Esta noche todos los hombres del exterior de túnel llevan esmoquin por algún motivo, excepto un mendigo de mediana edad que está sentado junto a un Dumpster, sólo a unos centímetros de los cordones, tendiendo a todo el que le presta atención una taza de café de plástico, pidiendo unas monedas, y cuando Price nos precede sorteando a la multitud en dirección a los cordones, haciendo señas a uno de los de la puerta, Van Patten agita un crujiente billete de dólar delante de la cara del mendigo sin hogar, que momentáneamente se anima, luego Van Patten se lo guarda en el bolsillo mientras entramos en el club y saca una docena de tickets para copas y dos pases de VIP. Una vez dentro tenemos un leve tropiezo con otros dos porteros —largos abrigos de lana, cola de caballo, probablemente alemanes— que quieren saber por qué no llevamos esmoquin. Price consigue resolver el problema con toda facilidad, puede que dándoles una propina o puede que gracias a su mera presencia (probablemente lo primero). Yo me mantengo aparte y, mientras le doy la espalda, trato de oír cómo McDermott se queja a Van Patten de lo loco que estoy por menospreciar las pizzas que hacen en Pastels, pero es difícil oír nada con la versión de «I Feel Free» de Belinda Carlisle atronando por el sistema de sonido. Tengo una navaja con la hoja de sierra en el bolsillo de mi chaleco Valentino y estoy tentado a destripar a McDermott con ella allí mismo, en la entrada; podría rajarle la cara, romperle la columna vertebral. Pero finalmente Price nos hace señas con la mano de que entremos y la tentación de liquidar a McDermott queda remplazada por una extraña sensación de que voy a pasarlo bien, tomar champán, coquetear con una tía buena, encontrar algo que meterme por la nariz, puede que hasta bailar algunos temas antiguos o esa nueva canción de Janet Jackson que me gusta.
La cosa se tranquiliza un poco cuando avanzamos por el vestíbulo de entrada, camino de la puerta de verdad, y pasamos junto a tres tías buenas. Una lleva un chaleco de lana negro con botones a un lado y gran escote, pantalones de crepé y un jersey de cuello alto de cachemira muy ajustado, todo de Óscar de la Renta; otra lleva una chaqueta cruzada de lana, mohair y tweed de nailon, que hace juego con unos pantalones estilo vaquero y una camisa de hombre de algodón, todo de Stephen Sprouse; la más guapa lleva un chaleco de lana a cuadros y una falda de lana sujeta más arriba de la cintura, las dos cosas de Barney’s, y una blusa de seda de Andra Gabrielle. Es indudable que nos prestan atención a los cuatro y nosotros se la prestamos a ellas, volviendo la cabeza, excepto Price, que las ignora y dice algo grosero.
—Cristo bendito, Price, anímate —se lamenta McDermott—. ¿Cuál es tu problema? Esas chicas estaban muy cachondas.
—Sí, siempre que hables farsi —dice Price, dándole a McDermott un par de tickets para copas como para calmarle.
—¿Cómo? —dice Van Patten—. No me han parecido españolas.
—¿Sabes, Price? Vas a tener que cambiar de actitud si quieres acostarte con alguien —dice McDermott.
—¿Me hablas tú de acostarse? —le pregunta Price a Craig—. Tú que lo único que conseguiste la otra noche fue que te la menearan.
—Que te den por el culo, Price —dice Craig.
—Pero ¿es que creéis que yo hago lo mismo que vosotros cuando necesito un coño? —le desafía Price.
—Sí, haces lo mismo —dicen McDermott y Van Patten, al unísono.
—Mirad —digo yo—, se pueden hacer cosas distintas a cómo uno se siente de verdad para conseguir una chica. Espero que no te haré perder la inocencia, McDermott. —Me pongo a andar más deprisa, tratando de mantenerme a la altura de Tim.
—No, pero eso no explica por qué Tim se comporta como un carapijo —dice McDermott, tratando de alcanzarme.
