Una cita

Camino de casa desde Xclusive, y después de un intenso masaje shiatsu, me detengo en un quiosco cercano al edificio donde vivo y examino detenidamente la hilera de revistas «Sólo para adultos» con el walkman funcionando, y las tensas melodías del Canon de Pachelbel en cierto modo complementan las fotografías iluminadas con dureza de las revistas que hojeo. Compro El vibrador de las putas lesbianas y Coño con coño, junto con el último Sports Illustrated y el último número de Esquire, aunque estoy suscrito a ellas y ya me deben de haber llegado por correo. Espero a que el quiosco se vacíe para pagar. El quiosquero dice algo y hace un gesto señalándose su ganchuda nariz mientras me da las revistas y el cambio. Bajo el volumen y levanto uno de los auriculares del walkman y pregunto:

—¿Qué?

El tipo se vuelve a tocar la nariz y con un acento espeso, casi incomprensible, dice, creo:

—Le sangra la nariz.

Dejo en el suelo mi attaché de Bottega Veneta y me llevo un dedo a la cara. Al apartado está rojo y manchado de sangre. Busco en mi impermeable Hugo Boss y saco un pañuelo Polo y me seco la sangre, doy las gracias con la cabeza, vuelvo a ponerme mis gafas de aviador Wayfarer y me marcho. Jodido iraní.

En el portal del edificio de mi casa me detengo en el mostrador y trato de atraer la atención del portero, un hispano negro al que no reconozco. Habla por teléfono con su mujer o su camello o un adicto al crack y me mira mientras asiente con la cabeza, con el teléfono sujeto en el cuello, prematuramente arrugado. Cuando se entera de que quiero decirle algo, suspira, abre mucho los ojos y le dice algo a quien está al otro lado de la línea antes de dejar el aparato.

—¿Qué quiere? —masculla.

—Mire —empiezo yo, con el tono más educado y amable que puedo poner—. Por favor, podría decirle al encargado que tengo una grieta en el techo y… —me interrumpo.

Me está mirando como si yo hubiera superado algún tipo de límite inexpresado y empiezo a preguntarme cuál es la palabra que le ha confundido: seguro que no grieta[1]. ¿Entonces cuál? ¿Encargado? ¿Techo? ¿Quizá por favor?

—¿Qué dice? —Suspira, profundamente, se echa hacia atrás, siempre mirándome fijamente.

Bajo la vista al suelo de mármol y también suspiro y le digo:

—Mire. Verá. Limítese a decirle al encargado que Bateman… del décimo I… —Cuando vuelvo a mirarle para ver si se ha enterado de algo, me recibe la máscara inexpresiva de la cara de subnormal profundo del portero. Para este hombre soy un espectro, pienso. Soy algo irreal, algo que no es tangible, y sin embargo una molestia de algún tipo, y asiente con la cabeza, vuelve a coger el teléfono y reanuda su conversación hablando en un dialecto que me resulta totalmente desconocido.

Recojo el correo —un catálogo de Polo, la factura de American Express, el Playboy de junio, una invitación para una fiesta de la oficina en un club nuevo que se llama Bedlarm—, luego me dirijo al ascensor, entro en él mientras hojeo el catálogo de Ralph Lauren y aprieto el botón de mi piso y luego el botón de cerrar la puerta, pero se interpone alguien antes de que se cierren las puertas e instintivamente me vuelvo para decir hola. Es el actor Tom Cruise, que vive en el ático, y como cortesía, sin preguntárselo, aprieto el botón del ático y él me lo agradece con un gesto de la cabeza y mantiene la vista fija en los números que se encienden encima de la puerta en rápida sucesión. En persona es mucho más bajo y lleva las mismas gafas Wayfarer negras que yo. Viste unos pantalones vaqueros, una camiseta blanca y una chaqueta Armani.

Para romper el incómodo silencio, me aclaro la garganta y digo:

—En mi opinión estabas muy bien en Barman. Creo que era una película muy buena, y lo mismo Top Gun. De verdad creo que era buena.

