Tragedia en el bosque

¡Qué distinto fue nuestro viaje de regreso, comparado con el de ida! Estaba segura de que Philip, al igual que yo, no podía dejar de pensar en Lorenzo. Pasó fugazmente por nuestras vidas pero no podríamos olvidarle… ni tampoco que encontró la muerte vestido con las ropas de Philip.

Le recordaba tan pagado de sí mismo, tan convencido de ser un hombre de mundo… Y de súbito la muerte abatiéndose sobre él. Me preguntaba si habría tenido tiempo de advertir lo que estaba pasando y por qué. Tal vez sí… en un terrible instante.

Y qué cruel ataque. Le habían asestado varias puñaladas y no le quitaron nada. Era extraño… Acaso el móvil no fue el robo, sino alguna antigua pendencia. Quizá eran ciertas las historias de sus conquistas amorosas, y tuviera algún celoso rival… Pero no. La capa y el sombrero eran detalles significativos. Le habían confundido con un turista.

Se me ocurrió pensar que el atacado hubiera podido ser Philip, y sólo de pensarlo me aterroricé. Le conté mis miedos mientras me aferraba a él como si temiera perderle.

—Florencia ya no es igual que antes —me dijo.

Y yo asentí.

Anticipamos nuestra vuelta a casa.

Grandmère nos estaba aguardando, impaciente. Juntó las manos y me estudió con un destello de ansiedad en la mirada. Pero en seguida esbozó una sonrisa: nada podía ocultar la satisfacción de mi rostro.

—Estoy tan contenta…, tan contenta —repetía—. Mi sueño se ha hecho realidad. ¡Qué pocas veces sucede esto en la vida! Una hace planes…, espera…, y lo que espera nunca llega. Pero esta vez ha ocurrido al revés. Eres feliz, mon amour… Y él es un hombre bueno, ¿verdad? No abundan hombres así, y las mujeres que los encuentran pueden considerarse afortunadas.

—Todo ha sido maravilloso. He de contarte muchas cosas de Florencia. Sus edificios, sus pinturas, las estatuas… Todo, todo… Los elegantes puentes sobre el río, las tiendas, las calles…

Se me cortó la voz. Las calles de Florencia, oscuras, estrechas…, por las que un hombre podía caminar garbosamente, feliz, enamorado de la vida y de sí mismo…, y hallar la muerte en cualquier esquina.

—¿Qué ocurre? —preguntó preocupada Grandmère.

Le conté la historia de Lorenzo, que escuchó con toda atención.

—¿Y dices que en el momento de su muerte llevaba la capa y el sombrero de Philip…?

—Sí. Debieron de tomarle por un turista rico, y por eso…

Mon Dieu! Hubiera podido…

—Es lo que yo pensé —asentí—. Éste es el motivo de que hayamos regresado antes de lo previsto.

—Gracias a Dios que estáis bien, gracias a Dios que sois felices. Así debe ser siempre. Te he echado de menos. He pensado constantemente en ti, preguntándome si todo te iría como yo deseaba. Porque el matrimonio significa mucho en la vida de una mujer y hay algunas que no encuentran en él su felicidad. Pero me basta verte para saber que tú la has encontrado.

Sin embargo, lo ocurrido al pobre Lorenzo arrojaba una sombría tristeza incluso sobre la dicha de Grandmère. Tampoco ella conseguía ahuyentar el pensamiento de que podía haberse tratado de Philip.

Lady Sallonger se alegró de mi regreso.

—Has estado fuera mucho tiempo —me dijo—. Confío que no volverás a irte; sería una desconsideración por tu parte.

Pero yo ya no era una criadita, sino una hija: la mujer de uno de sus hijos. Había dejado de ser Lenore Cleremont para convertirme en la señora Sallonger.

—Philip quiere que busquemos una casa en Londres —respondí—. Pasará en la ciudad la mayor parte del tiempo y yo debo estar a su lado.

—Puede venir aquí cuando quiera —protestó ella—. Ésta es su casa y la de todos nosotros.

—Lo sé. Pero vamos a montar nuestro propio hogar.

—¡Qué fastidio! —Exclamó lady Sallonger—. En fin, pasará bastante tiempo antes de que podáis resolver ese asunto. Tengo una nueva novela: La piedra lunar. Me han dicho que es apasionante. Podríamos comenzarla a leer esta tarde.

Me daba cuenta de que pretendía retrotraerme a mi antigua esclavitud, aunque reconozco que la tarea de leer para ella era la más agradable. Pero lady Sallonger tendría que comprender que las cosas habían cambiado.

Cassie me abrazó efusivamente.

—¡Me he aburrido tanto, Lenore…! —me dijo—. Estaba deseando que volvieras. Tu abuela y yo contábamos los días que faltaban para vuestro regreso, y los marcábamos en un calendario. Nos habéis dado una alegría volviendo antes de tiempo.

Me escuchó con cara de asombro cuando le hablé de Florencia y del trágico fin de Lorenzo.

—Si no se hubiera puesto la capa, se habría salvado —comentó sobrecogida.

—No lo sabemos. Puede ser que lo tomaran por un turista, pero, por otra parte, tal vez su muerte fue el resultado de alguna pendencia. No paraba de hablarnos de sus conquistas amorosas, y a los italianos se les enciende fácilmente la sangre: andan siempre metidos en rivalidades y venganzas.

—Ya sé: Romeo y Julieta, y toda la pesca. Debisteis de llevaros un gran disgusto.

—En efecto. ¡Si le hubieras conocido, Cassie…! ¡Ojalá!

—Es horrible pensar que un hombre como él fuera a morir así.

—Y todo por llevar puesta la capa de Philip. Pudo ocurrirle al propio Philip.

—¡Calla!

—Estás muy enamorada de él, ¿verdad? No sabes cuánto me alegro. Porque yo también le quiero. Eso hace que realmente seas parte de mi familia.

—Sí, y también lo es ahora Grandmère.

—¡Cuánta felicidad para todos!

Julia llegó a la casa acompañada de la condesa. Ésta me saludó cordialmente; Julia, en cambio, no tanto: me miraba con una mezcla de envidia y admiración. Las chicas como ella estaban obsesionadas por pescar marido precisamente porque todo el mundo convertía su puesta de largo en un gran acontecimiento. Yo había tenido la suerte de no pasar por tantos convencionalismos. Mi llegada al mundo fue contraria a las normas sociales, pero encontré en mi vida a Grandmère, y luego a Philip. Ahora tenía que librarme de la sombra que la muerte de Lorenzo había arrojado sobre mi felicidad, y aceptarla y gozar plenamente de ella.

Vino después Charles, y él y Philip se encerraron durante unas horas porque Philip quería ponerse al día de lo ocurrido en la fábrica durante su ausencia. Uno de los directivos se presentó con un maletín lleno de papeles, y Philip decidió que se quedarían los tres en la Casa de la Seda hasta haberlos examinado.

Habían pasado solamente tres días desde nuestro regreso, cuando se presentó en la casa Maddalena de’ Pucci. Y lo hizo de la manera más inesperada.