—Como si a esas chicas les importase —suelta Price—. Cuando les diga lo que ganó anualmente, créeme, lo que haga o deje de hacer no importará nada.
—¿Y cómo vas a informarles de eso? —pregunta Van Patten—. ¿Vas a decirles, aquí tenéis una Corona y, a propósito, gano ciento ochenta mil al año, cuál es tu signo del zodíaco?
—Ciento noventa mil —le corrige Price, y luego añade—: Sí, haré eso. Aunque esas chicas no andan detrás de ello.
—¿Y de qué andan detrás esas chicas, sabelotodo? —pregunta McDermott, inclinándose ligeramente según camina.
Van Patten se ríe y, sin dejar de andar, se da un golpe con las manos.
—Oye —digo yo, riendo— te podrías preguntar si lo sabes tú.
—Quieren a un tío bueno que las lleve a Le Cirque dos veces por semana, y que consiga que entren en Nell’s de modo habitual. O puede que a un amigo personal de Donald Trump —dice Price fríamente.
Le damos las entradas a una chica que está bastante bien y que lleva una chaqueta de lana de melton y un pañuelo de seda de Hermès. Cuando nos deja entrar, Prince le guiña el ojo y McDermott está diciendo:
—Sólo con entrar a este sitio empiezan a preocuparme las enfermedades. Hay muchas chicas contagiadas. Lo noto.
—Ya te lo había dicho yo —dice Van Patten, y luego vuelve a repetir—: Nosotros no podemos cogerlas. Hay un cero cero cero con uno por ciento de…
Por suerte, la versión larga de «New Sensation» de INXS apaga su voz. La música está tan alta que sólo se puede hablar a gritos. El club está bastante lleno; la única luz procede de los focos de la pista de baile. Todos llevan esmoquin. Todos toman champán. Como sólo tenemos dos pases de VIP, Price se los enseña a McDermott y Van Patten y éstos agitan sus tarjetas de visita ante el tipo que hace guardia al comienzo de la escalera que lleva abajo. El tipo que les deja pasar lleva un esmoquin de lana cruzado, una camisa de cuello volado de algodón de Cerruti 1881 y una corbata de lazo de cuadros blancos y negros de Martin Dingman Neckwear.
—Oye —le digo a Price—. ¿Por qué no las usamos?
—Porque —me grita por encima de la música, agarrándome por el cuello— necesitamos un poco de polvo boliviano…
Le sigo cuando él se lanza por el estrecho pasillo que corre en paralelo a la pista de baile, luego a la barra y finalmente a la Chandelier Room, que está abarrotada de tipos de Drexel, de Leman’s, de Kidder Peabody, de First Boston, de Morgan Stanley, de Rothschild, de Goldman, e incluso de Citibank, por el amor de dios, todos con esmoquin, todos con copas largas de champán en la mano, todos muy cómodos, y es así como si siempre sonara la misma canción. A «New Sensation» la sigue «The Devil Inside», y Price distingue a Ted Madison apoyado en la barandilla del fondo de la sala, con un esmoquin cruzado de lana, una camisa de cuello volado de Paul Smith, una corbata de lazo y una pechera de Rainbow Nerckwear, botonadura de diamantes de Triana, zapatos de piel y gro de Ferragamo y un antiguo reloj de bolsillo Hamilton de Sacks, y después de Madison, y perdiéndose en la oscuridad están los dos pasadizos que esta noche están iluminados deslumbrantemente con luces verdes y rosas, y Price se detiene de repente, y mira a Ted, que sonríe amistosamente cuando distingue a Timothy, y Price mira soñadoramente los dos pasadizos como si le sugirieran algún tipo de libertad, supusieran un escape que Price lleva tiempo buscando, pero le grito:
—Oye, ahí está Teddy. —Y esto hace que deje de mirar, sacuda la cabeza como si se la quisiera despejar, vuelva a enfocar su mirada en Madison y grita terminantemente:
—No, ése no es Madison, por el amor de Dios, es Turnball. —Y al tipo que yo creía que era Madison le saludan otros dos chicos con esmoquin y nos da la espalda y de repente, detrás de Price, Ebersol aprieta el cuello de Timothy con las manos como si quisiera estrangularlo, luego Price se suelta, estrecha la mano de Ebersol y dice:
—¿Qué tal, Madison?
