Una fiesta de Navidad

Estoy tomando unas copas con Charles Murphy en Rusty’s para animarme antes de hacer mi aparición en la fiesta de Navidad de Evelyn. Llevo un traje cruzado de lana y seda con cuatro botones, una camisa de algodón de Valentino Couture, una corbata de seda estampada de Armani y unos zapatos de Allen-Edmonds. Murphy lleva un traje de gabardina y lana cruzado con seis botones de Courréges, una camisa a rayas de algodón y una corbata de crepé de seda, ambas cosas de Hugo Boss. Habla sin parar de los japoneses:

—Han comprado el Empire State Building y Nell’s. Nell’s, ¿te lo puedes creer, Bateman? —exclama, con su segundo Absolut con hielo en la mano.

Eso activa algo en mi interior, dispara algo, y después de salir de Rusty’s, mientras recorro el Upper West Side, me encuentro metido en la entrada de lo que fue Carly Simon’s, un restaurante muy de moda que cerró el otoño pasado, y me echo encima de un repartidor japonés que pasa, le tiro de su bicicleta y le arrastro a la entrada. Las piernas del chico quedan enredadas en la Schwin que montaba, lo que me supone una ventaja, pues cuando lo degüello —con facilidad, sin esfuerzo— el pataleo espasmódico que habitualmente acompaña a la agonía queda disimulado por la bicicleta, a la que todavía se las arregla para levantar cinco, seis veces, mientras se ahoga en su propia sangre. Abro las cajas de comida japonesa y derramo su contenido encima de él, pero para mi sorpresa en lugar de sushi y terikayi y rollos y soba, cae pollo con anacardo encima de su ensangrentada cara; chow mein de vaca y arroz frito con camarones y mu shu se derraman sobre su jadeante pecho, y este molesto error —he matado accidentalmente a un asiático equivocado— me empuja a verificar a quién iba a llevar el pedido —Sally Rubinstein— y con mi pluma Montblanc escribo: También iré a por ti…, puta, en el dorso de la nota, luego la coloco sobre la cara del chico muerto y me encojo de hombros, disculpándome, y murmuro:

—Lo siento. —Y recuerdo que el programa de Patty Winters de esta mañana era sobre las adolescentes que comercian con su sexo para conseguir crack. Hoy he pasado dos horas en el gimnasio y ahora puedo realizar doscientos estiramientos abdominales en menos de tres minutos.

Cerca de casa de Evelyn le doy a un vagabundo congelado una de las galletas de la fortuna que le he quitado al repartidor y se la traga, con papel y todo, dándome las gracias.

—Jodido mamón —murmuro en voz lo suficientemente alta para que me oiga.

Cuando doblo la esquina y me dirijo a casa de Evelyn, me fijo en que todavía hay policías en torno a la casa donde decapitaron a su vecina Victoria Bell. Hay cuatro limusinas aparcadas delante, una todavía con el motor en marcha.

Llego con retraso. El cuarto de estar y el comedor ya están abarrotados de gente con la que de verdad no quiero hablar. Hay abetos muy altos y azules llenos de luces que parpadean a ambos lados de la chimenea. Viejos villancicos de los años sesenta cantados por las Ronettes suenan en el estéreo. Un camarero con esmoquin sirve champán y ponche, prepara manhattans y martinis, abre botellas de Calera Jensen Pinot Noir y de chardonnay Chappellet. Oportos de veinte años se alinean en una barra improvisada entre jarrones de flores de Pascua. Una larga mesa plegable está cubierta con un mantel rojo y está llena de fuentes y boles de avellanas tostadas y langosta y bisques de ostras y sopa de raíces de apio con manzana y caviar Beluga y cebollas a la crema y oca asada rellena de puré de castañas y caviar con hojaldre y pasteles de verduras, pollo asado y roast beef con chalotas y gnocchi gratinados y strudel de vegetales y ensalada Waldorf y vieiras y bruschetta con mascarpone y trufas blancas y soufflé de chiles verdes y perdiz estofada con salvia, patatas y cebollas y salsa de arándanos, pastel de carne y trufas de chocolate y soufflés de limón y tarta Tatin de pecana. Hay velas por todas partes, todas en candelabros de plata de ley de Tiffany. Y aunque no estoy seguro de no estar alucinando, se pueden ver enanos vestidos de verde y rojo con gorros puntiagudos moviéndose entre la gente con bandejas de copas y vasos. Hago como que no me fijo y me dirijo directamente a la barra donde tomo una copa de un champán no demasiado malo antes de acercarme a Donald Petersen, al que, como a la mayoría de los restantes hombres, le han puesto una cornamenta de reno en la cabeza. En el otro extremo de la sala, la hija de cinco años de María y Darwin Hutton, Cassandra, lleva un vestido de terciopelo de setecientos dólares de Nancy Halser. Después de terminar una segunda copa de champán me dedico a los martinis —dobles y de Absolut—, y después de haberme tranquilizado lo suficiente vuelvo a lanzar una mirada al cuarto, pero los enanos siguen allí.

—Demasiado rojo —murmuro para mí mismo, ensimismado—. Me pone nervioso.

—Hola, McCoy —dice Petersen—. ¿Qué cuentas?

Lo ignoro y pregunto automáticamente:

—¿Es la grabación de la versión inglesa de Les Misérables o no?

—Oye, que tengas unas felices Navidades. —Me señala con el dedo, borracho.

—¿Entonces qué música es la que suena? —pregunto, totalmente aburrido.

—Bill Septor —dice, encogiéndose de hombros—. Creo que Septor o Skeptor.

—¿Por qué no ponen algo de Talking Heads, por el amor de Dios? —me quejo amargamente.

Courtney está en el otro extremo de la habitación con una copa de champán en la mano y me ignora por completo.

—O Les Misérables —sugiere él.

