Pastels

Estoy a punto de echarme a llorar cuando llegamos a Pastels porque estoy seguro de que no vamos a conseguir mesa, pero la mesa es buena, y el alivio, que casi tiene un carácter de marea, me deja limpio como una tremenda oleada. McDermott conoce al maître de Pastels y, aunque hemos hecho la reserva desde el taxi sólo unos minutos antes, nos hacen pasar inmediatamente del abarrotado bar al comedor principal, rosa y bien iluminado, y nos sientan en una mesa excelente para cuatro. Es imposible conseguir mesa en Pastels y creo que Van Patten, yo mismo, e incluso Price, estamos impresionados, puede que hasta sintamos envidia, de la proeza de McDermott para conseguir una mesa.

Después de meternos en un taxi en Water Street nos dimos cuenta de que no habíamos reservado mesa en ningún sitio y mientras debatíamos sobre los méritos de un nuevo bistró californiano-siciliano del Upper East Side —siento tal pánico que casi rompo la Zagat en dos— conseguimos llegar a un consenso. Price fue la única voz disidente, pero al final se encogió de hombros y dijo:

—Me la suda. —Y usamos su teléfono portátil para reservar la mesa.

Luego sacó su walkman y puso el volumen tan alto que el sonido de Vivaldi casi resultaba audible aun con las ventanillas medio abiertas y el ruido del tráfico de la calle resonando dentro del taxi. Van Patten y McDermott hicieron chistes desagradables sobre el tamaño de la polla de Tim, y yo me uní a ellos. Antes de entrar en Pastels, Tim cogió la servilleta con la versión final de su pregunta al GQ y se la tiró a un vagabundo que estaba cerca de la puerta del restaurante con un cartel que decía: «ESTOY HAMBRIENTO Y NO TENGO CASA POR FAVOR AYÚDENME».

Parece que las cosas van como la seda. El maître ha mandado cuatro Bellini obsequio de la casa, pero de todos modos pedimos unas copas. Las Ronnettes cantan «Then He Kissed Me», nuestra camarera es una tía buena y hasta Price parece relajado aunque detesta el lugar. Además, hay cuatro mujeres en la mesa situada frente a la nuestra, todas muy guapas —rubias, grandes tetas: una lleva un vestido camisero de lana reversible de Calvin Klein, otra lleva un vestido de malla de lana y un chaleco con adornos de seda de Geofrey Beene, otra lleva una falda simétrica de tul con pliegues y un bustier de terciopelo bordado de, creo, Christian Lacroix, aparte de zapatos de tacón alto de Sidonie Larizzi, y la última lleva un vestido negro con lentejuelas sin tirantes debajo de un chaleco sastre de crepé de Bill Blass—. Ahora las Shirelles cantan «Dancing In The Street» por los altavoces, y el sistema de sonido, además de la acústica, pues el restaurante tiene el techo alto, es tan potente que tenemos que gritar prácticamente para pedir a la camarera que está tan buena —lleva un vestido de dos colores de lana con adornos de pasamanería de Myrone de Prémonville y botines de terciopelo hasta el tobillo y, estoy casi seguro, coquetea conmigo—: se ríe de modo sexy cuando le pido, de primero, el ceviche de cazón y calamar con caviar dorado; me lanza una mirada tan encendida, tan penetrante cuando pido el pastel de carne con salsa verde de tomatillo, que tengo que mirar el Bellini rosa de la alargada copa de champán con expresión interesada, grave, para que no crea que estoy demasiado interesado. Price pide las tapas y luego el venado con salsa de yogur y brotes de polipodio con trocitos de mango. McDermott pide el sashimi con queso de cabra y luego el pato ahumado con endibias y sirope de arce. Van Patten toma los embutidos al gratén y el salmón a la plancha con vinagre de frambuesa y guacamole. El aire acondicionado del restaurante está a tope y estoy empezando a lamentar el no haberme puesto el nuevo jersey de Versace que compré la semana pasada en Bergdorf’s. Quedaría muy bien con el traje que llevo.