Madison, que yo creía que era Ebersol, lleva un espléndido chaleco cruzado de lino blanco de Hackkett of London, adquirido en Bergdorf Goodman. Tiene un puro sin encender en una mano y una copa de champán medio vacía, en la otra.
—Mister Price —grita Madison—. Encantado de verle, señor.
—Madison —grita Price a su vez—. Necesitamos de tus servicios.
—¿Andáis buscando problemas? —Madison sonríe.
—Algo más inmediato —vuelve a gritar Price.
—Claro —grita Madison y luego, con frialdad debido a algo, me saluda con la cabeza, gritándome, creo—: Bateman. —Y luego—: Bonito bronceado.
Un tipo que está detrás de Madison y que se parece mucho a Ted Dreyer, lleva un esmoquin cruzado de solapas brillantes, una camisa de algodón y una corbata de lazo de seda a cuadros. Estoy casi seguro que de Polo para Ralph Lamen. Madison mira a su alrededor, saludando con la cabeza a varias personas que pasan entre la multitud.
Finalmente, Price pierde la calma.
—Oye. Necesitamos drogas —creo que le oigo gritar.
—Paciencia, Price, paciencia —grita Madison—. Hablaré con Ricardo.
Pero todavía sigue allí, saludando con la cabeza a la gente que pasa empujándonos.
—Quisiéramos que lo hicieras ahora —chilla Price.
—¿Por qué no lleváis esmoquin? —grita Madison.
—¿Cuánto queremos? —me pregunta Price, con aspecto desesperado.
—Será bastante con un gramo —grito yo—. Mañana tengo que estar pronto en la oficina.
—¿Tienes dinero en metálico?
No puedo mentir, asiento con la cabeza y le tiendo cuarenta dólares.
—Un gramo —le grita Price a Ted.
—Oíd —dice Madison, presentándonos a su amigo—, os presento a You.
—Un gramo. —Price pone el dinero en la mano de Madison—. ¿You? ¿Cómo?
El chico y Madison sonríen y Ted niega con la cabeza y grita un nombre que no consigo oír.
—No —grita Madison—. Hugh —creo.
—Claro. Encantado de conocerte, Hugh. —Price se sujeta la muñeca y da un golpecito a un Rolex de oro con el dedo índice.
—Volveré enseguida —grita Madison—. Haced compañía a mi amigo. Usad sus vales para copas. —Desaparece. You, Hugh, o como sea, se pierde entre la multitud. Sigo a Price a la barandilla.
Quiero encender mi puro, pero no tengo cerillas; sin embargo el tenerlo en la mano y oler su aroma, unido a la idea de que pronto tendremos la droga, me anima y cojo dos de los vales para copas de Price y trato de conseguirle un Finlandia con hielo, que no tienen, me informa la tía buena de detrás de la barra coqueteando, pero tiene un cuerpo tan estupendo y una pinta de estar tan cachonda que tendré que dejarle propina. Pido un Absolut para Price y un J&B con hielo para mí. Estoy a punto de gastarle una broma a Tim y llevarle un Bellini, pero esta noche parece demasiado nervioso como para apreciarla, de modo que me abro paso a codazos entre la multitud hasta donde está y le doy el Absolut y él lo coge sin dar las gracias y se lo termina de un trago, mira el vaso y hace una mueca, mirándome de modo acusador. Yo me encojo de hombros. Price vuelve a mirar las vías de tren como si estuviera muy abstraído. Esta noche hay muy pocas chicas en Tunnel.
—Oye, mañana por la tarde voy a salir con Courtney.