—¿La grabación del reparto norteamericano o del inglés? —Los ojos se me estrechan. Le estoy probando.

—Bueno, el inglés —dice él, mientras un enano nos da un plato de ensalada Waldorf a cada uno.

—Sin duda —murmuro, observando al enano mientras se aleja contoneándose.

De repente Evelyn se dirige rápidamente hacia nosotros con una chaqueta de marta y unos pantalones de terciopelo de Ralph Lauren, y en una mano lleva una rama de muérdago que me pone en la cabeza y en la otra mano un bastón de caramelo.

—¡Atención al muérdago! —Se ríe, besándome secamente en la mejilla—. Feliz Navidad, Patrick. Feliz Navidad, Jimmy.

—Feliz… Navidad —digo yo, incapaz de quitármela de delante, pues tengo un martini en una mano y una ensalada Waldorf en la otra.

—Llegas tarde, querido —dice ella.

—No, no llego tarde —digo yo, protestando.

—Sí, te has retrasado —dice ella monótonamente.

—Llevo aquí todo el tiempo —digo, mirando hacia otra parte—. Lo que pasa es que no me has visto.

—Deja de poner mala cara. Eres un gruñón. —Se vuelve hacia Petersen—. ¿Sabías que Patrick es el gruñón?

—No digas tonterías —suspiro yo, mirando a Courtney.

—Demonios, todos sabemos que McCloy es el gruñón —farfulla Petersen, muy borracho—. ¿Cómo le va mister Gruñón?

—¿Y qué quiere mister Gruñón por Navidades? —pregunta Evelyn con voz de niña pequeña—. ¿Ha sido bueno este año mister Gruñón?

Suspiro.

—El Gruñón quiere una gabardina Burberry, un jersey de cachemira Ralph Lauren, un Rolex nuevo, un estéreo para el coche…

Evelyn deja de chupar el bastón de caramelo para interrumpirme:

—Pero tú no tienes coche, querido.

—De todos modos quiero uno. —Vuelvo a suspirar—. De todos modos el Gruñón quiere un estéreo para el coche.

—¿Cómo está la ensalada Waldorf? —pregunta Evelyn, preocupada—. ¿Crees que tiene el sabor adecuado?

—Está deliciosa —murmuro, girando el cuello, y distingo a una persona, súbitamente impresionado—. Oye, no me habías dicho que Laurence Tisch estaba invitado a esta fiesta.

Evelyn se da la vuelta.

—¿De qué me hablas?

—¿Por qué Laurence Tisch está ofreciendo una bandeja de canapés? —pregunto.

—Dios mío, Patrick, ése no es Laurence Tisch —dice ella—. Es uno de los elfos de Navidad.

—¿Uno de los qué? Querrás decir enanos.

—Son elfos —subraya ella—. Los ayudantes de Santa Claus. Dios santo, valiente gruñón. Míralos. Son adorables. Ése de ahí es Rudolph, el que ofrece bastones de caramelo es Blitzen. El otro es Donner…

—Espera un momento, Evelyn, espera —digo, cerrando los ojos y levantando la mano en la que tengo la ensalada Waldorf. Estoy sudando, déjà vu, ¿pero dónde? ¿He visto antes a estos enanos? Olvídalo—. Ésos son los nombres de los renos de Santa Claus. No de los elfos. Blitzer era un reno.

—El único judío —nos recuerda Petersen.

—Oh… —Evelyn parece muy sorprendida por esta información, y alza la vista hacia Petersen para confirmarla—. ¿Es eso cierto?

Él se encoge de hombros, piensa en ello y parece confuso.

—Oye, guapa…, renos, elfos, Gruñón, agentes de bolsa… ¿qué diferencia hay mientras fluya el Cristal? —Se ríe ahogadamente, dándome un codazo—. ¿No tengo razón, mister Gruñón?

—¿No te parece que es muy propio de Navidad? —pregunta Evelyn, esperanzada.

—Claro que sí, Evelyn —le digo—. Es muy propio de Navidad y hablo en serio, no miento.

—Pero mister Gruñón ha llegado tarde —se enfurruña ella, agitando la jodida rama de muérdago en mi dirección acusadoramente—. Y ni una palabra sobre la ensalada Waldorf.

—Ya sabes, Evelyn, hay un montón de otras fiestas de Navidad en esta metrópolis a las que debía asistir esta noche, y sin embargo he elegido la tuya. ¿Por qué?, podrías preguntarme. ¿Por qué?, me he preguntado yo mismo. No he encontrado respuesta, pero aquí estoy, de modo, querida, que agradécemelo.

—¿Entonces eres mi regalo de Navidad? —pregunta, sarcástica—. Qué amable, Patrick, qué atento.

—No, es esto. —Y le doy un tallarín que acabo de descubrir que tengo pegado al puño de la camisa—. Toma.

—Oh, Patrick, voy a llorar —dice, columpiando el tallarín junto al candelabro—. Es magnífico. ¿Me lo puedo poner ahora?

—No. Que se lo coma uno de los elfos. Ése de allí que parece tan hambriento. Perdona, pero necesito otra copa.

Le doy a Evelyn el plato de ensalada Waldorf y pellizco la cornamenta de Petersen y me dirijo a la barra tarareando «Noche de paz», vagamente deprimido por lo que llevan puesto la mayoría de las mujeres —jerseys de cachemira, blazers, faldas largas de lana, vestidos de pana, jerseys de cuello alto—. Tiempo frío. Nada de tías buenas.

Paul Owen está de pie junto a la barra con una copa de champán en la mano, examinando atentamente su antiguo reloj de bolsillo de plata (de Hammacher Schlemmer, sin duda), y estoy a punto de acercarme a él y mencionarle algo sobre esa jodida cuenta de Fisher, cuando Humphrey Rhinebeck tropieza conmigo al tratar de no pisar a uno de los elfos, y todavía lleva puesto un abrigo de cachemira de Crombie para Lord & Taylor, un esmoquin de lana cruzado con las solapas muy marcadas, una camisa de algodón de Perry Ellis, una pajarita de Hugo Boss y una cornamenta de papel de un modo que sugiere que no es consciente de ella, y como maquinalmente, el muy majadero dice:

—Oye, Bateman, la semana pasada llevé una chaqueta nueva de tweed a mi sastre para que me la arreglase.

