«PERDED TODA ESPERANZA AL TRASPASARME» está garabateado con letras rojo sangre en la fachada del Chemical Bank cerca de la esquina de la calle Once con la Primera Avenida y está escrito con caracteres lo bastante grandes como para que se vea desde el asiento trasero del taxi cuando éste avanza a sacudidas entre la circulación que deja Wall Street y justo cuando Timothy Price se fija en las palabras se detiene un autobús, con el anuncio de Les Misérables en el costado, tapándole la vista, pero a Price, que trabaja con Pierce & Pierce y tiene veintiséis años, no parece que le importe porque le dice al taxista que le dará cinco dólares si sube el volumen de la radio —«Be My Baby» suena en la WYNN— y el taxista, negro, no norteamericano, así lo hace.
—Tengo recursos para dar y vender —está diciendo Price—. Soy creativo, soy joven, no tengo escrúpulos, estoy motivado a tope, soy ingenioso a tope. En esencia lo que digo es que la sociedad no puede permitirse el lujo de prescindir de mí. Soy una buena inversión. —Price se tranquiliza, continúa mirando por la sucia ventanilla del taxi, probablemente la palabra «MIEDO» de un grafiti escrito con un spray en la fachada de un McDonald’s de la esquina de la Cuarta con la Séptima—. Lo que quiero decir es que se mantiene el hecho de que a nadie le importa un pito su trabajo, que todo el mundo odia su trabajo, que yo odio mi trabajo, que tú me has dicho que odias el tuyo. ¿Qué puedo hacer? ¿Volver a Los Ángeles? No es una alternativa. Me cambié de la Universidad de California en Los Ángeles a la de Stanford para soportar esto. ¿Quiero decir que soy el único que piensa que no gana el suficiente dinero? —Como en una película, aparece otro autobús, otro cartel de Les Misérables remplaza a la palabra…, no es el mismo autobús porque alguien ha escrito la palabra «BOLLERA» encima de la cara de Eponine. Tim suelta bruscamente—: Tengo un piso aquí, tengo una casa en los Hamptons, por el amor de Dios.
—Los padres, tío. Es por los padres.
—No me la compré gracias a ellos. ¿Quiere subir el volumen de una jodida vez?
—Esto no puede sonar más alto —puede que diga el taxista.
Timothy lo ignora y continúa irritado:
—Podría soportar el vivir en esta ciudad si les pusieran Blaupunkt a los taxis. Puede que hasta sistemas sintonizadores dinámicos ODM III o ORC II. —En este punto la voz se le ablanda—. Cualquiera de ellos. Son modernos, amigo mío, modernísimos.
Se quita del cuello el walkman de aspecto muy caro, y sigue quejándose.
—Odio quejarme, de verdad que lo odio, de la basura, los desperdicios, la enfermedad, de lo sucia que está esta ciudad y tú sabes y yo sé que es una pocilga… —Sigue hablando mientras abre su nuevo attaché Tumi de piel de becerro que compró en D.F. Sanders. Mete el walkman dentro del attaché junto a un teléfono plegable portátil inalámbrico tamaño cartera (antes tenía un NEC 9000 Porta portátil) y saca el periódico de hoy—. En el de hoy, sólo en el de hoy…, vamos a ver…, modelos estranguladas, bebés tirados desde el techo de los edificios, niños asesinados en el metro, una reunión comunista, un jefe de la Mafia liquidado, nazis… —recorre las páginas con excitación—, jugadores de béisbol con sida, más porquería de la Mafia, atascos, vagabundos sin casa, diversos maníacos, enjambres de maricones llenando las calles, madres de alquiler, la supresión de una serie televisiva, niños que consiguen entrar en un zoológico y torturan y queman vivos a varios animales, más nazis…, y el chiste es, la gracia final es, que todo eso pasa en esta ciudad…, no en otro sitio, exactamente aquí, te traga, espera un momento, más nazis, atascos, atascos, vendedores de bebés, mercado negro de bebés, bebés con sida, bebés yanquis, un edificio que cae encima de un bebé, un bebé maníaco, atascos, un puente que se hunde… —Deja de hablar, respira a fondo y luego dice tranquilamente, con los ojos fijos en un mendigo de la esquina de la Segunda con la Quinta—: Ése hace el número veinticuatro de los que he visto hoy. Llevo la cuenta. —Luego pregunta, sin echar ni un vistazo—: ¿Por qué no llevas el blazer de estambre azul marino y los pantalones grises? —Price lleva un traje de lana y seda con seis botones de Ermeregildo Zegna, una camisa de algodón con puños franceses de Ike Behard, una corbata de seda de Ralph Lauren y zapatos de cuero de Fratelli Rossetti.
El Post es una auténtica mierda. Hay un artículo medianamente interesante sobre dos personas que desaparecieron de una fiesta a bordo del yate de un personaje medio conocido de Nueva York mientras el barco daba la vuelta a la isla. Los restos de sangre y tres copas de champán rotas son las únicas pistas: Se sospecha que hubo violencia y la policía cree que el arma que utilizó el asesino fuera quizás un machete, porque en la cubierta se encontraron varias rayaduras y cortes. Por el momento no han encontrado los cuerpos. No hay sospechosos. Price se puso a soltar su rollo habitual a la hora de almorzar y luego siguió con él durante el partido de squash y continuó desvariando mientras tomaba unas copas en Harry’s, adonde fue después, tomó tres J&B con agua, mucho más interesado por la cuenta de Fisher de la que se ocupa Paul Owen. Price no se quiere callar.
—¡Enfermedades! —exclama, con la cara tensa de dolor—. Ahora hay esa teoría de que si coges el virus del sida por tener relaciones sexuales con alguien que ya está infectado, entonces puedes coger cualquier cosa, sea por el virus per se o no…, la enfermedad de Alzheimer, distrofia muscular, hemofilia, leucemia, anorexia, diabetes, cáncer, esclerosis múltiple, fibrosis quística, parálisis cerebral, dislexia; por el amor de Dios…, ¿se puede coger dislexia por culpa de un coño…?
—No estoy seguro, tío, pero no creo que la dislexia sea un virus.
—¿Quién sabe? No están seguros. Que lo demuestren.
Fuera de este taxi, en las aceras, palomas negras e hinchadas revolotean por encima de los restos de perritos calientes de delante de un Gray’s Papaya mientras unos travestis miran ociosamente y un coche de la policía patrulla en silencio en dirección prohibida por una calle de dirección única y el cielo está bajo y es gris y en un taxi que se ha detenido al lado de éste, un tipo que se parece mucho a Luis Carruthers saluda a Timothy con la mano y cuando Timothy no devuelve el saludo, el tipo —pelo muy repeinado hacia atrás, tirantes, gafas de montura de asta— se da cuenta de que no es quien él creía que era y vuelve a su ejemplar de USA Today. Agachada en la acera hay una fea vagabunda llena de bolsas que agarra un látigo y lo hace restallar contra las palomas, que lo ignoran y siguen picoteando y peleándose, hambrientas, por los restos de los perritos calientes, y el coche de la policía desaparece en un aparcamiento subterráneo.