—¿Con ella? —me chilla, mirando las vías—. Estupendo. —Incluso con el ruido capto el sarcasmo.
—¿Y por qué no? Carruthers está fuera de la ciudad.
—Harías mejor contratando a una chica de un servicio de acompañantes —me grita amargamente, casi sin pensar.
—¿Por qué? —grito yo.
—Porque te va a costar mucho llevártela a la cama.
—En absoluto —grito.
—Oye, también yo me resigno a eso —grita Price, moviendo ligeramente su vaso. Los cubitos de hielo resuenan con fuerza, sorprendiéndome—. Meredith es igual. Espera que le paguen. Todas lo esperan.
—Price. —Doy un largo trago de whisky—. No tienes precio…
Señala a lo que tiene detrás.
—¿Adónde llevan esas vías? —Unas luces láser empiezan a destellar.
—No lo sé —digo, al cabo de un largo rato—, ni siquiera sé si duran mucho.
Me aburro de mirar a Price, que ni se mueve ni habla. La única razón por la que ocasionalmente se aparta de los raíles de tren es para buscar con la mirada a Madison o Ricardo. No hay ninguna mujer cerca, sólo un ejército de profesionales de Wall Street con esmoquin. La única mujer que localizo está bailando sola en una esquina una canción que creo que se llama «Love Triangle». Lleva lo que parece ser un top con lentejuelas de Ronaldus Shamask y me concentro en ella, pero me encuentro en ese estado de inquietud previo a la coca y me pongo a morder con nerviosismo un vale para bebidas y uno de los tipos de Wall Street que se parece a Boris Cunningham se interpone entre la chica y yo. Estoy a punto de dirigirme a la barra cuando vuelve Madison —han sido veinte minutos— y sorbe ruidosamente por la nariz, con una sonrisa de prestado pegada a su cara, mientras estrecha la mano de un sudoroso y serio Price que se aparta tan deprisa que, cuando Ted trata de darle una palmada cariñosa en la espalda, sólo encuentra el aire.
Sigo a Price, que pasa junto a la barra y atraviesa la pista de baile, luego cruza el piso bajo y sube por la escalera, pasa por delante de la larga hilera de chicas que aguardan para ir al servicio, lo que me parece extraño, pues en el club esta noche casi no hay mujeres, y luego entramos en el servicio de caballeros, que está vacío, y Price y yo nos metemos juntos en uno de los retretes y él cierra con pestillo la puerta.
—Me tiemblan las manos —dice Price, tendiéndome la papelina—. Ábrela tú.
La cojo, desplegando con mucho cuidado los bordes del pequeño envoltorio de papel blanco, y expongo el supuesto gramo —parece menos— a la luz fluorescente del servicio de caballeros.
—Joder —susurra Price, de un modo sorprendentemente amable—. No es mucho, ¿verdad? —Se echa hacia delante para mirarlo.
—Puede que sea por la luz —apunto yo.
—El jodido Ricardo —dice Price, examinando la coca.
—Desde luego —susurro yo, sacando mi tarjeta American Express Platino—. Vamos a meternos un poco.
—¿Es que la vende por miligramos? —pregunta Price. Coge un poco de polvo con su propia tarjeta American Express Platino, llevándoselo a la nariz y aspirando. Se queda en silencio durante unos momentos y luego suelta, con voz carraspeante:
—Dios mío.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—Es un jodido miligramo de edulcorante… o lo que sea. Todo menos coca —dice.
Yo esnifo y llego a la misma conclusión.
—Está muy cortada, desde luego, pero tengo la sensación de que si nos metemos lo bastante, funcionará bien. —Pero Price está furioso, tiene la cara roja y suda; me grita como si fuera culpa mía, como si la idea de comprar el gramo a Madison hubiera sido mía.
—Quiero que me pegue, Bateman —dice Price, lentamente, alzando la voz—. ¡No empolvarme el cerebro con esta jodida mierda!
—Siempre puedes echado al café au lait —grita una voz muy remilgada en el retrete de al lado.