—Muy bien, bueno, te felicito —digo, estrechando su mano—. Eso es… tener estilo.

—Gracias. —Se sonroja, bajando la vista—. En cualquier caso, se fijó en que el que me la vendió había quitado la etiqueta original y la había reemplazado por la suya. Me gustaría saber una cosa, ¿es legal eso?

—Está algo confuso, lo sé —digo, sin dejar de moverme entre la gente—. Una vez que a un fabricante le han comprado una línea de prendas de vestir, es perfectamente legal que el que las vende remplace la etiqueta original por la suya. Sin embargo, no es legal que las remplace con la etiqueta de otro vendedor.

—Espera un momento. ¿Y eso por qué? —pregunta, tratando de dar un trago a su martini mientras me sigue.

—Porque los datos referentes al contenido de fibra y al país de origen o al número de registro del fabricante deben permanecer intactos. La falsificación de etiquetas es muy difícil de detectar y raramente se denuncia —le grito por encima del hombro. Courtney está besando a Paul Owen en la mejilla, con las manos entrelazadas con firmeza. Me pongo tenso y dejo de andar. Rhinebeck se me echa encima. Pero ella se aparta, saludando a alguien con la mano.

—Entonces, ¿cuál es la mejor solución? —dice Rhinebeck, desde detrás de mí.

—Comprar prendas de etiquetas conocidas y tener cuidado con esas jodidas antenas que llevas en la cabeza, Rhinebeck. Pareces un subnormal. Perdona que te lo diga. —Me alejo, pero no antes de que Humphrey se lleve la mano a la cabeza y se toque la cornamenta.

—Oh, Dios santo.

—¡Owen! —exclamo, tendiéndole alegremente una mano, mientras con la otra cojo un martini de la bandeja de un elfo que pasa junto a mí.

—¡Marcus! Feliz Navidad —dice Owen, estrechándome la mano—. ¿Qué ha sido de ti? Un alcohólico del trabajo, me imagino.

—Hace mucho que no te veo —digo, luego le guiño el ojo—. ¿Conque alcohólico del trabajo, eh?

—Oye, acabamos de venir del Knickerbocker Club. —Y entonces saluda a alguien que tropieza con él—: Hola, Kinsley. —Luego me sigue diciendo—: Vamos a ir a Nell’s. Tenemos la limusina enfrente.

—Deberíamos comer —le digo, tratando de imaginar un modo de sacar a relucir la cuenta de Fisher sin que se note demasiado.

—Sí, sería estupendo —dice—. A lo mejor puedes traer a…

¿Cecelia? —apunto.

—Sí. A Cecelia —dice él.

—Oh, a Cecelia… le encantaría —digo.

—Muy bien, pues que venga contigo. —Sonríe.

—Sí. Podríamos ir a… Le Bernardin —digo, después de hacer una pausa—, a tomar… unos mariscos. ¿Te parece bien?

—Le Bernardin está el primero en la Zigat de este año. —Asiente—. ¿Lo sabías?

—Podríamos tomar también… —vuelvo a hacer una pausa, mirándole fijamente— algo de pescado.

—Erizos de mar —dice él, examinando atentamente la habitación—. A Meredith le encantan los erizos de mar.

—¿De verdad? —pregunto.

—Meredith —llama él, haciendo un gesto a alguien que está detrás de mí—. Ven aquí.

—¿Está aquí? —pregunto.

—Está hablando con Cecelia allí —dice—. Meredith —vuelve a llamar, moviendo la mano. Me doy la vuelta. Meredith y Evelyn se dirigen hacia nosotros.

Me doy rápidamente la vuelta hacia Owen.

Meredith se nos acerca acompañada de Evelyn. Meredith lleva un vestido y un bolero de gabardina y lana con perlitas de Geoffrey Beene para Barney’s, unos pendientes de oro y diamantes de James Savitt (13.000 dólares), guantes de Geoffrey Beene para Portolano Products, y dice:

—Hola, chicos. ¿De qué estabais hablando? ¿Haciendo la lista de regalos de Navidad?

—De los erizos de mar de Le Bernardin, querida —dice Owen.

—Mi tema de conversación favorito. —Meredith me pasa el brazo sobre el hombro, mientras me confía, como en un aparte—: Son fabulosos.

—Deliciosos. —Toso, nervioso.

—¿Qué opináis de la ensalada Waldorf? —pregunta Evelyn—. ¿Os ha gustado?

—Cecelia, querida, todavía no la he probado —dice Owen, reconociendo a alguien al otro lado de la habitación—. Pero me gustaría saber por qué Laurence Tisch está sirviendo el ponche.

—Ése no es Laurence Tisch —se lamenta Evelyn, realmente molesta—. Es un elfo de Navidad. Patrick, ¿qué le has dicho?

—Nada —digo yo—. Cecelia.

—Además, Patrick, eres el Gruñón.

Ante la mención de mi nombre, de inmediato me pongo a balbucear, esperando que Owen no lo haya notado.

—Bien, Cecelia, le he dicho que creía que era, ya sabes, una mezcla de los dos, como… un Tisch de Navidad. —Luego, nerviosamente, cojo una ramita de perejil de un canapé de paté de la bandeja que lleva un elfo que pasa y se la pongo a Evelyn en la cabeza antes de que pueda decir nada—. ¡Atención al muérdago! —grito, y los que nos rodean de repente se apartan, y luego la beso en los labios mientras miro a Owen y Meredith, que me observan fijamente con extrañeza, y con el rabillo del ojo distingo a Courtney, que está hablando con Rhinebeck y me mira con odio, ultrajada.