—Pero entonces, cuando uno llega precisamente al punto en que tu reacción ante esta época es de aceptación total y absoluta, en que tu cuerpo se ha convertido en algo que sintoniza la locura, y alcanzas ese punto en que todo tiene sentido, en que la cosa encaja, cogemos a una de esas jodidas negras asquerosas sin hogar, que, en realidad, lo que quiere (oye lo que digo, Bateman), lo que quiere es estar lejos de las calles, de esta, de esas calles, ¿las ves?, ésas —señala—, y tenemos a un alcalde que no quiere escucharla, un alcalde que no quiere dejar que la muy puta se lo haga a su modo (¡Santo Dios!), deja que la jodida puta muera congelada, no la saca de su puñetera miseria buscada, y mira, vuelves adonde estabas al principio, confuso, jodido… Número veinticuatro, para nada, veinticinco… ¿Quién estará en casa de Evelyn? Espera, vamos a ver. —Levanta una mano encariñada con una impecable manicura—. Ashley, Courtney, Muldwyn, Marina, Charles…, ¿voy bien por ahora? Puede que uno de los amigos «artistas» de Evelyn del, diosanto, «East» Village. Ya sabes cómo son…, los que preguntan a Evelyn si tiene un chardonnay blanco seco. —Se da una palmada en la frente y cierra los ojos y ahora murmura, con los dientes apretados—. Me marcho. Me libro de Meredith. Esencialmente, la muy puñetera me desafía a que me guste. Lo dejo. ¿Por qué tardé tanto en darme cuenta de que tiene la personalidad de una jodida presentadora de un concurso de televisión?… Veintiséis, veintisiete… Quiero decirle que soy sensible. Le dije que el accidente del Challenger me dejó muy descolocado…, ¿qué más quiere ella? Soy íntegro, tolerante, quiero decir que estoy extremadamente satisfecho con mi vida. Soy optimista con respecto al futuro…, eso quiero decir, ¿y tú?
—Claro, claro…, pero…
—y lo único que consigo de ella es mierda… Veintiocho, veintinueve, valiente mierda, esto es un jodido montón de mendigos. Te lo digo yo… —De repente se interrumpe, como si estuviera agotado y apartando la vista de otro anuncio de Les Misérables, como si recordara algo importante, pregunta—: ¿Leíste lo del presentador de ese concurso de televisión? Asesinó a dos chavales. Un maricón depravado. Chusco, chusco de verdad. —Price espera una reacción. No la hay. De repente: el Upper West Side.
Le dice al taxista que se detenga en la esquina de la Ochenta y uno con Riverside, pues la calle es de dirección única, y no la que él quiere.
—No se moleste en dar la vuel… —empieza Price.
—A lo mejor si voy por el otro lado —dice el taxista.
—No se moleste. —Luego, en un aparte apenas audible, con los dientes apretados, sin sonreír, añade—: Idiota de mierda.
El taxista dirige el taxi a una parada. Detrás, dos taxis hacen sonar sus bocinas, luego se ponen en marcha.
—¿Deberíamos llevar flores?
—Para nada. Coño, te la estás follando, Bateman. ¿Por qué íbamos a llevarle flores a Evelyn? Será mejor que tenga cambio de cincuenta —le advierte al taxista, mirando de reojo los números rojos del taxímetro—. Joder. Los esteroides. Lo siento, estoy tenso.
—Creía que ya los habías dejado.
—Tuve acné en las piernas y en los brazos y los rayos UVA no me sirvieron de nada, conque empecé a ir a un salón de bronceado para que se me quitase. Dios mío, Bateman, deberías ver cómo tengo el estómago. Completamente en carne viva… —dice de un modo lejano, raro, mientras espera a que el taxista le dé el cambio—. Destrozado. —Escatima la propina al taxista, pero éste de todos modos está auténticamente agradecido—. Hasta la vista, Shlomo.
Price le guiña el ojo.
—Coño, coño, coño —dice Price mientras abre la portezuela.
Al apearse del taxi distingue a un mendigo en la calle —«Bingo: treinta»— que lleva una especie de mono verde muy raro, chillón, asqueroso, va sin afeitar y con el pelo grasiento peinado hacia atrás, y chistosamente Price mantiene abierta la puerta del taxi para que suba. El vagabundo, confuso y gruñón, con una mirada avergonzada clavada en el suelo, sostiene una taza de café de plástico vacía, agarrada con fuerza en una mano insegura.
—Me parece que no quiere el taxi —dice Price, soltando una risita y cerrando de un portazo—. Pregúntale si tiene tarjeta American Express.
—¿Tiene usted tarjeta American Express?
El vagabundo asiente con la cabeza y se aleja, arrastrando lentamente los pies.
Hace frío por ser abril y Price avanza rápidamente calle abajo, hacia la casa de Evelyn, mientras silba «Si yo fuera rico», y su aliento crea penachos humeantes de vapor, y balancea su attaché Tumi de piel. Una silueta con el pelo muy repeinado hacia atrás y gafas con montura de asta se acerca a lo lejos, con un traje cruzado de gabardina y lana beige Cerruti 1881 y con el mismo attaché Tumi de piel de D.F. Sanders que lleva Price, y Timothy se pregunta en voz alta:
—¿No es Victor Powell? No puede ser.
El hombre pasa debajo del fulgor fluorescente de una farola, con una mirada inquietante en la cara y, durante un momento, frunce los labios en una leve sonrisa y mira a Price casi como si se conocieran, pero en cuanto se da cuenta de que no le conoce y en cuanto Price se da cuenta de que no es Victor Powell, se aleja.
—Gracias a Dios —murmura Price cuando se acerca a casa de Evelyn.
—Se parecía muchísimo a él.
—¿Powell y una cena en casa de Evelyn? Dos cosas que casan casi tan bien como tela escocesa y a cuadros. —Price vuelve a pensarlo—. O como calcetines blancos con pantalones grises.
Un lento fundido y Price está subiendo los escalones de la casa de piedra que su padre le compró a Evelyn, mientras gruñe porque se le olvidó devolver las cintas que alquiló ayer por la noche en el videoclub Haven. Pulsa el timbre. De la casa de piedra contigua a la de Evelyn, una mujer —tacones altos, culo enorme— sale sin cerrar la puerta con llave. Price la sigue con la mirada y cuando oye pasos en el interior que bajan hacia la entrada donde estamos nosotros, se da la vuelta y se arregla su corbata Versace dispuesto a encarar a quien sea. Courtney abre la puerta y lleva una blusa de seda crema Krizia, una falda de tweed rojiza Krizia y zapatos de seda y raso D’Orsay de Manolo Blahnik.
