Todo el mundo está muy tenso en el concierto de Nueva Jersey al que Carruthers nos ha arrastrado esta tarde; el de una banda irlandesa que se llama U2 y salió en la portada de la revista Time de la semana pasada. Las entradas originalmente eran para un grupo de clientes japoneses que cancelaron su vuelo a Nueva York en el último momento, haciendo que a Carruthers le resultara imposible (o eso dice él) vender esas entradas de la primera fila. De modo que vamos Carruthers y Courtney, Paul Owen y Ashley Cronwell, y Evelyn y yo. Antes de eso, cuando me enteré de que venía Paul Owen, traté de llamar a Cecelia Wagner, la novia de Marcus Halderstam, pues Paul Owen parece bastante seguro de que yo soy Marcus, y aunque a ella le encantó que la invitara (siempre sospeché que yo era uno de sus amores secretos), tenía que asistir a una fiesta de gala con motivo del estreno de un nuevo musical inglés, Maggie! Pero dijo algo sobre que podíamos almorzar la semana que viene y le respondí que la llamaría el jueves. Estaba previsto que esta noche cenara con Evelyn, pero la idea de pasar dos horas con ella cenando me llena de un miedo indescriptible, de modo que la llamo y le explico a regañadientes que han cambiado los planes y ella pregunta si va a venir Tim Price y cuando le digo que no, hay una breve vacilación antes de aceptar, y luego cancelo la reserva que nos ha hecho Jean en H2O, el nuevo restaurante de Clive Powell, en Chelsea, y salgo de la oficina pronto para una rápida clase de aerobic antes del concierto.
A ninguna de las chicas les resulta especialmente excitante la idea de ver a esa banda y todas me han confiado, por separado, que no les apetece ir, y en la limusina, camino de un sitio que se llamaba Meadowsland, Carruthers no deja de tratar de calmamos a todos diciéndonos que Donald Trump es un gran fan de U2 y luego, con más desesperación, que John Gutfreund también compra sus discos. Abrimos una botella de Cristal, luego otra. En el televisor hay una conferencia de prensa que da Reagan, pero hay mucha estática y nadie presta atención, excepto yo. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre las víctimas de ataques de tiburones. Paul Owen me ha llamado Marcus cuatro veces y a Evelyn, para mi satisfacción, Cecelia en un par de ocasiones, pero Evelyn no se da cuenta porque se ha pasado mirando fijamente a Courtney todo el tiempo que hemos estado en la limusina. En cualquier caso, nadie ha corregido a Owen y es poco probable que alguien lo haga. Incluso yo la he llamado Cecelia un par de veces cuando estaba seguro de que no me escuchaba, pues no dejaba de mirar, llena de odio, a Courtney. Carruthers me dice que tengo un aspecto estupendo y me felicita por mi traje.
Evelyn y yo somos, con mucho, los que mejor vestidos vamos. Yo llevo un abrigo de lana virgen, una chaqueta de lana con pantalones de franela, una camisa de algodón, un jersey de cachemira de cuello en pico y una corbata de seda, todo de Armani. Evelyn lleva una blusa de algodón de Dolce & Gabbana, zapatos de ante de Yves Saint Laurent, una falda de cuero estarcida de Adrienne Landau, con un cinturón de ante de Jill Stuart, medias de Calvin Klein, unos pendientes de cristal veneciano de Frances Patiky Stein, y sujeta en la mano una rosa que he comprado en una tienda coreana antes de que me recogiera la limusina de Carruthers. Carruthers lleva una chaqueta sport de lana virgen, un jersey de cachemira/vicuña, pantalones de montar de sarga, una camisa de algodón y una corbata de seda, todo de Hermès («Qué hortera», me ha susurrado Evelyn, y yo he asentido en silencio). Courtney lleva un top con cuatro pliegues de organdí y seda y una falda larga de terciopelo con dobladillo de raso y unos pendientes de esmalte de José y María Barrera, guantes de Portolano y zapatos de Gucci. Paul y Ashley van, me parece, demasiado puestos, y ella lleva gafas de sol aunque los cristales de la limusina son oscuros y ya es casi de noche. Lleva un ramito de flores, amapolas, que le ha dado Carruthers, con lo que no ha conseguido que Courtney se pusiera celosa, pues parece decidida a arañar a Evelyn, lo que en este preciso momento, aunque su cara sea la más hermosa, no parece una mala idea y a nadie le importaría ver cómo Courtney lo hace. Courtney tiene un cuerpo ligeramente mejor; Evelyn, mejores tetas.