—¿Podría retirar estas cosas, por favor? —le indica Price al camarero, señalando los Bellini.

—Espera, Tim —dice Van Patten—. Tranquilo. Los tomaré yo.

Eurobasura, David —explica Price—. Eurobasura.

—Puedes tomarte el mío, Van Patten —digo yo.

—Espere —dice McDermott, haciendo que el mozo se detenga—. También yo tomaré el mío.

—¿Por qué? —pregunta Price—. ¿Tratas de atraer a esa chica armenia que está junto a la barra?

—¿Qué chica armenia? —Van Patten de repente gira el cuello, interesado.

—Lléveselos todos —dice Price, prácticamente echando humo.

El mozo retira humildemente las copas, saludando con la cabeza sin mirar a nadie cuando se aleja.

—¿Quién te ha dado permiso? —dice McDermott, casi gritando.

—Fijaos, chicos. Fijaos en quién acaba de entrar —dice Van Patten.

—Por el amor de Dios, no será el jodido Preston —suspira Price.

—Nada de eso —dice Van Patten de modo siniestro—. Todavía no sabe adónde hemos ido.

—¿Victor Powell? ¿Paul Owen? —pregunto yo, súbitamente asustado.

—Tiene veinticuatro años y tiene, lo diré así, una cantidad de pasta repulsiva —suelta Van Patten, haciendo una mueca. Es evidente que la persona le ha visto y él suelta una sonrisa resplandeciente, mostrando su dentadura al completo—. Está forrado.

Giro el cuello, pero no consigo imaginar a quién se refiere.

—Es Scott Montgomery —dice Price—. ¿No? ¿No es Scott Montgomery?

—Puede que sí —dice Van Patten, para azuzarle.

—Es el enano de Scott Montgomery —dice Price.

—Price —dice Van Patten—. No tienes precio.

—Fijaos en cómo simulo que estoy excitado —dice Price, dándose la vuelta—. Bueno, lo más excitado que puedo estar por conocer a alguien de Georgia.

—Vale —dice McDermott—. Y va vestido de punta en blanco.

—Oye —dice Price—. Estoy deprimido. Tremendamente deprimido.

—Hay que ver —digo yo, localizando a Montgomery—. Azul marino, muy elegante.

—Una tela muy sutil —susurra Van Patten.

—Demasiado beige —sentencia Price—. Ya sabes.

—Aquí viene —digo yo, dándome fuerza.

Scott Montgomery se dirige hacia nuestra mesa con un blazer azul marino cruzado con botones de concha de tortuga falsos, una camisa de lana arrugada a rayas con un toque de pespuntes rojos, una corbata de seda blanca y azul con fuegos artificiales impresos de Hugo Boss y pantalones color ciruela de lana con cuatro pinzas y bolsillos oblicuos de Lazo. Sujeta una copa de champán y se la tiende a la chica con la que está —aspecto evidente de modelo, delgada, bien de tetas, sin culo, tacones altos—, que lleva una falda de crepé y un chaleco de terciopelo, lana y cachemira, y doblado en el brazo hay un abrigo de terciopelo, lana y cachemira, todo de Louis Dell’Olio. Zapatos de tacón de Susan Bennis Warren Edwards. Gafas de sol de Alain Mikli. Bolso de cuero prensado de Hermès.

—Hola, chicos, ¿cómo os va? —dice Montgomery con un marcado acento de Georgia—. Os presento a Nicki. Nicki, éstos son McDonald, Van Buren, Bateman…, bonito bronceado… y mister Price. —Sólo estrecha la mano de Timothy y luego coge la copa de champán que tenía Nicki. Nicki sonríe educadamente, como un robot; probablemente no habla inglés.

—Montgomery —dice Price, en un tono amable, familiar, mirando a Nicki—. ¿Cómo te van las cosas?

—Bien, amigos —dice Montgomery—. Voy a ver si consigo una mesa mejor que la vuestra. ¿Todavía no os han traído la cuenta? Es una broma.

