Encuentros en el parque

Una de las mayores bendiciones de nuestra prosperidad era que ahora podía disponer de más tiempo para dedicárselo a Katie. Había contratado una institutriz para ella —una tal miss Price—, que era una mujer realmente valiosa y que se tomaba muy en serio sus obligaciones. Pero a menudo sustraía yo a Katie a sus cuidados, porque a la niña le gustaba tanto estar conmigo como a mí estar con ella.

Solíamos dar un paseo todos los días al finalizar sus clases. Unas veces nos acercábamos a St. James’s Park, a dar de comer a los patos; otras nos llegábamos a la orilla del Serpentine. Katie era una chiquilla muy sociable, que en seguida se hacía amiga de otros niños. Me encantaba verla jugar con ellos.

Hacía dos días que la condesa y Grandmère se habían marchado a París, y Katie y yo estábamos sentadas en un banco frente al Serpentine, enzarzadas en una animada conversación que, por parte de Katie, consistía casi siempre en un montón de «cómos» y «porqués», cuando se nos acercó un hombre y nos saludó quitándose el sombrero.

—Por fin la encuentro —dijo.

Era Drake Aldringham.

—Estuve en su casa —prosiguió— y miss Cassandra me dijo que la encontraría en St. James’s Park o aquí. Por desgracia se me ocurrió ir primero al sitio que no era, pero mi insistencia se ha visto recompensada ahora.

Me alegré mucho de verle.

—Ésta es Katie —le dije—. Katie, te presento a mister Drake Aldringham.

Se le quedó mirando fijamente.

—No eres un pato —dijo—. Eres sólo un señor.

—Ya veo que te he decepcionado —replicó él.

—Bueno…, es que yo las había oído hablar de un pato.

Me sentí un poco violenta al oír aquel comentario de Katie, pero a él pareció alegrarle haber sido tema de nuestras conversaciones.

—Pero no te preocupes —añadió Katie, dedicándole una de sus deslumbradoras sonrisas.

—Procuraré no tomármelo demasiado a pecho.

Observé complacida que Katie se lo había ganado con su simpatía.

—Nos gusta mucho este lugar, ¿verdad, Katie? —le dije—. Solemos venir con frecuencia.

—Sí —respondió ella—. Es como el campo…, pero se oyen los cascos de los caballos y aún es más bonito. ¿Sabes…? Grandmère está en Francia.

—Ha ido a París, con la condesa —expliqué.

—Y yo también iré algún día. Con mamá, claro.

—Claro —dijo Drake—. ¿Te hace ilusión ir?

Katie asintió, y luego le preguntó:

—¿Tú has estado allí?

Drake respondió que sí y se puso a explicarle algunas cosas acerca de París, que ella escuchó arrobada. En éstas se acercó un chiquillo que solía ir también al parque con su niñera y que jugaba muchas veces con Katie. Ésta me miró expectante, como si me pidiera permiso para irse.

—Sí —le dije—, pero no os vayáis demasiado lejos. Quedaos donde pueda veros, o tendré que ir a buscarte.

Katie se volvió, obsequió con una nueva sonrisa a Drake y echó a correr.

—¡Qué preciosidad de niña! —dijo Drake.

—Doy gracias al cielo por tenerla.

—Me parece que comprendo sus sentimientos.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y me avergoncé de no haber podido reprimir mis emociones.

—Debe de ser un gran consuelo para usted.

—Siempre lo ha sido —asentí—. No puedo ni imaginar qué hubiera hecho sin ella.

—Siento mucho lo que ocurrió. Sin duda fue terrible.

—Lo habría sido perderle de cualquier forma, pero así…

—No me hable de ello si no quiere.

Guardé silencio unos minutos, pero, por extraño que parezca, deseaba contárselo; sabía que podía contárselo.

—Dijeron que se suicidó —dije—. Todos lo pensaron, y ése fue el veredicto del forense. Pero yo jamás lo creeré.

—Usted le conocía mejor que nadie.

—¿Cómo iba a hacer semejante cosa? ¡Éramos tan felices…! Acabábamos de decidirnos a comprar una casa. ¿Cómo es posible que estuviera tan ilusionado y que, a las pocas horas…? No tiene sentido.

—¿Había tal vez algo que usted…?

—Nada absolutamente. ¡Fue todo tan misterioso…! Mi teoría es que alguien quiso matarle…, alguien que ya lo había intentado en otra ocasión.

Drake escuchó con atención el relato que le hice de la muerte de Lorenzo cuando le atacaron vestido con las ropas de Philip.

—¡Qué extraño! —comentó.

—Todos parecían creer que yo sabía algo y deseaba mantenerlo en secreto. Lo pasé muy mal, porque no había nada… ¡nada! No teníamos ningún problema.

Apoyó su mano sobre la mía y me la apretó.

—Lo siento mucho —dije—, me he dejado llevar por los sentimientos.

—Yo sí que debería disculparme por haber tocado este tema.

—No lo ha hecho usted.

—Me temo que sí. Tal vez algún día logrará superar lo ocurrido.

—Ya lo estoy superando, hasta cierto punto. Katie me ha ayudado mucho. Y, sin embargo, a veces tiene algunos detalles que me recuerdan tanto a Philip… Creo que nunca le olvidaré.

—No podría olvidarle… Pero usted es ahora feliz, dentro de lo que cabe, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí. Tengo a Katie, a Grandmère…, buenos amigos…

—Y el negocio —dijo Drake—, que también significa mucho para usted.

—Sí que cuenta, en efecto. Lo montamos al año de morir Philip. Yo no podía seguir viviendo en aquella casa: era de Charles, y se me hacía imposible olvidarlo.

—Es lógico.

—La condesa ha sido una enorme ayuda para nosotras. Es una persona realmente admirable. He tenido mucha suerte, sí.

—Y la prosperidad del negocio os ha ayudado mucho.

—No siempre ha ido tan bien. ¡Éramos tan ingenuas Grandmère y yo! La condesa es una mujer de mucho mundo. Confío que, con su ayuda, también nosotras llegaremos a serlo.

—Pero no se pasen ustedes —dijo Drake.

—Hay que ser así para triunfar en este negocio… y en cualquier otro, si bien se mira.

—Veo que el éxito es algo muy importante para usted.

—Tiene que serlo. Significa que podré dar a Katie la educación que deseo para ella… Presentarla en sociedad, ofrecerle todas las oportunidades.

—Es usted una mamá muy ambiciosa.

—Lo único que ambiciono es su felicidad. Pero estamos hablando demasiado de mí. Cuénteme algo de usted, de su distrito y de todo lo que tiene que hacer un buen parlamentario.

Fue una charla de lo más divertida e interesante. Me habló de las cartas que le escribían sus representados.

—Para ellos, un miembro del Parlamento es algo así como el genio de la lámpara maravillosa, capaz de resolverlo todo —dijo.

Después me habló de sus viajes por el extranjero; de la vida en Costa de Oro, bajo un calor achicharrante, donde soñaba constantemente con la vuelta a casa… Se alegró tanto al divisar las blancas rocas de la costa patria, que, ante el asombro de sus compañeros de viaje, se puso a cantar a voz en grito.

Pasamos así una hora muy agradable, viendo correr y saltar a Katie que, de cuando en cuando, se volvía a mirarnos con una sonrisa en los labios.

Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz.

Cuando llegó el momento de irnos, Drake nos acompañó hasta casa. Katie se colocó en medio de los dos y caminamos dándole cada uno una mano.

—Lo he pasado muy bien —me dijo—. ¿Van ustedes al parque todos los días?

—Bastante a menudo —respondí.

—Pues las buscaré.

Se agachó para despedirse de Katie.

—Espero que me hayas perdonado por ser sólo un señor —le dijo sonriendo.

—Fui muy tonta —respondió ella—. Hubiera tenido que darme cuenta. Los patos no hacen visitas, ¿verdad?

—No. Simplemente hacen cuá cuá —e ilustró su observación con un sonido semejante al graznido del pato.

A Katie le hizo tanta gracia aquello, que se puso a imitarlo y aún estaba haciéndolo al entrar en la casa.

Cassie salió a recibirnos.

—Ah —dijo—, ha venido Drake Aldringham.

—Lo sé. Nos hemos visto en el parque.

—Le dije que estaríais en alguno de los dos y que, donde fuera, os encontraría cerca del agua.

—Pues nos encontró.

—Es un señor muy simpático —le explicó Katie—. Sabe hacer cuá cuá como un pato de verdad… Pero él no es un pato, claro… Es sólo un señor.

Cassie estaba radiante.

—Me alegro de que os haya encontrado —dijo—. Se llevó una gran desilusión cuando le dije que no estabas.

Al día siguiente volvimos a verle.

Y al poco tiempo aquellos encuentros en el parque se convirtieron en un hábito.

* * *

Dos semanas después Grandmère y la condesa regresaron a casa. Su ausencia había sido esta vez más larga que de costumbre. A Grandmère la noté preocupada: la conocía bien y ella no era capaz de disimular sus sentimientos, por lo cual me fue fácil adivinar que algo había ocurrido… No podía asegurar si bueno o malo, pero era evidente que algo le rondaba por la cabeza.

La condesa estaba exultante, como cada vez que volvía de un viaje a París.

—He encontrado un local que nos iría de perlas —dijo—, en la rué Saint-Honoré…, justo en el mejor sitio. Es pequeño, pero muy elegante.

—Ya habíamos decidido que no podemos correr ese riesgo —le recordé.

—Lo sé —replicó suspirando—. Y es una lástima. La ocasión que sólo se presenta una vez en la vida. Tendrías que verlo: un taller con muchísima luz. Y me imagino el salón, decorado en blanco y oro… Quedaría perfecto.

—Salvo por una cosa —dije—: Que no tenemos dinero y que Grandmère y yo no queremos contraer deudas por nada del mundo.

La condesa sacudió pesarosamente la cabeza y no dijo más.

—Vamos —le dije a Grandmère, una vez a solas con ella—. Tienes que contarme lo que ha ocurrido.

Me miró sorprendida.

—Sé que hay algo —insistí—: Te lo leo en la cara. Será mejor que me lo digas.

Grandmère guardó silencio unos instantes y luego dijo:

—Experimenté un impulso irresistible y tuve que ir. Quería volver a verlo. Así pues, dejé a la condesa en París y me fui a Villers-Mûre.

—¿Conque es eso…? ¿Y por qué estás tan pensativa?

—Son los recuerdos que una asocia siempre al pueblo donde nació…

—Entiendo. Tuviste que hacer un viaje muy largo.

—Pero lo hice.

—Y… ¿cómo lo encontraste?

—Casi igual. Fue como si retrocediera en el tiempo. Visité la tumba de tu madre.

—Debió de ser muy triste para ti.

—En cierto modo, sí. Pero no tanto como me temía. Junto a ella había un rosal… Alguien debe de haberlo plantado. Creí que iba a encontrarla en estado de abandono, y aquel detalle me consoló mucho.

—¿Quién lo habrá hecho?

Se encogió de hombros y alzó la vista. Sus cansados ojos dejaban traslucir una profunda tristeza teñida de desconcierto.

—Tal vez hubiera sido mejor que no fueras —le dije.

—No, no —protestó ella; y añadió para cambiar de conversación—: Me dice Cassie que mister Aldringham vino a hacerte una visita.

—Sí, le veo de vez en cuando en el parque. Katie se ha encariñado con él… y él con ella.

—Ya sabes que siempre me ha caído bien. —Sí, lo sé.

—Me alegro de que os veáis —dijo, sonriéndome, y luego sentenció un tanto enigmáticamente—: No puedes pasarte toda la vida de luto.

Esta vez fui yo la que cambió de tema.

—Estoy segura de que la condesa cree que, con el tiempo, acabaremos aceptando su idea.

—Yo jamás pediré un préstamo.

—Ni yo. Por eso me parece absurdo perder el tiempo buscando locales en París.

—Cierto que, cuando nos aconsejó en nuestros comienzos, tenía toda la razón… También entonces tuvimos que invertir algo de dinero para impulsar el negocio.

—Aquello fue distinto. Estábamos al borde de la desesperación. Pero ahora tenemos un negocio sólido. No desearía pasar de nuevo por aquella ansiedad.

—Sólo habría una forma de que yo me animara a aceptar —dijo Grandmère.

—¿Cómo? —pregunté.

—Si dispusiéramos del dinero. Por ejemplo, si alguien estuviera dispuesto a invertir en nosotras.

—Pero eso es imposible.

—Digamos más bien que es muy poco probable.

De nuevo volvió a quedarse pensativa.

—¿En qué piensas, Grandmère? —le pregunté.

—En aquella tentadora tienda de la rué Saint-Honoré.

—Quítatelo de la cabeza. Ahora tenemos mucho trabajo aquí.

—Estoy impaciente por poner manos a la obra. ¡Qué bien estar de vuelta en casa! —dijo dándome un beso.

* * *

Habíamos vuelto a la vieja rutina. Katie y yo nos encontrábamos a menudo con Drake, y yo esperaba con ilusión aquellos encuentros. Seguían ya una cierta pauta: con frecuencia él estaba esperándonos; Katie, entonces, se le acercaba corriendo y lanzaba un cuá cuá como saludo, al que él respondía con otro. Era como su contraseña mutua, que a Katie le hacía muchísima gracia repetir cada vez.

Luego ella se ponía a jugar con sus amigos mientras Drake y yo conversábamos. Siempre teníamos un montón de cosas que contarnos. Podía hablarle con entera libertad, y estoy segura de que a él le sucedía lo mismo conmigo. Aquella vez había pasado bastante tiempo en Swaddingham.

—Me gustaría que conociera la casa —me dijo—. Es un edificio de la época isabelina. A comienzos del siglo quince era una posada, que ampliaron posteriormente para transformarla en residencia privada. De manera que conserva elementos sajones y los pisos bajos son enteramente Tudor. La finca es bastante grande, por lo que soy una especie de terrateniente. Si alguna vez pierdo mi escaño en el Parlamento, me dedicaré por completo a mis obligaciones como señor rural.

—¿Cree usted que le gustaría? —pregunté.

—Es mi segunda opción —me miró poniéndose serio—. Claro que, para eso, a veces tiene uno que sentar cabeza.

—Tiene usted razón. Usted, por lo menos, cuenta con otra salida. Es una suerte.

—¿Querrían usted y Katie venir a visitarme a Swaddingham?

—Después de lo que me ha contado, me encantaría.

—Podrían venir con su abuela.

—Estoy segura de que lo pasaríamos muy bien.

—Pues entonces lo haremos en cuanto se suspendan las sesiones en la Cámara. Será la mejor época, porque, si no, uno se expone a que le llamen en cualquier momento para intervenir en alguna votación importante.

—Invítenos —dije.

Charlamos luego de la marcha de nuestro negocio.

—La condesa —le expliqué— es muy distinta de Grandmère y de mí. Rebosa energía… y tiene alma de jugadora. Quiere que ampliemos el negocio y abramos una sucursal en París.

—¿Y usted no quiere hacerlo? Me sorprende.

—Me apetecería muchísimo, pero no me atrevo a correr riesgos.

—¿Tan arriesgado es?

—Enormemente. Tendríamos que buscar un local en la zona adecuada, por el que pagaríamos un elevado alquiler. Después habría que abastecerlo de existencias y contratar personal. Ahora tenemos que hacerlo todo a lo grande. Cuando inauguramos nuestro establecimiento de aquí éramos unas principiantes y por eso pudimos empezar con muy pocos medios; pero ahora es distinto. La condesa no querría ni oír hablar de algo sencillo: diría que, si lo hiciéramos así, nos reportaría más daños que beneficios; que es esencial montarlo por todo lo alto. Y Grandmère y yo comprendemos lo que quiere decir. Si diera resultado, sería maravilloso; pero, si fracasara, podríamos arruinarnos. Ni Grandmère ni yo queremos correr ese riesgo.

—Tal vez sea una sensata postura.

—¡Quién sabe! La condesa, sin embargo, piensa que nos falta empuje.

—Mejor eso que exponerse a la bancarrota.

—Así lo creo yo.

—Vamos, que se enfrentan ustedes con un dilema.

—En realidad, no. Grandmère y yo no pensamos dar nuestro brazo a torcer.

—Pero lo hacen a regañadientes —dijo.

—En efecto, a regañadientes.

Estábamos hablando animadamente cuando, de pronto, apareció Julia. Lucía un precioso vestido azul marino ribeteado de marta. Iba muy elegante con su sombrero de montar adornado con una pluma de avestruz. Yo conocía ambas prendas porque procedían de nuestro salón y cuando las vi por primera vez había pensado para mis adentros: «Grandmère es genial».

Julia puso unos ojos como platos para demostrar su sorpresa, pero yo me di cuenta en seguida de que estaba fingiendo y me pareció que se había hecho la encontradiza. Posiblemente alguno de sus amigos nos habría visto juntos a Drake y a mí, y nuestros encuentros le parecerían un tema interesante para comentárselo. Una viuda con una hija no tenía por qué llevar una vida tan circunspecta como una muchacha soltera, y el hecho de que me hubieran visto varias veces en el mismo lugar con un soltero que, encima, era un buen partido habría suscitado chismorreos y cábalas.

