—¿Cuándo se puede llevar un chaleco de punto? —pregunta Van Patten a la mesa.
—¿A qué te refieres? —McDermott arruga la frente y toma un sorbo de Absolut.
—Sí —digo yo—. Acláralo.
—Bueno, ¿es estrictamente informal…?
—¿O se puede llevar con un traje? —interrumpo, terminando la frase.
—Exacto. —Sonríe Van Patten.
—Bueno, según Bruce Boyer… —empiezo.
—Espera —me interrumpe Van Patten—. ¿Trabaja para Morgan Stanley?
—No. —Sonrío—. No trabaja para Morgan Stanley.
—¿Fue un asesino en serie? —pregunta McDermott, desconfiadamente, luego se queja—. No me digas que fue otro asesino en serie, Bateman.
—No, McMierda, no fue un asesino en serie —digo, volviéndome hacia Van Patten, pero antes de seguir me vuelvo nuevamente hacia McDermott—. Me joden esas cosas.
—Pero siempre las sacas a relucir —se queja McDermott—. Y siempre de un modo casual, educativo. Lo que quiero decir es que no me apetece saber nada del Hijo de Sam o del jodido Hillside Strangler o de Ted Bundy o de Featherhead, por el amor de Dios.
—¿Featherhead? —pregunta Van Patten—. ¿Quién es Featherhead? Suena a especialmente peligroso.
—Lo que quiere decir es Leatherface —digo, con los dientes fuertemente apretados—. Leatherface. Participó en la Matanza de Texas.
—Oh. —Van Patten sonríe educadamente—. Claro, claro.
—Y era excepcionalmente peligroso —digo.
—Y ahora, sigue. Bruce Boyer, ¿qué fue lo que hizo? —pregunta McDermott, soltando un suspiro y poniendo los ojos en blanco—. Vamos a ver…, ¿los despellejaba vivos? ¿Los dejaba morir de hambre? ¿Corría por encima de ellos? ¿Los usaba para dar de comer a los perros? ¿Qué?
—Veréis, chicos —digo, negando con la cabeza; luego admito, molesto—: Hizo algo mucho peor.
—¿Cómo qué? ¿Llevarlos a cenar al nuevo restaurante de McManus? —pregunta McDermott.
—Podría ser —se muestra de acuerdo Van Patten—. ¿Has ido tú? Es una guarrería, ¿verdad?
—¿Tomaste el escalope? —pregunta McDermott.
—¿El escalope? —Van Patten está sorprendido—. ¿Y cómo es el interior? ¿Cómo son los jodidos manteles?
—¿Pero tomaste el escalope? —insiste McDermott.
—Claro que tomé el escalope, y el pichón, y el pez aguja —dice Van Patten.
—Dios santo, se me había olvidado el pez aguja —gruñe McDermott—. El pez aguja con chiles.
—Después de leer la reseña de Miller en el Times, ¿quién en su sano juicio pediría el escalope, o el pez aguja?
—Pero Miller se confundió —dice McDermott—. Todo era una porquería. ¿La quesadilla con papaya? Normalmente es un buen plato, pero allí, Dios santo. —Silba moviendo la cabeza.
—Y barato —añade Van Patten.
—Muy barato. —McDermott está completamente de acuerdo—. Y la tarta de sandía…
—Caballeros. —Toso—. Ejem. Siento mucho interrumpirles, pero…
—De acuerdo, de acuerdo, sigue —dice McDermott—. Cuéntanos algo más sobre Charles Moyer.
—Bruce Boyer —le corrijo—. Fue el autor de Elegancia: Guía de la ropa masculina de calidad. —Luego, como en un aparte—: No, Craig, no era un asesino en serie en sus horas libres.
—¿Y qué dijo ese Brucie? —pregunta McDermott, chupando un cubito de hielo.
—Eres un majadero. Es un libro excelente. Su teoría establece que no debemos sentimos coartados por llevar un chaleco de punto con un traje —digo—. ¿Has oído que te he llamado majadero?
