Chicas

Esta noche una irritante cena en Raw Space con una Courtney vagamente pasada que no deja de hacerme preguntas sobre menús sanos y George Bush y Tofutti que sólo son propias de la pesadilla de alguna persona. Yo la ignoro por completo, y mientras está a media frase —Page Six, Jackie O— recurro a hacer señas a nuestro camarero para que se acerque y le pido la bisque de maíz frío, pescado y limón, con cacahuetes y eneldo, una ensalada César y filete de pez espada con mostaza de kiwi, aunque ya lo había pedido hace un momento, como él me dice. Alzo la vista, sin tratar de fingir sorpresa, y sonrío torvamente.

—Sí, ya lo había pedido.

Los platos de la cocina de Florida tienen un aspecto impresionante, pero las raciones son pequeñas y caras, en especial en un local con un plato de lápices en cada mesa. (Courtney dibuja un estampado de Laura Ashley en su parte del mantel de papel y yo dibujo el interior del estómago y pecho de Monica Lustgarden en la mía, y cuando Courtney, encantada con lo que estoy dibujando, pregunta que de qué se trata, le digo: «Bueno…, una sandía»).

La cuenta, que pago con mi tarjeta American Express Platino, asciende a trescientos dólares. Courtney está guapa con su chaqueta de lana de Donna Karan, una blusa de seda y una falda de cachemira y lana. Yo llevo esmoquin sin motivo aparente. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre un nuevo deporte llamado Lanzamiento de Enanos.

Subimos a la limusina y la dejo en Nell’s, donde tenemos previsto tomar unas copas con Meredith Taylor, Louise Samuelson y Pierce Towers, y le digo a Courtney que necesito comprar drogas y le prometo que volveré antes de las doce de la noche.

—Ah, y saluda a Nell de mi parte —añado despreocupadamente.

—Podrías comprarlas en el piso de abajo si tanta necesidad tienes, por el amor de Dios —se lamenta ella.

—Pero es que prometí a alguien que me pasaría por su casa. Paranoia. ¿Entiendes? —me lamento yo a mi vez.

—¿Quién tiene paranoia? —pregunta, bizqueando los ojos—. No lo entiendo.

—Querida, las drogas del piso de abajo normalmente son de un grado inferior al del NutraSweet en términos de potencia —le digo—. Ya sabes.

—No me compliques la vida, Patrick —me advierte.

—Mira, entra y pídeme una Foster’s, ¿de acuerdo?

—¿Adónde vas en realidad? —me pregunta después de una pausa, desconfiada.

—Voy a… casa de Noj —digo—. Voy a comprarle coca a Noj.

—Pero Noj es el cocinero de Deck Chairs —dice ella, cuando abro la puerta de la limusina—. Noj no es un camello. ¡Es cocinero!

—Tranquilízate, Courtney —digo, y suspiro poniéndole las manos en la espalda.

—Pues no me mientas sobre Noj —se lamenta, esforzándose por quedarse en el coche—. Noj es el cocinero de Deck Chairs. ¿No me has oído?

La miro fijamente, en silencio, cegado por las intensas luces que cuelgan encima de los cordones de Nell’s.

—Quiero decir Fiddler —admito por fin mansamente—. Voy a comprarle coca a Fiddler.

—Eres imposible —murmura, apeándose de la limusina—. En serio, te pasa algo malo.

—Volveré —le grito, cerrando de un portazo la limusina, luego hablo alegremente para mí mismo mientras vuelvo a encender el puro—. No apuestes nada al respecto.

Le digo al conductor que se dirija al oeste de Nell’s, cerca del bistró Florent, para buscar prostitutas, y después de recorrer la zona un par de veces —de hecho, me he pasado meses merodeando por esta parte de la ciudad buscando a la chica apropiada—, encuentro a una en la esquina de Washington con la Trece. Es rubia y delgada y joven, y lo más importante, es blanca, lo que es una rareza en zonas como ésta. Lleva unos shorts ajustados, una camiseta blanca y una cazadora de cuero barata, y si se exceptúa un moratón en su rodilla izquierda, tiene la piel pálida, incluida la de la cara, aunque lleva la boca muy pintada de rosa. Detrás de ella, con unas letras rojas de metro y medio de alto que hay al lado de un almacén de ladrillo abandonado, está escrita la palabra «CARNE», y el modo en que están espaciadas las letras despierta algo en mi interior y miro hacia la parte de arriba del edificio donde hay un cielo sin luna, que hace unas horas, por la tarde, estaba lleno de nubes, aunque no esta noche.