—Pero, bueno, ¡qué casualidad encontrarles aquí! Claro…, tú vienes con Katie. A los niños les encantan los parques.

Se sentó a nuestro lado y yo me vi insignificante con mi sencillo vestido de diario, tan distinto del suyo.

—También a mí me gusta dar un paseo de vez en cuando —prosiguió Julia—. Dicen que el ejercicio es sano. Tengo el coche esperando aquí cerca. Le hacía a usted en Swaddingham, Drake.

—Pienso ir allá dentro de un par de días.

—Claro. Tiene usted que congraciarse con ellos antes de que lleguen las elecciones. ¿Para cuándo las prevé?

—Para un futuro más bien próximo.

—Iré a ayudarle —dijo Julia.

Es muy amable de su parte.

—Encuentro la política fascinante. Mezclarse con la gente, ir besando a los niños…, y con eso ya casi puedes contar con sus votos.

—No es tan fácil como usted lo pinta —respondió Drake riendo—. Nuestros oponentes pueden ser también buenos besadores de niños.

—¡Pobre Drake! Trabaja usted tanto… —exclamó Julia al tiempo que apoyaba una mano en su brazo—. Es un hombre maravilloso.

—Me tiene usted en demasiado buen concepto.

—Dudo de que eso sea posible. Venga a casa mañana a cenar.

—Se lo agradezco mucho.

—Lamento no poder invitarte a ti también, Lenore. No sabes los equilibrios que he de hacer. Hay escasez de hombres, y una mujer sola…

—Lo comprendo perfectamente.

—Deberías casarte. ¿No le parece, Drake?

—Eso creo que es Lenore quien debe decidirlo.

—Pero siempre se le puede dar un empujoncito.

Consulté mi reloj y dije que tenía que irme. Llamé a Katie y la niña se acercó corriendo.

—Hola, tía Julia.

—Hola, cariño —respondió besándola efusivamente.

—¡Qué bien hueles! —dijo Katie.

—¿De veras? Tienes que venir a verme algún día.

—¿Cuándo? —preguntó Katie.

—Se debe esperar a que te lo propongan concretamente, Katie —le dije.

—Nos lo está proponiendo ahora.

—Tía Julia nos dirá cuándo le va bien que vayamos.

—Pero si ha dicho que…

—Lo siento, pero tenemos que irnos —insistí.

—Faltaría más —dijo Julia—. Estás disculpada, ¿verdad, Drake?

—Acompañaré a Lenore y Katie hasta su casa —dijo Drake.

Julia se puso de morros, pero reaccionó brillantemente:

—Les diré lo que haremos: vayamos todos en mi coche.

o inicié una protesta, pero Katie se me adelantó:

—¡Oh, sí…, por favor! —dijo.

Y nos fuimos a casa en su coche.

De alguna manera, Julia había conseguido expresarme que le disgustaban mis encuentros con Drake. Una vez más recordé lo enamorada que había estado de él en otros tiempos. Comprendí que todavía lo estaba.

En cuanto a Drake, yo no podía asegurarlo, pero pienso que no le agradó aquella intrusión.

Para Katie, en cambio, fue un acontecimiento: se pasó todo el rato hablando de los caballos e imitando el ruido de sus cascos hasta que llegamos a casa.

A partir de aquel día nos encontramos a menudo con Julia, ya que sabía a qué hora solíamos ir y nos hallaría cerca del Serpentine o dando de comer a los patos en St. James’s Park.

—Me encantan estos pequeños paseos —decía—. Son buenísimos para la salud. Y, además, ¡es tan divertido encontrarse con caras conocidas y sentarse un rato a charlar!

Siempre se las arreglaba para dirigir la conversación y para hacerla recaer sobre personas que yo no conocía, con lo cual me mantenía en cierta forma al margen.

Me preguntaba a veces a mí misma qué pensaría Drake de todo esto. Era demasiado educado para dejarlo traslucir, pero me daba la impresión de que no le agradaban las apariciones de Julia. Sonreía a menudo al oír su frívola charla. Julia era, ciertamente, muy femenina y supongo que a él le resultaba atractiva. Tenía, eso sí, una habilidad especial para menospreciarme por medio de aparentes cumplidos.

—Lenore es una extraordinaria mujer de negocios. Yo jamás podría serlo… Debe de ser tan maravilloso estar tan segura de sí misma y saberlo dirigir todo como un hombre… La verdad es que Lenore se las arregla muy bien sola y no necesita que nadie la cuide.

No sabría explicar el porqué, pero aquellos comentarios suyos me molestaban. Evidentemente los hacía para llamar la atención sobre su desvalida feminidad, que parecía ejercer un notable atractivo sobre el sexo opuesto.

Aquellas mañanas las consideraba yo desperdiciadas, y en mi decepción trataba de analizar los sentimientos que me inspiraba Drake. Disfrutaba mucho en su compañía; me interesaban todas sus actividades, y me habría gustado compartirlas con él. A su vez, él seguía con interés la marcha de nuestra tienda o, mejor dicho, de nuestro salón.

Porque la condesa me insistía en que no la llamara tienda, sino el «salón».

—¿Qué importa el nombre? —preguntaba yo.

—Importa muchísimo —replicaba—. Ya te he dicho muchas veces que las cosas no se miden por lo que son, sino por lo que cree la gente que son. Una tienda es un comercio donde se venden géneros sobre un mostrador; pero, en cambio, un salón es el lugar donde los artistas se dignan vender sus obras.

—Ya estoy empezando a aprender —respondía—. Procuraré llamarlo salón.

Cuando se lo conté a Drake le hizo mucha gracia. Como digo, había escuchado con atención el relato de nuestros comienzos y se mostraba muy interesado por todo lo que yo hacía. Se lo pasaba muy bien con Katie y ella le adoraba. Algunas veces me venía a la memoria un agradable comentario que hizo la condesa el día que nos vio regresar juntos del parque llevando a Katie de la mano:

—¡Qué buen trío formabais! —dijo.

En cuanto a Grandmère, no era persona dada a ocultar sus sentimientos y yo conocía de sobras su opinión al respecto. Me emocionaba pensar que durante toda su vida no había tenido otra preocupación que mi felicidad. Se le partió el corazón al morir Philip. Aquel matrimonio había sido el cumplimiento de todos sus sueños. Pero yo llevaba ya mucho tiempo sin Philip y ella se había forjado otro sueño cuyo centro era Drake.

Yo no tenía más remedio que analizar la situación. Las persistentes visitas de Drake al parque, nuestra creciente amistad, la luz que iluminaba sus ojos cuando nos veía… todos éstos eran detalles muy significativos. Tal vez se estuviera enamorando de mí. Quería que visitara su casa de Swaddingham, y habíamos quedado en hacerlo el primer fin de semana tras la suspensión de las sesiones del Parlamento.

Pero… ¿y yo? Jamás podría olvidar a Philip ni aquella luna de miel en Florencia que acabó tan trágicamente; y, desde que mis sentimientos por Drake estaban empezando a transformarse en algo muy serio, el recuerdo de aquellos días acudía cada vez más a menudo a mi mente.

Había madurado mucho desde mi matrimonio. Entonces era una muchacha sencilla e inocente. Apenas conocía el mundo y Philip se parecía un poco a mí en este aspecto. Éramos dos chiquillos. ¿Hubiésemos podido seguir igual? Yo me tuve que enfrentar de repente con una trágica realidad, me convertí en madre, y ahora había una personilla en mi vida que me importaba mucho más que yo misma. Tuve que aprender lo duro que era ganarme el sustento para mí y para mi hija; y la proximidad del fracaso y la penuria me hizo crecer de golpe. La condesa, con su mundología, me había enseñado a conocer a la gente. Ya no vivía en aquel mundo ideal que imaginaba delante de Philip y yo: en la vida había cosas feas que debía reconocer y encarar con resolución.

Ahora me preguntaba a mí misma hasta qué punto había amado a Philip y hasta qué extremo le había idealizado a partir de su muerte. ¿No me dije que jamás volvería a amar a otro hombre?

¿Llegué a conocer de veras a Philip? ¿Y si hubiera existido algún oscuro secreto en su vida, y si se hubiera suicidado para evitar que saliera a la luz? ¿Sería posible? No, no podía creerlo. Philip era bueno, sincero e inocente… como yo misma. Pero, entonces…, ¿por qué ocurrió aquella desgracia? Si no se había disparado a sí mismo, ¿quién lo hizo y por qué? La disyuntiva era ineludible: o Philip se había quitado la vida, o alguien le había dado muerte. Pero en cualquiera de los dos casos tuvo que haber en su vida algún secreto que yo todavía ignoraba.

Yo amé a Philip, pero ¿le conocí realmente? Con él descubrí el significado del amor entre un hombre y una mujer. Nuestras relaciones fueron tiernamente románticas. Pero él estaba muerto. Tal vez había llegado la hora de que dejara de llorarle. Mis encuentros con Drake me demostraban que no estaba hecha para llevar una vida de monja.

Cuando le veía acercarse a mí, se me alegraba el corazón. Trataba de analizarle con objetividad: un hombre de elevada estatura, vestido con sobria elegancia; ya de muchacho era bien parecido, y todavía lo era más ahora. Le profesaba una gran admiración, me encantaba que se sentara a mi lado y era muy agradable sentir el roce de su mano en la mía. Sí, me sentía atraída por él, porque los días que no nos veíamos me parecían tristes y porque estaba deseando con tanta ilusión como Katie aquel fin de semana en Swaddingham.

Julia se presentó en el salón. Siempre llegaba a todo plan, en su carruaje, con su servicial cochero y el criadito que se desvivían por complacerla.

Yo temía sus visitas, lo cual era una estupidez porque se trataba de una de nuestras mejores clientes. Como decía ella misma, la chiflaban los vestidos. Y ahora gastaba a manos llenas, con una naturalidad que la hacía muy distinta de la Julia de nuestra infancia. Siempre fue una niña caprichosa y se llevaba unos berrinches tremendos, pero le faltaba ese aplomo de ahora, nacido de su condición de acaudalada viuda.

La condesa la saludaba siempre con grandes muestras de aprecio.

—Me alegra muchísimo que hayas venido. Ahora mismo le estaba diciendo a madame Cleremont que este terciopelo color borgoña te iría que ni pintado; le sugerí que, antes de enseñárselo a nadie, te lo mostrara a ti.

Después se apresuraba a hacerla pasar adentro, donde la regañaba amablemente por la creciente circunferencia de su cintura. El vestido color borgoña le sentaba bien, pero sólo por un pelo.

—Mi querida niña —le decía, asumiendo a menudo el papel que desempeñara con motivo de su presentación en sociedad—, tienes que moderar tu apetito.

Y Julia se reía y se transformaba de nuevo en la chiquilla confiada a la tutela de la condesa.

Naturalmente, acabó comprando el modelo que la condesa le propuso. Tras de lo cual, vino en mi busca.

—Charles se casa —me anunció.

—Ah, ¿sí?

—Ya era hora. Un matrimonio de conveniencias; ya sabes lo que quiero decir. Tengo entendido que a la firma Sallonger no le van bien las cosas. Pero Charles no es como Philip: necesita dinero y lo conseguirá. Ella le lleva algunos años y no es precisamente una belleza, pero, querida mía, está forrada de oro.

—Espero que le vaya bien.

—Ella conseguirá lo que quiere: un marido; y él podrá mantener su habitual ritmo de vida…, como siempre. En cierta ocasión le dije que era un calavera sin escrúpulos. ¿Y sabes qué me respondió? Se echó a reír y me dijo: «Es curioso que te hayas dado cuenta precisamente tú, querida hermana».

—A lo mejor sienta la cabeza ahora.

—¿Charles? ¿Lo crees posible? ¡Ojalá pudiera yo encontrar un marido para Cassie!

—Cassie ya es feliz como está.

—Probablemente recibirás una invitación para la boda —dijo; y, al ver que yo no comentaba nada, prosiguió—: Ves con frecuencia a Drake Aldringham, ¿verdad?

—Nos encontramos a veces en el parque como tú muy bien sabes. Sueles venir a acompañarnos, recuerda.

—Es un hombre de mucho mundo, ya sabes.

—Supongo que sí.

—Algo parecido a Charles.

—¿A Charles?

—Bueno, en realidad es que todos los hombres son iguales… en ciertos aspectos.

Debí de poner cara de asombro, porque prosiguió:

—En su trato con las mujeres, quiero decir. Le conozco muy bien y tú, en cambio, a pesar de todo esto…, de lo lista que eres para los negocios…, sigues siendo una inocentona en otras cosas.

—No sé a qué te refieres.

—Ah, ¿no? —Julia se echó a reír—. Pues piénsalo un poquito. Drake es un gran amigo mío, un amigo muy íntimo diría… De hecho… Pero no importa. ¿De veras te parece que me sienta bien este vestido de color borgoña? Preferiría que la condesa dejara de aludir a mi peso —me miró con expresión maliciosa y añadió—: Algunos hombres me dicen que les gusto. Tengo un cuerpo tibio, acogedor, muy femenino. No creo que a los hombres les agraden las espingardas —sentenció mirándome con desdén.

La verdad es que yo estaba entonces muy delgada. Grandmère se preocupaba porque, según ella, no comía lo suficiente.

Lancé un suspiro de alivio cuando Julia se fue. Pero después seguí dando vueltas a lo que me había dicho.

No me hacía ninguna gracia considerar a Julia una rival. Pero tampoco a ella se la hacían nuestros encuentros en el parque; por eso me había hecho saber que Drake era su amigo; un amigo íntimo, recalcó. ¿Qué había querido decir con eso? ¿Y pretendió hacerme alguna advertencia al comparar a Drake con Charles?

Pensé que Julia estaba celosa, y recordé su furia de antaño cuando supo que Drake se había marchado inesperadamente tras pelearse con Charles… por mi causa.

* * *

Fue unos días más tarde cuando me fijé por primera vez en el hombre del parque. Se hallaba sentado en un banco cerca del nuestro y siempre que miraba casualmente en su dirección parecía estar observándome. Tuve la sensación de haberle visto antes.

Era un hombre de mediana estatura y cabellos oscuros que empezaban a agrisarse en las sienes; podía tener unos cuarenta años y su porte era muy distinguido, aunque por algunos detalles del corte de sus ropas y por su propio aspecto me pareció extranjero.

Como de costumbre, Julia se había reunido con nosotros; Katie jugaba a sus anchas; y Drake, que había estado charlando animadamente hasta la llegada de Julia, se mostraba ahora algo cohibido.

Yo empezaba a pensar que, puesto que a Julia le molestaba tanto mi amistad con Drake que hacía cuestión de puntillo, venir a entrometerse, tendría que buscar alguna excusa para dejar de ir al parque. Seguro que a Cassie la encantaría acompañar a Katie en mi lugar.

Al día siguiente volví a ver a aquel hombre. Daba toda la impresión de observarme a propósito. Podía haber pensado que eran figuraciones mías, pero Julia también lo advirtió.

—¡Vaya! —exclamó—. Resulta que Lenore tiene un admirador.

—¿Cómo dice? —preguntó Drake.

—Me refiero a aquel maduro caballero de allí. No le quita los ojos de encima. Y ayer también le vi. Dinos, Lenore: ¿tienes algún enamorado secreto?

—No tengo la menor idea de quién es —contesté.

—Pues te está mirando embobado.

—No digas tonterías. Estoy segura de que ni siquiera se ha fijado en nosotros.

—En nosotros no, querida mía, pero sí en ti.

Sentí deseos de marcharme inmediatamente.

—Hoy tengo que regresar temprano —dije, y llamé alzando la voz—: ¡Katie!

Katie se llevó una pequeña decepción al tener que dejar sus juegos, pero era una niña tan alegre que jamás protestaba.

—Vámonos —añadí.

Drake se puso en pie, dispuesto a acompañarnos.

—Quédese usted, si lo prefiere —le dije.

Julia le agarró por el brazo, diciéndole:

—Quedémonos un ratito más, Drake; y después quiero que venga a almorzar a mi casa. Seremos unos cuantos amigos. Cuento con usted.

No quise esperar más. Tomé a Katie de la mano y me marché apresuradamente.

—Mira este patito, mamá —me dijo Katie cuando nos alejábamos—; se está ahuecando las plumas. Parece enfadado… A lo mejor tiene hambre… Ojalá tuviera un poquito de pan para darle.

—La próxima vez vendremos mejor provistas —le prometí.

—Tienes la cara roja… ¿Estás enfadada?

—No, mujer, qué disparate.

—¿Te has enfadado con tía Julia?

—No.

—Pues, entonces… ¿con Cuá Cuá?

—No, cariño. No estoy enfadada.

—Pareces enfadada.

—No. Es que tengo prisa.