Estábamos cenando. El grupo era más numeroso de lo habitual, porque nos acompañaban Julia, la condesa y Charles. Además, presidía la mesa lady Sallonger que, como tenía uno de sus «días buenos» —así los llamaba—, había pedido que la llevaran al comedor en su silla de ruedas.

Íbamos por mitad de la cena cuando se acercó uno de los criados y nos dijo que acababa de producirse un accidente en las proximidades de la casa: había volcado un carruaje. Sus ocupantes eran extranjeros, por lo que apenas podían entenderles, pero parecía que solicitaban ayuda.

—¡Vaya por Dios… qué fastidio! —murmuró lady Sallonger, alarmada.

Charles sugirió que saliéramos a enterarnos de lo que pasaba.

En el vestíbulo encontramos a un hombre muy moreno y visiblemente alterado, que se expresaba en italiano atropelladamente.

Dedujimos que era el conductor del vehículo que había volcado. Su señora, que viajaba en él acompañada de una doncella, había resultado herida. Su punto de destino era Londres.

Salimos a la carretera y vimos el carruaje tumbado en la cuneta. Los caballos estaban indemnes y aguardaban pacientemente. Sentada al borde del camino se hallaba una joven morena y muy bella, que se apretaba el tobillo con las manos dando muestras de dolor. A su lado estaba una mujer de mediana edad, gesticulante, que trataba de consolarla aunque la joven parecía más serena que ella.

Charles se acercó a la herida.

—¿Le duele a usted algo? —preguntó.

—Sí…, sí —respondió la muchacha, alzando sus hermosos ojos para mirarle suplicante.

—Deberíamos entrar en la casa —dijo Charles, visiblemente impresionado por su belleza—. ¿Probamos a ver si puede levantarse? Si puede hacerlo, eso significará que no tiene ningún hueso roto.

—Voy a avisar a los mozos de los establos para ver qué se puede hacer con el coche —dijo Philip.

La criada no paraba de hablar por los codos en italiano. La joven intentó incorporarse y, al hacerlo, cayó hacia Charles, quien la tomó en sus brazos para evitar que se desplomara.

—Creo que debería verla un médico —dije.

—Buena idea —asintió Charles—. Manda por él a uno de los criados y que le explique lo ocurrido. Entretanto, la llevaré adentro —dijo, volviéndose a la joven.

Ésta se apoyó fuertemente en Charles, que la sostuvo y la llevó en brazos hacia la casa, seguido por la parlanchina doncella.

Unos mozos estaban ocupándose ya del carruaje. Philip se quedó con ellos, en tanto que las demás mujeres y yo acompañamos a Charles al interior de la casa.

—¿Han avisado ya al médico? —preguntó Charles.

—Jim ha ido a buscarle —respondió Cassie.

—Son ustedes muy amables —dijo la joven italiana.

—Todo irá bien —contestó Charles en tono dulce y tranquilizador.

Habíamos dejado a lady Sallonger sola en el comedor, y allí estaba pidiendo con voz quejumbrosa que alguien fuera a explicarle lo que sucedía. Oí que me llamaba y fui a decírselo.

—¿Y ahora qué pasará? —preguntó.

—No sé. Han ido a buscar al médico. Se ha lastimado el tobillo y Charles cree que deberían examinárselo.

El doctor se presentó en seguida. La reconoció y aseguró que no había ninguna fractura. Podía ser un esguince. Le aplicaría un vendaje en el tobillo y, con unos días de descanso, quedaría como nueva.

Charles insistió en que la joven se alojara en la Casa de la Seda hasta que pudiera caminar. Entretanto Philip había averiguado ya de dónde procedían los viajeros y cuál era el objeto de su viaje: eran italianos —cosa que ya sabíamos— y habían venido a Inglaterra para visitar a unos parientes. La joven, Maddalena de’ Pucci, regresaba de casa de unos amigos y se dirigía a Londres para reunirse con su hermano, con quien muy pronto debía volver a Italia.

Inmediatamente se acordó un plan de acción. Charles insistió de nuevo en que la signorina Maddalena permaneciera con nosotros hasta que su tobillo estuviera completamente curado. Ella protestó un poco, pero Charles se mostró inflexible. Ella y María, la criada, se alojarían en la casa. El carruaje había sufrido pequeños desperfectos, pero los mozos podían dejarlo a punto en un santiamén. El cochero lo llevaría a Londres y daría cuenta al hermano de lo que había ocurrido. Y, en unos pocos días, la joven y su criada estarían en condiciones de viajar a la capital.

Aprobamos unánimemente aquel plan, y al punto se preparó una habitación para Maddalena y otra, contigua, para la doncella. La joven nos dio efusivamente las gracias y no cesaba de elogiar nuestra amabilidad.

Los criados recibieron con complacencia la novedad e hicieron todo lo posible para que las recién llegadas se encontraran a gusto…, lo mismo que nosotros, y sobre todo Charles, visiblemente prendado de los encantos de la signorina.

Tan sólo lady Sallonger se sintió algo molesta ante la perspectiva de tener bajo su propio techo una rival inválida pero, al saber que iba a ser por muy poco tiempo, su inicial enfurruñamiento cedió y se mostró también complacida. Más aún: en los días siguientes encontró en Maddalena la persona a propósito para hablarle de sus achaques que, según le decía, eran mucho peores de lo que la muchacha pudiera llegar a imaginar. Maddalena no entendía ni la mitad de sus palabras, pero fue lo bastante educada como para simular gran interés y una profunda comprensión.

Creo que todos disfrutamos de su compañía. En seguida se vio que su tobillo no había sufrido ninguna lesión de importancia: podía acercarse renqueando a la mesa y entrar y salir de su habitación; en la salita, apoyaba a veces el pie en una banqueta o se tendía en un canapé. Era muy agradable, elegante, y a todas luces había recibido una esmerada educación.

La que no tuvo tanta suerte fue Maria, la doncella, que hubo de mantenerse alejada de todos. Supongo que era inevitable. Los criados de la casa recelaban de ella: ser extranjera y no saber una palabra de inglés eran motivos más que suficientes para despertar su desagrado. Para colmo, parecía antipática e incluso a los gestos amables respondía con una actitud casi rayana en la hostilidad. Le gustaba el bosque y solía dar largos y solitarios paseos por él. Dentro de la casa se movía sigilosamente, y de repente te la encontrabas a tu lado al levantar los ojos, sin que la hubieras oído acercarse. Maddalena nos dijo que era la primera vez que salía de Italia y que estaba un poco aturdida; el accidente sufrido había acabado de trastornarla.

Por su parte, mistress Dillon decía que le ponía la piel de gallina.

Nuestra reciente visita a Italia hizo que nos interesáramos todavía más por Maddalena. Escuchaba con mucho placer lo que le contábamos de Florencia y sus ojos brillaban al oírnos ensalzar sus bellezas y la fascinación que había ejercido en nosotros. En cierta ocasión estuve a punto de hablarle de Lorenzo, pero no lo hice; quizá porque me entristecía recordarlo y acaso, también, porque temí que lo interpretara como una crítica de su país: como si lo tuviera por un lugar donde los ciudadanos honrados corrían el riesgo de ser muertos a navajazos cada vez que salían a la calle.

