Deck chairs

Courtney Lawrence me invita a cenar un lunes por la noche y la invitación parece implicar vagamente algo sexual, de modo que acepto, pero una parte de la cita consiste en cenar con dos graduados en Camden, Scott y Anne Smiley, en un restaurante nuevo de Columbus que han elegido ellos y se llama Deck Chairs, un sitio que he hecho que investigara mi secretaria antes de dejar hoy la oficina, para que me propusiera tres menús alternativos que podría pedir. Las cosas que Courtney me ha contado de Scott y Anne —él trabaja en una agencia de publicidad, ella abre restaurantes con el dinero de su padre, el más reciente 1968, en el Upper East Side— en la interminable carrera en taxi hacia la parte alta de la ciudad, han sido sólo ligeramente menos interesantes que oír en qué ha consistido el día de Courtney: tratamiento facial en Elizabeth Arden, compra de menaje de cocina en la Pottery Barn (todo esto, naturalmente, después de haber tomado litio) antes de bajar hasta Harry’s donde tomó unas copas con Charles Murphy y Rusty Webster, y donde Courtney se olvidó la bolsa de menaje de cocina de Pottery Barn que había dejado debajo de la mesa. El único detalle de la vida de Scott y Anne que me parece remotamente sugerente es que adoptaron a un chico coreano de trece años al año siguiente de casarse, lo llamaron Scott Jr. y lo mandaron a Exeter, donde Scott había estudiado cuatro años antes de que fuera yo.

—Sería mejor que hubieran reservado mesa —le advierto a Courtney en el taxi.

—No fumes ese puro, Patrick —dice ella lentamente.

—¿No es ése el coche de Donald Trump? —pregunto, mirando la limusina que se ha parado junto a nuestro taxi.

—Dios santo, Patrick. Cállate —dice Courtney, con voz espesa y de drogada.

—¿Sabes, Courtney? Tengo un walkman en mi attaché de Bottega Veneta y me lo podría poner —digo—. Deberías tomar algo más de litio. O una Diet Cake. Algo de cafeína te levantaría un poco.

—Lo único que quiero es tener un niño —dice suavemente, mirando por la ventanilla al vacío—. O mejor dos… niños…, sería perfecto.

—¿Hablas conmigo o con ese tipo? —digo, en un suspiro, pero lo bastante fuerte para que me oiga el taxista israelí, y Courtney probablemente no dice nada.

El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre perfumes y barras de labios y maquillajes. Luis Carruthers, el novio de Courtney, está fuera de la ciudad, en Phoenix, y no volverá a Manhattan hasta última hora del jueves. Courtney lleva una chaqueta y un chaleco de lana, un jersey de lana y pantalones de gabardina de Bill Blass, pendientes de cristal, esmalte y plata dorada de Gerard E. Yosca, y zapatos Orsay de seda y raso de Manolo Blahnik. Yo llevo una chaqueta de tweed hecha a la medida, pantalones y una camisa de algodón de la tienda de Alan Flusser y una corbata de seda de Paul Stuart. Esta mañana he tenido que esperar veinte minutos por el Stairmaster en mi gimnasio. Saludo con la mano a un mendigo de la esquina de la Cuarenta y nueve con la Octava, luego le hago un corte de manga.

Esta noche la conversación se centra en el nuevo libro de Elmore Leonard —que no he leído—; ciertas reseñas de restaurantes —que sí—; la grabación inglesa de Les Misérables comparada con la del reparto norteamericano; ese nuevo bistró salvadoreño de la Segunda esquina con la Ochenta y tres, y sobre qué columnas de cotilleos están mejor escritas —la del Post o la del News. Al parecer Anne Smiley y yo tenemos una amiga común. Se trata de una camarera del Abertone’s, de Aspen, a la que violé con un bote de spray para el pelo las Navidades pasadas cuando fui allí a esquiar durante las vacaciones. Deck Chairs está abarrotado, resulta atronador porque la acústica es espantosa debido a los techos altos y, si no me equivoco, al estruendo contribuye una versión New Age de «White Rabbit» que atruena desde los altavoces de las esquinas del techo. Un chico que se parece a Forrest Atwater —pelo rubio peinado hacia atrás, gafas graduadas con montura de madera de secoya, traje Armani con tirantes— está sentado con Caroline Baker, una chica que trabaja de inversionista en Drexel, me parece, y que no tiene buen aspecto. Necesita más maquillaje, y el conjunto de tweed de Ralph Lauren que lleva puesto es demasiado austero. Están en una mesa mediocre de delante de la barra.

