Harry’s

Price y yo bajamos andando por Hannover Street en los momentos más oscuros del crepúsculo y, como guiados por radar, nos dirigimos en silencio hacia Harry’s. Timothy no ha dicho nada desde que dejamos P & P. Ni siquiera hace el menor comentario sobre el horrible vagabundo que está acurrucado debajo de un Dumpster de Stone Street, aunque suelta un desagradable silbido a una mujer —tetas grandes, rubia, buen culo, tacones altos— que se dirige a Water Street. Price parece nervioso y no me apetece preguntarle qué le pasa. Lleva un traje de lino de Canali Milano, una camisa de algodón de Ike Behard, una corbata de seda de Bill Blass y unos zapatos con cordones de Brooks Brothers. Yo llevo un traje ligero de lino con pantalones de pinzas, una camisa de algodón, una corbata de seda, todo ello de Valentino Couture, y zapatos perforados de Allen-Edmonds. Una vez en Harry’s vemos a David van Patten y a Craig McDermott en una mesa de delante. Van Patten lleva una chaqueta cruzada sport de lana y seda, pantalones con bragueta de botones de lana y seda con las pinzas invertidas de Mark Valentino, una camisa de algodón de Gitman Brothers, una corbata de seda a lunares de Bill Bass y zapatos de cuero de Brooks Brothers. McDermott lleva un traje de lino con pantalones de pinzas, una camisa de algodón y lino de Basile, una corbata de seda de Joseph Abboud y mocasines de avestruz de Susan Bennins Warren Edwards.

Ambos están inclinados sobre la mesa, escribiendo en el reverso de servilletas de papel, con un whisky escocés y un martini situados respectivamente delante de ellos. Nos saludan con la mano. Price deja su attaché Tumi de cuero en una silla vacía y se dirige hacia la barra. Le grito para que me pida un J&B con hielo y luego me siento con Van Patten y McDermott.

—Hola, Bateman —dice Craig, con una voz que sugiere que éste no es su primer martini—. ¿Es apropiado llevar mocasines con borlas con un traje formal, o no? No me mires como si estuviera loco.

—Mierda, no se lo preguntes a Bateman —protesta Van Patten, agitando una pluma de oro Cross delante de la cara y dando un sorbo ausente a su copa de martini.

—¿Van Patten? —dice Craig.

—¿Qué?

McDermott duda, luego dice:

—Cállate la boca —con voz inexpresiva.

—¿Qué os jode tanto? —Localizo a Luis Carruthers de pie en la barra junto a Price, que le ignora ostensiblemente. Carruthers no va bien vestido: traje cruzado de lana con doble fila de botones, creo que de Chaps, una camisa a rayas de algodón y una corbata de lazo de seda, aparte de gafas con montura de asta de Oliver Peoples.

—Bateman, vamos a mandar estas preguntas a GQ —empieza Van Patten.

Luis me localiza, sonríe débilmente, luego, si no me equivoco, se ruboriza y se vuelve hacia la barra. Los camareros siempre ignoran a Luis por algún motivo.

—Hemos apostado a ver cuál de nosotros aparece el primero en la columna de preguntas y respuestas, y ahora estoy esperando una respuesta. ¿Qué crees tú? —pregunta McDermott.

—¿Sobre qué? —pregunto yo, irritado.

—Mocasines con borlas, carapijo —dice él.

—Bueno, veréis, chicos… —Mido cuidadosamente las palabras—. Los mocasines con borlas son tradicionalmente un calzado sport… —Vuelvo a mirar a Price, que espera ansioso su copa. Trata de pasar junto a Luis sin mirarle, pero Luis le tiende la mano. Price sonríe, dice algo y se aleja deprisa en dirección a nuestra mesa. Luis vuelve a intentar atraer la atención del camarero y nuevamente fracasa.

—Pero se han vuelto aceptables por lo populares que son, ¿o no? —pregunta Craig con vehemencia.

—Sí —asiento con la cabeza—. Siempre que no sean negros o de cordobán están bien.

—¿Y los marrones? —pregunta Van Patten, desconfiadamente.

Pienso en esto y luego digo:

—Demasiado deportivos para un traje formal.