Price me mira, con los ojos muy abiertos de incredulidad, luego monta en cólera y se da la vuelta y empieza a dar puñetazos en la pared.
—Cálmate —le digo—. Vamos a metemos más.
Price se vuelve hacia mí; después de pasarse la mano por su pelo peinado hacia atrás, parece algo más calmado.
—Creo que tienes razón —y luego alza la voz—, es decir, si al maricón del retrete de al lado le parece bien.
Esperamos la respuesta, y la voz del retrete de al lado por fin murmura:
—Me parece bien…
—¡Que te den por el culo! —grita enfadado Price.
—¡Que te den por el culo! —dice la voz, imitando el tono.
—No, ¡que te den por el culo a ti! —responde, gritando, Price, y trata de trepar por la separación de aluminio, pero le sujeto con una mano y en el retrete de al lado suena la cisterna y la persona sin identificar, obviamente nerviosa, deja el servicio de caballeros. Price se apoya en la puerta de nuestro retrete y me mira con expresión desconsolada. Se pasa una mano temblorosa por la cara, que todavía está muy roja, y cierra los ojos, apretándolos con fuerza; tiene los labios muy pálidos, y un leve resto de cocaína en uno de los agujeros de la nariz…, y luego dice tranquilamente, sin abrir los ojos:
—Vale. Vamos a terminárnosla.
—Eso es valor —digo yo. Metemos por turnos nuestras respectivas tarjetas de crédito en el polvo hasta que ya no queda bastante para que puedan cogerlo las tarjetas y apretamos los dedos y esnifamas o nos frotamos las encías. No me ha pegado demasiado, pero otro J&B le dará al cuerpo la falsa sensación suficiente como para que crea que se ha metido algo medio bueno.
Al salir del retrete, nos lavamos las manos, mirando nuestro reflejo en el espejo y, una vez satisfechos, volvemos nuevamente hacia The Chandelier Room. Empiezo a considerar que debería haber dejado en el guardarropa mi abrigo (Armani), pero diga lo que diga Price, me noto colocado, y unos minutos después espero en la barra, tratando de atraer la atención de la tía buena. Por fin tengo que dejar un billete de veinte dólares sobre la barra para atraer su atención, y eso que me fijo que quedan muchos vales para copas. La cosa funciona. Aprovechándome de los vales para copas, pido dos Stolis dobles con hielo. Me sirve los vasos delante de mí.
Me siento bien, y le grito:
—Oye, ¿no vas a la Universidad de Nueva York?
Ella niega con la cabeza, sin sonreír.
—¿A Hunter? —grito.
Vuelve a negar con la cabeza. A Hunter no.
—¿A Columbia? —grito…, aunque se trata de una broma.
Ella continúa concentrada en la botella de Stoli. Decido no proseguir la conversación y dejo los vales para copas en la barra cuando pone los vasos delante de mí. Pero niega con la cabeza y grita:
—Ya son pasadas las once. Ya no sirven. Hay que pagar al contado. Son veinte dólares.
Y sin quejarme, haciendo como que domino por completo la situación, saco mi cartera de piel de gacela y le tiendo un billete de cincuenta que la chica mira, lo juro, despectivamente y, suspirando, se vuelve a la caja registradora y coge mi cambio, y yo la miro fijamente y digo con toda claridad, aunque mi voz quede apagada por el sonido de «Pump Up the Volume» y la multitud:
—Eres una puta asquerosa y me apetece coserte a puñaladas y chapotear en tu sangre —pero sonriendo.
No le dejo propina y me reúno con Price, que de nuevo está apoyado, de mal humor, junto a las vías del tren, agarrado con las manos a la barandilla de hierro. Paul Owen, que se ocupa de la cuenta de Fisher, lleva un esmoquin cruzado de lana con seis botones y está al lado de Price, gritando algo como:
—Llegué a quinientas iteraciones «cash flow» descontado en un IBM PC, tomé el taxi de la empresa a Smith and Wollensky.
