La tintorería china a la que normalmente mando mi ropa manchada de sangre me devolvió ayer una chaqueta Soprani, dos camisas blancas Brooks Brothers y una corbata de Agnes B. todavía con manchas de sangre de alguien. Tengo una cita para comer a las doce —dentro de cuarenta minutos— y antes decido pasar por la tintorería a quejarme. Además de la chaqueta Soprani, las camisas y la corbata, llevo una bolsa de sábanas manchadas de sangre que también necesitan una limpieza. La tintorería china está situada a unas veinte manzanas de casas de mi apartamento del West Side, casi cerca de Columbia, y como anteriormente nunca he estado allí, la distancia me sorprende (hasta ahora la ropa siempre la han recogido en mi apartamento, después de llamarles por teléfono, y luego me la devolvían a las veinticuatro horas). Debido a esta excursión, no tengo tiempo para mis ejercicios de la mañana, y como he dormido demasiado, debido a que me pasé hasta casi la madrugada pegándole a la coca con Charles Griffin y Hilton Ashbury —algo que empezó de modo inocente en la fiesta de una revista en M.K., a la que ninguno habíamos sido invitados, y terminó en mi cajero automático hacia las cinco de la madrugada—, me he perdido el programa de Patty Winters, que de hecho era una repetición de una entrevista con el Presidente, de modo que en realidad no me importa, supongo.
Estoy tenso, llevo el pelo peinado hacia atrás, las Wayfarer puestas, me duele el cráneo, tengo un puro —sin encender— sujeto entre los dientes, y llevo puesto un traje negro Armani, una camisa de algodón Armani y una corbata de seda, también de Armani. Parezco en forma pero tengo el estómago revuelto, la mente muy agitada. Cerca ya de la tintorería china paso rápidamente junto a un mendigo que llora. Un viejo, de cuarenta o cincuenta años, gordo y grisáceo. Y justo cuando estoy abriendo la puerta, me fijo en que, además de eso, también está ciego y le piso el pie, que de hecho es un muñón, haciendo que se le caiga el vaso de plástico de la mano y que las monedas se desparramen por la acera. ¿Lo hice a propósito? ¿Qué crees tú? ¿O fue algo accidental?
Luego, durante diez minutos, señalo las manchas a la menuda vieja china que, supongo, se ocupa de la limpieza y que incluso trae a su marido desde el fondo de la tienda, pues no consigo entender ni una palabra de lo que dice. Pero el marido sigue completamente mudo y no se molesta en traducir. La vieja sigue farfullando algo en lo que supongo que es chino y por fin tengo que interrumpirla.
—Oiga, espere… —Alzo la mano con el puro, con la chaqueta Soprani colgada en el otro brazo—. Ustedes no…, bueno…, espere…, bueno, no me están dando razones válidas.
La china sigue berreando algo, cogiendo las mangas de la chaqueta con una mano minúscula. Le aparto la mano y, echándome hacia delante, le digo muy lentamente:
—¿Qué trata usted de decirme?
Ella sigue berreando, con los ojos muy abiertos. El marido extiende las dos sábanas que ha sacado de la bolsa, ambas salpicadas de sangre seca, y las mira en silencio.
—¿Lavar? —le pregunto—. ¿Trata de decirme que hay que lavarla? —Muevo la cabeza, incrédulo—. ¿Lavarla? Dios mío.
La mujer sigue señalando las mangas de la chaqueta Soprani y cuando se vuelve hacia las dos sábanas que tiene detrás, sus berridos se elevan otra octava.
—Un par de cosas —le digo, hablando más alto que ella—. Una. No se puede lavar una Soprani. Sin la menor duda. Dos… —y entonces más alto, imponiéndome a ella— dos, estas sábanas sólo se pueden conseguir en Santa Fé. Son unas sábanas muy caras y necesito que queden limpias de verdad… —Pero ella sigue hablando y yo asintiendo como si entendiera aquel galimatías. Luego sonrío y me acerco mucho a su cara—. Si no cierra esa jodida boca, voy a matarla, ¿entiende?
La china queda aterrada y su voz se acelera aún más de modo incoherente, con los ojos muy abiertos. Su cara, puede que debido a sus arrugas, parece extrañamente inexpresiva. Vuelvo a señalar patéticamente las manchas, pero entonces me doy cuenta de que es inútil y bajo la mano, esforzándome por entender lo que dice. Luego, como fortuitamente, la interrumpo, hablando otra vez más alto que ella.