—Oye, Montgomery —dice Price, mirando a Nicki pero mostrándose todavía inusualmente amable con una persona que yo creía que le resultaba desconocida—. ¿Squash?

—Llámame —dice Montgomery, distraído, paseando la vista por el local—. ¿No es Tyson ése de ahí? Aquí tienes mi tarjeta.

—Estupendo —dice Price, guardándosela en el bolsillo—. ¿El jueves?

—No puedo. Me voy a Dallas mañana, pero… —Montgomery ya se aleja de la mesa, dirigiéndose apresuradamente hacia otra persona, mientras tira de Nicki—. Sí, sí, la semana que viene.

Nicki me sonríe, luego mira al suelo —losetas rosas, azul, verde lima que se entrecruzan formando dibujos triangulares— como si éste contuviera algún tipo de respuesta, alguna especie de clave, ofreciera una razón coherente de por qué estaba con Montgomery. Me sorprendo preguntándome si será mayor que él, y luego si coquetea conmigo.

—Hasta luego —está diciendo Price.

—Hasta luego, amigos… —Montgomery ya se encuentra en mitad de la sala. Nicki le sigue. Estaba equivocado: tiene culo.

—Ochocientos millones —anuncia McDermott admirativamente, moviendo la cabeza.

—¿De la universidad? —pregunto.

—Estás de broma —dice Price.

—¿De Rollins? —apunto yo.

—Óyeme bien —dice McDermott—. De Hampden-Sydney.

—Es un parásito, un miserable, un buitre —concluye Van Patten.

—Pero tiene ochocientos millones —repite enfáticamente McDermott.

—Olvídalo y tráeme la cabeza de ese enano…, ¿te haría callar eso? —dice Price—. Me refiero a que pareces muy impresionado, McDermott.

—En cualquier caso —apunto yo—, una guapa chica.

—Esa chica es tremenda —concuerda McDermott.

—Afirmativo —asiente Price, pero de mala gana.

—Tío —dice Van Patten, acongojado—. Conozco a esa chica.

—Joder —murmuramos todos.

—Déjame adivinarlo —digo yo—. Te la ligaste en Tunnel, ¿a que sí?

—No —dice él, después de dar un sorbo a su copa—. Es modelo. Anoréxica, alcohólica. Una puta estirada. Completamente francesa.

—Qué bromista eres —digo yo, sin saber si está mintiendo.

—¿Qué te apuestas?

—¿Para qué? —McDermott se encoge de hombros—. He follado con ella.

—Un día bebió un litro de Stoli, luego lo vomitó y volvió a bebérselo, McDermott —explica Van Patten—. Alcohólica total.

—Una alcohólica total bien barata —murmura Price.

—No me importa —dice McDermott valientemente—. Es muy guapa. Quiero follar con ella. Quiero casarme con ella. Quiero tener hijos con ella.

—Dios mío —dice Van Patten, casi con náuseas—. ¿Quién querría casarse con una chica que va a dar a luz una jarra de vodka y zumo de arándanos?

—Pero tiene su punto —digo yo.

—Claro. Él también quiere tirarse a la chica armenia de la barra —dice burlonamente Price—. ¿Qué daría a luz ella?… ¿una botella de Korbel y un frasco de zumo de melocotón?

—¿Qué chica armenia? —pregunta McDermott, nervioso, volviendo el cuello.

—Dios santo. Que os den por el culo, so maricones —dice Van Patten, suspirando.

El maître se acerca para saludar a McDermott, luego se fija en que no tenemos los preceptivos Bellini y se aleja corriendo antes de que podamos impedírselo. No estoy seguro de por qué McDermott conoce tanto a Alain —¿quizá de Cecelia?—, lo que me jode un poco, pero decido que puedo marcarles un gol enseñándoles mi nueva tarjeta de visita. La saco de mi cartera de piel de gacela (Barney’s, 850 dólares) y la dejo encima de la mesa, esperando su reacción.

—¿Qué es eso? ¿Un dibujo? —pregunta Price, sin demasiada apatía.

