Jean, mi secretaria, que está enamorada de mí, entra en mi despacho sin llamar, anunciando que tengo que asistir a una importantísima reunión empresarial a las once. Estoy sentado a mi mesa de despacho Palazzetti con la parte de arriba de cristal, mirando mi monitor con las Ray-Ban puestas, masticando Nuprin, con resaca después de un pasón de coca que empezó de modo bastante inocente la noche pasada en Shout con Charles Hamilton, Andrew Spencer y Chris Stafford, y luego continuó en el Princeton Club, progresó en Barcadia y terminó en Nell’s hacia las tres y media, y aunque esta mañana, mientras me bañaba, tomando un bloody mary de Stoli, puede que tras cuatro horas de sueño, sudando y sin soñar, he recordado que tenía esta reunión, parece que me olvidé de ella en el taxi que me trajo. Jean lleva una chaqueta de seda roja, una camisa de croché con vivo de rayón, zapatos de ante rojos con lazos de raso de Susan Bennis Warren Edwards y pendientes de plata dorada de Robert Lee Morris. Se queda ahí, delante de mí, ignorando mi malestar, con un informe en la mano.
Después de hacer como que la ignoro durante cerca de un minuto, por fin me quito las gafas de sol y me aclaro la voz.
—Muy bien. ¿Algo más, Jean?
—¿Hoy vas de mister Gruñón? —Sonríe, coloca tímidamente el informe encima de mi mesa y se queda ahí esperando… ¿qué? ¿Que la divierta con anécdotas de ayer por la noche?
—Sí, pareces tonta. Claro que hoy voy de mister Gruñón —digo siseando, y cojo el informe y lo meto en el cajón de arriba de la mesa.
Me mira, sin entender y con aspecto de evidente abatimiento, dice:
—Ha llamado Ted Madison, y también James Baker. Quieren verte en Fluties a las seis.
Suspiro, mirándola.
—Bien, ¿y qué harías tú?
Se ríe, nerviosa, sin moverse, ahí, con los ojos muy abiertos.
—No estoy segura.
—Jean. —Me levanto para llevarla afuera del despacho—. ¿Qué… dirías… tú?
Tarda un poco, pero al fin, asustada, aventura:
—¿Limitarme… a decir… que no?
—Pues… limítate… a decir… que no —asiento, la empujo afuera y cierro de un portazo.
Antes de dejar mi despacho para la reunión tomo dos Valium con Perrier, y luego me aplico una crema limpiadora en la cara con unos algodones, y después un hidratante. Llevo un traje de tweed y una camisa de algodón a rayas, ambas cosas de Yves Saint Laurent, y una corbata de seda de Armani y unos zapatos negros nuevos de Ferragamo. Me lavo los dientes y, cuando me sueno la nariz, espesos hilillos de sangre y mocos manchan un pañuelo de cuarenta y cinco dólares de Hermès que, por desgracia, no era un regalo. Pero tomo cerca de veinte litros de Evian al día y voy al salón de bronceado con regularidad así que una noche de juerga no ha afectado la suavidad de mi piel ni su tono de color. Mi cutis todavía es excelente. Tres gotas de Visine me aclaran los ojos. Una bolsa de hielo elimina las ojeras. Todo lo cual lleva a esto: me siento hecho una mierda, pero tengo un aspecto excelente.
También soy el primero que llega a la sala de juntas. Luis Carruthers me sigue como un perrillo faldero, un segundo después, y ocupa el asiento junto al mío, lo que significa que voy a tener que quitarme el walkman. Lleva una chaqueta de sport de lana a cuadros, pantalones de lana, una camisa de algodón de Hugo Boss y corbata escocesa —los pantalones, me parece, de Brooks Brothers. Se pone a hablar de un restaurante de Phoenix, el Propheteers, del que me interesa saber pero no a través de Luis Carruthers. Sin embargo, he tomado diez miligramos de Valium, y por ese motivo me las arreglo para aguantarle. En el programa de Patty Winters de esta mañana han salido unos descendientes de unos miembros del Partido Donner.
—Los clientes eran unos paletos totales, algo predecible —está diciendo Luis—. Querían llevarse a una representación de un grupo local de Les Misérables, que ya he visto en Londres, pero…
—¿Tuviste problemas para reservar mesa en Propheteers? —pregunto, cortándole.
—No. Ninguno en absoluto —dice—. Cenamos tarde.
—¿Qué tomaste? —pregunto.
—Tomé las ostras escalfadas, la lota y la tarta de nuez.
—Me dijeron que la lota es buena allí —murmuro, pensativo.
—El cliente tomó el budín blanc, el pollo asado y el pastel de queso —dice.
—¿Pastel de queso? —digo, confuso ante esos platos tan vulgares—. ¿Qué salsa o qué fruta acompañaban al pollo asado? ¿De qué forma estaba cortado?
—De ninguna, Patrick —dice él, también confuso—. Sólo era… pollo asado.
