—Hay que llevar los calcetines a juego con los pantalones —le dice Todd Hamlin a Reeves, que le escucha atentamente, removiendo su Beefeater con hielo con un agitador de plástico.
—¿Quién lo dice? —pregunta George.
—Y ahora escucha —explica pacientemente Hamlin—. Si uno lleva pantalones grises, debe llevar calcetines grises. Tan sencillo como eso.
—Espera un momento —interrumpo yo—. ¿Y si los zapatos son negros?
—Queda igual de bien —dice Hamlin, dando un sorbo a su martini—. Pero entonces el cinturón tiene que hacer juego con los zapatos.
—Entonces lo que estás diciendo es que con un traje gris puedes llevar calcetines grises o negros —digo yo.
—Bueno…, sí —dice Hamlin, confuso—. Eso supongo. ¿He dicho eso?
—Vamos a ver, Hamlin —digo yo—. No estoy de acuerdo con lo del cinturón, pues los zapatos están lejos del cinturón. Creo que hay que concentrarse en llevar un cinturón que haga juego con los pantalones.
—Tiene razón —dice Reeves.
Los tres, Todd Hamlin, George Reeves y yo, estamos sentados en el Harry’s y son poco más de las seis. Hamlin lleva un traje de Lubiam, una camisa a rayas y cuello largo muy bonita de Burberry, una corbata de seda de Resikeio y un cinturón de Ralph Lauren. Reeves lleva un traje cruzado de seis botones de Christian Dior, una camisa de algodón, una corbata estampada de Claiborne, zapatos perforados con cordones de Allen-Edmonds, un pañuelo de algodón en el bolsillo, probablemente de Brooks Brothers; unas gafas de sol de Lafon París descansan en una servilleta junto a su copa, y un attaché bastante bonito de T. Anthony en una silla vacía colocada junto a nuestra mesa. Yo llevo un traje de franela a rayas de dos botones y sin cruzar, una camisa de algodón a rayas multicolores y un pañuelo de bolsillo de seda, todo de Patrick Aubert; una corbata de seda con lunares de Bill Blass y gafas graduadas con montura de Lafont Paris. Uno de nuestros lectores de CD portátiles descansa en mitad de la mesa rodeado de vasos y una calculadora. Reeves y Hamlin se han ido pronto de la oficina para hacerse un tratamiento facial y los dos tienen buen aspecto, con la cara rosa pero bronceada, el pelo corto y peinado hacia atrás. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre los Rambos de la vida real.
—¿Y qué pasa con los chalecos? —pregunta Reeves a Tood—. ¿No están… pasados de moda?
—No, George —dice Hamlin—. Claro que no.
—No —me muestro de acuerdo—. Los chalecos nunca han estado pasados de moda.
—El problema, sin embargo, es… ¿cómo se deben llevar? —pregunta Hamlin.
—Deben ser ajustados… —empezamos simultáneamente Reeves y yo.
—Lo siento —dice Reeves—. Sigue, sigue.
—No, no importa —digo yo—. Sigue tú.
—Insisto —dice George.
—Bien, pues deben ajustarse al cuerpo y tapar la cintura —digo—. Deben asomar un poco justo por encima del botón de arriba de la chaqueta del traje. Pero si se ve excesivamente el chaleco, proporcionará al traje un aspecto muy tieso, estirado, que no es deseable.
—Vaya, vaya —dice Reeves, con aspecto confuso—. Exacto. Ya lo sabía.
—Necesito otro J&B —digo, levantándome—. ¿Y vosotros, chicos?
—Beefeater con hielo —me indica Reeves.
—Martini. —Hamlin.
—Enseguida. —Me dirijo hacia la barra y, mientras espero a que Freddy sirva las copas, oigo a un chico, que creo que es ese griego, William Theodocropopolis, del First Boston, que lleva una especie de chaqueta de lana muy hortera de cuadritos y una camisa perfecta, pero que también lleva una corbata de cachemira de aspecto super de Paul Stuart que hace que el traje parezca mejor de lo que se merece, y le está contando a un tipo, otro griego, que toma una Diet Cake:
—De modo que escucha, Sting estaba en Chernoble…, ya sabes, ese sitio que abrieron los que abrieron Tunnel…, y luego salió en Page Six y alguien conducía un Porsche 911 y dentro del coche estaba Whitney y…
Al volver a nuestra mesa, Reeves le está contando a Hamlin cómo se burla de los sin hogar de la calle, cómo les tiende un dólar y cuando se acercan lo aparta y se lo mete en el bolsillo.
—Oye, la cosa funciona —insiste—. Se quedan tan sorprendidos que no dicen nada.
—Limítate… a decirles… que no —le digo, dejando las copas en la mesa—. Es lo único que tienes que decir.
—¿Limitarme a decirles que no? —Hamlin sonríe—. ¿Funciona eso?