—Mi nueva tarjeta de visita. —Trato de comportarme desenfadadamente, pero me sorprendo sonriendo muy orgulloso—. ¿Qué os parece?

—Vaya —dice McDermott, recogiéndola, auténticamente impresionado—. Muy bonita. Échale un ojo. —Se la tiende a Van Patten.

—Las recogí del impresor ayer —apunto yo.

—Está bien de color —dice Van Patten, estudiando atentamente la tarjeta.

—Es color hueso —señalo—. Y los caracteres se llaman algo así como Silian Rail.

—¿Silian Rail? —pregunta McDermott.

—Sí. No está mal, ¿verdad?

—Está bastante bien, Bateman —dice Van Patten cautamente, el jodido envidioso—, pero eso no es nada… —Saca su cartera y deja una tarjeta de visita junto al cenicero—. Mirad ésta.

Todos nos inclinamos y estudiamos la tarjeta de visita de David, y Price dice tranquilamente:

—Es bonita de verdad.

Me recorre un breve espasmo de envidia cuando me fijo en la elegancia del color y la evidente clase de los tipos. Aprieto el puño cuando Van Patten dice, afectadamente:

—Cáscara de huevo con tipos Romalian… —Se vuelve hacia mí—. ¿Qué opinas tú?

—Muy bonita —grazno, pero consigo asentir con la cabeza, cuando el mozo trae cuatro nuevos Bellini.

—Dios santo —dice Price, alzando la tarjeta de visita hacia la luz e ignorando las nuevas copas—. Es super de verdad. ¿Cómo es posible que un idiota como tú tenga algo de tan buen gusto?

Miro la tarjeta de visita de Van Patten y luego la mía, y no puedo creer que a Price le guste de verdad más la de Van Patten. Aturdido, doy un trago a mi copa y respiro a fondo.

—Pero esperad —dice Price—. Todavía no habéis visto nada… —Saca la suya de un bolsillo interior de la chaqueta y lenta, dramáticamente, le da la vuelta para que la admiremos, y anuncia—: la mía.

Hasta yo tengo que admitir que es espléndida.

De repente, el restaurante parece muy lejos, enmudecido; el ruido, distante, un murmullo sin sentido, comparado con esta tarjeta de visita, y todos tenemos que oír las palabras de Price:

—Letras de relieve, blanco nimbo claro…

—¡Es la hostia! —exclama Van Patten—. Nunca había visto…

—Bonita, muy bonita —tengo que admitir—. Pero espera. Vamos a ver la de Montgomery.

Price la saca y, aunque se comporta de modo indiferente, no entiendo cómo puede ignorar su sutil color blanco, su grosor lleno de gusto. Me siento inesperadamente deprimido por haber iniciado esto.

—Pizza. Vamos a pedir una pizza —dice McDermott—. ¿No quiere compartir nadie una pizza conmigo? ¿De pomátomo rojo? Mmmmm. Seguro que a Bateman le apetece ésa —dice, frotándose las manos con ansia.

Cojo la tarjeta de visita de Montgomery y paso los dedos por ella, para notar la sensación de la tarjeta en las yemas de los dedos.

—Agradable, ¿eh? —El tono de Price sugiere que se da cuenta de que tengo envidia.

—Sí —digo yo bruscamente, devolviéndole la tarjeta a Price como no le daría un trozo de mierda, aunque me cuesta tragarme todo esto.

—Pizza de pomátomo rojo —me recuerda McDermott—. Me muero de hambre.

—Pizza no —murmuro yo, aliviado cuando desaparece la tarjeta de visita de Montgomery, que queda fuera de vista, de nuevo en el bolsillo de Timothy.

—Venga —dice McDermott, lamentándose—. Pidamos la pizza de pomátomo rojo.

—Cállate de una vez, Craig —dice Van Patten, mirando a una camarera que toma el pedido de una mesa—. Pero llama a esa tía buena.

—Pero no es la nuestra —dice McDermott, manoseando la carta que le ha arrancado a un mozo que pasaba.