—Oh, Patrick… —empieza Evelyn.

¡Cecelia! Ven aquí inmediatamente. —Le tiro del brazo y les digo a Owen y Meredith—: Perdonadnos. Tenemos que hablar con ese elfo y aclarar todo esto.

—Lo siento mucho —les dice ella a los dos, encogiéndose de hombros con desamparo, mientras yo tiro de ella—. Patrick, ¿qué es lo que pasa?

Me las arreglo para llevarla hasta la cocina.

—Oye —le digo, cogiéndola por los hombros, cara a cara—. Vayámonos de aquí.

—Oh, Patrick —dice ella, sollozando—. No me puedo ir. ¿No lo estás pasando bien?

—¿Por qué no te puedes ir? —pregunto—. ¿No llevas ya demasiado tiempo aquí?

—Patrick, es mi fiesta de Navidad —dice ella—. Además, los elfos van a cantar «O Tannenbaum» en cualquier momento.

—Vámonos, Evelyn. Salgamos de aquí. —Estoy a punto de ponerme histérico, aterrado ante la perspectiva de que Paul Owen o, peor aún, Marcus Halberstam, entre en la cocina—. Quiero alejarte de todo esto.

—¿De todo qué? —pregunta Evelyn, luego sus ojos se estrechan—. No te ha gustado la ensalada Waldorf, ¿ha sido eso, verdad?

—Quiero alejarte de esto —digo, señalando la cocina, paralizado—. Del sushi y de los elfos y de…

Entra un elfo en la cocina, con una bandeja de platos sucios, y detrás de él distingo a Paul Owen que está inclinado gritándole algo al oído a Meredith por encima del estruendo de la música navideña, y luego él recorre atentamente la habitación con la vista como buscando a alguien, y luego distingo a Courtney y agarro a Evelyn y la acerco a mí todavía más.

—¿Sushi? ¿Elfos? Patrick, me estás armando un lío —dice Evelyn—. Y no me gusta eso.

—Vámonos. —La estrecho contra mí bruscamente, empujándola hacia la puerta trasera—. Sé amable por una vez. Aunque sólo sea por una vez en tu vida, Evelyn, sé amable.

Ella se detiene, resistiéndose a que la empuje, y luego se pone a sonreír, considerando mi ofrecimiento, pero sólo decidida a medias.

—Vayámonos de aquí… —empiezo a suplicar—. Hazme ese regalo de Navidad.

—Oh no, ya he pasado por Brooks Brothers y… —empieza.

—No sigas. Vámonos, quiero que nos vayamos —digo, y luego, en un desesperado intento final, sonrío coqueteando, la beso ligeramente en los labios y añado—: Señora Bateman.

—Oh, Patrick —suspira ella, derritiéndose—. ¿Y quién va a recoger las cosas?

—Los enanos —le aseguro.

—Pero tiene que controlarlos alguien, querido.

—Entonces escoge a un enano. Haz que uno de ellos controle a los demás —digo—. Pero vayámonos, ya. —Empiezo a empujarla hacia la puerta trasera, mientras sus zapatos rechinan cuando se desliza sobre las losas de mármol de Muscoli.

Y luego salimos, corremos por la calleja trasera de la casa y nos detenemos y atisbamos por la esquina para comprobar si alguien conocido entra o se marcha de la fiesta. Corremos a una limusina que creo que es la de Owen, pero no quiero que Evelyn sospeche nada, así que me dirijo a la más cercana, abro la puerta y la empujo dentro.

Patrick —chilla ella, encantada—. Es tan atrevido. Y en una limusina… —Cierro la puerta y rodeo el coche y golpeo en la ventanilla del conductor. El conductor la baja.

—Hola —digo, tendiéndole la mano—. Soy Pat Bateman.

El conductor se limita a mirar, con un pitillo apagado en la boca, primero mi mano abierta, luego mi cara, después mi coronilla.

—Pat Bateman —repito.

Él sigue mirándome. Me toco disimuladamente el pelo para ver si estoy despeinado y para mi sorpresa noto un par de cornamentas de papel. Tengo cuatro cuernos en mi jodida cabeza. Murmuro:

—¡Dios mío! —Y me las quito y las hago pedazos y luego las miro horrorizado. Después las tiro al suelo y me vuelvo hacia el conductor.

—Pat Bateman —digo, poniéndome el pelo en su sitio.

—Muy bien. Y yo Sid. —Se encoge de hombros.

—Oiga, Sid. Mister Owen dice que podemos coger este coche, de modo que… —Me interrumpo, el aliento me humea en el aire frío.

—¿Y quién es mister Owen? —pregunta Sido.

—Paul Owen. Ya sabe —digo—. El que le ha contratado.

—No. Esta es la limusina de mister Barker —dice—. Bonitos cuernos.

—Mierda —digo, corriendo para sacar a Evelyn de la limusina antes de que pase algo malo, pero es demasiado tarde. Cuando estoy abriendo la puerta, Evelyn asoma la cabeza fuera y chilla:

—Patrick, querido. Me encanta. Champagne… —tiene una botella de Cristal en una mano y una caja dorada en la otra— y también trufas.

La agarro del brazo y le quito las dos cosas, murmurando a modo de explicación:

—Nos hemos equivocado de limusina, deja las trufas. —Y nos dirigimos a la limusina siguiente. Abro la puerta y ayudo a Evelyn a que suba, luego me dirijo a la parte delantera y golpeo en la ventanilla del conductor. Éste la baja. Es exactamente igual que el otro conductor.

—Soy Pat Bateman —digo, tendiéndole la mano.

—¿No me diga? Pues yo soy Donald Trump. Mi esposa, Ivana, está atrás —dice sarcásticamente, estrechándomela.