—Sí.
—Pero ¿no explica que un chaleco no debe tener más fuerza que el traje? —propone Van Patten.
—Sí… —admito un tanto irritado de que Van Patten haya hecho los deberes y, sin embargo, pida consejo. Continúo tranquilamente—: Con un traje de rayas finas muy discretas se puede llevar un chaleco de un azul apagado o de un gris oscuro. Un traje a cuadros exige un chaleco más audaz.
—Y recuerda —añade McDermott—, en un chaleco normal debe llevarse desabrochado el último botón.
Miro intensamente a McDermott. Él sonríe, da un trago a su copa y luego chasquea los labios, satisfecho.
—¿Por qué? —quiere saber Van Patten.
—Es lo tradicional —digo, sin dejar de mirar a McDermott—. Pero además es cómodo.
—¿Ponerse tirantes contribuye a que el chaleco siente mejor? —oigo que pregunta Van Patten.
—¿Por qué iba a contribuir? —pregunto yo, volviendo la cabeza.
—Bueno, como evitas el… —se interrumpe, buscando la palabra adecuada.
—Impedimento… —comienzo yo.
—De la hebilla del cinturón —termina McDermott.
—Claro —dice Van Patten.
—Hay que recordar… —McDermott me interrumpe de nuevo.
—Recordad que mientras el chaleco tiene que hacer juego con el color y el estilo del traje, debe evitarse absolutamente que el dibujo del traje haga juego con el de los calcetines o la corbata —dice McDermott, sonriéndonos a mí y a Van Patten.
—Creía que no habías leído ese… libro —exploto yo, enfadado—. Me dijiste que no veías diferencia entre Bruce Boyer y… John Wayne Gacy.
—Se me ocurrió. —Se encoge de hombros.
—Oye. —Me vuelvo hacia Van Patten otra vez, encontrando que el modo en que trata de imponerse siempre McDermott es horrible—. Llevar calcetines color arcilla con un traje color arcilla parece excesivamente estudiado.
—¿Lo crees de verdad? —pregunta.
—Tendrías el aspecto de haberte esforzado de un modo consciente por conseguir ese aspecto —digo; luego, repentinamente molesto, me vuelvo hacia McDermott—. ¿Featherhead? ¿Cómo coño has podido confundir a Featherhead con Leatherface?
—No te cabrees, Bateman —dice, dándome una palmada en la espalda y masajeándome el cuello—. ¿Qué te pasa? ¿No te han hecho un shiatsu esta mañana?
—Deja de tocarme —digo, con los ojos cerrados con mucha fuerza y el cuerpo tenso y listo para encogerse, pero con ganas de estirarse— y retírate a tu puesto.
—Vaya, tranquilízate, amigo —dice McDermott, echándose hacia atrás con una mueca burlona de miedo. Y los dos se ríen como idiotas y se dan una palmada, completamente inconscientes de que les cortaría las manos, y con placer.
Los tres —David van Patten, Craig McDermott y yo mismo— estamos sentados en el comedor del Yale Club a la hora de comer. Van Patten lleva un traje a cuadros de crepé de lana de Krizia Uomo, una camisa Brooks Brothers, una corbata de Adirondack y zapatos de Cole-Haan. McDermott lleva un blazer de lana virgen y cachemira, pantalones de franela de Ralph Lauren, una camisa y una corbata también de Ralph Lauren y zapatos de Brooks Brothers. Yo llevo un traje de lana, una camisa de algodón de Luciano Barbera, una corbata de Luciano Barbera, zapatos de Cole-Haan y unas gafas sin graduar de Maush & Lomb. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre los nazis e, inexplicablemente, he sufrido un cambio de verdad al verlo. Aunque no siento exactamente simpatía por lo que hicieron, tampoco los he encontrado tan antipáticos ni, debo añadir, la mayoría de los que lo estábamos viendo. Uno de los nazis, en un raro arranque de humor, incluso ha hecho juegos malabares con los pomelos y, encantado, yo me he sentado en la cama y he aplaudido.