—Bueno, en realidad sólo con las mujeres sin hogar preñadas —admito.
—Apuesto lo que sea a que no has probado a limitarte a decirle que no al gorila ese de más de dos metros de la calle Chambers —dice Reeves—. El que lleva una pipa de crack.
—¿Habéis oído hablar de ese club que se llama Nekenieh? —pregunta Reeves.
Distingo a Paul Owen que está sentado a una mesa del otro lado de la sala con un tipo que se parece mucho a Trent Moore, o a Roger Daley, y con otro tipo que se parece a Frederick Connell. El abuelo de Moore es dueño de la empresa en la que trabaja él. Trent lleva un traje espantoso de lana de cuadritos mínimos.
—¿Nekenieh? —pregunta Hamlin—. ¿Qué es eso de Nekenieh?
—Tíos, tíos —digo yo—. ¿Quién es ese que está sentado con Paul Owen allí? ¿Es Trent Moore?
—¿Dónde? —Reeves.
—Los que se levantan. En aquella mesa —digo yo—. Esos tipos.
—¿No es Madison? No, es Dibble —dice Reeves. Se pone sus gafas graduadas para asegurarse.
—No —dice Hamlin—. Es Trent Moore.
—¿Estás seguro? —pregunta Reeves.
Paul Owen se detiene junto a nuestra mesa al salir. Lleva unas gafas de sol de Pesol y un attaché de Coach Leatherware.
—Hola, ¿qué tal? —dice Owen, y presenta a los dos tipos con los que está: Trent Moore y uno que se llama Paul Denton.
Reeves y Hamlin y yo estrechamos sus manos sin levantamos. George y Todd se ponen a hablar con Trent, que es de Los Ángeles y sabe dónde está situado Nekenieh. Owen vuelve su atención hacia mí, lo que me pone un poco nervioso.
—¿Cómo te ha ido últimamente? —pregunta Owen.
—Estupendamente —digo yo—. ¿Y a ti?
—Tremendo —dice él—. ¿Cómo va la cuenta de Hawkins?
—Va… —me atasco, y continúo tartamudeando momentáneamente—: Va… bien.
—¿De verdad? —pregunta, vagamente intrigado—. Es interesante —dice, sonriendo, con las manos unidas detrás de la espalda—. ¿No estupendamente?
—Bueno —digo yo—. Ya sabes…
—¿Y cómo está Marcia? —pregunta, paseando la vista por la sala, sin escucharme de verdad—. Es una chica estupenda.
—Claro que sí —digo, temblando—. Tengo… suerte.
Owen me ha confundido con Marcus Halberstam (y eso que Marcus está saliendo con Cecelia Wagner), pero por algún motivo no me importa de verdad y me parece un faux pas lógico pues Marcus trabaja en P & P también, de hecho hace exactamente lo mismo que yo, y también siente debilidad por los trajes Valentino y las gafas graduadas y compartimos el mismo peluquero en el mismo sitio, el Pierre Hotel, de modo que parece comprensible; no me molesta. Pero Paul Denton no deja de mirarme, como si supiera algo, como si no estuviera seguro de si me conoce o no, lo que hace que me pregunte si estuvo en aquel crucero de hace tiempo, una noche del pasado marzo. Si ése es el caso, estoy pensando, debería de tener su número de teléfono o, mejor, su dirección.
—Muy bien, podríamos tomar unas copas —le digo a Owen.
—Estupendo —dice él—. Aquí tienes mi tarjeta.
—Gracias —digo, mirándola atentamente, contento por su falta de gusto, antes de guardármela en la chaqueta—. A lo mejor llevo… —Hago una pausa, y añado cuidadosamente—: A Marcia.
—Sería estupendo —dice él—. Oye, ¿no has estado en ese bistró salvadoreño de la Ochenta y tres? —pregunta—. Cenaremos allí esta noche.
—Sí. Quiero decir, no —digo—. Pero he oído decir que es muy bueno. —Sonrío débilmente y doy un sorbo a mi copa.
—Sí, también yo. —Mira su Rolex—. ¿Trent? ¿Denton? Tenemos que irnos. Tenemos mesa reservada para dentro de quince minutos.
Nos decimos adiós y camino de la salida de Harry’s se detienen en la mesa a la que están sentados Dibble y Hamilton, o por lo menos los que yo creo que son Dibble y Hamilton. Antes de irse, Denton vuelve a mirar hacia nuestra mesa. Me mira a mí, por última vez, y parece dominado por el pánico, como si me reconociera de algo y eso, a su vez, le sacara de sus casillas.
—La cuenta de Fisher —dice Reeves.
—Mierda —digo yo—. No nos lo recuerdes.
—Un hijoputa con suerte —dice Hamlin.
—¿Habéis visto a su novia? —pregunta Reeves—. A Laurie Kennedy. Una tía buena total.
