minutos de puro, de duro silencio, digo, no desesperanzado del todo:

—No quieres que te hagan daño ¿verdad?

Se abrocha la parte de arriba del vestido y suspira, sin volverse a mirarme.

—Por eso me marcho.

Yo digo:

—Creo que me pierdo algo importante.