—Oiga, tenga cuidado —le advierto—. Mire, mister Owen dice que podemos usar su coche. Soy…, ho, maldita sea. Quiero decir que soy Marcus.

—Acaba de decir que se llama Pat.

—No. Estaba equivocado —digo, mirándole con dureza y directamente—. Estaba equivocado cuando he dicho que me llamaba Pat. Me llamo Marcus. Marcus Halberstam.

—Está seguro de que ése es su nombre ¿verdad? —pregunta.

—Oiga. Mister Owen dijo que podía usar su coche lo que queda de noche, de modo que… —Me interrumpo—. Ya sabe, dejemos las cosas como están.

—Creo que debería hablar antes con mister Owen —dice el conductor, jugando conmigo.

—¡No, espere! —digo, y con más calma, añado—: Oiga, soy…, es todo correcto, de verdad. —Me pongo a reír para mí mismo—. Mister Owen está de muy, pero que de muy mal humor.

—No puedo hacerlo —dice el conductor sin levantar la vista para mirarme—. Es completamente ilegal. No puede ser. Déjelo.

—Vamos, tío —digo yo.

—Va completamente contra las normas de la empresa —dice él.

—Que le den por el culo a las normas de la empresa —le grito.

—¿Qué les den por el culo a las normas de la empresa? —pregunta, asintiendo y sonriendo.

—Mister Owen dice que es correcto —digo—. Puede que no me haya escuchado.

—Nada de eso. No hay nada que hacer. —Niega con la cabeza.

Hago una pausa, me estiro, me paso una mano por la cara, respiro y luego me vuelvo a inclinar.

—Oiga… —Vuelvo a tomar aliento—. Ahí dentro tienen enanos. —Señalo con el pulgar a la casa que está a mis espaldas—. Unos enanos que van a cantar «O Tannenbaum»… —Le miro implorante, suplicando su simpatía, al tiempo que pongo el adecuado aspecto de susto—. ¿Sabe usted lo espantoso que es? Elfos —trago saliva—, cantando a coro. —Hago una pausa, luego añado rápidamente—: Piense en ello.

—Oiga, señor…

—Marcus, se lo recuerdo.

—Marcus. Como sea. No voy a saltarme las normas. No puedo hacer una cosa así. Son las normas de la empresa. No me las voy a saltar.

Los dos quedamos en silencio. Yo suspiro, paseo la vista a mi alrededor, considerando la posibilidad de llevar a Evelyn a una tercera limusina, o puede que de volver a la de Barker —es un gilipollas total—, pero no, maldita sea, quiero la de Owen. Entretanto el conductor suspira para sí mismo.

—Si los enanos quieren cantar, déjelos que canten.

—Mierda —suelto yo, sacando mi cartera de piel de gacela—. Aquí tiene cien. —Le tiendo dos billetes de cincuenta.

—Doscientos —dice él.

—Esta ciudad le sangra a uno —murmuro, dándole el dinero.

—¿Adónde quiere ir? —pregunta, cogiendo los billetes con un suspiro, mientras arranca la limusina.

—Al Club Chernoble —digo, corriendo atrás y abriendo la puerta.

—Muy bien, señor —grita él.

Entro de un salto, cerrando la puerta cuando el conductor pasa afeitando la casa de Evelyn y se dirige a Riverside Drive. Evelyn está sentada junto a mí mientras recupero la respiración, secándome el sudor frío de la frente con un pañuelo de Armani. Cuando la miro, está a punto de echarse a llorar; le tiemblan los labios. Por una vez está callada.

—Me estás asustando. ¿Qué ha pasado? —Estoy alarmado—. ¿Qué…, qué es lo que he hecho? La ensalada Waldorf estaba buena. ¿Qué pasa?

—Oh, Patrick —dice, suspirando—. Es tan… maravilloso. No sé qué decir.

—Bueno… —hago una pausa con mucho cuidado—, pues yo tampoco.

—Esto —dice, mostrándome un collar de diamantes de Tiffany, el regalo que Owen le ha hecho a Meredith—. Bueno, ayúdame a ponérmelo, querido. No eres nada gruñón, cariño.

—Oye, Evelyn —digo, y maldigo para mis adentros mientras ella me da la espalda para que se lo pueda sujetar en la nuca. La limusina da un frenazo y Evelyn cae contra mí, riendo, luego me besa en la mejilla.

—Es fabuloso, me encanta… Ups, debe saberme el aliento a trufa. Lo siento, cariño. Mira a ver si hay champán y sírveme una copa.

—Pero… —Miro desesperado al resplandeciente collar—. No es ese.

—¿Cómo? —pregunta Evelyn, examinando la limusina—. ¿Hay copas por ahí? ¿Qué no es, cariño?

—Ése no es —hablo monótonamente.

—Oh, cariño. —Sonríe—. ¿Tienes algo más para mí?

—No, lo que quería decir…

—Vamos, vamos, diablillo —dice, buscando juguetonamente en el bolsillo del pecho de mi chaqueta—. Venga, ¿qué es?

—¿Qué es qué? —pregunto, tranquilo y aburrido.

—Tienes que tener algo más. Deja que lo adivine. ¿Una sortija a juego? —dice—. ¿Un brazalete a juego? ¿Un broche? Seguro que es eso. —Palmotea—. ¡Es un broche a juego!

Mientras intento apartarla, sujetándole uno de los brazos detrás, el otro se agita a mis espaldas y me saca algo del bolsillo —otra de las galletitas de la fortuna que le he quitado al chino muerto—. La mira, desconcertada durante unos momentos, y dice:

—Patrick, era tan… romántico. —Y luego, examinando la galletita de la fortuna y con menos entusiasmo, añade—: Tan… original.

Yo también estoy mirando la galletita de la fortuna. Está muy manchada de sangre y me encojo de hombros y digo, lo más jovialmente que puedo:

—Bueno, ya me conoces.

