El motivo

No vi a Drake. Grandmère dijo que sería peligroso y que, en caso de que él cometiera la imprudencia de venir a visitarme, ella no dejaría que me viera.

Quien, sin embargo, vino fue Charles. Estaba fuera de toda sospecha, pues parecía obvio que habían pretendido atentar contra su vida.

Grandmère entró en mi habitación a decirme que me aguardaba abajo.

—Tendré que recibirle —dije.

—¿Lo crees necesario?

—Sí. Debo saber lo que se propone.

Bajé, pues, y nos entrevistamos en la salita donde solíamos discutir con nuestras clientes los detalles de los modelos. Estaba menos arrogante que otras veces: era evidente que la muerte de Julia le había afectado.

Una vez a solas, me espetó:

—¿Conque pensaste que podrías librarte de mí? Eres una arpía, tras esa apariencia de mosquita muerta.

—Jamás he estado en tus habitaciones.

—Tenías el motivo: lo que más deseabas en el mundo era verte libre de mí. Estuviste con Julia aquella tarde y nadie te vio salir. Conoces la casa… Pudiste ir a mis habitaciones después de despedirte de Julia. No tenías más que rodearla y entrar por la escalera de detrás… Y también debías de saber que suelo tomar una copa de jerez mientras me visto.

—No tenía la menor idea.

—Se lo habrías oído comentar a los criados… O quizá supusiste que tarde o temprano tomaría una copa de aquella botella. Nadie tenía más motivos que tú, mi querida cuñada. Yo iba a causaros muchos quebraderos de cabeza a ti y a tu amante. Pero fuiste muy chapucera, querida. Él estaba decidido a dejar a Julia; incluso pienso que deseaba el divorcio. La cosa te hubiera podido salir bien, ¿sabes? Pero vino Julia, vio la botella… y la tentación fue demasiado grande. Sin embargo, creo que habrías tenido que ser más hábil. Imagínate: emplear un veneno que podía ser detectado inmediatamente… ¿Cómo pudiste pensar que te saldrías con la tuya?

—Hablas como si…

—Así te hablará también la policía, Lenore. Ya sabes: vas a ser la principal sospechosa en cuanto comiencen en serio las investigaciones. Querías verme muerto, ¿verdad?

—Estás diciendo una sarta de disparates.

—Todo encaja perfectamente. ¿Quién me quería fuera de la circulación? ¡Tú! ¿Quién quería quitar de en medio a Julia? ¡Drake y tú! Imagino que estaríais soñando los dos con el día en que ya no fueran precisos los secretos encuentros en Parsons Road. Al fin podríais estar juntos bajo una capa de respetabilidad, y quizá nadie llegaría a saber lo que habías hecho para alcanzar ese feliz estado.

—¡Cómo te atreves a decir estas cosas!

—Me limito a exponer lo que es evidente.

—Vete de aquí, Charles. Cuando me interroguen diré la verdad. Que fui a visitar a Julia y que entré y salí por la escalera principal. Jamás he estado en esa parte de la casa y no tengo la más mínima idea de venenos.

—¿No? Tal vez por ello fuiste tan chapucera. ¿De dónde lo sacaste? Un poquito de arsénico… Dicen que puede obtenerse de las tiras de papel atrapamoscas, aunque también creo que hay un herbicida que es bastante eficaz.

—Sal de aquí, por favor.

—Me iré cuando a mí me parezca. ¿Fue esto lo que estuvisteis tramando en el número doce de Parsons Road? ¿Os dio la tata algunos consejillos? ¿Tal vez los atrapamoscas…, o acaso el herbicida? ¡Atesoran tanta sabiduría las niñeras!

—¡Vete! ¡Vete! —grité.

—No pareces tan inteligente como de costumbre. Piensa en todo lo que yo sé. Podría poner una soga alrededor de tu cuello, mi dulce Lenore… y tal vez también alrededor del cuello de tu amante.

—No pienso seguir escuchando tantas maldades. ¡Vete de una vez!

—Bien… Te diré adiós, entonces. Te agradezco tu cordial recibimiento y tu amable hospitalidad. Volveré a verte, Lenore… ¡Quién sabe! Quizá podamos llegar a un entendimiento.

Temblando de inquietud, cerré la puerta a su espalda y me dejé caer en un sillón, cubriéndome el rostro con las manos. Quería arrancar de mi pensamiento todo lo relacionado con él; olvidar la terrible tragedia que nos amenazaba a Drake y a mí… y asimismo a las personas relacionadas con nosotros.

No me fiaba de Charles. Sus ojos escondían muchos secretos, y podía estar segura de que me destruiría sin experimentar el más mínimo remordimiento.

* * *

Me desperté por la mañana con una sensación de angustia. Menos mal que Katie estaba en París. Por ese lado, no tendría que preocuparme.

Sabía que se plantearían muchos interrogantes y que, asimismo, correrían muchos rumores. Las criadas me dirigían miradas furtivas, como si hubieran estado examinando la situación por su cuenta y advirtieran que me hallaba en el centro de la tormenta.

Pocas son las cosas que ignoran de nosotros nuestros sirvientes. Son como detectives privados, atentos a cada paso que damos, con las orejas alerta para captar cualquier conversación reveladora. Además, hay entre las casas de los amigos comunicación a través de las respectivas servidumbres, que a su vez han hecho amistad.

No era, pues, ningún secreto para ellos que Drake y Julia se llevaban mal. Habrían sorprendido más de una violenta pelea, y desde aquella infausta velada musical todos estaban al tanto de mi amistad con Drake.

En estos temas son normales las deducciones más escandalosas. Podía darme cuenta de que, entre todos ellos, habían llegado a la conclusión de que Drake y yo éramos amantes y que deseábamos a toda costa vernos libres de Julia. Y Julia murió. Cierto que había tomado una bebida que parecía estar destinada a su hermano, pero el caso era que había muerto y que eso era exactamente lo que, según ellos, Drake y yo queríamos.

No tardaron en llegar las inevitables preguntas. Se presentaron en casa dos oficiales de policía, uno de los cuales vestía de paisano con un traje gris.

Me hicieron muchísimas preguntas. Había estado con Julia el mismo día de su muerte. Había ido a visitarla sin previa cita. Estuve un rato en su habitación… ¿Cómo la encontré? Respondí que como de costumbre. ¿No estaba bebida en esa ocasión? No había bebido lo suficiente para estar embriagada. Estuvimos hablando tranquilamente. ¿Que cuál había sido el tema de nuestra conversación? Sabía que debía decir la verdad, y la dije:

—Estaba considerando la posibilidad de divorciarse de su marido. Yo le sugerí que hiciera un esfuerzo para tratar de salvar su matrimonio.

—¿Tenía usted amistad con los dos, con el señor y la señora Aldringham?