Yo tirito y le tiendo mi abrigo de lana negra Giorgio Armani y ella lo coge, besándome con mucho remilgo la mejilla derecha, luego hace exactamente los mismos movimientos con Price mientras coge su abrigo Armani. El nuevo CD de Talking Heads suena suavemente en el cuarto de estar.
—Un poco tarde, ¿no os parece, chicos? —pregunta Courtney, sonriendo traviesamente.
—Un taxista haitiano inepto —murmura Price, devolviéndole el beso a Courtney—. Tenemos mesa reservada en un sitio, así que, por favor, no me hables de Pastels a las nueve.
Courtney sonríe mientras cuelga los dos abrigos en el armario del vestíbulo.
—Esta noche cenamos aquí, queridos. Lo siento, lo sé, lo sé, traté de hablar con Evelyn de ello, pero tenemos… sushi.
Tim pasa junto a ella y cruza el salón hacia la cocina.
—¿Evelyn? ¿Dónde estás, Evelyn? —llama con voz cantarina—. Tenemos que hablar.
—Me alegra verte —le digo a Courtney—. Esta noche estás muy guapa. Tienes un… brillo juvenil en la cara.
—La verdad es que sabes cómo halagar a las damas, Bateman. —En la voz de Courtney no hay sarcasmo—. ¿Debo decirle a Evelyn que estás en ese plan? —pregunta, coqueteando.
—No —le digo—. Pero apuesto lo que sea a que te gustaría.
—Pasa —dice ella, quitándome las manos de su cintura y poniéndome las suyas en los hombros, mientras me guía por el vestíbulo en dirección a la cocina—. Tenemos que liberar a Evelyn. Lleva arreglando el sushi desde hace una hora. Trata de hacer tus iniciales…, la P con platija y la B con atún…, pero cree que el atún parece demasiado pálido…
—Qué romántico.
—… y no tiene suficiente platija para poder terminar la B. —Courtney toma aliento—. Y por eso creo que va a hacer las iniciales de Tim en vez de las tuyas. ¿Te importa? —pregunta, algo preocupada. Courtney es la novia de Luis Carruthers.
—Me siento terriblemente celoso y creo que lo mejor será que hable con Evelyn —digo yo, dejando que Courtney me empuje suavemente dentro de la cocina.
Evelyn está junto a un mostrador de madera con, una blusa de seda crema Krizia, una falda de tweed rojiza Krizia y un par de zapatos de seda y raso D’Orsay idéntico al que lleva Courtney. Su largo pelo rubio está recogido en un moño de aspecto más bien severo y me saluda sin levantar la vista de la fuente oval de acero inoxidable Wilton sobre la que ha dispuesto artísticamente el sushi.
—Hola, cariño, lo siento. Quería ir a ese encantador bistró salvadoreño nuevo, del Lower East Side…
Price gruñe de modo audible.
—… pero no conseguimos mesa. Timothy, no gruñas. —Coge un trozo de platija y lo coloca cuidadosamente cerca del centro de la fuente, completando lo que parece una T mayúscula. Se aleja un poco de la fuente y la examina atentamente—. No sé. Oh, me siento tan insegura.
—Te dije que tuvieras Finlandia en esta casa —murmura Tim, mirando las botellas, la mayoría de ellas de dos litros, de la barra—. Evelyn nunca tiene Finlandia —dice sin dirigirse a nadie y dirigiéndose a todos.
—Dios mío, Timothy. ¿No te las arreglarás con Absolut? —pregunta Evelyn, y luego pensativamente a Courtney—: La pasta de California debe ir en el borde de la fuente, ¿no?
—Bateman, ¿qué tomas? —pregunta Price, suspirando.
—J&B con hielo —le digo, pensando de pronto que es extraño que no hayan invitado a Meredith.
—Oh, Dios mío. Qué lío —dice Evelyn entrecortadamente—. Os juro que voy a llorar.
—Ese sushi tiene un aspecto maravilloso —le aseguro, para tranquilizarla.
—Oh, es un lío —se queja ella—. Es un lío.
—No, no, el sushi tiene un aspecto maravilloso —le digo, y, en un intento de resultar lo más tranquilizador posible, cojo un trozo de aleta y me lo meto en la boca, lanzando un gemido de placer, y abrazo a Evelyn por detrás; aunque tengo la boca llena, me las arreglo para decir—: Delicioso.
Ella me da un cachete juguetón, evidentemente complacida por mi reacción, y por fin, con mucho cuidado, me besa remilgadamente en la mejilla y luego se vuelve hacia Courtney. Price me tiende una copa y se dirige hacia el cuarto de estar mientras trata de quitarse algo invisible de su blazer.
—Evelyn, ¿no tendrás un cepillo para pelusas?
Yo hubiera preferido ver el partido de béisbol o ir al gimnasio a hacer ejercicio o probar ese restaurante salvadoreño que tuvo un par de buenas reseñas, una en la revista New York, la otra en el Times, a tener que cenar aquí, pero cenar en casa de Evelyn tiene una cosa buena: que está cerca de la mía.
—¿Quedará bien la salsa de soja si no está exactamente a la temperatura ambiente? —está preguntando Courtney—. Creo que hay hielo en uno de los platos.
Evelyn está colocando con mucha delicadeza tiras de jengibre naranja pálido en un montoncito junto a mi platillo de porcelana lleno de salsa de soja.
—No, no queda bien —dice—. Oye, Patrick, ¿serías tan cielo y sacarías el Kirin de la nevera? —Luego, aparentemente cansada del jengibre, tira el mantoncito en la fuente—. No te molestes, por favor. Lo haré yo.
De todos modos, me dirijo a la nevera. Con una mirada sombría, Price vuelve a entrar en la cocina y pregunta:
—¿Quién coño está en el cuarto de estar?
Evelyn finge ignorancia.
—¿Quién está?
Courtney la advierte:
—Evelyn. Se lo habrás dicho, espero.
—¿De quién se trata? —pregunto yo, súbitamente asustado—. ¿Victor Powell?
—No, no es Victor Powell, Patrick —dice Evelyn, como quien no quiera la cosa—. Es un artista amigo mío, Stash. Y Vanden, su novia.
—O sea que era una chica eso de allí —dice Price—. Ven a echar una ojeada, Bateman —añade desafiante—. A ver si lo adivino. ¿No es del East Village?
—Oh, Price —dice Evelyn coqueteando y abriendo varias botellas de cerveza—. Y por qué no. Vanden va a Camden y Stash vive en el Soho.
