Courtney llama, demasiado pasada de Elavil para reunirse conmigo y cenar de modo coherente en Cranes, el nuevo restaurante de Kitty Oates Sanders en Grammercy Park, donde Jean, mi secretaria, nos reservó mesa la semana pasada, y estoy perplejo. Aunque ha tenido excelentes reseñas (una en la revista New York; la otra en The Nation), no me quejo ni convenzo a Courtney para que cambie de idea, pues tengo dos informes que debo revisar y el programa de Patty Winters de esta mañana grabado, que todavía no he podido ver. Son sesenta minutos sobre mujeres a las que les han hecho mastectomías, lo que a las siete y media, después de desayunar, antes de ir a la oficina, no me veo capaz de soportar, pero después del día de hoy —en la oficina, donde está averiado el aire acondicionado, una comida muy aburrida con Cunningham en Odeon, mis jodidos chinos de la tintorería incapaces de quitar las manchas de sangre de otra chaqueta Soprani, cuatro cintas de vídeo cuya fecha de devolución ha pasado y que terminan por costarme una fortuna, una espera de veinte minutos por el Stairmasters— ya estoy en condiciones; esos acontecimientos me han endurecido y estoy preparado para entendérmelas con ese asunto concreto.
Dos mil ejercicios abdominales y treinta minutos de saltar a la cuerda en el cuarto de estar, con la máquina de discos Wurlitzer atronando con «The Lions Sleeps Tonight» una y otra vez, aunque hoy he hecho ejercicios en el gimnasio durante cerca de dos horas. Después de esto me visto para ir a comprar algo de comer a D’Agostino: pantalones vaqueros de Armani, un polo blanco, una chaqueta sport de Armani, sin corbata, el pelo peinado hacia atrás con espuma Thompson; como llovizna, un par de zapatos de agua de Manolo Blahnik; tres cuchillos y dos pistolas metidas en un attaché de cuero negro Epi (3.200 dólares) de Louis Vuitton; como hace frío y no me quiero joder la manicura, un par de guantes de piel de ciervo de Armani. Por fin, una trinchera de cuero negro con cinturón, de Gianfranco Ferré, que me costó cuatro mil dólares. Aunque hasta D’Agostino sólo es un paseo, llevo el walkman, con la versión larga de «Wanted Dead or Alive», de Bon Jovi, puesta. Agarro un paraguas de tela escocesa y mango de madera de Gergdorf Goodman, trescientos dólares en rebajas, de un nuevo paragüero del armario de cerca de la entrada y salgo.
Después de la oficina he hecho ejercicio en Xclusive y, una vez en casa, llamadas telefónicas obscenas a las chicas de Dalton, cuyos números elijo del archivo del que robé una copia en el despacho de administración cuando entré la noche del jueves pasado.
—Soy un asaltante profesional —he susurrado lascivamente por el teléfono inalámbrico—. Organizo violaciones. ¿Qué te parece? —Y he hecho una pausa antes de hacer ruido de chupeteos, gruñidos como de cerdo, y luego pregunto—: ¿Qué te parece, so puta?
La mayoría de las veces podría asegurar que estaban asustadas, lo que me ha gustado mucho y me ha permitido mantener una intensa y pulsante erección durante el tiempo que han durado las llamadas telefónicas, hasta que una de las chicas, Hilary Wallace, ha preguntado, impertérrita:
—Papá, ¿eres tú? —Y todo el entusiasmo que sentía se ha venido abajo.
Vagamente decepcionado, he hecho unas cuantas llamadas más, pero sólo medio animado, abriendo el correo de hoy mientras las hacía, y al final he colgado en mitad de una frase cuando me he encontrado con una invitación personal de Clifford, el chico que me ayuda en Armani, a una venta privada en la boutique de Madison… ¡dos semanas atrás!, y aunque me he imaginado que uno de los porteros probablemente no admitiría la tarjeta sólo para fastidiarme, eso no eliminaba el hecho de que me había perdido la jodida venta, y lamento esa pérdida mientras camino por Central Park West, entre la Sesenta y seis y la Setenta y cinco, y me duele profundamente que el mundo sea demasiado a menudo un lugar malo y cruel.
Alguien que es casi exactamente igual que Jason Taylor —pelo negro peinado hacia atrás, abrigo cruzado azul marino de cachemira con cuello de castor, botas negras de cuero Morgan Stanley— pasa debajo de una farola y me saluda con la cabeza mientras yo bajo el volumen del walkman para oírle decir:
—Hola, Kevin. —Y me llega una vaharada de Grey Frannel y, sin dejar de andar, vuelvo la cabeza hacia la persona que se parece a Taylor, que podría ser Taylor, preguntándome si éste todavía seguirá saliendo con Shelby Phillips, cuando casi tropiezo con una mendiga tumbada en la calle, despatarrada a la puerta de un restaurante abandonado, un local que abrió Tony McManus hace un par de veranos, llamado Amnesia. Es una mujer negra y loca, que repite las palabras:
—Dinero por favor señor dinero por favor señor —como si se tratase de una especie de canto budista.