—Lo llaman cuisine de California clásica —me dice Anne, acercándoseme, después de haber pedido. Lo que acaba de decir merece una reacción, supongo, y como Scott y Courtney están discutiendo los méritos de la columna de cotilleos del Post, tengo que contestarle algo.

—¿Quieres decir, comparada, digamos, con la cuisine de California? —pregunto, con mucho cuidado, midiendo cada palabra, y añado en voz bastante baja—: ¿O con la cuisine post-California?

—Quiero decir que sé que esto suena a muy moderno, pero hay muchísima diferencia. Es algo sutil —dice ella—, pero la hay.

—Me han hablado de la cuisine post-California —digo, plenamente consciente de la decoración del restaurante: las tuberías a la vista y la cocina abierta para pizzas y las… sillas de cubierta[2]—. De hecho, la he probado. ¿Nada de verduras? ¿Conchas con burritos? ¿Galletitas Wasabi? ¿Voy bien? Y, a propósito, ¿te han dicho alguna vez que eres exactamente igual que Garfield, aunque aplastado y despellejado y con un espantoso jersey Ferragamo que alguien te echó por encima antes de llevarte corriendo al veterinario? ¿Fusilli? ¿Aceite de oliva con brie?

—Exacto —dice Anne, impresionada—. Courtney, ¿de dónde has sacado a Patrick? Sabe tantas cosas. Me refiero a que la idea que tiene Luis de la cuisine de California es media naranja y unos gelati —dice, encantada, luego se ríe, animándome a reírme con ella, lo que hago, dudándolo un poco.

De primer plato pido radicchio con una especie de calamar. Anne y Scott piden ragú de cazón con violetas. Courtney casi se queda dormida cuando tiene que reunir todas sus fuerzas para leer la carta, pero antes de que resbale de la silla la cojo por los hombros, tiro de ella, y Anne pide en su lugar, algo simple y ligero como palomitas de maíz estilo Cajun, que no están en la carta, pero como Anne conoce a Noj, el cocinero, éste le prepara unas pocas…, ¡sólo para Courtney! Scott y Anne insisten en que todos debemos pedir una especie de pejerrojo renegrido, una especialidad de Deck Chairs que, por suerte para ellos, es uno de los primeros platos que Jean me ha elegido. Si no lo hubiera sido, y si a pesar de todo ellos hubieran insistido en que yo lo pidiera, habría habido muchas posibilidades de que después de cenar hubiera irrumpido en el estudio de Scott y Anne hacia las dos de esta madrugada —después de Ultimas noticias con David Letterman— y los hubiese hecho picadillo con un hacha, primero obligando a Anne a que viera cómo se desangraba Scott por las heridas del pecho, y luego habría encontrado el modo de ir a Exeter, donde echaría un frasco de ácido por encima de la cabeza de ojos oblicuos de su hijo. Nuestra camarera es una tía buena que lleva unos zapatos dorados de lagarto con piedras falsas. He olvidado devolver la cinta al video club esta noche y me insulto en silencio mientras Scott pide dos botellas grandes de San Pellegrino.

—Lo llaman cuisine de California clásica —me dice Scott.

—¿Por qué no vamos al Zeus Bar la semana que viene? —le sugiere Anne a Scott—. ¿Crees que tendremos problemas para conseguir mesa un viernes? —Scott lleva un jersey de cachemira a rayas rojas y púrpura y negras de Paul Scott, pantalones muy anchos de pana de Ralph Lauren y mocasines de Cole-Haan.