—¿Y el pastel de queso de qué sabor era? ¿Estaba caliente? —pregunto—. ¿Era pastel de queso Ricotta? ¿Era queso de cabra? ¿Llevaba flores o cilantro como acompañamiento?
—Sólo era… un pastel de queso normal —dice, y luego—: Patrick, estás sudando.
—¿Qué tomó la chica? —pregunto, ignorándole—. La que iba con el cliente.
—Bueno, tomó la ensalada campestre, las vieiras y la tarta de limón —dice Luis.
—¿Las vieiras eran a la plancha? ¿O era un sashimi de vieiras? ¿O un ceviche? —pregunto—. ¿O estaban gratinadas?
—No, Patrick —dice Luis—. Estaban… asadas.
La sala de juntas está en silencio mientras considero eso, pensando en ello antes de preguntar, finalmente:
—¿Qué es «asadas», Luis?
—No estoy seguro —dice él—. Creo que se necesita… una sartén.
—¿Y el vino? —pregunto.
—Un sauvignon banc del 85 —dice—. Jordan. Dos botellas.
—¿Y el coche? —pregunto—. ¿Alquilaste un coche mientras estabas en Phoenix?
—Un BMW. —Sonríe—. Deportivo, negro.
—Maravilloso —murmuro, recordando la noche pasada, y cómo me sentí completamente perdido en un retrete de Nell’s (echaba espuma por la boca, y en lo único en que podía pensar era en insectos, en montones de insectos, y en perseguir palomas; echaba espuma por la boca y perseguía palomas)—. Phoenix. Janet Leigh era de Phoenix… —Me atasco, luego continúo—. La cosieron a puñaladas en la ducha. Una escena decepcionante. —Hago una pausa—. La sangre parecía falsa.
—Oye, Patrick —dice Luis, apretándome su pañuelo contra la mano. Cierro los dedos con fuerza, pero se relajan al tocarme Luis—. Dibble y yo vamos a comer la semana que viene en el Yale Club. ¿Te gustaría unirte a nosotros?
—Claro. —Pienso en las piernas de Courtney, abiertas delante de mi cara, y cuando vuelvo a mirar a Luis, durante un breve momento, su cabeza me parece una vagina parlante, lo que me quita el miedo y me impulsa a decir algo, mientras me seco el sudor de la frente—. Llevas un traje… muy bonito, Luis. —Lo último que se me podría ocurrir.
Él baja la vista, como si estuviera aturdido, y luego se ruboriza, avergonzado, y me toca la solapa.
—Gracias, Pat. También tú tienes un aspecto estupendo… como de costumbre.
Y cuando estira la mano para tocarme la corbata, se la cojo antes de que sus dedos lleguen a ella, y le digo:
—Tu cumplido ha sido suficiente.
Reed Thompson entra, llevando una chaqueta cruzada de lana lisa con cuatro botones y una camisa de algodón a rayas y una corbata de seda, todo Armani, además de unos calcetines de algodón azules de Interwover, un tanto horteras y unos zapatos de Ferragamo que parecen idénticos a los míos, con un ejemplar del Wall Street Journal sujeto en una mano muy cuidada y un abrigo de tweed Bill Kaserman doblado descuidadamente en el otro brazo. Saluda con la cabeza y se sienta frente a nosotros. Poco después entra Todd Broderick, que lleva un traje cruzado de lana a rayas con seis botones y una camisa a rayas anchas y una corbata de seda, todo de Polo, además de un llamativo pañuelo de bolsillo de lino que estoy casi seguro de que también es de Polo. McDermott entra después, con un ejemplar de esta semana de la revista New York y el Financial Times de esta mañana. Lleva unas gafas nuevas sin graduar de Oliver Peoples con montura de madera de secoya, un traje blanco y negro de espiguilla sin cruzar con solapas en forma de V, una camisa de algodón a rayas con cuello volado y una corbata de seda con dibujo escocés, todo ello diseñado y realizado por John Reyle.
Sonrío, alzando las cejas, a McDermott, que ocupa hoscamente el asiento junto al mío. Suspira, abre el periódico y se pone a leer en silencio. Como no ha dicho ni «hola» ni «buenos días» puedo asegurar que está jodido y sospecho que por algo que tiene que ver conmigo. Por fin, notando que Luis está a punto de preguntar algo, me vuelvo hacia McDermott.
—¿Oye, McDermott, qué te pasa? —Sonrío sin ganas—. ¿Había mucha cola para el Stairmaster esta mañana?
—¿Quién ha dicho que pasa algo? —pregunta, sorbiendo por la nariz, mientras pasa las páginas del Financial Times.
—Oye —le digo, inclinándome hacia él—. Ya te pedí disculpas por lo que te grité sobre la pizza la otra noche en Pastels.
—¿Quién ha dicho que sea por eso? —pregunta, muy tenso.
—Creía que ya lo habíamos aclarado —susurro, agarrando el brazo de su butaca y sonriendo hacia Thompson—. Lamento haber dicho eso de las pizzas de Pastels. ¿Satisfecho?
