Cita con Evelyn

Evelyn llama por mi tercera línea telefónica y no voy a descolgar, pero como utilizo la segunda línea para saber si Bullock, el maître del Davis François, un nuevo restaurante de Central Park South, puede conseguirme mesa para esta noche de modo que Courtney (a la que tengo por la primera línea) y yo podamos cenar, lo descuelgo con la esperanza de que sean los de la tintorería. Pero no, es Evelyn y, aunque la verdad es que no me parece bien hacerle esto a Courtney, respondo a su llamada. Le digo a Evelyn que estoy hablando por la otra línea con mi preparador físico privado. Luego le digo a Courtney que tengo que responder a una llamada de Paul Owen y que me veré con ella en Turtles a las ocho, y luego dejo de hablar con Bullock, el maître. Evelyn se ha instalado en el Carlyle pues a la mujer que vive en la casa contigua a la suya la encontraron muerta ayer por la noche, decapitada, y por esto está tan trastornada. Esta mañana no ha podido ir a la oficina y ha pasado la tarde tranquilizándose mientras le hacían un tratamiento facial en Elizabeth Arden. Me ruega que cenemos juntos esta noche, y luego dice, antes de que yo pueda inventar una mentira plausible, una excusa aceptable:

—¿Dónde estuviste tú ayer por la noche, Patrick?

Hago una pausa.

—¿Por qué? ¿Dónde estuviste ? —pregunto, mientras bebo un litro de Evian, todavía ligeramente sudoroso después de los ejercicios de esta tarde en el gimnasio.

—Discutiendo con el conserje del Carlyle —dice ella, con una voz que me suena a fastidio—. Pero ahora dime dónde estuviste tú, Patrick.

—¿Por qué discutiste con él? —pregunto.

—Patrick —dice ella, en tono apremiante.

—Aquí sigo —digo al cabo de un momento.

—Patrick. No importa. El teléfono de mi habitación no tiene dos líneas y no se pueden mantener las llamadas —dice Evelyn—. ¿Dónde estuviste tú?

—Estuve… alquilando unos vídeos —digo, contento, dándome una palmada para celebrarlo, con el teléfono inalámbrico sujeto en el cuello.

—Quería que nos viésemos —dice lloriqueando, con un tono de niña pequeña—. Estaba muy asustada. Todavía lo estoy. ¿No lo notas por mi voz?

—De hecho, suenas a muchas cosas.

—No, Patrick, en serio. Estoy totalmente aterrorizada —dice—. Estoy temblando. Tiemblo como una hoja. Pregúntaselo a Mia, mi especialista facial. Ha dicho que estaba muy tensa.

—Bien —digo yo—, ¿podríamos vernos de todos modos?

—Querido, claro que sí —dice lloriqueando, y luego se dirige a alguien que ha entrado en su suite—. Colóquelo allí junto a la ventana…, no, aquella ventana…, ¿y puede decirme dónde demonios está esa masajista?

—Pero es que tengo la cabeza de tu vecina en mi congelador —digo, bostezando y estirándome—. Oye, ¿cenamos? ¿Dónde? ¿Me estás escuchando?

A las ocho y media estamos sentados uno frente al otro en Barcadia. Evelyn lleva una chaqueta de rayón de Anne Klein, una falda de crepé de lana, una blusa de seda de Bonwit’s, unos pendientes antiguos de oro y ágata de James Robinson que cuestan, aproximadamente, unos cuatro mil dólares. Yo llevo un traje cruzado, una camisa de seda a rayas, una corbata estampada y zapatos de cuero, todo de Gianni Versace. No he cancelado la reserva que he hecho en Turtles ni le he dicho a Courtney que no nos veríamos allí, de modo que probablemente aparecerá a las nueve menos diez, quedará completamente desconcertada y, si hoy no ha tomado Elavil, probablemente se pondrá furiosa, y por eso —y no por la botella de Cristal que Evelyn insiste en pedir y a la que luego añade cassis— me río con ganas.