Aparta la vista de los números y me mira directamente.

—Se llamaba Cóctel —dice, en voz bastante baja.

—¿Perdón? —digo yo, confuso.

Se aclara la garganta y dice:

Cóctel, no Barman. La película se llamaba Cóctel.

Sigue una larga pausa; sólo el sonido de los cables que tiran del ascensor hacia arriba compite con el silencio evidente y pesado que se ha hecho entre nosotros.

—Claro, claro… Eso es —digo, como si recordara el título—. Cóctel. Claro, eso es —digo—. Estupendo, Bateman, ¿en qué estarías pensando? —Muevo la cabeza y luego, para arreglar las cosas, le tiendo la mano—. Encantado. Soy Pat Bateman.

Cruise me la estrecha, con poca fuerza.

—¿Te gusta vivir en este edificio? —sigo.

Espera largo rato antes de responder:

—Eso creo.

—Es estupendo —digo—. ¿No te parece?

Él asiente con la cabeza, sin mirarme, y yo vuelvo a apretar el botón de mi piso, una reacción casi involuntaria. Nos quedamos en silencio.

—Conque… Cóctel, ¿eh? —digo, al cabo de un rato—. Ése era el título.

Cruise no dice nada, ni siquiera asiente con la cabeza, pero ahora me mira de un modo extraño y se quita las gafas de sol y dice, con una leve mueca:

—Te sangra la nariz.

Me quedo de piedra allí durante un momento, antes de entender que tengo que hacer algo con respecto a eso, de modo que hago como que estoy confuso y me toco la nariz y luego saco mi pañuelo Polo —ya manchado de sangre— y me seco la sangre de la nariz, que parece una especie de manantial.

—Debe de ser la altura —digo, riendo—. Estamos muy altos.

Él asiente, sin decir nada, y vuelve a mirar los números.

El ascensor se detiene en mi piso y cuando se abren las puertas le digo a Tom:

—Soy un gran fan tuyo. Me alegra mucho haberte conocido.

—Claro, claro, muy bien. —Cruise ensaya su famosa sonrisa y aprieta el botón de cerrar la puerta.

La chica con la que voy a salir esta noche, Patricia Worrell —rubia, modelo, que abandonó Sweet Briar recientemente después de sólo un semestre—, ha dejado dos recados en el contestador, para decirme que es increíblemente importante que la llame. Mientras me aflojo la corbata de seda de un azul inspirado en Matisse, de Bill Robinson, marco su número y paseo por el apartamento, con el teléfono inalámbrico en la mano, para conectar el aire acondicionado.

Responde al tercer timbrazo.

—¿Diga?

—Patricia. Hola. Soy Pat Bateman.

—Oh, hola —dice ella—. Oye, estoy hablando por la otra línea. ¿Puedo volver a llamarte yo?

—Bueno… —digo.

—Verás, es mi gimnasio —dice ella—. En el banco no han pagado. Te llamaré dentro de un segundo.

—Bien —digo, y cuelgo.

Entro en el dormitorio y me quito lo que llevaba puesto hoy: un traje de lana de espiguilla con pantalones de pliegues de Giorgio Correggiari, una camisa de algodón oxford de Ralph Lauren, una pajarita de Paul Stuart y zapatos de Cole-Haan. Me pongo unos pantalones de boxeador de sesenta dólares que compré en Barney’s y hago algunos ejercicios para relajarme, con el teléfono en la mano, esperando que vuelva a llamar Patricia. Después de diez minutos de estiramiento, suena el teléfono y espero a que suene seis veces para responder.

—Hola —dice ella—. Soy yo, Patricia.

—¿Podrías esperar un momento? Tengo otra llamada.

—Claro —dice ella.

La hago esperar unos minutos, luego respondo.

—Hola —digo—. Lo siento.

—No importa.

—¿Entonces cenamos? —digo—. ¿Te pasas por mi casa a las ocho?

