Katie contaba un año de edad cuando decidí que yo no podía seguir viviendo en la Casa de la Seda. Siempre había tenido la sensación de que mi presencia allí era simplemente tolerada. Lady Sallonger no podía olvidar que yo era la nieta de una mujer que trabajaba para la familia, pues Grandmère seguía haciéndolo aún: su máquina no paraba ni un momento porque a su trabajo habitual añadía ahora el de hacerle vestiditos a Katie. Se daba por supuesto que yo tenía que seguir prestando ciertos servicios a la señora de la casa, como leerle en voz alta, traerle y llevarle lo que deseara y ocuparme de que estuviera cómoda. Cierto que Cassie recibía idéntico trato, pero, a pesar de que yo era ahora su nuera, hacía todo lo posible porque me sintiera una pariente pobre.
Le molestaba que dedicara tanto tiempo a mi hija. Si Katie me reclamaba en mitad de una sesión de lectura, Cassie se apresuraba a sustituirme, pero a lady Sallonger no le hacía ninguna gracia. Todo aquello me traía por la calle de la amargura antes incluso de que se produjera un nuevo enfrentamiento con Charles.
Yo ya me daba cuenta de que a Charles no le resultaba del todo indiferente. Quedaban ya lejos aquel intento suyo de forzarme a hacer el amor y, asimismo, el episodio del panteón del que salió como gallo remojado. Pero, o mucho me equivocaba, o Charles era un hombre rencoroso en el fondo, en cuyo caso no se habría olvidado del chapuzón ni me lo habría perdonado aún. Así interpretaba yo aquellas miradas suyas que sorprendía de cuando en cuando y que me producían tanta desazón.
A pesar de lo ocupada que estaba con Katie, seguía pensando mucho en la muerte de Philip, y cuantas más vueltas le daba más la veía relacionada con la de Lorenzo. No tenía ninguna duda de que aquella navaja asesina estaba destinada a Philip.
Había adquirido la costumbre de pasear por el bosque y detenerme en el lugar donde habían encontrado su cuerpo. Era una zona densamente poblada de árboles. Me preguntaba a mí misma si le habrían matado allí o si, por el contrario, el asesino habría arrastrado su cuerpo hasta aquella espesura.
Todos los indicios corroboraban la hipótesis del suicidio: la posición del arma, el hecho de que perteneciera a la casa… Pero, aun así, me negaba a creer que se hubiera matado.
Era consciente de que mis teorías carecían de base sólida. Hasta Grandmère pensaba que en la vida de Philip hubo algún oscuro secreto cuya revelación le pareció insufrible, y decía que la muerte de Lorenzo no era más que una simple coincidencia.
—Tienes que afrontar la vida tal como es —me decía— y no como tú quisieras verla. Es la única forma de recuperarse y seguir adelante.
En vista de ello, decidí guardarme mis pensamientos para mí sola. Algún día hallaría el medio de descubrir la verdad; y por más que el sentido común no viera ocasión ni modo de hacerlo, yo me negaba a atender a razones: estaba segura de que algún día encontraría la respuesta.
Por alguna confusa razón, que ni yo misma hubiera podido explicar, imaginaba poder hallar esa respuesta en el lugar donde habían encontrado su cuerpo. Éste yacía ahora en el panteón, junto a los de sus antepasados. Pero, si pudiera volver para revelármela, acaso fuera éste el lugar más propicio para comunicarse conmigo.
Era como visitar una tumba. Si los árboles pudiesen hablar, sin duda me contarían lo que vieron. A veces alzaba los ojos a sus frondosas copas. «¿Cómo ocurrió? —musitaba—. Porque vosotros tuvisteis que presenciarlo…».
Fue allí donde Charles me salió al encuentro.
—Hola, Lenore —me dijo—. Vienes a menudo por aquí, ¿verdad?
—Sí —respondí.
—¿Por qué? ¿Se trata de una especie de peregrinación? Sacudí la cabeza y quise alejarme, turbada como siempre por su presencia.
—No te vayas —dijo él, asiéndome del brazo—. Quiero hablar contigo.
—¿Sí?
—Debes de sentirte muy sola.
—Bueno…, tengo a mi hija y a mi abuela.
—Pero echas de menos a Philip.
—Claro.
—Yo siempre le envidié.
—¿Envidiarle? ¿Por qué?
—Por tu causa.
—Creo que debo irme.
—Aún no. ¿Por qué eres tan obstinada, Lenore? —preguntó, al tiempo que me atraía hacia sí y apretaba más fuertemente mi brazo.
—Quiero volver a casa —dije.
—Aún no —repitió, mientras sonreía y me besaba—. ¡Siempre tan cascarrabias!, ¿eh?
Traté de zafarme de él.
—Charles, no te consiento que…
—Estás muy sola… Yo podría hacer que cambiaran las cosas.
—Te dije lo que pensaba hace ya mucho tiempo. Recuerda lo que sucedió.
Se le ensombreció la frente. Sin duda recordó en un instante a su amigo Drake Aldringham, al que con tanto orgullo trajo a casa, y la forma como concluyó su amistad.
—Sigues dándote muchos humos —dijo—. Y, en fin de cuentas, ¿quién te has creído que eres?
—Soy Lenore Sallonger, la viuda de tu hermano.
—¡Bien te las arreglaste para pescarle! Fue una presa fácil.
—¿Cómo te atreves a hablar así?
—¿Atreverme? —dijo, mirando burlonamente a su alrededor—. ¿Acaso piensas que me dan miedo los fantasmas? Aquí es donde lo encontraron. ¿Por qué lo hizo, Lenore? ¿Qué averiguó acerca de ti? ¿Por qué? Si alguien puede saberlo, eres tú.
Di la vuelta para marcharme, pero me agarró otra vez por el brazo.
—Siempre me he sentido inclinado hacia ti —prosiguió—. Ocultas algo muy adentro. Quiero saber qué es. Quiero averiguar de qué se prendó Philip y lo que le impulsó a quitarse la vida. Porque sé que tú fuiste la causa.
—¡Yo no fui, no fui! —grité.
Forcejeamos. Charles trataba de arrancarme la blusa. De repente mi cólera se transformó en terror. Me enfrentaba a un ser de mente retorcida. Comprendí su propósito: pretendía hacer el amor conmigo allí mismo, donde habían encontrado el cuerpo de Philip. Era una idea macabra, una aberración de sus instintos. Luché con todas mis fuerzas, pero era más fuerte que yo. «¡Sálvame, Dios mío —recé mentalmente—, ayúdame a escapar de este malvado!».
—Esta vez no te escaparás —dijo—. ¿Por qué tendrías que hacerlo? Vienes a nuestra casa… vives rodeada de lujos… Pues bien, eso hay que ganárselo, señora mía. No seas boba. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. Somos tal para cual.