Me daba la impresión de que se sentía más atraída por mí que por Cassie o por Julia. Supuse que la razón era, asimismo, mi reciente estancia en Italia. Quiso conocer a Grandmère y subimos las dos al cuarto de trabajo. Le llamaron mucho la atención la máquina de coser y el telar, así como los maniquíes y las piezas de seda. Grandmère le explicó en qué consistía su labor, y vi que acariciaba las sedas con aire entendido.

—¡Qué seda tan hermosa! —exclamó.

—Es la seda Sallon —le expliqué.

—¿Seda Sallon…? ¿Y eso qué es?

—La última novedad en tejidos. ¿Ve usted el brillo que tiene? Estamos muy orgullosos de ella porque hemos sido los primeros en lanzarla al mercado. Y es, realmente, un gran invento. Mi marido dice que ha revolucionado la industria sedera. La considera un gran triunfo.

—Y con razón —asintió Maddalena—. Es muy… interesante… encontrar todo esto en una casa.

—Sí, ¿verdad? Mi abuela lleva muchos años con la familia. Y yo he pasado aquí toda mi vida.

—Y ahora es usted mistress Sallonger…

—Sí. Philip y yo nos casamos hace sólo un mes.

—¡Qué romántico!

—Bien…, supongo que sí.

—Espero que me permitirá visitarla otro rato —dijo, volviéndose a Grandmère.

—Estaré encantada —respondió ella.

Charles rondaba a Maddalena constantemente. Se sentaba a su lado cuando todos nos reuníamos en la salita y se empeñaba en dirigirse a ella en un espantoso italiano entreverado de palabras inglesas que a la joven le causaba muchísima risa, aunque era obvio que se sentía halagada por sus atenciones.

Por la noche, a solas con Philip en nuestra habitación, le pregunté si creía que Charles se estaba enamorando de Maddalena.

—Las emociones de Charles son muy pasajeras —me dijo—, pero no cabe duda de que la encuentra muy atractiva.

—Esto sí que es romántico. Sufre un accidente justo delante de nuestra puerta. Le hubiera podido suceder a cinco millas de aquí, y entonces él jamás la hubiera conocido. Vamos, que ni hecho a propósito.

Philip se rió de mi ocurrencia.

—Cualquier lugar es bueno para un accidente. Se habían aflojado los arneses.

—Pues yo prefiero pensar que fue el destino.

Me agradaba la idea de que Charles se casara porque aún me sentía incómoda a su lado y me preguntaba a menudo si todavía estaría resentido por el chapuzón que le propinara Drake Aldringham.

* * *

Maddalena llevaba con nosotros cuatro días cuando una tarde se presentó en la Casa de la Seda el director de la fábrica de Spitalfields. Venía muy alterado porque, al parecer, se había producido cierto problema en los talleres que requería la presencia urgente de Charles y de Philip.

Charles no disimuló su enojo. De ordinario estaba más que dispuesto a abandonar la Casa de la Seda después de una breve estancia, pero, con Maddalena allí, la situación era muy distinta. Trató de excusarse. Sin embargo, tanto Philip como el director insistieron en que debía ir y acabaron convenciéndole de que no había otra alternativa.

Le oí cuando se lo explicaba a Maddalena:

—Estoy seguro de que podrían arreglárselas sin mí. Pero sólo estaré ausente un día. Volveré pronto.

—Me encontrará aguardándole —le respondió Maddalena.

Y sus palabras tuvieron la virtud de tranquilizar a Charles, que a la mañana siguiente, muy temprano, partió para Londres en compañía de Philip y del director de la fábrica.

Poco después estaba yo sentada junto a mi ventana cuando vi que Maria se dirigía con paso decidido hacia el bosque, como si tuviera mucha prisa. La observé hasta que desapareció entre los árboles. ¡Pobre Maria! Debía de resultarle muy difícil el trato con los criados de la casa y éstos, por su parte, no eran nada amables con ella. Su estancia entre nosotros tenía que ser ingrata, muy diferente de la de Maddalena, que era objeto de grandes atenciones por parte de todo el mundo… y especialmente de Charles.

A media mañana llegó a la casa el carruaje. Cassie y yo acabábamos de regresar de un paseo a caballo por el bosque. Lo reconocí en seguida, y también al cochero.

El hombre bajó del pescante y me saludó con una inclinación. Luego me dio a entender que deseaba ver a la signorina en seguida.

—Pase —le dije—. Ya está mucho mejor.

Murmuró algo relativo a Dios y los santos e imaginé que les estaba dirigiendo una plegaria de acción de gracias.

Maddalena se encontraba en la salita, con la pierna apoyada en un taburete, haciendo compañía a lady Sallonger, que bebía a sorbitos su acostumbrada copa de jerez y estaba en pleno monólogo sobre el trillado tema de sus actuales sufrimientos y las pasadas glorias.

Al verme entrar con el cochero, Maddalena dejó escapar un grito y se levantó de un salto. Luego, de pronto, se quejó y volvió a sentarse. Tras hacer unas rápidas preguntas en italiano, a las que el hombre dio cumplida respuesta, se volvió a nosotras.

—Tengo que marcharme en seguida —nos dijo—. Es un mensaje de mi hermano. Debo reunirme con él en Londres porque mañana mismo partimos para Italia. Nuestro tío se está muriendo y quiere vernos. Confío que aún lleguemos a tiempo. Lamento tener que irme de esta manera, pero…

—Querida mía, nos hacemos cargo —dijo lady Sallonger—. Lo sentimos muchísimo. Tiene usted que volver… cuando se le haya curado el tobillo. Entonces podremos enseñarle todo esto, ¿verdad, Lenore?

—Claro que sí —dije—. ¿Puedo ayudarla a hacer el equipaje o a cualquier otra cosa? ¿Desea marchar de inmediato?

—Ya es casi la hora del almuerzo —dijo lady Sallonger—. Quédese por lo menos a almorzar con nosotras.

—Temo que no es posible… Mi hermano dice que debemos salir mañana a primera hora. Hemos de darnos prisa en regresar a Italia. Quizá debiéramos ponernos en camino esta misma noche. No, no quiero hacerle esperar. Lady Sallonger, ¿cómo puedo darles las gracias, a usted y su familia, por las atenciones que han tenido conmigo? No sé cómo expresarles mi gratitud.

—¡Pero si ha sido un placer tenerla entre nosotros, querida! —dijo lady Sallonger—. No nos ha ocasionado ninguna molestia.

—Voy a avisar a Maria —dije—. La he visto volver del bosque hace un rato.

Maddalena inició una protesta, como queriendo ir ella, pero me adelanté. Subí a la habitación, llamé a la puerta y entré. Maria se sobresaltó al verme. Tenía la bolsa de viaje abierta encima de la cama y estaba llenándola.

—Yo… venía a decirle que ha vuelto su carruaje. El cochero está abajo, y la signorina de Pucci desea partir inmediatamente.

Se quedó mirándome con aire de no haber entendido ni una palabra. Su desconcierto era patente. Esperaba ver entrar a su ama, no a mí. Lo curioso del caso era que estuviera haciendo las maletas, como si ya supiera que tenían que irse… Me pareció más misteriosa que nunca. ¿Por qué se había anticipado? ¿Cómo había podido enterarse del contenido del mensaje? No se trataba de una simple impresión mía: Maria era en verdad muy misteriosa.