He pasado gran parte de la tarde comprándome regalos anticipados de Navidad —unas grandes tijeras en un drugstore de cerca del City Hall, un abrecartas de Hammacher Schlemmer, un cuchillo para el queso de Bloomingdale’s que hace juego con la tabla para queso que Jean, mi secretaria, que está enamorada de mí, me ha dejado encima de la mesa del despacho antes de salir a comer mientras yo estaba en una reunión—. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre la posibilidad de una guerra nuclear, y según los expertos reunidos, las posibilidades de que tenga lugar el mes que viene son bastante altas. La cara de Evelyn me parece como de tiza; tiene la boca pintada con un lápiz de labios púrpura que produce un efecto sorprendente, y me doy cuenta de que ha seguido el trasnochado consejo de Tim Price de dejar de usar loción bronceadora. En vez de mencionarle esto y de que me aburra con estúpidas disculpas, le pregunto por la novia de Tim, Meredith, a la que Evelyn desprecia por motivos que nunca he tenido claros. Y debido a los rumores que corren sobre Courtney y yo, Courtney también está en la lista de personas que odia Evelyn, por motivos que están más claros. Pongo la mano sobre mi alargada copa de champán cuando la recelosa camarera, a petición de Evelyn, intenta añadir cassis a mi Cristal.

—No, gracias —le digo—. Puede que después. En una copa aparte.

—Aguafiestas —dice Evelyn, riendo, luego olfatea—. Pero hueles bien. ¿Qué te has puesto? ¿Obsession? Oye, aguafiestas, ¿es Obsession?

—No —digo yo, espantado—. Paul Sebastian.

—Claro. —Sonríe y termina su segunda copa. Parece mucho más animada, casi excitada, más de lo que uno esperaría de alguien a cuya vecina la decapitaron en cuestión de segundos, mientras todavía estaba consciente, con una sierra eléctrica. Los ojos de Evelyn brillan a la luz de las velas, luego recuperan su gris pálido habitual.

—¿Cómo está Meredith? —pregunto, tratando de disimular mi falta de interés.

—Oh, Dios mío. Está saliendo con Richard Cunningham —se lamenta Evelyn—. Él trabaja en el First Boston. ¿Puedes creerlo?

—Ya sabes —añado yo—, Tim iba a romper con ella.

—¿Por qué, por el amor de Dios? —pregunta Evelyn, sorprendida, intrigada—. Si tienen esa casa fabulosa en los Hamptons.

—Recuerdo haberle oído contar que estaba mortalmente harto de ver que los fines de semana ella no hacía más que arreglarse las uñas.

—Oh, Dios mío —dice Evelyn, y luego, auténticamente confusa, añade—: ¿Quieres decir…? Espera, ¿es que no tiene a nadie que le haga la manicura?

—Tim decía, y lo repetía con bastante frecuencia, que tenía la personalidad de una presentadora de un concurso de televisión —digo secamente, tomando un trago.

Evelyn sonríe para sí misma.

—Tim es un bribón.

Ociosamente, me pregunto si Evelyn querría acostarse con otra mujer, si llevara una a su casa y si, en caso de que yo insistiera, me dejaría mirar cómo se lo hacían las dos. Y si me dejarían dirigirlas, decirles lo que tienen que hacer, qué posición adoptar debajo de las lámparas halógenas. Probablemente no; no parece que haya demasiadas posibilidades. Pero ¿y si la obligo a punta de pistola? ¿Si las amenazo con destriparlas si no aceptan? La idea no carece de atractivo e imagino el ambiente con toda claridad. Me pongo a contar las banquetas que hay alrededor de la habitación; luego me pongo a contar a las personas sentadas en las banquetas.

Me está preguntando por Tim:

—¿Dónde crees que ha estado ese bribón? Hay rumores de que está en Sachs —dice siniestramente.

—Los rumores dicen —digo— que está en rehabilitación. Este champán no está lo suficientemente frío. —Estoy distraído—. ¿No te manda postales?

—¿Ha estado enfermo? —pregunta ella, con un leve temblor en la voz.

—Sí. Eso creo —digo yo—. ¿Crees que si pido otra botella de Cristal conseguiré que por fin me la traigan fría?

—Oh, Dios mío —dice Evelyn—. ¿Crees que podría estar enfermo?

—Sí. Está en un hospital. En Arizona —añado. La palabra Arizona tiene un misterioso matiz y la repito—: En Arizona, creo.

—Oh, Dios mío —exclama Evelyn, ahora alarmada de verdad, y se termina de un trago el Cristal que le queda en la copa.

—¿Quién sabe? —Me encojo de hombros.

—¿Crees tú…? —Respira a fondo y deja su copa—. ¿Crees que se trata de…? —y ahora lanza una mirada a su alrededor antes de acercárseme y susurrar—, ¿de sida?