—¿De qué habláis, so maricones? —pregunta Price. Me tiende la copa y luego se sienta, cruzando las piernas.

—De acuerdo, de acuerdo —dice Van Patten—. Lo que yo pregunto es esto. Tiene dos partes. —Hace una pausa dramática—. ¿Los cuellos redondos son demasiado formales o demasiado deportivos? Segunda parte, ¿qué tipo de nudo de corbata les va mejor?

Un Price aturdido, con una voz todavía tensa, responde rápidamente con una pronunciación exacta, clara, que se puede oír sobre el estrépito de Harry’s.

—Son versátiles y se pueden llevar tanto con trajes como con chaquetas sport. Pueden ser adecuados para ocasiones formales y debe añadirse un pasador si son especialmente formales. —Hace una pausa, suspira; parece como si hubiera visto a alguien. Me vuelvo para ver quién es. Price continúa—: Si se llevan con un blazer entonces el cuello debe parecer blando y se pueden llevar con o sin pasador. Como son tradicionales, lo mejor es que se equilibren con un nudo de corbata relativamente pequeño. —Da un sorbo a su martini, vuelve a cruzar las piernas—. ¿La siguiente pregunta?

—Invítale a una copa —dice McDermott, evidentemente impresionado.

—¿Price? —dice Van Patten.

—¿Qué? —dice Price, recorriendo el local con la vista.

—No tienes precio.

—Oídme —digo yo—. ¿Adónde vamos a cenar?

—He comprado la siempre fiable guía Zagat —dice Van Patten, sacando la agenda púrpura del bolsillo y agitándola delante de Timothy.

—Estupendo —dice Price secamente.

—¿Qué vamos a cenar? —Soy yo.

—Algo rubio con grandes tetas. —Price.

—¿Qué tal ese bistró salvadoreño? —McDermott.

—Oídme, podríamos pasarnos por Tunnel después, así que algo que quede cerca de allí. —Van Patten.

—No, mierda —empieza McDermott—. ¿Vamos a ir a Tunnel? La semana pasada me ligué a esa chica de Vassar…

—No, Dios mío, otra vez no —protesta Van Patten.

—¿Cuál es tu problema? —interviene, agresivo, McDermott.

—También estaba yo. No me apetece volver a oír esa historia —dice Van Patten.

—Pero nunca te he contado lo que pasó después —dice McDermott, enarcando las cejas.

—¿Cuándo estuvisteis? —pregunto yo—. ¿Por qué no me invitaron a mí?

—Andabas muy ocupado con ese jodido ligue. Y ahora calla la boca y escucha, La cosa fue que me ligué a esa chica de Vassar en Tunnel…, muy caliente, grandes tetas, piernas estupendas, una tía buena en pequeño…, y la invité a un par de kirs de champán y ella había venido a la ciudad por las vacaciones de primavera y me la chupó prácticamente en el Chandelier Roomy por eso me la llevé a casa…

—Espera un momento —le interrumpo—. ¿Puedo preguntarte dónde estaba Pamela durante todo eso?

Craig guiña el ojo.

—Vete a tomar por el culo. Quería que me la chupara, Bateman. Quería una chica que me dejara…

—No quiero oír esas cosas —dice Van Patten llevándose las manos a los oídos—. Seguro que cuenta algo desagradable.

—Fijaos en el remilgado —se burla McDermott—. Mira, decidimos ir juntos a mi casa o acercarnos hasta Saint Bart’s. Lo único que quiero es una chica cuya cara pueda aguantar treinta, cuarenta minutos.

Le tiro mi agitador.

—De todos modos, volvimos a mi casa y oíd lo que pasó. —Se acerca más a la mesa—. Ya había tomado demasiado champán como para tragar lo que fuera y como fuera, y yo…

—¿Es que te dejó que te la follaras sin condón? —pregunta uno de nosotros.

McDermott abre mucho los ojos.

—Es una chica de Vassar. No una de Queens.

Price me da un golpecito en el hombro.

—¿Qué quiere decir eso?

—Da lo mismo, escuchad —continúa McDermott—. La chica quería…, ¿estáis preparados? —Hace una pausa dramática—. Sólo quería trabajármela a mano, y fijaos en esto…, con el guante puesto. —Se echa hacia atrás en su silla y da un trago a su copa, satisfecho de sí mismo.

