Salgo de la oficina a las cuatro y media, me dirijo a Xclusive, donde hago ejercicios con pesas durante una hora, luego atravieso el parque en taxi hasta Gio’s, en el Pierre Hotel, para que me hagan un tratamiento facial, la manicura y, si el tiempo lo permite, la pedicura. Estoy tumbado en la mesa de una de las salas privadas esperando a Helga, la especialista en piel, para que me haga un tratamiento facial. Mi camisa de Brooks Brothers y mi traje de Garrick Anderson están colgados en el armario, mis mocasines A. Testoni descansan en el suelo, con unos calcetines de treinta dólares de Barney’s metidos dentro, y la única prenda de vestir que llevo puesta son unos calzones de boxeador de setenta dólares de Comme des Garçons. La bata que tengo que ponerme yace en el suelo junto a la ducha, pues quiero que Helga se fije en mi cuerpo, en mi pecho, que vea lo tremendos que se me han puesto los abdominales desde la última vez que estuve aquí, aunque ella es mucho mayor que yo —puede que tenga treinta o treinta y cinco años— y no hay modo que pueda llegar a follármela. Estoy tomando una Diet Pepsi que Mario, el ayudante, me ha traído, con hielo frappé en un vaso, que he pedido pero no quiero.
Cojo el Post de hoy de un revistero de cristal Smithly Watson y examino la columna de cotilleos, luego me fijo en un artículo sobre las recientes apariciones de esas criaturas que parecen en parte pájaros, en parte roedores —esencialmente palomas con cabeza y rabo de rata— que descubrieron en el centro de Harlem y que ahora se están trasladando hacia el centro de la ciudad. Una foto muy mala de una de esas cosas acompaña el artículo, pero los expertos, nos asegura el Post, están casi seguros de que esta nueva camada es una falsificación. Como de costumbre, esto no me quita el miedo, y me llena de un terror indescriptible el que alguien haya dedicado su tiempo y energía a pensar esto: voy a trucar una fotografía (y a hacer un trabajo de mierda, pues la cosa parece un jodido Comecocos) y a mandarla al Post, luego el Post decide ocuparse del asunto (¿después de reuniones, debates, tentaciones en el último minuto de cancelar todo el asunto?), publicar la fotografía, hacer que alguien escriba sobre ella y entreviste a los expertos y publique finalmente el artículo en la página tres de la edición de hoy y consiga que hablen de ella durante los centenares de miles de comidas que tienen lugar en la ciudad. Cierro el periódico y me tumbo, agotado.
La puerta de la sala privada se abre y una chica a la que no he visto anteriormente entra y con los ojos semicerrados puedo ver que es joven, italiana, de aspecto estupendo. Sonríe, se sienta en una silla a mis pies e inicia la pedicura. Apaga la luz del techo y, exceptuadas unas luces halógenas estratégicamente situadas que me iluminan pies, manos y cara, la sala queda a oscuras, haciendo imposible saber qué cuerpo tiene la chica. Sólo permiten distinguir que lleva unos botines de ante gris y piel negra de Maud Frizon. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre los OVNIS que matan. Llega Helga.
—Mister Bateman —dice Helga—. ¿Qué tal está?
—Muy bien, Helga —digo, tensando los músculos de estómago y pecho. Tengo los ojos cerrados, de un modo que parece que es algo casual, como si los músculos actuaran por su cuenta y yo no pudiera evitarlo. Pero Helga se pone suavemente la bata por encima del palpitante pecho y la abrocha, simulando ignorar las ondulaciones de debajo de la piel bronceada.
—Ha vuelto muy pronto —dice.
—Estuve hace dos días —digo, confuso.
—Lo sé, pero… —Vacila, mientras se lava las manos en el lavabo—. No importa.
—Oiga, Helga —digo.
—¿Qué, mister Bateman?
—Al entrar aquí, me he fijado en un par de mocasines de hombre con borlas doradas de Bergdorf Goodman, esperando a que los limpiaran, a la puerta de la sala de al lado. ¿A quién pertenecen? —pregunto.
—Son de mister Erlanger —dice ella.
—¿Mister Erlanger, de Lehman’s?
—No. Mister Erlanger, de Salomon Brothers —dice.
—¿Le he contado que me apetece llevar una gran cara sonriente de Smiley y luego poner en el CD la versión de «Don’t Worry, Be Happy», de Bobby McFerrin, y luego coger a una chica y a un perro…, un collie, un chow chow, un sharpei, la verdad es que no importa…, y conectarlos a un aparato de transfusiones, y cambiarles la sangre, ya sabe, la del perro pasársela a la tía buena y viceversa? ¿Nunca se lo he contado?
Mientras estoy hablando oigo que la chica que se ocupa de mis pies tararea una de las canciones de Les Misérables, y luego Helga me pasa un algodón húmedo por la nariz, inclinándose sobre mi cara, para examinarme los poros. Me río como un maníaco, luego respiro a fondo y me toco el pecho, esperando que el corazón esté latiendo rápida, impacientemente, pero no noto nada.
—Chist, mister Bateman —dice Helga, pasándome una esponja vegetal caliente por la cara, que hace que la piel me pique y luego quede fría—. Relájese.
—De acuerdo —digo—. Me relajaré.
—Oh, mister Bateman —murmura Helga—, tiene usted un cutis tan estupendo. ¿Cuántos años tiene? Si no le importa que se lo pregunte.
—Tengo veintiséis.
—Ah, es por eso. Es tan limpio. Tan suave. —Suspira—. Relájese.
Me abandono, cerrando los ojos, mientras una versión en música ambiental de «Don’t Worry, Baby» elimina todos los malos pensamientos y me pongo a pensar sólo en cosas agradables: la mesa que he reservado para cenar esta noche con la novia de Marcus Halberstam, Cecelia Wagner; el puré de nabos del Union Square Café; cuando esquiaba bajando la Buttermilk Mountain, en Aspen, las Navidades pasadas; el nuevo disco compacto de Huey Lewis and the News; camisas de Ike Behar, de Joseph Abboud, de Ralph Lauren; guapísimas tías buenas comiéndose el coño y el culo unas a otras bajo desagradables luces de vídeo; cargamentos de arugula y cilantro; mi bronceado; el aspecto que tienen los músculos de mi espalda cuando las luces de mi cuarto de baño los iluminan desde el ángulo adecuado; las manos de Helga acariciándome la lisa piel de la cara, extendiendo cremas y lociones y tónicos, y susurrando, admirada: «Oh, mister Bateman, tiene usted una cara tan limpia y tan suave, tan limpia»; el hecho de que no vivo en un remolque en el parque ni trabajo en una bolera ni voy a los partidos de hockey ni como costillas asadas; el aspecto del edificio AT&T a medianoche, sólo a medianoche. Jeannie entra e inicia la manicura, primero cortando y limando las uñas, luego cepillándolas con un disco de lija para suavizar los bordes que queden.
—La próxima vez prefiero que me las deje un poco más largas, Jeannie —le advierto.
Sin decir nada, las frota con cremosa lanolina caliente, luego me seca las manos y usa un hidratante de cutículas, luego quita todas las cutículas mientras limpia las uñas por debajo con un algodón sujeto a un palito. Un vibrador caliente me masajea la mano y el antebrazo. Me pulimentan las uñas con una gamuza y luego con loción especial.