—Oh, no, nada de eso —digo, pensando de inmediato en que me hubiera gustado haber hecho una pausa lo suficientemente larga antes de responder, para así asustarla más—. Sólo son… heridas… indeterminadas… —mordisqueo la punta de un pan con hierbas y me encojo de hombros— en el cerebro.

Evelyn suspira, aliviada, y dice:

—¿No hace mucho calor aquí?

Lo único en que puedo pensar es en ese cartel que vi en la estación de metro de la otra noche antes de matar a aquellos dos niños negros…, una foto de un ternero, con la cabeza vuelta hacia la cámara, los ojos muy abiertos y mirando al flash, y con un cuerpo que parecía que estaba metido en una especie de cesta, y grandes letras negras debajo de la foto que decían: «Pregunta: ¿Por qué no puede andar este ternero?» Luego: «Respuesta: Porque sólo tiene dos patas». Pero luego vi otro cartel, con la misma foto, el mismo ternero, que decía: «Prohibida su publicación». —Hago una pausa, sin dejar de tocar el pan, y pregunto—: ¿Te enteras de lo que te estoy diciendo, o es como si hablara con una pared? —digo, pronunciando con claridad y mirando fijamente a Evelyn, que abre la boca y, por primera vez desde que la conozco, parece a punto de decir algo interesante y le presto mucha atención y ella pregunta:

—¿No es ésa…?

—¿Cómo? —Es el único momento de la noche en que siento auténtico interés por lo que va a decir, y la animo a que siga—. ¿Cómo? ¿Quién es…?

—¿No es… Ivana Trump? —pregunta, mirando por encima de mi hombro.

Me doy rápidamente la vuelta.

—¿Dónde? ¿Dónde está Ivana?

—En la mesa de delante. La segunda después de… —hace una pausa— Brooke Astor. ¿La ves?

Bizqueo, me pongo mis gafas sin graduar Oliver Peoples y me doy cuenta de que Evelyn, cuya visión está nublada por el Cristal con cassis, no sólo ha confundido a Norris Powell con Ivana Trump, sino que además ha confundido a Steve Rubell con Brooke Astor y, sin poder evitarlo, casi estallo.

—No, Dios mío, Dios mío, Evelyn —me quejo, destrozado, decepcionado, notando una descarga de adrenalina, con la cabeza entre las manos—. ¿Cómo puedes tomar a esa palurda por Ivana?

—Lo siento —la oigo decir—. Un error infantil.

—Es cabreante —digo yo, muy enfadado, con los ojos casi cerrados.

La tía buena, o sea nuestra camarera, que lleva unos zapatos de raso de tacón alto, pone en la mesa dos nuevas copas alargadas de champán para la segunda botella de Cristal que ha pedido Evelyn. La camarera hace un puchero con los labios en dirección a mí cuando estiro la mano para coger otro panecillo, y yo levanto la cabeza hacia ella y le respondo con otro puchero, luego aprieto la cabeza entre las palmas de las manos, algo que se repite cuando trae los primeros platos. Sopa de calabaza y especias con pimientos secos para mí; maíz seco y budín jalapeño para Evelyn. He mantenido las manos en los oídos para no escuchar lo que dice Evelyn durante el intervalo entre su error, cuando ha tomado a Norris Powell por Ivana Trump, y la llegada de nuestros primeros platos, pero tengo hambre, de modo que quito la mano derecha del oído. La voz vuelve a ser ensordecedora de inmediato.

—… pollo Tandoori y foie gras, y mucho jazz, y él adoraba el Savoy, pero huevas de sábalo, los colores eran muy vistosos, aloe, limón, Morgan Stanley…

Vuelvo a llevarme las manos adonde las tenía, apretando con más fuerza. Pero el hambre me domina otra vez, por lo que, tarareando para mí mismo, vuelvo a coger la cuchara, pero no sirve de nada: el tono de voz de Evelyn es tan especial que resulta imposible de ignorar.

—Gregory se graduará pronto en Saint Paul y en septiembre irá a Columbia —está diciendo Evelyn, al tiempo que destroza con mucho cuidado su budín que, por cierto, le han servido frío—. Tengo que hacerle un regalo de graduación y me siento totalmente perdida. ¿Qué me sugieres tú?

—Un cartel de Les Misérables —digo, suspirando, medio en broma.

—Perfecto —dice ella, destrozando su budín todavía más, y luego, después de un trago de Cristal, me mira con cara extraña.