—Y ahora escuche, tengo una importante comida de negocios —miro el Rolex—, en Hubert’s, dentro de treinta minutos —y volviendo a mirar la aplastada cara de ojos oblicuos de la mujer, añado—: y necesito que esas…, no, espere, dentro de veinte minutos. Tengo una comida de negocios en Hubert’s dentro de veinte minutos con Ronald Harrison y necesito que esas sábanas estén limpias para esta tarde.
Pero ella no me escucha; sigue hablando incomprensiblemente en el mismo idioma parapléjico, desconocido. Nunca le he tirado un cóctel mólotov a nadie y me pongo a preguntarme qué elementos se necesitan: gasolina, cerillas…, ¿o quizá baste con un mechero?
—Oiga —le suelto, y sinceramente, de modo monótono, acercándome a su cara (la boca se le mueve caóticamente, se vuelve hacia su marido, que asiente durante una extraña y breve pausa), le digo—: No la entiendo a usted.
Me echo a reír, asustado ante lo ridículo de esta situación y, dando una palmada en el mostrador, busco con la vista por la tienda a alguien con quien hablar, pero no hay nadie, y murmuro:
—Esto es una locura. —Suspiro, pasándome la mano por la cara, y luego dejo bruscamente de reír y me noto furioso. Le digo en un gruñido—: Es usted una imbécil. No la puedo soportar.
Ella vuelve a farfullarme algo.
—¿Cómo? —pregunto, escupiendo la palabra—. ¿No me ha oído? ¿Que y un jamón? ¿Qué me está diciendo? ¿Que y un jamón?
Ella vuelve a coger la manga de la chaqueta Soprani. Su marido se mantiene detrás del mostrador, tétrico y desinteresado.
—Es… usted… una… imbécil —bramo.
La mujer vuelve a farfullar algo, impávida, señalando inexorablemente las manchas de las sábanas.
—Puta estúpida. ¿Me entiende? —grito, con la cara roja, a punto de echarme a llorar. Estoy temblando y le arranco la chaqueta, murmurando—: Por el amor de Dios.
Detrás de mí se abre la puerta y suena una campanilla y trato de tranquilizarme. Cierro los ojos, respiro profundamente, recuerdo que debo pasar por el salón de bronceado después de comer, puede que por Hermès o…
—¿Patrick?
Sorprendido por el sonido de una voz de verdad, me doy la vuelta y veo a una chica que reconozco de mi edificio, una chica a la que he visto algunas veces en el portal, mirándome con admiración siempre que paso junto a ella. Es mayor que yo, casi treinta años, bastante guapa, con unos kilos de más, y lleva un chándal —¿de dónde? ¿Bloomingdale’s? No tengo ni idea— y está… radiante. Al quitarse las gafas de sol, me ofrece una amplia sonrisa.
—Hola, Patrick, ya me imaginaba que eras tú.
Como no tengo idea de cómo se llama, murmuro:
—Hola. —Y luego, algo que parece un nombre de mujer, y después la miro, confuso, encogido, tratando de controlar mi enfado, mientras la china sigue soltando chillidos detrás de mí. Por fin, uno las manos y digo—: Muy bien.
La chica se queda allí sin saber qué hacer, hasta que se dirige muy nerviosa hacia el mostrador, con un resguardo en la mano.
—¿No es absurdo? Tener que venir hasta tan lejos…, pero como sabes, son los mejores —dice.
—¿Entonces por qué no pueden quitar estas manchas? —pregunto pacientemente, sin dejar de sonreír, con los ojos cerrados, hasta que la china se calla por fin y los abro—. ¿Eres capaz de hablar o lo que sea con estos chinos? —pregunto delicadamente—. Yo no lo consigo.
La chica se acerca a la sábana que sostiene el viejo.
—Oh, claro, ya lo veo —murmura. En el momento en que intenta tocar la sábana, la vieja la aparta violentamente, e ignorándola, la chica me pregunta—: ¿De qué son? —Vuelve a mirar las manchas y dice—: Dios mío.
—Bueno, verás… —Miro las sábanas, que la verdad es que están hechas una pena—. Se trata, bueno, de zumo de arándanos, zumo de arándanos, sí.
Ella me mira y asiente, como si dudase, luego aventura tímidamente:
—Pues a mí no me parecen arándanos.