Salgo de la cocina, cruzo el comedor donde está puesta la mesa con velas de cera de abeja de Zona encendidas en sus candelabros de plata de ley de Fortunoff, y entro en el cuarto de estar. No puedo decir lo que lleva puesto Stash porque es todo negro. Vanden lleva mechas verdes en el pelo. Mira un vídeo de una banda de heavy-metal que ponen en la cadena de vídeos musicales mientras fuma un pitillo.
—Ejem —toso yo.
Vanden aparta la vista con pereza, probablemente drogada hasta las patas. Stash no se mueve.
—Hola. Soy Pat Bateman —digo, tendiéndole la mano y fijándome en mi reflejo en un espejo colgado de la pared… y sonriendo ante la buena pinta que tengo.
Ella me la estrecha, sin decir nada. Stash se pone a olerse los dedos.
Brusco corte y estoy de vuelta en la cocina.
—Quiero que se vaya de aquí —está diciendo Price, muy enfadado—. Esa chica está muy pasada y no deja de mirar la cadena de vídeos musicales y yo quiero ver el puñetero informe McNeil/Lehrer.
Evelyn sigue abriendo grandes botellas de cerveza importada y dice con aire ausente:
—Tendremos que comer todo eso enseguida o si no vamos a envenenarnos.
—Lleva mechas verdes en el pelo —les informo—. Y está fumando.
—Bateman —dice Tim, sin dejar de mirar a Evelyn.
—¿Qué? —digo yo—. ¿Timothy?
—Eres un majadero.
—Oye, deja a Patrick en paz —dice Evelyn—. Es un buen chico. Es nuestro Patrick. No eres un majadero, ¿verdad, cariño? —Evelyn está en Marte y yo me dirijo a la barra a servirme otra copa.
—Un buen chico, ¿eh? —Tim sonríe afectadamente y asiente con la cabeza, luego cambia de expresión y vuelve a preguntarle a Evelyn con hostilidad si no tiene un cepillo para las pelusas.
Evelyn termina de abrir las botellas de cerveza japonesa y le dice a Courtney que vaya a por Stash y Vanden.
—Tenemos que comerlo ya o si no nos envenenaremos —murmura, moviendo lentamente la cabeza y examinando la cocina, para asegurarse de que no se ha olvidado nada.
—Siempre que consiga apartarlos de ese último vídeo de Megadeth —dice Courtney, antes de salir.
—Tengo que hablar contigo —dice Evelyn.
—¿De qué? —Me acerco a ella.
—No —dice, y luego señala a Tim—, con Price.
Tim sigue mirándola, enfadado. Yo no digo nada y miro la copa de Tim.
—Sé amable —me ruega— y pon el sushi en la mesa. El tempura está en el micro ondas y el sake está calentándose… —la voz va desvaneciéndose mientras precede a Price fuera de la cocina.
Me pregunto dónde habrá conseguido Evelyn el sushi —atún, platija, caballa, camarón, anguila, incluso bonito, todos parecen tan frescos, y hay montoncitos de wasabi y tiras de jengibre situadas estratégicamente alrededor de la fuente Wilton—, pero también me gusta la idea de que no lo sé, de que nunca lo sabré, de que nunca preguntaré de dónde son, y de que el sushi estará allí en medio de la mesa de cristal de Zona que le compró su padre a Evelyn, como una misteriosa aparición de Oriente, y cuando dejo la fuente veo mi reflejo en la superficie de la mesa. Mi piel parece más oscura debido a la luz de las velas y me fijo en que el miércoles pasado me cortaron muy bien el pelo en Gio’s. Me sirvo otra copa. Me preocupa el nivel de sodio de la salsa de soja.
Somos cuatro los que estamos sentados a la mesa esperando a que Evelyn y Timothy vuelvan con el cepillo para pelusas que necesita Price. Yo estoy sentado a la cabecera tomando largos tragos de J&B. Vanden se sienta en el otro extremo, leyendo sin interés una porquería de periódico del East Village que se llama Deception, cuyo titular dice: «LA MUERTE DEL CENTRO DE LA CIUDAD». Stash ha cogido con los palillos un trozo de platija que aparece en mitad de su plato como un brillante insecto empalado. De vez en cuando mueve el trozo de sushi por el plato pero nunca alza la vista ni hacia mí ni hacia Vanden o Courtney, que está sentada a mi lado tomando traguitos de vino de ciruelas en una copa de champán.
Evelyn y Timothy vuelven como a los veinte minutos de que los demás nos hubiéramos sentado y Evelyn parece ligeramente ruborizada. Tim me mira cuando ocupa la silla contigua a la mía, con una nueva copa en la mano, y se inclina hacia mí, como si fuera a decirme algo, cuando de repente Evelyn le interrumpe:
—Ahí no, Timothy —y añade, susurrando—: Chico, chica. Chico, chica. —Señala la silla vacía junto a Vanden.
Timothy mira a Evelyn y, dudándolo, se coloca a lado de Vanden, que bosteza y pasa una página de su periódico.
—Estupendo —dice Evelyn, sonriendo, encantada con la presentación de la comida—, a por ello. —Y después de fijarse en el trozo de sushi que Stash se ha servido (ahora está inclinado sobre su plato, susurrando algo), su compostura se tambalea, pero sonríe valientemente y pregunta con voz muy aguda—: ¿Quiere alguien vino de ciruelas?
Nadie dice nada, hasta que Courtney, que tiene la vista fija en el plato de Stash, levanta insegura su copa y dice, tratando de sonreír:
—Está… delicioso, Evelyn.
Stash no habla. Aunque probablemente se sienta incómodo en la mesa con nosotros, pues no se parece a los demás hombres de la habitación —no lleva el pelo peinado hacia atrás, tampoco lleva tirantes, ni gafas con montura de asta, y su ropa es negra y esta mal planchada, no tiene prisa por encender un puro, probablemente sea incapaz de conseguirse una mesa en Camols, debe de ganar una miseria—, con todo, su comportamiento carece de justificación y está sentado como si le hipnotizara el brillante trozo de sushi y, justo cuando por fin toda la mesa está a punto de ignorarle, de apartar la vista de él y ponerse a comer, se estira en la silla y dice en voz alta, señalando su plato con dedo acusador:
—¡Se mueve!
Timothy le lanza una mirada de un desprecio tan absoluto que yo no la puedo igualar, aunque reúno la suficiente energía para aproximarme. Vanden parece divertida y también, infortunadamente, Courtney, quien estoy empezando a pensar que encuentra atractivo a este mono, aunque supongo que si yo saliera con Luis Carruthers me pasaría lo mismo. Evelyn se ríe con toda naturalidad y dice:
—Oh, Stash, eres un terremoto —y luego pregunta, preocupada—: ¿Tempura? —Evelyn es ejecutiva de los servicios financieros de una empresa, por si a alguien le interesa.