—Sí. Ella y yo crecimos juntas, y ambas conocimos de niñas a mister Aldringham.

—Ya veo, ya veo —dijo el hombre del traje gris, esbozando una discreta sonrisa—. ¿Y era usted tan amiga de él como de ella?

—Era amiga de los dos.

—¿Estuvo usted alguna vez comprometida con mister Aldringham?

—No.

—¿Existía cierta compenetración entre ustedes dos?

Dudé sin saber qué decir.

—Parece ser que sí —dijo él—. Y, sin embargo, él se casó con esta pobre dama tan prematura y desgraciadamente fallecida… ¿Fue una sorpresa para usted esa boda?

—Yo ya sabía que eran amigos.

El hombre asintió.

—Bien… Creo que eso es todo por el momento, mistress Sallonger. Seguramente volveremos a visitarla. Hasta pronto.

Cuando se fueron, Grandmère insistió en que me echara un rato. Me hizo beber una de sus infusiones, y se sentó junto a mi cabecera.

—Sólo hasta que te duermas —me dijo cariñosamente.

¡Como si yo pudiera dormirme!

* * *

Estaba intentando descansar un poco cuando oí voces más altas de lo normal que provenían de la planta baja. Presté atención unos instantes y en seguida me levanté y me acerqué a la puerta. Las voces salían del recibidor, cuya puerta debía de estar abierta.

Bajé a toda prisa las escaleras y entré. Creí estar soñando. Grandmère estaba de pie con las mejillas rojas y los ojos encendidos de ira. Pero no fue verla a ella así lo que me sorprendió: la persona que estaba con ella era el conde.

Ambos enmudecieron al verme entrar. El conde se me acercó sonriendo tranquilamente, como si el hecho de presentarse en mi casa fuera lo más natural del mundo.

—¡El conde de Carsonne! —exclamé—. ¿Qué está usted haciendo en Londres?

—Menos formalidades, Lenore, por favor —replicó—. He venido a Londres a verte —sus ojos miraron fugazmente a Grandmère, y añadió—: Y estaba decidido a lograrlo.

Me tomó las manos y yo experimenté una extraña sensación de alivio y una alegría casi ridícula. Por un maravilloso instante parecieron desvanecerse todos mis miedos y mis dudas. Sólo podía pensar una cosa: «Está aquí, y ha venido a verme».

—¿Estás bien? —preguntó reteniendo mi mano y escudriñando inquietamente mi rostro.

—Hemos tenido algunos problemas aquí.

—Es justo lo que le estaba diciendo —intervino bruscamente Grandmère—. Y no queremos tener más —y luego añadió con aire de desafío—: Le he dicho a monsieur le Comte de Carsonne que, en las presentes circunstancias, no tienes tiempo para recibir visitas.

—Sí —confirmó el conde, pesaroso—, madame me ha dado a entender que no era bien recibido en esta casa.

—Bastantes dificultades tenemos ya —dijo Grandmère—. Mi nieta debería estar descansando —y añadió volviéndose a mí—: Tienes demasiadas cosas en la cabeza. Por eso le estaba diciendo a monsieur le Comte que no podrías verle.

—Y justo entonces apareciste tú —dijo él con una nota de humor en la voz—, a tiempo de impedir mi expulsión.

Grandmère —dije—, desearía hablar con el conde.

Ella guardó silencio y me apenó contrariar sus deseos, sabiendo que sólo miraba por mi bien. Sabía cuan preocupada estaba por mí y que temía que aquel hombre pudiera causarme algún daño. Sin embargo, tenía que hablar con él… a solas. Tenía el presentimiento de que él iba a poder ayudarme de alguna forma, aun sin imaginar yo cómo.

Pero emanaba de él tanta fortaleza, que el solo hecho de estar a su lado me animaba.

—Por favor, Grandmère… No me pasará nada. Te lo prometo.

Ella me miró impotente y se encogió de hombros. Al volverse obsequió al conde con una mirada asesina.

—No tardes —me suplicó.

—Será un momento —dije.

El conde la saludó con una inclinación de cabeza al salir.

—No le caigo bien —dijo con aire compungido.

—Ha oído contar algunas historias acerca de ti.

—¿De mí? ¡Pero si yo era un niño cuando ella se marchó del lugar!

—Digamos que son historias acerca de tu familia y que piensa que tú eres como tus antepasados.

—¡Los pecados de los padres! —murmuró—. Pero, bueno… Aquí estoy. He vencido al dragón… de momento…, y he llegado hasta ti.

—¿Llevas mucho tiempo en Londres?

—Una hora.

—O sea que has venido directamente a verme…

Era absurdo que me sintiera tan feliz. Nada había cambiado. Sólo el hecho de que él estaba aquí. No me había dado cuenta hasta entonces de cuan profundamente había calado en mí aquel hombre.

—Dejé París poco después de regresar tú a Londres. Tuve que volver a Carsonne porque Raoul tuvo un accidente al caer de su caballo.

—¡Raoul! ¿Está bien?

—Pudo haber sido mortal, pero ya está restableciéndose. Viajé de nuevo a París, con el propósito de venir a verte, y mademoiselle Cassandra me contó muchas cosas.

—Ya… Sabes, por consiguiente, que…

—Leo los periódicos. La mujer de ese político… ¿estaba emparentada contigo?

—Crecimos juntas. Ya conoces la historia de los Sallonger y los Saint-Allengère.

—Hay muchas cosas que quisiera saber. He venido a ayudarte.

—¿Qué puedes hacer tú?

—Encontraré algún medio. ¿Cuál es la situación ahora?

—Están buscando al asesino de Julia.

—¿Y sospechan…?

—Fui una de las últimas personas que la vieron con vida. La encontró su hermano. Entró en su habitación y la halló muerta, tras haber bebido un poco del jerez envenenado que alguien había puesto allí.

—¿Tiene él enemigos?

—Parece ser que sí.

—¿Tú, entre ellos?

—Me acusaba de ser la amante del marido de Julia.

—¿Y lo eras? —preguntó, arqueando las cejas.

—Por supuesto que no.

—Me alegro de oírlo. Me habría enfadado mucho contigo si hubiera sido cierto.

—Por favor, no te burles. No puedo soportarlo. No estoy para burlas.

—Ese tal Charles —prosiguió él—, ¿es lo que por aquí llamáis un seductor?

—¿Quieres decir que si ha tenido, muchos líos de faldas? Cierta reputación tiene de ello. Él y su mujer apenas se tratan. Se casó con ella por dinero y acordaron hacer cada uno su vida.

—Tal vez se trata, pues, de un crime passionnel… ¿Conoces a alguna de sus amantes?

—Sé muy poco de su vida privada. Aunque hay una mujer que…

—¡Ah! Conoces a una.