—Pero ¿qué es esto? —Se la acerca a la cara, mirándola fijamente—. ¿Qué es esta… cosa roja?

—Es… —También yo la miro fijamente, haciendo como que estoy intrigado por las manchas, luego sonrío—. Es salsa agridulce.

Evelyn la abre, muy excitada, y lee detenidamente el papelito, y parece confusa.

—¿Qué dice? —pregunto, poniendo la radio y luego buscando el attaché de Owen por la limusina, mientras me pregunto dónde podrá estar el champán, y veo la caja de Tiffany, abierta y vacía en el suelo; abrumadora, deprimente.

—Dice… —Evelyn hace una pausa, luego la lee con mucho cuidado—. Dice: El foie gras fresco de Le Cirque es excelente pero la ensalada de langosta sólo es así así.

—Es bonito —murmuro, buscando copas de champán, cintas magnetofónicas, lo que sea.

—Dice eso de verdad, Patrick. —Me tiende el papelito, con una ligera sonrisa asomándole a la cara que incluso distingo en la oscuridad de la limusina—. ¿Qué puede significar? —pregunta tímidamente.

Se lo cojo, lo leo, luego miro a Evelyn, luego la inscripción, luego miro hacia fuera por los cristales ahumados; los copos de nieve que se arremolinan en torno a las farolas, a la gente que espera el autobús, a los mendigos que avanzan sin rumbo por las calles de la ciudad, y digo en voz alta para mí mismo:

—Podría tener peor suerte. De verdad que podría.

—Cariño —dice ella, echándome los brazos al cuello—. ¿Una comida en Le Cirque? Eres el mejor. No eres gruñón. Me retracto. ¿El jueves? ¿Le viene bien el jueves? Oh, no, el jueves yo no puedo. Tengo tratamiento de hierbas. Pero ¿qué tal el viernes?

La aparto y golpeo con los nudillos en el cristal que nos separa del conductor, hasta que éste lo baja.

—Sid, quiero decir Earle, o como sea, éste no es el camino del Chernoble.

—Sí que lo es, mister Bateman.

—¿Cómo?

—Quiero decir mister Halberstam. La avenida C, ¿no? —Tose educadamente.

—Eso es —digo, mirando por la ventanilla—. No reconozco nada.

—¿La avenida C? —Evelyn levanta la vista del collar que Paul Owen le ha comprado a Meredith—. ¿Qué es eso de la avenida C? ¿Es como en… Cartier?

—Está muy de moda —le aseguro—. Totalmente de moda.

—¿Ya has estado, tú? —pregunta.

—Millones de veces —murmuro.

—¿Chernoble? No, al Chernoble no —se lamenta ella—. Querido, es Navidad.

—¿Y qué coño quieres decir con eso? —pregunto.

—Conductor, conductor… —Evelyn se echa hacia delante, balanceándose encima de mis rodillas—. Conductor, vamos al Rainbow Room. Conductor, al Rainbow Room, por favor.

La empujo hacia atrás.

—No le haga caso. Al Chernoble. —Aprieto el botón y el cristal que nos separa del conductor se sube.

—Oh, Patrick. Es Navidad —gime ella.

—Dices eso sin parar como si significara algo —digo, mirándola fijamente.

—Pero es que es Navidad —vuelve a quejarse.

—No puedo soportar el Rainbow Room —digo, terminante.

—¿Y por qué no, Patrick? —lloriquea—. En el Rainbow Room tienen la mejor ensalada Waldorf de la ciudad. ¿Te ha gustado la mía? ¿Te ha gustado mi ensalada Waldorf, cariño?

—Dios santo —susurro, tapándome la cara con las manos.

—Sinceramente. ¿Te ha gustado? —pregunta Evelyn—. Lo único que me preocupa de verdad era eso y el relleno de castañas… —Hace una pausa—. Bien, pues el relleno de castañas estaba…, bueno, espeso, ya sabes…

—No quiero ir al Rainbow Room —la interrumpo; sigo tapándome la cara con las manos—, porque allí no consigo drogas.

—Oh… —Me mira con desaprobación—. ¿Drogas, Patrick? ¿De qué tipo de, ejem, drogas estás hablando?

—De drogas, Evelyn. Cocaína. Drogas. Esta noche quiero cocaína. ¿Lo entiendes? —Me siento muy recto y la miro fijamente.

—Patrick —dice, negando con la cabeza, como si hubiera perdido su fe en mí.

—Noto que estás desconcertada —señalo.

—No quiero participar en eso —protesta.

—No tienes por qué hacerlo —digo yo—. Puede que ni siquiera te invite.

—No entiendo por qué tienes que echarme a perder estos días del año —dice.

—Piensa en ello como en… nieve. Como en unas Navidades blancas. Unas Navidades blancas carísimas —digo.

—Bien… —dice ella, animándose—. Es una especie de local de los barrios bajos muy excitante, ¿verdad?

—Treinta pavos la entrada por cabeza no es exactamente muy propio de los barrios bajos, Evelyn. —Luego pregunto desconfiadamente—: ¿Por qué no has invitado a Donald Trump a tu fiesta?

—No, Donald Trump otra vez, no —se queja Evelyn—. Dios santo, ¿es por eso que te has comportado como un payaso? ¡Esta obsesión tuya se tiene que terminar! —prácticamente grita—. ¡Es por eso que te has comportado como un gilipollas!

—Ha sido la ensalada Waldorf, Evelyn —digo, con los dientes apretados—. ¡Ha sido la ensalada Waldorf la que me ha hecho comportarme como un gilipollas!

—Dios mío. ¿Lo dices de verdad? —Echa la cabeza hacia atrás con desesperación—. Lo sabía, lo sabía.

—¡Pero si tú ni siquiera la has probado! —grito—. ¡La has comprado hecha!