—¿Qué te pasa, querida? —pregunto, escupiendo una pipa de calabaza que atraviesa el aire con mucha gracia y cae en medio del cenicero en lugar del vestido de Evelyn, mi blanco original.

—Necesitamos más cassis —dice—. ¿Podrías llamar a nuestra camarera?

—Claro que sí —digo, todo bondad, y sin dejar de sonreír, añado—: No tengo la menor idea de quién es Gregory. ¿No lo sabías?

Evelyn deja su cuchara delicadamente al lado del plato de budín y me mira directamente a los ojos.

—Mister Bateman, me gustas de verdad, adoro tu sentido del humor. —Me aprieta suavemente la mano y se ríe, de hecho dice—: Ja ja ja… —Pero está seria y no bromea.

Evelyn me devuelve el cumplido. Admira mi sentido del humor. Nos retiran los platos al tiempo que llegan los segundos, de modo que Evelyn tiene que soltarme la mano para hacer sitio para los platos. Ella ha pedido codorniz rellena de tortillas de trigo azul con guarnición de ostras en piel de patata. Yo tomo conejo con moras de Oregón y patatas paja fritas.

—… Él fue a Deerfield, luego a Harvard. Ella fue a Hotchkiss, luego a Radcliffe…

Evelyn habla, pero yo no escucho. Su diálogo se superpone a su propio diálogo. Se le mueve la boca, pero no oigo nada ni puedo prestar atención, ni concentrarme de verdad, pues a mi conejo lo han cortado para que parezca… una… ¡estrella! Patatas fritas como cordones de zapatos lo rodean, y han extendido una espesa salsa roja por encima del plato —que es blanco y de porcelana y de sesenta centímetros de ancho— para que tenga el aspecto de una puesta de sol, pero más bien parece la sangre de un disparo que me acaba de herir y, moviendo la cabeza, incrédulo, aprieto un dedo contra la carne y luego hundo otro y luego otro, y luego busco una servilleta, no la mía, para limpiarme la mano. Evelyn no ha interrumpido su monólogo —habla y mastica de un modo exquisito— y sonriéndole seductoramente estiro la mano por debajo de la mesa y le agarro el muslo, limpiándome la mano en él, y ella sigue hablando y me sonríe traviesamente y toma más champán: sigo estudiándole la cara, aburrido de lo hermosa que es, perfecta de verdad, y pienso para mí mismo lo extraño que resulta que Evelyn me saque de tantos aprietos; está siempre ahí cuando más la necesito. Vuelvo a mirar el plato, ya sin el menor apetito, cojo mi tenedor, estudio el plato durante un minuto o dos, quejándome para mí mismo antes de suspirar y dejar el tenedor. Luego cojo mi copa de champán.

—… Groton, Lawrenceville, Milton, Exeter, Kent, Saint Paul’s, Hotchkiss, Andover, Milton, Choate…, vaya, Milton ya lo he dicho…

—Si no ceno nada esta noche, y no voy a cenar nada, quiero cocaína —anuncio. Pero no he interrumpido a Evelyn, que resulta imparable, como una máquina, y continúa hablando.

—La boda de Jayne Simpson fue tan bonita —suspira—. Y la fiesta de después tremenda. En el Club Chernoble, salió en Page Six. Billy escribió sobre ella. WWD sirvió el banquete.

—Oí que sólo se podían tomar dos copas —digo, aburrido, indicándole a un camarero que se lleve mi plato.

—Las bodas son tan románticas. Ella tenía un anillo de pedida con diamantes. ¿Sabes, Patrick? Yo no me conformaría con menos —dice tímidamente—. Tiene que ser de diamantes. —Le brillan los ojos y trata de describir la boda con todo detalle—. Hubo una cena para quinientas personas…, no, perdona, para setecientas cincuenta, seguida de una tarta helada hecha por Ben y Jerry. El vestido era de Ralph y tenía encaje blanco y un escote muy profundo, y era sin mangas. Era maravilloso, Patrick, ¿qué te hubieras puesto tú? —pregunta, suspirando.

—Yo exigiría que me dejaran llevar unas gafas de sol Ray-Ban. Unas Ray-Ban muy caras —digo, con cuidado—. De hecho, exigiría que todo el mundo llevara gafas de sol Ray-Ban.