Oí unas pisadas a mi espalda y por un momento pensé que era Drake que nos seguía. Miré por encima del hombro: era el desconocido que, según Julia, me había estado observando.

Sentí una punzada de inquietud. Aquel día tenía los nervios a flor de piel. No era posible que me estuviera siguiendo… ¿Por qué iba a hacerlo?

Salimos del parque y cruzamos la calle. Al doblar una esquina volví a mirar atrás. El hombre estaba allí. Cuando por fin entramos en casa, le vi atravesar lentamente la calle hasta la otra acera.

* * *

Al parecer, iba a haber elecciones al año siguiente. Todo el mundo comentaba que Gladstone tendría que renunciar a presentarse, porque ya había cumplido los ochenta y dos años y su edad no era, ciertamente, la más adecuada para gobernar el país.

Drake estaba muy entusiasmado ante la perspectiva de la convocatoria y pensaba que los liberales tenían muchas probabilidades de ganar. Pese a su avanzada edad, Gladstone gozaba de una enorme popularidad: la gente le llamaba el Ilustre Anciano y el Guillermo del Pueblo, y lo cierto era que aún no estaba dispuesto a retirarse.

Vimos poco a Drake aquellas semanas, porque estaba muy atareado. Además, empezaba a hacer demasiado frío para sentarse en el parque. Katie y yo seguíamos dando un paseo hasta allí, pero nunca veíamos a Julia porque ésta sabía que Drake se encontraba entonces en Swaddingham.

El proyectado fin de semana allí tuvo que aplazarse…, pero sólo por breve tiempo, como puntualizó Drake.

Charles se casó aquel otoño. Recibí una invitación para la boda que, en un primer momento, pensé declinar; pero Cassie tenía que ir forzosamente a la boda de su hermano y me rogó que la acompañara. Habíamos confeccionado el traje de la novia, y la condesa recibió asimismo otra invitación.

Hubo una bonita y solemne ceremonia en la iglesia de St. George, en Hanover Square, y luego una recepción en el Claridge. Charles parecía muy satisfecho y la novia rebosaba felicidad. Su vestido era elegantísimo y me di cuenta de que la condesa lo contemplaba con los ojos brillantes, quizá calculando los muchos encargos que derivarían de él.

Julia estaba espléndida. Cambió unas pocas palabras con nosotras.

—La próxima vez te tocará a ti —le dijo a Cassie.

—No tengo la menor intención de que me toque —replicó Cassie con firmeza.

—Si te aferras de tal modo a tu soltería, nadie se tomará la molestia de arrebatártela.

—Me gustan las cosas tal como están.

—No hay negocio mejor que una boda para producir satisfacción a ambas partes…, como la de hoy, por ejemplo —comentó Julia.

—Espero que sean felices —dije yo.

—Lo serán si son razonables. Ella suspiraba por encontrar marido y Charles necesitaba imperiosamente una esposa: la señorita Muchos Cuartos le ha caído como llovida del cielo… Te has escandalizado. Tú te escandalizas por cualquier cosa —dijo burlándose de mí y luego, tras echar un vistazo a su alrededor, prosiguió—: Drake no está. No le han invitado. ¿Cómo iba a hacerlo Charles? Jamás olvida las viejas ofensas. Yo ya le he dicho que era en exceso vengativo… Al fin y al cabo, ¿cuántos años han pasado desde que Drake le arrojó al lago?

—Supongo que Drake estará demasiado ocupado para venir —dijo Cassie—. Tiene que pensar en las elecciones.

—A los votantes les gusta que sus parlamentarios estén casados —observó Julia—. Es un hecho reconocido. Un miembro del Parlamento tiene demasiadas cosas que hacer y necesita la ayuda de una esposa —me miró maliciosamente y añadió—: Tengo que decírselo. Sé muy bien la clase de mujer que le conviene: alguien con mucho mundo y con mucho dinero para derrocharlo en fiestas… Alguien que sepa alternar en sociedad con él… y que suscite la admiración de todos.

En vista de que yo no decía nada, prosiguió:

—Ya se convencerá. En realidad, creo que ya lo está pensando…, y con un poquito de ayuda de mi parte… creo que elegirá a la mujer adecuada.

—Esperemos que así sea, por su bien —dije.

—Estoy hablando de una mujer capaz de ayudarle a subir. Ya sabes, Drake es muy sensato. No es el tipo de hombre que se enamoraría de una pordiosera. Drake se enamorará juiciosamente.

—Una actitud muy inteligente —asentí.

—Bueno, es que Drake es muy inteligente. Lo que más le importa en la vida es su carrera. No me sorprendería que estuviera soñando con calzar los zapatos del viejo Gladstone. Todavía no, claro… El Ilustre Anciano parece que aún tiene cuerda, y habrá que ir pasito a paso, mirando bien dónde pone los pies. Pero Drake tendrá siempre los ojos muy abiertos en busca de la gran oportunidad. Ya lo verás. Se casará con una mujer que sepa desenvolverse como una excelente anfitriona… y, si encima tiene un poco de dinero, miel sobre hojuelas.

—No me gustaría pensar que un amigo mío se vende por medrar.

—Malinterpretas mis palabras. ¿Cuándo he dicho yo que Drake fuera a venderse? Estoy hablando de actuar con buen juicio. Fíjate en Disraeli. Ese sí que era listo: se casó con su Mary Anne por el dinero de ella. Necesitaba aquel dinero. Si te dispones a trepar por la cucaña —otra vez Disraeli—, necesitas la protección del dinero para poder quedarte arriba cuando llegues. Esta feliz pareja se irá a pasar su luna de miel en Florencia. ¿Por qué será que todo el mundo elige Italia para pasar la luna de miel?

Mis pensamientos se escaparon allí, rememorando los paseos a orillas del Arno, la noche en que Lorenzo desapareció…

—Es uno de los lugares más bellos del mundo —estaba diciendo Cassie—. Por eso es tan adecuado para los recién casados. Tantas maravillas artísticas… Debe de ser fantástico.

—Dudo que a Charles le interese el arte. Bastante tendrá con contar el maná que le ha caído del cielo. Y en cuanto a la novia, no hará más que pensar en su suerte por haberse podido comprar un marido tan guapo con el dinero de papá.

—Me gustaría irme a casa ahora —le dije a Cassie.

—Tendréis que esperar a que se vayan antes los novios —nos recordó Julia—. No es correcto irse antes. Ya no creo que tarden.

—Me gustaría ver a la novia con el vestido morado que le hicimos para el viaje. Es muy bonito —dijo Cassie.

—Tiene gracia que os hayáis convertido en unas de las mejores modistas de Londres.

—Gracias al arte de mi abuela y al talento comercial de la condesa.

—Aun así, el establecimiento lleva tu nombre y tú estás muy orgullosa de él.

—Pues claro.

—Sería maravilloso que pudiéramos ir a París —dijo Cassie.

—No iremos —repliqué con cierta aspereza—. No tenemos dinero.

—Pero tu abuela piensa que deberíamos hacerlo, y también la condesa. ¿Y a que a ti te gustaría también, Lenore? He visto cómo te brillan los ojos cuando se menciona la tienda de la rué Saint-Honoré.

—¡Estableceros en París! Sería fabuloso —exclamó Julia—. Todas iríamos corriendo a compraros.

—El salón de Londres seguiría abierto.

—Ya, pero una prenda comprada en París tiene algo especial. Aunque fuera exactamente igual que otra comprada en Londres, te parecería distinta porque tendría un toque parisiense.

Cassie y yo nos miramos: eran casi exactamente las mismas palabras que solía decir la condesa.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Julia riéndose—. Estoy segura de que abriréis ese salón en París, porque os noto decididas a hacerlo. Ya se os presentará la ocasión.

—Sería estupendo —dijo Cassie.

—Eh, fijaos —exclamó Julia—. No me había dado cuenta de que la novia se había retirado y ahora está otra vez aquí lista para emprender el viaje. Realmente ese vestido morado es… divino. Hasta parece guapa con él. Los fruncidos plateados en el cuello y las mangas son un toque genial.

Se produjo un gran revuelo en el momento de subir al carruaje los recién casados. Al final, el coche se alejó. Me volví a Cassie y le dije:

—Ahora ya podemos irnos.

* * *

Recibí una carta de Drake. En ella me decía que estaba trabajando de firme en su distrito electoral y andaba muy ocupado. Echaba de menos nuestros encuentros en el parque y quería saber si accedería a pasar las Navidades en Swaddingham, acompañada de Katie, Cassie, mi abuela y la condesa, si ésta lo deseaba también.

La perspectiva nos encantó, si bien la condesa ya había sido invitada a pasar esos días en la casa de campo de los Mellor y pensó que no podía negarse. Iríamos, pues, sólo nosotras cuatro: Grandmère, Cassie, Katie y yo.

Yo estaba deseando conocer la casa de Swaddingham. Aquellos encuentros en el parque se me antojaban muy lejanos, y los echaba de menos cada día más.

—Formaremos un buen grupito aunque usted no pueda venir, condesa —le dije—. No sé si habrá otros invitados.

—Comprendo que no podía invitarte a ti sin una acompañante, que como es lógico tenía que ser madame Cleremont. Tú no podías ir sin Katie, y Cassie se hubiera quedado sola, lo cual no estaría bien. Un caballero considerado tiene en cuenta estas cosas… por eso nos ha invitado a todas. Tienes que hacerte un vestido para esta ocasión, Lenore.

—Ya lo había pensado —terció Grandmère—. Uno de terciopelo escarlata le iría muy bien.

La condesa asintió en gesto de aprobación, mientras ambas intercambiaban miradas de complicidad. Las conocía a las dos lo bastante como para adivinar lo que estaban pensando… con respecto a Drake y a mí.

* * *

Katie y yo íbamos paseando por el parque. Se había traído una pelota grande de colores a la que le tenía especial cariño. Durante el camino tuvo que contener sus ganas de botarla, pero en cuanto llegamos al parque la lanzó por el suelo y se puso a correr tras ella. Acompañaba sus correteos con una cancioncilla que cortaba para prorrumpir en risas cuando conseguía atraparla y en grititos de fingida desesperación cuando se le escapaba.

Yo estaba pensando con nostalgia en los días en que la tibieza del ambiente nos permitía sentarnos en un banco. Ahora había muy pocos niños, y las niñeras no se sentaban para hacer calceta y comentar entre sí las gracias de sus respectivos pequeños.

Faltaba poco para las Navidades. Grandmère estaba ocupadísima con mi vestido de terciopelo rojo que, según ella, debería realzar todos mis encantos. Y, por mi parte, se me hacían muy largos los días a la espera de la deseada visita. Echaba de menos a Drake, más de lo que hubiera podido imaginar. Ya me veía compartiendo todos sus afanes…, sin olvidarme del salón que, por supuesto, seguiría interesándome mucho.

Tenía el presentimiento de que durante aquellas Navidades Drake iba a pedirme que me casara con él. Pues bien, si ello fuera cierto, ¿le diría que sí? Sabía que con él encontraría la felicidad, pero aún no me había recuperado por completo de la muerte de Philip. ¿Qué hacer, entonces? Porque tampoco era bueno que me pasara la vida cavilando. Necesitaba empezar a vivir de nuevo, y Drake, de quien ya estaba enamorándome, era el hombre capaz de ayudarme.

Katie dejó escapar un grito, esta vez de auténtica consternación. Había hecho botar la pelota demasiado alto y ésta había ido a parar al otro lado de la verja baja de hierro que protegía los rosales, todavía con algunos capullos en flor a pesar de la avanzada estación.

Me acerqué corriendo a donde estaba Katie, pero alguien llegó antes que yo. Se había inclinado sobre la verja y trataba de rescatar la pelota con su bastón de paseo. Katie estaba a su lado, dando saltos de gozo porque veía que el hombre iba a recuperar su pelota. Y, en efecto, la alcanzó con la empuñadura del bastón y la atrajo hacia sí; luego la levantó del suelo y se la entregó a Katie haciéndole una reverencia.

—¡Oh, muchas gracias! —Exclamó la niña—. Qué listo eres. Y tienes un bastón muy bonito. ¿Es mágico?

—¿Mágico? —Repitió el nombre, con acento extranjero—. ¿Quién sabe?

Katie le examinó con la gratitud pintada en sus ojos. Luego se volvió a mí.

—Ya tengo la pelota, mamá.

El desconocido se volvió también a mirarme. Me dio un vuelco el corazón: era el hombre que había visto otras veces y que parecía estar vigilándome. Apenas logré tartamudear:

—Muchas gracias. Ha sido usted muy amable.

Katie se puso a brincar mientras él me miraba con expresión inquisitiva. Comprendí que el encuentro no había sido del todo casual.

—Creo haberle visto alguna otra vez en el parque —dije.

—Sí —replicó—, suelo venir por aquí. Es una gran bonne chance que estuviera cerca cuando la pelota cayó al otro lado de la verja.

—Seguro que mi hija lo piensa.

—Es una niña charmante.

—De verdad que se lo agradezco muchísimo. Se hubiera llevado un gran disgusto si hubiera perdido su pelota. Vamos, Katie. Será mejor que no la botes tan fuerte cerca de la verja.

Katie sujetó firmemente su preciosa pelota con una mano, y tomó la mía con la otra.

—Gracias de nuevo —le dije al hombre—. Buenos días.

Se quitó el sombrero y me hizo una amplia reverencia mientras el viento despeinaba sus grises cabellos.

Me alejé sintiendo que sus ojos me seguían. A juzgar por su acento, era francés, y sus modales eran exquisitos.

—Qué señor tan divertido —dijo Katie.

—¿Divertido?

—Hablaba de una manera muy rara.

—Eso es porque es extranjero. Pero consiguió recuperar tu pelota.

—Sí —reconoció Katie—. La acercó con el bastón. Es muy simpático.

Al llegar a casa, Katie se apresuró a contarle a Grandmère la historia de la pelota y el hombre.

—Se portó muy bien —comentó Grandmère.

—Era extranjero. Hablaba como tú, Grandmère… un poco como tú. Dijo bonne chance en vez de decir suerte.

—Conque era francés…

—Parecía muy amable y muy educado —añadí yo.

—¡Faltaría más! —exclamó Grandmère.

* * *

Llegamos a Swaddingham dos días antes de la Nochebuena. Drake acudió a recibirnos a la estación y se alegró mucho de vernos. Katie, de tan emocionada como estaba, no podía estarse quieta ni un instante, y Grandmère se mostraba algo más callada que de costumbre aunque su rostro evidenciaba una inmensa felicidad.

—Espero que les guste mi casa —dijo Drake—. Yo cada vez le tengo más cariño. Mi hermana Isabel y su marido Harry Denton pasarán las Navidades con nosotros. Isabel dijo que necesitarían una anfitriona y se ha ofrecido a hacerles los honores de la casa. Pienso que simpatizarán con ella. Está deseando conocer a la famosa Lenore, y a todas ustedes, por supuesto…, sin olvidar a nuestra querida Katie.

Katie le dedicó una de sus más deslumbradoras sonrisas y empezó a brincar arriba y abajo en su asiento.

—¡Qué bonito es ir en coche! —exclamó—. Me gustan los caballos.

—Tendremos que enseñarte a montar —dijo Drake.

—¡Oh, sí, sí!

—No es fácil montar a caballo en Londres —objeté.

—Pero aquí sí.

Vi que me sonreía y su sonrisa me llenó de dicha.

Al aproximarnos a la casa la contemplé extasiada. Como él ya me había dicho, era de estilo predominantemente Tudor, con entramados y vigas de madera y entrepaños calados, y con la parte superior proyectándose sobre la planta baja.

Drake detuvo el carruaje y se quedó unos segundos observando el efecto que la casa ejercía sobre mí.

Me volví hacia él sonriendo.

—Es maravillosa —le dije—. Me produce la sensación de haber retrocedido trescientos años en el tiempo.

—Sí, es lo primero que uno piensa. Isabel se queja de la incomodidad de las cocinas y demás… Pero no quisiera cambiar el más mínimo detalle. Me alegra que le guste.

Descendió del carruaje y nos ayudó a bajar.

Justo en aquel momento se abrió la maciza puerta de roble y apareció por ella una mujer de aspecto joven y saludable, cuyas facciones se parecían lo bastante a las de Drake como para permitirme adivinar que era su hermana. Sonreía afectuosamente.

—¡Cuánto me alegro de que hayan venido! Por fin puedo conocerlas… Pasen, pasen, por favor.

Entramos en un salón de alto techo abovedado en el que había una enorme chimenea encendida.

—Tendrán ustedes frío y les apetecerá comer algo, ¿verdad? Ah, aquí está mi marido. Harry, ven a saludar a nuestras invitadas.

Harry Denton aparentaba unos treinta y tantos años. Era un hombre francamente simpático, que me cayó bien en seguida, al igual que la hermana de Drake.

Pensé que íbamos a pasar unas Navidades muy felices.

Isabel insistía en que bebiéramos un vaso de ponche caliente para entrar en calor.