—Bueno…, podría ser —dice.

—Es una buena idea. Me gusta muchísimo —dice Anne, cogiendo una pequeña violeta de su plato y oliéndola antes de ponérsela cuidadosamente en la lengua. Lleva un jersey de lana y mohair tejido a mano, rojo, púrpura y negro de Koos van Den Akker Couture, y pantalones de Anne Klein, con zapatos de cuero abiertos por delante.

Un camarero, no la tía buena, se acerca a la mesa para ver si queremos otra copa.

—J&B. Solo —digo, antes de que pida ninguno de los demás.

Courtney pide un champán con hielo, lo que me atrae secretamente.

—Oh —dice, como si se acordara de algo—, ¿podría tomarlo con una rodaja?

—¿Una rodaja de qué? —le pregunto, enfadado, incapaz de contenerme—. Déjame que lo adivine. ¿Melón? —Y estoy pensando: oh Dios mío por qué no has devuelto esos jodidos vídeos Bateman estúpido hijoputa.

—¿De limón, señorita? —dice el camarero, lanzándome una mirada gélida.

—Sí, claro. De limón —asiente Courtney, que parece perdida en una especie de sueño…, pero contenta, ignorando todo lo demás.

—Yo tomaré una copa de…, oh, Dios mío, creo que de Acacia —dice Scott, y luego se dirige a la mesa—. ¿Quiero un blanco? ¿Quiero de verdad un chardonnay? ¿Podemos tomar el pejerrojo con un cabernet?

—Estoy de acuerdo —dice Anne, animándole.

—Muy bien, tomaré el…, vaya, el sauvignon blanc —dice Scott.

El camarero sonríe, confuso.

Scottie —chilla Anne—. ¿El sauvignon blanc?

—Sólo bromeaba —se ríe él tontamente—. Tomaré el chardonnay. El Acacia.

—Eres un payaso. —Anne sonríe aliviada—. Resultas hasta divertido.

—Tomaré el chardonnay —le dice Scott al camarero.

—Muy bien —dice Courtney, dándole unos golpecitos en la mano.

—Yo sólo tomaré… —dice Anne, vacilando—. Bueno, sólo tomaré una Diet Coke.

Scott levanta la vista de un trozo de pan de avena que estaba mojando en una pequeña lata de aceite de oliva.

—¿No vas a tomar alcohol esta noche? —pregunta.

—No —dice Anne, sonriendo atravesadamente. ¿Quién sabe por qué? ¿Y a quién coño le importa?—. No me apetece.

—¿Ni siquiera una copa de chardonnay? —le pregunta Scott—. ¿Y qué tal un sauvignon blanc?

—Tengo clase de aerobic a las nueve —dice ella, resbalando, perdiendo el control—. La verdad es que no podría.

—Bueno, pues entonces yo no quiero nada —dice Scott, decepcionado—. Quiero decir que tengo una a las ocho en Xclusive.

—¿Quiere alguien saber dónde voy a estar yo mañana a las ocho? —pregunto.

—No, cariño. Sé que te gusta mucho el Acacia. —Anne se echa hacia delante y le aprieta la mano a Scott.

—No, querida. Seguiré con San Pellegrino —dice Scott, molesto.

Tamborileo muy fuerte con los dedos en la mesa, diciendo «mierda, mierda, mierda, mierda» para mí mismo. Courtney tiene los ojos semicerrados y respira pesadamente.

—Oye. Me arriesgaré —dice Anne, por fin—. Tomaré Diet Coke con ron.

Scott suspira, luego sonríe, resplandeciente de verdad.

—Muy bien.

—Tendrán Diet Coke sin cafeína, ¿verdad? —pregunta Anne al camarero.

—¿Sabes? —la interrumpo—, deberías tomado con Diet Pepsi. Es mucho mejor.

—¿De verdad? —pregunta Anne—. ¿A qué te refieres?

