y es media tarde y me encuentro junto a una cabina telefónica de una esquina del centro, no sé de dónde, pero estoy sudando y una migraña me late dolorosamente en la cabeza y experimento un intenso ataque de ansiedad, mientras en los bolsillos busco Valium, Xanax, un Halcion suelto, lo que sea, y lo único que encuentro son tres descoloridos Nuprin dentro de una caja para píldoras Gucci, de modo que me meto los tres en la boca y me los trago con una Diet Pepsi y no te podría decir de dónde los he sacado aunque mi vida dependiera de ello. He olvidado con quién he comido hace poco y, más importante aún, dónde. ¿Ha sido con Robert Ailes en Beats? ¿O con Todd Hendricks en Ursula’s, el nuevo bistró de Philip Duncan Holmes, en Tribeca? ¿O con Ricky Worrall en December’s? ¿O puede que haya sido con Kevin Weber en Contra, del No-Ho? ¿He tomado sándwich de perdiz con tomates verdes, o un gran plato de endivias con salsa de almejas?
—Dios mío, no consigo recordarlo —me lamento.
Lo que llevo puesto —una chaqueta sport de lino y seda, una camisa de algodón, pantalones caquis de lino con pinzas, todo de Matsuda, una corbata de seda con el anagrama de Matsuda y un cinturón de Coach Leatherware está empapado de sudor, y me quito la chaqueta y me seco la cara con ella. El teléfono suena sin parar, pero no sé a quién he llamado y me quedo en la esquina, con las Ray-Ban en la frente en un ángulo que parece extraño, y luego oigo un sonido levemente familiar que llega a través de la línea —la suave voz de Jean desafiando el atasco sin fin de Broadway—. El programa de Patty Winters de esta mañana era: ¿La aspirina le puede salvar la vida?
—¿Jean? —grito—. ¿Me oyes? ¿Jean?
—¿Patrick? ¿Eres tú? —me grita ella.
—¿Jean? Necesito ayuda —grito.
—¿Patrick?
—¿Qué?
—Ha llamado Jesse Forrest —dice Jean—. Tiene mesa reservada en el Melrose para esta noche a las ocho, y Ted Madison y Jamie Conway quieren tomar unas copas contigo en el Harry’s. ¿Patrick? —pregunta Jean—. ¿Dónde estás?
—Jean —digo, suspirando y sonándome la nariz—. No sé…
—Oh, y también ha llamado Todd Lauder —dice Jean—. No, quiero decir Chris…, no, no, era Todd Lauder. Sí, Todd Lauder.
—Dios mío —me lamento, aflojándome la corbata, con el sol de agosto cayendo sobre mí—, ¿qué estás diciendo, jodida subnormal?
—No, no es en Subreal, Patrick. La mesa está reservada en el Melrose. No en Subreal.
—No sé qué estoy haciendo —grito.
—¿Dónde estás? —dice Jean, y luego—: ¿Patrick? ¿Te pasa algo?
—No voy a poder ir —digo, luego me ahogo— a la oficina esta tarde.
—¿Por qué? —Su voz suena deprimida, o puede que simplemente confusa.
—Limítate… a decir… que no —grito.
—¿Qué pasa, Patrick? ¿Estás bien? —pregunta.
—No me gusta esa voz tan triste que pones —grito.
—¿Patrick? Lo siento. Quiero decir que quiero decir que diré simplemente que no, pero…
Cuelgo y me alejo de la cabina y el walkman que llevo en el cuello de repente me parece una roca que llevo atada alrededor del cuello (y el sonido que sale de él —un Dizzy Gillespie de la primera época— intensamente molesto) y tengo que tirar el walkman, un modelo barato, en la primera papelera que encuentro, y luego me apoyo en el borde, respirando pesadamente, con la barata chaqueta Matsuda en el brazo, mirando el walkman que sigue funcionando, mientras el sol me funde la espuma del pelo y hace que se mezcle con el sudor que me corre por la cara y puedo notar su sabor cuando me paso la lengua por los labios y empieza a saberme bien y de repente me siento hambriento y me paso la mano por el pelo y chupo la palma con ansia mientras avanzo por Broadway, ignorando a las viejas que pasan muy deprisa,las tiendas de pantalones vaqueros delante de las que paso,la música que atruena en su interior e invade la calle, mientras los movimientos de la gente van al ritmo de la música, una canción de un single de Madonna, que grita: «la vida es un misterio, todos deben estar solos…», y pasan zumbando mensajeros en moto y yo me detengo en una esquina mirándolos a todos con el ceño fruncido, pero la gente pasa, ajena a todo, nadie presta atención, ni siquiera hacen como si no prestaran atención, y este hecho me tranquiliza lo suficiente como para dirigirme a un Conran’s cercano a comprar una tetera, pero justo cuando supongo que ya he recuperado la normalidad y estoy perfectamente, se me revuelve el estómago y los retortijones son tan intensos que me meto en el portal que tengo más cerca y me llevo las manos a las caderas, doblándome de dolor, y tan deprisa como se ha producido, desaparece lo suficiente para que pueda volver a estirarme y correr a una ferretería cercana, y una vez dentro compro un juego de cuchillos de carnicero, un hacha, una botella de ácido clorhídrico, y luego, en una tienda de animales de la misma manzana, una trampa doble y dos ratitas blancas que pienso torturar con los cuchillos y el ácido, pero avanzada la tarde, olvido el paquete con las ratas dentro en el Pottery Barn mientras compro velas, ¿o ha sido donde he comprado la tetera? Ahora ando por Lafayette, sudando y quejándome y quitándome a la gente de delante, mientras me sale espuma por la boca y el estómago se me contrae con espantosos retortijones abdominales —podrían provocármelos los esteroides, pero lo dudo— y me tranquilizo lo suficiente como para entrar en un Gristede’s, recorrer a toda velocidad los pasillos y robar una lata de jamón que saco, metida debajo de la chaqueta Matsuda, tranquilamente de la tienda y camino manzana abajo, donde trato de esconderme en el vestíbulo del American Felt Building para abrir la lata con las llaves, ignorando al portero, que al principio parece reconocerme; luego, cuando empiezo a meterme el jamón a puñados en la boca, sacándolo con las uñas, amenaza con llamar a la policía. Salgo de allí, me termino todo el jamón apoyado en un cartel de Les Misérables de una parada de autobús y beso el dibujo de la cara de Eponine, sus labios, dejando hilos marrones de bilis por encima de su suave y modesta cara y la palabra «BOLLERA» garabateada debajo. Me aflojo los tirantes, ignorando a los mendigos, unos mendigos que me ignoran, empapado de sudor, delirando, y me encuentro de vuelta al centro, en Tower Records, y me arreglo, murmurándome una y otra vez:
—Tengo que devolver las cintas, tengo que devolver las cintas.