Trato de aleccionarla sobre los méritos de conseguir un trabajo —puede que en Complex Odeon, sugiero no sin educación—, dudando en silencio entre si abrir o no el attaché y sacar el cuchillo o la pistola. Pero me fastidia que sea una presa tan fácil y dudo que eso me satisfaga de verdad, de modo que le digo que se vaya al infierno y vuelvo a subir el volumen del walkman justo cuando Bon Jovi grita: «Todo es igual, sólo han cambiado los nombres…» y continúo, deteniéndome en el cajero automático para sacar trescientos dólares sin ningún motivo en particular, todos en billetes nuevos, recién impresos, de veinte dólares, y los guardo con mucho cuidado en mi cartera de piel de gacela para que no se arruguen. En Columbus Circle, un contorsionista que lleva una capa impermeable y sombrero de copa, y que habitualmente está en este mismo sitio por la tarde y que se llama a sí mismo El Hombre de Goma, hace su número delante de un pequeño grupo de personas poco interesadas; aunque huelo a presa, y el tipo parece absolutamente merecedor de mi rabia, continúo en busca de una víctima menos fácil. Aunque si hubiera sido un mimo, existirían todas las posibilidades de que ya estuviera muerto.
Carteles descoloridos de Donald Trump en la cubierta de la revista Time tapan los escaparates de otro restaurante abandonado, que se llamaba Palaze, y esto me llena de seguridad. He llegado a D’Agostino y me detengo delante, mirando el interior, y aunque siento un impulso casi insuperable de entrar y recorrer los pasillos entre las estanterías, llenando la cesta con botellas de vinagre balsámico y sal marina, de andar sin rumbo entre las verduras y alimentos frescos, examinando los tonos de color de los pimientos rojos y los pimientos amarillos y los pimientos verdes y los pimientos morados, decidiendo qué sabor, qué forma de galletas de jengibre comprar, tengo ganas de algo más intenso, algo que no sé de antemano lo que es y me dirijo a las calles oscuras y frías de Central Park West y percibo mi cara reflejada en los cristales ahumados de una limusina que está aparcada delante del Café des Artistes, y la boca se me mueve involuntariamente, tengo la lengua más húmeda que de costumbre y los ojos me parpadean incontrolables. A la luz de la farola, mi sombra se destaca claramente en el mojado pavimento y puedo ver mis manos con guantes que se mueven, cerrándose y abriéndose, y tengo que detenerme en mitad de la calle Sesenta y siete para tranquilizarme, pensando en cosas tranquilizadoras: la compra en D’Agostino, una mesa reservada en Dorsia, el nuevo CD de Mike and the Mechanics, y me cuesta mucho esfuerzo vencer las ganas que tengo de ponerme a darme de bofetadas.
Por la calle se me acerca lentamente una locaza vieja que lleva un jersey de cuello alto de cachemira, un pañuelo de cuello escocés de lana y un sombrero de fieltro, y pasea a un sharpei marrón y blanco que avanza husmeando el suelo. Los dos se aproximan a mí, pasan debajo de una de las farolas de la calle, luego de otra, y ya me he tranquilizado lo bastante como para quitarme el walkman y abrir disimuladamente el attaché. Me quedo parado en mitad de un trozo de acera muy estrecho junto a un BMW 320i blanco y la loca del sharpei ahora está a unos pocos metros de mí y lo miro de arriba abajo: cincuenta y muchos años, rechoncho, con una piel rosa de aspecto obscenamente sano, sin arrugas, y con un absurdo bigote que acentúa sus rasgos femeninos. También él me mira de arriba abajo con una sonrisa burlona, mientras el sharpei olfatea un árbol y después un cubo de basura que hay cerca del BMW.
—Bonito perro. —Sonrío y me agacho.
El sharpei me mira con desconfianza, luego gruñe.
—Se llama Richard. —El hombre mira fijamente al perro, luego vuelve a mirarme, como pidiendo disculpas, y noto que se siente halagado, no sólo porque me haya fijado en su perro, sino porque me he detenido a hablar con él, y juro que el jodido hijoputa se ha sonrojado y tiene el culo hecho agua dentro de sus horteros pantalones anchos de pana de, supongo, Ralph Lauren.
—Estupendo —le digo, y acaricio suavemente al perro, dejando el attaché en el suelo—. Es un sharpei, ¿verdad?
—No. Shar-pei —dice, ceceando, como nunca lo he oído pronunciar antes.
—¿Shar-pei? —trato de decir del mismo modo que él, sin dejar de acariciar la aterciopelada piel del cuello y lomo del perro.