—Llámala de todos modos —insiste Van Patten—. Pídele agua o una Corona o lo que sea.

—¿Por qué a ella? —pregunto, aunque a nadie en concreto. Mi tarjeta de visita sigue en la mesa, ignorada, junto a una orquídea de un jarrón azul. La cojo poco a poco y la vuelvo a guardar, doblada, en mi cartera.

—Es exactamente igual que esa chica que trabaja en la sección de Georgette Klinger, de Bloomindale’s —dice Van Patten—. Vamos a llamarla.

—¿Quiere alguien pizza, o no? —McDermott está bastante molesto.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunto a Van Patten.

—Porque le compré un perfume a Kate allí —contesta él.

Los gestos de Price atraen la atención hacia nuestra mesa.

—Me olvidé de contarle a todo el mundo que Montgomery es un enano.

—¿Quién es Kate? —digo yo.

Kate es la chica con la que Van Patten tiene una aventura —explica Price, volviendo a mirar hacia la mesa de Montgomery.

—¿Y qué ha sido de Miss Kittridge? —pregunto.

—Sí —sonríe Price—. ¿Qué pasa con Amanda?

—Bueno, chicos, veréis, no nos atamos demasiado. ¿Fidelidad? Vale.

—¿No tienes miedo a las enfermedades? —pregunta Price.

—¿De quién? ¿De Amanda, o de Kate? —pregunto yo.

—Creía que estábamos de acuerdo en que no podíamos cogerlas. —Van Patten alza la voz—. Por lo tanto…, mamón, a ver si cierras la boca.

—Yo no te decía…

Llegan cuatro Bellini más. Ahora hay ocho Bellini encima de la mesa.

—Oh, Dios mío —se lamenta Price, tratando de agarrar al mozo antes de que se escabulla.

—Pizza de pomátomo rojo…, pizza de pomátomo rojo… —McDermott ha encontrado un mantra para la noche.

—Pronto nos convertiremos en el objetivo de chicas iraníes cachondas —dice, inexpresivo, Price.

—Es como un cero por ciento de lo que sea, ya sabes… ¿Me estás escuchando? —pregunta Van Patten.

—… pizza de pomátomo rojo…, pizza de pomátomo rojo… —Luego McDermott da una palmada en la mesa, haciéndola oscilar—. ¡Me cago en Dios! ¿Es que no me escucha nadie?

Yo todavía sigo en trance debido a la tarjeta de visita de Montgomery, —el color con tanta clase, el grosor, las letras, la impresión— y de repente alzo el puño como para golpear a Craig y chillo, con una voz que es un trueno:

—¡Nadie quiere esa jodida pizza de pomátomo rojo! ¡Una pizza debe ser espesa y ligeramente esponjosa y tener una capa de queso fundido! ¡Aquí la capa de queso es demasiado fina porque el gilipollas del cocinero lo pasa todo demasiado tiempo por el horno! ¡Las pizzas siempre están secas y se cuartean! —grito.

Con la cara roja, derramo mi Bellini en la mesa y cuando alzo la vista han llegado nuestros primeros platos. Una camarera que está muy buena me mira con expresión extraña y vidriosa. Me seco la mano en la cara, sonriéndole amablemente. Ella sigue allí de pie, mirándome como si fuera una especie de monstruo —la verdad es que parece asustada—, y yo miro a Price —¿para qué?, ¿buscando consejo?— y él dice:

—Puros. —Y se da un golpecito en el bolsillo de la chaqueta.

McDermott dice tranquilamente.

—No me parece que se cuarteen.

—Oye, guapa —digo yo, ignorando a McDermott y cogiendo a la camarera del brazo para acercarla a mí. Ella titubea, pero yo sonrío y me deja que la acerque más—. Ahora, aquí vamos a cenar agradablemente y… —empiezo a explicar.

—Esto no es lo que he pedido —dice Van Patten, mirando su plato—. No quería los embutidos al gratén.