En aquel momento entró Maddalena.

—¡Maria! —gritó, y al punto se puso a darle órdenes en italiano.

La criada levantó los brazos al techo y yo me retiré perpleja, dejándolas solas.

Una hora más tarde estaban listas para emprender el viaje. Cassie, Julia y yo salimos a despedirlas en compañía de la condesa. Maddalena volvió a darnos las gracias y dijo:

—Les escribiré.

Y el carruaje se alejó por la carretera.

Cuando Charles regresó con Philip aquella noche y se enteró de lo sucedido, palideció de cólera. Se encaró con su hermano:

—No había ninguna necesidad de que fuera a Londres —chilló—. Podías habértelas arreglado sin mí.

—Pero tu presencia era imprescindible, muchacho. No olvides que somos socios. Hacía falta tu firma en los documentos.

—¿Adónde han ido? —preguntó Charles. Julia se lo explicó:

—Por lo visto su tío está enfermo. Tienen que regresar a Italia.

—Yo podía haberlas acompañado a Londres. —Se fueron en su carruaje. Su hermano envió al cochero con el recado.

—¿Adónde debía llevarlas?

—A Londres, naturalmente —respondí—. Pasarán allí la noche, o ni siquiera eso. Dijo que a lo mejor salían para Italia hoy mismo. Tenían muchísima prisa.

Charles giró sobre sus talones y nos dejó plantados.

Aquella noche le comenté a Philip:

—Creo que estaba realmente interesado por ella.

Pero Philip se mostraba más bien escéptico.

—Está furioso porque se le ha escapado la pieza ante las narices —replicó.

—¿No eres un poco injusto con tu hermano?

—Digamos que le conozco bien. Dentro de unas cuantas semanas le costará trabajo recordar qué cara tenía. No es un hombre de una sola mujer, como yo.

—Me alegro de que tú sí lo seas, Philip —dije con convicción—. En ti no hicieron mella los encantos de la sirena.

—Para mí no hay más sirena que tú, hoy, mañana y siempre.

En mi felicidad, sentí pena por Charles.

A los tres días de estos hechos recibimos dos cartas: una a nombre de Charles y otra para lady Sallonger.

Lady Sallonger no encontraba por ninguna parte sus gafas y me mandó llamar para que le leyera la suya. Era una simple nota en la que Maddalena le decía que jamás podría olvidar tantas y tan amables atenciones, y que no tenía palabras para expresarle su agradecimiento. El remite indicaba la dirección de un hotel de Londres.

La carta de Charles debía de ser por el estilo. Fue a la ciudad a la mañana siguiente y se presentó en el hotel en cuestión, pero para entonces ya se habían marchado.

—Es el final de un pequeño episodio —dijo Philip.

* * *

Cuando Philip partió hacia Londres, yo le acompañé. Grandmère se entristeció un poco al verme partir, pero la alegría de mi matrimonio borraba cualquier otro sentimiento y para ella era un motivo de continua satisfacción comprobar lo unidos que estábamos Philip y yo.

La casa de Londres me pareció distinta. Antes se me antojaba un lugar ajeno a mí: la impresionante residencia londinense de los Sallonger. Bueno… pues ahora yo era una Sallonger. La casa pertenecía, por lo menos en parte, a mi marido y, por consiguiente, era también en cierto modo mi hogar.

La elegante arquitectura georgiana me resultó menos amenazadora; las ninfas semidesnudas que sostenían los maceteros a ambos lados de la puerta esbozaban una sonrisa de bienvenida, como diciéndome: «Encantadas de verla, mistress Sallonger». La señora Sallonger… Jamás me acostumbraría a que me llamaran así.

El mayordomo me dedicó una sonrisa casi afable. Y… ¿capté de veras cierto respeto en el crujido del fustán de mistress Camden?

—Buenas noches, señora.

¡Qué distinto de mi última estancia allí, cuando hasta el tratamiento de señorita parecía excesivo para alguien que, sin ser exactamente una sirvienta, no daba la talla y era… una desclasada! Todo esto había cambiado. La alianza de oro en mi dedo proclamaba a los cuatro vientos que yo era una Sallonger.

—Buenas noches, Evans. Buenas noches, mistress Camden —dijo Philip—. Creo que iremos primero a nuestra habitación. Por favor, haga que nos suban agua caliente. Tenemos que quitarnos la suciedad del viaje —y añadió tomándome del brazo—: Vamos, cariño. No sé tú, pero yo me muero de hambre.

En todo observaba signos de mi recién adquirida posición. Tendría que contárselo a Grandmère cuando nos viéramos; nos reiríamos juntas y yo la obsequiaría con una imitación de la actitud de mistress Camden: sumamente amable, pero con un toquecillo de reticente condescendencia.

Me encantaba estar en Londres con Philip. Ponía tanto entusiasmo en todo lo que hacía… Era muy comunicativo y su conversación se refería frecuentemente al negocio. Yo no tenía que fingir interés. Dijo que me llevaría a visitar la fábrica de Spitalfields.

—Es maravilloso tener una esposa que se interesa por las mismas cosas que uno —repetía.

Me hice el propósito de aprender lo que hiciera falta, porque deseaba complacerle en todo. Era una suerte que Grandmère me hubiera enseñado tantas cosas sobre la seda.

La presencia de Charles en la casa empañaba levemente aquella sensación de completa felicidad. Aún estaba mohíno por el asunto de Maddalena y parecía creer que le ocultábamos deliberadamente algo, como la dirección de ella en Italia. Al parecer, la carta que recibió era del todo semejante a la que la muchacha escribió a lady Sallonger: una convencional nota de agradecimiento. Es decir, que sabía lo mismo que nosotros. Tenía, como única pista, la dirección de aquel hotel, y Philip me contó que Charles había ido allí varias veces en busca de información, en un infructuoso intento de averiguar su domicilio en Italia.

A veces le sorprendía mirándome con expresión inquisitiva. El significado de aquellas miradas escapaba a mi comprensión, pero desde luego no me parecían precisamente de amor fraternal.

Me alegré mucho cuando Julia y la condesa volvieron a casa. Habían concluido las cortas vacaciones de Julia y ahora, tras un breve respiro, reanudaba su búsqueda de marido.

Entre la condesa y yo empezaba a surgir una buena amistad. Me decía lo mucho que admiraba a Grandmère por haber encontrado acomodo sin perder ni un ápice de su dignidad; y ahora veía a su nieta casada con un hijo de la familia. ¿Podía haber conclusión más feliz? En opinión de la condesa, ninguna.

Ella y Julia salían mucho y a menudo discutían de trapos, es decir, de los vestidos que Julia debía ponerse. La condesa solía llamarme para pedir mi opinión.

—Tú tienes olfato —me decía.

Aunque bien sabía que podía presumir de lo mismo.

Yo la apreciaba mucho, y una mañana en que Julia aún no se había levantado —solía dormir hasta muy tarde tras sus compromisos sociales— sostuvimos una larga y sincera conversación. Me dijo que su trabajo le parecía una pura frivolidad y que le gustaría hacer algo que valiera realmente la pena. Y entonces se refirió a Grandmère:

—¡Qué modista tan sensacional! —dijo—. Ninguna de las de la corte le llega a la suela del zapato. Si yo pudiera dedicarme a lo que me gusta…

—¿Tiene usted alguna idea?