—¿Quién ha dicho que sea por eso? —vuelve a preguntar.
—¿Entonces por qué es, McDermott? —susurro, notando movimiento detrás de mí. Cuento hasta tres y luego me vuelvo, cogiendo a Luis inclinado hacia mí, tratando de escuchar. Sabe que le he cogido y se deja caer lentamente en su butaca, culpable.
—McDermott, esto es absurdo —susurro—. No puedes estar enfadado conmigo porque opino que las pizzas de Pastels son… secas.
—Que se cuartean —dice fulminándome con la mirada—. Lo que dijiste exactamente fue que eran secas y se cuarteaban.
—Lo siento —digo—. Pero tengo razón. Así son. Leíste la reseña del Times, ¿a que sí?
—Mira. —Busca en el bolsillo y me tiende la fotocopia de un artículo—. Sólo te quería demostrar que estás equivocado. Lee esto.
—¿De qué se trata? —pregunto, abriendo la página plegada.
—Es un artículo sobre tu héroe, Donald Trump —dice McDermott, sonriendo maliciosamente.
—Seguro que lo es —digo, con aprensión—. ¿Por qué nunca le veo, me pregunto?
—Y… —McDermott ojea el artículo y señala con un dedo acusador el párrafo de abajo—. ¿Dónde cree Donald Trump que sirven la mejor pizza de Manhattan?
—Déjame que lo lea —digo, suspirando e indicándole con un gesto de que se aparte—. Podrías estar confundido. Vaya foto tan espantosa.
—Bateman, mira. Lo he subrayado —dice él.
Hago como que leo el jodido artículo, pero me estoy enfadando de verdad y tengo que devolvérselo a McDermott y preguntarle, totalmente hundido:
—¿Y qué? ¿Qué quieres dar a entender con esto? ¿Qué estás tratando de decirme, McDermott?
—¿Y ahora qué piensas de la pizza de Pastels, Bateman? —pregunta afectadamente.
—Bueno —digo yo, eligiendo las palabras con mucho cuidado—. Pienso que tengo que volver a probar esa pizza… —Lo estoy diciendo con los dientes apretados—. Lo único que quiero dejar sentado es que la última vez que estuve allí la pizza estaba…
—¿Seca y cuarteada? —propone McDermott.
—Sí. —Me encojo de hombros—. Cuarteada.
—Vaya, vaya. —McDermott sonríe, triunfante.
—Oye si a Donny le gusta la pizza de Pastels —empiezo, odiando tener que admitir esto delante de McDermott, y suspiro y añado casi ininteligiblemente—, también me gusta a mí.
McDermott lanza un grito de alegría.
Cuento tres corbatas de crepé de seda, una corbata de seda y satén de Versace, dos corbatas anchas de seda, una corbata de seda de Kenzo, dos corbatas a cuadros de seda. Los aromas de Xeryus y Tuscany y Armani y Obsession y Polo y Grey Flannel e incluso de Antaeus se mezclan, imponiéndose unos a otros al desprenderse de los trajes al aire, formando una extraña combinación: un perfume frío, mareante.
—Pero no me disculpo —le advierto a McDermott.
—Ya te has disculpado, Bateman —dice él.
Entra Paul Owen llevando una chaqueta de cachemira de sport con un solo botón, unos pantalones tropicales de franela, una camisa de cuello alto de Ronaldus Shamask, pero lo que de verdad me impresiona es la corbata, de audaces rayas azules y negras y amarillas de Andrew Fezza para Zanzarra. Carruthers también se excita, y se inclina sobre mi butaca y pregunta, si es que le he escuchado correctamente:
—¿Crees que lleva un suspensor a juego con esa cosa?
Como no respondo, se echa hacia atrás, abre un Sports Illustrated que está en medio de la mesa y, tarareando para sí mismo, se pone a leer un artículo sobre los submarinistas olímpicos.
—Hola, Halberstam —dice Owen, al pasar.
—Hola, Owen —digo yo, admirando el modo en que lleva cortado y peinado hacia atrás el pelo, con una parte tan lisa y puntiaguda que… me deja destrozado y hace que tome nota mental para preguntarle dónde compra los productos para el cuidado del pelo, qué tipo de espuma usa, aunque supongo, después de calibrar todas las posibilidades, que es Ten-X.
Entra Greg McBride y se detiene junto a mi butaca.
—¿Has visto el programa de la Winters de esta mañana? Tremendo. Una orgía total. —Y nos damos una palmada en la mano antes de que él ocupe un asiento entre Dibble y Lloyd. Sabe Dios de dónde vienen.
Kevin Forrest, que entra con Charles Murphy, dice:
—Tengo estropeado el contestador. Me lo jodió Felicia.
Ni siquiera presto atención a lo que llevan puesto. Pero me sorprendo mirando los gemelos de Murphy, modelo exclusivo con un búho con ojos azules de cristal.