—Luego las acompañaré a sus habitaciones —nos dijo.

—¿Pinchos? —Preguntó Katie—. ¿Beben pinchos?

—Ya lo verás —le contestó Isabel.

Yo pedí que a Katie le pusieran también un poquito…, convenientemente aguado.

Katie estaba de lo más intrigada. Ya era mucho hallarse en una casa cuyo dueño se llamaba «pato»…, aunque había hecho buenas migas con él. Pero… ¡beber pinchos…!

—¡Qué casa tan loca! —dijo.

—Es una casa maravillosa, cariño —corregí.

—Sí, pero muy loca.

Isabel nos acompañó a nuestras habitaciones. Subimos por una escalera de roble macizo, y Drake no pudo resistir la tentación de contarnos que aquella escalera fue construida con ocasión de una visita real, de Enrique VIII, concretamente, que pernoctó dos noches en la casa. Ello ocurrió justo después de que la ruinosa vivienda sajona se transformara en un edificio Tudor. Por eso a un lado del pilar central de la escalera aparecía grabada la rosa de los Tudor, y al otro lado la flor de lis.

Llegamos a un rellano, y allí estaban nuestros dormitorios: dos pequeños para Grandmère y Cassie, y otro mayor para mí y para Katie, de techo alto y abuhardillado, con ventanas de cristales emplomados que daban sobre el jardín.

—¿Vamos a dormir aquí? —cuchicheó Katie.

Y al responderle yo que sí, se quedó de una pieza.

En seguida nos trajeron agua caliente.

—¿Estarán ustedes listas dentro de media hora? —Preguntó Isabel—. Así tendrán tiempo de asearse y tal vez de deshacer las maletas —y añadió dirigiéndome una sonrisa—: ¡Me alegro tanto de conocerla! Drake me ha hablado mucho de usted.

—¿Viene usted a menudo a esta casa? —le pregunté.

—Sí. Desde que Drake fue elegido miembro del Parlamento. Necesita a alguien que se la lleve, y a Harry y a mí nos encanta. Esta casa es parte de mi infancia. Ha pertenecido a la familia Aldringham desde que la reformaron en la época Tudor. Le tenemos mucho cariño.

—Me lo imagino.

—Se la enseñaría con sumo gusto, pero seguro que Drake querrá hacerlo personalmente. Está tan orgulloso de ella… Tiene muchísima historia. Carlos I se alojó en una de las habitaciones cuando le perseguían los hombres de Cromwell. Cierto que estuvo en muchas otras casas, pero nosotros hemos conservado esa habitación. Jamás la utilizamos, y está exactamente igual que cuando él durmió allí.

—Debe de ser maravilloso pertenecer a una familia así.

—Bueno, todos pertenecemos a nuestras familias, ¿no cree? Tenemos un árbol genealógico en el salón; luego se lo ensenaré. Se remonta hasta el siglo dieciséis. Recoja a las demás cuando estén listas y bajen al salón, por favor.

Katie no había perdido palabra de nuestra conversación.

—¿Quiénes son los hombres de Cromwell? —preguntó.

—Luego te lo explicaré —le dije—. Es una larga historia, y ahora no tenemos tiempo.

—¿Nos perseguirán también a nosotras… como hicieron con el señor Primero ese?

—Nadie vendrá a perseguirnos —respondí, riéndome de su ocurrencia—; todo eso sucedió hace muchísimos años.

Cuando bajamos al salón, Isabel ya nos estaba esperando. Nos anunció que la cena se serviría dentro de diez minutos.

Nos pusimos a charlar, y me contó que Harry tenía una propiedad muy grande a unos cincuenta kilómetros de Swaddingham. Su administrador era un hombre muy capaz, y por eso Harry podía ausentarse sin problemas.

—Lo cual significa —añadió Isabel— que, si Drake nos necesita, casi siempre podemos venir a ayudarle. Desde que es parlamentario, tiene que dar de vez en cuando algunas fiestas para tener contentos a sus electores. Y aquí se celebran, además, reuniones de todo tipo. Claro que él pasa mucho tiempo en Londres, pero le tengo dicho que puede contar conmigo para todo. Más que una hermana, he sido para Drake casi una madre. Tenía sólo ocho años cuando nuestra madre murió, y yo trece, pero desde siempre me he sentido mucho mayor que él.

—Estoy segura de que Drake debe de estarle muy agradecido.

—Bueno, es mi chico favorito…, después de Harry, claro. Espero que se case y que sea tan feliz en su matrimonio como yo lo soy en el mío. Es un hombre muy… especial.

Tuve la sensación de que me estaba sometiendo a examen porque había llegado a la conclusión de que Drake ya me había elegido; y, como me miraba con complacencia, intuí que me daba su visto bueno. Por lo menos, se mostraba conmigo extremadamente amable.

Katie recibió permiso para cenar con nosotros, porque no me pareció oportuno dejarla sola en una habitación desconocida. La encantó sentarse a la mesa con los adultos, y como la colocaron entre Drake y yo se encontró completamente a sus anchas.

Disfrutamos de una cena muy alegre en aquella antigua estancia de paredes adornadas con bellos tapices y ventanales emplomados, a la luz de las velas que chisporroteaban en las lámparas y en el gran candelabro de la mesa.

Hablamos de la casa: del jardín, de la finca, de las caballerizas…, mientras Katie nos escuchaba con extrema atención, que se transformó en entusiasmo cuando Drake dijo que al día siguiente le buscaría un potrillo y le daría su primera clase de equitación en el picadero. Su ilusión fue tan grande, que le hizo un montón de preguntas que a todos nos divirtieron muchísimo. Pero al final le entró sueño y, aunque trató por todos los medios de mantenerse despierta para no perderse ni un solo momento de aquella excitante aventura, su esfuerzo fue inútil. Me excusé, pues, y dije que subiría a acostarla y que me quedaría con ella para estar a su lado en caso de que se despertara.

Ya en la cama, mientras le daba el beso de las buenas noches, la oí musitar algo acerca de su caballito, y se quedó dormida como un leño.

Permanecí un buen rato contemplando el jardín a través de la ventana. La débil luz de la luna me permitía adivinar la silueta de los lejanos árboles y, abajo, una extensión de césped rodeada de parterres que, sin duda, al llegar el verano ofrecerían un maravilloso espectáculo repletos de flores.

Me estaba enamorando de aquel lugar y sospechaba incluso que eso era precisamente lo que Drake pretendía. Ya me imaginaba en el papel de señora de la casa, ayudando a Drake en su labor política y haciendo de su carrera mi interés principal, tal como lo había sido hasta entonces en salón de modas. Más todavía, porque, si me casara con Drake, su carrera tendría que estar para mí por encima de todo. En realidad, Lenore’s sólo era mío en parte: la creadora de sus maravillosos modelos era Grandmère, y el éxito de la empresa se debía en buena parte a la habilidad y a las amistades de la condesa. Por consiguiente, yo podía quedar al margen o desempeñar un papel secundario… Grandmère lo comprendería, y también la condesa, pues las dos deseaban mi boda.

Estaba físicamente cansada, pero despejada de mente. Por ello, aunque me eché en la cama, tardé un buen rato en conciliar el sueño. Me embargaba una gran emoción. Estaba segura de que Drake me había invitado a su casa para pedirme que me casara con él. Si parecía proceder con cierta cautela era porque posiblemente quería pedirme que dejara el negocio —por lo menos en parte— y no estaba seguro de cuál iba a ser mi respuesta. Quizá era ésta la razón de que se mostrara un tanto precavido.

A la mañana siguiente, después del desayuno, Isabel nos acompañó en un recorrido por la casa. Era más grande de lo que yo pensaba. Empezamos por la cocina, con su enorme horno de ladrillo y sus asadores.

—Sin duda la construyeron en la época en que la gente tenía un apetito pantagruélico —dijo Isabel—. Yo me he atrevido a introducir algunos toques de modernidad para que podamos cocinar con menos molestias.

Recorrimos después las dependencias exteriores, entre las que se contaban una despensa y un lavadero. Y finalmente pasamos al salón principal, de paredes de piedra y techo abovedado.

—Lo usamos sólo cuando tenemos muchos invitados —nos explicó Isabel—. A veces hemos de ofrecer banquetes para las personalidades del distrito. Pero habitualmente utilizamos el comedor. El día de Navidad, como seremos muchos, comeremos aquí. Esta escalera conduce al comedor y al saloncito, y en el piso superior están los dormitorios, veinte en total, de distintos tamaños. Por encima de ellos hay una larga galería que rodea la casa por los cuatro costados y, además están las buhardillas y los cuartos de la servidumbre.

Drake se reunió con nosotras.

—Te me has adelantado, Isabel —dijo, y añadió dirigiéndose a las demás—: Tienen que ver la galería. Es la parte más antigua de la casa…, lo que queda de la primitiva construcción sajona. La dejaron intacta cuando reformaron los pisos inferiores.

Subimos, pues, allí. Tenía un halo de misterio y, aunque estábamos en pleno día, las sombras nos rodeaban por todas partes.

—Las ventanas son muy pequeñas —dijo Drake—. Podríamos cambiarlas, pero creo que muchos nos lo criticarían. No podemos alterar el carácter de la casa, y eso es lo que ocurriría si hiciésemos alguna modificación.

—¿Hay fantasmas? —preguntó Cassie.

Isabel y Drake intercambiaron una mirada.

—¿Sabe usted de algún viejo caserón que no presuma de tenerlos?

—Luego… ¿los hay?

—Ésta es la parte más antigua de la casa, y en una casa habitada desde hace siglos forzosamente tiene que haber leyendas.

Cassie se estremeció. Yo miré a Katie, temiendo verla asustada, pero estaba asomada a una ventana desde la que podía ver las caballerizas y llamaba nuestra atención para decirnos que allá abajo había un hombre montado a caballo.

Drake se le acercó.

—Sí, son las caballerizas —dijo—. Allí está tu potrillo. Y siguieron los dos conversando animadamente.

—¿Quién duerme aquí arriba? —preguntó Cassie a Isabel.

—Los criados.

—¿Y ellos han visto alguna vez…?

—No solemos hablar de esto. Usted ya sabe cómo es la gente. Fantasean por cualquier cosa y en seguida se les dispara la imaginación.

Grandmère se interesó por los cuadros.

—Son retratos familiares —contestó Drake, que ya estaba de regreso con Katie.

—¿Está el suyo entre ellos? —pregunté.

—No. El hogar de mi familia está en Worcester. Esta casa era, en realidad, de mi tía, una hermana de mi padre que se instaló aquí hace mucho tiempo y la convirtió en su hogar. No se casó, y la casa y los asuntos de la vecindad absorbieron todo su tiempo. Por eso, cuando empecé a hacer campaña en Swaddingham, a «cultivarlo», como suele decirse, fue un golpe de suerte que la familia tuviera aquí esta propiedad. Me instalé en ella y viví algún tiempo con mi tía. Era un sargento…, una mujer de mucho carácter, pero nos llevábamos muy bien; y, cuando murió, me la dejó en herencia.

—La encuentro ideal —dije.

—Me alegra mucho que así sea —contestó Drake dedicándome una amplia sonrisa.

Cumpliendo su promesa, se llevó a Katie a montar. La niña no cabía en sí de gozo, sentada en el potro mientras Drake sujetaba las riendas y la hacía dar vueltas por el picadero. Grandmère, Cassie y yo contemplábamos sonrientes la escena.

—Mirad, mirad —exclamaba de cuando en cuando Katie—. ¡Ya sé montar!

Fue una mañana absolutamente feliz.

Después del almuerzo, Katie estaba muy cansada…, de emoción, más que nada. Pensé que le convendría descansar un rato y la envié a dormir la siesta. Drake me preguntó entonces si me apetecería dar un paseo a caballo con él. Respondí que me encantaría. En la Casa de la Seda solía montar mucho, pero desde que no vivía allí apenas había tenido ocasiones de hacerlo. Grandmère dijo que subiría también a la habitación para descansar un rato y Cassie se ofreció a sentarse en la nuestra para que, si se despertaba Katie, no se encontrara sola en un lugar extraño.

En cuanto Drake me hubo buscado una cabalgadura adecuada, nos alejamos al trote.

—Quiero enseñarle los alrededores —me dijo—. Son hermosos de veras. Nadie creería que estamos tan cerca de Londres. Para mí, es muy cómodo.

—Desde luego. Y, además, su hermana le es de gran ayuda.

—Confiaba que simpatizaría con ella. Isabel es una buena chica.

—La encuentro encantadora.

—Usted le cae muy bien.

—Pero si apenas me conoce…

—Ha oído hablar mucho de usted… Vamos, le he hablado yo. Admira muchísimo su carácter emprendedor. Le conté cómo había salido adelante y le parece extraordinario que haya alcanzado tanto éxito.

—La verdad es que mi trabajo me gusta.

—¿Cree usted que alguien puede triunfar haciendo lo que no le gusta?

—Tal vez no.

—¿Aún la preocupa el asunto de la expansión?

—Todavía estamos dándole vueltas. La condesa apenas habla de otra cosa, y sé que Grandmère piensa que deberíamos hacerlo. Y, si quiere que le diga la verdad, yo tampoco puedo quitármelo de la cabeza.

—Sí, se nota que está usted absorbida por su trabajo.

—Tuvimos mucha suerte. La amistad de la condesa fue una bendición.

—Un medio para escapar de… su desdicha.

—Sí, en efecto.

—Y ahora ya la está superando.

—El tiempo lo cura todo, supongo.

—Pero usted ¿piensa todavía mucho en el pasado?

—El pasado está ahí. No se puede huir de él.

—Comprendo. ¿Cree que…? —Hizo una pausa y yo esperé que continuara la frase, pero pareció cambiar de idea—. Aquí terminan nuestras tierras —añadió.

—Es una finca muy grande.

—Y necesita una buena administración. Por suerte cuento con la persona indicada. Yo me ocupo poco de ella.

—La política no le deja tiempo…

—Sí, pero no tengo ninguna inquietud por la finca. Aunque yo esté en Londres, todo marcha perfectamente aquí.

—Está todo muy bien cuidado.

—Tenía grandes deseos de que usted la conociera y viera cómo es mi vida aquí… y en Londres. En los dos sitios tengo que recibir a muchas personas. Por supuesto que mi hermana me ayuda muchísimo aquí, pero ella también tiene que atender su propia casa.

—Está muy orgullosa de usted.

—Sí. Ha sido para mí una segunda madre.

Sentía deseos de ponerme a cantar. Drake iba a pedirme que me casara con él, y yo iba a responderle que sí. Mi vida estaba a punto de cambiar. Sería un buen padre para Katie. Porque los niños necesitan un padre… y algunas mujeres, como yo misma, necesitan un marido.

Habíamos llegado a una extensión de campo abierto. Le propuse cruzarlo al galope y así lo hicimos, parándonos en seco al alcanzar al otro lado el límite de un seto. Fue una experiencia apasionante.

Me parecía comprender perfectamente la situación. Era verdad que Drake deseaba que nos casáramos, pero vacilaba en pedírmelo. Lo haría antes de que regresáramos a Londres. Su intención era darme tiempo para reflexionar sobre todo lo que implicaría casarme con él. Quería estar completamente seguro de que yo era capaz de olvidar el pasado. Por eso había puesto tanto empeño en que pasara las Navidades en su casa. Además, era consciente de que mi nombre estaba unido al de uno de los salones de modas más prestigiosos de Londres.

Quería tener la absoluta seguridad, por el bien de los dos, de que, aunque me importara muchísimo mi próspero negocio, estaría dispuesta a anteponerle el amor y el matrimonio.

Fue una tarde verdaderamente dichosa, pero a la vuelta me aguardaba una desagradable sorpresa.

Regresamos a las caballerizas, dejamos los caballos a un mozo y entramos en la casa. Isabel estaba conversando con una mujer espléndidamente ataviada con un abrigo de marta: era Julia. Al vernos llegar corrió a saludar a Drake.

—Aquí me tiene —dijo—. Es un placer volver a verle.

Drake estaba atónito.

—Sólo podré quedarme hasta después de la Navidad —prosiguió Julia—. ¡Cómo no íbamos a pasar juntos estos días! Capté perfectamente su indirecta cuando me habló de que estaría aquí durante estas fechas.

—Hola, Julia —le dije—. Ignoraba que fueras a venir.

—Es que Drake y yo nos comprendemos muy bien el uno al otro. Insistió sospechosamente en que yo supiera que tenía un compromiso aquí para estas Navidades, y eso me hizo entender que me esperaba. Drake, querido, siento no haber podido llegar antes. Anoche tuve que asistir a la cena de los Harrington. Se empeñaron en que fuera. De no ser por eso, hubiera venido ayer.

—Tendremos que prepararle una habitación —comentó Isabel.

—¡Qué amable es usted!

—¿Ha venido con su doncella?

—¿Con Annette? Sí, claro.

—Ella tendrá que dormir en la buhardilla. Hay un cuarto libre.