La limusina pasa por delante de la chica. Aunque el coche tiene los cristales ahumados, al mirarla desde más cerca es todavía más pálida y el pelo rubio ahora parece teñido y los rasgos de su cara indican que es incluso más joven de lo que en principio imaginaba, y como es la única chica blanca que he visto esta noche en esta parte de la ciudad, parece —lo sea o no— especialmente limpia; uno podría tomarla fácilmente por una de esas chicas de la Universidad de Nueva York que vuelve de Mars a casa; una chica que se ha pasado bebiendo Seabreezes toda la tarde mientras se movía en la pista de baile al ritmo de la nueva canción de Madonna; una chica que quizá se haya peleado al final con su novio, un tipo que se llama Angus o Nick o… Pokey; una chica camino de Florent para charlar con unos amigos, posiblemente pedir otro Seabreeze o puede que un cappuccino o un vaso de agua Evian; y a diferencia de la mayoría de las putas de por aquí, casi no se fija en la limusina cuando se le acerca y se detiene. Y la verdad es que sigue quieta como quien no quiere la cosa, pretendiendo que no se da cuenta de lo que de hecho significa la limusina.

Cuando bajo la ventanilla, la chica sonríe pero mira hacia otro lado. La siguiente conversación tiene lugar en menos de un minuto.

—No te había visto por aquí —digo.

—No debes de haber mirado bien —dice ella, indiferente de verdad.

—¿Te gustaría ir a mi apartamento? —pregunto, encendiendo la luz del interior de la parte trasera de la limusina para que pueda ver mi cara y el esmoquin que llevo. Ella mira la limusina, luego a mí, luego de nuevo a la limusina. Busco mi cartera de piel de gacela.

—No suelo hacerlo —dice ella, mirando hacia la oscuridad de entre dos edificios del otro lado de la calle, pero cuando vuelve su mirada hacia mí, se fija en el billete de cien dólares que le estoy tendiendo y, sin preguntarse qué es lo que hago, sin preguntarse qué es lo que de verdad quiero de ella, sin siquiera preguntarse si soy un poli, coge el billete, y luego vuelvo a preguntarle:

—¿Quieres venir a mi apartamento, o no?

—No suelo hacerlo —repite, pero después de otra ojeada al coche tan negro y tan largo, y al billete, que ahora se está metiendo en el bolsillo de su cazadora, y al vagabundo, que avanza trabajosamente hacia la limusina, con una taza de plástico en la que tintinean unas monedas que agarra con el extremo de su asqueroso brazo estirado, consigue responder:

—Pero puedo hacer una excepción.

—¿Aceptas American Express? —pregunto, apagando la luz. Ella todavía mira fijamente la oscuridad, como si buscase una señal de alguien invisible. Al fin, clava su mirada en la mía y cuando repito—: ¿Aceptas American Express? —me mira como si estuviera loco, pero yo sonrío anodinamente mientras abro la puerta, y le digo—: Estaba bromeando. Ven, sube.

Ella hace un gesto con la cabeza a alguien situado al otro lado de la calle, y yo le indico que se siente en la parte de atrás de la limusina a oscuras, cerrando de un portazo.

En mi apartamento, mientras Christie toma un baño (no sé cómo se llama de verdad, no se lo he preguntado, pero le he dicho que sólo respondiera cuando la llamara Christie), marco el número de Cabana Bi Escort Service y, utilizando mi tarjeta American Express Oro, solicito una mujer, rubia, que atienda a parejas. Doy mi dirección un par de veces y luego vuelvo a insistir en lo de rubia. El tipo del otro lado de la línea, un italiano viejo, me asegura que antes de una hora tendré a una rubia en mi puerta.

