La oficina

En el ascensor, Frederick Dibble me habla de una nota de Page Six, o de otra columna de cotilleos, sobre Ivana Trump y luego de ese nuevo local italo-thai del Upper East Side al que fue ayer por la noche con Emily Hamilton y se pone a disparatar sobre un increíble plato de fusilli shiitake. Yo he sacado una pluma de oro Cross para escribir el nombre del restaurante en la agenda. Dibble lleva un traje cruzado de lana a rayas muy finas de Canali Milano, una camisa de algodón de Bill Blass, una corbata de seda a cuadros escoceses mínimos de Bill Blass Signature, y en el brazo sujeta un impermeable Missoni Uomo. Tiene buen aspecto, lleva un corte de pelo muy caro y lo miro admirativamente cuando se pone a tararear con la música ambiental —una versión de lo que podría ser «Sympathy for the Devil»— que suena en todos los ascensores del edificio de nuestras oficinas. Iba a preguntarle a Dibble si ha visto el programa de Patty Winters de esta mañana —trataba del autismo—, pero se baja un piso antes del mío y repite el nombre del restaurante:

—Thaidialano. —Y añade—: Nos vemos, Marcus. —Y sale del ascensor.

Las puertas se cierran. Yo llevo un traje de lana de cuadraditos diminutos blancos y negros, y pantalón con pinzas de Hugo Boss, una corbata de seda, también de Hugo Boss, una camisa de algodón de Joseph Abboud y zapatos de Brooks Brothers. Me he pasado el hilo dental con demasiada fuerza esta mañana y todavía puedo notar el sabor como a cobre de la sangre en el fondo de la garganta. He utilizado Listerine después y noto como si tuviera la boca en llamas, pero me las arreglo para sonreír al vacío cuando salgo del ascensor, balanceando mi nuevo attaché de cuero negro de Bottega Veneta.

Mi secretaria, Jean, que está enamorada de mí y con la que probablemente terminaré casándome, está sentada en su mesa y esta mañana, para atraer mi atención como de costumbre, lleva algo probablemente poco caro y completamente inapropiado: un cardigan de cachemira Chanel, un polo de cachemira y un pañuelo de cuello de cachemira, pendientes de perlas falsas, y unos pantalones de crepé de lana de Barney’s. Me quito el walkman de alrededor del cuello y me acerco a su mesa. Ella alza la vista y sonríe tímidamente.

—Un poco tarde, ¿no? —dice.

—Clase de aerobic. —Me comporto fríamente—. Lo siento. ¿Algún recado?

—Ricky Hendricks ha cancelado su cita para hoy —dice—. No dijo qué cancelaba ni por qué.

—A veces boxeo con él en el Harvard Club —le explico—. ¿Algo más?

—Y… Spencer quiere verse contigo para tomar una copa en Fluties Pier 17 —dice, sonriendo.

—¿Cuándo? —pregunto.

—Después de las seis.

—Negativo —le digo mientras entro en mi despacho—. Cancélalo.

Jean se levanta de su mesa y me sigue dentro.

—¿Y qué debo decirle? —pregunta, divertida.

—Bueno…, puedes decirle… que no —le digo, quitándome mi impermeable Armani y colgándolo de un perchero de Alex Loeb que compré en Bloomingdale’s.

—Entonces…, ¿le digo sólo… que no? —repite ella.

—¿Has visto el programa de Patty Winters de esta mañana? —pregunto—. Uno sobre autismo.

—No. —Sonríe como si de algún modo le encantara mi adicción al programa de Patty Winters—. ¿Qué tal ha estado?

Cojo el Wall Street Journal de hoy y paseo la vista por la primera página; no es más que un borrón de letras de imprenta sin sentido.

—Creo que mientras lo veía estaba alucinando. No sé cómo. No estoy seguro. No recuerdo —murmuro, dejando el Journal a un lado. Luego cojo el Financial Times de hoy—. La verdad es que no lo sé. —Jean sigue allí, esperando instrucciones. Suspiro y junto las manos, sentándome en la mesa de despacho Palazetti con la parte de arriba de cristal, y con las dos lámparas halógenas de los lados ya encendidas—. Muy bien, Jean —empiezo—. Necesito que reserves mesa para tres en el Camols para las doce y media, y si allí no puede ser, prueba en Crayons. ¿De acuerdo?

—Sí, señor —dice, en tono de broma, y luego se vuelve para salir.

—Espera un momento —digo, recordando algo—. Y necesito que reserves una mesa para dos en Arcadia para las ocho de esta tarde.

Jean se da la vuelta, con una expresión de decepción en la cara, pero todavía sonriendo.

—¿Es algo… romántico?

—No, déjalo —le digo—. Me ocuparé yo. Gracias.

—Lo haré yo —dice ella.