—Bueno, eso es de lo que te quería hablar —dice ella lentamente.

—Oh, no —protesto yo—. ¿Qué pasa?

—Bueno, verás, es que… —empieza—. Hay un concierto en el Radio City y…

—No, no, no —digo, inflexible—. Nada de música.

—Pero es que mi ex novio, un teclista del Sarah Lawrence, toca en la banda y… —Se interrumpe, como si ya hubiera decidido oponerse a lo que diga yo.

—No, Patricia —le digo con firmeza, pensando para mí: maldita sea, ¿por qué este problema? ¿Por qué esta noche?

—Oh, Patrick —se lamenta ella por el teléfono—. Será tan divertido.

Estoy bastante seguro de que las posibilidades de acostarme con Patricia esta noche son bastante altas, pero no si vamos a un concierto en el que toca un ex novio suyo (con Patricia no existe nada así).

—No me gustan los conciertos —le digo, dirigiéndome a la cocina. Abro la nevera y saco un litro de Evian—. No me gustan los conciertos —vuelvo a decir—. No me gusta la música «en directo».

—Pero éste no es como los demás. —Y añade débilmente—: Tenemos buenos asientos.

—Oye. No es necesario que discutamos —digo—. Si quieres ir, vete.

—Pero yo creía que íbamos a ir juntos —dice ella, fingiendo emoción—. Creía que íbamos a ir a cenar. —Y luego, casi como si se le acabara de ocurrir, añade—: Pero juntos. Los dos.

—Lo sé. Lo sé —digo—. Oye, debemos dejar que cada uno haga exactamente lo que quiera hacer. Quiero que hagas lo que te apetezca hacer.

Ella hace una pausa y prueba desde otro ángulo.

—Es una música tan bonita… Sé que suena a estúpido… pero es realmente gloriosa. La banda es una de las mejores que hayas visto nunca. Son divertidos y maravillosos, y la música es estupenda y, Dios mío, me apetece muchísimo que los veas. Lo pasaremos muy bien, garantizado —dice, con ardor.

—No, no, ve tú —digo—. Lo pasarás bien.

—Patrick —dice ella—. Tengo dos entradas.

—No. No me gustan los conciertos —digo—. La música en directo me fastidia.

—Bueno —dice ella, y su voz suena con un auténtico tono de decepción—, pero me sentiré muy mal si no estás allí conmigo.

—Te digo que vayas y lo pases bien. —Quito el tapón de la botella de Evian, tomándome un tiempo para lo siguiente—. No te preocupes. Iré al Dorsia solo. No importa nada.

Hay una larguísima pausa que soy capaz de traducir como: bien, bien, ahora vamos a ver si quieres ir a ese jodido concierto. Tomo un largo trago de Evian, esperando que me diga que aparecerá por aquí.

—¿Dorsia? —pregunta, y luego, desconfiadamente—. ¿Has reservado mesa allí? Quiero decir, ¿para nosotros?

—Sí —digo yo—. Para las ocho y media.

—Bueno… —Emite una risita y luego, tartamudeando, añade—: Era…, bueno, lo que quiero decir es que… yo ya los he visto. Sólo quería que los vieras .

—Oye. ¿Qué vas a hacer por fin? —pregunto—. Si no vienes tú, tendré que llamar a otra persona. ¿Tienes el teléfono de Emily Hamilton?

—Vamos, vamos, Patrick, no te… precipites. —Suelta una risita nerviosa—. Tocan otras dos noches más, así que puedo verlos mañana. Oye, tranquilo, ¿vale?

—Vale —digo yo—. Estoy tranquilo.

—¿A qué hora quieres que nos veamos? —pregunta la puta del restaurante.

—He dicho que a las ocho —le respondo, molesto.

—Está bien —dice ella, y luego, con un susurro seductor—: Nos veremos a las ocho. —Sigue al teléfono como si esperara que le fuera a decir algo más, como si creyera que iba a felicitarla por hacer la elección adecuada, pero no tengo tiempo para esas cosas, de modo que cuelgo con brusquedad.