Empezaban a flaquearme las fuerzas. Charles me había arrojado al suelo y estaba a punto de abalanzarse sobre mí.
—¡Lenore!
La voz de Cassie llamándome quebró mi temor como una señal del cielo. Venía en mi busca. «¡Dios la bendiga!», pensé.
Charles se apartó furioso y avergonzado. Yo me puse rápidamente de pie y comencé a arreglarme la ropa en desorden. En éstas, apareció Cassie.
—Supuse que estarías aquí… —empezó a decir—. ¡Lenore… Charles…! ¿Qué…?
—Gracias a Dios que has venido, Cassie —la corté—. Vuelvo a la casa ahora mismo. Acompáñame.
Y juntas salimos del bosque, dejando plantado a Charles, que hubo de ver cómo nos alejábamos.
* * *
Cassie se horrorizó.
—¡Te estaba… forzando!
—Cassie, jamás podré agradecerte que hayas llegado tan oportunamente.
—¡Me alegro tanto! Pero ¡es horrible! Charles…
—Creo que Charles ha sentido siempre por mí un odio enfermizo. Pero ahora no estoy en condiciones de hablar.
Llegamos a la casa.
—Tengo que ver a Grandmère en seguida —dije—. Sube conmigo.
Grandmère estaba en su cuarto de trabajo. Al verme entrar se le escapó un leve grito de horror. Corrí a refugiarme en sus brazos. Estaba al borde de la histeria y apenas podía balbucir.
—Ha sido Charles… Cassie llegó a tiempo, porque, de no ser así, me hubiera… Es un degenerado. Yo estaba en el lugar donde encontraron a Philip. Creo que tenerme allí le producía una satisfacción satánica.
—¿Te ha hecho él esto? ¿Te desgarró la ropa? —yo asentí silenciosamente—. Cuéntamelo todo.
—Cassie me salvó —dije.
—Fui a buscar a Lenore —dijo Cassie—. Sé que va allí a menudo. Y cuando les vi…
Grandmère preparó tres tazas de tisana.
—Nos hemos llevado un buen susto —dijo—. Ahora tenemos que pensar bien lo que vamos a hacer.
Cassie no hacía más que mirarnos a una y a otra.
—No puedo permanecer aquí —dije—. Es su casa. Jamás volvería a sentirme segura.
—Hace mucho tiempo que lo vengo pensando —asintió Grandmère—. Sabía que no podríamos quedarnos. Katie tiene ya un año y podemos irnos. Tenemos que irnos ya.
Al oír sus palabras se me saltaron las lágrimas: como siempre, estaba a mi lado para sacarme de apuros. Interiormente di gracias a Dios por la ayuda que me prestaba a través de ella, como poco antes con Cassie.
—Tienes tu dote —prosiguió—, el dinero que Philip puso a tu nombre. Es una buena suma y, además, yo he podido ahorrar algo. Tal vez será suficiente.
—¿Qué planes tienes, Grandmère?
—Establecernos por nuestra cuenta. Abriremos una casa de modas. Iremos a Londres y buscaremos un local. Podemos trabajar juntas. Es lo que siempre he deseado: ser independiente. Porque experiencia nadie podrá decir que me falta.
—¡Oh, Grandmère! —Exclamé—, ¿tú crees que podremos hacerlo?
—Lo haremos, mon amour, lo haremos.
Cassie nos observaba con los ojos muy abiertos.
—Yo también quiero ir con vosotras —dijo de pronto.
—Mi querida niña —respondió Grandmère—, será una aventura arriesgada.
—Tengo fe en ella —exclamó Cassie—. Dispongo de mi pequeña renta y, además, sé coser muy bien. Usted lo dijo, madame Cleremont… Y no tendrá que pagarme nada. Sólo quiero participar en esa gran aventura, como usted la llama.
—Tendremos que estudiarlo —dijo Grandmère.
Cassie se levantó y corrió hacia los maniquíes.
—Estoy segura de que ellas lo saben —dijo, abrazando a Emmelina—. Y estarán contentísimas.
A pesar de lo ocurrido, aún tuvimos ánimos para echarnos a reír. Y yo pensé: «Es lo que yo quiero. No puedo permanecer aquí ni un minuto más de lo necesario. Debo marcharme cuanto antes».
* * *
El tranquilo ritmo de vida que llevábamos desde el nacimiento de Katie empezó a experimentar cambios notables.
Antes que nada tuvimos que consultar con los abogados a propósito de mi dote y, para nuestra satisfacción, nos informaron de que no había ningún inconveniente para que pudiera invertirla en un negocio. Éste fue el primer paso.
Charles, en un gesto típicamente suyo, se marchó de la casa el mismo día de nuestro enfrentamiento en el bosque. Tal vez se sintiera avergonzado, pero en todo caso me alegré porque no hubiera sido capaz de soportar su presencia, ya que hasta la idea de vivir bajo el mismo techo que él se me hacía insufrible.
El siguiente paso era buscar un local. Acordamos no decirle nada a lady Sallonger hasta haber dado con él, porque de antemano contábamos con su oposición.
Grandmère y yo nos fuimos a Londres dejando a Katie al cuidado de Cassie; sabría hacerlo muy bien y, por si fuera necesario, le di instrucciones para localizarme en el Cherry’s, el hotel donde pasaríamos dos noches.
Encontramos un local adecuado en las inmediaciones de Bond Street. Era menor de lo que habíamos previsto, pero disponía de una habitación espaciosa, que podría servir de taller, y de una sala donde exhibir los modelos. La parte destinada a vivienda era pequeña pero suficiente. El alquiler nos pareció exorbitante, pero después de echar un vistazo por los alrededores llegamos a la conclusión de que tendríamos que pagar aquel precio si deseábamos instalarnos en la mejor zona de Londres, lo que, en opinión de Grandmère —y también mía— era de vital importancia.
Ya teníamos, pues, nuestra tienda. Compramos algunas telas, pero no muchas porque Grandmère tenía numerosos retales sobrantes de las piezas que le enviaban de Spitalfields, que de común acuerdo con sir Francis quedaban a su libre disposición como parte de su salario. Llevaba muchos años guardándolos en previsión de un futuro negocio. Por consiguiente, contábamos con suficientes existencias para empezar.
Regresamos a la Casa de la Seda, donde Cassie aguardaba impaciente el resultado de nuestras gestiones. Katie se había portado como un ángel y no le había dado ningún problema. Todo estaba ya a punto.
A la tarde siguiente decidí informar a lady Sallonger del asunto. Cassie estaba presente.
—Lady Sallonger —le dije—, tengo que darle una noticia. Grandmère y yo vamos a abrir una tienda.
—¿Cómo dices? —chilló.
La puse al corriente de nuestros proyectos.
—¡Qué cosa más ridícula! —me espetó—. Las damas no ponen tiendas.