—A que deberías tomar Diet Pepsi en vez de Diet Coke —digo—. Es mucho mejor. Tiene más burbujas. Y un sabor más limpio. Casa mejor con el ron y tiene un contenido de sodio más bajo.

El camarero, Scott, Anne e incluso Courtney, me miran como si hubiera hecho una especie de observación diabólica, apocalíptica, como si hubiera echado abajo un mito, o faltado a un juramento que se observaba solemnemente. Además, de repente, el Deck Chairs queda casi en silencio. Ayer por la noche alquilé una película que se titulaba Dentro del culo de Lydia y mientras me hacían efecto dos Halcion y de hecho tomaba Diet Pepsi, contemplé cómo Lydia —una tía muy buena, rubia teñida, totalmente bronceada, con un culo perfecto y grandes tetas— se chupaba a un tipo con una polla enorme mientras otra tía buena rubia con un coño rubio perfectamente depilado se arrodillaba detrás de Lydia y después de meterle la lengua en el culo y chuparle el coño, empezaba a meter un vibrador plateado muy largo y engrasado en el culo de Lydia y la follaba con él mientras le seguía comiendo el coño y el tipo de la polla tan enorme se corría sobre la cara de Lydia mientras ella le chupaba las pelotas y luego Lydia tenía un orgasmo potentísimo que parecía auténtico, y luego la chica de detrás de Lydia se arrastraba y chupaba el semen de la cara de Lydia y luego hacía que Lydia chupara el vibrador. Lo nuevo de Stephen Bishop salió el martes pasado y ayer en Tower Records lo compré en disco compacto, casete y álbum, porque quiero tenerlo en los tres formatos.

—Oye —digo, con voz temblorosa de emoción—, toma lo que quieras, pero yo te recomiendo la Diet Pepsi. —Bajo la vista hacia mi regazo, miro la servilleta azul, con las palabras Deck Chairs bordadas en el borde, y durante un momento creo que voy a llorar; me tiembla la barbilla y no puedo tragar.

Courtney se echa hacia delante y me toca suavemente la muñeca, acariciando mi Rolex.

—Todo va bien, Patrick. La verdad es…

Un dolor agudo cerca del hígado se impone a la oleada de emoción y me siento muy tieso en la silla, sorprendido, confuso, y el camarero se marcha y luego Anne pregunta si hemos visto la reciente exposición de David Onica y me siento más tranquilo.

Resulta que no hemos visto la exposición, pero yo no quiero ser tan hortera como para sacar a relucir que tengo un cuadro suyo, con que le doy una patadita a Courtney por debajo de la mesa. Eso la hace salir del estupor producido por el litio y dice como un robot:

—Patrick tiene un Onica. Lo tiene, de verdad.

Yo sonrío, encantado; doy un trago a mi J&B.

—Oh, es fantástico, Patrick —dice Anne.

—¿De verdad? ¿Un Onica? —pregunta Scott—. ¿No son muy caros?

—Bueno, se podría decir… —Doy un trago a mi copa, súbitamente confuso: se podría decir…, decir, ¿el qué?—. Nada.

Courtney suspira, a la espera de otra patada.

—El de Patrick le costó veinte mil dólares. —Parece fuera de su mente, mientras coge un trocito de pan de avena caliente.

Le lanzo una mirada penetrante y trato de no soltar un silbido.

—Bueno, no, Courtney, en realidad fueron cincuenta.

Ella alza lentamente la vista del pan de avena que está desmenuzando entre los dedos y, aunque a pesar de su bruma de litio se las arregla para mirarme de un modo tan malicioso que automáticamente me humilla, no me humilla lo suficiente como para contarles a Scott y Anne la verdad: que el Onica sólo me costó veinte de los grandes. Pero la amenazadora mirada de Courtney —aunque yo podría estar reaccionando equivocadamente y ella sólo mirara con desagrado los dibujos de las columnas, las persianas de la claraboya, los jarrones Montigo llenos de tulipanes púrpura que se alinean en la barra— me asusta lo bastante como para no contar cómo me hice con el Onica. Es una mirada que puedo interpretar con bastante facilidad. Advierte: dame otra patada y no mientas, ¿lo entiendes?