Inmediatamente después de colgarle el teléfono a Patricia, atravieso rápidamente la habitación y agarro la guía Zagat y busco hasta que encuentro Dorsia. Con dedos temblorosos marco el número. Comunica. Dominado por el pánico, pongo el teléfono en llamada constante y durante los siguientes cinco minutos la señal de que comunican, perpetua y espantosa, se repite sin cesar. Por fin deja de comunicar y en los segundos que preceden a la respuesta experimento algo de lo más raro: una descarga de adrenalina.

—Dorsia —dice alguien, de sexo no fácilmente identificable; alguien a quien el ruido de fondo ha hecho andrógino—. Espere un segundo, por favor.

El sonido que oigo es ligeramente menos fuerte que el de un estadio de fútbol abarrotado y tengo que reunir todo el valor del que soy capaz para seguir en la línea y no colgar. Espero cinco minutos, con la mano sudorosa, entumecida por agarrar el teléfono inalámbrico con tanta fuerza, con una parte de mí mismo dándose cuenta de la inutilidad del esfuerzo, otra esperanzada, otra jodida por no haber reservado mesa antes o haber encargado a Jean que lo hiciera. Al fin, vuelve a oírse la voz, que dice, arisca:

—Dorsia.

Me aclaro la garganta.

—Oiga, ya sé que es un poco tarde, pero ¿es posible reservar una mesa para dos para las ocho y media o las nueve? —Lo pregunto con los ojos cerrados con fuerza.

Hay una pausa —la multitud del fondo es una masa que se agita, ensordecedora— y con auténtica esperanza me atrevo a abrir los ojos, dándome cuenta de que el maître, Dios le bendiga, probablemente esté comprobando la lista de reservas para ver si han cancelado alguna, pero entonces suelta una risita, al principio baja, pero que se convierte gradualmente en una carcajada que se interrumpe bruscamente cuando cuelga con violencia.

Aturdido, febril, notándome vacío, pienso en lo que puedo hacer, mientras el único sonido que me llega es el del tono del teléfono. Reuniendo toda la energía que me queda, cuento hasta seis, vuelvo a abrir la guía Zagat y trato de recobrar mi concentración para superar el aplastante pánico de no conseguir reservar mesa para las ocho y media en un sitio que, si no está tan de moda como el Dorsia, al menos sea comparable. Por fin consigo reservar mesa para dos a las nueve en Barcadia, y eso sólo porque ha habido una cancelación, y pienso en que Patricia probablemente se mostrará decepcionada, aunque le guste Barcadia —las mesas son espaciosas, la luz es agradable y tranquilizadora, la comida Nouvelle Southwestern—, y si no le gusta, ¿qué va a hacer la muy puta, denunciarme?

Hoy he trabajado intensamente en el gimnasio después de salir de la oficina, pero la tensión ha vuelto, de modo que hago noventa distensiones abdominales y ciento cincuenta flexiones, y luego corro sin moverme durante veinte minutos mientras oigo el nuevo CD de Huey Lewis. Tomo una ducha caliente y después uso una nueva limpiadora facial de Caswell-Massey y una crema corporal de Greune, luego un hidratante corporal de Lubriderm y una crema facial Neutrogena. Dudo entre dos modelos. Uno es un traje de crepé de lana de Bill Robinson que compré en Sacks, con esa camisa de algodón de Charivari y una corbata Armani. O una chaqueta de sport de lana y cachemira de cuadros azules, una camisa de algodón y pantalones de lana con pinzas, de Alexander Julian, con una corbata de seda de lunares de Bill Blass. El Julian podría resultar un poco caliente para mayo, pero si Patricia lleva ese modelo de Karl Lagerfeld que creo que se va a poner, entonces quizá tenga que llevar el Julian, porque queda bien con su vestido. Los zapatos son unos mocasines de cocodrilo de A. Testoni.