—Algo relacionado con el vestir. Me encantaría montar una tienda…, ropa exclusiva, lo mejor de lo mejor. Seguro que la hacía famosa en todo Londres.

Más tarde recordaría yo a menudo nuestra charla de aquella mañana.

Pero, por entonces, Philip ocupaba casi todo mi tiempo. Me dio a leer un libro que, según él, iba a aumentar mi interés por la seda, ya que trataba de sus legendarios orígenes. Me enteré así, fascinada, de cómo la emperatriz Hsi Ling Shi fue la primera que crió gusanos de seda, unos tres mil años antes del nacimiento de Jesucristo, y cómo convenció al emperador de que utilizara los capullos para tejer unas prendas. Así que el arte de tejer la seda era ya conocido en tiempos de Fu Hsi, que reinó un centenar de años antes del diluvio. Pero todo aquello ocurrió en tiempos muy lejanos, y sólo en el siglo sexto de nuestra era dos monjes persas dieron a conocer el proceso al mundo occidental.

Philip hablaba con entusiasmo de los comienzos de la industria y de la importancia de alimentar a los gusanos con el tipo adecuado de morera. Lamentaba profundamente que no fuera posible criarlos con eficacia en Inglaterra y que, por ello, se precisara importar tanta materia prima.

Un día me llevó a la fábrica y allí tuve ocasión de aprender algo sobre los procesos porque pasaba el material en rama. Vi las grandes canillas que llamaban devanaderas y observé el trabajo de los obreros mientras manipulaban las madejas. Philip disfrutaba viendo mi creciente interés.

Después me acompañó a la tienda. No era propiamente tal, sino más bien un establecimiento protegido discretamente por unas cortinas y regentado por cierta miss Dalloway, que era el paradigma de la elegancia y a quien todo el mundo en el edificio llamaba «la Señora». Vi expuestos algunos de los vestidos confeccionados por Grandmère, y me parecieron mucho más lujosos allí que en el cuarto de trabajo, cuando los lucían Emmelina, lady Ingleby o la duquesa de Amalfi.

Aquel lugar me impresionó mucho más que la fábrica, y le hice a miss Dalloway un montón de preguntas. Desde el lanzamiento de la seda Sallon las ventas se habían multiplicado. La tienda gozaba de un acreditado prestigio, y esto era importantísimo en cuestiones de moda: una simple etiqueta podía valer una fortuna. A la gente le gustaba un vestido porque era una creación Sallonger. El mismo vestido, pero sin la mágica etiqueta de su procedencia, apenas si valdría la mitad de su precio.

Yo traté de rebatir su afirmación aduciendo que, si se trataba realmente de dos vestidos idénticos, tendrían que valer lo mismo.

—La mayoría de la gente —replicó miss Dalloway con sonrisa de experta— necesita que otros piensen por ellos. Dígales que algo es maravilloso, y se lo creerán. Si estuviera usted en este negocio comprendería en seguida lo que quiero decirle.

Comenté más tarde con Philip aquella conversación y él se mostró de acuerdo con miss Dalloway.

—El que quiera triunfar en la vida —me dijo— debe aprender una lección: a entender a la gente y sus motivaciones, su forma de razonar.

Sí, fueron unos días muy felices, pero yo todavía me sentía algo incómoda por causa de Charles. Siempre se mostraba cortés conmigo, pero cada vez que notaba sus ojos puestos en mí me producía una sensación de desasosiego. Yo pensaba que no podría librarme de él porque aquella casa era tan suya como nuestra. Y su presencia y proximidad bastaban para enturbiar mi dicha de estar en Londres con Philip.

No hacía falta que se lo dijera: Philip adivinaba mis sentimientos. No había olvidado el episodio de Drake Aldringham ni la razón por la que éste se peleó con Charles y lo arrojó al lago.

—Lo que tenemos que hacer —me dijo— es buscar cuanto antes una casa en Londres para nosotros, porque viviremos largas temporadas aquí.

—¡Sería maravilloso!

—Y hemos de empezar a buscarla mañana mismo, porque no se encuentran así como así y nos llevará tiempo dar con una adecuada. Sé de un par que podríamos ver sin perder tiempo.

¡Cómo disfruté yendo de un lado para otro! Vimos varias casas, pero ninguna que nos convenciera.

—Tenemos que encontrar exactamente lo que queremos —decía Philip—, y a ser posible por esta zona.

Sin embargo, cada vez que visitábamos una casa yo sentía una pizca de tristeza. Nuestro hogar, sí… Pero no podía evitar el recuerdo de Grandmère, sola en la Casa de la Seda. Sabía que me iba a echar terriblemente de menos, porque siempre habíamos estado juntas. Ella ni lo mencionó, ni dejó entrever que la entristecía la perspectiva de separarnos; su cariño era absolutamente desinteresado. Estaba convencida de que mi boda con Philip era lo mejor para mí, y eso le bastaba.

Philip era muy sensible a mis estados de ánimo. De la misma manera que había percibido mi desazón por vivir bajo el mismo techo que Charles, adivinaba la causa aunque yo jamás le había hablado de lo que sucedió durante el baile en honor de Drake, que fue asimismo la razón de su enfado conmigo.

Visitar una casa tenía la emoción de una aventura. Yo me paseaba por las habitaciones vacías y trataba de imaginar cómo serían las personas que vivieron en ellas, cuál habría sido su suerte y dónde estarían en aquellos momentos. Cierto día fuimos a ver una casa que se hallaba no lejos del río. Tenía cuatro plantas y ocho dormitorios —dos en cada piso—, por lo que resultaba algo pequeña para su altura. En el último piso había una estancia con enormes ventanales y techo acristalado: según nos explicaron, había pertenecido a un artista, que allí tenía su estudio.

—¡Qué habitación tan hermosa! —exclamé—. Me recuerda la de Grandmère en la Casa de la Seda.

—Sería ideal para instalar un cuarto de trabajo —dijo Philip—. Le iría como anillo al dedo. Además, mira: la habitación de al lado podría ser su dormitorio.

—¿Quieres decir que Grandmère podría venirse a vivir con nosotros? —le pregunté, volviéndome a mirarle.

—¿No es eso lo que deseas?

—Oh, Philip, ¡qué feliz me haces!

—Ése es mi deseo.

Sólo entonces me decidí a hablarle de lo preocupada que estaba por ella. Debía de sentirse muy triste en la Casa de la Seda sin mí.

—Te conozco bien, Lenore, y sabía lo que pensabas.

—Qué bueno eres conmigo.

—Es también lo más conveniente —añadió—. Podrá trabajar aquí mucho mejor que en la Casa de la Seda.

—Se lo diré en seguida. Oh, Philip, regresemos allá… Estoy deseando decírselo.

* * *

Fue una vuelta a casa muy alegre. Pienso que por ello se me hizo menos llevadero lo que ocurrió después.

Nada más llegar subí corriendo las escaleras para abrazar a Grandmère. Estaba trabajando y no nos había oído llegar.