—Parece un precio… —empieza Anne.

Contengo la respiración, con la cara rígida por la tensión.

—… bajo —murmura.

Suelto el aire.

—Lo es. Hice un negocio fabuloso —digo yo, atragantándome.

—¿Pero cincuenta mil? —pregunta Scott, con desconfianza.

—Bueno, creo que su obra… tiene una especie de… cualidad…, está maravillosamente proporcionada… —Hago una pausa, tratando de recordar una frase de una crítica que vi en la revista New York—: Es intencionadamente burlona.

—¿No tiene uno Luis, Courtney? —pregunta Anne, y luego da unos golpecitos a Courtney en el brazo—. ¿Courtney?

—Que Luis… tiene… ¿el qué? —Courtney mueve la cabeza como si se la quisiera aclarar, abriendo mucho los ojos, como si quisiera asegurarse de que no se le van a cerrar.

—¿Quién es Luis? —pregunta Scott, haciendo señas a la camarera para que se lleve la mantequilla que acaba de poner en la mesa…, valiente merienda de negros.

Anne responde por Courtney.

Su novio —dice, después de mirar a Courtney, que está muy confusa y, de hecho, busca mi ayuda.

—¿Dónde está? —pregunta Scott.

—En Texas —digo yo rápidamente—. Está en Phoenix, quiero decir.

—No —dice Scott—. Me refiero a en qué empresa.

—L. F. Rothschild —dice Anne, a punto de mirar a Courtney para que se lo confirme, pero me mira a mí—. ¿Es así?

—No. Trabaja en P & P —digo—. Trabajamos juntos.

—¿No salía antes con Samantha Stevens? —pregunta Anne.

—No —dice Courtney—. Sólo era una foto que sacaron en W.

Termino mi copa en cuanto me la traen y hago señas casi inmediatamente para que me traigan otra y pienso que Courtney es un bombón, pero acostarme con ella no vale esta cena. La conversación cambia violentamente mientras yo estoy mirando a una mujer de un aspecto estupendo del otro lado de la sala —rubia, grandes tetas, vestido ajustado, zapatos de raso con tacones dorados— cuando Scott se pone a hablarme de su nuevo lector de discos compactos mientras Anne parlotea inconscientemente con una pirada y completamente distraída Courtney sobre los nuevos tipos de pasteles de arroz y trigo bajos en sodio, la fruta fresca y la música New Age, especialmente Manhattan Streamroller.

—Es un Aiwa —dice Scott—. Tendrías que oírlo. El sonido… —hace una pausa, cierra los ojos en éxtasis, sin dejar de masticar el pan de avena— es fantástico.

—Bueno, como sabes, Scottie, el Aiwa está bien. —¿Será posible? Scottie, estoy pensando—. Pero el Sansui es el mejor. —Hago una pausa, luego añado—: Lo sé, porque tengo uno.

—Pues yo creía que el mejor era el Aiwa. —Scott parece preocupado, pero no lo bastante para que yo me dé por satisfecho.

—No importa, Scott —digo—. ¿El Aiwa tiene control remoto digital?

—Sí —dice.

—¿Y control informático?

—Bueno. Eso es una tontería.

—¿Viene el equipo con un giradiscos con plato de metacrilato y bronce?

—Sí —miente el muy hijoputa.

—¿Tiene tu equipo un… sintonizador Accophase T-106? —le pregunto.

—Claro —dice, encogiéndose de hombros.

—¿Estás seguro? —digo—. Piénsalo bien.

—Sí. Creo que sí —dice, pero la mano le tiembla cuando coge un poco más de pan de avena.

—¿Qué tipo de altavoces lleva?

—Duntech de madera —me responde, con demasiada rapidez.

