Paseo por Video Visions, el video club próximo a mi apartamento del Upper West Side, tomando una lata de Diet Pepsi, mientras la nueva cinta de Christopher Cross atruena por los auriculares de mi walkman Sony. Al salir de la oficina he jugado al squash con Montgomery, luego me han dado un masaje shiatsu y me he reunido con Jesse Lloyd, Jamie Conway y Kevin Forrest para tomar unas copas en Rusty’s, en la calle Setenta y tres. Esta noche llevo un abrigo nuevo de lana de Ungaro Uomo Paris, y en la mano un attaché de Bottega Veneta y un paraguas de Georges Gaspar.
El videoclub está más lleno de gente que de costumbre. Hay muchas parejas haciendo cola para alquilar Reformatorio de travestis o El coño de Ginger, sin ningún aspecto de sentir vergüenza o incomodidad, además ya me he tropezado en la sección de terror con Robert Ailes, del First Boston, o al menos creo que era Robert Ailes. Ha murmurado:
—Hola, McDonald —al pasar junto a mí, con Viernes 13: Séptima parte y un documental sobre abortos en lo que me he fijado que eran unas manos muy bien cuidadas, a las que echaba a perder lo que me ha parecido un Rolex de oro de imitación.
Como la pornografía está descartada, me detengo en la sección de comedias y, notándome confuso, me decido por una película de Woody Allen, pero todavía no estoy satisfecho. Quiero algo más. Paso por delante de la sección de musicales rock —nada—, luego me encuentro en la de comedias de terror —lo mismo—, y de repente sufro un ataque de ansiedad poco intenso. Hay demasiadas jodidas películas para elegir. Me agacho detrás de un cartel que anuncia la nueva comedia de Dan Aykroyd y tomo dos Valiums de cinco miligramos, que me trago con la Diet Pepsi.
Luego, casi por rutina, extiendo la mano para coger Doble cuerpo —una película que he alquilado treinta y siete veces— y me dirijo al mostrador donde tengo que esperar veinte minutos para que me atienda una chica estúpida (pesa tres kilos de más, tiene el pelo seco y enredado). De hecho lleva un indescriptible jersey enorme —sin la menor duda, no es de diseño— probablemente para disimular el hecho de que no tiene tetas, aunque tiene unos ojos bonitos: ¿para qué coño? Por fin, me toca a mí. Le tiendo las cajas vacías.
—¿Eso es todo? —pregunta, cogiendo mi tarjeta de socio. Llevo unos guantes negros Mario Valentino. Ser socio de Video Visions sólo me cuesta doscientos cincuenta dólares al año.
—¿Tienen alguna película de Jami Gertz? —le pregunto, tratando de establecer contacto visual.
—¿Cómo? —pregunta, distraída.
—¿Películas en las que salga Jami Gertz?
—¿Quién? —Escribe algo con el teclado del ordenador y luego dice, sin mirarme—: ¿Cuántos días?
—Tres —digo yo—. ¿No sabe quién es Jami Gertz?
—Creo que no. —De hecho, la chica suspira.
—Jami Gertz —digo—. Es una actriz.
—Me parece que no sé lo que me quiere decir —replica en un tono que sugiere que estoy molestándola, pero, bueno, trabaja en un videoclub y como en esos establecimientos hay tal demanda de profesionales altamente cualificados, su comportamiento rastrero es completamente razonable, ¿o no? La de cosas que le podría hacer a esta chica con un martillo, las palabras que podría grabarle en el cuerpo con un punzón para el hielo. Le da al chico que tiene detrás mis cajas —y hago como que no me doy cuenta de la reacción de terror de éste al reconocerme después de mirar la caja de Doble cuerpo— y el chico se dirige, muy diligente, a una especie de cripta del fondo de la tienda a por las películas.
—Seguro que la conoce —digo yo, todo bondad—. Sale en los anuncios de Diet Pepsi. Ya sabe cuáles.
—La verdad es que no —dice ella, en un tono monótono que casi me deja seco. Teclea los títulos de las películas y luego mi número de socio en el ordenador.
—Me gusta mucho esa parte de Doble cuerpo en que a la mujer de la película…, bueno, la atraviesan con una taladradora eléctrica…, es lo mejor —digo, casi jadeando. Parece que en este preciso momento y de repente, en el videoclub hace mucho calor y, después de murmurar: «¡Oh, Dios mío!», para mí mismo, pongo la mano enguantada encima del mostrador para que me deje de temblar—. Y la sangre sale disparada hasta el techo.
Respiro a fondo y mientras digo esto la cabeza se me pone a asentir por su cuenta y no dejo de tragar saliva, pensando «tengo que verle los zapatos», y del modo más disimulado posible trato de mirar por encima del mostrador para comprobar qué tipo de zapatos lleva, pero me pone furioso que sólo sean unas zapatillas deportivas. Y no K-Swiss, ni Tretorn, ni Adidas, ni Reebok, sino unas muy baratas.
—Firme aquí. —La chica me tiende las cintas sin siquiera mirarme, negándose a reconocer que sabe quién soy, y respirando y exhalando con fuerza, se dirige a los siguientes en la cola: una pareja con un bebé.
De vuelta a mi apartamento me paro en D’Agostino’s donde para cenar compro dos botellas grandes de Perrier, un pack de seis botellas de Coca-Cola Classic, una cabeza de arugula, cinco kiwis de tamaño medio, un frasco de vinagre balsámico al estragón, una lata de crème fraîche, una caja de tapas para el microondas, una caja de tofu y una tableta de chocolate blanco que cojo en la caja.
Una vez fuera, ignoro al mendigo que holgazanea debajo del cartel de Les Misérables y tiene un letrero en la mano que dice: «ESTOY SIN TRABAJO TENGO HAMBRE Y NO TENGO DINERO POR FAVOR AYÚDENME», cuyos ojos lloran después de hacerle el truco del dólar-y-el-mendigo y decirle:
—Podría hacer el favor de afeitarse. —Mis ojos, casi guiados por radar, enfocan un Lamborghini Countach rojo aparcado junto a la acera, que resplandece bajo las farolas de la calle, y tengo que detenerme, pues el Valium me está haciendo efecto, lo que motiva que se borre todo lo demás: el mendigo que llora, los niños negros pasados de crack que bailan rap junto al enorme aparato de radio que atruena, las bandadas de palomas que revolotean por encima buscando un sitio donde pasar la noche, las sirenas de las ambulancias, las bocinas de los taxis, la chica de aspecto decente con un vestido de Betsey Johnson; todo eso se desvanece y en lo que parece como el lapso temporal en el que se saca una fotografía (pero a cámara lenta, como en una película), el sol se pone, la ciudad queda a oscuras y lo único que veo es el Lamborghini rojo y lo único que oigo es mi constante y firme respiración. Todavía sigo parado, babeando, delante de la tienda, mirando, unos minutos después (no sé cuántos).