—Dios mío —gime—. No me lo puedo creer.

La limusina se detiene delante del Club Chernoble, donde la multitud espera más allá de los cordones, en la nieve. Evelyn y yo nos bajamos, y utilizándola a ella, ante su disgusto, como ariete, me abro entre la multitud y por suerte distingo a alguien que es exactamente igual que Jonathan Leatherdale, que está a punto de entrar, y empujando sin ningún miramiento a Evelyn, que todavía sujeta su regalo de Navidad, le grito:

—Jonathan, oye, Leatherdale. —Y de repente, y predeciblemente, toda la multitud se pone a gritar:

—Jonathan, oye, Jonathan.

Me distingue al volverse y grita:

—¡Hola, Baxter! —Y guiña el ojo, alzando el pulgar, pero no a mí, a otra persona. De todos modos, Evelyn y yo hacemos como que vamos con ese grupo. El portero cierra los cordones y pregunta:

—Ustedes dos. ¿Han venido en esa limusina? —Mira hacia el bordillo de la acera y señala con la cabeza.

—Sí. —Evelyn y yo asentimos enérgicamente con la cabeza.

—Pueden entrar —dice él, levantando los cordones.

Entramos y pago sesenta dólares, y ni un solo vale para copas. El club está predeciblemente a oscuras, si se exceptúa el relampagueo de las luces estroboscópicas, e incluso con ellas, lo único que puedo ver de verdad es hielo seco que sale de un aparato de niebla y a una tía buena que baila «New Sensation» de INXS, que atruena por los altavoces a un volumen que hace vibrar el cuerpo. Le digo a Evelyn que vayamos a la barra por dos copas de champán.

—Por supuesto —me responde gritando, y nos dirigimos decididamente hacia un delgado tubo de neón blanco, la única luz que ilumina lo que podría ser un sitio donde sirven alcohol. Entretanto, le compro un gramo a un tipo que se parece a Mike Donaldson, y después de debatir durante diez minutos, mientras me alejo del chico, si debería librarme de Evelyn o no, ésta se acerca con dos copas medio llenas de champán, indignada, con cara triste.

—Es Korbel —grita—. Vayámonos de aquí.

Yo niego con la cabeza y grito a mi vez:

—Vamos a los servicios.

Ella me sigue.

El único cuarto de baño de Chernoble es unisex. Ya hay dentro otras dos parejas, una de ellas en el retrete. La otra pareja está impaciente, como nosotros, esperando que se vacíe el retrete. La chica lleva un top de seda, una falda de chiffon y seda, y unas mallas de seda, todo de Ralph Lauren. Su novio lleva un traje de, creo, William Fioravanti o Vincent Nicolosi o Scali —un italiano—. Los dos tienen copas de champán en la mano: la de él, llena; la de ella, vacía. No se oye nada si se exceptúan las esnifadas y las risas apagadas que salen del retrete, y la puerta del cuarto de baño es lo bastante gruesa para impedir que entre la música, si se exceptúa el profundo retumbar de la batería. El chico da golpecitos impacientes en el suelo con el pie. La chica no deja de suspirar y de quitarse el pelo de los hombros con unos extraños y bruscos movimientos de cabeza; luego nos mira a Evelyn y a mí y le susurra algo a su novio. Por fin, después de que le vuelva a susurrar algo, él asiente y se marchan.

—Gracias a Dios —susurro yo, toqueteando el gramo que tengo en el bolsillo; luego le digo a Evelyn—: ¿Por qué estás tan callada?

—Por la ensalada Waldorf —murmura ella, sin mirarme—. Maldita sea.

Se oye un clic, se abre la puerta del retrete y una pareja joven —el chico lleva un traje cruzado de lana, camisa de algodón y corbata de seda, todo de Givenchy, la chica lleva un vestido de seda de flores con réborde de avestruz de Geoffrey Beene, pendientes de plata dorada de Stephen Dweck Moderne y zapatos de baile de gro de Chanel— sale, limpiándose discretamente la nariz el uno al otro, y se miran al espejo antes de abandonar los servicios, y justo cuando Evelyn y yo estamos a punto de metemos en el retrete que han dejado vacío, la primera pareja entra corriendo y trata de pasar antes.

Perdona —digo, con el brazo estirado, bloqueando la entrada—. Os habéis marchado. Nos toca, bueno, a nosotros, ¿entiendes?

—Oye, no, me parece que no —dice el chico mansamente.

—Patrick —me susurra Evelyn desde atrás—. Déjales…, ya sabes.

—Espera. No. Nos toca a nosotros —digo yo.

—Sí, pero nosotros estábamos esperando antes.

—Oye, no quiero ponerme a discutir…

—Pues es lo que estás haciendo —dice la chica, aburrida pero con expresión de desprecio.

—Vaya por Dios —murmura Evelyn detrás de mí, mirando por encima de mi hombro.

—Oye, entraremos primero nosotros —escupe la chica, a la que no se me ocurriría follarme.

—Valiente puta —murmuro, negando con la cabeza.

—Oye —dice el chico ablandándose—. Mientras lo discutimos, podría entrar alguno.

—Dios santo —dice la chica, con las manos en las caderas, y luego a Evelyn y a mí—: No vais a entrar antes.

—Eres una puta —murmuro, incrédulo—. Apestas, ¿lo sabías?

Evelyn me coge del hombro.

—Patrick.

El chico ya se a puesto a esnifar su coca, echando el polvo que saca de un tubito marrón en una cucharilla, aspirando y luego riéndose, apoyado en la puerta.

—Tu novia es una puta —le digo.

Patrick —dice Evelyn—. Cállate.

—Es una puta —digo, señalándola.

Patrick, discúlpate —dice Evelyn.

El chico parece histérico, con la cabeza echada hacia atrás, esnifando ruidosamente, luego se parte de risa y trata de recuperar la respiración.