—Amigo mío, deberías tener unos altavoces V Infinity IRS —digo—. O unos…

—Espera un momento —me interrumpe—. ¿Altavoces V? Nunca he oído hablar de altavoces V.

—Es lo que quería decirte —digo—. Si no tienes los V, es como si escucharas un jodido walkman.

—¿Cuál es la respuesta de bajos de esos altavoces? —me pregunta, con desconfianza.

—Quince hertzios ultrabajos —murmuro, separando cada palabra.

Eso hace que se calle durante un momento. Anne habla monótonamente sobre yogur congelado sin grasa y chow chows. Me echo hacia atrás en el asiento, satisfecho de haber dejado fuera de combate a Scott, pero éste enseguida recupera la compostura y dice:

—En cualquier caso… —tratando de comportarse como si no le importara tener un mierdoso estéreo muy barato— hoy compramos el nuevo de Phil Collins. Deberías oír lo estupendamente que suena «Groovy Kind of Love» en el aparato.

—Sí, creo que es con mucho la mejor canción que ha compuesto jamás —digo, bla bla bla, y pienso que es algo en lo que al fin podemos estar de acuerdo Scott y yo. Llegan los platos de pejerrojo y tienen un aspecto raro y Courtney se excusa y va al servicio de señoras y, al cabo de media hora, sin que aún haya regresado, me dirijo al fondo del restaurante y me la encuentro dormida en el guardarropa.

Pero en su apartamento se tumba desnuda, y tiene las piernas —bronceadas y fuertes gracias al aerobic y musculosas— abiertas y yo estoy de rodillas delante de su coño mientras me la meneo y en el momento en que me pongo a chupárselo ella ya se ha corrido dos veces y tiene el coño tenso y caliente y húmedo y yo se lo abro, metiendo los dedos, mientras sigo meneándomela con la otra mano. Le alzo el culo, con ganas de meterle la lengua dentro, pero a ella no le apetece y levanto la cabeza y busco en la antigua mesilla de noche Portian el condón que está en el cenicero de Palio junto a la lámpara halógena Tensar y el jarrón de cerámica D’Oro y lo abro con dos dedos pegajosos y brillantes, y los dientes, y luego me lo pongo, con gran facilidad, en la polla.

—Quiero que me folles —gime Courtney, estirando las piernas hacia atrás, con lo que la vagina se le abre más, mientras se la toca con los dedos, que me hace chupar, y que tienen unas uñas largas y rojas, y el flujo de su coño, que brilla a la luz que llega de las farolas de la calle y se cuela por entre las persianas Stuart Hall, sabe a rosa y dulce y ella me lo pasa por la boca y labios y lengua antes de que se enfríe.

—Muy bien —digo, poniéndome encima de ella. Meto garbosamente mi polla en su coño, besándola con fuerza en la boca, y empujo dentro de ella con golpes prolongados de mi polla y de las caderas, subiendo y bajando, al ritmo de nuestro momento de mayor deseo, y mi orgasmo sube desde la base de mis cojones, de mi culo, avanzando por la polla y poniéndola tan tensa que casi me duele, pero entonces, a mitad de un beso, alzo la cabeza, dejando que la lengua le cuelgue de la boca y se ponga a chuparse sus propios labios rojos y dilatados, y mientras sigo empujando, aunque con menos fuerza, me doy cuenta de que hay… un problema de algún tipo que ahora no puedo saber cuál es…, pero me domina mientras miro la botella medio vacía de Evian de la mesilla de noche y digo anhelante:

—Mierda. —Y me salgo.

—¿Qué pasa? —gimotea Courtney—. ¿Has olvidado algo?

Sin contestar, me levanto de la cama y entro dando tumbos en el cuarto de baño, tratando de quitarme el condón, pero está medio pegado y mientras me lo despego tropiezo accidentalmente contra la balanza Genold al tiempo que también intento encender la luz y, en el proceso, me hago daño en el dedo gordo del pie. Entonces, maldiciendo, consigo abrir el armarito de las medicinas.