—Cierra la boca. —Lo fulmino con la mirada y luego me vuelvo tranquilamente hacia la tía buena, sonriendo como un idiota, pero un idiota guapo—. Y ahora presta atención, guapa. Somos buenos clientes de este restaurante y probablemente pidamos un buen coñac, o brandy, quién sabe, y queremos estar tranquilos y disfrutar del —hago un gesto con el brazo— ambiente. Y —con la otra mano mi cartera de piel de gacela— nos gustaría paladear unos buenos puros cubanos después y no queremos que nos moleste una palurda

Palurda. —McDermott asiente con la cabeza hacia Van Patten y Price.

—Una palurda, sí, o cualquier cliente o turista desconsiderado que inevitablemente va a quejarse de nuestras inocuas costumbres… Así que… —pongo disimuladamente lo que espero que sean cincuenta dólares en una mano de dedos pequeños—. Si me garantizas que no van a molestarnos mientras cenamos, te lo agradeceríamos mucho. —Aprieto la mano, cerrándole el puño sobre el billete—. Y si se queja alguien, bueno… —hago una pausa, luego advierto amenazadoramente—, pues lo echamos a patadas.

La chica asiente sin decir nada y empieza a alejarse con esa expresión aturdida, confusa, en la cara.

—Y —añade Price, sonriendo—, si aparece otra ronda de Bellini dentro de un radio de cincuenta metros alrededor de esta mesa, prenderemos fuego al maître. Conque ya se lo puedes advertir.

Después de un largo silencio durante el que contemplamos nuestros primeros platos, Van Patten dice:

—¿Bateman?

—¿Qué? —Cojo un trozo de cazón con el tenedor, le pongo un poco de caviar dorado y luego dejo el tenedor.

—Eres la perfección en plan universitario —murmura.

Price ve a otra camarera que se acerca con una bandeja con cuatro copas largas de champán que contienen un líquido rosa pálido, y dice:

—Por el amor de Dios, esto es absurdo…

Sin embargo, la camarera las deja en la mesa de al lado, para las cuatro guapas.

—Está caliente —dice Van Patten, ignorando sus embutidos al gratén.

—Una tía buena —asiente McDermott, de acuerdo—. Sin la menor duda.

—A mí no me impresiona —dice Price, sorbiendo por la nariz—. Fíjate en sus rodillas.

Mientras la tía buena está allí, la miramos de arriba abajo, y aunque sus rodillas sostienen unas piernas largas y morenas, no puedo evitar darme cuenta de que una de las rodillas es, evidentemente, mayor que la otra. La rodilla izquierda es más saliente, y casi imperceptiblemente más delgada, que la derecha, y este insignificante defecto ahora nos parece insoportable, por lo que perdemos todo interés. Van Patten está mirando su plato, aturdido, y luego mira a McDermott, y dice:

—Esto tampoco es lo que yo he pedido. Es sushi, no sashimi.

—Cristo bendito —suspira McDermott—. En realidad, aquí no se viene por la comida.

Un chico que es casi exactamente igual que Christopher Lauder se acerca a la mesa y dice, dándome un golpecito en el hombro:

—Bonito bronceado, Hamilton —antes de dirigirse hacia el servicio de caballeros.

—Bonito bronceado —remeda Price, que moja sus tapas en mi plato.

—Joder —digo yo—, espero no haberme ruborizado.

—La verdad, Bateman, ¿dónde vas a broncearte? —pregunta Van Patten.

—Sí, Bateman, ¿adónde vas? —McDermott parece genuinamente intrigado.

—Fíjate bien en lo que voy a decirte —digo yo—. A un salón de bronceado. —Y luego añado, irritado—: Como todo el mundo.

—Yo tengo —dice Van Patten, haciendo una pausa para causar el mayor impacto— una cama para broncearse en… casa. —Y luego toma una buena porción de sus embutidos al gratén.

—No puede ser —digo yo, acobardado.

—Es verdad —me confirma McDermatt, con la boca llena—. Yo la he visto.

—Eso es jodidamente insultante —digo.

—¿Y por qué coño es jodidamente insultante? —pregunta Price, empujando con el tenedor las tapas por su plato.