Después de cambiarme y ponerme unos calzones de boxeador Polo y una camiseta de algodón sin mangas de Bill Blass, entro en el cuarto de baño donde Christie está tumbada en la bañera, tomando vino blanco en una copa de Steuben con un fino pie. Me siento en el borde de mármol y echo aceite de baño con olor a hierbas Monique van Frere dentro, mientras examino el cuerpo que está tumbado en el agua lechosa. Durante largo rato la mente se me dispara, quedando llena de porquerías —tengo su cabeza al alcance de la mano, puedo destrozársela, y al mismo tiempo mis deseos de destrozarla, insultarla y castigarla aumentan y luego disminuyen—, y después soy capaz de indicarle:

—Estás bebiendo un chardonnay muy bueno.

Después de una larga pausa, acaricio su pequeño pecho infantil y digo:

—Quiero que te laves la vagina.

Me mira fijamente con esos ojos de chica de dieciséis años y luego baja la vista para contemplarse el cuerpo que flota en la bañera. Se encoge de hombros, deja la copa en el borde y se lleva la mano al escaso pelo, también rubio, de debajo de su estómago terso como la porcelana, y separa las piernas.

—No —digo yo tranquilamente—. Por detrás. Ponte de rodillas.

Vuelve a encogerse de hombros.

—Me gusta mirar —explico—. Tienes un cuerpo muy bonito —digo, animándola.

Ella se pone a cuatro patas, con el culo por encima del agua, y yo me traslado al otro lado de la bañera para tener una vista mejor de su coño, que lava con unos dedos jabonosos. Desplazo la mano por encima de su cintura en movimiento hasta el ojo de su culo, que abro, metiendo un dedo. Saco el dedo, lo deslizo dentro de su coño, que cuelga debajo del culo y los dedos de ambos se mueven en su interior, salen, se vuelven a meter. Está mojada por dentro y uso esta humedad para llevar mi dedo índice a su culo, en cuyo interior lo deslizo con facilidad, hasta el nudillo. La chica suelta un par de boqueadas y hace fuerza para que entre más, mientras todavía se manosea el coño con sus dedos. Estamos así un rato, hasta que llama el portero, anunciando que ha llegado Sabrina. Le digo a Christie que salga de la bañera y se seque, elija una bata —pero no la Bijan— del armario y se reúna conmigo y nuestra invitada en el cuarto de estar para tomar una copa. Me dirijo a la cocina, donde sirvo un vaso de vino para Sabrina.

Sabrina, sin embargo, no es rubia. La tengo un rato en la puerta mientras mi sorpresa inicial desaparece y por fin la dejo entrar. Tiene el pelo castaño claro, no rubio de verdad, y aunque eso me enfurece, no digo nada porque también es muy guapa; no tan joven como Christie, pero tampoco demasiado estropeada. En resumen, tiene aspecto de merecer lo que me pida por una hora. Me tranquilizo lo suficiente como para perder el enfado por completo cuando se quita el abrigo y revela que es una tía buena de verdad, vestida con unos pantalones negros muy ajustados y un top con un estampado de flores y zapatos de tacón de aguja negros. Aliviado, la llevo al cuarto de estar y le señalo el sofá blanco y, sin preguntarle si quiere algo de beber, le traigo la copa de vino blanco y un posavasos del Mauna Hotel de Hawa para que la coloque encima. La versión de Broadway de Les Misérables en CD suena en el estéreo. Cuando Christie sale del cuarto de baño para unírsenos, con un albornoz de Ralph Lauren puesto, lleva su pelo rubio peinado hacia atrás y ahora parece incluso más pálida debido al baño. Hago que se siente en el sofá al lado de Sabrina —se saludan con la cabeza— y luego tomo asiento en la butaca noruega de cromo y madera de teca de enfrente. Decido que probablemente sea mejor que nos conozcamos un poco entre nosotros antes de trasladarnos al dormitorio, de modo que rompo un largo aunque no desagradable silencio, aclarándome la voz y haciendo unas cuantas preguntas.

—De modo —empiezo—, que no queréis saber a qué me dedico.

Me miran las dos durante largo rato, con unas sonrisas desganadas en la cara, luego se miran una a la otra, antes de que Christie, insegura, encogiéndose de hombros, responda quedamente:

—No.