Una botella de Scharffenberger está metida en hielo en un recipiente de aluminio hilado Spiros que está dentro de un cubo para champán de cristal grabado de Christine van der Hurd, que está encima de una bandeja de plata de Cristoffe. El Scharffenberger no está mal —no es Cristal, pero ¿por qué malgastar el Cristal con esta calientapollas?—. De todos modos, probablemente no note la diferencia. Tomo una copa mientras la espero, arreglando de vez en cuando los animales Steube de la mesita de cristal de Turchin, u hojeando el último libro que he comprado, algo de Garrison Keillor. Patricia se retrasa.

Mientras espero en el sofá del cuarto de estar, y en la máquina de discos Wurlitzer suena «Cherish», de los Lovin’ Spoonful, llego a la conclusión de que Patricia esta noche está a salvo, pues no voy a sacar inesperadamente un cuchillo y usarlo contra ella sólo porque me apetezca hacerlo, ni voy a obtener ningún placer viendo cómo sangra por los cortes que le he hecho en el cuello, ni a degollarla o sacarle los ojos. Tiene suerte, aunque no haya ningún motivo detrás de esa suerte. Puede que esté a salvo porque es rica, porque tiene una familia rica, y eso la proteja esta noche, o simplemente puede que se trate de que lo he elegido yo. A lo mejor la copa de Scharffenberger me ha quitado las ganas de hacerlo, o puede que simplemente se trate de que no quiero echar a perder este conjunto concreto de Alexander Julian con la sangre de la muy puta. Sea lo que sea, se mantiene el hecho: Patricia seguirá viva, y esta victoria no requiere habilidad, ni ejercicios de imaginación, ni ingenuidad por parte de ninguno. Simplemente se debe a que el mundo, mi mundo, funciona así.

Llega con media hora de retraso y le digo al portero que la deje subir; aunque me reúno con ella a la puerta mientras la cierro con llave. No lleva el vestido Karl Lagerfeld que esperaba, pero de todos modos parece decentemente guapa: una blusa de seda con gemelos brillantes en los puños de Louis Dell’Olio y unos pantalones de terciopelo bordado de Saks, pendientes de cristal de Wendy Gell para Anne Klein y zapatos dorados. Espero hasta que estamos en el taxi camino del centro para decirle que no vamos a ir a Dorsia y luego me disculpo, mencionando algo sobre líneas telefónicas desconectadas, un incendio, un maître vengativo. Ella lanza un leve suspiro cuando le doy la noticia, ignora las disculpas y aparta la vista de mí para mirar por la ventanilla. Trato de calmarla describiéndole lo guapa que está y lo lujoso que es el restaurante al que vamos a ir, hablándole de su pasta con hinojo y banana, de sus sorbetes, pero ella se limita a negar con la cabeza y entonces sólo me queda decirle, Dios santo, que Barcadia es mucho más caro que Dorsia, pero sigue inexorable. Sus ojos, lo juro, sueltan lágrimas intermitentemente.

No dice nada hasta que estamos sentados en una mediocre mesa cerca de la parte del fondo del comedor principal, y sólo para pedir un Bellini. Para cenar yo pido los raviolis con sábalo y compota de manzana de primer plato y la carne con chèvre y fondo de codorniz de segundo. Ella pide el chiquiguao rojo con violetas y piña, y de primero una sopa de mantequilla de cacahuete con pato ahumado y pulpa de calabaza, lo que suena a raro pero de hecho está bastante bien. La revista New York lo llamó «un plato juguetón pero misterioso», y yo se lo repito a Patricia, que enciende un pitillo ignorando la cerilla que he encendido, hundida, muy arisca, en su silla. Me echa directamente el humo a la cara, lanzándome ocasionales miradas de furia que ignoro educadamente, pues soy el caballero que puedo ser. Una vez que llegan nuestros platos, me limito a mirar mi comida —los triángulos de carne roja oscura con chèvre por encima que está bañada de zumo rosa de granada, con el fondo de codorniz alrededor de la carne, y rodajas de mango colocadas alrededor del borde del plato— durante largo rato, un poco confuso, antes de decidirme a comer, mientras dudo con el tenedor en la mano.