—¿Sabes lo caro que es ser socio de un jodido salón de bronceado? —me pregunta Van Patten—. ¿Aunque sólo sea durante un año?

—Tú estás loco —murmuro.

—Fijaos, chicos —dice Van Patten—. Bateman se ha enfadado.

De pronto, aparece un camarero y, sin preguntar si hemos terminado, se lleva nuestros primeros platos, que casi no hemos tocado. Nadie se queja, excepto McDermott, que pregunta:

—¿Nos ha quitado los platos de verdad? —Y luego se echa a reír sin entender nada. Pero cuando ve que ninguno de los demás ríe, se contiene.

—Se los ha llevado porque las raciones son tan pequeñas que probablemente ha creído que habíamos terminado —dice Price cansadamente.

—Yo creo que se ha enfadado por lo de la cama de bronceado —le digo a Van Patten, aunque secretamente creo que sería un lujo digno de mí, de no ser porque no tengo sitio para una en mi apartamento.

—¿Con quién está Paul Owen? —oigo que McDermott le pregunta a Price.

—Con uno de esos sinvergüenzas de Kicker Peabody —dice Price distraídamente—. Conoce a McCoy.

—¿Entonces, por qué está sentado con esos miserables de Drexel? —pregunta McDermott—. ¿No es Spencer Wynn ése?

—¿Estas muy colocado o qué? —pregunta Price—. Ése no es Spencer Wynn.

Miro a Paul Owen, que está sentado a una mesa con otros tres chicos —uno de los cuales podría ser Jeff Duvall: tirantes, pelo peinado hacia atrás, gafas de montura de asta—, todos ellos tomando champán y me pregunto perezosamente cómo se las habrá arreglado Owen para ocuparse de la cuenta de Fisher. Eso me quita el apetito, pero nuestros segundos platos llegan casi inmediatamente después de que nos hayan retirado los primeros y nos ponemos a comer. McDermott se suelta los tirantes. Price le llama guarro. Me noto paralizado, pero consigo apartar la vista de Owen y mirar mi plato (el pastel de carne es un hexágono amarillento, rodeado de lonchas de salmón ahumado, con dibujitos retorcidos de salsa de tomatillo rodeando artísticamente el plato), y luego miro a la multitud que está esperando. Parecen hostiles, puede que borrachos debido a los Bellini, obsequio de la casa, cansados de esperar horas por unas mierdosas mesas pegadas a la abierta cocina, a pesar de haber hecho una reserva. Van Patten interrumpe el silencio de nuestra mesa dando un golpe con su tenedor y echando su silla hacia atrás.

—¿Qué pasa? —digo yo, alzando la vista de mi plato, con el tenedor levantado encima de él, que mi mano no moverá; es como si ésta apreciase demasiado la disposición del plato, como si mi mano tuviera mente y se negara a desordenarlo. Suspiro y dejo el tenedor a un lado, desesperanzado.

—Mierda. Tengo que grabarle esa película a Mandy. —Van Patten se limpia la boca con la servilleta, se pone de pie—. Vuelvo enseguida.

—¿Tienes que grabársela obligatoriamente? —pregunta Price—. ¿Es que te has vuelto loco?

—Es que está en Boston. Fue al dentista. —Van Patten se encoge de hombros, con pinta de calzonazos.

—¿Y qué coño vas a hacer? —La voz me vacila. Todavía pienso en la tarjeta de visita de Van Patten—. ¿Llamar al canal desde donde la emiten?

—No —dice él—. Tengo un teléfono inalámbrico conectado al programador de un vídeo Videotonics que compré en Hammachar Schlemmer. —Se aleja, tirándose de los tirantes.

—Qué modernidad —digo yo, sin entonación.

—¿Qué quieres de postre? —le grita McDermott.

—Algo con chocolate y sin harina de trigo —le contesta él, gritando.

—¿Van Patten ha dejado de ir al gimnasio? —pregunto—. Parece inflado.

—Eso parece, pero no ha dejado de ir —dice Price.