Grandmère —grité—, ¿dónde estás?

Y al instante me arrojé en sus brazos.

Ella estudió mi rostro e intuyó mi felicidad.

—Hemos estado buscando casa —le dije—, y hemos hallado justo lo que queríamos.

¿Por qué somos remisos en dar las buenas noticias? ¿Por qué no se lo dije nada más entrar? Tal vez porque pensamos que un pequeño rodeo hará más grande la sorpresa; tal vez porque queremos preparar al otro para que su alegría sea más intensa… Lo cierto es que ella no dejó traslucir ningún asomo de contrariedad, pese a que aquello podía significar, en su opinión, una separación mayor entre nosotras, ya que, teniendo casa en Londres, visitaríamos sólo de tarde en tarde la Casa de la Seda.

Pero no pude contenerme más tiempo:

—Lo que nos decidió —le dije— fue la habitación del piso alto. Es casi como ésta: tiene el techo de cristal y una luz espléndida. Luz del norte. La diseñó un artista para destinarla a estudio. Y lo primero que dijo Philip en cuanto la vio fue: «Esto es justo lo que necesita Grandmère».

Me miró con cierta perplejidad.

—¿No estás contenta? —le pregunté.

—Pero… tú y Philip… no pensaréis… —tartamudeó.

—¡Claro que lo pensamos! Yo no podría ser completamente feliz si no te tengo al lado.

—Mi niña…, mon amour

—Es así, Grandmère. Hemos estado juntas toda la vida. Ahora no podría cambiar… sólo por el hecho de haberme casado.

—Pero no debéis sacrificaros por mí.

—¿Quién ha hablado de sacrificarse? Philip es el hombre más práctico de la Tierra en todo lo tocante al negocio. Se pasa casi todo el día hablándome de ello, y dudo que piense en otra cosa. Y yo me estoy volviendo igual que él. Dice que será más cómodo que vivas en Londres, porque es una lata tener que enviarte aquí tantas piezas de tela. Todavía sigues en poder de tus negreros, y tendrás que trabajar… y trabajar… en esa habitación iluminada por la luz del norte.

—¡Oh, Lenore! —musitó, rompiendo a llorar.

—Pues menudo recibimiento —dije yo fingiendo consternación—. Vuelvo a casa y te me pones a llorar.

—Son lágrimas de alegría, mi amor —me contestó—, lágrimas de alegría.

* * *

Llevábamos en la casa tres días. Lo que ocurrió lo tengo grabado a fuego en mi memoria, como espero que ningún otro recuerdo se grabe.

Philip y yo habíamos salido a dar un madrugador paseo a caballo. Era mayo y el bosque estaba precioso. Florecían por todas partes las campánulas formando macizos azulados bajo los árboles. Mientras cabalgábamos íbamos charlando animadamente de la nueva casa, de los muebles y de las esperanzas que él tenía de descubrir algún otro material tan logrado como la seda Sallon.

—¡Qué maravilla poder hablar contigo de estas cosas, Lenore! —me decía—. La mayoría de las mujeres no entenderían ni jota.

—No olvides que yo soy la nieta de André Cleremont.

—Cuando pienso en la suerte que he tenido…

—Yo la he tenido también.

—Pues debemos de ser la pareja más afortunada de la tierra.

La mañana era radiante. En semejante marco resultaría aún más incomprensible lo que ocurrió después.

Lady Sallonger almorzó con nosotros. Habíamos convenido no decirle aún nada de nuestra casa, porque no iba a hacerle ninguna gracia que me fuera. Daba la impresión de pensar que, por el hecho de ser ahora su nuera, estaba más obligada que antes a atender sus deseos. Estaba de bastante mal humor porque le dolía la cabeza. Yo la aconsejé que se fuera a su dormitorio en lugar de echarse en el sofá de la sala, y me ofrecí a pasarle por la frente un algodón empapado en agua de colonia. Mis palabras la animaron y así, cuando subió a su habitación, yo la acompañé.

Estuve con ella un buen rato porque, después de haberle dado el remedio para su dolor de cabeza, me pidió que no me fuera hasta que se quedara dormida. Pasó más de una hora hasta que pude abandonar la habitación de puntillas.

La casa estaba en silencio. Me dirigí a nuestro dormitorio pensando encontrar allí a Philip, quien muy probablemente estaría aguardándome con impaciencia. No estaba. Me sorprendió un poco porque me había dicho que saldríamos a pasear por el bosque en cuanto yo me viera libre de su madre.

Oí un golpe en la puerta. Era Cassie.

—¡Qué bien que estés sola! —me dijo—. Quería hablar contigo. Ahora casi no te veo. Pronto os volveréis a Londres, para quedaros. Y tu hogar estará allí…, no aquí.

—Cassie, tú sabes que podrás venir a nuestra casa y quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras.

—Mamá pondrá el grito en el cielo. Cuando tú no estás, todavía es más exigente.

—Lo es también cuando estoy.

—Me alegro mucho de que te hayas casado con Philip porque así eres mi hermana. Pero lo malo es que me dejas.

—La mujer tiene que estar al lado de su marido, compréndelo.

—Ya lo sé. Pero no puedo imaginar qué va a ser de mí cuando te vayas definitivamente a Londres. ¿Qué haré yo? A mí no tratarán de buscarme un marido. Si ni siquiera logran encontrar uno para Julia… ¿Qué posibilidades voy a tener yo?

—Nunca se sabe lo que puede ocurrir.

—Yo sí sé lo que me espera: cuidar de mamá hasta que sea vieja y me convierta en alguien como ella.

—Eso no es posible. Tú jamás serás como ella.

—¿Recuerdas la vez que estuvimos en la habitación de tu abuela y hablamos de montar una tienda donde vender maravillosos vestidos? ¿No sería estupendo irnos juntas y llevarnos a Emmelina, lady Ingleby y la duquesa? He soñado muchas veces con ello, pero ahora tú te has casado con Philip y ya no podrá ser.

—Escucha, querida Cassie: cuando regrese a Londres, Grandmère se vendrá a vivir con nosotros —me di cuenta de que la noticia la desanimaba aún más, y añadí—: Y ya te he dicho que podrás venir a nuestra casa siempre que quieras.

—Pues lo haré —exclamó—, aunque mamá proteste. Le describí entonces la casa y aquella habitación de arriba que el artista diseñó como estudio. Estaba pendiente de mis palabras y, como insistí mucho en que la recibiríamos de mil amores allí, la idea de nuestra partida se le hizo menos ingrata.

Esperaba a Philip de un momento a otro, pero no llegaba. No acertaba a imaginar dónde se habría metido. Si hubiera tenido que ir a alguna parte, me lo habría dicho.

A la hora de la cena no había regresado aún, por lo que decidimos retrasarla media hora; aun así seguimos sin noticias de él. Al final nos sentamos a la mesa y cenamos, pero ya bastante intranquilos. Empezó a oscurecer. Estábamos sentados en la sala, atentos a cualquier ruido que pudiera anunciarnos su llegada. Grandmère se reunió con nosotros. La intranquilidad se había convertido en alarma.