—Me dijeron que solía visitarle. Se llama Maddalena de’ Pucci. Por cierto, tengo una fotografía suya en un grupo. Nos la hicieron durante una fiesta.

—Me gustaría verla. A lo mejor ella sabe algo sobre el asunto. Valdría la pena buscarla y preguntárselo.

—No creo que la encontremos. Estuvo aquí hace algún tiempo. Puede que haya regresado a Italia.

—O sea, que es italiana. Gente muy apasionada… ¿Dónde tienes esa fotografía? ¿Podemos verla?

—Aguarda un instante. Voy por ella.

Me quedé atónita al ver la impresión que le produjo aquella fotografía.

—¡Maddalena de’ Pucci! —exclamó—. ¡Qué belleza tan extraordinaria!

Aquello me picó un poco. Le quité la fotografía de entre las manos, pero él la volvió a tomar y siguió contemplándola.

—Veo que te ha impresionado mucho —dije con cierta frialdad.

—Sí, muy impresionado. Maddalena de’ Pucci… Tengo la sensación de haberla conocido en Francia.

—Yo diría que tiene muchas horas de viaje, sí… Estaba aquí con su hermano…, por cuestión de negocios.

—¿Conociste a su hermano?

—No, no. Creo que estaba recorriendo los Midlands. Ella le aguardaba aquí, en Londres.

—Cuéntame más cosas de Maddalena de’ Pucci.

—¿Tan interesante te parece?

—No lo sabes tú bien.

—Nos conocimos hace años, cuando tuvo un accidente frente a la Casa de la Seda. Su carruaje volcó, y ella se torció un tobillo. La atendimos en la casa y se quedó unos días con nosotros.

—¿Cuándo fue eso?

—Poco después de mi boda.

—Es decir, ¿que tu marido vivía aún?

—Sí. Murió poco después.

—¿Y dices que se quedó unos días en vuestra casa?

—En efecto. A Charles le causó una gran impresión… y, por lo visto, a ti también.

—Es impresionante, sin duda. Continúa.

—Bueno… Charles se prendó de ella. Recuerdo que él y mi marido tuvieron que ir a Londres por cuestión de negocios, y que mientras estaban fuera su hermano envió un coche a buscarla. Tuvo que irse a toda prisa porque debían partir para Italia inmediatamente.

—¿Y dices que tu marido murió poco después?

—Casi inmediatamente después. Por eso me olvidé por completo de Maddalena de’ Pucci.

—Lo comprendo. Si no recuerdo mal, a tu marido lo encontraron muerto de un disparo.

—En el bosque, sí.

—¿Con su propia arma?

—Bueno…, con una de la sala de armas de la casa.

—Y hace poco ella regresó a Londres…

—Charles se tropezó casualmente con ella en la calle.

—¿Casualmente?

—Se alegró mucho de verla.

—Lo comprendo perfectamente. ¿Tú no?

—Se sintió atraído por ella como, por lo visto, a ti también te atrae.

El conde sonrió complacido. No podía apartar los ojos de la fotografía.

—¿Hasta dónde llegó la aventura entre Charles y la hermosa dama?

—No lo sé. Julia me comentó que la había visto visitarle en la casa. A las habitaciones de Charles se puede llegar por una escalera privada, una escalera en la parte de atrás que conduce solamente a ellas.

—O sea, que esas habitaciones tienen dos accesos.

—Así es. Están al fondo del pasillo del primer piso. Hay una puerta, creo, que da al saloncito, y por la escalera se llega al vestidor. Yo nunca la he visto, pero Julia me habló de ella cuando Charles se fue a vivir con ella tras el incendio de su casa. Fue a propósito de lo privada que era aquella parte del edificio.

—¿Dices que la casa de Charles se incendió?

—Sí. Se libró por los pelos. A punto estuvo de morir en el incendio, de no ser porque su criado personal regresó antes de lo previsto y le salvó. Según creo, había bebido más de la cuenta… Por eso, probablemente, se quedó allí atrapado.

—¡Qué drama! Y después el vino envenenado… que alguien preparó para él. ¿No te parece extraño que primero haya estado casi a punto de morir en el incendio de su casa y que poco después hayan intentado envenenarle?

—¿Piensas que el incendio de la casa pudo ser intencionado?

El conde me miró a los ojos y se encogió de hombros.

—Es como si se repitiera la historia —dije despacio—. Primero fue mi marido. Jamás creí que se hubiera suicidado. No tenía ningún motivo. Fue también muy extraño porque hubo un hombre… en Italia…

—Cuéntamelo.

Le hablé de Lorenzo, que salió a pasear por las calles de Florencia con la chistera y la capa de mi marido, y murió apuñalado.

—Y poco después de nuestra vuelta a casa… murió Philip.

—Muy curioso —dijo el conde con expresión pensativa—. Al tal Lorenzo pudieron confundirle con tu marido. Y luego a éste le encontraron muerto de un disparo. Y ahora Charles… Por poco muere en el incendio de su casa, pero le salva su criado. Luego intentan envenenarle, y esta vez es su hermana quien le salva y muere en su lugar. ¿No te parece muy extraño todo esto, Lenore?

—Es muy misterioso.

—Ahora quiero que me hables de tu político.

Le referí cómo nos conocimos en nuestra adolescencia y cómo nos hicimos después buenos amigos.

—¿Hasta qué punto amigos?

—Una amistad muy íntima.

—¿Y él estaba enamorado de ti?

Asentí en silencio.

—¿Y tú de él?

—Pensaba que sería bueno para mí y para Katie… no seguir sola.

—¡Mi pobre Lenore! ¿Te sentías muy sola?

—No…, no. Tenía a mi abuela y a mi hija. También muchos amigos. Pero…

—Y el próspero negocio, por supuesto. Sí, tenías muchas cosas. Pero pensaste que el tal Drake podría hacerte más feliz. Él, sin embargo, se casó con Julia…, y te sentiste herida y te viniste a Francia con tu padre. Entonces nos conocimos. Ahora empiezo a verlo todo muy claro y me siento algo celoso de tu Drake.

—Por favor, se trata de un asunto demasiado serio para tomarlo con frivolidad.

—¿Es así como tú me ves? ¿Como un frívolo galanteador?

—¿Dónde te alojas? —le pregunté.

—En el Park Hotel.

—¿Estás bien allí?

—Todavía no lo sé. Tomé la habitación, dejé mi equipaje, y vine inmediatamente a verte.

—Eres muy amable.

—Voy ahora para allá. Nos veremos muy pronto. No te inquietes. Todo esto pasará y acabará descubriéndose la verdad.

—Te agradezco mucho que hayas venido.

—¡Faltaría más!

Tomó mi mano y la besó.

En cuanto se fue me di cuenta de que se había llevado la fotografía, y ese detalle hizo que se esfumara el placer que había sentido al volver a verle.