El concierto ya dura unos veinte minutos de más. Odio la música en directo, pero todos los de alrededor se ponen de pie y sus gritos de entusiasmo compiten con el estrépito que procede de las torres de sonido que tenemos encima. El único placer que obtengo por estar aquí es ver a Scott y Anne Smiley diez filas detrás de nosotros, en unos asientos mucho peores aunque probablemente igual de caros. Carruthers cambia su asiento con el de Evelyn para discutir de negocios conmigo, pero no consigo oír ni palabra, así que cambio mi asiento con Evelyn para hablar con Courtney.
—Luis es un mamón —le grito—. No sospecha nada.
—The Edge lleva ropa de Armani —grita ella, señalando al bajista.
—Eso no es de Armani —vuelvo a gritar yo—. Es de Emporio.
—No —grita ella—. Es Armani.
—Los grises son demasiado apagados, y lo mismo los marengos y los azules marinos. Las solapas bien armadas, los cuadros claros, los lunares y las rayas son de Armani. No de Emporio —grito, muy enfadado de que Courtney no sepa esto, no vea la diferencia, mientras me tapo las orejas con las manos—. Hay una gran diferencia. ¿Quién es The Ledge?
—El batería podría ser The Ledge —grita ella—. Me parece. No estoy segura. Necesito un pitillo. ¿Dónde fuiste la otra noche? Si me dices que saliste con Evelyn, te romperé la crisma.
—El batería no lleva puesto nada de Armani —chillo—. Ni de Emporio.
—No sé quién es el batería —grita Courtney.
—Pregúntale a Ashley —sugiero, gritando también.
—¿Ashley? —grita ella, estirándose por encima de Paul y dando un golpecito a Ashley en la pierna—. ¿Quién es The Ledge? —Ashley le grita algo que no puedo oír, y luego Courtney se vuelve hacia mí, encogiéndose de hombros—. Dice que no puede creer que esté en Nueva Jersey.
Carruthers hace gestos a Courtney de que se cambie de asiento con él. Ella hace gestos de que no con la mano y me agarra el muslo, que yo pongo tenso y duro como la piedra, y su mano sigue agarrándolo, admirada. Pero Luis insiste y ella tiene que levantarse, y me grita:
—¡Creo que esta noche necesitamos drogas!
Asiento con la cabeza.
El cantante, Bono, berrea algo que suena a «Where the Beat Sounds the Same». Evelyn y Ashley se van a comprar pitillos, al ser vicio de señoras y a por unos refrescos. Luis se sienta a mi lado.
—Las chicas se aburren —me grita.
—Courtney quiere que consigamos algo de cocaína —grito yo.
—Estupendo. —Luis parece enfurruñado.
—¿Tenemos reservada mesa en algún sitio?
—En Brussels —grita él, mirando su Rolex—. Pero es dudoso que podamos ir.
—Si no vamos allí —le advierto—, no iré a ninguna otra parte. Puedes dejarme en mi apartamento.
—Iremos —grita.
—Si no, ¿qué te parece un japonés? —sugiero, ablandándome—. Hay un bar sushi bueno de verdad en el Upper West Side. Blades. El cocinero era el de Isoito. En la Zagat lo ponen estupendamente.
—Bateman, odio a los japoneses —me chilla Carruthers, con una mano haciendo pantalla en la oreja—. Son unos enanos hijoputas de ojos oblicuos.
—¿De qué coño estás hablando? —le grito.
—Estoy seguro —grita él, con los ojos saltones—. Ahorran más que nosotros y no innovan demasiado, pero saben jodidamente bien cómo robarnos las innovaciones, mejorarlas y luego asfixiarnos.