—Yo la conozco —digo, pero rectifico—: La conocía.
—¿Por qué dices eso? —pregunta Hamlin, intrigado—. ¿Por qué dices eso, Reeves?
—Porque salió con ella —dice Reeves, sin interés.
—¿Y cómo lo sabes? —le pregunto, sonriendo.
—Bateman gusta a las chicas. —Reeves suena a un poco borracho—. Es un chico GQ. Eres un GQ total, Bateman.
—Gracias, pero… —No puedo decir si está siendo sarcástico, pero hace que me sienta orgulloso y trato de quitar importancia a lo guapo que soy, diciendo—: esa chica tenía una personalidad espantosa.
—Dios santo, Bateman —protesta Hamlin—. ¿Qué quieres decir con eso?
—¿Cómo? —digo yo—. La tiene.
—¿Y qué? Lo que importa es su aspecto. Laurie Kennedy es un bombón —dice Hamlin enfáticamente—. No pretendas que te interesaba por otro motivo.
—Si tienen una gran personalidad, entonces… algo va muy mal —dice Reeves, en cierto modo confuso por su propia afirmación.
—Si tienen una gran personalidad y no son guapas… —Reeves alza las manos, indicando algo—, ¿a quién le importan?
—Bueno, digamos que hipotéticamente, ¿de acuerdo? ¿Qué pasa si tienen una gran personalidad? —pregunto, sabiendo perfectamente que se trata de un asunto estúpido.
—Estupendo. Hipotéticamente serán mejor pero… —dice Hamlin.
—Lo sé, lo sé. —Sonrío.
—No hay chicas con gran personalidad —decimos todos al unísono, riendo, intercambiando palmadas.
—Una gran personalidad —empieza Reeves— consiste en una chica que sea una tía buena y que satisfaga todas las exigencias sexuales sin ser demasiado puerca y que esencialmente mantenga la jodida boca cerrada.
—Oye —dice Hamlin, asintiendo para mostrar que está de acuerdo—. Las únicas chicas con gran personalidad que son listas o incluso divertidas o medio inteligentes o hasta con talento…, aunque sabe Dios qué coño significa eso…, son chicas feas.
—No hay duda —asiente Reeves.
—Y eso es porque tienen que disimular lo jodidamente poco atractivas que son —dice Hamlin, volviendo a sentarse.
—Bien, mi teoría siempre ha sido —empiezo— que los hombres han venido aquí sólo para procrear, para que prosiga la especie, ¿de acuerdo?
Los dos asienten con la cabeza.
—Y el único modo de hacer eso —continúo, eligiendo las palabras con cuidado— es… que te guste una tía buena, aunque a veces el dinero y la fama…
—Nada de peros —dice Hamlin, interrumpiéndome—. Bateman, ¿me estás diciendo que te lo harías con Ophrah Winfrey? Es rica, tiene poder… ¿Y con Nell Carter? Tiene un espectáculo en Broadway, una voz estupenda…
—Espera un momento —dice Reeves—. ¿Quién coño es Nell Carter?
—No lo sé —digo yo, confundido por el nombre.
—Préstame atención, Bateman —dice Hamlin—. La única razón por la que existen las chicas es para que nos gusten, como acabas de decir tú. Para la supervivencia de la especie, ¿o no? Es tan sencillo —coge la aceituna de su copa y se la mete en la boca— como esto.
Después de una pausa prudente, digo:
—¿Sabéis lo que dijo Ed Gein de las mujeres?
—¿Ed Gein? —pregunta uno de ellos—. ¿El maître del Canal Bar?
—No —digo yo—. Un asesino en serie, de Wisconsin, en los años cincuenta. Era un tipo interesante.
—Siempre te interesan esas cosas, Bateman —dice Reeves, y luego a Hamlin—: Bateman siempre lee esas biografías: la de Ted Bundy y la del Hijo de Sam y la de Visión Fatal y la de Charlie Manson. Las de todos esos.
—Bueno, ¿qué dijo ese Ed? —pregunta Hamlin, interesado.
—Dijo —empiezo yo—: Cuando veo a una chica guapa andando por la calle pienso en dos cosas. Una parte de mí quiere salir con ella y ser amable de verdad y tratarla como se debe. —Me interrumpo, termino el J&B de un trago.
—¿Y qué pensaba su otra parte? —pregunta Hamlin, inseguro.
—En cómo quedaría su cabeza clavada en un palo —digo.
Hamlin y Reeves se miran y luego me miran a mí antes de echarse a reír, y luego los dos se mueven, inquietos.
—Oídme, ¿adónde vamos a cenar? —digo yo, cambiando de tema.
—¿Qué tal ese sitio indio-californiano del Upper West Side? —sugiere Hamlin.
—A mí me parece bien —digo.
—Suena bien —dice Reeves.
—¿Quién reserva mesa? —pregunta Hamlin.