—Pero usted me ha dado a entender muchas veces que yo no era precisamente una dama…
—Quítate inmediatamente de la cabeza esa absurda idea.
—Tenemos ya el local.
Estaba realmente alterada. En cierto modo era halagador para mí ver cómo se resistía a perderme. Aunque, por supuesto, no era cuestión de aprecio, sino resistencia a prescindir de mis servicios. Por eso, cuando se dio cuenta de que nuestra decisión ya era firme, su primer pensamiento fue:
—Y ahora, ¿qué haré yo?
Grandmère tuvo que notificar a los Sallonger que en adelante dejaría de trabajar para ellos. Hubo consternación en Spitalfields. Uno de los directivos le escribió una carta en la que le rogaba que considerara los perjuicios que su decisión suponía para la empresa; llevaban mucho tiempo contando con ella; el propio hecho de vivir en la Casa de la Seda hacía imprevisible su marcha. Era evidente que les había prestado grandes servicios; por eso trataban de persuadirla para se lo pensara mejor.
Pero la determinación era irrevocable. El comportamiento de Charles imposibilitaba nuestra permanencia en la casa, y las dos sabíamos perfectamente lo que queríamos. Por otra parte, aquella casa me traía demasiados recuerdos de Philip; lo mejor para mí era romper netamente con el pasado.
Siguieron días de enorme trajín, durante los cuales nos aposentamos en nuestros dominios: la pequeña vivienda, con su amplio taller y salón. Cassie lloró y suplicó a su madre que la dejara venir con nosotras, pero lady Sallonger no dio el brazo a torcer. Si Grandmère y yo éramos tan ingratas que la abandonábamos después de todo lo que había hecho por nosotras, no permitiría en modo alguno que su hija lo fuera también. Tuvimos, pues, que despedirnos de la apenada Cassie, prometiéndole que siempre sería bien recibida en nuestra casa.
Grandmère estaba ilusionada como una chiquilla.
—Es el sueño de toda mi vida —decía—. Jamás pensé que sería capaz de realizarlo.
Mirando ahora hacia atrás me doy cuenta de lo ingenuas que fuimos. Grandmère había hecho en el pasado muchos vestidos que se vendían bien en los medios de la corte; pero todos llevaban la etiqueta «Sallonger». Sin el amparo del prestigioso nombre, la cosa variaba. Quiso que la tienda se llamara Lenore’s.
—Es tuya —me dijo—. Es para tu futuro.
Pero Lenore’s no era ni mucho menos Sallonger.
Teníamos vestidos preciosos y, sin embargo, el negocio no arrancaba.
Habíamos contratado a una criada: una menuda muchacha londinense llamada Maisie. Era voluntariosa y servicial, y le tenía mucho cariño a Katie. Estaba dispuesta a trabajar de firme, pero necesitábamos a alguien más.
Creo que habían pasado unos seis meses cuando empezamos a darnos cuenta de habíamos emprendido una tarea para la que carecíamos de experiencia. Grandmère trataba de mostrarse animosa y optimista, pero yo la veía preocupada.
—Lenore —me dijo un día—, creo que deberíamos echar un vistazo a nuestras finanzas.
Adiviné lo que quería decir y nos miramos la una a la otra con la cara muy seria. Habíamos invertido una gran parte del capital, y nuestros ingresos no alcanzaban a cubrir los gastos.
—A lo mejor es que estamos poniendo a nuestros vestidos unos precios demasiado bajos —insinué.
—¿Crees que los venderíamos si los encareciéramos? —preguntó Grandmère—. Tenemos que ser realistas. Nos hemos instalado en una zona elegante de Londres, pero no conseguimos llegar a esa clientela aristocrática que antes solía comprar mis vestidos. Tal vez nos convendría hacer cosas más sencillas.
Era evidente que nos habíamos precipitado. Grandmère podía hacer los vestidos, pero necesitábamos que nos ayudara alguien más, porque Katie nos absorbía mucho tiempo a Maisie y a mí. El trabajo era superior a nuestras fuerzas. Había toda una serie de cuestiones que no habíamos tomado en consideración, y lo más desmoralizador era ver que se nos estaba acabando el dinero.
—No podemos seguir así hasta que lo perdamos todo —dijo Grandmère.
—¿Qué crees que deberíamos hacer?
—Sé lo que no haremos: volver a la Casa de la Seda.
—Eso nunca —dije con vehemencia.
—Quizá podría trabajar aquí para los Sallonger, como antes lo hacía en la casa.
—¿Pagando tanto de alquiler?
—Tendríamos que buscar una casita en otra zona, a ser posible con un pequeño taller.
La situación era de lo más deprimente e iba de peor en peor, hasta que cierto día recibimos una visita. Salí confiando que se tratara de una cliente y, para mi sorpresa, me encontré con la condesa de Ballader.
Me abrazó con afecto.
—¡Cuánto me alegro de verla! —dije.
—Conque es esto… —exclamó con un amplio ademán—. He visto fuera el rótulo de Lenore’s, y como Julia me había dicho que se habían establecido ustedes por su cuenta… Así que éste es el sitio, ¿eh?
—Pase usted, por favor. Grandmère estará encantada de verla.
Se saludaron las dos efusivamente y yo le pregunté a la condesa por sus actividades.
—Esta vez tengo a mi cargo una belleza —explicó—. Hija de un multimillonario. Lo tiene todo: belleza, buen tipo, dinero…, pero ni una gota de sangre azul. Tengo que procurar que la consiga. Tengo un conde a la vista, pero la verdad es que ando detrás de un duque.
Durante un rato estuvo hablándonos de lo harta que estaba de su trabajo y de tanta vida social. De pronto nos miró inquisitivamente.
—La cosa no marcha, ¿verdad? —preguntó con gran interés.
Grandmère y yo nos miramos antes de responder.
—No —le dije—, no va.
—No me sorprende —comentó.
—Pero las prendas son las mismas… y la calidad, también.
—No es la calidad lo que vende, querida, sino el nombre. Eso es lo que les falta. ¿Saben?: por este camino no llegarán a ninguna parte —supongo que nos debió de ver cara de susto, porque añadió—: Vamos, anímense. No es el fin del mundo. Todo lo que tienen que hacer es cambiar de orientación.
—¡Pero si no logramos vender nada!
La condesa echó un vistazo a su alrededor y lo que vio no pareció agradarla.
—Miren —nos dijo—, si de verdad desean introducirse en el mundo de los negocios, han de aprender a conocer a la gente. No son capaces de decidir por sí mismos. Hay que decirles: esto es bueno, esto es algo especial. Y si se lo dices de la forma adecuada, te creen. Sus vestidos tenían mucho éxito con la etiqueta Sallonger’s, ¿verdad? Todas las chicas que se presentaban en la corte tenían que lucir un vestido de seda Sallon…
—También nosotras tenemos seda Sallon, pero nadie la quiere. Grandmère hizo unos vestidos preciosos, y ahí están colgados.