Le miro fijamente durante un momento, incrédulo, luego miro el escenario: al guitarrista que corre haciendo círculos. Los brazos de Bono se abren mucho mientras recorre el borde del escenario, y luego vuelvo a mirar a Luis, cuya cara todavía está roja de furia y sigue mirándome, con los ojos muy abiertos y con saliva en los labios, sin decir nada.
—¿Qué coño tiene que ver todo eso con Blades? —le pregunto por fin, auténticamente confuso—. Sécate la boca.
—Por eso odio la comida japonesa —me contesta, gritando—. Sashimi. Rollo de California. Dios mío. —Hace un gesto de asfixia, llevándose la mano al cuello.
—Carruthers… —me interrumpo, sin dejar de mirarle, estudiando atentamente su cara, ligeramente aturdido, incapaz de recordar lo que quería decirle.
—¿Qué, Bateman? —pregunta Carruthers, inclinándose hacia mí.
—Oye, no te creo —grito—. No creo que hayas reservado mesa para después. Tendremos que esperar.
—¿Qué? —grita él, llevándose la mano a la oreja, como si eso sirviera de algo.
—¡Que vamos a tener que esperar! —grito más alto.
—Está bien —grita él.
El cantante se estira hacia nosotros desde el escenario, con la mano extendida, y yo le hago gesto de que nos deje en paz.
—¿Que está bien? ¿Que está bien? No, Luis, te equivocas. No está bien.
Miro a Paul Owen, que parece igual de aburrido, con las manos tapándose los oídos, aunque siga tratando de hablar con Courtney.
—No tendremos que esperar —grita Luis—. Lo prometo.
—No prometas nada, payaso —le grito, y luego—: ¿Todavía se encarga Paul Owen de la cuenta de Fisher?
—No quiero que te enfades conmigo, Patrick —grita Luis, desesperado—. Todo saldrá bien.
—Olvídalo, por Dios —grito yo—. Y ahora, escúchame: ¿Todavía se encarga Paul Owen de la cuenta de Fisher?
Carruthers le mira y luego me mira a mí.
—Sí. Eso creo. Me dijeron que Ashley tiene clamidia.
—Voy a hablar con él —grito, levantándome, y ocupando el asiento vacío junto al de Owen.
Pero cuando me siento, algo extraño del escenario atrae mi mirada. Ahora Bono se mueve por el escenario siguiéndome hasta el asiento y me mira directamente a los ojos, arrodillado en el borde del escenario con sus pantalones vaqueros negros (puede que Gitano), sandalias, un chaleco de cuero sin camisa debajo. Tiene el cuerpo muy blanco y cubierto de sudor, y no lo ha trabajado lo suficiente, pues carece de tono muscular y el que podría tener queda tapado por una despreciable cantidad de pelo en el pecho. Lleva un sombrero de vaquero y el pelo recogido atrás en una cola de caballo y suelta lamentosamente un canto fúnebre —cojo la letra: «En este mundo un héroe es un insecto»— y tiene una leve sonrisa afectada, escasamente perceptible, pero sin embargo intensa, que aumenta, extendiéndose confiadamente por su cara, y mientras los ojos se le inflaman, el fondo del escenario se pone rojo y de repente capto esa tremenda oleada de sentimiento, ese torrente de conocimiento y puedo ver que el corazón de Bono y el mío laten más deprisa debido a eso y comprendo que estoy recibiendo algún tipo de mensaje del cantante. Me sorprende que tengamos algo en común, que compartamos un vínculo, y no resulta imposible creer que un cordón invisible unido a Bono ahora me envuelva a mí, y el público desaparece y la música se hace más lenta, se vuelve más suave, y sólo permanece Bono en el escenario —el estadio está desierto, la banda se desvanece—, y el mensaje, su mensaje, antes inconcreto, ahora se vuelve más intenso, y él me saluda con la cabeza y yo le devuelvo el saludo y todo se hace más claro, mi cuerpo está vivo y en llamas, y desde un sitio inconcreto me envuelve un relámpago de luz blanca y cegadora y oigo, de hecho siento, incluso puedo distinguir, las letras del mensaje que se ciernen por encima de la cabeza de Bono en letras naranja:
—Soy… el… Demonio… y soy… exactamente… igual… que… tú…
Y entonces, todos, el público, la banda, reaparecen y la música aumenta lentamente y Bono, notando que he recibido su mensaje —de hecho sé que él nota que he reaccionado ante él—, queda satisfecho y se da la vuelta y yo me quedo titilante, con la cara roja, con una dolorosa erección latiéndome contra el muslo y las manos intensamente apretadas. Pero de pronto todo se detiene, como si hubieran desconectado algo, y en el fondo alternan luces blancas y negras. Bono —el demonio— ahora está al otro lado del escenario y todo, lo que siento en el corazón, la sensación que me agita el cerebro, se desvanece y ahora más que nunca necesito saber de la cuenta de Fisher de la que se encarga Owen y esta información me parece vital, más importante que el vínculo de semejanza que tengo con Bono, que ahora resulta disperso y lejano. Me vuelvo hacia Paul Owen.