—Tomaré un poco —le digo, y cojo un trozo de berenjena de la fuente, aunque no voy a comérmela porque está frita.
Los de la mesa se ponen a servirse, ignorando a Stash. Yo observo a Courtney mientras mastica y traga.
Evelyn, en un intento de iniciar una conversación, dice, después de lo que parece un largo silencio:
—Vanden va a Camden.
—¿De verdad? —pregunta Timothy, gélido—. ¿Dónde está eso?
—En Vermont —responde Vanden, sin levantar la vista del periódico.
Miro a Stash para ver si le gusta la flagrante mentira de Vanden, pero se comporta como si no estuviera escuchando, como si se encontrara en otra habitación o en un club punk de los arrabales de la ciudad, pero consigue que al resto de la mesa sí le guste, lo que me molesta pues estoy casi seguro de que todos sabemos que se encuentra en New Hampshire.
—¿Dónde fuisteis vosotros? —dice Vanden suspirando, después de que ha quedado claro que a nadie le interesa Camden.
—Bueno, yo fui a Le Rosay —empieza Evelyn—, y luego seguí cursos de Economía en Suiza.
—Yo también sobreviví a unos cursos de Economía en Suiza —dice Courtney—. Pero yo estuve en Ginebra. Evelyn estuvo en Lausana.
Vanden deja el ejemplar de Deception junto a Timothy y suelta una risita desmayada y maligna, y aunque a mí me da un poco por el culo que Evelyn no encaje la condescendencia de Vanden y se la devuelva, el J&B me ha calmado la tensión hasta un punto en que no me preocupa no tener nada que decir. Probablemente, Evelyn cree que Vanden es encantadora, está confusa y perdida, es una artista. Price no come, tampoco Evelyn; a lo mejor por la cocaína, pero lo dudo. Mientras toma un trago de su copa, Timothy levanta el ejemplar de Deception y ríe ahogadamente para sí mismo.
—«La muerte del centro de la ciudad» —dice; luego, señalando cada una de las palabras del titular, añade—: ¿A quién coño le importa?
Yo espero automáticamente que Stash levante la vista de su plato, pero sigue mirando el solitario trozo de sushi, mientras sonríe para sí mismo y asiente con la cabeza.
—Oye —dice Vanden, como si la hubieran insultado—. Eso nos afecta.
—Nada de eso —dice Timothy, aleccionador—. ¿Nos afecta eso? ¿Y qué pasa con las matanzas de Sri Lanka, guapa? ¿No nos afectan también? ¿Qué pasa con Sri Lanka?
—Bueno, eso es un club del Village. —Vanden se encoge de hombros—. Sí, también nos afecta.
De repente, Stash se pone a hablar sin levantar la vista.
—Ese club se llama El Tonka. —Parece molesto, pero su voz es inexpresiva y baja, y sus ojos siguen clavados en el sushi—. Se llama El Tonka, no Sri Lanka. El Tonka.
Vanden baja la vista, luego dice sumisamente:
—Oh.
—Me refiero a que si no sabes nada de Sri Lanka. A que los sij están matando a toneladas de judíos allí —la aguijonea Timothy—. ¿No os afecta eso?
—¿Quiere alguien rollo kappamaki? —interrumpe Evelyn alegremente, con una fuente en la mano.
—Vamos, vamos, Price —digo yo—. Hay problemas más importantes que Sri Lanka de los que preocuparse. Seguro que nuestra política exterior es importante, pero hay problemas más apremiantes aquí mismo.
—¿Como cuáles? —pregunta él, sin apartar la vista de Vanden—. A propósito, ¿por qué hay un cubito de hielo en mi salsa de soja?
—No —empiezo yo, titubeando—. Bueno, tenemos que terminar con el apartheid de una vez. Y frenar la carrera de armas nucleares, detener el terrorismo y el hambre del mundo. Asegurar una potente defensa nacional, evitar que el comunismo se extienda por Centroamérica, trabajar por un acuerdo de paz en Oriente Medio, evitar la intervención norteamericana en ultramar. Tenemos que asegurar que Estados Unidos sea una potencia mundial respetada. Eso no significa que haya que descuidar nuestros problemas domésticos, que son igual de importantes, si no más. Una atención mejor y más adecuada a los ancianos, controlar el sida y encontrarle cura, evitar los daños ambientales producidos por los desechos tóxicos y la contaminación, mejorar la calidad de la educación primaria y secundaria, reforzar las leyes contra el crimen y las drogas ilegales. También debemos asegurar que la clase media tenga acceso a la educación universitaria, y que los jubilados tengan seguridad social, aparte de preservar los recursos naturales y las zonas de bosque, y reducir la influencia de los comités de acción política.
Todos me miran incómodos, incluido Stash, pero estoy lanzado.
—Pero económicamente seguimos hechos un lío. Tenemos que encontrar el modo de disminuir la tasa de inflación y reducir el déficit comercial. También necesitamos proporcionar formación y trabajo a los desempleados, además de evitar que los empleos existentes los ocupen extranjeros indeseables. Tenemos que hacer de Estados Unidos el líder mundial de las nuevas tecnologías. Y al mismo tiempo, necesitamos promover el crecimiento económico y la expansión comercial y oponernos a los impuestos federales y controlar las tasas de interés, mientras proporcionamos oportunidades a las empresas pequeñas y controlamos las fusiones y las apropiaciones de las grandes empresas.
Price está a punto de escupir su Absolut después de este comentario, pero yo trato de establecer contacto visual con cada uno de ellos, en especial con Vanden, que si se quitase esas mechas verdes y el cuero y consiguiera algo de color —puede que asistiendo a una clase de aerobic—, se pusiera una blusa, algo de Laura Ashley, podría resultar guapa. Pero ¿por qué se acuesta con Stash? Es un tipo torpe y pálido y tiene el pelo mal cortado y al menos pesa cinco kilos de más, y carece de tono muscular debajo de su camiseta negra.
—Pero tampoco podemos ignorar nuestras necesidades sociales. Hemos de evitar que la gente abuse de las ayudas sociales. Tenemos que proporcionar comida y alojamiento a los que no tienen hogar y oponemos a la discriminación racial y promover los derechos civiles mientras promovemos también la igualdad de derecho para las mujeres, aunque también debemos modificar las leyes del aborto para proteger el derecho a la vida, al tiempo que mantenemos de algún modo la libertad de elección de las mujeres. También tenemos que controlar el flujo de inmigrantes ilegales. Tenemos que incentivar el retorno a los valores morales tradicionales y frenar el sexo explícito en la televisión, el cine, la música popular, en todas partes. Y más importante aún, tenemos que promover un interés social general y evitar el materialismo de los jóvenes.