Una vez más el abatimiento se apoderó de mí.

* * *

¡Qué largos se me hicieron los días! Me parecía estar caminando en un sueño. Me invadía un profundo temor. Tuve varios visitantes: hombres de mirada de acero que ocultaban sus sospechas bajo una fría amabilidad. Volvieron las interminables preguntas. Podía ver que trataban de atraparme en alguna contradicción que les revelara mi culpabilidad. Y me preguntaba cuánto tiempo tardarían en llegar a alguna conclusión definitiva.

Suponía que a Drake le debían de estar sometiendo a un interrogatorio semejante. Los periódicos informaban de que la policía proseguía sus investigaciones. Hablaban de la carrera de Drake, de su matrimonio con Julia, subrayando que se trataba de una Sallonger, miembro de la familia dedicada a la fabricación de la seda: mister Charles Sallonger, su hermano, había revolucionado la industria sedera, lanzando al mercado una de las más finas sedas jamás producidas. Comentaban también mi matrimonio con Philip Sallonger, quien se había suicidado poco después de nuestra boda.

Me habían asignado un papel muy dramático: una mujer cuyo marido se suicida casi inmediatamente después de la boda por fuerza tiene que ser una femme fatale.

La gente se detenía a mirar cuando pasaba por delante del salón. Yo procuraba no salir durante el día. Me resultaba demasiado embarazoso. Por suerte, Katie no estaba allí, totalmente ajena a lo que estaba ocurriendo, tal como yo quería.

Ignoraba qué sería de mí, pero algo me decía que se me consideraba sospechosa. Le di gracias a Dios, como tantas otras veces, por poder contar con Grandmère: si algo me ocurriera, ella cuidaría de Katie todo lo bien que las circunstancias le permitieran. Y lo mismo harían Cassie y la condesa. Las echaba de menos a ambas, pero me alegraba de que Katie estuviera con ellas.

A veces me sorprendía a mí misma pensando en el conde. Recordaba con frecuencia el momento en que me lo encontré en el recibidor. ¡Qué alegría había sentido! Había dejado que mis sentimientos por él llegaran demasiado lejos. Quise reprimirlos, negarlos, pero estaba equivocada. En un instante me había traicionado a mí misma.

¡Ojalá me hubiera quedado en Francia! ¡Ojalá hubiera tenido el valor de seguir viéndole! De esta forma, no me hubiera encontrado en Londres cuando ocurrió la tragedia. Sin embargo, cuando le vi y supe que había venido a Inglaterra para verme —a pesar de las reticencias de Grandmère—, la desbordante emoción que sentí entonces borró por un instante todo lo demás y me hizo comprender cuáles eran mis verdaderos sentimientos por él… hasta el punto de que ya no podía negarlos.

Pero él me había decepcionado luego, como ya debería haber sabido yo que iba a pasar. No podía ser fiel ni por un momento: mientras decía que había venido a verme, le impresionó tanto la fotografía de la bella italiana, que le hizo olvidarse de mí y de mi comprometida situación.

Y encima se la había llevado.

Era una extraña coincidencia que él la conociera de antes, aunque, tratándose de un hombre que viajaba tanto y que, además, vivía cerca de la frontera de Italia, cabía suponer que visitaría aquel país con frecuencia. Debían de haber coincidido en alguna fiesta, pues la reconoció en seguida. Y desde aquel momento la fotografía pareció obsesionarle.

Así me sucedería siempre con él. Fui una insensata al dejarme llevar por unos sueños que no tenían ninguna base real.

Grandmère estaba en lo cierto. ¿Qué sería mi vida con él? Unas pocas semanas de felicidad y luego alguna excusa… muy galante, sí, muy cortés…, para quedar libre e ir en busca de la siguiente conquista.

Llevaba cuatro días sin verle. ¿Por qué no venía? Dijo que volvería… y ni rastro de él.

Debía olvidarle. Pero… ¿sería capaz?

Empecé a sentir una especie de obsesión. Tenía que verle, tenía que decirle que me dolía su silencio y que no hubiera cumplido su promesa. Era un gesto humillante, pero no podía evitarlo. Tenía que averiguar qué ocurría.

Aguardé a que anocheciera. Me puse mis ropas de calle y salí. El Park Hotel no estaba lejos. Crucé la puerta giratoria y me acerqué a la mesa del recepcionista.

—¿Puedo servirla en algo, señora? —me preguntó el empleado.

—¿Está en su habitación el conde de Carsonne? El hombre me miró sorprendido.

—El señor conde se marchó hace unos días, señora.

—¡Ah!…, comprendo —dije con un hilo de voz. Consultó el registro de huéspedes.

—Sí, dejó el hotel el día catorce por la tarde.

¡El mismo día que me vino a ver! Tomó la fotografía y se fue… sin decirme siquiera que se iba. Probablemente regresó en seguida al hotel para recoger sus maletas.

Me sentí inmensamente desdichada.

«¡Muy típico de él!», me dije furiosa. Pero la furia no me servía de nada. Me sentía perdida, aterrorizada, y los nubarrones de inquietud que se habían cernido sobre mí durante tanto tiempo parecían más densos y cercanos que nunca. Jamás en mi vida me había sentido tan desdichada.

* * *

La tensión iba en aumento. Tuve que soportar más visitas y preguntas. Veía que me estaban acorralando y me preguntaba qué estaría pensando Drake en aquellos momentos.

Los periódicos hacían toda clase de conjeturas. Se comentaba que la policía estaba a punto de publicar un comunicado, lo cual significaría, sin duda, una detención. ¿Sería Drake, el marido? En semejantes casos, los maridos son siempre sospechosos. ¿O acaso Lenore Sallonger, la «misteriosa viuda» —como me llamaban—, la célebre modista cuyo marido se suicidó? Estaba harta de aquello, harta de todo…

Así fueron pasando los días.

Al caer la tarde, Grandmère y yo nos sentábamos juntas en la sala, sin tomarnos la molestia de encender la luz de gas. A veces permanecíamos largo rato sentadas en la oscuridad, tomadas de la mano. También ella tenía miedo, como jamás lo había sentido, y era muy desgraciada.

No hablábamos de la tragedia. Ninguna de las dos teníamos nada más que decir. Ella evocaba el pasado, recordando pequeños incidentes de mi infancia, pero de repente se le quebraba la voz y era incapaz de seguir.

Yo recordaba mis días pasados en Francia. Pensaba en el castillo y me preguntaba qué estaría haciendo él y si habría tenido éxito en su búsqueda de Maddalena. Trataba de convencerme de que había sido mucho mejor aprender la lección antes de cometer una locura. Pensar en él me resultaba penoso, y procuraba desviar mis pensamientos hacia Drake.

Como siempre, Grandmère parecía leer mis pensamientos.