Llamamos a los criados para averiguar si alguno de ellos le había visto irse. Nos dijeron todos que no. ¿Dónde estaría? ¿Qué podía haberle ocurrido?

A medida que pasaban las horas nuestra ansiedad iba en aumento. Yo temblaba de miedo. Grandmère me rodeó con su brazo.

—Tenemos que hacer algo —dije.

Y ella asintió.

Clarkson sugirió que tal vez hubiera sufrido un accidente en el bosque…, que se hubiera roto una pierna o algo por el estilo. Podía estar tendido en alguna parte sin poder moverse. Dijo que reuniría a algunos hombres y que organizaría la búsqueda.

Yo me sentía desfallecer. El corazón me decía que algo espantoso había ocurrido.

Era casi medianoche cuando le encontraron… En el bosque, no muy lejos de la casa. Estaba muerto… de un tiro en la cabeza. Junto a él había un revólver que pertenecía a la sala de armas de la Casa de la Seda.

* * *

Han pasado años, pero aún no puedo soportar el recuerdo de aquellas horas. El dolor fue como un mazazo. Se había abatido sobre mí la más increíble de las tragedias. No paraba de preguntarme: «¿Por qué?». Yo, que acababa de convertirme en esposa, era de pronto viuda.

Los días y las noches se confundían en un nebuloso continuo. Grandmère no se apartaba ni un instante de mí. Apenas me levantaba de la cama. Ella era experta en hierbas y remedios caseros, y me preparaba infusiones que me hacían dormir. Y cuando despertaba, era como si me envolviera en una pesadilla de la que deseaba salir cuanto antes sumergiéndome de nuevo en el sueño.

Hubo una investigación judicial, y se requirió mi presencia. Acudí acompañada de Grandmère y de Charles, que al saber la noticia había regresado apresuradamente de Londres. No me enteré de nada de lo que se dijo. Mis pensamientos vagaban lejos, muy lejos…, en el bosque, entre las campánulas… Había dicho que se sentía inmensamente feliz, que éramos la pareja más afortunada de la tierra… Y ahora… ¿qué había ocurrido? Hubo muchas preguntas y apenas respuestas, pero la conclusión fue que, al parecer, Philip tomó un revólver de la sala de armas, se adentró en el bosque y se disparó un tiro. Porque todas las pruebas indicaban que la herida se la había producido él mismo.

«Es imposible…, imposible…» me repetía a mí misma una y otra vez. Éramos dichosos… Todo nos salía bien… Estábamos a punto de comprar una casa… ¿Cómo iba a hacer él semejante cosa? Si hubiera tenido algún problema, me lo habría dicho. Pero no lo tenía. Era feliz, el hombre más feliz de la tierra.

El veredicto fue: «Suicidio por enajenación mental». No podía aceptarlo. No podía ser cierto. Hubiera querido levantarme en la sala de justicia y proclamarlo a gritos, pero Grandmère me lo impidió.

Dejé que me llevaran a casa. Grandmère dijo que se encargaría de mí. Me acompañó al dormitorio, me desnudó y se tendió en la cama a mi lado.

—No es verdad…, no es verdad… —repetía yo.

Y ella se limitaba a abrazarme sin decir nada.

Fueron pasando los días, grises, muy grises. Lady Sallonger derramó lágrimas de sincero dolor preguntándose qué habría hecho para que Dios la castigara de aquel modo. La ayuda de Charles fue muy valiosa: se hizo cargo de todas las formalidades necesarias en tales casos. Como me dijo Cassie, tratando de consolarme, menos mal que contamos con él. La pobre chiquilla estaba también destrozada, porque Philip era el hermano que más quería.

—¿Por qué lo ha hecho? —preguntaba.

Nadie podía darle una respuesta.

—¡Era tan feliz…! —repetía yo una vez más.

—Charles dice que debió de ser un trastorno mental. Ocurre a veces, y entonces la gente hace cualquier barbaridad.

—Philip era el hombre más dueño de sí que he conocido —repliqué.

—Pero incluso las personas así pueden sufrir esos trastornos.

—Tiene que haber una razón —dije—. Pero… ¿cuál? ¿Qué pudo hacerle sentirse tan desgraciado como para quitarse la vida?

No podía creerlo. Era una idea ridícula. ¿Hasta qué punto ha de sentirse desgraciada una persona…, o hasta qué punto puede estar tan cansada de la vida que decida quitársela?

Se hacían muchos comentarios; la gente murmuraba a mi alrededor. Tenía que haber una explicación. ¡Un recién casado…! Todos parecían mirarme inquisitivamente. Sí, tenía que haber algo.

Ya se sabe que les encantan los misterios y que, si no ven soluciones, se las inventan. Yo era quien mantenía un trato más íntimo con él: su esposa recién casada. Por fuerza tenía que conocer la clave del misterio. ¿Y no sería, incluso, algo relacionado conmigo? Estaba apasionadamente enamorado de mí… Pues, entonces… ¿por qué iba a querer dejarme? A menos que…

Empecé a pensar que, en su fuero interno, todos me hacían responsable de la muerte de Philip: lady Sallonger…, Clarkson y mistress Dillon… Me era fácil imaginar los comentarios en las habitaciones de la servidumbre:

«A lo mejor descubrió alguna cosa sobre ella… Porque, en resumidas cuentas, ¿quién es en realidad? No es normal que se casara con el hijo de la familia a la que sirve su abuela…».

Algunas veces me tenía sin cuidado lo que dijeran. Los chismorreos eran inevitables. Lo único que importaba era que Philip estaba muerto y que yo le había perdido para siempre.

Seguía sumida en aquella especie de letargo. Ya no podía durar más: tenía que producirse algún cambio.

Cierta noche me desperté sobresaltada. Tenía el cuerpo empapado de sudor y, a pesar de ello, tiritaba. Acababa de salir de una pesadilla. Estaba en Florencia, paseando por una de sus calles. Delante mío caminaba un hombre envuelto en una capa negra y tocado con un sombrero de copa. Vi que el asesino se abalanzaba traicioneramente sobre él. Volvió el rostro para encararse con su atacante: era el rostro de Philip. Brilló un instante la navaja en alto. No, era Lorenzo… Pero, al desplomarse mortalmente herido, su cara era de nuevo la de Philip.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que había sufrido una pesadilla. Parecía todo tan real… Durante un rato permanecí inmóvil en la cama. Después me puse la bata y las zapatillas y me encaminé a la habitación de Grandmère. Se incorporó, alarmada, nada más entrar yo.

—¿Qué te pasa, Lenore?

—He tenido un sueño.

Se levantó de un salto y me tomó las manos.

—Estás temblando, criatura —dijo.

—No hubiera debido molestarte, pero tengo que hablar. Necesito contártelo.

—Has hecho muy bien. Ven aquí, acuéstate en mi cama.

Lo hice y se tendió a mi lado, abrazándome.

—Ya te hablé de aquel hombre de Italia…, Lorenzo…, el que llevaba el sombrero y la capa de Philip cuando le asesinaron. De repente lo he comprendido todo. Tenía aproximadamente la misma estatura de Philip… De espaldas eran casi idénticos. No se trató de un robo, porque no le quitaron nada. Alguien se le acercó por detrás y le apuñaló…, sin advertir, hasta pasado un tiempo, que se había equivocado de hombre.