Termino mi copa. Todos se sientan frente a mí en un silencio total, Courtney sonríe y parece contenta. Timothy se limita a agitar la cabeza y parece aturdido. Evelyn está completamente desconcertada por el giro que ha tomado la conversación y aguarda, insegura, y pregunta si alguien quiere postre.
—Tengo… sorbete —dice, como si estuviera mareada—. De kiwi, carambola, chirimoya, higo chumbo y de, oh…, ¿cómo se llama? —Interrumpe su tono monótono de zombie y trata de recordar qué es lo último—. Ah, sí, pera japonesa.
Todos siguen en silencio. Tim me lanza una rápida ojeada. Yo miro a Courtney, luego de nuevo a Tim, luego a Evelyn. Evelyn cruza su mirada con la mía, luego mira con preocupación hacia Tim. Yo también vuelvo a mirar a Tim, luego a Courtney y luego de nuevo a Tim, que me mira una vez más antes de responder lentamente, con inseguridad:
—Pera chumba.
—Higo chumbo —le corrige Evelyn.
Yo miro con suspicacia a Courtney y después de que ella diga:
—Chirimoya.
Yo digo:
—Kiwi.
Y luego Vanden también dice:
—Kiwi.
Y Stash dice tranquilamente, aunque pronunciando cada sílaba muy claramente.
—Chocolate.
La preocupación que nubla la cara de Evelyn cuando oye esto queda instantáneamente remplazada por una máscara sonriente y evidentemente bondadosa, y dice:
—Oh, Stash, sabes que no tengo chocolate, aunque admito que es bastante exótico para un sorbete. He dicho que tengo chirimoya, pera chumba, carambola…, quiero decir higo chumbo…
—Ya lo sé. Te he oído. Te he oído —dice él, moviendo la mano—. Sorpréndeme.
—De acuerdo —dice Evelyn—. ¿Courtney? ¿Te importaría echarme una mano?
—Claro que no. —Courtney se levanta y me fijo en que sus zapatos rechinan en dirección a la cocina.
—Nada de puros, chicos —grita Evelyn.
—Pues vaya —dice Price, volviendo a guardarse el puro en el bolsillo de la chaqueta.
Stash sigue mirando el sushi con una intensidad que me inquieta y tengo que preguntarle, esperando que capte mi sarcasmo:
—¿Se ha vuelto a mover, o ha hecho algo?
Vanden ha hecho una cara de Smiley con todas las rodajas de rollo de California que ha amontonado en su plato, que levanta para que lo vea Stash, y pregunta:
—¿Rex?
—Tranquila —gruñe Stash.
Evelyn vuelve con los sorbetes en copas de margarita Odeon y con una botella sin abrir de Glenfiddich, que sigue sin abrir mientras tomamos los sorbetes.
Courtney tiene que irse pronto para reunirse con Luis en una fiesta de la empresa, en Bedlam, un club nuevo del centro. Stash y Vanden se marchan poco después para ir «a pillar» algo en un sitio del Soho. El único que ve que Stash coge el trozo de sushi de su plato y se lo mete en el bolsillo de su cazadora verde oliva de aviador soy yo. Cuando se lo menciono a Evelyn, mientras ella llena el lavaplatos, me lanza tal mirada de odio que parece muy dudoso que hagamos sexo esta noche. Pero de todos modos me quedo. Lo mismo que Price, que ahora está tumbado en una alfombra Aubusson de fines del siglo XVIII tomando café exprés en una taza Ceralene en el suelo de la habitación de Evelyn. Yo estoy tumbado en la cama de Evelyn sujetando una almohada de Jenny B. Goode, con un vaso de arándanos y Absolut en la mano. Evelyn está sentada en su tocador cepillándose el pelo, con una túnica de seda y rayas verdes y blancas de Ralph Lauren que envuelve su muy atractivo cuerpo, y contempla su reflejo en el espejo.
—¿Soy el único al que le sorprendió el hecho de que Stash decidiera que su trozo de sushi era… —toso, luego añado—: un animal de compañía?
—Por favor, a ver si dejas de invitar a tus amigos «artistas» —dice Tim, fatigado—. Estoy cansado de ser el único de la cena que no ha tenido contactos extraterrestres.
—Fue sólo esta vez —dice Evelyn, observándose un labio, perdida en su propia y plácida belleza.
—Y en Odeon también —murmura Price.
Me pregunto vagamente por qué no me invitaron a la cena de artistas del Odeon. ¿Habría pagado Evelyn la cuenta? Probablemente y de repente me imagino a una sonriente Evelyn, secretamente malhumorada, sentada a una mesa llena de amigos de Stash, todos ellos haciendo pequeñas casetas de perro con las patatas fritas o pretendiendo que su salmón a la plancha estaba vivo, por lo que movían el trozo de pescado por la mesa, mientras hablaban con los demás sobre el «ambiente artístico» y las nuevas galerías; puede que hasta trataran de meter el pescado en la caseta de perro hecha con patatas fritas…
—Si lo recuerdas bien, no los había vuelto a ver —dice Evelyn.
—No, pero Bateman es tu novio, así que contaba —dice Price soltando una risotada, y yo le tiro la almohada. Él la agarra y me la vuelve a tirar.
—Deja a Patrick en paz. Es un buen chico —dice Evelyn, untándose la cara con una especie de crema—. Tú no eres un extraterrestre, ¿verdad, cariño?
—¿Debería dignificar esa pregunta con una respuesta? —le digo yo, suspirando.
—Oh, cariño. —Evelyn hace un puchero al espejo, mirándome con su reflejo—. Ya sé que no eres un extraterrestre.
—Es un alivio —murmuro para mí mismo.
—No, pero Stash estaba en Odeon aquella noche —continúa Price, y luego me mira—. En Odeon. ¿Estás escuchándome, Bateman?
—No, no te escuchaba —dice Evelyn.
—Sí me escuchaba, pero el de esa vez no se llamaba Stash. Se llamaba Horseshoe o Magnet o Lego o algo igualmente adulto —dice burlonamente Price—. Lo he olvidado.
—Timothy, ¿adónde quieres ir a parar? —pregunta Evelyn, cansada—. No estoy escuchándote. —Humedece una bola de algodón y se la pasa por la frente.
—No, estábamos en Odeon. —Price se sienta con cierto esfuerzo—. Y no me preguntéis por qué, pero recuerdo claramente que pidió el cappuccino de atún.
—Carpaccio —le corrige Evelyn.
—No, Evelyn querida, amor de mi vida. Recuerdo claramente que le oí pedir el cappuccino de atún —dice Price, mirando al techo.