—Cuando todo termine —me dijo—, y terminará —añadió con énfasis—, Drake será libre. Y entonces…

—No quiero pensar en eso, Grandmère.

—Cuando el presente es duro de sobrellevar, conviene mirar hacia el futuro. Las dificultades no duran eternamente. El año que viene, por estas fechas… Es un buen hombre, Lenore, y no abundan los hombres así. Sé que te quiere. Se precipitó en sus sospechas. Hubiera tenido que comentar contigo lo que pensaba con respecto a tu padre. Fue una tontería que no lo hiciera, pero todos las cometemos alguna vez. Mon Dieu, ¡qué caro lo ha pagado el pobre! Pero vendrá el día en que de nuevo será libre…

—Por favor, Grandmère… No me hables de eso ahora. Yo no podría casarme con Drake.

—No digas sandeces, chiquilla. Él te quiere. Sería el mejor de los maridos. ¡Has sufrido tanto…! Philip era bueno, y habrías sido muy feliz a su lado. No debes pensar más en el conde. No es hombre para ti, ni para ninguna mujer.

—Yo ya no estoy segura de nada, Grandmère.

—Claro que no lo estás. Aún está todo demasiado reciente. Pero, cuando todo esto acabe, Drake te estará esperando. … y todo te parecerá una pesadilla.

No respondí. Hubiera sido inútil tratar de explicarle mis sentimientos a Grandmère. Ni siquiera yo misma los comprendía.

* * *

Y entonces ocurrió el milagro.

«Novedades en el caso Aldringham, —decían los titulares de los periódicos—. La policía busca a una mujer que visitó la casa en varias ocasiones. Se cree que podría ayudar en las investigaciones».

Transcurrieron dos semanas más, durante las cuales no se mencionó el caso en la prensa.

Nadie vino a verme para que respondiera a sus preguntas. Daba la impresión de que el caso había sido archivado.

En esto llegó el maravilloso día en que el conde volvió a Londres. Se presentó en el salón y dijo que deseaba verme… a solas.

Se las arregló para burlar la vigilancia de Grandmère, pero cuando me enteré de que estaba esperándome abajo, estuve a punto de ser yo quien me negara a verle. ¿Cómo se atrevía a regresar como si tal cosa, después de haberse marchado inopinadamente? Grandmère tenía razón: no debía verle. Pero bajé, naturalmente.

Allí estaba, amable y sonriente como siempre. Tomó mi mano y la besó con aquella especial galantería que me desarmaba.

—¿Conque por fin has vuelto a Londres? —le dije.

—Eso parece —contestó, mirándome con ojos burlones, tal como solía hacerlo durante nuestros encuentros en Francia; nadie hubiera supuesto, al verme, que era una mujer sobre la que pesaba una probable acusación de asesinato.

—Confío que hayas tenido una feliz estancia en tu país.

—Muy provechosa, sí.

—¿Tuviste éxito en la búsqueda de la señorita Maddalena de’ Pucci?

—Muchísimo. Nunca hubiera podido imaginar lo grata que fue mi tarea.

—Te felicito.

—Ya basta —dijo—. Tengo que decirte algo que te interesará.

—¿Referente a ti y esa dama?

—En realidad, se refiere a ella…

Pensé que se estaba portando de un modo cruel. Conocía mis sentimientos, porque yo misma los había dejado traslucir. Tenía mucha experiencia en cuestión de mujeres.

Y pretendía atormentarme. Primero Charles…, ahora él.

—Y te concierne también a ti…, mucho —prosiguió—. Vamos a hablar en serio. El asunto lo es.

—¿Sobre ti y Maddalena de’ Pucci? No quiero… Prefiero no saber nada.

—Es algo que te afecta muy directamente. Ven, siéntate para que pueda verte. He estado trabajando mucho por ti. Me entristeció verte como te vi…, como te veo ahora. Y decidí hacer que recobraras tu personalidad de siempre. Por eso puse manos a la obra. Hablemos primero de la bella italiana. Ya te dije que la conocía.

—Sí, lo mencionaste. Y te llevaste su fotografía.

—Era también una fotografía tuya, ¿no? Ahora, escucha. Tenía mucho interés en verla porque la conocía…, aunque no bajo el nombre de Maddalena de’ Pucci. Estoy en condiciones de probar que ése no es su verdadero nombre.

—¿Quién es, entonces?

—Es, por decirlo de algún modo, una pariente tuya. Se llama Adèle Saint-Allengère.

Me quedé mirándole asombrada.

—Como puedes ver, todo era demasiado casual. Nunca se toman todas las precauciones necesarias. Hay pequeños deslices, que hacen que todo un elaborado plan se venga abajo. Tú ya conoces algo de la vida en Villers-Mûre y en Carsonne. Somos gente apasionada. Has oído hablar de ese pleito pendiente entre mi familia y los Saint-Allengère… Una vendetta. Es una palabra muy corriente en esas tierras fronterizas, tomada del idioma de nuestros inflamables vecinos. Amamos y odiamos con vehemencia. Tengo que contarte muchas cosas… Empecé a juntar todas las piezas del rompecabezas cuando me explicaste tu historia y, como no quería verte tan desolada ni que vivieras bajo una nube de sospechas que a lo mejor te hubiera envuelto durante toda la vida, me propuse desentrañar el misterio.

Y también porque me intrigaba. He puesto todos los datos en manos de la policía francesa, la cual está ahora en contacto con la de este país. Pronto se hará la luz sobre todo el asunto, pero he querido ser yo el primero en contártelo.

—Me tienes sobre ascuas.

—Te lo mereces por haber pensado que te dejaba para ir en busca de la bella italiana. A que lo creíste, ¿verdad? Y era cierto, pero no por la razón que tú suponías. Por eso te mostraste tan disgustada.

—Dime de qué se trata, por favor.

—Todo gira en torno a una vendetta y a un perverso viejo que ha recibido ahora su castigo. Estabas en lo cierto. Regresé a Francia para localizar a Adèle Saint-Allengère. Estaba decidido a averiguar por ella toda la historia. No me resultó difícil. Tengo mucha gente trabajando para mí: ya te dije que en ese rincón del mundo aún se vive bajo un régimen feudal. Mis deseos son ley, y si digo «Buscad a Adèle Saint-Allengère», me la encuentran.

—Aún no veo adónde vas a parar.

—Te lo estoy explicando muy mal. Deja que comience por el principio. Eran dos hermanos que viajaron a Francia cuando aún vivía su padre. Se llamaban Charles, el mayor, y Philip, el que más tarde se convertiría en tu marido. Charles no pensaba más que en los placeres; Philip, en cambio, estaba muy interesado en la industria de la seda. Visitaron Villers-Mûre, donde fueron bien recibidos como parientes lejanos de la familia… la rama hugonote. Al viejo (un empedernido fanático) no le hizo mucha gracia: no en vano las diferencias entre los católicos Saint-Allengère y los hugonotes han durado más de tres siglos. Pero los muchachos eran miembros de la familia y, además, tenía también interés en averiguar a través de ellos qué tal marchaba la industria de la seda en Inglaterra. Fueron, pues, aceptados en la casa. Pronto vio que Philip era el único de los dos interesado por la seda. Charles le pareció un inútil.