Aunque la cena sólo dura noventa minutos, siento como si hubiera estado sentado en Barcadia durante toda una semana, y aunque no siento deseos de ir a Tunnel después, me parece un castigo apropiado para la conducta de Patricia. La cuenta sube a 320 dólares —de hecho, menos de lo que yo esperaba— y saco mi American Express Platino. En el taxi, camino del centro, clavo la vista en el taxímetro, y nuestro taxista intenta entablar conversación con Patricia, que le ignora por completo mientras retoca su maquillaje con un compacto Gucci, añadiendo lápiz de labios a una boca ya muy pintada. Esta noche había un partido de béisbol que creo que he olvidado dejar programado para grabar, de modo que no lo podré ver cuando vuelva a casa, pero recuerdo que hoy, después del trabajo, he comprado dos revistas y siempre puedo pasar una hora o así estudiándolas atentamente. Miro mi Rolex y me doy cuenta de que si tomamos una copa, puede que dos, llegaré a casa a tiempo de ver A última hora con David Letterman. Aunque físicamente Patricia es atractiva y no me importaría tener actividad sexual con su cuerpo, la idea de tratarla con educación, de ser amable, de disculparme por esta noche, por no haber podido ir a Dorsia (aunque Barcadia es dos veces más caro, por el amor de Dios), me molesta mucho. La muy puta probablemente esté jodida porque no vamos en una limusina.

El taxi se detiene delante de Tunnel. Pago la carrera y le dejo una propina decente al taxista y abro la puerta para que se baje Patricia, que ignora mi mano cuando trato de ayudarla a apearse del taxi. Esta noche no hay nadie esperando junto a los cordones. De hecho, la única persona en la calle Cuarenta y cuatro es un vagabundo que está sentado junto a un Dumpster, retorciéndose de dolor, pidiendo unas monedas o comida, y nosotros pasamos rápidamente por delante de él mientras uno de los tres porteros que están detrás de los cordones nos deja entrar, y otro me da una palmadita en la espalda, diciendo:

—¿Cómo está, mister McCullough?

Yo asiento con la cabeza, mientras abro la puerta para que pase Patricia, y antes de seguirla, digo:

—Bien, bien, Jim. —Y le estrecho la mano.

Una vez dentro, después de pagar cincuenta dólares por los dos, me dirijo de inmediato a la barra sin preocuparme de si Patricia me sigue o no. Pido un J&B con hielo. Ella quiere una Perrier, sin lima, y se la pide ella misma. Después de beberme media copa, apoyado en la barra y mirando a la camarera que está tan buena, de repente hay algo que parece fuera de lugar. No es la iluminación ni los INXS cantando «New Sensation» ni la tía buena de detrás de la barra. Es otra cosa. Cuando me vuelvo lentamente para observar el resto del club, me encuentro con un espacio que está completamente desierto. Patricia y yo somos los dos únicos clientes de todo el club. Somos, exceptuando a la tía buena de la barra, literalmente las dos únicas personas de Tunnel. «New Sensation» se convierte en «The Devil Inside» y la música suena a toda potencia, pero parece menos fuerte porque no hay una multitud que reaccione ante ella, y la pista de baile parece inmensa cuando está vacía.

Me alejo de la barra y decido comprobar las otras zonas del club, esperando que Patricia me siga, pero no lo hace. Nadie vigila las escaleras que llevan abajo y cuando bajo por ellas la música del piso de arriba cambia, se convierte en Belinda Carlisle cantando «I Feel Free». Abajo hay una pareja que por un momento tomo por Sam e Ilene Sanford, pero está demasiado oscuro, y hace mucho calor, y podría equivocarme. Paso junto a ellos, que están en la barra tomando champán, y me dirijo hacia un chico extremadamente bien vestido con aspecto de mexicano que está sentado en un sofá. Lleva una chaqueta cruzada de lana y unos pantalones a juego de Mario Valentino, una camiseta de algodón de Agnes B. y unos zapatos sin cordones (no lleva calcetines) de Susan Bennis Warren Edwards, y está con una musculosa chica eurobasura bastante guapa —rubia oscuro, grandes tetas, piel bronceada, sin maquillar, fuma Merit Ultra Lights— que lleva un vestido de algodón con un dibujo de cebra de Patrick Kelly y unos zapatos de tacón alto de seda con diamantes de imitación.