Le doy la copa a Price, mientras asiento con la cabeza a Paul. Price no dice nada, ni siquiera gracias. Se limita a coger la copa y contempla fúnebremente los raíles y luego mira de reojo y baja la cabeza hacia su vaso y, cuando las luces estroboscópicas se ponen a funcionar, se estira y murmura algo para sí mismo.
—¿Te ha pegado? —le pregunto.
—¿Cómo estás? —grita Owen.
—Muy contento —digo yo.
La música es una canción continua, interminable, que se une a otra. Unas canciones separadas que sólo se relacionan unas con otras por medio de un sordo redoble y que se imponen a cualquier conversación, lo cual, mientras estoy hablando con un buitre como Owen, me parece perfecto. Parece que ahora hay más chicas en la Chandelier Room y trato de establecer contacto visual con una de ellas —tipo modelo, con grandes tetas—. Price me da un codazo y yo me inclino hacia él para preguntarle si deberíamos hacernos con otro gramo.
—¿Por qué no llevas esmoquin? —pregunta Owen, detrás de mí.
—Lo dejo —grita Price—. Estoy harto.
—¿El qué dejas? —le grito yo, confuso.
—Esto —grita él, refiriéndose a, aunque no estoy seguro pero creo que sí, su doble Stoli.
—No —le digo—. Lo tomaré yo.
—Escúchame, Patrick —me chilla—. Lo dejo.
—¿Y adónde vas? —estoy confuso de verdad—. ¿No quieres que busque a Ricardo?
—Lo dejo —grita—. Lo… ¡me voy!
Empiezo a reírme, sin saber lo que quiere decir.
—Muy bien, ¿y adónde vas a ir?
—¡Lejos! —grita.
—No me digas —le grito a mi vez—. ¿Dejas las operaciones de bolsa?
—No, Bateman. Estoy hablando en serio, hijoputa. Me marcho. Voy a desaparecer.
—¿Pero adónde? —Todavía estoy riéndome, todavía sigo confuso, todavía grito—. ¿A Margan Stanley? ¿A Rehab? ¿Adónde?
Él aparta la vista sin responder, se limita a seguir mirando los raíles, tratando de descubrir el punto donde terminan, que está más allá de la oscuridad. Está poniéndose demasiado coñazo, pero Owen parece todavía peor y he cruzado la mirada accidentalmente con él.
—Dile que no se preocupe, que lo pase bien —grita Owen.
—¿Todavía llevas tú la cuenta de Fisher? —¿Qué otra cosa podría decirle?
—¿Qué? —pregunta Owen—. Espera. ¿No es Conrad ése?
Señala a un chico que lleva un esmoquin con una sola fila de botones, una camisa de algodón con corbata de lazo, todo de Pierre Cardin, y que está junto a la barra, justo debajo del candelabro, con una copa de champán en la mano, mirándose atentamente las uñas. Owen saca un puro y me pide fuego. Me siento molesto, de modo que me dirijo a la barra sin excusarme para pedirle unas cerillas a la tía buena a la que me gustaría cortar en pedazos. The Chandelier Room está abarrotada y todos parecen conocidos, todos parecen el mismo. El humo de los puros cuelga pesadamente en el aire, y la música, otra vez INXS, suena más alta que nunca. Me toco la frente por error y se me humedecen los dedos. En la barra cojo unas cerillas. De regreso por entre la multitud, tropiezo con McDermott y Van Patten, que se ponen a pedirme más vales para copas. Les doy los vales que me quedan, sabiendo que ya no son válidos, pero estamos apretujados en mitad de la sala y los vales para copas no les ofrecen el suficiente incentivo para abrirse paso hasta la barra.
—Son unas chicas petardas —dice Van Patten—. Ten cuidado. No hay tías buenas.
—Mamonas de rincón oscuro —grita McDermott.
—¿Has encontrado drogas? —grita Van Patten—. Hemos visto a Ricardo.