»Ahora bien: resulta que el viejo tenía, desde hacía algún tiempo, un grupo de trabajadores ocupados en el proyecto de obtener una seda especial, distinta de todas las producidas hasta entonces. Era un secreto muy bien guardado. Pero uno de aquellos trabajadores cortejaba a una nieta del viejo, Heloïse, y le había explicado la marcha de las investigaciones, dándole incluso acceso a la zona reservada de la fábrica donde aquéllas se llevaban a cabo. Ni que decir tiene que aquello estaba terminantemente prohibido.

»Charles Sallonger era, a lo que parece, un joven con mucha fachada, bien parecido, distinto de cualquier otro que Heloïse hubiera conocido antes. Ella se enamoró en seguida de él. Debió de hablarle de las investigaciones secretas que se estaban realizando, y él consiguió de alguna manera que le mostrara la fórmula. Estaba tan enamorada, que no dudó en hacerlo. Luego… los dos hermanos se marcharon. Y Heloïse se dio cuenta de que se había entregado, como dicen, a un tenorio. Más aún: de que había traicionado a su propia familia. Cuando se supo que los ingleses habían lanzado al mercado aquella seda especial y que se arrogaban el mérito de haber descubierto el método para fabricarla, en la casa de los Saint-Allengère se produjo una gran conmoción. Incapaz de soportar la vergüenza de haber traicionado a su familia por un amante infiel, Heloïse se ahogó en el río que discurre por los terrenos de la casa. Dejó una nota explicando lo que había hecho, pero omitió mencionar el nombre de su amante. Como Charles no había mostrado el menor interés por el negocio, pareció lógico concluir que Philip había sido el ladrón y el amante perjuro. Ahora ya sabes cómo es el viejo: exigió venganza y ordenó que se cumpliera de inmediato.

—Es decir, el asesinato de Philip…

—Sí. El primer intento falló…, causando la muerte del italiano Lorenzo. El carruaje volcado fue la excusa para introducirse en vuestra casa…, donde Adèle, con la ayuda de su criada, sustrajo un revólver de la sala de armas. Se lo llevó consigo al marcharse. Más tarde, uno de los asesinos contratados por Alphonse, atrajo a Philip al bosque y le dio muerte con él, aparentando un suicidio.

—Ahora empiezo a verlo todo horriblemente claro.

—Pasaron los años, y hasta hace poco los Saint-Allengère no se enteraron de que el verdadero culpable había sido Charles.

—Lo sé —exclamé—. Yo misma se lo dije a Rene en el cementerio.

—Entonces decidieron que Charles debía pagar su culpa. Adèle fue enviada a Inglaterra una vez más. No tuvo suerte, desde su punto de vista, porque el incendio que provocó no logró el deseado objetivo al regresar antes de hora el criado. Tenía que intentarlo otra vez.

—Y entonces envenenó el vino… Pero ¿cómo puedes estar seguro de ello?

—Lo escuché de sus propios labios.

—¿Por qué te lo contó?

—Cuando vi la fotografía, la reconocí inmediatamente. Adiviné que su presencia aquí tenía que obedecer a algún perverso plan. Me intrigó la historia del infortunado Lorenzo y el hecho de que tu marido hubiera muerto poco después de la visita de Adèle. Y luego, naturalmente, que su nueva visita coincidiera con los dos atentados contra la vida de Charles. Sé cómo trabajan los Saint-Allengère, y comprendí que Adèle no se proponía nada bueno.

—Pero no tienes ninguna prueba.

—La tengo. Tengo la confesión escrita de Adèle.

—¿Quieres decir que te la dio?

—Soy muy testarudo cuando decido pasar a la acción. Estaba seguro de que detrás de todo esto estaba la mano de los Saint-Allengère. Es la típica forma de actuar del viejo. No quiero parecerte inmodesto, pero los de la Tour llevamos muchos años gobernando nuestra región. Fuimos todopoderosos antaño. Y aunque los tiempos han cambiado, las costumbres perduran. Ordené que me trajeran a Adèle, y mis órdenes fueron obedecidas.

—No irás a decirme que la retuviste como si fuera una prisionera…

—Pues sí. Le exigí la verdad, dándole a entender que sabía muchas más cosas de las que en efecto sabía. Y, mientras la retenía en mi castillo, me fui a ver al viejo —los ojos del conde relampaguearon—. Era mi gran ocasión: mi encuentro cara a cara con el viejo villano. Allí estábamos como dos titanes…, aun a riesgo de que me consideres un engreído. Vengo de una larga estirpe condal, y él es el patriarca de los Saint-Allengère, que reinan por derecho propio en su pequeño territorio. Porque Villers-Mûre es un pequeño estado dentro de Carsonne, pero independiente de él… como Borgoña lo era de Francia en otro tiempo. Ésta es una de las razones del odio entre mi familia y la suya: nuestra decisión firme de no dejarle dar un paso más allá de sus límites.

—Es decir, que gozaste enfrentándote a él.

—Sí. Enmudeció de rabia. Le acusé de asesinato, de haber quebrantado uno de los mandamientos: el más importante de todos. Había vendido su alma por una vendetta. Había dado muerte al inocente Philip…, él, sí, porque la responsabilidad última de lo ocurrido era suya, y los ejecutores se habían limitado a obedecer sus órdenes. Sólo él tendría que dar cuentas de ello a su Creador. Me respondió a gritos que aquellos dos hombres habían sido acogidos en su casa como huéspedes, y que uno de ellos había correspondido a su hospitalidad robando una importante fórmula y seduciendo a su nieta; que el Dios que lo sabía todo llamaría a aquel acto justicia. Los franceses habían hecho todo el trabajo, y los pérfidos ingleses habían venido a robar el secreto cuando estaba ya prácticamente ultimado, seduciendo para ello a la hija de la casa. El castigo era bien merecido. Yo mismo tenía que aprobarlo: era el tipo de acción que los propios condes de Carsonne hubieran decretado. Le repliqué: «Tal vez sí, pero usted dio muerte a un inocente, y de ello tendrá que responder ante Dios».

»No quiso creerme hasta que le dije que Adèle me lo había confesado todo. Me gritó, me insultó, me acusó de haberla seducido… Es curioso que un hombre incapaz de amar haga al amor responsable de todo. Le dejé enfurecido, pero también espantado. Le vi palidecer ante la idea del castigo divino. Se imaginaba ya ardiendo en el fuego del infierno a pesar de su virtuosa vida, todo por haber cometido el gran pecado de asesinar a un inocente.