La condesa nos miró con simpatía y luego, sopesando bien sus palabras, nos dijo:
—Creo que yo podré ayudarlas a salir de apuros. Déjenme ver qué tienen.
La acompañamos en un recorrido por la tienda y el taller, y ella examinó atentamente nuestras existencias.
—Ya veo —dijo—. Mañana vendré a visitarlas con Debbie.
—¿Debbie?
—Mi protegida. Es una criatura encantadora. Les gustará. Una de las mejores que he tenido. Con un poquito de sangre aristocrática, sería perfecta. Pero no se puede tener todo en esta vida.
—¿Cree usted que nos comprará algún vestido?
—Es muy probable —contestó la condesa sonriendo—. Déjenlo de mi cuenta. Me parece que las cosas van a cambiar. Tienen ustedes un par que le irán que ni pintados. Veremos qué se puede hacer.
Fiel a su palabra, la condesa se presentó al día siguiente con su protegida.
No había exagerado: Debbie era una belleza. Tenía unos ojazos verdes con largas pestañas oscuras, y una mata de ensortijado pelo castaño; pero lo que más llamaba la atención en ella era su deliciosa expresión de inocencia.
Llegaron las dos en un carruaje conducido por un resplandeciente cochero y con un pajecillo detrás que se apresuró a bajar de un salto para abrir las portezuelas.
La condesa podía adoptar un aspecto muy regio cuando se lo proponía, y esta vez se lo había propuesto.
—Les presento a miss Deborah Mellor —nos dijo—. Deborah, éstas son madame Lenore y madame Cleremont.
Deborah saludó con una graciosa inclinación de cabeza.
—He conseguido persuadir a madame Cleremont de que, si encuentra un hueco entre sus encargos, te haga tu vestido de baile.
—Se lo agradezco mucho —dijo Debbie.
—Pero primero vamos a echar un vistazo por ahí, a ver si vemos algo que nos guste.
—Me encantará.
—Ya te he dicho que madame Lenore, madame Cleremont y yo somos viejas amigas. Por eso han accedido a dedicarte una atención especial.
Poco faltó para que se me escapara la risa, pero la condesa estaba muy seria.
—¿Sería usted tan amable de mostrarnos uno o dos modelos de éstos? —preguntó.
—Con mucho gusto —respondí—. Acompáñeme, miss Mellor, por favor.
—¡Oh, mira éste! —Exclamó la condesa—. ¡Qué fruncido tan maravilloso! Jamás había visto cosa igual. ¿Y tú, Deborah?
—Yo tampoco, condesa.
—Te quedará precioso. Tienes que probártelo. Y aquél de color rosa, también.
¡Qué mañana! Jamás podré olvidarla. Fue el comienzo del cambio de nuestra suerte; y todo se lo debimos a la condesa. Deborah Mellor nos compró los dos vestidos y recibimos, además, el encargo de hacerle otro para un baile de gala en la corte.
Aquello era coser y cantar para Grandmère, porque ya en otras ocasiones había confeccionado vestidos para fiestas así y disfrutaba haciéndolo.
Aquella misma tarde la condesa se presentó trayendo una botella de champán.
—Vayan por unas copas —dijo—. Hemos de celebrarlo. Y esto es sólo el principio. Son ustedes un par de inocentonas, pero yo las convertiré en astutas mujeres de negocios. Debbie está encantada y no para de darme las gracias por haberla traído aquí. Dice que sus modelos son arrebatadores. Por mi parte le he explicado que su establecimiento es tan pequeño porque ustedes quieren a toda costa ser muy exclusivas: trabajar sólo para lo mejorcito de la sociedad…, la flor y nata. No les interesa nadie más. Ya se encargará ella de hacer correr la voz. Y ahora, queridas, prepárense. Necesitan que alguien las ayude. Han de encontrar una buena costurera, o tal vez dos. Hay miles de ellas en Londres buscando trabajo. Debbie hablará de ustedes. Y yo también lo haré. Y les enviaré clientes, dándoles esta dirección como un gran favor.
—No puedo creer que sea tan fácil —dijo Grandmère.
—Todo resulta fácil cuando se sabe cómo hacerlo. Miren a su alrededor. Las cosas son buenas sobre todo porque la gente cree que lo son. Cierto que hay que construir sobre una base sólida; no es posible edificar sobre basura. Pero tiene usted dos artículos de la misma calidad, los coloca uno al lado del otro y pregunta a la gente cuál prefieren, verá que preferirán el que lleve la etiqueta de una firma conocida, aunque el otro sea exactamente igual. A la gente hay que decirle que una cosa es buena y, si lo es de verdad, lo apreciarán. Pero si no se les dice, no le verán ningún valor por sí mismos. Los modelos de Lenore’s son buenos, lo que supone un excelente punto de partida. Convertiremos este establecimiento en la casa de modas más prestigiosa de Londres.
Nos echamos a reír y se nos levantó el ánimo con las ventas que acababa de proporcionarnos, pero por entonces aún no estábamos convencidas del todo.
El tiempo se encargó de darle la razón.
El vestido de baile de Debbie fue todo un éxito: el duque se le declaró.
—Me dio suerte el vestido —dijo ella.
—Estaba arrebatadora —nos comentó después la condesa—. Todos querían saber quién era su modista. Yo contestaba que no lo diría porque no queríamos compartirla con nadie. Pero, naturalmente, lo dejé caer como quien no quiere la cosa. Algunas de mis amistades ya me han pedido que las presente a ustedes.
—Parece absurdo —dije—. Antes íbamos mendigando clientes y ahora piden como un favor que les atendamos.
—Así es la vida —replicó la condesa.
A partir de aquel momento empezamos a prosperar. Nos fue posible emplear a unas costureras y alquilamos el local contiguo al nuestro, cuya vivienda era más espaciosa. La etiqueta Lenore en una prenda de vestir se convirtió en sello de alta costura.
Hicimos el traje de novia de Debbie. Estaba bellísima con él y le deseamos de todo corazón que fuera muy feliz con su duque. Había sido nuestra salvadora. Mejor dicho, lo fue la condesa, que durante todo aquel año nos siguió trayendo clientes.
Cierto día nos vino a ver.
—Acabo de recibir de papá Mellor un espléndido obsequio por haber conseguido casar satisfactoriamente a su hija —nos dijo—, pero ya saben ustedes que a mí nunca me ha atraído esta forma de ganarme la vida. Me veo más… vendiendo en un lugar como éste.
—¿Quiere usted unirse a nosotras? —exclamé.
—Si les parece a ustedes…
—Jamás nos será posible agradecerle todo cuanto ha hecho por nosotras, ¿verdad, Grandmère?