—Dijo carpaccio —le lleva la contraria Evelyn, pasándose el algodón por los párpados.
—Cappuccino —insiste Price—. Hasta que tú le corregiste.
—Pero si esta noche, al llegar, ni siquiera lo reconocías… —dice ella.
—Pero le recuerdo —dice Price, volviéndose hacia mí—. Evelyn le describió como «el atleta bondadoso». Así fue como nos lo presentó. Lo juro.
—Oh, cállate ya —dice ella, aburrida, pero mira a Timothy desde el espejo y le sonríe coqueteando.
—Lo que quiero decir es que dudo que Stash salga en las páginas de sociedad de W, que según me parece a mí constituyen tu criterio para elegir a los amigos —dice Price, devolviéndole la mirada y sonriendo con una mueca de lobo lujurioso. Yo me concentro en los arándanos y el Absolut que tengo en la mano y que parece como un vaso de sangre aguada con hielo y una rodaja de limón.
—¿Cómo van las cosas entre Courtney y Luis? —pregunto, esperando que dejen de mirarse.
—Oh, Dios mío —gime Evelyn, dando la espalda al espejo—. Lo que de verdad es espantoso no es que a Courtney ya no le guste Luis. Es que…
—¿Que cancelaron su cuenta en Bergdorf’s? —pregunta Price. Yo me río. Nos damos una palmada en la mano uno al otro.
—No —continúa Evelyn, también divertida—. Es que ella está enamorada de su agente inmobiliario. Un amanerado que va a The Feathered Nest.
—Courtney podría tener problemas —dice Tim, examinando la reciente labor de su manicura—, pero, Dios mío, qué es… Vanden.
—Oh, no saques eso a relucir —solloza Evelyn, y se pone a cepillarse el pelo.
—Vanden es un cruce entre… The Limited y… Benetton de segunda mano —dice Price, alzando las manos, con los ojos cerrados.
—No —digo yo, sonriendo, tratando de incorporarme a la conversación—. Fiorucci de segunda mano.
—Sí —dice Tim—. Eso opino yo. —Sus ojos, ahora abiertos, recorren el cuerpo de Evelyn.
—Timothy, no sigas con eso —dice Evelyn—. Estudia en Camden. ¿Qué esperabas?
—Dios mío —protesta Timothy—. Estoy harto de oír hablar de los problemas de las chicas de Camden. Ay, mi novio, le quiero pero él quiere a otra y, oh, cuánto le echo de menos y él me ignora y blabla blablabla…, Dios mío, qué aburrido. Cosas de estudiantes. Es importante, ¿sabes? Es triste. ¿No crees, Bateman?
—Sí, es importante. Y es triste.
—¿Ves? Bateman está de acuerdo conmigo —dice Price, afectadamente.
—Oh, no lo está. —Evelyn se limpia con un Kleenex la crema con la que se ha untado—. Patrick no es cínico, Timothy. Es un buen chico, ¿verdad, cariño?
—No, no lo soy —susurro para mí mismo—. Soy un jodido psicópata malvado.
—¿Y qué? —dice Evelyn, suspirando—. Ella tampoco es la chica más brillante del mundo.
—¡Ja! ¡La reserva intelectual de este siglo! —exclama Price—. Pero Stash tampoco es el tipo más brillante. Una pareja perfecta. ¿Se conocieron gracias a la sección de contactos de un periódico o algo así?
—Déjalos en paz —dice Evelyn—. Stash tiene talento y estoy segura de que infravaloras a Vanden.
—Es una chica… —Price se vuelve hacia mí—. Oye, Bateman, es una chica…, me lo dijo Evelyn…, es una chica que alquiló El infierno blanco porque creyó que era una película… —se atraganta— sobre traficantes de cocaína.
—Me has dejado tieso —digo yo—. Pero ¿sabemos cómo se gana la vida Stash? Por cierto, supongo que tendrá apellido, aunque no me lo dijo, ni lo quiero saber, Evelyn.
—Lo primero de todo es que es absolutamente decente y encantador —dice Evelyn en su defensa.
—Un hombre que pidió sorbete de chocolate, ¡por el amor de Dios! —exclama Timothy, incrédulo—. ¿De qué estás hablando?
Evelyn ignora esto, y se quita sus pendientes Tina Chow.
—Es escultor —se limita a decir.
—Coño —dice Timothy—. Recuerdo haber hablado con él en Odeon. —Se vuelve nuevamente hacia mí—. Fue cuando pidió el cappuccino de atún, y estoy seguro de que hubiera sido capaz de pedir salmón au lait, y me dijo que organizaba fiestas, lo que técnicamente lo convierte…, no sé, corrígeme si me equivoco, Evelyn…, en un proveedor. ¡Es un proveedor! —exclama Price—. ¡No un jodido escultor!
—Oh, por dios, tranquilízate —dice Evelyn, untándose la cara con más crema.
—Es como si dices que tú eres poeta. —Timothy está borracho y yo estoy empezando a preguntarme cuándo se largará.
—Bueno —empieza Evelyn—. Me he enterado…
—¡Eres una jodida procesadora de textos! —estalla Tim. Se acerca a Evelyn y se agacha junto a ella, contemplando su reflejo en el espejo.
—¿No has engordado, Tim? —pregunta Evelyn, pensativa. Estudia la cabeza de Tim en el espejo y dice—: Tienes la cara como… más redonda.
Timothy, como venganza huele el cuello de Evelyn y pregunta:
—¿Qué es este olor… fascinante?
—Obsession. —Evelyn sonríe, coqueteando, y aparta suavemente a Timothy—. Es Obsession. Patrick, quítame a tu amigo de encima.
—No, no, espera —dice Timothy, olfateando ruidosamente—. No es Obsession. Es…, es… —Y luego, con una mueca de horror, añade—: Es…, oh, Dios mío, es ¡Q. T. Instatan! ¡Quieres ponerte morena con potingues!
Evelyn considera sus posibilidades. Contempla la cabeza de Price una vez más.
—¿Se te está cayendo el pelo?
—Evelyn —dice Tim—. No cambies de tema… —Y luego, auténticamente preocupado—. Ahora que lo dices…, ¿usaré demasiado gel? —Se pasa la mano por el pelo, inquieto.
—Podría ser —dice Evelyn—. Y ahora, haz el favor de sentarte.
—Bueno, por lo menos no es verde y no he tratado de cortármelo con el cuchillo del pan —dice Tim, refiriéndose a las mechas de Vanden y al penoso corte de pelo de Stash. Un corte de pelo que es penoso porque es barato.
—¿Has engordado? —pregunta Evelyn, esta vez con más seriedad.
—Cristo bendito —dice Tim, a punto de darse la vuelta, ofendido—. No, Evelyn.