Nos tomamos la cosa en serio. Ninguno se burla de la reveladora declaración de McDermott ni de su incapacidad para reaccionar más agresivamente con la chica. Nadie dice nada, pero todos pensamos lo mismo: Nunca se ha ligado a una chica de Vassar.

—Lo que tú necesitas es una chica de Camden —dice Van Patten, después de recuperarse de lo que ha contado McDermott.

Estupendo —digo yo—. Una chica que crea que está muy bien follar con su hermano.

—Sí, pero creen que SIDA es una nueva banda inglesa —apunta Price.

—¿Dónde cenamos? —pregunta Van Patten, ausente, mientras examina con atención la pregunta escrita en la servilleta—. ¿Dónde coño vamos a ir?

—La verdad es que resulta raro que las chicas crean que a los chicos les interesan esas cosas, las enfermedades y cosas así —dice Van Patten, moviendo la cabeza.

—Pues yo no estoy dispuesto a ponerme un jodido condón —anuncia McDermott.

—He leído un artículo que he fotocopiado —dice Van Patten—, que cuenta que nuestras posibilidades de cogerlo son de un cero cero cero cero coma cinco por ciento o algo así, y que da igual qué tipo de chica guarra, asquerosa, mamona, te termines cepillando.

—Los chicos no pueden cogerlo.

—Bueno, los blancos.

—¿Esa chica llevaba un jodido guante? —pregunta Price, todavía asombrado—. ¿Un guante? ¿Por qué no te la meneaste tú solo?

—Oye, la polla era una fiesta —dice Van Patten—. Faulkner.

—¿A qué universidad fuiste? —pregunta Price—. ¿A Pine Manor?

—Tíos —anuncio yo—. Fijaos en quién se acerca.

—¿Quién? —Price no quiere volver la cabeza.

—Adivínalo —digo yo—. La mayor comadreja de Drexel Burnham Lambert.

—¿Conolly? —apunta Price.

—Hola, Preston —digo, estrechando la mano de Preston.

—Amigos —dice Preston, de pie junto a la mesa, saludando con la cabeza a todos—. Lo lamento, pero esta noche no podré cenar con vosotros. —Preston lleva un traje cruzado de lana de Alexander Julian, una camisa de algodón y una corbata de seda de Perry Ellis. Se inclina, y mantiene el equilibrio apoyando una mano en el respaldo de mi silla—. Me molesta mucho no poder ir, pero los compromisos…, ya sabéis.

Price le lanza una mirada acusadora y suelta, insultante:

—¿Estaba invitado a venir con nosotros?

Yo me encojo de hombros y termino lo que me queda del J&B.

—¿Qué hiciste ayer por la noche? —pregunta McDermott, y luego añade—: Bonito traje.

—Mejor sería, ¿con quién se lo hizo ayer por la noche? —corrige Van Patten.

—No, no —dice Preston—. Fue una velada decente, muy respetable. Nada de chicas, nada de sexo, nada de alcohol. Fui a The Russian Tea Room con Alexandra y sus padres. Ella llama a su padre…, fijaos…, Billy. Pero estoy tan puñeteramente cansado, y fue sólo un Stoli. —Se quita las gafas (Oliver Peoples, naturalmente) y bosteza, limpiándolas con un pañuelo de Armani—. No estoy seguro, pero me parece que nuestro camarero, que parecía un pope ortodoxo, echó algo de ácido en el borscht. Estoy tan jodidamente cansado.

—¿Entonces qué vas a hacer? —pregunta Price, sin el menor interés.

—Tengo que devolver unos vídeos, ir a un vietnamita con Alexandra y a un musical en Broadway, algo inglés —dice Preston, paseando la vista por el local.

—Oye, Preston —dice Van Patten—. Vamos a mandar las preguntas al GQ ¿Quieres hacer alguna?

—Sí, sí, quiero hacer una —dice Preston—. Vamos a ver, cuando se lleva esmoquin, ¿cómo se consigue que el plastrón de la camisa no se te levante?

Van Patten y McDermott se quedan sentados en silencio durante un minuto antes de que Craig, interesado y con la frente fruncida al pensar, dice:

—Es una buena pregunta.