El conde hizo una pausa, y comprendí que gozaba recordando aquella entrevista; luego prosiguió:

—Aquella noche el viejo sufrió un ataque. Jamás en su vida se había asustado tanto. Había vivido según sus propias normas y se consideraba un hombre justo. Todo pecado exigía una expiación, y él se veía a sí mismo como el juez de todos nosotros, algo así como un delegado de Dios: un juez justo. Se imaginaba a un Dios justiciero, rodeado de coros angélicos cantando las alabanzas del virtuoso Alphonse Saint-Allengère…, mientras todos los demás íbamos a parar al fuego del infierno. Y ahora resultaba que él había cometido un pecado mortal: que había sido causa de la muerte de un inocente. No habría remisión para él. A pesar de una vida intachable, a costa de haber hecho desgraciadas a miles de personas, ahora se veía a sí mismo entre la masa de los pecadores. Fue demasiado para él. Hubiera podido morir con esta culpa sobre su conciencia. Ahora lucha desesperadamente por recuperar la gracia del Altísimo. Ya le insinuado que todos nosotros esperamos que expiará su pecado. El cambio que se ha producido en él es ya un verdadero milagro.

—Te estás aprovechando de él.

—Naturalmente. Es la justicia en la que él siempre ha creído. Sabremos sacar buen provecho de sus temores, para bien de todos. Él asumirá la plena responsabilidad de lo ocurrido, es decir, de la muerte de tu marido y de la de Julia Aldringham. Y en realidad es el verdadero responsable: los que cometieron los crímenes fueron simples marionetas suyas.

—¿Y eso les librará de la responsabilidad?

—No del todo. Pero estoy seguro de que obtendrán clemencia. No sé qué ocurrirá: ignoro si Adèle tendrá que comparecer ante los tribunales ingleses. Puede que sí. Tampoco sé si insistirán en que el viejo revele el nombre de la persona que disparó contra tu marido… Eso ya no te lo sabría decir. Pero la historia es ésta, y me consta que ya no estás bajo sospecha…, ni tampoco Drake Aldringham. Vuestra policía ha sido informada. Puede que los hechos se hagan de dominio público, y puede que no; a lo mejor sólo se dan a conocer algunos detalles, los que se estimen convenientes. En cuanto a monsieur Charles…, creo que se verá en algunos apuros. Podría ser que la firma Saint-Allengère presentara contra él una demanda por el robo de cierta fórmula. Las indemnizaciones y multas es posible que supongan un desastre financiero para su negocio. ¡Quién sabe! En cualquier caso, no tendría más que lo que se merece, puesto que fue su innoble acción lo que desencadenó esta sucesión de hechos criminales. Pero eso a nosotros ya no nos concierne. ¿He conseguido devolverte la felicidad?

—En estos momentos, estoy desconcertada. Ya no sé qué creer.

—¿Significa eso que dudas de mis palabras?

—Por supuesto que no. Pero es desconcertante averiguar tantas cosas en tan corto espacio de tiempo.

—He tardado poco en explicártelo, pero mucho en resolver el misterio. ¿No me lo agradeces?

—Si todo eso es verdad…

—¿No acabo de decírtelo?

—Sí, sí… pero…

—¿Y bien?

—No sé cómo expresarte mi gratitud por todo lo que has hecho.

—Ya te enseñaré cómo.

Le miré inquisitivamente.

—Ahora no —prosiguió—. Muy pronto. Ya te lo diré.

De nuevo recordé las advertencias de Grandmère previniéndome contra el conde.

—Voy a contarle a Grandmère todo lo que me has dicho. Lo ha pasado muy mal. Tengo que contárselo en seguida.

—Sí, sí… Habla con ese bondadoso dragón. Cuéntale todo lo que he descubierto. Arroja fuego cada vez que se menciona mi nombre. Ya me he dado cuenta. Sería agradable que no me mirara con tanta animadversión. Explícale todo lo que te he dicho. Hazle comprender que se han acabado ya los problemas.

—Voy a verla ahora mismo.

—Como quieras. Mañana tendrás confirmación de parte de la historia. Vendré a verte. Ya me estoy imaginando los titulares de los periódicos: «Venganza», o «La venganza de la seda»… ¡Menuda historia para sus páginas! Au revoir, madame Sallonger; hasta mañana.

* * *

Grandmère se mostró incrédula.

—¿Y tú le crees? —preguntaba.

—Me ha asegurado que es cierto. Tiene la confesión escrita de Adèle. Todo encaja perfectamente.

—Tal vez te ha contado esta historia para engañarte…

—¿Con qué propósito?

—No olvides que yo he crecido a la sombra de su familia. Conozco a los de la Tour…, a todos ellos. En el pasado estuvieron a menudo en guerra con los reyes de Francia. Gobernaban sus tierras tan despóticamente como jamás lo hicieron los reyes con las suyas. Si quieren algo, se consideran con derecho a tomarlo. Y tu abuelo es otro que tal: despiadado, vengativo, capaz de convertir a otros en asesinos para satisfacer sus propósitos. Si es verdad lo que me dices…

—Tiene que serlo, Grandmère.

—Entonces, tú y Drake sois libres. Él tiene que haberse dado cuenta… ¿Por qué iba a hacer esto? Está al corriente de tu relación con Drake, ¿verdad?

—Quiere que se haga justicia.

—Los de la Tour siempre actúan por un solo motivo: su propio beneficio. Tiene que estar muy interesado por ti.

—Pienso que le intrigó ver la fotografía de Adèle y quiso averiguar por qué se estaba haciendo pasar por otra.

—Drake Aldringham es quien más te conviene —dijo con firmeza, mirándome fijamente a los ojos.

—Después de todo esto, no creo que pudiéramos vivir juntos. Quizá sienta él lo mismo.

—No, no… Él te ama. Hará todo lo necesario para que seas feliz. Es un hombre bueno…, un hombre en quien puedes confiar. Siempre estarás segura de él. Y lo mejor en la vida es la paz del espíritu. Con él la tendrás.

¿La tendría, en efecto? Si me casara con Drake, siempre sentiría que algo de mí estaba en Carsonne. El conde me había hechizado, y ya nada volvería a ser exactamente igual que antes.

—Creo que tienes razón, en cierto modo… —respondí.

—Pues entonces, sé juiciosa.

—No sería justo con Drake.

—Dime la verdad. Siempre me la has dicho. Gaston de la Tour te ha fascinado. Es fuerte, poderoso, te ofrece emociones, pasión… Me imagino que es eso. Conozco su reputación: la misma de sus antepasados. Jamás fueron fieles esposos. Pero, además, él no querría casarse contigo. Los de la Tour se han casado siempre con mujeres de su misma alcurnia. Se aburriría de ti rápidamente. Es su forma de actuar. Durante siglos han vivido como señores feudales…, reyes cuando ya no existían los reyes de Francia. Despierta de tus sueños. Drake te aguarda. Conozco a un buen hombre cuando lo veo, y Drake es de éstos.