—Oye —grito—. ¿Cómo va todo?
—Esos tipos de ahí… —Hace un gesto hacia un grupo de tramoyistas que están al borde del extremo más alejado de la primera fila, mirando a la multitud, hablando unos con otros—. Estaban señalando hacia aquí. A Evelyn y Courtney y Ashley.
—¿Quiénes son? —grito—. ¿Son de Oppenheimer?
—No —me responde Owen, gritando—. Creo que son roadies que buscan a chicas para llevárselas a los camerinos y que se acuesten con la banda.
—Oh —grito—. Creí que a lo mejor trabajaban en Barney’s.
—No —grita él—. Los llaman coordinadores de coños.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo un primo que se ocupa de All We Need of Hell —grita.
—Resulta molesto que sepas cosas así —digo.
—¿Cómo? —grita él.
—¿Todavía te ocupas de la cuenta de Fisher? —le respondo, también gritando.
—Sí —chilla él—. Es una suerte, ¿verdad, Marcus?
—Claro que sí —grito—. ¿Cómo te hiciste con ella?
—Bueno, me ocupaba de la cuenta de Ransom y las cosas se arreglaron. —Se encoge de hombros, como desamparado, el muy hijoputa—. Ya sabes.
—Claro —grito.
—Sí —grita él por su parte, luego se da la vuelta en su asiento y grita a dos chicas gordas con pinta de idiotas de Nueva Jersey que se pasan un canuto muy grande, una de ellas envuelta en lo que me parece la bandera de Irlanda—: Por favor, ¿podríais apartar esa jodida yerba? Apesta.
—La quiero —grito yo, mirándole; incluso tiene el cuero cabelludo bronceado.
—¿Qué es lo que quieres? —grita a su vez él—. ¿Marihuana?
—No. Nada —grito, con la garganta en carne viva, y me dejo caer de nuevo en mi asiento, y miro sin prestar atención el escenario, golpeando en la silla con la uña del pulgar, arruinando mi manicura de ayer.
Nos marchamos en cuanto vuelven Evelyn y Ashley, y después, en la limusina, camino de Manhattan para reservar mesa en Brussels, con otra botella de Cristal abierta, y Reagan todavía en el televisor, Evelyn y Ashley nos cuentan que en el servicio de señoras se les han acercado dos matones y les han dicho que fueran con ellos a los camerinos. Les explico quiénes eran y cuáles eran sus intenciones.
—Dios mío —dice Evelyn, atragantándose—. ¿Me estás diciendo que me han elegido unos… coordinadores de coños?
—Apuesto a que Bono tiene una polla muy pequeña —dice Owen, mirando por la ventanilla—. Los irlandeses, ya se sabe.
—¿Creéis que habrá algún cajero automático por aquí? —pregunta Luis.
—Ashley —grita Evelyn—. ¿Has oído eso? ¡Nos han elegido unos coordinadores de coños!
—¿Qué tal tengo el pelo? —pregunto.
—¿Más Cristal? —pregunta Courtney a Luis.