Sabrina sonríe, toma eso como pie de entrada y se muestra de acuerdo:

—La verdad es que no.

Las miro a las dos durante un minuto antes de volver a cruzar las piernas y suspirar, muy irritado.

—Bueno, pues trabajo en Wall Street. En Pierce & Pierce.

Una larga pausa.

—¿No habéis oído hablar de ella? —pregunto.

Otra larga pausa. Por fin Sabrina rompe el silencio.

—¿Tiene relación con Mays…, o Macy’s?

Hago una pausa antes de preguntar:

—¿Mays?

Ella piensa en ello un momento, luego dice:

—Sí. ¿No es un mayorista de zapatos? ¿P & P no es una zapatería?

La miro fijamente, con dureza.

Christie se pone de pie, sorprendiéndome, y se dirige a admirar el estéreo.

—Tienes una casa muy bonita…, Paul. —Y luego, mirando los discos compactos, los cientos y cientos que hay, en una gran estantería de roble blanco, todos por orden alfabético, añade—: ¿Cuánto te ha costado?

Me levanto para servirme otra copa de Acacia.

—La verdad es que no es asunto tuyo, Christie, pero te puedo asegurar que no fue en absoluto barata.

Desde la cocina me fijo en que Sabrina ha sacado un paquete de tabaco de su bolso y me dirijo rápidamente al cuarto de estar, negando con la cabeza antes de que pueda encender un pitillo.

—No, no se fuma —le digo—. Aquí no.

Ella sonríe, hace una breve pausa y, asintiendo con la cabeza, vuelve a meter el pitillo en el paquete. Traigo una bandeja de bombones y le ofrezco uno a Christie.

—¿Una trufa Varda?

Ella mira la bandeja sin expresión y luego dice educadamente que no con la cabeza. Me dirijo hacia Sabrina, que sonríe y coge uno, y entonces, interesado, me doy cuenta de que su copa sigue llena.

—No pretendo que te emborraches —le digo—. Pero estás dejando de beber un chardonnay bueno de verdad.

Dejo la bandeja de bombones en la parte de arriba de cristal de la mesita Palazzetti y me siento en el brazo del sofá, indicándole a Christie que se siente, lo que hace. Nos quedamos sentados en silencio, escuchando el CD de Les Misérables. Sabrina mastica pensativamente el bombón y coge otro.

Tengo que volver a romper el silencio.

—¿Nunca habéis estado fuera? —Enseguida me doy cuenta de que la frase puede ser mal interpretada—. Quiero decir en Europa.

Las dos se miran entre ellas como si se transmitieran alguna señal secreta, antes de que Sabrina niegue con la cabeza y luego Christie la imite, haciendo el mismo movimiento.

La siguiente pregunta que hago, después de otro largo silencio es:

—¿Ha ido alguna de vosotras a la universidad, y si es así, a cuál?

La respuesta a esta pregunta consiste en una mirada de enfado contenida con dificultad, de modo que decido aprovechar esta oportunidad para precederlas al dormitorio, donde hago que Sabrina baile un poco antes de quitarse la ropa delante de Christie y de mí mientras están encendidas todas las luces halógenas de la habitación. Le pongo unas mínimas bragas de encaje de Christian Dior y luego me quito toda la ropa —excepto unas zapatillas deportivas Nike— y Christie también se quita el albornoz Ralph Lauren y queda completamente desnuda si se exceptúa un pañuelo de cuello de seda y látex de Angela Cummins, que le ato cuidadosamente alrededor del cuello, y unos guantes de gamuza de Gloria José para Bergdorf Goodman que compré en rebajas.