—No tiene importancia. Ay, Drake, Drake… ¡qué descuidado es usted! ¿Cómo no le dijo a mistress Denton que esperaba mi llegada?

—La verdad es que ha sido una sorpresa para mí.

—¡Pero si cuando usted me habló yo ya lo di por hecho!

—Bueno, lo cierto es que usted está aquí… Isabel se encargará de todo.

—¡Qué bonito es todo esto! Me encanta este viejo caserón. ¡Es tan curioso…! Por cierto, ¿ha venido Cassie?

Yo asentí en silencio.

—¡Cuánto me alegro! —prosiguió—. Las familias tienen que estar juntas, sobre todo en Navidad.

Nuestra visita a Swaddingham cambió de cariz a partir de entonces. Julia venía dispuesta a estropearlo todo. Y lo consiguió.

* * *

¡Navidad! Hubieran tenido que ser unas jornadas tan felices… En cuanto oscureció llegaron a la casa los cantores de villancicos. Se quedaron fuera y, a la luz de sus linternas, interpretaron todo el entrañable repertorio tradicional: Un día en la ciudad real de David, Adeste fideles, El buen rey Wenceslao, y muchos más.

Katie disfrutó de lo lindo: cantó con ellos y luego ayudó a distribuir entre todos el vinillo caliente con azúcar y especias y los pastelillos de frutas. Por la noche se acostó a su hora habitual y se quedó dormida en seguida. Ya no extrañaba en absoluto la casa.

Después de la cena los mayores subimos a la galería. Los criados habían encendido allí una pequeña hoguera.

—Siempre subimos aquí en Nochebuena —explicó Isabel—. Asamos castañas y bebemos unas copitas de oporto. Pienso que hay que mantener las viejas tradiciones que han llegado a nosotros a través de los siglos.

—Es un lugar que pone los pelos de punta —dijo Julia—. Aquel anciano caballero del cuadro parece que esté a punto de salirse de él para darnos un rapapolvo.

—Desde luego tiene cara de pocos amigos —reconoció Drake—. Es nuestro tatarabuelo William, el almirante. Ya saben ustedes que en nuestra familia hay una larga tradición marinera.

—Y seguro que algunos de estos ilustres caballeros estarán muy enojados con usted, Drake, por haber roto la tradición familiar.

—¿No teme usted que puedan manifestarle de alguna forma su enojo? —preguntó Cassie.

—Llevan ya mucho tiempo descansando en sus tumbas.

—Pero hay quien dice que los muertos siguen viviendo en el más allá —insistió Cassie—, y se sabe de algunos que han vuelto.

—Aunque lo hicieran, yo pienso disponer de mi vida como me plazca, al igual que ellos dispusieron de la suya —replicó Drake.

—¿Por qué será que los fantasmas siempre se relacionan con las casas antiguas? —pregunté—. Jamás he oído hablar de un piso o una casita encantados: por lo general se trata de grandes mansiones.

—Los muertos están muertos —terció Grandmère, y me di cuenta de que se estaba refiriendo a mi madre y a Philip—. Por mucho que uno quiera devolverles la vida, es imposible.

—Pero en esta galería hay fantasmas, ¿verdad? —preguntó Cassie, que parecía obsesionada por el tema.

—Eso dicen —respondió Drake.

—¿Hay alguna historia que…?

Drake miró a Isabel, y ésta repuso:

—Algo hay, en efecto.

—Cuéntenoslo, por favor… —suplicó Cassie.

—Mira, Cassie, que esta noche no vas a poder dormir —le advertí.

—No importa. Me muero de ganas de oírlo.

—Cuéntaselo tú —le dijo Drake a su hermana.

—Bueno… Dicen que esta galería está habitada por el fantasma de una joven, una antepasada nuestra, claro… Tenía dieciséis años, y ocurrió hace unos dos siglos. Estaba enamorada de un muchacho, pero su padre no quería que se casara con él. En su lugar, le buscó otro marido: un viejo muy rico. Y en aquellos tiempos las jóvenes tenían que obedecer a sus padres…

—A diferencia de lo que ocurre ahora —intervino Grandmère.

—Apostaría que tampoco entonces eran todas tan obedientes como eso —sugerí.

—Pero el caso es que Anne Aldringham sí —prosiguió Isabel—. Se despidió de su enamorado y se casó con el hombre que había elegido su padre. Después de la ceremonia todos los invitados vinieron aquí para celebrarlo —entornó los ojos—. A veces, cuando subo a la galería, me imagino estar oyendo la música de los juglares. Había baile abajo, en el salón. Y de pronto se dieron cuenta de que la novia había desaparecido.

—Como en el cuento de La rama de muérdago… —murmuró Cassie.

—No exactamente. No estaban jugando al escondite y ella tampoco se ocultó en un arca donde permanecer cien años: subió aquí y se arrojó por la ventana. Dicen que fue por aquélla —Isabel nos la señaló—. Por allí saltó buscando la muerte.

—¡Pobre Anne, pobre niña…! —exclamó Cassie.

—Hubiera debido fugarse con su amante —dijo Julia—. Yo lo habría hecho —añadió dedicando una tierna mirada a Drake, que éste rehuyó desviando la vista.

—Pues ella no lo hizo —siguió diciendo Isabel—. En su desesperación, no se le ocurrió otra cosa que tirarse por aquella ventana.

—Y ahora su espíritu mora en este lugar —sugirió Cassie.

—Según dicen, en ciertas ocasiones. Cuando algún miembro de la familia está a punto de casarse con alguien que le haría infeliz, dicen que entra por la misma ventana y que se pasea por la galería retorciéndose las manos y gritando: «¡Cuidado! ¡Cuidado…!».

—¿La ha visto usted alguna vez? —pregunté a Isabel.

Ella sacudió la cabeza.

—Eso podría deberse a que todos los matrimonios han sido dichosos —apuntó Cassie.

—Si hemos de dar crédito a la historia, en efecto. Y no creo que el fantasma vaya a hacer acto de presencia por ninguno de nosotros.

—Qué tema tan divertido para una Nochebuena —dijo Julia, mirándome fijamente—. Espero que mi habitación quede bien lejos de esta quejumbrosa dama.

—Desde su habitación no podrá oírla —la tranquilizó Isabel.

—¡Menos mal!

—Permitan que les sirva un poco más de oporto —dijo Drake.

—Da gusto una velada así, ¿verdad? —exclamó Julia mirando a su alrededor—. Pasar las Navidades en esta preciosa casa y con personas tan encantadoras… —alzó su copa para brindar—. Feliz Navidad… a todos.

Pero sus ojos miraron a Drake sin el menor parpadeo.

* * *

Por la mañana del día de Navidad fuimos a la iglesia. Julia nos acompañó. La verdad es que me sorprendió verla madrugar tanto, pero por lo visto estaba decidida a no perder de vista a Drake más de lo estrictamente necesario.

Yo me sentía un tanto incómoda. Jamás olvidaría su furia en aquella ocasión en que, de niños, Drake se marchó de la Casa de la Seda por mi causa. Me obsequió con una mirada asesina.

Ahora no me cabía la menor duda de que quería casarse con Drake. Era evidente que él no la había invitado, por mucho que ella lo sugiriera. Tal vez hubo un malentendido y ella interpretó algo que le dijo como una invitación. Pero aun esto mismo parecía excesivamente rebuscado. Si él la hubiera querido invitar, ¿por qué no iba a decírselo por la directa y sin rodeos? Sin duda Julia debió de enterarse de que yo estaba en Swaddingham, y decidió presentarse allí por su cuenta.

Yo ya sabía de su creciente afición a la bebida. Se le notaba en el encendido color de las mejillas, en sus arrebatos de agresividad y en los indiscretos comentarios que se le escapaban cuando llevaba encima unas copas de más.

Me preguntaba si Drake lo habría advertido. Siempre se mostraba sumamente cortés, y en esta ocasión, después de la sorpresa inicial por su llegada, se comportó como un perfecto anfitrión.

Al mediodía se celebró el tradicional almuerzo navideño: sirvieron el pavo con todos sus adornos y guarniciones, el budín de Navidad flambeado… y, por supuesto, pastelillos de frutas. Estuvieron presentes varios vecinos y amigos que apoyaban la candidatura parlamentaria de Drake, y se habló mucho de temas políticos y de las inminentes elecciones.

Después de comer nos fuimos a descansar un rato.

Agradecí muchísimo a Drake que encontrara un momento por la tarde para dar vueltas con Katie por el picadero. Ella disfrutaba lo indecible, y a mí me encantaba ver lo felices que parecían los dos juntos.

Al anochecer llegaron más invitados y se sirvió una cena fría amenizada por una pequeña orquesta. Después hubo baile en la galería que, con el bullicio, perdió toda su atmósfera de misterio.

Drake tuvo que bailar con todas y cada una de sus invitadas, por lo que sólo pudo dedicarme un baile. Me preguntó si lo estaba pasando bien, y se alegró cuando le dije que así era. Añadió que había mostrado tanto interés en que yo acudiera a Swaddingham porque quería hacerme ver todo aquello para que luego le dijera con franqueza lo que me parecían la vida y las obligaciones de un político.

—Ya sabe usted lo que pienso —le respondí—. Debe de ser una de las profesiones más interesantes que existen.

—¿Más aún que dirigir un elegante salón de modas?

—También ésta tiene sus alicientes.

—No lo dudo.

—Me parece admirable la forma como Isabel sabe llevarlo todo.

—Lo ha hecho toda la vida. Primero en casa, después con Harry y ahora otra vez conmigo. Realmente es maravillosa.

—Ya me he dado cuenta. No hay nada que la altere. Por ejemplo, la llegada de Julia la pilló desprevenida, pero lo disimuló perfectamente.

—En efecto.

Confiaba que Drake me asegurara que él no la había invitado. Era importante para mí que no lo hubiera hecho. Pero no dijo nada y yo tampoco podía preguntárselo directamente.

Más tarde le vi bailar con Julia. Ella tenía el rostro intensamente arrebolado y no paraba de reírse. Él la miraba sonriendo y daba la sensación de estar disfrutando del baile. Por más que era difícil adivinar lo que pensaba.

Cuando me retiré a mi habitación aquella noche, Katie ya estaba profundamente dormida. Me incliné y besé su rostro inocente. Luego me preparé despacio para acostarme porque sabía que no podría conciliar el sueño. Albergaba dentro de mí un sentimiento de decepción, que había aflorado al ver llegar a Julia.

No hacía más que pensar en Drake y en ella. Cerraba los ojos y los veía bailar juntos. Julia se comportaba como si él le perteneciera, y Drake no parecía molesto por ello. ¿O sí lo estaba? En cualquier caso, no exteriorizaba sus sentimientos. Sus modales eran impecables; actuaba como un perfecto caballero. Pero… ¿la había invitado, en realidad? No sabría decirlo.

No podía dormirme. Estaba echada, mirando por la ventana, y de vez en cuando miraba también a Katie, que dormía apaciblemente. Ella sí que era del todo mía y, mientras la tuviera a mi lado, tenía que sentirme dichosa…, pasara lo que pasara. Pero mi desengaño y frustración iban en aumento.

De pronto me sobresalté. Algo estaba ocurriendo en el piso de arriba. Salté de la cama y me puse la bata y las zapatillas.

Salí de la habitación y subí la escalera que llevaba a la galería. Habían encendido unas cuantas velas, que ardían en los candeleros. Vi a Isabel sentada en un banco de alto respaldo, y a su lado una chica llorosa.

—No pasa nada —dijo Isabel al verme—. Es Patty, que se ha puesto algo histérica.

—Pero yo lo oí, señora —dijo la chica—. Lo oí con toda claridad. Fue una cosa horrible, como si…

En aquel momento llegó Drake corriendo.

—Pero ¿qué demonios pasa? —preguntó.

—Patty ha tenido una pesadilla —le contestó Isabel.

—No era una pesadilla —insistió Patty.

Otras tres criadas emergieron de las sombras.

—Yo también lo oí —dijo una de ellas—. Fue espantoso. Jamás había oído cosa igual… Alguien lloraba con desconsuelo y decía: «¡Cuidado! ¡Cuidado…!». Lo repitió tres veces. Fue horrible, señora. Me puse a temblar porque de repente me entró un frío tremendo.

—Eso fue porque sólo llevabas puesto el camisón.

Julia acababa de subir también. Los cabellos le caían en cascada sobre los hombros e iba envuelta en un salto de cama de color lavanda claro.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado? Esta pobre chica está desencajada.

—Patty ha tenido una pesadilla —le explicó Isabel.

Pero Patty sacudió la cabeza, sin poder evitar que le castañetearan los dientes.

—Estaba completamente despierta, señora —insistió.

—Creo que le iría bien un poco de brandy, Drake —dijo Isabel—. Oh, aquí está Harry. Patty ha tenido un mal sueño, Harry. Todas las chicas están alborotadas. Trae un poco de brandy, por favor. Eso las tranquilizará.

En aquel momento apareció también mistress Gratten, la cocinera. Hizo una entrada majestuosa, a pesar de los rizadores de papel que llevaba en el pelo.

—¿Qué es lo que pasa? —Preguntó a una de las criadas—. ¿Qué le ocurre a Patty?

—Está un poco histérica, mistress Gratten —se anticipó a decir Isabel—. No hay motivo para tanto revuelo. Supongo que habrán estado asustándose mutuamente con historias de fantasmas antes de meterse en la cama.

—No, señora, de verdad que no —dijo una de las chicas—. Nadie habló de fantasmas. Ha sido cosa de Patty. Pero yo lo oí también. No ha sido imaginación, sino algo real. Se lo juro.

—¿No sería el fantasma de que usted nos habló…? —Intervino Julia—. ¿Ése que se cuela por la ventana y gime y grita: «¡Cuidado…!»?

—¡Sí, sí, señora, ése era! —Asintió Patty—. Oí sus pasos en la galería. Gemía de un modo espantoso y repetía: «¡Cuidado!». Era él.

—Bien, ya está aquí Harry con el brandy —cortó Isabel—. Gracias, querido. Y ahora, chicas, bebed todas una copita y volved a la cama.

—Yo me encargaré de ello, señora —dijo la cocinera—. No sé a dónde vamos a ir a parar… alborotando toda la casa de esta manera.

—Pero era el fantasma, mistress Gratten —insistió Patty—. De verdad que lo era.

—Me parece que también nosotros necesitamos algo que nos levante el ánimo —dijo Drake—. Bajemos un momento a la sala.

Le seguimos y, una vez allí, nos sirvió unas copas de brandy. Al cabo de un instante se reunió con nosotros Isabel.

—Confío que todo este jaleo no haya despertado a Katie —me dijo.

—No. He entrado a verla y está profundamente dormida —respondí.

—¡Menos mal!

—¡Qué cosa tan extraordinaria! —Dijo Julia—. Después de lo que estuvimos comentando esta tarde… ¿Qué creen ustedes que habrá oído realmente esa chica?

—Posiblemente alguien le habrá estado contando la misma historia —sugerí.

—Es muy probable —asintió Isabel.

—Pero, aun así, es muy extraño —prosiguió Julia—. En cualquier caso, Drake, será mejor que lo tome usted como una advertencia —Drake arqueó las cejas—. ¿No decían ustedes que todo eso guarda relación con alguna boda inminente? Lo del aviso, quiero decir… Pues usted es el único soltero de la familia. ¿No está de acuerdo conmigo?

—Siempre he pensado que Patty tenía cierta tendencia al histerismo.

—Pero no deja de ser curioso —insistió Julia—. Ah, ¡cómo reconforta este brandy!

—¿Le sirvo un poquito más? —se ofreció Harry.

—Sí, por favor.

—Yo, si me lo permiten, voy a retirarme. No quiero que Katie pueda despertarse y no encontrarme en la habitación.

—Pobre Lenore… —dijo Julia como consolándome—. Te veo impresionada. No creerás en los fantasmas, ¿verdad?

—¿Y tú? —le repliqué.

Julia soltó una sonora carcajada y gesticuló rechazando la idea.

—Por supuesto que no. Pero es muy curioso. Tal vez esa chica escuchó nuestra conversación.

—O tal vez alguien le había contado antes la historia. Buenas noches a todos.

Marché a mi habitación. Katie seguía dormida. Yo sabía que me iba a costar conciliar el sueño. Permanecí mucho tiempo despierta, con el oído atento a los ruidos de la casa…: los crujidos de las tablas de la vieja mansión, y el murmullo del viento entre los árboles que era como un quejido y parecía susurrar: «¡Cuidado…!».

* * *

Después de tantas emociones, el resto de nuestra visita fue algo así como un anticlímax. Todos parecíamos estar un poco violentos, a excepción de Katie, que disfrutaba muchísimo con las clases de equitación que Drake le daba y se sentía completamente feliz.

Isabel hizo guardar cama a Patty al día siguiente.

—La pobre chica está realmente trastornada —nos dijo—. Tiene cierta tendencia a la histeria.