—Tiene razón mi nieta, condesa.
—Yo invertiría en el negocio el regalo de mister Mellor, y podríamos formar una sociedad. Tendrás más tiempo libre para dedicárselo a Katie.
Así fue como nos asociamos con la condesa.
Poco después de esto falleció lady Sallonger. Murió plácidamente, durante el sueño. La noticia me entristeció porque, a pesar de sus exigencias, yo la apreciaba de veras. Grandmère y yo fuimos a la Casa de la Seda para asistir al funeral.
Ya nada pudo impedir que Cassie se viniera a vivir con nosotras; se dio prisa en hacerlo y en seguida se adaptó al nuevo ambiente. Grandmère y yo nos alegramos de poder contar con su ayuda, que vino a sumarse a la que nos prestaba ya la condesa.
A los cinco años de habernos instalado en Londres, ya estábamos sólidamente asentadas. A menudo pensaba en Philip y en los días felices que habíamos vivido juntos. Katie se parecía mucho a él y me lo recordaba constantemente. Pero yo estaba ya superando mi desdicha. Tenía a mi hija, a Grandmère y a mis buenas amigas; y, por si fuera poco, había descubierto que sabía desenvolverme en el mundo de los negocios. Tenía buen ojo para el diseño; sabía elegir las telas; y podía hacer planes con visión de futuro.
La condesa nos había mostrado el camino y Lenore’s se estaba convirtiendo, de hecho, en una de las más prestigiosas casas de modas de la corte.
* * *
A medida que se nos fueron abriendo las puertas del éxito, Julia empezó a ser una visitante asidua de nuestro salón. Había cambiado mucho. Su tendencia a engordar se había hecho crónica y ahora estaba lo que se dice rellenita. Se le había avivado el color de las mejillas, y Grandmère sospechaba que era tan aficionada a la bebida como su marido. Le divertían nuestros progresos.
—Al principio no podía creérmelo —decía—. Todo el mundo hablaba de Lenore’s…, de sus maravillosos modelos, de sus sombreros… —habíamos empezado a confeccionar sombreros a instancias de la condesa; no muchos, sólo unos cuantos para hacer juego con los vestidos—. ¡Y resulta que se trataba de ti!
Se gastaba un dineral en la tienda porque su marido era inmensamente rico. Yo recordaba muy a menudo los viejos tiempos, cuando se sentía desgraciadísima porque no había conseguido «pescar» a nadie durante su temporada londinense.
A la condesa le parecía que había hecho una buena boda.
—Al fin y al cabo —comentaba— John Grantley tiene dinero y no le regatea ningún capricho.
Lo que era evidente es que Julia estaba encantada de la vida.
Poco tiempo después se le murió el marido y ella se convirtió en una acaudalada viuda que saboreaba con fruición su libertad.
—Le ha ido de fábula el matrimonio —comentó la condesa.
Julia vivía en una elegante casa cerca de Piccadilly y allí empezó a organizar lo que llamaba sus soirées. Sus invitados eran mayoritariamente políticos, con algún que otro toque «bohemio» a cargo de artistas, músicos, escritores y gentes por el estilo. En alguna ocasión me invitó a mí también. No todas las veladas eran del mismo género: para las «musicales», solía contratar a algún pianista o violinista de moda que nos ofrecía un recital; otras veces organizaba partidas de cartas; y otras, en fin, se trataba de cenas. Se estaba convirtiendo en una de las principales anfitrionas de la ciudad y las fiestas en su casa eran mucho más frecuentes que en vida de su marido.
A Cassie le encantaba vivir en Londres. Trabajaba mucho, y Grandmère decía que le era muy útil. Durante algún tiempo Julia se empeñó en buscarle marido, pero como a Cassie le horrorizaba el proyecto, y como Julia se cansaba en seguida de los que no tenían éxito inmediato, desistió pronto de él.
Yo no jugaba a cartas y tampoco simpatizaba gran cosa con la mayoría de los amigos de Julia, muchos de los cuales eran excesivamente aficionados al juego y la bebida. En cambio, me gustaban las veladas musicales y Julia, que lo sabía, me invitaba a menudo a ellas.
Katie había cumplido ya siete años. Era una chiquilla preciosa, de carácter risueño; no es que fuera exactamente bonita, pero tenía un gran encanto. Quería a todo el mundo y pensaba que todos la querían también. Yo estaba muy orgullosa de ella. Cada noche le leía un rato en voz alta antes de dormir, después le cantaba alguna de sus canciones preferidas y me tendía a su lado tomándole la mano. Creo que entonces volvía a sentirme realmente feliz. «Si podemos seguir así —pensaba—, no desearé nada más».
Julia me había enviado una invitación para una de sus veladas musicales. Al ver que yo dudaba entre si ir o no, Grandmère me dijo:
—Sabes que te lo pasas bien. Yo que tú, iría. Además, a Cassie le gustará acompañarte.
Fuimos, pues, las dos.
Siempre lo recordaré: el elegante salón adornado con grandes plantas en un rincón, el piano de cola colocado sobre una tarima y Julia, la amable anfitriona, luciendo un vestido de color violeta con ribetes de encaje crudo que Grandmère le había confeccionado.
Julia encomendó a un caballero de mediana edad que cuidara de Cassie, la cual hubiera preferido prescindir de aquellos cuidados. El pianista interpretó una pieza de Chopin, que fue premiada con corteses aplausos. Yo estaba sentada, siguiendo la música con atención, y cuando se apagaron los aplausos vi que alguien se acercaba a mí. Era un hombre alto, bien parecido, cuya cara me resultó vagamente familiar.
—¿No nos hemos visto antes? —preguntó con sonrisa burlona.
Y entonces le reconocí.
—Sí —prosiguió—, soy Drake Aldringham, y usted es Lenore. La hubiera reconocido en cualquier lugar. Y eso que ha cambiado usted mucho. Me alegra volver a verla —tomó mi mano y la estrechó con fuerza—. La última vez tuve que irme con ciertas prisas, ¿se acuerda? No me dio tiempo de despedirme.
—Me acuerdo muy bien.
—Ha llovido mucho desde entonces —dijo sonriendo, y al punto se puso serio—. Sé lo de usted… y Philip. Julia me lo ha contado. Lo siento de veras.
—¿Y qué ha sido de usted? —pregunté.
—Estuve en el extranjero hasta hace cosa de un año. Mi padre tiene intereses en Costa de Oro. Y ahora he vuelto… para quedarme definitivamente. En unas recientes elecciones complementarias he obtenido el acta de diputado por Swaddingham.
—¡Qué interesante!
—Desde luego. Estoy muy contento porque es lo que siempre había deseado. Pero mi familia pensaba que, antes de dedicarme al Parlamento, debía viajar y ver mundo. Puede que tuvieran razón. El caso es que ya he vuelto.