—¿Ya no es socio del Vertical Club? —pregunto.

—No lo sé —murmura Price, estudiando su plato. Luego, lo aparta suspirando y se vuelve hacia la camarera para pedirle otro Finlandia con hielo.

Otra camarera que está muy buena se nos acerca muy decidida, trayendo una botella de champán Perrier-Jouët, que no es de reserva, y nos dice que es un obsequio de Scott Montgomery.

—No es de reserva, ¡será buitre! —dice Price, siseando, y vuelve el cuello para buscar la mesa de Montgomery—. Miserable. —Alza el dedo desde el otro lado del comedor—. El mamón es tan bajo que casi ni lo puedo ver. Creo que el que ha cogido el gesto es Conrad. No estoy seguro.

—¿Dónde está Conrad? —pregunto—. Debería saludarle.

—Es el tipo que te llamó Hamilton —dice Price.

—Ese no era Conrad —digo yo.

—¿Estás seguro? Se parecía muchísimo a él —dice Price, pero en realidad no está escuchando; mira descaradamente a la camarera que está tan buena, a la hendidura de sus pechos que queda al descubierto cuando se inclina para agarrar mejor el corcho de la botella.

—No, ése no es Conrad —digo, sorprendido por la torpeza de Price para reconocer a sus compañeros de trabajo—. Ese tipo lleva el pelo mejor cortado.

Permanecemos sentados en silencio mientras la tía buena sirve el champán. Una vez que se ha ido, McDermott pregunta si nos gusta la comida. Le digo que el pastel de carne estaba bien, pero que tenía demasiada salsa de tomatillo. McDermott asiente con la cabeza y dice:

—Es lo que yo había oído.

Van Patten regresa, murmurando:

—No tienen un buen servicio para meterse una línea.

—¿Postre? —sugiere McDermott.

—Sólo si puedo pedir el sorbete Bellini —dice Price, bostezando.

—¿Y si pedimos la cuenta? —dice Van Patten.

—Es hora de dedicarse al ojeo, caballeros —digo yo.

La tía buena trae la cuenta. El total son 475 dólares, mucho menos de lo que esperábamos. La pagamos entre todos, pero necesitamos dinero en efectivo, así que saco mi American Express Platino y cojo sus billetes, en su mayoría de cincuenta dólares y muy nuevos. McDermott pide que le devolvamos diez dólares, pues sus embutidos al gratén sólo costaban dieciséis. La botella de champán de Montgomery queda en la mesa, sin beber. Fuera de Pastels un mendigo distinto está sentado en la calle, con un cartel que dice algo completamente ilegible. Nos pide educadamente unas monedas y, luego, algo para comer.

—Ese sujeto necesita un tratamiento facial —sentencio yo.

—Oye, McDermott —dice en voz muy alta Price—. Tírale tu corbata.

—Mierda. ¿Crees que van a darle algo por ella? —pregunto, mirando al mendigo.

—Cualquier porquería del Jam —dice Van Patten, riendo. Nos damos una palmada en la mano.

—Oye, tío —dice McDermott, mirándose la corbata, claramente ofendido.

—Lo siento…, taxi… —dice Price, haciéndole señas a un taxi— y puede que algo de beber.

—Vamos a Tunnel —le dice McDermott al taxista.

—Estupendo, McDermott —dice Price, subiéndose al asiento de delante—. Suena como si estuvieras muy excitado.

—Lo que pasa es que no soy un maricón decadente y quemado como tú —dice McDermott, subiéndose delante de mí.

—¿Sabe alguno de vosotros que los hombres de las cavernas consumían más fibra que nosotros? —dice Price, dirigiéndose al taxista.

—Ya lo había oído —dice McDermott.

—Van Patten —digo yo—. ¿Te fijaste en la botella de champán a la que nos invitó Montgomery?

—Vamos a ver —dice Van Patten, inclinándose hacia McDermott—. A ver si lo adivino. ¿Perrier-Jouët?

Bingo —dice Price—. Pero no era de reserva.

—Jodido buitre —dice Van Patten.