Fue todo tan distinto de como yo había esperado… Grandmère estaba decepcionada, e incluso Cassie daba muestras de desconcierto. En cierto modo fue un alivio tener que marcharnos…, aunque Katie se puso muy triste.

—Ha sido estupendo —dijo, arrojándole a Drake los brazos al cuello—. Cuida bien a Bluebell hasta que vuelva.

Drake le tuvo que asegurar que el potrillo estaría bien atendido.

Julia se quedó en la casa. Por lo menos hubo alguien que aprovechó bien aquellas vacaciones de Navidad.

* * *

Hacía un par de días que habíamos regresado de Swaddingham cuando Grandmère me tomó a solas diciéndome que quería hablarme de algo importante.

—Ya sabes, Lenore —empezó—, que hace poco estuve en Villers-Mûre.

—Sí, Grandmère.

—Allí me encontré… con alguien.

—¿Con quién?

—Con tu padre.

—¡Grandmère!

—Sí, es verdad.

—Pero si yo creía que no sabías quién era mi padre…

Hubo un momento de silencio. Luego me dijo:

—Te conté sólo una parte de la historia de nuestra familia. No siempre es fácil explicárselo todo a un niño. Hablar de ello me entristecía muchísimo y me temo que fui un poco cobarde.

—Cuéntamelo ahora.

—Ya sabes que tu madre, mi hija Marie-Louise, era una muchacha de excepcional belleza. Era lógico que los hombres se fijaran en ella. Éramos una familia humilde. Yo me quedé viuda muy joven y tuve que trabajar para ganarme la vida. Como la mayoría de los habitantes de Villers-Mûre estaba empleada en la fábrica de los Saint-Allengère; y cuando Marie-Louise tuvo edad para ello, le dieron también un empleo allí. Ya conoces el resto: se enamoró, naciste tú, y murió ella…, tal vez de tristeza y temor. Aunque también es cierto que a veces las mujeres mueren en el parto aun cuando tienen ante sí un futuro radiante… No sé… Lo único que puedo decir es que murió y que se me partió el corazón porque ella era toda mi vida. Después me di cuenta de que te tenía a ti, y eso lo cambió todo.

—Ya lo sé, Grandmère… Esto ya me lo habías contado otras veces.

—Te dije también que fue el propio Alphonse Saint-Allengère quien lo arregló todo para que yo viniera a Inglaterra contratada por los Sallonger. La razón porque lo hizo fue porque no quería que yo siguiera en Villers-Mûre.

—Pero… ¿por qué? —pregunté.

Por primera vez a Grandmère parecía costarle encontrar las palabras. No era lo comunicativa de siempre. Al fin, frunció el ceño y respondió:

—Porque tu padre era su hijo menor.

—¡Y tú lo sabías!

—Marie-Louise me lo dijo justo antes de nacer tú.

—¿Y él no quería casarse con ella?

—Era sólo un chiquillo. Tenía diecisiete años…, y puedo decirte que su padre es un hombre temible. Tenía atemorizado a todo Villers-Mûre y era dueño y señor de nuestras vidas. No había nadie que osara incurrir en su enojo, y sus hijos menos que ningún otro. Era absolutamente impensable que un Saint-Allengère se casara con una de las trabajadoras de la fábrica. Tu padre insistió todo lo que pudo, porque amaba de verdad a Marie-Louise, pero Alphonse Saint-Allengère se mostró inflexible y le envió a casa de un tío, propietario de unos viñedos en Borgoña. Cuando esta vez volví a Villers-Mûre, hice algunas averiguaciones. Dio la casualidad de que tu padre se encontraba de visita en casa de su familia, y pude hablar con él. Le hablé de ti y dé que te habías quedado viuda con una hija pequeña. Se conmovió profundamente.

—Ya sabía yo que había algo. Te lo leí en la cara a la vuelta.

—Y hay más: está en Londres ahora —la miré estupefacta mientras ella asentía en silencio—. Sí, dice que quiere verte. Y es natural que quiera conocer a su propia hija. Va a venir a esta casa.

Me estudiaba con atención, como si pretendiera calibrar el efecto que había causado en mí aquella bomba. Y he de reconocer que me quedé de una pieza. Enfrentarte cara a cara al cabo de los años con un padre que no has conocido debía de ser una experiencia desgarradora. No sabría decir si la deseaba o la temía.

—No es normal que dos seres tan próximos se ignoren.

—Pero, Grandmère… ¡Después de tantos años…!

—Está deseando conocerte, ma chérie. Puedes hacerle muy feliz. Ha hecho un viaje muy largo sólo para verte.

—¿Cuándo vendrá?

—Ésta noche. Le he pedido que venga a cenar con nosotras.

—Pero es tan inesperado…

—No me pareció oportuno decírtelo hasta tenerlo todo arreglado.

—¿Por qué?

—Porque ignoraba cuál iba a ser tu reacción. Temí que pudieras albergar algún rencor. Tantos años sin interesarse por ti…, y tantas dificultades nuestras para salir adelante… Es un hombre muy rico: posee grandes viñedos en diversas regiones de Francia. Y ya se sabe que los Saint-Allengère convierten en oro todo lo que tocan. Su padre está muy orgulloso de él. Las cosas han cambiado mucho desde sus años mozos.

—No siento ninguna simpatía por ese señor…, aunque sea mi abuelo.

—Era demasiado poderoso, y eso no es bueno para nadie. Ahora ya es muy anciano, pero sigue siendo el mismo de siempre: es el mandamás de Villers-Mûre y, sin duda, el mayor fabricante de seda del mundo.

—Entonces… ¿esta noche…?

Grandmère asintió sin decir nada.

Me sentía tan turbada que no podía analizar mis sentimientos. ¿Debería decírselo a Katie? Y… ¿cómo explicárselo? «Mira, Katie: éste es tu abuelo»… Se descolgaría con una interminable serie de preguntas, empezando por la de que dónde había estado todo este tiempo.

Por suerte, Katie estaría ya acostada cuando él llegara; así tendría yo ocasión de conocerle antes y luego, tal vez, de ir dándole gradualmente la noticia de la aparición de un abuelo llovido del cielo.

Me vestí lentamente mi traje escarlata y aguardé su llegada con emoción expectante. También Grandmère estaba nerviosa. Me alegré de que nos acompañaran Cassie y la condesa, ayudándonos con su presencia a calmar nuestra inquietud.

A la hora prevista sonó la campanilla de la puerta. Rosie, nuestra doncella, le anunció:

Mister Sallonger —dijo, dando la versión inglesa del apellido porque le resultó imposible repetir el francés.

Y allí estaba él.

Enmudecí de asombro al verle: era el hombre que había conocido en el parque, el que recuperó la pelota de Katie y supuse que me estaba observando.

* * *

¡Qué velada tan llena de emociones! Hablamos de tantas cosas, que ahora no puedo recordarlas todas, y menos por su orden. Sé que él me tomó las manos y me miró a los ojos, diciéndome:

—Creo que ya nos hemos visto antes…, en el parque.

Asentí con la cabeza, y él prosiguió:

—Estuve a punto de darme a conocer en más de una ocasión, pero no me atreví. Ahora, por fin, nos hemos reunido.

«Qué curioso —pensé— que al verle en el parque le hubiera tomado por un desconocido, tratándose en realidad de mi padre».

Durante la cena, en la que nos acompañaron también Cassie y la condesa, nos habló de sus viñedos. Se expresaba en inglés, pero de vez en cuando tenía que detenerse para buscar la palabra oportuna. Quiso que le habláramos de nuestro salón, y la condesa se mostró de lo más locuaz sobre el tema.

Le habló en plan de broma de nuestras clientes y de su comportamiento un tanto borreguil: si una compraba en Lenore’s, todas las demás se creían en la obligación de hacer lo propio. Fue inevitable que sacara a relucir el tema que la obsesionaba.

—Por las buenas o por las malas conseguiré que abramos en París —dijo de buen humor—. Es el centro de la moda y cualquier casa que se precie tiene que tener contactos allí. A la larga es algo esencial.

—Comprendo —dijo él—. Y por el momento… ¿no tienen ustedes esos contactos?

—No, pero los tendremos.

—¿Para cuándo han previsto establecerse en París?

—En cuanto tengamos la fortuna… nunca mejor dicho… de poder hacerlo —contestó la condesa—. Yo estoy totalmente a favor de la idea, pero mis socias son prudentes y prefieren esperar a que dispongamos del capital necesario. ¡Dios sabe cuándo será eso!

Mi padre asintió muy serio, y Grandmère intervino para cambiar bruscamente de tema.

Después de la cena, la condesa y Cassie nos dejaron a solas con él. Nos pusimos entonces a conversar en francés, idioma que yo conocía bastante bien gracias a Grandmère y que para ellos dos era el suyo propio.

—He pensado a menudo en ti —me dijo mi padre—. Tenía tantos deseos de encontrarte que, cuando tu abuela estuvo en Villers-Mûre coincidiendo con mi visita a mi familia, vi en ello la mano de la Providencia. Me contó muchas cosas de ti y hablamos también de este maravilloso salón que habéis montado. A los Saint-Allengère siempre les han ido bien los negocios.

—Nuestra prosperidad se debe en buena parte a la condesa, ¿verdad, Grandmère? Es una excepcional vendedora, y nos hizo ver lo ingenuas que éramos. De no ser por ella, nos hubiéramos ido a pique.

—Me interesará mucho que me expliques cómo os va el negocio. Pero primero hablemos de nosotros. Debes saber que yo amaba de verdad a tu madre. La mayor vergüenza de mi vida fue permitir que me enviaran lejos. Hubiera debido quedarme a su lado, enfrentarme a mi padre. Pero era muy joven…, débil e insensato. No tuve fuerzas suficientes. Debí casarme con ella y, en lugar de hacerlo, dejé que mi familia me alejara de Villers-Mûre.

Grandmère asintió en silencio. Él la miró, añadiendo:

—¡Cuánto debió de despreciarme usted por lo que hice!

—Sí —replicó con toda franqueza Grandmère—. Marie-Louise no le culpó de nada y le defendió ante mí. Dijo que usted había hecho lo que tenía que hacer. Su padre no estaba dispuesto a ceder y era un hombre muy poderoso y despiadado.

—Aún lo es —añadió él con cierta tristeza—. Fue una suerte para mí escapar de su dominio. Encontré mi vida entre las viñas, en vez de entre moreras. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

—Y nada puede devolvernos a Marie-Louise.

—Tal vez hubiera muerto igualmente, aunque las cosas hubieran ido de otro modo —apunté yo.

Y los dos guardaron silencio.

Después mi padre nos habló de la vida en casa de su tío, y de cómo poco a poco se había ido interesando por todo lo relacionado con el vino.

—Me entregué en cuerpo y alma a aquel trabajo —nos explicó—, y fue un gran consuelo para mí. Mi tío decía que yo tenía madera de vinatero, y me quedé con él. Trabajé de firme y conseguí hacerme con unos buenos viñedos. Más adelante me casé y mi esposa aportó al matrimonio algunas propiedades rurales. Con el tiempo hemos creado nuestra familia.

—¿Eres feliz? —le pregunté.

—No puedo quejarme. Tengo un hijo y una hija.

—Vi que la tumba de Marie-Louise no estaba abandonada —dijo Grandmère.

—La visito siempre que voy a ver a mi padre, y pago a un campesino para que la cuide. Si ella puede verlo, sabrá que no la he olvidado.

Mi padre y Grandmère estuvieron un buen rato hablando de mi madre y de lo orgullosa que hubiera estado de mí y de Katie. La niña le parecía encantadora y se alegró mucho cuando supo que era su nieta.

—Y tú has sufrido mucho —añadió dirigiéndose a mí—. Madame Cleremont me ha hablado de la muerte de tu marido y de tu entrega a esta niña tan preciosa.

—Es mi mayor alegría —le contesté.

—Y ahora hablemos de vuestro salón —añadió tras una larga pausa—. Me ha interesado mucho lo que decía la condesa a propósito de establecer una sucursal en París. ¿Sabes…? Creo que da en el clavo.

—Oh, sí… Ya sabemos que la idea es buena, pero mi abuela y yo no somos partidarias de dar este paso…, de momento, al menos. No llevamos mucho tiempo en el negocio, y al principio… estuvimos al borde del desastre. Esto nos ha hecho precavidas.

—Pero es un paso que tenéis que dar —replicó.

Grandmère tenía sus ojos fijos en él y me pareció que sabía de antemano lo que iba a decir. No me equivocaba.

—Tal vez yo pudiera ayudaros —dijo mi padre, y ante mi cara de asombro prosiguió—: Me encantaría hacerlo. No soy precisamente pobre. Tengo mis viñas y nos van muy bien las cosas cuando todo acompaña: si el tiempo es benigno y si los pulgones y las orugas deciden dejarnos en paz… Entonces obtenemos buenos beneficios. La vida no se ha portado demasiado mal conmigo, y consideraría un privilegio que me permitieras ayudarte en esa sucursal de París.

—Te lo agradezco mucho —me apresuré a contestarle—, pero es que no queremos tomar dinero prestado.

—Haces muy bien. ¿Cómo lo dice vuestro Shakespeare…? «No prestes ni pidas prestado…». Pero yo no pensaba en un préstamo. Eres mi hija… ¿No se estilan aquí estas cosas entre un padre y su hija? Déjame financiar la casa de París, y considéralo como una especie de dote.

Hice un gesto de rechazo y miré con suspicacia a Grandmère, que permanecía sentada con los ojos bajos y las manos en el regazo: no quería que le viera la cara porque se sabía incapaz de disimular su alegría.

—Jamás podría aceptarlo —dije en tono cortante.

—Tendría sumo gusto en hacerlo.

—Por favor, no pienses más en ello.

Una sombra de tristeza empañó su mirada.

—Ya veo que no me aceptas como padre —dijo.

—Acabo de conocerte esta noche —balbucí—, porque los encuentros en el parque no cuentan. ¡Y tú me ofreces eso! ¿Tienes idea de lo que podría costar?

—No creo que esté fuera del alcance de mis posibilidades.

—No, no —repetí—. Ni hablar de ello. Tenemos aquí un negocio muy rentable. Es suficiente. Obtengo buenos beneficios del capital que me dejó mi marido. Y puedo educar a mi hija, si no en el lujo (lo que tal vez no fuera bueno para ella), sí en la comodidad.

—Ya lo pensaremos.

—Olvídalo, por favor. Es muy generoso de tu parte y te lo agradezco muchísimo, pero no puedo aceptarlo. Él inclinó la cabeza sin decir más.

Como deseaba cambiar de tema, le hice muchas preguntas acerca de sus viñedos. En verdad estaba entusiasmado con ellos. Me describió expresivamente las veleidades de la climatología y sus efectos sobre las vides. El tiempo era el gran enemigo pero, como suele ocurrir con muchos enemigos, podía ser también el mejor colaborador. Se desesperaban cuando los veranos eran demasiado lluviosos y hacían rogativas en las iglesias para pedir un otoño tibio y soleado que con frecuencia era la salvación de la cosecha. Sus palabras me hicieron sentir la emoción de la vendimia.

—Tenéis que venir a verlo —me dijo—. Tú y la pequeña. Ahora que nos hemos encontrado, no debemos perder el contacto. A la nena la encantarán las vides.

—Seguro que sí.

—Y nos hará muy felices a todos.

—Pero… ¿qué dirán tu mujer y tus hijos?

—Mi mujer murió hace dos años. Era mayor que yo, pero nos llevábamos bien. Mi hijo Georges y mi hija Brigitte están casados los dos. Pienso que se alegrarán mucho de conoceros.

—Pues entonces tenemos que ir —dije, y añadí volviéndome a Grandmère—: ¿No te parece?

Ella asintió con entusiasmo.

Era ya muy tarde cuando él se levantó para despedirse.

—Os veré mañana —dijo—. Porque… puedo volver, ¿verdad?

—Puede venir siempre que usted lo desee —respondió Grandmère con vehemencia.

* * *

Entró en mi dormitorio cuando yo ya me había acostado. Sabía que vendría y estaba pensando lo que le diría. Con el cabello recogido en dos trenzas de colegiala y su sencilla pero elegante bata, parecía mucho más joven.

—¡Qué velada tan memorable! —exclamó.

—Sí, no ocurre cada día que le presenten a una el padre que de niña no conoció. Tú lo organizaste todo, ¿verdad, Grandmère?

—Bueno, yo…

—Te conozco demasiado bien. Y, además, tu cara te traiciona: tienes la cara más expresiva del mundo. Fuiste a Francia con el propósito de encontrarle, y le dijiste que viniera a verme. ¿A que sí?

—No tuve necesidad de persuadirle.

—¿Y todos estos años…?

—¿Cómo iba a saber él dónde estaba su hija?

—O sea, que tú le diste el soplo e insististe en que debía conocerme.

—La idea de venir fue suya, en cuanto supo dónde estabas.

—¿Y por casualidad no le hablarías del salón… y de nuestros proyectos de abrir casa en París?