—¿Vive usted en Swaddingham?
—Tengo una casa por allí que, afortunadamente, cae dentro de ese distrito electoral. Y otra en Londres, no lejos de aquí. Los miembros del Parlamento necesitan dos residencias: una entre sus electores y la segunda cerca de la Cámara. Tengo entendido que se ha convertido usted en una próspera diseñadora de modas.
—Junto con mi abuela y Cassie… ¿Se acuerda usted de Cassie?… y la condesa de Ballader.
—Vamos, que es usted una importante mujer de negocios.
—Digamos una mujer de negocios, sin más.
—Lo cual es rara avis.
—Bueno, a las mujeres se lo ponen bastante difícil. Tienen que trabajar el doble que cualquier hombre si quieren ponerse a su altura.
—Muy injusto, pero cierto. He pensado muchas veces en usted.
—¿De veras?
—Sí. Por su culpa no me he sentido muy satisfecho de mí mismo. Me comporté de un modo abominable marchándome como lo hice. Hubiera debido tener el valor de quedarme.
—Pero no podía. Era usted un invitado de Charles.
—Cometió con usted una bajeza incalificable. Aún me hierve la sangre al recordarlo.
—Le agradecí mucho que rompiera una lanza por mí.
—No sirvió de gran cosa porque el mal estaba hecho.
—Gracias de todos modos.
—Me gustaría ver su establecimiento. ¿Le parecería correcto?
—Por supuesto que sí. Vienen algunos caballeros…, aunque suelen hacerlo acompañando a las damas.
—A lo mejor le pido a Julia que me lleve.
—Me parece una idea excelente.
—Julia me ha dicho que tiene usted una niña.
—De siete años ya. Es un cielo —respondí rebosante de orgullo como siempre que hablaba de Katie.
—Tiene a quien parecerse —comentó sonriendo.
En aquel instante se nos acercó Julia.
—Oh, Drake… Veo que ya ha localizado a Lenore.
—Sí, estábamos recordando los viejos tiempos.
—Ya es historia antigua.
—Bueno, no tan antigua.
—Por Dios, Drake… ¡Pero si entonces éramos unos chiquillos! Venga a hablar con Roskoff. Toca divinamente, pero no es muy locuaz que digamos. Te veré después, Lenore.
Drake me miró sonriendo y se alejó con Julia.
Aquel encuentro me produjo cierta excitación. No tuve oportunidad de volver a hablar con él, porque Cassie quería marcharse y, como no solíamos quedarnos mucho rato después de acabado el recital, me fui con ella.
—¿Viste a Drake Aldringham? —Le pregunté.
—¿Drake Aldringham? —repitió ella—. ¿El que…?
—Sí, aquel amigo de Charles que vino una vez a casa. El que se peleó con él y le tiró al lago.
—Ya me acuerdo. Lo hizo porque Charles te había encerrado en el panteón. ¿Estaba en la fiesta?
—Sí. Por lo visto es amigo de Julia.
—¡Qué extraño! Aunque, bien mirado, Julia conoce a tantísima gente… Tarde o temprano todos pasan por su casa.
Cuando llegamos a la nuestra le conté a Grandmère nuestro encuentro. Le gustaba mucho oírme contar cómo me había ido.
—¡Me llevé una sorpresa tan grande!
—¿Le reconociste?
—Ya lo creo. Es de esas personas que no se olvidan. Tiene… algo. ¿Recuerdas lo orgulloso que estaba Charles porque había accedido a pasar las vacaciones en la Casa de la Seda? Por eso fue tan penoso lo que luego ocurrió.
—Me pregunto si volverás a verle —dijo Grandmère mirándome fijamente.
—Dijo que pronto nos haría una visita —respondí—. Con Julia.
* * *
Nos visitó, en efecto. Y vino acompañando a Julia. Grandmère y Cassie salieron a saludarle y yo lo presenté a la condesa.
—¿No es gracioso ver aquí a Lenore despachando? —Comentó Julia—. ¿Quién lo iba a imaginar hace años?
—Todas hemos cambiado desde entonces —le recordé—. ¿Les apetece un poco de café? Solemos tomarlo a esta hora de la mañana.
—Sí, por favor —dijo Drake—, y luego me gustaría que me enseñara todo esto.
—Pero Drake —exclamó Julia—, a usted no le interesa la moda.
—Me interesa Lenore —replicó.
—Es un milagro que hayan podido montar todo esto —observó Julia.
—Han demostrado tener mucho talento —dijo Drake sonriéndome.
Grandmère estaba haciendo los honores a nuestros visitantes.
—La condesa de Ballader se encargó de mi presentación en sociedad —explicó Julia.
—Ahora ya no me dedico a esas actividades —señaló la condesa—. Me agrada mucho más esto.
Cassie fue a preparar el café.
Nos sentamos todos en la sala de recepción, alfombrada de rojo y con un mobiliario blanco elegido por la condesa, quien decía que en el establecimiento se debía respirar una atmósfera de lujo.
Sorprendí a Drake mirándome y adiviné que estaba comparándome con la chiquilla asustada a la que encerraron en el panteón.
—¿Qué tal va el negocio? —preguntó Julia.
—Viento en popa —respondió la condesa.
—Hay que reconocer que sus vestidos son el último grito de la moda —dijo Julia—. Justamente ayer me decía lady Bronson que acababa de comprarse un vestido, pero no en Lenore’s, y que ya estaba arrepintiéndose de su error.
—Confiemos que la próxima vez sea más sensata y no lo repita —dijo la condesa.
—Por cierto —prosiguió Julia—, me hace falta un vestido de mañana. Echaré un vistazo aprovechando que estoy aquí.
Conversamos animadamente de mil temas y Drake nos habló de su casa de campo.
—Es una pequeña mansión nobiliaria que pertenece a mi familia desde hace años. Vivía allí una tía mía, pero falleció hace poco. Para mí es el lugar ideal por su situación geográfica.
—Fue una suerte tenerla dentro de su circunscripción electoral —dije.
—No podría venirme mejor. Mi casa de la ciudad es muy pequeña y me voy al campo siempre que puedo.
—Debe de ser fascinante intervenir tan directamente en los asuntos de Estado —añadí—. Los demás nos enteramos por los periódicos, pero usted está justo donde se cuecen.
—Es lo que siempre me había atraído del Parlamento. Me sorprendió que me eligieran. Claro que tuve un poco de suerte: estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno.
—Ésta es la clave del éxito en la vida —observó Grandmère—: Estar donde hay que estar justo cuando se debe estar.
—Ocurre tan pocas veces… —dije yo.
—Y debemos estar muy agradecidos si se nos presenta una oportunidad así. Yo la tomé al vuelo.
—¿Cuándo quieres elegir tu vestido? —preguntó la condesa a Julia.