—Pues tienes la cara… más redonda —asegura Evelyn—. Con los rasgos menos… marcados.
—No lo creo —dice Tim.
Se contempla atentamente en el espejo. Evelyn continúa cepillándose el pelo, pero lo hace con menos intensidad porque está mirando a Tim. Éste se da cuenta y le huele la nuca y me parece que le da un lametazo rápido y hace una mueca de disgusto.
—¿No es Q.T.? —pregunta—. Vamos, dime que sí. Huele a eso.
—No —dice Evelyn, sin sonreír—. Eso es lo que usas tú.
—No. No lo uso por cuestión de principios. Voy a un salón de bronceado. Te lo aseguro —dice él—. La que usa Q. T. eres tú.
—Estás proyectándome lo que haces tú —dice ella, débilmente.
—Ya te lo he dicho —insiste Tim—. Voy a un salón de bronceado. Quiero decir que sé que es caro, pero… —Price se pone pálido.
—Oh, eres muy valiente por admitir que vas a un salón de bronceado —dice Evelyn.
—Q.T. —dice él, atragantándose.
—No sé de qué me estás hablando —dice Evelyn, y vuelve a cepillarse el pelo—. Patrick, acompaña a tu amigo a la puerta.
Ahora Price está de rodillas y huele y olfatea las piernas de Evelyn, mientras ella se ríe. Yo me pongo tenso.
—Dios mío —murmura ella—. Fuera de aquí.
—Estás naranja. —Price se ríe, de rodillas, con la cabeza en el regazo de Evelyn—. Pareces naranja.
—No lo estoy —dice ella, con una voz que es un prolongado gruñido de dolor, de éxtasis—. Estúpido.
Yo sigo tumbado en la cama mirándolos a ambos. Timothy se apoya en su regazo y trata de meter su cabeza debajo de la túnica Ralph Lauren. Evelyn tiene la cabeza echada hacia atrás y trata de apartado, pero de un modo juguetón, mientras le pega levemente en la espalda con su cepillo de pelo Jan Hové. Estoy casi seguro de que Timothy y Evelyn tienen una aventura. Timothy es la única persona interesante que conozco.
—Tienes que marcharte —dice ella por fin, jadeando. Ha dejado de pelearse con él.
Price alza la vista hacia ella, con una sonrisa resplandeciente y llena de dientes, y dice:
—Lo que la señora ordene.
—Gracias —dice ella, con una voz que me suena a decepción.
Él se pone de pie.
—¿Cenamos? ¿Mañana?
—Tendré que preguntárselo a mi novio —dice ella, sonriéndome desde el espejo.
—¿Llevarás ese vestido negro tan sexy de Anne Klein? —pregunta él, poniéndole las manos en los hombros y susurrándoselo al oído, mientras la huele—. Bateman no será bienvenido.
Yo me río bondadosamente mientras me levanto de la cama, y le acompaño afuera de la habitación.
—¡Espera! ¡Mi café exprés! —grita él.
Evelyn se ríe, luego palmotea como si le gustara la resistencia de Timothy a marcharse.
—Vamos, amigo mío —digo yo, mientras le empujo bruscamente por el dormitorio—. Es hora de irse a la cama.
Price todavía se las arregla para tirarle un beso a Evelyn antes de que me libre de él. Está totalmente en silencio cuando le hago salir de la casa.
Después de que se haya marchado, me sirvo un brandy en una copa labrada italiana y, cuando vuelvo al dormitorio, encuentro a Evelyn tumbada en la cama, viendo «Teletienda». Me tumbo junto a ella y me aflojo la corbata Armani. Por fin le pregunto, pero sin mirarla:
—¿Por qué no echaste a Price?
—Dios mío, Patrick —dice ella, con los ojos cerrados—. ¿Qué pasa con Price? —Y dice esto de un modo que me hace pensar que se ha acostado con él.
—Es rico —digo yo.
—Todo el mundo es rico —dice ella, concentrada en la pantalla del televisor.
—Y es guapo —le digo.
—Todo el mundo es guapo, Patrick —dice ella, ausente.
—Tiene un cuerpo estupendo —digo.
—Ahora todo el mundo tiene un cuerpo estupendo —dice ella.
Dejo la copa en la mesilla de noche y me deslizo encima de ella. Mientras la beso y le chupo el cuello, ella mira desapasionadamente la enorme pantalla Panasonic del aparato de televisión por control remoto, y baja el volumen. Me quito la camisa Armani y pongo su mano en mi torso, deseando que note que está duro como una piedra y que tengo el estómago plano, y tenso los músculos, contento de que esté encendida la luz y pueda ver lo moreno que estoy y lo marcado que se me ha puesto el abdomen.
—¿Sabes? —dice ella, con claridad—. Stash ha dado positivo en los análisis del sida. Y… —Hace una pausa, pues algo de la pantalla ha atraído su interés; el volumen sube ligeramente y luego vuelve a bajar—. Y… creo que esta noche se va a acostar con Vanden.
—Dios mío —digo yo, mordiéndole suavemente el cuello, con una de mis manos en un pecho firme y frío.
—Eres malo —dice ella, ligeramente excitada, pasando las manos por mis anchos y fuertes hombros.
—No —susurro yo—. Sólo tu novio.
Después de intentar hacer sexo con ella durante unos quince minutos, decido renunciar.
Ella dice:
—¿Sabes? Uno siempre puede estar en mejor forma.
Cojo la copa de brandy. La termino. Evelyn es adicta al Parnate, un antidepresivo. Me quedo allí tumbado junto a ella viendo «Teletienda» —muñecas de cristal, almohadas con encaje, lámparas en forma de balones de rugby, Lady Zirconia— sin sonido. Evelyn empieza a desvariar.
—¿Usas minoxidil? —pregunta, después de largo rato.
—No. No lo uso —digo—. ¿Por qué iba a usarlo?
—Parece como si estuvieras perdiendo pelo —murmura ella.
—Pues no —me encuentro diciendo. Es difícil de entender. Tengo un pelo muy abundante y no puedo decir que esté quedándome sin él. La verdad es que dudo de que sea cierto.
Vuelvo a mi casa y le deseo buenas noches a un portero que no conozco (podría ser cualquiera) y luego entro en mi cuarto de estar desde el que se domina la ciudad. El sonido de los Tokens cantando «The Lion Sleep Tonight» llega desde las luces de la máquina de discos Wurlitzer 1015 (que no es tan buena como la Wurlitzer 850, tan difícil de encontrar) que está en el rincón del cuarto de estar. Me masturbo pensando primero en Evelyn, luego en Courtney, luego en Vanden y luego otra vez en Evelyn, pero justo antes de correrme —un orgasmo poco intenso— pienso en una modelo casi desnuda que he visto hoy en un anuncio de Calvin Klein.