Luis Carruthers está sentado cinco mesas más allá de la nuestra, vestido como si esta mañana hubiera sufrido un rapto de convencionalismo —lleva un traje de un sastre francés inidentificable, y si no me equivoco, el sombrero hongo que hay en el suelo, junto a su silla, también le pertenece—. Me sonríe y yo hago como que no me doy cuenta. He hecho ejercicio en Xclusive esta mañana durante dos horas y, como los tres nos hemos tomado la tarde libre, hemos ido a que nos dieran un masaje. No hemos pedido nada de comer todavía, de hecho ni siquiera hemos mirado la carta. Nos limitamos a beber. Craig en un principio quería una botella de champán, pero David ha negado vehementemente con la cabeza, y ha dicho:
—¡Nada de eso! —en cuanto lo ha sugerido, y por eso hemos pedido otras bebidas. Yo sigo observando a Luis, y cada vez que mira hacia nuestra mesa echo la cabeza atrás y río aunque lo que estén diciendo Van Patten y McDermott no sea particularmente gracioso, lo que pasa casi todas las veces. He conseguido que mis falsas reacciones sean perfectas hasta el grado en que suenan a tan naturales que nadie se da cuenta. Luis se pone de pie, se limpia la boca con la servilleta y vuelve a mirar hacia aquí antes de salir del comedor e ir, supongo, al servicio.
—Pero hay un límite —está diciendo Van Patten—. La cuestión es, quiero decir, que no quiero pasar la tarde con el Monstruo de las Galletas.
—Pero todavía sales con Meredith, por tanto, ¿cuál es la diferencia? —pregunto. Naturalmente, no lo oye.
—Pero las innovaciones arriesgadas quedan bien —dice McDermott—. Las innovaciones exageradas quedan muy bien.
—¿Bateman? —pregunta Van Patten—. ¿Qué opinas de las innovaciones exageradas en lo que se refiere al estilo?
—¿Cómo? —pregunto, levantándome.
—¿Innovaciones exageradas? ¿No? —Esta vez es McDermott—. Las innovaciones exageradas son deseables, ¿entiendes?
—Oíd —digo yo, echando mi silla hacia atrás—. Quiero que todos sepáis que yo estoy a favor de la familia y en contra de las drogas. Perdonad un momento.
Mientras me alejo, Van Patten agarra a un camarero que pasaba y le pregunta, con una voz que se va perdiendo al fondo:
—¿Es agua del grifo? Yo no bebo agua del grifo. Tráigame Evian o algo así, ¿entendido?
¿Me gustaría menos Courtney si Luis muriera? Es la cuestión que encaro y para la que no tengo una clara respuesta, según atravieso lentamente el comedor, saludando con la mano a un tipo que se parece a Vincent Morrison y a otro que estoy bastante seguro de que se parece a Tom Newman. ¿Pasaría Courtney más tiempo conmigo…, el tiempo que ahora pasa con Luis…, si éste se esfumara, no ofreciera otra alternativa, si estuviera, podría ser…, muerto? ¿Le molestaría mucho a Courtney que mataran a Luis? ¿Podría serle yo de auténtico consuelo sin reírme delante de su cara, tragando saliva, renunciando a todo? ¿Es el hecho de salir conmigo a espaldas de Luis lo que la excita, o es mi cuerpo, o el tamaño de mi polla? ¿Por qué quiero gustarle a Courtney? Si sólo le gusto por mis músculos, el tamaño de mi polla, entonces es una puta arrastrada. Pero una puta arrastrada físicamente superior, de un aspecto que ronda la perfección, y eso puede con todo, excepto quizá con el mal aliento y los dientes amarillos, que son dos cosas que pueden terminar provocando una ruptura. ¿Echaría a perder las cosas si estrangulo a Luis? Si estuviera casado con Evelyn, ¿haría que se comprara vestidos Lacroix hasta terminar por divorciarnos? ¿Ya han encontrado la paz en Namibia las fuerzas coloniales sudafricanas y las guerrillas apoyadas por la Unión