—No —grito yo—. Negativo. Madison no ha podido conseguir nada.
—Siempre el jodido servicio —grita el chico de detrás de mí.
—Es inútil —grito—. No oigo nada.
—¿Qué? —grita Van Patten—. No oigo nada.
De repente McDermott me coge del brazo.
—¿Qué hostias está haciendo Price? Fíjate.
Como en una película, me vuelvo con dificultad, poniéndome de puntillas para ver que Price se ha subido a la barandilla y trata de equilibrarse. Alguien le ha dado una copa de champán y, borracho o muy colocado, extiende las manos hacia delante y cierra los ojos, como si bendijera a la multitud. Detrás de él las luces estroboscópicas se encienden y se apagan, y el aparato del humo parece enloquecido y suelta una neblina gris que ondula y le envuelve. Grita algo, pero no consigo oír qué —la sala está abarrotada por encima de su capacidad, el nivel sonoro es una ensordecedora combinación de «Party All the Time», de Eddie Murphy, y el estrépito constante de los ejecutivos—, y empiezo a abrirme paso hacia él, sin dejar de mirarle, y consigo avanzar más allá de donde está Madison y Hugh y Turnball y Cunnigham y unos cuantos más. Pero la multitud es tan espesa que es inútil seguir intentándolo. Sólo unas pocas caras se fijan en Tim, que todavía se balancea en la barandilla, con los ojos semicerrados, gritando algo. Desconcertado, de repente me alegra estar entre la multitud, incapaz de llegar hasta él, de salvarle de una casi segura humillación, y durante un byte de silencio perfectamente acompasado, puedo oír que grita:
—¡Adiós! —y entonces la gente le presta atención—. ¡Mamones!
Retuerce el cuerpo con cierta gracia y salta de la barandilla y cae en los raíles y se pone a correr, con la copa de champán balanceándosele en la mano. Se tambalea una, dos veces, con la luz estroboscópica encendiéndose y apagándose, en lo que parece una película a cámara lenta, pero recupera su compostura antes de desaparecer en la oscuridad. Un guardia de seguridad permanece sentado perezosamente junto a la barandilla mientras Price desaparece por el túnel. Se limita a mover la cabeza, creo.
—¡Price! ¡Da la vuelta! —grito yo con todas mis fuerzas, pero la multitud, de hecho, está aplaudiendo su actuación—. ¡Price! —le vuelvo a gritar, tratando de imponerme a los aplausos. Pero se ha ido y dudo de que si me oyera fuera a hacerme caso. Madison está a mi lado y me tiende la mano como para felicitarme por algo.
—Ese chico provoca tumultos.
McDermott aparece detrás de mí y me tira del hombro.
—¿Es que Price conoce un reservado para VIP que no conocemos nosotros? —Parece preocupado.
Ahora he salido de Tunnel y estoy colocado pero cansado de verdad y en la boca tengo un sorprendente sabor como a NutraSweet, incluso después de beber dos Stolis más y medio J&B. Son las doce y media y vemos unas limusinas que tratan de girar hacia la izquierda camino de la West Side Highway. Los tres, Van Patten, McDermott y yo, discutimos las posibilidades de encontrar ese nuevo club que se llama Nekenieh. No estoy colocado de verdad, sólo borracho o algo así.
—¿Comemos mañana? —les pregunto, bostezando.
—Yo no puedo —dice McDermott—. Voy a cortarme el pelo a Pierre.
—¿Y el desayuno? —sugiero yo.
—Tampoco —dice Van Patten—. Cita en Gio’s. Manicura.
—Eso me recuerda —le digo, mirándome la mano— que también yo necesito que me la hagan.
—¿Y la cena? ¿Cómo la tienes? —me pregunta McDermott.
—Tengo una cita —digo—. Mierda.
—¿Y tú? —le pregunta McDermott a Van Patten.
—Imposible —dice Van Patten—. Tengo que ir a Sunmakers. Y luego al gimnasio.