—Yo quiero una banda de zydeco, Patrick. Eso es lo que quiero. Una banda de zydeco —exclama excitada y sin respiración—. O mariachis. O reggae. Algo étnico que sorprenda a mi padre. No soy capaz de decidirme.

—Yo quiero llevar un fusil de asalto Harrison AK-47 a la ceremonia —digo, fastidiado—, con un cargador de treinta balas para poder volarle después la cabeza a tu madre para ponérsela al maricón de tu hermano. Y aunque personalmente no me gusta nada de lo que hacen los soviéticos, no sé, el Harrison me recuerda en cierto modo a… —Me interrumpo, confuso, y me miro las manos. Luego vuelvo a mirar a Evelyn—. ¿Stoli?

—Oh, y muchas trufas de chocolate. Godiva. Y ostras. Ostras en su concha. Y mazapán. Y vino español rosado. Y cientos, miles de rosas. Fotógrafos. Annie Leibovitz. Haré que vaya Annie Leibovitz —dice, excitada—. ¡Y contrataré a alguien para que lo grabe en vídeo!

—O un AR-15. Te gustaría, Evelyn: es el fusil más caro, pero vale lo que cuesta. —Le guiño un ojo. Pero ella sigue hablando; no oye lo que digo; no presta atención a nada. No escucha ni una de las palabras que digo. Mi esencia consiste en eludirla. Se interrumpe violentamente y respira y me mira de un modo que sólo se puede describir como deslumbrante. Me toca la mano, el Rolex, respira una vez más, esta vez expectante, y dice:

—Tenemos que hacerlo.

Estoy tratando de atraer la atención de la tía buena que nos atiende; está inclinada para recoger una servilleta que ha caído. Sin volver a mirar a Evelyn, pregunto:

—¿Qué es lo que tenemos que hacer?

—Casarnos —dice ella, parpadeando—. Celebraremos una boda.

—¿Evelyn?

—¿Qué, querido?

—¿Estás… borracha? —pregunto.

—Deberíamos casamos —dice suavemente—. Patrick…

—¿Te me estás declarando? —digo, riendo, tratando de profundizar en su razonamiento. Le quito la copa de champán y la huelo.

¿Patrick? —pregunta, a la espera de mi respuesta.

—Coño, Evelyn —digo, bloqueado—. No lo sé.

—¿Y por qué no? —pregunta ella, petulante—. Dame una buena razón por la que no debiéramos hacerlo.

—Porque tratar de follar contigo es como tratar de dar un beso de lengua a una… ardilla muy pequeña y muy nerviosa —le digo—. No lo sé.

—¿Entonces es que sí? —dice.

—Pero ¿por qué? —termino, encogiéndome de hombros.

—¿Qué piensas hacer? —pregunta—. ¿Esperar tres años hasta que tengas treinta?

Cuatro años —digo, mirándola penetrantemente—. Faltan cuatro años para que tenga treinta.

—Cuatro años. Tres años. Tres meses. ¿Cuál es la diferencia? Serás viejo. —Me suelta la mano—. ¿Sabes? No dirías eso si hubieras estado en la boda de Jayne Simpson. Con sólo echar una ojeada, querrías casarte inmediatamente.

—Pero si estuve en la boda de Jayne Simpson, Evelyn, amor de mi vida —digo—. Estaba sentado al lado de Sukhreet Gabel. Créeme, estuve.

—Eres imposible —se queja ella—. Eres un aguafiestas.

—O a lo mejor no estuve —dudo en voz alta—. ¿Lo grabaron los de la cadena de vídeos musicales?

—Y su luna de miel fue tan romántica. Dos horas después estaban en el Concorde. Rumbo a Londres. Al Claridge’s —Evelyn suspira, con la mano sujetándose la barbilla, los ojos llenos de lágrimas.

Ignorándola, meto la mano en el bolsillo para buscar un puro. Lo saco y doy unos golpecitos con él en la mesa. Evelyn pide sorbetes de tres sabores: cacahuetes, regaliz y donuts. Yo pido un café exprés descafeinado. Evelyn se enfurruña. Yo enciendo una cerilla.

—Patrick —me advierte, mirando la llama.

—¿Qué? —pregunto, interrumpiendo el movimiento de la mano, a punto de encender el puro.

—No me has pedido permiso —dice, sin sonreír.

—¿Te he dicho que llevo puestos unos calzones de boxeador de sesenta dólares? —pregunto, tratando de calmarla.