—Patrick, ¿qué estás haciendo? —pregunta desde el dormitorio.

—Estoy buscando el lubricante espermicida soluble en agua —le contesto—. ¿Qué crees que estoy haciendo? ¿Buscando un Advil?

—Dios mío —grita ella—. ¿No has tomado nada?

—Courtney —vuelvo a gritar, fijándome en un pequeño corte de cuchilla de afeitar que tengo encima del labio—. ¿Dónde está?

—No te oigo, Patrick —grita ella.

—Luis tiene un gusto terrible en colonia —murmuro, cogiendo un frasco de Paco Rabanne y oliéndolo.

—¿Qué estás diciendo? —grita ella.

—El lubricante espermicida soluble en agua —le contesto gritando, mirándome en el espejo, mientras busco un Clinique Touch-Stick para taparme la cortadura.

—¿Qué es lo que quieres saber… donde está? —grita—. ¿No lo tienes puesto?

—¿Que dónde está el jodido lubricante espermicida soluble en agua? —grito con fuerza—. ¡El lubricante! ¡Espermicida! ¡Soluble! ¡En agua! —Grito esto mientras utilizo su Clinique para taparme el corte, luego me peino el pelo hacia atrás.

—En el estante de arriba —dice ella—. Creo.

Mientras busco en el armarito de las medicinas echo una mirada a la bañera, fijándome en lo sencilla que es, lo que me impulsa a decir:

—¿Sabes, Courtney? Deberías hacer que te pusieran mármol en la bañera, o quizá hacer que te añadieran unos cuantos chorros de jacuzzi —grito—. ¿Me oyes, Courtney?

Al cabo de un rato ella dice:

—Sí…, Patrick. Te oigo.

Por fin encuentro el tubo detrás de un gran frasco —casi una jarra— de Xanax en el estante de arriba del armarito de las medicinas y, antes de que la polla se me ablande del todo, pongo un poco de espermicida en la punta del condón por dentro, luego extiendo otro poco por el látex y después vuelvo al dormitorio y me tiro de un salto a la cama, haciendo que Courtney se agite.

—Patrick, esto no es un jodido trampolín —protesta.

Ignorándola, me arrodillo encima de ella, meto mi polla en el coño de Courtney y ella alza inmediatamente sus caderas para adaptarse a mis empujones. Luego se chupa el pulgar y empieza a frotarse el clítoris. Yo contemplo cómo mi polla entra y sale de su vagina con rápidos empujones.

—Espera —dice ella, entrecortadamente.

—¿Qué? —gruño yo, molesto.

—Luis siempre dijo que despacio y con seguridad —dice ella, jadeando, tratando de quitarme de encima de ella.

—Sí —digo yo, chupándole la oreja—. Luis siempre dice eso. Es un idiota. —Y ahora, espoleado por lo que le desagrada a su estúpido novio, empiezo a moverme más deprisa, acercándome a mi clímax.

—No, imbécil —gruñe ella—. He dicho que Luis siempre deja un espacio de seguridad. No que «Luis lo hace despacio y con seguridad». Déjame en paz.

—¿Cómo? —gruño yo.

—Salte —gruñe ella, resistiéndose.

—No voy a hacerte caso —digo, chupándole sus pequeños y perfectos pezones, los dos muy tiesos y situados en unas tetas duras y grandes.

—¡Que te salgas, maldita sea! —grita.

—¿Qué es lo que quieres, Courtney? —gruño, haciendo más lentos mis empujones hasta que finalmente me enderezo y entonces me arrodillo encima de ella, con la polla todavía medio dentro. Courtney se apoya en la cabecera de la cama y mi polla sale por completo—. Es un final bastante desagradable —señalo—. Me parece.

—Enciende la luz —dice ella, tratando de sentarse.

—Muy bien, coño —digo—. Me voy a casa.

—Patrick —me advierte—. Enciende la luz.

Me estiro y enciendo la lámpara halógena Tensor.