—¿Por qué no ahora? —dijo ella.
—Ven. Te acompañaré.
Julia se fue con la condesa, y aquello me produjo una sensación de alivio. Había algo en su actitud hacia Drake Aldringham que me turbaba sobremanera: me daba la impresión de que nos vigilaba cada vez que conversábamos él y yo.
—Es usted miembro del partido liberal —le comenté a Drake— y ahora no están ustedes en el poder.
—Tendremos que poner remedio a eso en las próximas elecciones.
—Y si ganan, mister Gladstone volverá a ocupar el cargo de primer ministro. Será su tercer mandato, ¿verdad?
—El cuarto.
—¿No es ya demasiado mayor?
—Es el mejor político del presente siglo.
—¡Qué va a decir uno de sus fieles seguidores! Sin embargo, sé de alguien muy encumbrado que no se mostraría de acuerdo.
—¿Se refiere usted a su majestad la reina?
—¿Me equivoco?
—Es una dama de arraigados principios y creencias. Desgraciadamente, tiene uno de aquéllos contra mister Gladstone.
—¿Y eso no influiría en la posición del primer ministro?
—Desde luego. No entiendo por qué le tiene tanta ojeriza.
—Imagino que todos sentimos simpatía por determinadas personas, mientras que otras nos caen mal sin saber por qué.
—¿También a usted le pasa?
—Aprecio a casi todo el mundo, pero hay ciertas personas que no puedo tragar.
Estaba pensando en Charles. Incluso antes de que se produjera el incidente del panteón me caía antipático.
—Lo que ocurre es que mister Gladstone no es exactamente un cortesano como lo fue lord Melbourne. La reina era entonces una niña y sentía por éste una gran devoción.
—Como después por Disraeli —añadí.
—Jamás pude entender la razón. Claro que era un hombre de mucha labia.
—¿No lo es mister Gladstone?
—Es muy buen orador, pero no le gusta adular. Gladstone es un gran hombre, capaz de arriesgar todo su futuro político por defender aquello en lo que cree. No abundan los hombres así.
Le brillaban los ojos de entusiasmo y yo disfrutaba viéndolo. La mañana estaba resultando de lo más interesante.
Grandmère nos pidió que la disculpáramos porque tenía que hacer algo importante.
—Necesito que me ayudes, Cassie —añadió.
Y se fueron las dos dejándome a solas con Drake.
Seguimos conversando con toda naturalidad. Yo le hablé de la tienda y de por qué no quise quedarme en la Casa de la Seda tras enviudar y tener una hija a mi cargo. Ansiaba ser independiente y llegó un momento en que me pareció aconsejable marcharme.
—Y entonces invertí todo mi capital en este negocio —concluí.
Me escuchó con gran atención y le agradecí que no me hiciera ninguna pregunta acerca de la muerte de Philip. Luego le expliqué lo difíciles que habían sido nuestros comienzos y lo alarmadas que estábamos hasta que vino a salvarnos la condesa.
—Este negocio significa mucho para usted, ¿verdad? —me preguntó.
—Es nuestro medio de vida.
—Pienso que es más que eso. Representa la libertad y es la prueba de algo que usted siempre quiso demostrarse a sí misma.
—¿A qué se refiere?
—La prueba de que una mujer puede arreglárselas tan bien como un hombre.
—No se me había ocurrido pensarlo, pero puede que esté usted en lo cierto.
—No le quepa duda. Usted aborrece la injusticia, busca la verdad y quiere que prevalezca la lógica.
—Creo que sí.
—Comparto esas mismas ideas. Por eso estoy en el Parlamento. Quiero justicia… para todos. Jamás respaldaré una opinión por el mero hecho de que otros la acepten. Sólo defenderé lo que crea que es justo. Y ésa es precisamente la actitud de mister Gladstone. Su proyecto de ley de autonomía para Irlanda le hizo perder muchos votos y fue la causa de que triunfaran los conservadores y Salisbury en las pasadas elecciones.
—Me interesa muchísimo todo lo que me cuenta —comenté sinceramente.
—Tenemos que vernos de vez en cuando para charlar. Yo vengo a Londres a menudo. ¿Qué le parece?
—Me encantaría.
—Pues lo haremos.
En aquel momento regresó Julia de su recorrido por el establecimiento.
—Es divino —exclamó—. Lila pálido con cintas de un tono más oscuro…, no exactamente heliotropo, sino más bien lavanda, ¿verdad?
—Te sienta a las mil maravillas —contestó la condesa—. Haré que te lo envíen.
—¡Qué caras tan serias! —dijo Julia mirándonos a Drake y a mí. Parecía sorprendida de encontrarnos a solas y, por ello, me sentí obligada a darle una explicación.
—Mi abuela tenía algo urgente que hacer, y Cassie ha ido a ayudarla.
—Hemos mantenido una conversación muy interesante —le dijo Drake, y añadió—: Sobre política.
—No hace falta que me lo jure —replicó Julia haciendo un mohín de fastidio—. Lo hubiera adivinado de todos modos. Es su tema de conversación predilecto, Drake. Apenas habla de ninguna otra cosa.
—Tiene razón —reconoció él, y luego, dirigiéndose a mí—: Espero no haberla aburrido.
—Ni muchísimo menos.
—Lenore es muy cortés —dijo Julia.
—No es cortesía —protesté—, sino sinceridad.
—Drake admira muchísimo a su líder. ¿Verdad que sí, Drake?
—Tengo buenas razones —contestó éste.
—Es una lástima que algunas personas no compartan esa admiración —observó Julia en tono burlón.
—Pero hay otras muchas que sí la comparten —replicó Drake.
—También tengo entendido que esas aventuras nocturnas suyas dan que pensar a bastante gente —prosiguió Julia con ironía.
—Julia se refiere a la cruzada de mister Gladstone en favor de las mujeres caídas —me explicó Drake.
—Sí. Solía merodear de noche por las calles en busca de mujeres de dudosa virtud.
—Para salvarlas —se apresuró a añadir Drake—. Es un hombre muy bondadoso. Ahora se está haciendo viejo, pero durante cuarenta años mantuvo la costumbre de ir una vez por semana desde Piccadilly hasta el Soho y el malecón del Támesis, donde suelen reunirse estas mujeres. Se ofrecía a llevarlas a su casa y a darles cena y cama; y a la mañana siguiente, él y su esposa conversaban con ellas acerca de la vida que hacían y trataban de convencerlas y ayudarlas a renunciar a ella.
—Una filantropía de lo más peligrosa —comentó Julia—. Por fuerza daba pie a que se sospechara de sus motivos.
—Lo cual no hace sino resaltar aún más su nobleza. ¿No le parece así a usted? —preguntó Drake, dirigiéndose a mí.
—Sí, en efecto. La gente es demasiado dada a sospechar de los demás y a pensar siempre lo peor.