Ahora los tres estamos encima del futón. Christie está a cuatro patas de cara al cabecero, con el culo levantado, y yo estoy subido encima de ella como si montara a un perro o algo así, pero desde detrás, con las rodillas apoyadas en la colcha, la polla medio dura, y de cara a Sabrina, que está mirando el ojo del culo de Christie con expresión decidida. Su sonrisa parece torturada y se está humedeciendo los labios pasándose el índice por ellos como si se estuviera aplicando brillo. Con las dos manos mantengo muy abiertos el ojo del culo y el coño de Christie y animo a Sabrina para que se acerque más y los huela. La cara de Sabrina ahora está a la altura del ojo del culo y el coño de Christie, que yo toco con los dedos con suavidad. Indico a Sabrina que acerque la cara todavía más hasta que me huele los dedos que le meto en la boca y que ella chupa con ganas. Con la otra mano sigo dando masaje al prieto y húmedo coño de Christie, que cuelga pesadamente, muy mojado, debajo de su dilatado ojo del culo.

—Huélelo —le digo a Sabrina, y ella se acerca más hasta que se encuentra a cinco centímetros, a dos centímetros, del ojo del culo de Christie.

La polla ahora se me ha puesto dura y me la meneo para mantenerla así.

—Chúpale el coño primero —le digo a Sabrina, y ella se lo abre con los dedos y se pone a lamerlo como un perro mientras le masajea el clítoris y luego se cambia al ojo del culo de Christie, que lame del mismo modo. Los gemidos de Christie son apremiantes e incontrolados y se pone a empujar el culo con más energía hacia la cara de Sabrina, cuya lengua entra y sale lentamente del ojo del culo de Christie. Mientras hace esto, yo miro, transpuesto, y me pongo a frotar rápidamente el clítoris de Christie hasta que da saltos delante de la cara de Sabrina y grita:

—Me voy a correr ya. —Y mientras se estruja sus propios pezones tiene un orgasmo largo, sostenido. Y aunque puede estar simulándolo, me gusta el modo en que lo hace, por lo que no le pego ni nada.

Cansado de mantener el equilibrio, me dejo caer desde mi posición encima de Christie y quedo tumbado de espaldas, colocando la cara de Sabrina encima de mi polla dura, enorme, que le meto en la boca con la mano, meneándomela mientras me la chupa. Atraigo a Christie hacia mí y, mientras le quito los guantes, me pongo a besarla con fuerza en la boca, metiéndole la lengua, empujándola contra la suya. Ella se pasa los dedos por el coño, que está tan mojado que parece como si le hubieran echado algo brillante en la parte de arriba de los muslos. Empujo a Christie para que pase más allá de mi cintura y ayude a Sabrina a chuparme la polla, y después de que las dos se hayan turnado para lamérmela, Christie cambia a mis huevos, que están hinchados como dos grandes ciruelas y me duelen, y los lame antes de metérselos en la boca, dándoles masajes y chupándolos alternativamente, mientras los separa con la lengua. Luego vuelve a dedicarse a la polla, que todavía está chupando Sabrina, y se ponen a besarse, con fuerza, en la boca, justo encima de la punta de mi polla, que llenan de saliva y menean. Christie lleva todo el tiempo masturbándose, con tres dedos metidos en la vagina, y se trabaja el clítoris, jadeando. Esto me excita lo bastante para que la agarre por la cintura y la haga girar y coloque su coño encima de mi cara, sobre la que se sienta alegremente. Limpio y rosa y mojado y dilatado e hinchado, tengo su coño encima de la cabeza y hundo mi cara en él, dándole lengüetazos, disfrutando de su sabor, mientras le meto un dedo en el ojo del culo. Sabrina todavía me trabaja la polla, meneando su base, con el resto llenándole la boca, y ahora se me sube encima, con una rodilla a cada lado de mi pecho, y le desgarro la mínima braga de modo que su culo y su coño quedan delante de la cara de Christie, a cuya cabeza fuerzo para que baje, ordenándole:

—Chúpalos, come ese coño —cosa que ella hace.