—No. No —digo yo, despidiéndola con la mano—. Sé amable y tráeme una Perrier, ¿de acuerdo?

—Hoy estás muy amable —dice, antes de irse.

Tiene razón, pero no digo nada. Me limito a mirar el cuadro de George Stubbs que cuelga de la pared del otro lado, preguntándome si debería moverlo de sitio, pensando que a lo mejor está demasiado cerca del Aiwa estéreo AM/FM y la doble pletina y el plato semiautomático, el ecualizador gráfico, los cascos a juego, todo a la luz crepuscular que combina perfectamente con el tono de color del despacho. El cuadro de Stubbs probablemente quedaría mejor encima del dóberman de tamaño natural de la esquina (700 dólares en Beauty and the Beast, de la Trump Tower) o puede que encima de la antigua mesa Pacrizinni que está junto al dóberman. Me levanto y cambio de sitio todas esas revistas deportivas de los años cuarenta —me costaron a treinta dólares cada una— que compré en Funchies, Bunkers, Gaks and Gleeks, y luego descuelgo el cuadro de Stubbs de la pared y lo apoyo contra la mesa y luego me vuelvo a sentar y jugueteo con los lápices que tengo dentro de una jarra de cerveza alemana original que compré en Mantiques. El Stubbs queda bien en cualquier sitio. Una reproducción del paragüero Black Forest (675 dólares en Hubert des Forges) está en el otro rincón sin, me acabo de fijar, ningún paraguas.

Pongo una cinta de Paul Butterfield en la pletina, vuelvo a sentarme a la mesa y hojeo el Sports Illustrated de la semana pasada, pero no puedo concentrarme. No dejo de pensar en esa puñetera cama para broncearse que tiene Van Patten y llamo a Jean por el interfono.

—¿Sí? —responde ella.

—Jean. Escucha, manténte con todas las antenas concentradas en una cama para broncearse, ¿entendido?

—¿Cómo? —pregunta ella, incrédula. No estoy seguro, pero probablemente todavía sonría.

—Ya sabes. Una cama para broncearse —repito, como quien no quiere la cosa.

—Muy bien… —dice ella, dubitativa—. ¿Algo más?

—Oh, mierda, sí. Recuérdame que devuelva las cintas de vídeo que alquilé ayer por la noche. —Me pongo a abrir y cerrar el cenicero de plata de ley que hay junto al teléfono.

—¿Algo más? —pregunta Jean, y luego coqueteando—: ¿Todavía quieres la Perrier?

—Sí. Me parece estupendo. ¿Oye, Jean?

—Dime —dice ella, y me alegra su paciencia.

—¿Crees que estoy loco? —pregunto—. Me refiero a porque quiero tener una cama para broncearme.

Hay una pausa y luego:

—Bueno, no es demasiado corriente —admite, y puedo asegurar que está eligiendo las palabras con mucho cuidado—. Pero, da igual, claro. Me refiero a que, ¿cómo si no vas a mantener ese fantástico tono de piel?

—Buena chica —digo, antes de colgar. Tengo una secretaria estupenda.

Entra en mi despacho cinco minutos después con la Perrier, una rodaja de lima y el informe Ramson, que no necesitaba traer, y yo me siento vagamente conmovido por su casi total devoción hacia mí. Pero no puedo evitar que eso me halague.

—Tienes mesa en Camols para las doce y media —anuncia, mientras me sirve la Perrier en un vaso de cristal—. En la zona de no fumadores.

—No vuelvas a ponerte esa ropa —le digo, lanzándole una rápida mirada—. Gracias por el informe Ramson.

—¿Cómo…? —titubea ella, a punto de darme la Perrier, y pregunta—: ¿Qué has dicho? No te he oído —antes de dejar el vaso encima de mi mesa de despacho.

—He dicho —y repito tranquilamente, sonriendo—, que no vuelvas a ponerte esa ropa. Ponte un vestido. Una falda, lo que sea.

Jean se queda allí un poco confusa y después me mira y sonríe como si fuera una retrasada mental.

—Si no te gusta, no volveré a ponérmela —dice humildemente.

—Es que —digo, dando un sorbo a la Perrier— estarás mucho más guapa con otra cosa.

—Gracias, Patrick —dice sarcásticamente, aunque apuesto lo que sea a que mañana se pondrá un vestido. El teléfono de su mesa empieza a sonar. Le digo que no estoy. Se vuelve para salir.

—Ah, y tacón alto —añado—. Me gustan los tacones altos.

Jean mueve la cabeza bondadosamente cuando sale, y cierra la puerta a sus espaldas. Saco un receptor Panasonic de bolsillo con televisor en color de tres pulgadas y radio AM/FM y trato de encontrar algo que ver, por suerte ponen Peligro extremo, antes de volverme hacia el terminal del ordenador.