Soviética? ¿O sería el mundo un sitio más seguro y agradable si a Luis le hicieran pedazos? El mío, seguramente, ¿por qué no? En realidad no hay… otra posibilidad. La verdad es que incluso es demasiado tarde para hacerse estas preguntas, porque ya estoy en el servicio de caballeros, mirándome al espejo —bronceado y corte de pelo perfectos— examinándome los dientes que son completamente rectos y blancos y están resplandecientes. Al guiñarle el ojo a mi reflejo en el espejo, respiro a fondo y me pongo unos guantes de piel Armani, y luego me dirijo hacia el retrete que ocupa Luis. El servicio está desierto. Todos los retretes están vacíos, exceptuando uno del final. La puerta no tiene el pestillo echado, está ligeramente entreabierta, el sonido de Luis silbando algo de Les Misérables se hace opresivamente más fuerte a medida que me acerco.
Está de pie, dentro del retrete, dándome la espalda, con un blazer de cachemira, pantalones de lana con pinzas, una camisa blanca de algodón y seda, meando. Puedo asegurar que nota movimiento en el retrete porque se pone visiblemente tenso y el sonido de su orina al chocar con el agua se interrumpe bruscamente. A cámara lenta, con mi pesada respiración apagando todos los demás sonidos, la visión ligeramente borrosa, mis manos suben por encima del cuello de su blazer de cachemira y de la camisa de algodón, rodeando su cuello hasta que mis pulgares se unen en su nuca y mis dedos índices se tocan uno al otro justo por encima de la nuez de Adán de Luis. Empiezo a apretar, aprisionando a mi presa, pero no lo bastante fuerte como para impedir que Luis se vuelva —de modo que queda encarándome, con una mano en su jersey polo de lana y seda, y la otra mano extendida. Los párpados se le mueven durante un instante, luego abre mucho los ojos, que es exactamente lo que yo quiero. Quiero ver la cara de Luis retorcerse y ponerse morada, y quiero que sepa quién es el que le está matando. Quiero ser la última cara, la última cosa, que vea Luis antes de morir, y me apetece gritar:
—Me estoy follando a Courtney. ¿Me oyes? Me estoy follando a Courtney. Ja ja ja. —Y que éstas sean las últimas palabras, los últimos sonidos que oiga hasta que sus propios estertores, acompañados por el crujido de su tráquea, apaguen todo lo demás. Luis me mira fijamente y yo tenso los músculos de los brazos, preparándome para un combate que, decepcionantemente, no se produce.
En vez de eso, Luis baja la vista hacia mis muñecas y durante un momento titubea, como si estuviera indeciso sobre algo, y luego baja la cabeza y… me besa la muñeca izquierda, y cuando vuelve a alzar la vista hacia mí, tímidamente, lo hace con una expresión que es… de amor y sólo parcialmente de confusión. Sube la mano derecha y me toca tiernamente la cara. Yo sigo allí, paralizado, con los brazos todavía estirados delante de mí, con los dedos todavía alrededor del cuello de Luis.
—Dios santo, Patrick —susurra—. ¿Por qué aquí?
Ahora su mano juguetea con mi pelo. Aparto la vista hacia un lado del retrete donde alguien ha garabateado Edwin la chupa muy bien, y sigo paralizado en esta posición y miro las palabras, confuso, estudiando el recuadro que las envuelve como si éste contuviera una respuesta, una verdad. ¿Edwin? ¿Quién es Edwin? Muevo la cabeza para aclarármela y vuelvo a mirar a Luis, que tiene esa horrible mueca empalagosa de amor pegada a la cara, y trato de apretar con más fuerza, con la cara contraída por el esfuerzo, pero no puedo, las manos no quieren apretar, y los brazos, todavía extendidos, parecen absurdos e inútiles en una posición fija.