—¿Equivocado de hombre? ¿Qué pretendes decir?

—Que Philip no se suicidó. Estoy segura de fue asesinado.

—Pero el arma…

—¿Tan difícil sería simular un suicidio? Creo que a Lorenzo le mataron porque le confundieron con Philip. Sé que le han asesinado. Ahora estoy completamente segura. ¡Le conocía tan bien!

—Nadie conoce los recovecos del alma humana.

—Sigues pensando que había algo en Philip que yo desconozco.

—Tal vez. Pero todo acabó. De nada sirve removerlo. Deberías volverte a dormir.

—Este sueño…, esta pesadilla ha sido como una revelación, Grandmère. Estoy convencida. Alguien quiso matar a Philip en Florencia… Dieron muerte a Lorenzo, en su lugar. Pero ahora… han conseguido su propósito y le han asesinado en el bosque.

—¿Quién querría matar a un hombre como Philip?

—Lo ignoro. Pero alguien lo hizo.

—Voy a prepararte una infusión —me dijo, acariciándome el cabello—. Te calmará. Necesitas dormir, querida Lenore.

No repliqué. Mi convencimiento era tal, que no me importaba que ella dudara aún.

Bebí obedientemente la taza que Grandmère me ofreció.

—Ahora te acompañaré a tu dormitorio —me dijo—. Allí descansarás más cómodamente. Y no te levantes por la mañana hasta que yo te llame.

Regresé a mi cama. La infusión me hizo efecto y me dormí en seguida; pero cuando me desperté a la mañana siguiente seguía estando convencida de que la muerte de Philip estaba misteriosamente relacionada con la ocurrida a Lorenzo.

Por extraño que parezca, esta idea me alivió. Ya no temí más que Philip hubiera podido suicidarse porque le resultara insufrible vivir conmigo.

Deseaba con toda mi alma averiguar la verdad. Pero… ¿cómo? Repasaba mentalmente todo lo sucedido. Aquella noche en Florencia que decidimos quedarnos en el hotel… Se me partía el corazón recordando lo felices que éramos. Lorenzo tomó al vuelo la ocasión y salió a la calle con la capa y la chistera de Philip. Alguien debía de estar acechando en las inmediaciones del hotel: alguien que le siguió por las callejuelas y, en un momento dado, le clavó la navaja en la espalda. Debió de darse cuenta demasiado tarde de que se había equivocado de víctima. ¿Por eso persiguió al hombre que quería matar? ¿Por eso murió Philip en el bosque… de un disparo de su propia arma? ¿Cómo podía haber ocurrido?

Aquella teoría no ofrecía muchos visos de realidad. Todos rechazaban mis razonamientos y con ninguno podía comentar mis sospechas. ¿Grandmère? ¿Cassie? Siempre volvíamos a lo mismo: Philip había tomado un revólver de la sala de armas de la Casa de la Seda. Porque ¿cómo hubiera podido hacerse con él el asesino, un desconocido? Después se adentró deliberadamente en el bosque y se pegó un tiro.

Era la única explicación verosímil, pero yo me negaba tercamente a aceptarla.

Le daba vueltas y más vueltas. A veces me despertaba en plena noche pensando que tenía la solución; pero luego, a la luz del día, yo misma reconocía que era absurda. Lo cierto es que iba completamente a la deriva y que no podía ser así. Grandmère estaba muy preocupada por mí.

—Tiene que haber un cambio —decía.

Y lo hubo.

Una sospecha se estaba abriendo paso en mi mente. Casi no me atrevía a darle crédito. Pronto se transformó en certeza.

Iba a tener un hijo.

* * *

Al principio fue como un rayo de luz en la oscuridad de mi vida. Pensé que quizá no hubiera perdido a Philip por entero, que él podría seguir viviendo en nuestro hijo.

Cuando se lo comuniqué a Grandmère, su primera reacción fue de alegría incontenible; luego de inquietud.

—Tendremos que cuidarte mucho —me dijo.

Cassie recibió la noticia con ilusión.

—¡Un niño! —exclamó—. ¡Un precioso bebé! ¿No es maravilloso?

Sí fue maravilloso: cambió mi vida; me ayudó a olvidar… Pasábamos muchas horas del día haciendo planes para mi hijo, hablando de niños. Grandmère no hacía más que recordar el nacimiento de mi madre. También cambió la actitud de los criados, que se mostraban encantados de que en la casa fuera a haber un pequeño.

La serenidad del embarazo se aposentó en mí. Ahora mis pensamientos versaban sobre canastillas y sobre el tipo de cuna que iba a necesitar. Los preparativos me absorbían por completo. Iba a ser madre.

Lady Sallonger refunfuñó bastante: la desagradaba cualquier cosa que alterara la marcha de la casa. Pero encontró una ocasión excelente para evocar con frecuencia lo mucho que había padecido en el parto de Cassie; tema de conversación que quizá no era un prodigio de tacto abordar en presencia de una futura madre.

Pasó volando el verano y llegó el otoño.

Julia había encontrado marido. Le llevaba treinta años y bebía como un cosaco, pero tenía una cualidad que compensaba todo: era muy rico. La condesa no cabía en sí de satisfacción: por fin había podido rematar su tarea. Ya estaba ocupada con una nueva cliente.

Cada día me resultaba más dificultoso el ejercicio físico. Si el tiempo lo permitía, solía ir a sentarme en el jardín con Cassie o con Grandmère, y hablábamos del niño. Pero estaba fuerte y mi salud, según el médico, era excelente. Nada había que temer por ese lado.

Contratamos a una comadrona, que se quedaría en la casa hasta que llegara el momento del parto. Yo contaba los días. Algo me decía que todo iba a cambiar cuando mi hijo naciera.

Katherine llegó al mundo un desapacible día de febrero. No era precisamente una belleza: tenía la carita arrugada, ceñuda, cuatro pelos rubios de punta y una naricilla chata. Pero yo la encontré perfecta. Además, cada día que pasaba cambiaba a ojos vista y al cabo de una semana era ya una preciosidad.

Grandmère estaba en la gloria, como pocas veces la había visto. Cassie consideraba un gran honor que le permitiera tomarla en brazos. Lady Sallonger se empeñó en que buscáramos una niñera para que así yo tuviera más tiempo libre… y pudiera dedicárselo a ella, naturalmente. Pero yo quería cuidar personalmente a mi hija.

—Bobadas —dijo lady Sallonger—: Eso sólo lo hacen los criados y gentes así.

Me mostré inflexible. Era mi hija, mi único consuelo; enteramente mía.

Tuve que aprender tantas cosas que, en realidad, no me quedaba ni un momento libre. Pero me alegraba de ello. La llamábamos Katie, porque Katherine nos pareció demasiado solemne para una criaturita tan menuda. Y cada vez que la tomaba en brazos, cuando la veía cambiar día a día…, cuando sorprendí su primera sonrisa y aquellas inequívocas muestras de reconocerme y de sentirse segura y feliz a mi lado, daba por bien pagados todos mis desvelos.

Con Katie podía olvidar mis penas. Era mucho más que una hija querida: era toda la razón de mi existencia.