Miro atentamente las sábanas durante largo rato antes de tartamudear:
—Bueno, quiero decir, verás…, en realidad son… de Bosco. Ya sabes, son como… —Hago una pausa—. Como las chocolatinas Dove… con Hershey’s Syrup.
—Claro, claro. —Ella asiente con la cabeza, comprendiendo, quizá con cierto escepticismo.
—Oye, si tú pudieras hablar con ellos. —Me echo hacia delante y arranco las sábanas de las manos del viejo—. Te lo agradecería de verdad. —Doblo la sábana y la dejo suavemente en el mostrador; luego, mirando nuevamente mi Rolex, explico—: Se me está haciendo tarde. Tengo una cita para comer en Hubert’s dentro de quince minutos. —Me dirijo hacia la puerta de la tintorería y la china se pone a farfullar de nuevo, amenazándome con un dedo. La miro indignado, obligándome a no imitar los gestos que hace con la mano.
—¿En Hubert’s? ¿De verdad? —pregunta la chica, impresionada—. Está en el centro, ¿verdad?
—Sí, bueno, oye, tengo que irme. —Trato de detener el taxi que se acerca por el otro lado de la calle y, al tiempo, simular gratitud. Le digo: —Gracias…, Samantha.
—Me llamo Victoria.
—Claro, Victoria. —Hago una pausa—. ¿No he dicho eso?
—No. Has dicho Samantha.
—Bien, pues lo siento. —Sonrío—. Ando con problemas.
—¿A lo mejor podemos comer un día de la semana que viene? —sugiere ella, esperanzada, avanzando hacia mí mientras salgo reculando de la tienda—. Ya sabes, estoy a menudo en el centro, cerca de Wall Street.
—No estoy seguro, Victoria. —Me esfuerzo por sonreír disculpándome, apartando mis ojos de sus muslos—. Trabajo sin parar.
—Bueno, entonces, ¿qué tal el sábado? —pregunta Victoria, temiendo resultar ofensiva.
—¿El sábado que viene? —pregunto, volviendo a mirar mi Rolex.
—Sí. —Ella se encoge tímidamente de hombros.
—No puedo, me temo. Voy a ir a la sesión matinal de Les Misérables —miento—. Oye, tengo que irme… —Me paso una mano por el pelo y murmuro—: Dios santo —antes de obligarme a añadir—: Te llamaré.
—Muy bien. —Sonríe, aliviada—. Hazlo.
Miro indignado a la china una vez más y salgo a toda prisa de allí, corriendo hacia un inexistente taxi, y luego me pongo a andar más despacio una manzana o dos después de la tintorería y…
De repente me encuentro mirando a una vagabunda muy guapa que está sentada en los escalones de una casa de Amsterdam, con un vaso de plástico en el escalón de debajo de sus pies, y como guiado por radar me dirijo hacia ella, sonriendo, rebuscando en mi bolsillo para darle unas monedas. Su cara parece demasiado joven y fresca y bronceada para ser la de una vagabunda, lo que hace que sus problemas resulten más dolorosos. La examino cuidadosamente durante los segundos que me lleva ir desde el borde de la acera a los escalones de la casa donde está sentada, con la cabeza caída, mirándose el regazo sin decir nada. Alza la vista, sin sonreír, después de darse cuenta que me he detenido delante de ella. Mi antipatía se desvanece y, queriendo ofrecerle algo agradable, algo sencillo, me inclino, sin dejar de mirarla, con los ojos irradiando simpatía hacia su cara grave, y dejando un dólar en su vaso de plástico, digo:
—Buena suerte.
Le cambia la expresión y debido a ello me fijo en el libro —Sartre— que tiene en el regazo, y luego en la bolsa para libros de la Universidad de Columbia que tiene al lado, y por fin en el café del vaso y en mi dólar flotando en él y, aunque todo esto sucede en cuestión de segundos, parece como a cámara lenta, y entonces ella me mira, luego mira el vaso, y grita:
—Oye, ¿cuál es tu puñetero problema?
Aturdido, agachado encima del vaso, sintiéndome rebajado, tartamudeo:
—No sabía…, no sabía que estaba… lleno. —Y me alejo, temblando, llamando a un taxi, y dirigiéndome a Hubert’s en él.
Alucino y convierto los edificios en montañas, en volcanes, las calles se vuelven junglas, el cielo se convierte en un telón de teatro, y antes de apearme del taxi tengo que ponerme bizco con objeto de aclararme la visión. La comida en Hubert’s se convierte en una constante alucinación en la que me encuentro soñando mientras estoy despierto.