Le pregunto al chico si se llama Ricardo.

Él asiente:

—Claro.

Le pido un gramo, diciéndole que me ha mandado Madison. Saco mi cartera y le tiendo un billete de cincuenta dólares y dos de veinte. Él le pide su bolso a la chica eurobasura. Ésta le da un bolso de terciopelo de Anne Moore. Ricardo busca dentro y me tiende una papelina. Antes de irme, la chica eurobasura me dice que le gusta mi cartera de piel de gacela. Yo le digo que me apetece follármela y luego que puede que separarle los brazos del cuerpo con un cuchillo, pero la música, George Michael cantando «Faith», es demasiado fuerte y no me oye.

De vuelta arriba, encuentro a Patricia donde la he dejado, sola en la barra, con un vaso de Perrier en la mano.

—Oye, Patrick —dice, en actitud más relajada—. Sólo quiero que sepas que soy…

—¿Una puta? Oye, ¿quieres un poco de coca? —le grito, interrumpiéndola.

—Oh, claro que sí… Claro. —Está tremendamente confusa.

—Vamos —le chillo, cogiéndola de la mano.

Ella deja el vaso en la barra y me sigue por el club desierto hasta los servicios del piso de arriba. No hay motivo para que no lo hagamos abajo, pero parece hortera, así que nos la metemos en uno de los retretes del servicio de caballeros. Después de salir del servicio, me siento en un sofá y fumo uno de los pitillos de Patricia mientras ella baja a por unas copas.

Vuelve disculpándose por su conducta anterior.

—Adoro Barcadia, la comida era superior, y ese sorbete de mango, Dios mío, ha hecho que me sintiera en los cielos. Oye, ha estado muy bien que no hayamos ido a Dorsia. Siempre podemos ir cualquier otra noche, y sé que probablemente trataste de conseguir mesa, pero hoy no era la noche adecuada. Pero, de verdad, me ha encantado la comida de Barcadia. ¿Cuánto tiempo lleva abierto? Creo que unos tres o cuatro meses. Leí una gran reseña sobre él en New York, o puede que en Gourmet… Pero, de todos modos, ¿quieres venir conmigo mañana por la noche a oír a esa banda? O puede que sea mejor que vayamos a Dorsia y luego a ver a la banda de Wallace. O podríamos ir a Dorsia después, aunque a lo mejor no está abierto hasta tan tarde. Patrick, hablo en serio: deberías verles. Avatar es un cantante genial, y la verdad es que creo que he estado enamorada de él, bueno, en realidad le deseaba, no estaba enamorada de él. Entonces me gustaba Wallace de verdad, pero él se dedicaba a una cuestión de inversiones bancarias y no podía llevar aquella vida y se vino abajo, y por culpa del ácido, no de la cocaína. Quiero decir que me di cuenta de lo que estaba pasando, pero que cuando la cosa se vino abajo comprendí que era mejor dejarlo.

J&B estoy pensando. Un vaso de J&B en la mano derecha estoy pensando. Una mano estoy pensando. Charivari. Una camisa de Charivari. Fusilli estoy pensando. Jami Gertz estoy pensando. Me gustaría follarme a Jami Gertz estoy pensando. Un Porsche 911. Un sharpei estoy pensando. Me gustaría tener un sharpei. Tengo veintiséis años estoy pensando. Tendré veintisiete el año que viene. Un Valium. Me apetece un Valium. No dos Valiums estoy pensando. Teléfono celular estoy pensando.