—Eso lo ha mencionado la condesa durante la cena.

—Pero no me pareció que le pillara por sorpresa…

—Bueno… Quizá sí que me referí de pasada a ese tema.

—Y ahora él me sale con ese ofrecimiento. Me da la sensación de que no ha sido algo impremeditado.

—Pero, vamos… ¿a qué viene este interrogatorio? ¿No te parece bien que quiera ayudarte?

—¿Se lo sugeriste tú?

—Se interesó por lo que hacías y por cómo te iba —respondió encogiéndose de hombros—. Era muy natural que quisiera tener noticias de su hija. Y no me vengas con más historias. Tienes que aceptar ese dinero.

—¡No podría aceptarlo, Grandmère! Es como pedir limosna: me da vergüenza. Me daría la sensación de estar exigiéndole una compensación por haber abandonado a mi madre.

—Estás pensando sólo en ti, ma chérie, y has de tener en cuenta a los demás. A él le haría mucha ilusión. ¿Vas a negárselo por una simple cuestión de orgullo?

—Pero, Grandmère… ¿A que tú no serías capaz de aceptar su dinero?

—¡Y tanto que sí! Nos permitiría conseguir lo que queremos: ese salón en París. Ya sabes que siempre lo consideré necesario; sólo que me decía a mí misma: «Algún día»… Pues bien, ese día ha llegado, y tú estás rechazando la oportunidad.

—No puedo consentirlo, Grandmère.

—Pues, entonces, todos tendremos que sufrir las consecuencias de tu insensatez: tú, yo, la condesa, Cassie… y tu padre.

—Pero…

—Piensa un poco en él —me interrumpió Grandmère sacudiendo la cabeza—. Está profundamente arrepentido. Quiere una oportunidad para compensar el daño que le hizo a tu madre. Ha tenido ese peso sobre su conciencia desde hace muchos años. ¡Sería tan feliz si le permitieras ayudarte! Pensaría haberte resarcido en la medida de lo posible. Pero madame Lenore dice que no: que su orgullo, su precioso orgullo, debe pasar por delante de todo.

—¿Cómo puedes decirme eso, Grandmère?

—Expongo las cosas como son. Nada, ya me voy, mi pequeña borriquilla testaruda… Buenas noches. Que tengas felices sueños. A ver si así piensas en todo el bien que podrías hacer y que rechazas por culpa de ese insensato orgullo del que nada bueno puede salir.

—Buenas noches, Grandmère.

Ya en la puerta, se volvió para lanzarme un beso.

—Que Dios te proteja, preciosa mía —dijo.

* * *

Cuando la condesa se enteró del ofrecimiento de mi padre, batió palmas de júbilo y abrazó a Grandmère.

—No se las prometa tan felices —le dijo ésta—. Lenore ha decidido rechazarlo.

—¡Cómo! —exclamó la condesa.

—Por algo que se llama orgullo.

—¡Oh, no!

—Así es, por desgracia —dijo Grandmère, balanceándose de un lado para otro en su asiento con una leve sonrisa en sus labios—. El pobre hombre, ese amante padre, lleva encima la vergüenza de algo que ocurrió hace muchos años. Y ahora que la ha encontrado quiere demostrarle lo feliz que se siente, comunicarle de una forma tangible su alegría… Pero la hija le responde: «No. Quiero que te siga remordiendo la conciencia. No pienso darte la menor oportunidad de que expíes tu culpa». ¡Pobre hombre! El orgullo es muy cruel, condesa… Usted ya sabe: es uno de los siete pecados capitales.

—No es eso, Grandmère —intervine—. Ahora ya sé que fuiste en su busca sólo por eso. Ibas decidida a encontrarle porque necesitábamos el dinero para abrir la sucursal de París. Vamos, confiésalo.

—Me encuentro con él. Quiere saber qué es de su hija. Se lo digo… ¿Cómo no iba a hablarle también de nuestro proyecto? Él me escucha con toda atención, y piensa para sus adentros: «Ahora se me ofrece la oportunidad de compensar el daño que le hice a mi pobre Marie-Louise. Ésta es su hija… suya y mía. Quiero hacerla feliz: le daré el dinero que necesita para su negocio. A mí me sobra, y puedo permitírmelo». Pero ¡ay!… Ella no lo quiere aceptar… Se lo impide su orgullo. Nada importa que a él le remuerda la conciencia, que esté triste… Podría aliviarlo, pero está de por medio el orgullo… ese fuerte y obstinado orgullo.

No pude contener la risa y al punto se unieron a ella las demás.

La condesa se apresuró a organizar una de sus celebraciones.

—Cassie —llamó—, trae una botella de champán.

—Pero yo aún no he dicho que sí…

—Es una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. No puedes ser tan cruel con todas nosotras.

—Pero ¿no ve usted que…?

—Lo que veo es el futuro. Veo el salón de París. Lo que tanto deseábamos está a nuestro alcance.

Llegó Cassie con la botella de champán.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—Él padre de Lenore se ha ofrecido a aportar el dinero para el salón de París.

A Cassie se le iluminó el rostro. Dejó la bandeja sobre la mesa y se volvió a mí.

—¡Es maravilloso, Lenore!

«Tú también, Cassie», pensé.

Y al final, cedí.

* * *

Siguieron días de gran ajetreo y nerviosismo. Poco a poco me fui convenciendo de que había hecho lo más acertado. Mi padre visitaba continuamente el salón y escuchaba nuestros planes con entusiasmo.

Cuando vino Julia, la condesa le dio la noticia.

—Ha ocurrido algo sensacional —le dijo—. Vamos a abrir en París.

Julia puso cara de asombro.

—Tenemos un benefactor —añadió alegremente la condesa—. El padre de Lenore pondrá el dinero.

—¿El padre de Lenore?

—Sí, apareció como llovido del cielo. Y es un hombre generoso y encantador.

En aquel momento llegó mi padre e hicimos las presentaciones de rigor.

—Yo le he visto a usted antes —dijo Julia.

—Estabas con nosotros en el parque —le recordé.

—¡Ah, sí, ya me acuerdo! ¡El admirador! Hicimos bromas acerca de ello… Dijimos que Lenore tenía un admirador.

—Y lo tiene —respondió mi padre.

—¡Qué estupendo! Tienen que contármelo todo.

La condesa no paraba de hablar y hasta yo estaba ya entusiasmándome con la idea: cuando vi la alegría que tuvo mi padre al saber que yo aceptaba, empecé a pensar que las demás tenían razón.

—Hacen ustedes bien —dijo Julia—. La mayoría de las casas de modas tienen sucursales en París. Ahora subirán como la espuma —y añadió, cambiando de tema—: Qué bien lo pasamos estas Navidades, ¿verdad, Lenore? Hasta que a aquella chica le dio un ataque de histeria en la galería. Todo el mundo pareció tomárselo en serio. Supongo que es porque en el campo este tipo de cosas dan mucho que pensar. Drake estará trabajando a conciencia: me dijo que tenía que cultivar un poco a sus electores. Y ahora es el momento oportuno: tiene que preparar las elecciones demostrándoles que se preocupa mucho de ellos.

Me besó efusivamente y se fue.

Aquel mismo día acordamos que yo viajaría a París con la condesa y con mi padre. Nos quedaríamos allí hasta que encontráramos un local y diéramos los primeros pasos para ponerlo todo en marcha.

Ahora mi entusiasmo era tan grande como el de los demás. Mi padre se sentía inmensamente feliz. En opinión de la condesa, nos sería de gran ayuda porque no sólo era un hombre de negocios, sino, además, francés; y no debíamos olvidar que estaríamos en Francia.

—No es probable que lo olvidemos —dije yo.

—¡París…! —exclamó la condesa batiendo palmas como si estuviera refiriéndose al cielo.

* * *

Dejé, pues, a Katie al cuidado de Cassie y Grandmère y emprendí viaje con mi padre y la condesa. Desde el instante mismo en que salimos de la Gare du Nord me vi prendida en el encanto de una de las ciudades más atrayentes del mundo y empecé a compartir con la condesa el convencimiento de que nuestra empresa iba a verse coronada por el éxito. Fue una gran cosa que se ocupara de nosotras mi padre, porque la ciudad era un poco desconcertante. Él se encargó de todo, pues sabía exactamente lo que teníamos que hacer y por dónde empezar. Estaba tan animado que me era fácil ver cuán feliz le había hecho —y también a las demás— aceptando su ofrecimiento.

Nos metió en un coche y dijo al cocher que nos llevara a nuestro hotel en la rué de La Fayette. Jamás olvidaré aquel primer recorrido por las calles de París, llenas de gentes que rebosaban vitalidad. Pasamos por delante de mercados cuyos tenderetes pude ver fugazmente, y frente a numerosos cafés y restaurantes donde, según dijo mi padre, en verano se comía y bebía en mesas dispuestas en el exterior, porque a los parisienses les agrada vivir al aire libre. Había un denso tráfico en todas direcciones y los cocheros se gritaban unos a otros alzando la voz por encima del alboroto callejero.

Al pasar, mi padre nos iba señalando los lugares y monumentos interesantes.

—Te apasionará explorar París. Tengo que enseñarte Montmartre, Notre-Dame… ¡Hay tanto que ver…!

—Pero primero hemos de buscar nuestro local —le recordó la condesa.

—Por supuesto que sí. No crea que me olvido del objeto de nuestra visita, querida condesa.

Al cabo de un rato estábamos ya instalados en nuestro hotel. Yo tenía una habitación amplia y alta de techo, con un balcón que daba a la calle. Mi padre sugirió que nos retiráramos temprano para iniciar la búsqueda al día siguiente a primera hora.

Me ilusionaba mucho hallarme en París, pero al mismo tiempo pensaba en Katie y me preguntaba si me estaría echando de menos. También pensaba en Drake y en aquella visita navideña que concluyó de forma tan distinta a lo esperado. Por supuesto que la perspectiva de abrir la sucursal de París era apasionante, pero mi hogar y mi corazón estaban en Londres. ¿Tal vez porque Drake estaba allí? Era curioso, pero lo que sentía por él se había hecho más profundo desde las Navidades. Antes no estaba segura, pero la amarga decepción que sufrí al ver que no me hacía la esperada proposición de matrimonio me había revelado cuáles eran mis verdaderos sentimientos. La llegada de Julia lo había estropeado todo…, como también el extraño episodio de la muchacha que creyó haber visto un fantasma.

«Ahora tengo que dedicarme por entero a este proyecto de París —pensaba—. Y en cuanto lo pongamos en marcha, me casaré con Drake. Me gustaría seguir teniendo alguna relación con el negocio, pero mi principal preocupación debe ser mi familia: Katie… y Drake. He de pensar en tener más hijos…, un niño, otra niña… Mi vida deberá estar enteramente consagrada a los míos. Voy a ser la mujer de un político; y alguna vez he oído decir que, para que un matrimonio vaya bien, no hay que dejar lugar para proyectos que no sean comunes».

Madrugamos a la mañana siguiente. Nos trajeron café y brioches a la habitación, y al poco rato estábamos ya listos para iniciar nuestra búsqueda. Mi padre tenía las direcciones de un par de locales, y hacia allí fuimos. El primero de ellos estaba bastante cerca del hotel, por lo que decidimos ir caminando.

Las calles de París tienen algo que infunde vitalidad. Era una mañana radiante, tibia para la época del año en que estábamos. El aire olía a café recién hecho. Había ya mucha gente en la calle y el tráfico comenzaba a crecer.

—¿Empiezas ya a tomarle el pulso a París? —me preguntó mi padre—. En cuanto tengamos un momento, te llevaré a uno de los puntos más altos de la ile de la Cité, la torre de Notre-Dame, desde donde podrás ver el corazón de París.

—Oh, sí —respondí—. Será estupendo.

La condesa empezaba a impacientarse. Estábamos en viaje de negocios y deseaba que pusiéramos manos a la obra cuanto antes.

En los días sucesivos visitamos varios locales, pero ninguno nos satisfizo plenamente. Mi padre me llevó a un montón de sitios interesantes y a veces nos acompañó la condesa, aunque por lo general prefirió dedicarse a mirar escaparates y estudiar las tendencias de la moda. Siempre estaba rebosante de ideas y proyectos.

—Es una mujer llena de vitalidad —me comentó mi padre—, pero a ratos conviene huir un poco de ella. ¿No te parece?

Tuve que reconocer que estaba de acuerdo. Y es que me encontraba muy a gusto con él. Empezábamos a conocernos el uno al otro, y él se mostraba sumamente cariñoso conmigo, como si quisiera compensar tantos años de abandono. Por mi parte experimentaba una creciente admiración por él, ya que era un hombre de grandes cualidades. Lo mismo opinaba la condesa, que se pasaba muchas horas hablando del negocio con él: costos, posibilidades de promocionar y estimular las ventas… Les oía fascinada, y me daba cuenta de que jamás llegaría a estar tan dedicada a estos temas como lo estaba ella. La condesa sólo tenía un interés: el éxito de la empresa. Yo, en cambio, tenía además otros.

Tuve tiempo de abandonarme al embrujo de París. Di largos paseos del brazo de mi padre por las orillas del Sena, mientras él iba narrándome la historia de su amada patria. Me enseñó el palacio de las Tullerías y el singular monumento que Gustave Eiffel había erigido pocos años antes: parecía altísimo y dominaba todo París, convertido en su principal punto de referencia.

—Sólo una parte de su elevado coste fue sufragada por el Estado —me explicó mi padre con su característico sentido práctico—, y el resto lo aportó el propio monsieur Eiffel. Dicen que espera recuperar su inversión, más los beneficios que obtenga de las entradas, en un plazo de veinte años.

—¿Crees que lo conseguirá?

—No estoy muy seguro. Ahora atraviesa ciertas dificultades a causa de los problemas surgidos a propósito del proyectado canal de Panamá. Monsieur Eiffel es un especulador… y eso es algo muy peligroso.

—Estoy de acuerdo. Por esa razón…

—Ya te entiendo. La prudencia es una gran virtud y, antes que especular y perderlo todo, más vale no especular en absoluto. Pero también se dice que quien nada arriesga nada gana.

—Sí, sin duda todo tiene sus ventajas e inconvenientes. Por eso es tan difícil escoger en cada ocasión lo más oportuno.

Me habló también acerca de su familia…, que, en fin de cuentas, era también la mía.

—Tu abuelo es un hombre muy duro —me dijo—. Lleva muchos años ejerciendo un férreo dominio sobre la familia. Se considera justo y actúa de acuerdo con sus convicciones, pero no se compadece de nadie y no comprende las debilidades humanas. Es, en realidad, un personaje de tragedia: el hombre más poderoso de Villers-Mûre y sin duda el más odiado. Todos lo temen… y yo mismo, incluso ahora, tiemblo delante de él y me convierto en un hombre distinto. Ésta es la razón de que vaya muy poco a Villers-Mûre, y eso que tengo uno de mis mejores viñedos cerca de allí. Creo que siente cierto respeto por mí por haber roto con la familia y haberme abierto camino sin su ayuda. No le gustaría reconocerlo, pero así es. Por eso soy bien recibido en su casa.

—Después de tantos años, ¿todavía se acuerda?

—Lo recordará siempre. Jamás olvida ni perdona. Basta con que alguien provoque su enfado una vez. Mis hermanos y hermanas le tenían muchísimo miedo…, y todavía se lo tienen. Las gentes del pueblo tiemblan cuando le ven acercarse, y se apresuran a apartarse de su camino.

—Suena como si fuera un monstruo.

—Él vive en el pasado. Su gran obsesión es la seda. Es el mayor fabricante del mundo: lo que siempre quiso ser y lo que quiere mantener a toda costa.

—Debe de ser ya muy mayor.

—Pasa de los setenta años.

—¿Y todavía se comporta como un tirano?

—Eso es ya toda una tradición en el pueblo y en las fábricas —dijo mi padre, asintiendo—. Al fin y al cabo, Villers-Mûre y las fábricas de seda son una misma cosa. La gente depende de él. Si perdieran su medio de vida, se morirían de hambre. Así es como se ha convertido en el amo de todos ellos.

—¡Menuda fiera! —dije—. Y yo que esperaba conocerle algún día…

—Lo veo difícil. Jamás accedería a recibirte.

—¿No querría conocer a su nieta?

—No te reconocería como tal. Sus convicciones religiosas son muy estrictas…, si a eso se le puede llamar religión. No transige con lo que él califica de inmoralidad. Suele decir que está determinado a mantener la pureza de Villers-Mûre. Cuando una chica del pueblo se casa, calcula el tiempo que transcurre entre la boda y el nacimiento de su primer hijo, y si no llega a los nueve meses, ordena una investigación.

—La verdad es que no me siento muy atraída hacia él.

—Importa poco, porque ya te digo que no le conocerás.

—Lástima. Me hubiera gustado visitar Villers-Mûre.