Dios santo —dice Evelyn, asustada—. ¿Por qué te ríes? Defiéndela.

—¿Por qué? —pregunta el chico, y se encoge de hombros, con polvo blanco en los agujeros de la nariz—. Tiene razón.

—Me marcho, Daniel —dice la chica, a punto de echarse a llorar—. No lo puedo soportar. No lo puedo soportar. Te lo he advertido en Bice.

—Adelante —dice el chico—. Vete. Haz lo que quieras. Lárgate. No me importa.

—Patrick, ¿ves lo que has hecho? —pregunta Evelyn, poniéndose delante de mí—. Eso es intolerable. —Y luego, alzando la vista a los fluorescentes del techo, añade—: Y si esto es luz… Me marcho. —Pero no se mueve, esperando.

—Me marcho, Daniel —dice la chica—. ¿Me has oído?

Adelante. Olvídame —dice Daniel, mirándose la nariz en el espejo y haciéndole señas con la mano de que se vaya—. He dicho que te puedes largar.

—Voy a utilizar el retrete —digo yo—. ¿Os parece bien? ¿Le importa a alguien?

—¿No vas a defender a tu novia? —le pregunta Evelyn a Daniel.

—¿Y qué coño quieres que haga? —Daniel la mira por el espejo, limpiándose la nariz y volviendo a esnifar—. La he invitado a cenar. Le he presentado a Richard Marx. ¿Qué más quiere?

—Pártele la cara —sugiere la chica, señalándome.

—Oye, guapa —digo yo, moviendo la cabeza—, no sabes la de cosas que te podría hacer con una percha.

—Adiós, Daniel —dice ella, haciendo una dramática pausa—. Me largo de aquí.

—Muy bien —dice Daniel, levantando el tubito—. Más para moi.

—Y no se te ocurra llamarme —grita, abriendo la puerta—. Esta noche tengo puesto el contestador automático y no atenderé ninguna llamada tuya.

—Patrick —dice Evelyn, todavía tranquila, remilgadamente—. Estaré fuera.

Espero un momento, mirándola desde el interior del retrete, luego miro a la chica que está en la puerta.

—¿A qué coño esperas?

—Patrick —dice Evelyn—, no digas algo que luego tengas que lamentar.

—Lárgate si quieres —digo yo—. Márchate. Llévate la limusina.

—Patrick…

Vete —rujo—. ¡El gruñón dice que te vayas!

Cierro de un portazo y me pongo a coger coca de la papelina con mi American Express Platino, metiéndomela en la nariz. Entre las esnifadas oigo que Evelyn se marcha, diciéndole a la chica entre sollozos:

—Ha hecho que me marchara de mi propia fiesta de Navidad, ¿te lo puedes creer? Mi fiesta de Navidad.

Y oigo que la chica dice con desprecio:

—Así es la vida.

Me echo a reír con voz ronca, dándome cabezazos contra el tabique lateral del retrete, y luego oigo que el chico se mete otros dos toques y luego se marcha. Después de terminar con la mayor parte del gramo, atisbo por la parte de arriba del retrete para ver si Evelyn todavía anda por aquí, haciendo pucheros, mordiéndose el labio inferior toda apenada —oh vaya vaya pequeña—, pero no ha vuelto, y entonces me imagino a Evelyn y a la novia de Daniel en la cama, la chica separando las piernas de Evelyn y ésta a cuatro patas chupándole el ojo del culo, manoseándole el coño, y eso me deja mareado y salgo rápidamente de los servicios, vuelvo al club, cachondo y desesperado, con ansias de relacionarme con alguien.

Pero ya es tarde y el público ha variado: ahora el club está lleno de punks y negros, y hay menos tipos que trabajen en Wall Street y más chicas ricas aburridas de la avenida A, y la música ha cambiado; en lugar de Belinda Carlisle cantando «I Feel Free», un negro canta rap, si lo oigo correctamente, algo que se titula «La mierda de ella en la polla de él», y me acerco a una pareja de tías buenas ricas, las dos con vestidos tipo Betsey Johnson, y me siento increíblemente colocado y me pongo a decir:

—Buena música…, ¿no os he visto en Salomon Brothers?

Y una de las chicas se ríe burlonamente y dice:

—Vuelve a Wall Street.

Y la que lleva un anillo en la nariz dice:

—Jodido yuppie.

Y dicen esto aunque mi traje parece negro con la oscuridad del club y mi corbata —escocesa, Armani, de seda— está aflojada.

—Oídme bien —digo, rechinando los dientes—. Podéis creer perfectamente que soy un yuppie asqueroso, pero no lo soy, de verdad —les digo, tragando rápidamente, con la cabeza disparada.

Dos negros están sentados con ellas en su misma mesa. Los dos llevan pantalones vaqueros descoloridos, camisetas y cazadoras de cuero. Uno lleva gafas de espejo; el otro, la cabeza afeitada. Los dos me miran fijamente. Muevo la cabeza a uno y otro lado, tratando de imitar a un rapper.

—Oídme —digo—. Soy el mejor, ya sabéis… como, bueno, un rebelde. —Tomo un sorbo de champán—. Ya sabéis, un rebel…

Para demostrar esto, o lo que sea, veo a un negro con tirabuzones y me dirijo a él y exclamo:

—¡Rasta man! —Y alzo la mano, preparado para darle una palmada. Pero el jodido negro se limita a quedarse inmóvil—. Quería decir —toso—. Bueno… —Y luego, con menos entusiasmo—. Bueno, bromeaba.

Me aparta de un empujón, moviendo la cabeza. Me vuelvo para mirar a las chicas. Éstas niegan con la cabeza, advirtiéndome que no me vuelva a acercar. Me doy la vuelta y miro a una tía buena que está bailando sola junto a una columna, termino el champán y me dirijo a ella, pidiéndole su número de teléfono. Sonríe. Se marcha.