Es una posición incómoda para los tres, de modo que esto sólo dura unos dos o tres minutos, pero durante este breve período Sabrina se corre en la cara de Christie, mientras que ésta, frotándome el coño contra la boca, se corre encima de la mía y yo tengo que sujetarle los muslos con firmeza para que no me rompa la nariz con sus saltos. Todavía no me he corrido y Sabrina no le está haciendo nada especial a mi polla, así que se la saco de la boca y hago que se siente encima de ella. Mi polla se desliza dentro casi con demasiada facilidad —tiene el coño demasiado lubrificado, empapado en sus propios líquidos y la saliva de Christie, y no hay fricción— de modo que quito el pañuelo que Christie lleva alrededor del cuello y saco la polla de dentro del coño de Sabrina y, abriéndoselo lo más posible, seco mi polla y su coño con el pañuelo y luego trato de volver a follármela mientras continúo comiéndole el coño a Christie, a la que llevo a otro clímax en cuestión de minutos. Las dos chicas están cara a cara —Sabrina con mi polla dentro, Christie sentada en mi cabeza— y Sabrina se inclina para chupar y toquetear las pequeñas y firmes tetas de Christie. Luego Christie se pone a besar a Sabrina en la boca y le mete la lengua mientras yo sigo comiéndole el coño, con la boca y la barbilla cubiertas de sus líquidos, que aunque momentáneamente se secan, pronto son remplazados por otros.

Empujo a Sabrina, saco la polla y la tumbo de espaldas, con la cabeza a los pies de la cama. Luego pongo a Christie encima de ella, colocándolas en la posición del sesenta y nueve, con el culo de Christie levantado, y con una cantidad sorprendentemente pequeña de vaselina, después de ponerme un condón, trabajo con los dedos su tenso ojo del culo hasta que se relaja y lo abre lo suficiente para que le pueda meter la polla dentro mientras Sabrina le come el coño a Christie, chupándole el dilatado clítoris y a veces agarrándome los huevos y apretándolos suavemente, y dándole toques al ojo de mi culo con un dedo resbaladizo. Y luego Christie está agachada sobre el coño de Sabrina y le separa las piernas lo más que puede y se pone a hundirle la lengua en el coño, pero no durante mucho tiempo porque la interrumpe otro orgasmo y entonces alza la cabeza y me mira, con la cara brillante de líquidos vaginales, y grita:

—Fóllame que me corro oh Dios cómeme que me corro. —Y eso me empuja a ponerme a darle por el culo con más fuerza mientras Sabrina sigue comiendo el coño que tiene delante de la cara y que está cubierto de los líquidos vaginales de Christie. Saco la polla del culo de Christie y obligo a que Sabrina me la chupe antes de meterla en el coño de Christie y al cabo de un par de minutos empiezo a correrme y al mismo tiempo Sabrina deja de trabajarme los huevos con la boca y, justo antes de correrme del todo dentro del coño de Christie, me abre las nalgas y me mete la lengua en el ojo del culo, que tiene espasmos, y debido a esto mi orgasmo se prolonga y luego Sabrina retira la lengua y gime diciendo que también se va a correr pues después de correrse Christie vuelve a comerle el coño y yo miro, desde encima de Christie, jadeando, mientras Sabrina sube y baja repetidamente las caderas delante de la cara de Christie y entonces tengo que tumbarme, agotado pero todavía con la polla dura, que brilla y me duele debido a la fuerza de mi eyaculación, y cierro los ojos, con las rodillas débiles y temblándome.

No me despierto hasta que una de ellas me toca accidentalmente la muñeca. Abro los ojos y les advierto que no me toquen el Rolex que he llevado puesto durante todo este tiempo. Las dos están tumbadas tranquilamente, una a cada lado de mí, y a veces me tocan el pecho y de vez en cuando pasan sus manos por los músculos del abdomen. Media hora después la vuelvo a tener dura. Me levanto y me dirijo al vestidor, donde, junto a una clavadora automática, hay una afilada percha, un cuchillo de carnicero oxidado, cerillas del Gotham Bar and Grill y un puro a medio fumar, y dándome la vuelta, desnudo, con la erección apuntando delante de mí, saco esos objetos y explico con un susurro ronco:

—No hemos terminado todavía…

Una hora después las acompaño impaciente a la puerta. Las dos van vestidas y sollozan. También sangran, pero les he pagado bien. Mañana Sabrina cojeará. Christie probablemente tendrá un ojo terriblemente amoratado y profundos arañazos en las nalgas causados por la percha. Kleenex manchados de sangre se amontonan a uno de los lados de la cama junto a un paquete vacío de sal italiana que compré en Dean & Deluca.