—No. —Se ríe, coqueteando—. Shar-pei. Con acento en la última sílaba. —Con acento en la úlcima cílaba.
—Bueno, como sea —digo, estirándome y sonriendo juvenilmente—. Es un bonito animal.
—Muchas gracias —dice él, y añade, ezazperado—: Cuestan una fortuna.
—¿De verdad? ¿Por qué? —pregunto, volviendo a agacharme y acariciando el perro—. Hola, Richard. Hola, amiguete.
—No te lo vas a creer —dice—. Fíjate, las bolsas de alrededor de los ojos tienen que operárselas cada dos años, de modo que tenemos que ir hasta Key West, donde hay el único veterinario del que me fío en este mundo, y un cortecito, unos puntos y Richard puede volver a ver perfectamente, ¿verdad, guapo? —Asiente con la cabeza, mientras yo continúo pasando suavemente la mano por el lomo del animal.
—Muy bien —digo—. Tiene un aspecto estupendo.
Hay una pausa durante la que yo miro al perro. Su dueño no deja de mirarme y luego, sin poder evitarlo, tiene que romper el silencio.
—Oye —dice. La verdad es que me molesta preguntártelo.
—Adelante —le animo.
—Dios santo, es tan estúpido —admite, riéndose ahogadamente.
Me echo a reír.
—¿Por qué?
—¿Eres modelo? —pregunta, dejando de reír—. Podría jurar que te he visto en una revista o en algún sitio así.
—No, no lo soy —digo, decidiendo no mentir—. Pero me encanta que lo preguntes.
—Bueno, pareces una estrella de cine. —Mueve una fina muñeca, luego añade—: No sé. —Y finalmente, cecea lo siguiente (lo juro por Dios) para sí mismo—: Déjalo, idiota, eres una auténtica vergüenza.
Me agacho, como si fuera a coger el attaché, pero debido a que estoy en la sombra, no me ve sacar el cuchillo, el más afilado, con la hoja de sierra, mientras le pregunto cuánto le costó Richard, de modo natural pero con interés, sin siquiera levantar la vista para comprobar si hay más gente en la calle. Con un rápido movimiento, agarro a perro por el cuello y lo sujeto con el brazo izquierdo, empujándolo contra la farola mientras el animal trata de morderme los guantes, abriendo y cerrando sus fauces, pero como le tengo tan bien cogido por el cuello no puede ladrar y oigo que mi mano le rompe la tráquea. Aprieto la hoja de sierra contra su estómago y rápidamente sierro un trozo de su tripa sin pelo y sale un chorro de sangre parda, mientras suelta patadas y trata de arañarme, luego salen unos intestinos azules y rojos y dejo al perro en la acera. La loca sigue allí parada, sujetando todavía la correa, y todo ha ocurrido tan deprisa, que está paralizada y me mira con horror, diciendo:
—Dios mío, Dios mío. —Mientras el sharpei se arrastra en círculo, moviendo el rabo, aullando, y se pone a chupar y olfatear el montón de sus propios intestinos, que se derraman formando un montículo en la acera, algunos de ellos todavía sujetos a su estómago, y cuando empieza a padecer los últimos estertores, aún sujeto a la correa, me doy la vuelta hacia su dueño y le empujo hacia atrás enérgicamente, con los guantes ensangrentados, y empiezo a darle cuchillazos al azar en la cara y la cabeza, abriéndole finalmente la garganta de dos breves tajos; un arco de sangre rojo oscuro baña el BMW 320i blanco aparcado junto al bordillo de la acera, disparando su alarma, mientras cuatro chorros como los de una fuente le salen disparados de debajo de la barbilla. El sonido como de espuma de la sangre. Cae en la acera, agitándose como un loco, mientras la sangre no deja de manar, y yo limpio el cuchillo en su chaqueta y vuelvo a guardarlo en el attaché y empiezo a alejarme, pero para asegurarme de que la jodida loca está muerta de verdad y no lo simula (a veces hacen eso) le disparo con la pistola con silenciador un par de veces en la cara y luego me marcho, casi resbalando en el charco de sangre que se ha formado junto a su cabeza, y bajo por la calle y salgo de la oscuridad y como en una película me encuentro delante de D’Agostino y las vendedoras me hacen señas para que entre y utilizo un vale caducado para una caja de cereales y la chica del mostrador —negra, estúpida, lenta— no se da cuenta de que ha caducado aunque es lo único que compro, y tengo un breve pero incendiario estremecimiento de placer cuando salgo de la tienda, abro la caja y me meto el cereal a puñados en la boca, mientras silbo «Hip to Be Square» al mismo tiempo, y luego abro el paraguas y corro Broadway abajo, luego Broadway arriba, luego de nuevo hacia abajo, gritando como un poseso, con el abrigo desabrochado volando detrás de mí como una especie de capa.