No contesté, pero el sentido común me decía que Grandmère estaba en lo cierto.

* * *

Aquel mismo día se conoció la noticia. El misterio había sido resuelto. LA VENGANZA DE LA SEDA, proclamaban los titulares de los periódicos. «La prolongada enemistad entre dos ramas de la misma familia». «La historia de la seda Sallon, que hubiera debido llamarse Saint-Allengère…».

Y luego todo eran especulaciones. Los Sallonger tendrían que hacer frente a una situación muy difícil. Aquello los arruinaría. La firma francesa exigiría una indemnización por daños y perjuicios. Pero la solución del misterio acaparaba el mayor interés.

Drake vino a verme. Yo temía mucho aquel encuentro.

Me tomó ambas manos y me miró muy serio. Era como un hombre que se hubiera librado de pronto de una abrumadora carga.

—Me siento libre, Lenore —me dijo—, y aún no me he acostumbrado a mi libertad.

Pero yo no era libre. Estaba atrapada en una red de la que no podía escapar, una red que había tejido en torno a mí Gaston de la Tour. Sabía que estaba a punto de cometer una locura, que junto a Drake me esperaba una vida digna y tranquila… Pero mis pensamientos estarían siempre en Carsonne.

—Esto es muy importante para nosotros, Lenore —prosiguió Drake.

Yo seguía callada, sin poder mirarle a los ojos.

—Ahora ya no deseas casarte conmigo, ¿verdad? ¿Es… por el conde? Ha demostrado mucho interés… ¿Te casarás con él?

—¡Casarme…! Él ni lo ha mencionado. Lo siento, Drake. Te quiero mucho, pero tengo el presentimiento de que no saldría bien. Tú cometiste ya un error. No cometas otro.

—Contigo, Lenore, podría enfrentarme a todo. Sé que no será fácil después de lo ocurrido: aunque se demuestre la inocencia de uno, jamás vuelve a aceptársele igual que antes. Quizá cambies de idea.

—Drake, por favor, trata de comprender.

—Lo comprendo, y sé que seríamos muy felices juntos.

—La gente recordaría siempre que se nos acusó de ser amantes en vida de Julia. Y siempre creerán eso de nosotros. Sería una losa sobre tu carrera.

—Podríamos superarlo. Podríamos luchar juntos. Yo podría recuperar todo lo que he perdido… sólo con que estuvieras a mi lado.

Y así era, quizá.

* * *

Al día siguiente me visitó el conde. Tomó mi mano y la besó, mirándome con aquella expresión medio burlona que yo conocía tan bien.

—Bueno… La noticia ya ha saltado a la calle. Es una lectura apasionante. Todo Londres está enterándose de la Venganza de la Seda. ¿Qué se siente al saberse la figura central de la historia?

—Mucho apuro.

—Créeme, dentro de unas pocas semanas, ya nadie lo recordará. Otra historia vendrá a sustituirla… ¿Quiénes eran los Sallonger?… Claro que para monsieur Charles la cosa no terminará aquí. Me imagino que tendrá que pagar un alto precio por sus culpas. Pero ¿por qué nos vamos a inquietar tú y yo por ese caballero? He venido, más que nada, a decirte que he decidido casarme. Pienso que deberías ser la primera en saberlo.

Traté de disimular mis sentimientos, pero de pronto me hundí en la desesperación. Hubiera tenido que suponerlo. Era evidente. Alguna joven aristócrata francesa…, alguien sobreviviente del holocausto revolucionario, como él mismo.

—Sí —prosiguió—, Raoul ha estado muy enfermo. Casi muere de resultas de aquella caída. Y eso me ha hecho pensar. Yo daba por sentado que había cumplido mi deber con la familia proporcionándole un heredero. Pero la familia necesita más de uno…, porque la vida es un bien demasiado precario.

—Ya veo. Por eso has decidido volver a casarte.

—En nuestra familia siempre se han dado los matrimonios de conveniencia —dijo, asintiendo—. Se consideraba un deber. Noblesse oblige… y todo lo demás. Y ahora ha llegado el momento de que yo contraiga nuevamente un matrimonio de ese tipo. Pero primero debo consultarlo contigo.

—¿Por qué conmigo?

—Pues porque te concierne, claro —me rodeó con su brazo y me atrajo fuertemente hacia sí—. Siempre me ha preocupado, sobre todo, atender a mi propio interés… y esto me interesa muchísimo. ¿Qué me dices? ¿Podrías dejar tus planes comerciales para convertirte en condesa de la Tour? ¿Te ves con ánimo de cambiar tu moderno modo de vida por las viejas costumbres feudales? De nada te servirá decir que no. Debo advertirte que ya le he prometido a Raoul que podrá gozar a diario de la amable compañía de mademoiselle Katie. ¿Qué me respondes?

—¿Me estás pidiendo que…?

—¿Qué persona podría interesarme más que la que me inspira unas emociones jamás sentidas? Supongo que eso debe de ser el amor.

Me envolvió una oleada de inmensa alegría. ¡Me sentía tan feliz! Pero pensé interiormente: «No puede ser verdad».

—¿Sabes? No te veo demasiado contenta…

—Lo estoy tanto, que no consigo sentir más que asombro.

—¿Cuento, pues, con tu aceptación?

—¡Pero si ya lo has decidido tú mismo!

—¡Qué bien me conoces! No habría permitido que me rechazaras. Es bueno entender al hombre con quien vas a casarte.

Apoyé mi cabeza en su pecho y dejé que la alegría me inundara.

—Habrá que decírselo a la buena de Grandmère —dijo—. El castillo es muy grande: ya encontraremos un sitio para ella. Debe seguir contigo, porque sé lo mucho que significa para ti. Además, me consta que no soy santo de su devoción y estoy deseando medir mis armas con esa temible dama. Ella y yo sólo tenemos una cosa en común, pero es lo más importante del mundo para ambos: nuestra dulce Lenore. Ya te das cuenta de que se esforzará al máximo por disuadirte, ¿verdad?

—Lo sé.

—Te dirá que cometes un grave error y que debieras aceptar al virtuoso Drake. Vas a iniciar una vida distinta de todo lo que has conocido hasta ahora, con un hombre que no es de su agrado. ¿Qué le dirás, Lenore?

—Le diré que es allí donde quiero estar… y donde hallaré lo que jamás hubiera soportado perder.

—Es justo lo que esperaba oír de tus labios. Y ahora vayamos a enfrentarnos al dragón los dos juntos.

Fin