—Oye, Price —dice Preston—. ¿Vas a hacer alguna tú?

—Sí —afirma Price, y suspira—. Si todos tus amigos son unos gilipollas, ¿es asesinato, conducta desordenada, o una buena acción si les vuelas sus jodidas cabezas con una Magnum del treinta y ocho?

—No es adecuada para el GQ —dice McDermott—. Prueba con Soldier of Fortune.

—O Vanity Fair. —Van Patten.

—¿Y ése quién es? —pregunta Price, mirando hacia la barra—. ¿No es Reed Robinson? A propósito, Preston, uno sólo tiene que hacer que le hagan un ojal en la parte delantera de la camisa, por donde se puede meter un botón que se lleva cosido a los pantalones; de ese modo te aseguras de que el plastrón tieso de la parte de delante de la camisa no se mete por debajo de la faja y así no se te sube cuando te sientas, ¿no es ese mamón Reed Robinson? Se parece mucho a él.

Asombrado por la explicación de Price, Preston se da lentamente la vuelta, todavía apoyado, y después de ponerse de nuevo las gafas, mira hacia la barra.

—No, es Nigel Morrison.

—Ah —exclama Price—. Uno de esos jóvenes maricones ingleses que están de interinos en…

—¿Cómo sabes que es maricón? —le pregunto.

—Son todos maricones. —Price se encoge de hombros—. Los ingleses.

—¿Y cómo te has enterado, Timothy? —pregunta Van Patten, sonriendo maliciosamente.

—Le vi dándole por el culo a Bateman en el servicio del Morgan Stanley —dice Price.

Yo suspiro y le pregunto a Preston.

—¿Dónde trabaja de interino Morrison?

—Lo he olvidado —dice Preston, rascándose la cabeza—. ¿En Lazard?

—¿Dónde? —le apremia McDermott—. ¿En First Boston? ¿En Goldman?

—No estoy seguro —dice Preston—. Puede que en Drexel. Oye, sólo es ayudante del analista financiero, y su espantosa novia de dientes podridos está en una miserable ratonera ocupándose de equilibrar las acciones.

—¿Dónde cenamos? —pregunto, empezando a perder la paciencia—. Tenemos que reservar mesa. No quiero quedarme de pie junto a una jodida barra.

—¿Qué coño es eso que lleva Morrison? —se pregunta Preston—. ¿Es un traje a rayas con una camisa de cuadros?

—No es Morrison —dice Price.

—¿Entonces quién es? —pregunta Preston, volviendo a quitarse las gafas.

—Es Paul Owen —dice Price.

—Ése no es Paul Owen —digo yo—. Paul Owen está en el otro extremo del bar. Allá al fondo.

Owen está junto a la barra con un traje cruzado de lana.

—Se ocupa de la cuenta de Fisher —dice alguien.

—El hijoputa tiene suerte —murmura alguien.

—Sí, un hijoputa judío con suerte —dice Preston.

—Dios mío, Preston —digo yo—. ¿Qué tiene que ver eso con nada?

—Oye, he visto a ese hijoputa sentado en su oficina al teléfono con CEOS, dándole vueltas a un jodido menorah, o como se llamen esos candelabros judíos. El pasado diciembre el hijoputa llevó una rama de la fiesta de Hanukkah a la oficina —dice de repente Preston, especialmente animado.

—A lo que se da vueltas es a esa especie de pirindola que se llama dreidel, Preston —digo yo tranquilamente—, no a un menorah. Lo que se hace girar es un dreidel.

—Dios santo, Bateman, ¿es que quieres que vaya a la barra y le diga a Freddy que fría una de esas jodidas tortas de patata? —pregunta Preston, alarmado de verdad—. Unos… ¿latkes?

—No —digo yo—. Pero deja de hacer observaciones antisemitas.

—La voz de la razón… —Price se echa hacia delante y me da una palmadita en la espalda—. El buen chico de siempre.

—Sí, un buen chico que, según tú, deja que un analista financiero interino inglés lo sodomice —digo, irónicamente.

—He dicho que eres la voz de la razón —dice Price—. No que no fueras homosexual.

—O redundante —añade Preston.