—Ya he visto que me mirabas —dice, jadeando—. Ya me he fijado… —se atraganta— en que estabas cachondo.
Trata de besarme en los labios, pero yo me aparto, apoyándome en la puerta del retrete, que se cierra accidentalmente. Quito las manos del cuello de Luis y éste las coge y se las vuelve a colocar de inmediato donde estaban. Las dejo caer otra vez y me quedo allí, considerando qué debo hacer después, pero sigo inmóvil.
—No seas… tímido —dice.
Respiro profundamente, cierro los ojos, cuento hasta diez, los abro y hago un desesperado intento por volver a subir los brazos para estrangular a Luis, pero los noto extrañamente pesados y levantarlos se vuelve una tarea imposible.
—No sabes cuánto llevo esperándolo… —dice, suspirando, acariciándome los hombros, temblando—. Desde aquella fiesta de Navidades en Arizona 206. Ya sabes cuál, aquella en la que llevabas una corbata Armani de rayas rojas.
Por primera vez me fijo en que tiene bajada la cremallera de los pantalones y, tranquilamente y sin la menor dificultad, salgo de espaldas del retrete y me dirijo a un lavabo para lavarme las manos, pero todavía tengo puestos los guantes y no me los quiero quitar. El cuarto de baño del Yale Club de repente me parece el lugar más frío del Universo y me estremezco involuntariamente. Luis sale detrás de mí, me toca la chaqueta, inclinándose sobre mí en el lavabo.
—Yo te deseo —dice, con un murmullo grave de marica, y cuando vuelvo lentamente la cabeza para mirarle, echando espuma por la boca, añade—: también.
Salgo como una fiera del servicio de caballeros, entro dando trompicones en Brewster Whipple, creo. Sonrío al maître y, después de estrecharle la mano, me dirijo corriendo al ascensor, cuyas puertas se están cerrando. Pero es demasiado tarde y suelto un grito, dando puñetazos a las puertas y soltando tacos. Al serenarme, me fijo en que el maître habla con un camarero, mientras los dos me miran con aire interrogativo, de modo que me estiro, sonrío tímidamente y los saludo con la mano. Luis entra tranquilamente, sin dejar de sonreír, ruborizado, y me limito a quedarme allí ya dejar que se me acerque. No dice nada.
—¿Qué… es… esto? —pregunto finalmente, siseando.
—¿Adónde vas? —susurra él, aturdido.
—Tengo que ir… —Confuso, paseo la vista por el abarrotado comedor, luego vuelvo a mirar la cara temblorosa, anhelante de Luis—. Tengo que ir a devolver unos vídeos —digo, pulsando el botón del ascensor, agotada la paciencia. Después empiezo a alejarme y me dirijo hacia mi mesa.
—Patrick —me llama él.
Me vuelvo rápidamente.
—¿Qué?
Luis dice:
—Te llamaré —con una expresión en la cara que me permite saber, que me asegura, que mi «secreto» está a salvo.
—Dios santo —digo, prácticamente dominado por las náuseas, y temblando de modo visible me vuelvo a sentar a nuestra mesa, completamente destrozado, con los guantes todavía puestos, y termino de un trago lo que quedaba de mi aguado J&B con hielo. En cuanto me he sentado, Van Patten pregunta:
—Oye, Bateman, ¿cuál es el modo correcto de llevar un alfiler o una pinza de corbata?
—Una pinza de corbata es indudable que no viene exigida por la ropa formal, pero añade un aspecto limpio, pulcro. Pero el accesorio no debe imponerse a la corbata. Elige un sencillo alfiler de oro o una pinza pequeña y sitúatelo en la parte de abajo de la corbata en un ángulo de cuarenta y cinco grados.