Compro dos ejemplares de mi disco compacto favorito, The Return of Bruno, de Bruce Willis, y luego quedo atascado en la puerta giratoria y doy cinco vueltas antes de salir a la calle, donde me tropiezo con Charles Murphy, de Kidder Peabody, o quizá se trate de Bruce Barker, de Morgan Stanley, el que sea, y me dice:
—Hola, Kinsey. —Y yo le eructo en plena cara, con los ojos casi en blanco e hilos de bilis verdosa colgándome de los dientes al aire, y él sugiere, imperturbable—: Nos veremos en Fluties, ¿verdad?
Suelto un grito y al echarme hacia atrás tropiezo con un cajón de frutas de una tienda coreana, derribando montones de manzanas y naranjas y limones, que ruedan por la acera, el bordillo y la calzada donde las aplastan los taxis y los coches y los autobuses y los camiones y me disculpo, en pleno delirio, ofreciéndole al coreano, que aúlla, mi American Express Platino, luego un billete de veinte, que coge de inmediato, pero todavía me agarra por las solapas de la chaqueta, toda manchada y arrugada, y me obliga a entrar y cuando miro su redonda cara de ojos oblicuos, de repente él suelta el estribillo de Lou Christie, «Lightnin’Strikes». Salgo corriendo, horrorizado, y doy tumbos hacia la parte alta de la ciudad, hacia casa, pero la gente, los sitios, las tiendas no dejan de molestarme. Un vendedor de droga de la calle Trece me ofrece crack y sin pensarlo saco un billete de cincuenta dólares y él dice:
—Tío, tío —agradecido, y me estrecha la mano, poniéndome cinco tubitos en la mano, que yo procedo a tragar enteros, y el vendedor de crack me mira asombrado, tratando de disimular su profunda inquietud con una mirada divertida, y le agarro por el cuello y grito, con el aliento apestándome:
—El mejor motor es el del BMW 75OiL. —Y luego me meto en una cabina telefónica donde farfullo un galimatías sin sentido a la telefonista hasta que por fin consigo decir el número de mi tarjeta de crédito, y luego me encuentro hablando con Xclusive, donde cancelo la cita para un masaje que no había concertado. Consigo tranquilizarme con sólo mirarme los pies, de hecho calzados con unos mocasines A. Testoni, y dando patadas a las palomas y, sin darme cuenta, entro en un miserable restaurante de la Segunda Avenida y aunque sigo confuso, desconcertado, cubierto de sudor, me dirijo a la vieja judía baja y gorda y espantosamente vestida.
—Oiga —digo—. Tengo una mesa reservada. A nombre de Bateman. ¿Dónde está el maître? Conozco a Jackie Mason.
La mujer suspira.
—Puede sentarse. No necesita reserva —dice, mientras coge una carta.
Me precede a una horrible mesa del fondo, cerca de los servicios, y le arrebato la carta y corro a una mesa de delante y me siento atraído por esa asquerosa comida.
—¿Se trata de una broma? —pregunto, y notando que se acerca una camarera, pido sin levantar la vista—: Una hamburguesa con queso. No demasiado pasada.
—Lo siento, señor —dice la camarera—. No tenemos queso. Kosher[3].
No tengo ni idea de qué coño me está hablando, y digo:
—Bien. Una hamburguesa con kosher y con queso, Monterey Jack si puede ser y…, Dios mío —me quejo, notando que empiezan los retortijones.
—No tenemos queso, señor —dice ella—. Kosher…
—Dios mío, ¿se trata de una pesadilla, judía de mierda? —murmuro, y luego—: ¿Y queso Cottage? ¿Me lo va a traer?
—Llamaré al encargado —dice ella.
—El que sea. Pero tráigame algo de beber mientras tanto —le digo—. ¿De acuerdo?
—Sí —dice ella.
—Un batido de… vainilla.
—No hay batidos. Kosher —dice ella, y luego—: Llamaré al encargado.
—No, espere.
—Señor, voy a llamar al encargado.
—¿Qué coño pasa? —pregunto, muy enfadado, dejando violentamente mi American Express Platino encima de la grasienta mesa.
—No hay batidos. Kosher —repite ella, pasándose la lengua por los labios.
—Entonces tráigame una… vainilla… ¡malteada! —rujo, bañando de saliva la carta. La camarera se limita a mirarme—. ¡Extra espesa! —añado. Ella se aleja en busca del encargado y cuando veo que éste se acerca (es una copia en calvo de la camarera), me levanto y grito—: Que te den por el culo, soplapollas, subnormal, judío de mierda. —Y salgo corriendo del restaurante y en la calle donde está el [4]