—Sí —digo yo, mirando directamente a Price—. Pregúntale a Meredith si soy homosexual. Es decir, si tendría tiempo para meterse mi polla en la boca.

—A Meredith le gusta hacérselo con maricas —explica Price, imperturbable—. Por eso me la cepillo yo.

—Esperad un momento, chicos, sé un chiste. —Preston se frota las manos.

—Preston —dice Price—, el chiste eres tú. ¿No sabías que no queremos que vengas a cenar con nosotros? A propósito, bonito chaleco; no hace juego, pero no queda tan mal.

—Price, eres un hijoputa, eres tan jodidamente puñetero conmigo que ya apestas —dice Preston, riéndose—. De todos modos, John Fitzgerald Kennedy y Pearl Bailey se encuentran en una fiesta y van al Despacho Oval para follar, y cuando están follando, Kennedy se duerme y… —Preston se interrumpe—. Cómo, ¿y qué pasa luego…? Ah, sí, Pearl Bailey le dice señor presidente quiero volver a follar, y entonces él dice ahora voy a dormir un poco y en… treinta…, no esperad… —Preston se vuelve a interrumpir, confuso—. No…, dentro de sesenta minutos…, no, estaba bien, dentro de treinta minutos, me despertaré y volveremos a hacerlo, pero tienes que mantener una mano en mi polla y la otra sobre mis huevos, y ella dice que muy bien pero por qué tengo que tener una mano en su polla y la otra…, la otra en los huevos… y… —Se fija en que Van Patten está garabateando algo en el dorso de una servilleta—. Oye, Van Patten… ¿me escuchas?

—Te escucho —dice Van Patten, irritado—. Sigue. Termina de una vez. Una mano en mi polla, otra mano en mis huevos, sigue.

Luis Carruthers continúa de pie junto a la barra, esperando una copa. Ahora me parece que su corbata de lazo es de Agnes B. Todo está tan poco claro.

—Yo no —dice Price.

—Y él dice, porque… —Preston vuelve a vacilar. Hay un largo silencio. Preston me mira…

—No me mires —digo yo—. El chiste no lo cuento yo.

—Y él dice… Se me ha quedado la mente en blanco.

—¿Es eso la gracia del chiste? ¿Se me ha quedado la mente en blanco? —pregunta McDermott.

—Él dice, bueno, porque… —Preston se pone la mano sobre los ojos y piensa—. Dios santo, no puedo creer que se me haya olvidado…

Estupendo, Preston —suspira Price—. Además de hijoputa, no tienes ni un poco de gracia.

—¿Se me ha quedado la mente en blanco? —me pregunta Craig—. No lo cojo.

—Sí, sí, ya me acuerdo —dice Preston—. Oíd, ya me acuerdo. Porque la última vez que follé con una negra, me robó la cartera. —Y se echa a reír de inmediato. Y después de un breve silencio, todos los de la mesa empiezan a reírse, excepto yo.

—Eso es, en eso consiste la gracia —dice orgullosamente Preston, aliviado.

Van Patten le da una palmada en la mano. Incluso Price se ríe.

—Dios santo —digo yo—. Es espantoso.

—¿Por qué? —dice Preston—. Es muy divertido.

—Sí, Bateman —dice McDermott—. Ríete.

—Oh, se me había olvidado que Bateman está saliendo con alguien que defiende los derechos civiles —dice Price—. ¿Por qué no te gusta?

—No es divertido —digo yo—. Es racista.

—Bateman, eres un hijoputa mamón —dice Preston—. Deberías dejar de leer todas esas biografías de Ted Bundy. —Preston se levanta y consulta su Rolex—. Tíos, me voy. Hasta mañana.

—Sí. A la misma Batihora, en el mismo Baticanal —dice Van Patten, dándome un codazo.

Preston se inclina hacia delante antes de irse.

—Porque la última vez que follé con una negra me robó la cartera.

—Lo he cogido —digo, empujándole.

—Recordad esto, chicos: hay pocas cosas que funcionen tan bien en la vida como un Kenwood. —Sale.

—Dua-dudua —dice Van Patten.

—Oídme, ¿sabía alguno de vosotros que los hombres de las cavernas consumían más fibra que nosotros? —pregunta McDermott.