—Es un final desagradable, ¿no crees? —digo.

—Quítatelo —dice ella, cortante.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque tienes que dejar centímetro y medio en la punta —dice, tapándose los pechos con la colcha Hermés y alzando la voz, agotada su paciencia—, ¡para que retenga la fuerza de la eyaculación!

—Me largo de aquí —amenazo, pero no me muevo—. ¿Dónde tienes tu litio?

Se pone una almohada encima de la cabeza y murmura algo, adoptando la posición fetal. Creo que va a echarse a llorar.

—¿Dónde tienes el litio, Courtney? —le vuelvo a preguntar, con tranquilidad—. Debes tomar un poco.

Vuelve a murmurar algo indescifrable y mueve la cabeza —no, no, no— debajo de la almohada.

—¿Qué? ¿Qué dices? —pregunto con una amabilidad forzada, meneándomela débilmente para volver a tener una erección—. ¿Dónde?

Siguen unos sollozos debajo de la almohada, apenas audibles.

—Ahora lloras, pero sigo sin saber lo que estás diciendo. —Trato de quitar la almohada de encima de su cabeza—. ¿Qué decías?

Vuelve a murmurar algo, y de nuevo carece de cualquier sentido lo que dice.

—Courtney —la advierto, poniéndome furioso—, si has dicho lo que creo que has dicho: que el litio está en una caja en el congelador junto al Frusen Glädjé y que es un sorbete… —estoy gritando—, si es eso lo que has dicho, entonces, te mataré. ¿Es un sorbete? ¿Tu litio es un sorbete de verdad? —chillo, quitándole al fin la almohada de la cabeza y cruzándole la cara con una bofetada bastante fuerte.

—¿Crees que me excitas por hacer sexo conmigo sin las debidas precauciones? —me grita a su vez.

—Dios mío, la verdad es que no merece la pena —murmuro, tirando del condón de modo que sobre centímetro y medio en la punta…, de hecho, un poco menos—. Vamos a ver, Courtney, ¿y eso por qué? ¿Eh? Dímelo. —La abofeteo otra vez, esta vez con menos fuerza—. ¿Por qué tiene que sobrar centímetro y medio? ¿Qué es eso de que recoge la fuerza de la eyaculación?

—Eso no me excita. —Está histérica, bañada en lágrimas, ahogándose—. Voy a Barbados en agosto y no quiero tener un sarcoma de Kaposi que me lo joda todo. —Se atraganta, tose—. Quiero ponerme bikini —gime—. Un Narma Kamali que acabo de comprar en Bergdorf’s.

La agarro por la cabeza y la obligo a mirar la colocación del condón.

—¿Ves? ¿Contenta? Estúpida puta de mierda. ¿Estás contenta, estúpida puta de mierda?

Sin mirarme la polla, dice sollozando:

—Terminemos con esto. —Y se vuelve a dejar caer en la cama.

Le meto de nuevo la polla con brusquedad y tengo un orgasmo tan débil que casi resulta inexistente y mi suspiro de intensa, pero en cierto modo esperada decepción, Courtney lo toma equivocadamente por placer y la excita durante un momento, aunque sigue sollozando tumbada debajo de mí en la cama, lloriqueando, y se toca a sí misma, pero se me pone blanda casi al instante —de hecho, durante el momento en que me corro—, pero si lo dejo se pondrá furiosa, de modo que sujeto la base del condón y la trabajo con el dedo. Después de estar allí tumbados, uno al lado del otro, pero separados, como unos veinte minutos con Courtney lamentándose de Luis y de las tablas para carne tan antiguas y la quesera de plata de ley y la fuente metálica que se olvidó en Harry’s, trata de chupármela.

—Quiero volver a follar contigo —le digo—, pero no me gusta ponerme un condón porque no noto nada.

Y ella me dice tranquilamente, apartando la boca de mi arrugada polla, y mirándome:

—Si no lo usas, tampoco vas a sentir nada.