Recordaba las miradas de soslayo de que yo misma fui objeto a raíz de la misteriosa muerte de Philip, en las que se podía leer tanto la extrañeza por lo ocurrido, como la convicción de que, cuando un recién casado se quitaba la vida, su mujer tenía que estar forzosamente implicada en el asunto.
—Lenore está decidida a darle su apoyo incondicional —observó Julia.
—Digo lo que pienso.
—Y yo, Drake, pienso que tenemos que irnos. Son horas de trabajo y ya les hemos hecho perder mucho tiempo.
Drake se puso en pie y me tendió la mano.
—Ha sido una mañana muy interesante —dijo, reteniendo mi mano entre las suyas—. Au revoir.
—¿Dónde están las demás? —Preguntó Julia—. Tenemos que despedirnos de ellas.
Las llamé y luego les acompañamos hasta la puerta, frente a la cual aguardaba el coche de Julia.
Mientras les veía alejarse pensé que Julia se había comportado como si Drake fuera, en cierto modo, algo suyo. Parecían conocerse muy bien el uno al otro. Y recordé asimismo lo que ella sintió por él en otros tiempos y lo furiosa que se puso conmigo por haber sido la causa indirecta de su partida.
«Creo que está enamorada de él —me dije—. Se la ve más afable, distinta… Por otra parte, ya lo estuvo una vez».
—¡Qué hombre tan encantador! —comentó la condesa.
—Ya de muchacho era muy atractivo —observó Cassie.
—Me cae bien porque emana bondad —comentó Grandmère, y añadió con una sonrisa de afecto—: Espero que vuelva.
* * *
Solíamos reunimos todos los viernes por la tarde para analizar la marcha del negocio durante la semana y discutir cualquier nueva idea que se nos hubiera ocurrido. La condesa viajaba periódicamente a París. «Es la capital de la moda —decía—, y debemos ir a ver lo que traman».
En un par de ocasiones la acompañó Grandmère. La condesa tenía mucho ojo para elegir nuevos estilos, en los que proponía introducir ciertos cambios… o mejoras, como ella decía. Grandmère, por su parte, se encargaba del aspecto práctico y examinaba la viabilidad de las sugerencias.
Yo no podía ir porque no quería separarme de Katie. A la vuelta de aquellos viajes a Grandmère la encontré rejuvenecida. Supongo que se debió tanto al hecho de visitar de nuevo su tierra natal como a su auténtica pasión por la moda.
Esta vez la condesa nos sorprendió con una propuesta:
—Tendríamos que abrir una sucursal en París —dijo.
Nos quedamos mirándola boquiabiertas. ¡Abrir una sucursal en París! Pero si en Londres nos estaba yendo muy bien, si el negocio se ampliaba de año en año, si cada vez éramos más conocidas en los círculos de la corte…
—Ocurre —prosiguió la condesa— que la mayoría de las grandes firmas tienen casa allí. Yo podría instalarme en París hasta que todo estuviera en marcha. Sé cómo llevar el asunto. Y así añadiríamos un toque francés a nuestros modelos de aquí. Pueden imaginárselo: «Este modelo, señora, nos lo acaban de enviar de nuestra sucursal de París…». Y etcétera, etcétera…
—¿Y el coste de instalación?
—No será barato.
—Pero ¿de dónde sacaremos el dinero? —preguntó Grandmère.
—Lo pediríamos prestado.
Yo hice una mueca y Grandmère palideció.
—¡Jamás! —exclamamos las dos al unísono.
—¿Por qué no?
¿Quién nos lo prestaría?
—Cualquier banco. Tenemos la garantía de este establecimiento…, un negocio próspero.
—¿Y los intereses del préstamo?
—Tendríamos que trabajar de firme para pagarlos.
—Siempre he sido contraria a pedir préstamos —dijo Grandmère, en tanto que yo asentía en gesto de aprobación.
—¿Pretenden que nos estanquemos, que sigamos igual indefinidamente?
—Nuestra situación es muy satisfactoria —le recordé.
—Pero la expansión es la esencia de los buenos negocios.
—Y en ocasiones ha sido también su ruina.
—En la vida hay que asumir ciertos riesgos.
—No me gusta correrlos —dijo Grandmère, y yo la respaldé porque me aterraba la idea de pedir un préstamo.
—¿Cuánto tiempo tardaría en ser rentable la sucursal de París? —pregunté.
—Tres años…, tal vez cuatro.
—Y entretanto tendríamos que pagar los intereses del préstamo.
—Ya nos las arreglaríamos —dijo la condesa.
—Pero… ¿y si no pudiéramos?
—Estás vaticinando una derrota antes de luchar.
—Tenemos que encarar todas las posibilidades. Podríamos arruinarnos, y yo tengo que pensar en mi hija.
—Cuando llegue el momento, yo me encargaré de su presentación en sociedad.
—Pero, entretanto, tengo que vestirla, darle de comer y educarla… Eso es para mí lo más importante.
—Realmente, eres muy poco audaz —dijo la condesa.
—Más bien precavida —repliqué.
—¿O sea, que las dos están contra mí?
Grandmère y yo asentimos en silencio.
—Bien, pues tendremos que archivar el asunto.
—Será lo mejor —dije.
—Pero, de todos modos —prosiguió la condesa—, cuando vuelva a París echaré un vistazo para ver si hay alguna cosilla.
—Aunque la encontrara, no podríamos permitírnoslo —objeté.
—Nunca se sabe —insistió ella.
Tras de lo cual nos pusimos a discutir otros temas.
Más tarde, a solas, Grandmère y yo comentamos el plan.
—Ella tiene razón, por supuesto —dijo Grandmère—. Las firmas importantes tienen casa en París. Es la capital de la moda y ello proporciona prestigio. Sería maravilloso que pudiéramos vender nuestros modelos allí. Un gran triunfo… y muy útil para la buena marcha del negocio aquí en Londres.
—No me digas que te estás encariñando con ese magnífico proyecto…
—Veo sus ventajas. Pero sigo siendo contraria a pedir préstamos. Prefiero seguir como hasta ahora a que tengamos que preocuparnos por las deudas. ¿Recuerdas los apuros que pasamos al principio, cuando pensábamos que no podríamos salir adelante? —Jamás lo olvidaré.
—Ahora nos encontramos a gusto, bien situadas. Dejemos las cosas tal como están.
Pero seguíamos dando vueltas al tema y, de vez en cuando, nos sorprendíamos pensando en él involuntariamente. Estaba claro que se nos había metido dentro el gusanillo. La condesa no decía nada, pero se notaba que seguía rumiándolo. Empecé a creer que, con el tiempo, tal vez acabaríamos acomodándonos a su parecer.
Cosa de una semana después de aquella conversación, la condesa y Grandmère emprendieron uno de sus periódicos viajes a París.