—Estarás a dos pasos de allí cuando vayas a ver mi viñedo. Tengo una hermana casada que vive en los alrededores y que te recibirá con mucho gusto.

—Es decir, que al único que no podré ver será a mi abuelo…

—No te sepa mal —asintió—. Ni falta que te hace. Se pasa mucho tiempo en la iglesia: va a misa cada día, y los domingos oye dos. Tiene un peculiar concepto del bien, que difícilmente concuerda con la fe cristiana. Creo que le encantaría resucitar la Inquisición en Francia. Piensa que todos los que no pertenecen a la Iglesia católica son unos pecadores, y no ha perdonado a aquella rama de la familia que se desgajó hace tantísimos años. Eran hugonotes… Sin embargo, sigue con atención sus progresos en Inglaterra. ¡Oh, sí! Está muy al tanto de la familia, aunque se hayan alejado, adoptado otra nacionalidad y cambiado su apellido por Sallonger. Por eso los recibe bien cuando vienen a Francia. No ha perdido la esperanza de devolverlos al redil de la Iglesia católica.

—Es apasionante saber cosas acerca de la propia familia. Yo, hasta ahora, sólo había tenido a Grandmère.

—Es una gran mujer —me dijo—. Se atrevió a encararse con mi padre (la única persona que jamás lo haya hecho), y pienso que él la admira por eso a pesar suyo. Fue él quien la envió a Inglaterra contigo, a vivir con quienes se llaman a sí mismos Sallonger. Y ahora resulta que tú te casaste con uno de ellos…

A cada día que pasaba crecía nuestro mutuo aprecio y yo averiguaba más detalles sobre mi familia.

Entretanto, la condesa había encontrado justo lo que quería.

Era un local pequeño, pero muy elegante, al lado de los Campos Elíseos.

—Un buen sitio —sentenció la condesa—. Exactamente lo que necesitamos.

Estaba impaciente por enseñárselo a mi padre, quien, en cuanto lo vio, le dio el visto bueno.

Me encantaban los Campos Elíseos, el Cours la Reine y el magnífico Arco de Triunfo. Cuando veía jugar a los niños en los jardines, pensaba: «Vendré aquí con Katie. Le compraré un aro para que juegue como ellos. Será maravilloso en verano, cuando saquen las mesitas con sus sombrillas de vivos colores».

En seguida me vi inmersa en el ajetreo de montar el salón, y los paseos se hicieron menos frecuentes. Mi padre estaba casi tan entusiasmado como la condesa que, por su parte, trabajaba sin descanso. Deseaba que todo estuviera en marcha y los retrasos la ponían mala; quería tener cuanto antes los espléndidos modelos de Grandmère en los escaparates, y a varias costureras trabajando en el taller de la parte de atrás.

Las negociaciones duraron más de lo previsto. Llevábamos ya seis semanas ausentes de Londres. A mí me parecía que hacía un siglo que no había visto a Katie y estaba deseando volver. Le compré varios regalos, y entre ellos una muñeca grande que era distinta de todas las que había visto: era una elegante damita parisina con vestidos de quita y pon; y cuando cerraba los ojos al inclinarla, sus largas pestañas destacaban sobre las sonrosadas mejillas de porcelana.

De verdad que era maravilloso regresar a casa. Permanecí en cubierta atenta a vislumbrar en la lejanía los blancos acantilados. Y en seguida, a Londres.

Nos estaban esperando en la estación. Katie corrió a arrojarse en mis brazos.

—¡Oh, mamá!… ¡Cuánto tiempo! —exclamó.

—Nunca volveremos a separarnos tantos días —le prometí.

Grandmère me dio una afectuosa bienvenida, pero en seguida le noté en la mirada que algo no iba bien.

—¿Cómo va todo? —le pregunté.

—Muy bien, muy bien —se apresuró a responder.

Pero yo comprendí que no estaba diciéndome la verdad. Como siempre, su rostro la traicionaba.

Teníamos muchísimas cosas que contarles. La condesa se moría de ganas de describirles nuestro maravilloso hallazgo en París. Pronto podríamos inaugurar el salón. Las formalidades la sacaban de quicio. ¿Por qué no se podía comprar un local por la directa? Pues no: había que hacer una gestión…, y luego otra… Era para volverse loca.

Cassie se alegró mucho de vernos.

—Estábamos impacientes aguardando la noticia de vuestro regreso, ¿no es verdad, Katie?

Katie asintió. Estaba pegada a mí y me tomaba de la mano como si quisiera impedir que me fuera otra vez. Su gesto me llegó al alma.

Aquella misma noche, después que todos se fueron a la cama, entré en la habitación de Grandmère para averiguar lo que me tenía inquieta. Se lo pregunté directamente.

Sostuvo mi mirada unos instantes, y en seguida me dijo:

—Drake se casa.

—¡Cómo! —exclamé atónita.

—Con Julia —añadió.

Las palabras no me salían. Estaba allí mirándola, sintiendo que mis sueños se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos.

—Ella está enviando ya las participaciones de boda. Se celebrará dentro de dos semanas.

—Tan… pronto… —acerté a decir.

—Sí. Parece que fue una decisión muy rápida.

Los ojos de Grandmère evitaban encontrarse con los míos.

—En fin… —balbucí.

No supe decir más. Le di las buenas noches y me marché a mi habitación porque quería estar sola. Me sentía destrozada por dentro, incapaz de reaccionar. Sólo ahora comprendía cuánto significaba él para mí.

* * *

Aún no sé cómo me las arreglé para superar el día siguiente. Me costó un esfuerzo enorme mostrarme sonriente ante Katie y responder a sus preguntas sobre nuestro viaje a París. Ella quería que le contara todo, y le expliqué muchas de las cosas que me había enseñado mi padre. Me daba cuenta de que la condesa y Cassie estaban también desoladas por el cuidado que ponían en no mencionar a Drake.

Me sentía herida en lo más hondo. Pensaba con amargura que jamás volvería a fiarme de mi intuición: esa intuición que me había hecho creer que me amaba.

Pero me fue imposible fingir con Grandmère. Fue ella quien vino aquella noche a mi habitación, acostados ya todos, como solía hacer cuando quería hablar a solas conmigo.

—Conmigo no tienes que disimular —me dijo—. Sé lo que sientes. Ha sido un gran golpe para ti. No sabía cómo darte la noticia y me temo haberlo hecho de un modo muy torpe.

—No, no… Hiciste muy bien. Tenía que saberlo cuanto antes.

—Le querías, ¿verdad? Asentí con la cabeza.

—Para mí fue una noticia incomprensible. Pensé que quizá había algo que tú supieras ya…, que a lo mejor tú le habías dicho que no querías casarte con él y que por eso se lo propuso a Julia. Pero yo sabía que le amabas, y estaba muy contenta porque le tenía por un hombre de bien. ¡Oh, mon amour, no reprimas tus sentimientos! Déjalos salir… Soy tu vieja Grandmère, y estamos demasiado unidas para andarnos con fingimientos.

—¡Oh, Grandmère…, querida Grandmère…! Me siento tan perdida y desconcertada… No sé lo que siento en realidad.

Se acercó a mí y me tomó en sus brazos, acunándome como si fuera un bebé.

—Se te pasará. Todo pasa… Y es mejor que no te cases con un hombre así. Es evidentemente un veleta…, no la persona que nosotras creíamos.

—Dices eso sólo porque ha preferido a Julia.

—No, sino porque había dado a entender muy claramente que te amaba a ti. Hacerte después esto… no me cabe en la cabeza. Volvió de Swaddingham al día siguiente de haber marchado tú a París, y se presentó aquí nada más llegar. Cassie habló con él. ¡Pobre Cassie! Estaba apuradísima porque temía haber dicho alguna inconveniencia. Hice que me explicara punto por punto lo que había ocurrido. Drake no estuvo más de cinco minutos. Preguntó por ti, y Cassie le dijo que te habías ido a París con monsieur Saint-Allengère y la condesa, a buscar un local para montar un salón allí: y luego añadió que estabais muy entusiasmadas con el proyecto. Ésas fueron exactamente sus palabras. Entonces Drake palideció ostensiblemente. «Comprendo —dijo—. No puedo quedarme. Debo irme en seguida». Cassie le preguntó si quería verme, pero él le respondió que no. No estuvo grosero, pero insistió en que tenía que irse de inmediato.

—¡Qué extraño! Con lo amable que se ha mostrado siempre con todas nosotras…

—No ha vuelto por aquí. Días más tarde nos enteramos del anuncio de su compromiso con Julia. Y luego vino ella personalmente a encargarnos su vestido de novia.

¡Oh, no!

—No pude rechazar el encargo. Hubiera parecido muy extraño y hubiera sido como delatar nuestros sentimientos. Ya lo he hecho y Julia se lo ha llevado. Te confieso que he trabajado muy a disgusto aunque, en fin de cuentas, eso era lo de menos.

—¿Te dijo algo Julia acerca de mí?

—Habló por los codos. Que si era maravilloso que al final hubieras logrado tu deseo de abrir casa en París… Que si la vida era maravillosa y estaba llena de sorpresas, como ésta de que ahora fuera a casarse nada menos que con Drake Aldringham… Comentó que esperaba pasarlo muy bien, porque siempre le había atraído la política y ahora podría dedicarse a ella de la mano de Drake, con la cantidad de fiestas y compromisos sociales que implica. Que todo hombre necesita el apoyo de una mujer…, de la mujer adecuada, por supuesto, y que ella se consagraría por entero a la carrera de su marido.

—Realmente tiene mucha experiencia como anfitriona.

—Creo que por eso se casa Drake con ella.

—¿Tan calculador le consideras?

—Nos habíamos equivocado con él —asintió gravemente— y, en el fondo, es mejor haberlo descubierto a tiempo. Por cierto, Julia añadió que no estaba bien que siguieras viuda. «¿Sabe que voy a hacer? —me dijo—. Voy a buscarle un marido».

Me cubrí el rostro con las manos.

—Ya lo sé, cariño. Sus palabras tenían mucha malicia. No me fío de ella. Es, como vulgarmente se dice, un mal bicho. Pero no te importe, ma chérie… Son tal para cual. No serán muy felices esos dos.

—Se compenetrarán muy bien —dije—. Es obvio que yo no entendí a Drake.

—Se va a casar con Julia por su dinero.

—Eso no puedo creerlo, Grandmère.

—Pues todo el mundo lo cree. Lady Travers estuvo aquí hace unos días. Ya sabes lo parlanchina que es y cómo está al tanto de todo lo que ocurre. Como es natural, hablamos de la próxima boda de Julia.

»—La pobre Julia —me dijo— ya no es ninguna niña, pero aún sigue siendo bastante enamoradiza. Desde siempre ha estado tratando de pescar a Drake Aldringham, y al final ha logrado hacerle ver lo mucho que puede ayudarle.

»—¿Ayudarle? ¿Cómo? —pregunté yo con toda inocencia.

»—Drake tiene ante sí un futuro muy prometedor —contestó—. Tiene madera de ministro…, e incluso podría aspirar a ser jefe del gobierno, como la mayoría de los de su talla. Y Julia lo sabe. ¡Imagínese lo que le chiflaría ser la mujer del primer ministro! Ser una Mary Anne Disraeli o una Catherine Gladstone… No digo yo que les llegara a la suela del zapato a ninguna de las dos, pero por lo menos tiene dinero, y eso es lo que le falta a Drake. Cierto que la familia de él es bastante rica, pero Drake tiene mucho orgullo y quiere abrirse camino sin la ayuda de los suyos.

»—¿Y no le importa casarse por dinero? —objeté yo.

»—Eso, mi querida madame Cleremont, es harina de otro costal —me replicó.

»Yo le dije que no veía la diferencia, y ella rechazó mi comentario con un ademán y prosiguió:

»—Julia sabrá desenvolverse muy bien en fiestas y recepciones con las personas clave. Aunque no tiene ni idea de política, es la mujer ideal para empujarle a trepar. Ya se verá. Por otra parte, el momento es oportunísimo, con unas elecciones a la vista. A la gente le encantan las bodas. Julia quiere a Drake y Drake quiere el dinero de Julia: la combinación perfecta para que un matrimonio sea un éxito. Cierto que ella tendrá que dejar de beber, porque su afición por la bebida ya ha ido demasiado lejos. Tal vez Drake consiga convencerla.

Grandmère —dije yo—, no puedo creer que se case con ella por dinero.

—Pues a mí no se me ocurre ninguna otra razón para que lo haga.

—¿Y yo qué voy a hacer ahora, Grandmère…?

—Sólo puedes hacer una cosa, ma chérie —respondió ella acariciándome el cabello—, y es seguir adelante. ¿Recuerdas cuando murió Philip? Creíste haberte hundido para siempre. Pero luego el tiempo ayudó, ¿verdad? Hasta el punto de que ahora pensabas haber encontrado una nueva oportunidad para ser dichosa…, aunque no pudo ser. Tenemos entre manos este proyecto de París, que nos mantendrá a todas muy ocupadas. Y además está Katie, inmensamente feliz por tu regreso. La pobre niña estaba muy triste y no hacía más que preguntarnos cuándo volverías a casa. Drake te ha fallado, Lenore, amor mío, pero aquí tienes a otras personas que te quieren.

No pude contener el llanto ni ocultarle mis sentimientos a Grandmère. Ella me preparó una de sus infusiones sedantes y se empeñó en permanecer a mi lado hasta que me quedé dormida.

* * *

La condesa no hablaba de otra cosa que de París. Estaba tan ocupada haciendo planes que ni siquiera se percató del cambio que se había producido en mí…, quizá porque acerté a ocultar perfectamente mis sentimientos.

Katie fue, como siempre, mi mayor consuelo. Quería que le hablara constantemente de París.

—Yo también iré, ¿verdad? —me repetía.

Y yo le respondía que sí y le hablaba de los niños que jugaban con sus aros en los jardines.

Mi padre había regresado a París para proseguir las negociaciones. Quedamos en que al cabo de unos días la condesa, Grandmère y yo iríamos a reunimos con él. Cassie se quedaría en Londres; teníamos, además, una encargada del salón que podría llevar perfectamente el negocio durante algunas semanas.

Recibimos las invitaciones para la boda de Julia.

—Yo no puedo asistir —dije.

Grandmère no objetó nada, pero por su silencio comprendí que no estaba de acuerdo conmigo. Abordé la cuestión directamente.

—No puedes andar por ahí… ¿cómo diría?… con el corazón prendido en el ojal para que todo el mundo lo vea —me respondió—. Cassie debe ir porque es su hermana. Y tú…, tú te criaste con ellas. Te van a echar en falta y comentarán: «¿Dónde está Lenore? A ella también le gustaba este joven, ¿no es cierto? A lo mejor es que está un poco celosa, despechada… Porque es muy raro que no haya venido a la boda».

—Es horrible que la gente sepa tantas cosas sobre nuestra vida privada.

—No te extrañe: es muy observadora, y nosotras vivimos como en un escaparate.

—Si voy…

—Te haré un vestido precioso. De terciopelo ribeteado de marta. Tengo un corte de terciopelo azul que es una maravilla: de un tono perfecto, claro pero no demasiado vivo. Te sentará muy bien. Y lo complementarás con un sombrerito con una pluma de avestruz. Déjame hacer a mí.

—Iré muy a disgusto.

—Ya lo sé. Limítate a hacer acto de presencia y después te escabulles. Ten en cuenta que habrá periodistas: después de todo, él es un político prometedor y ella es famosa en los círculos de la alta sociedad por sus fiestas. Imagínate la reseña: «La novia estaba encantadora y lucía un exquisito modelo de Lenore’s… Una notable ausencia fue la de la propia Lenore, a pesar de su parentesco con la desposada…». Eso no puede ser. Lenore tiene que estar presente para no llamar la atención.

—Tienes razón, Grandmère —respondí, y ella asintió complacida.

Desde que me enterara de la noticia, yo vivía como en un sueño del que creía que pronto tendría que despertar. Drake no se iba a casar con Julia… Era imposible, después de todas las insinuaciones que me había hecho. A menudo pensaba en nuestros encuentros en el parque y en la alegría que me producían… ¿Cómo aceptar que todo aquello había terminado, que aquellos encuentros que tanto significaban para mí no tuvieron para él la menor importancia?

El día de la boda me puse mi vestido de terciopelo azul y el sombrerito con la pluma de avestruz.

Grandmère y la condesa batieron palmas al verme.

—Perfecto…, perfecto… —murmuró la condesa.

También ella se había ataviado con toda elegancia. No podía faltar en la fiesta, porque Julia era su protegée; la había ayudado a encontrar su primer marido, y ahora asistiría desolada a sus segundas nupcias, pues también ella, como Grandmère, había pensado que Drake y yo estábamos hechos el uno para el otro.

No asistí a la ceremonia en la iglesia porque no hubiera sido capaz de resistirlo. La recepción tuvo lugar en el espacioso salón de la casa de Julia.

Vi a Drake de pie a su lado, ayudándola a cortar la tarta nupcial, y más tarde cuando se pronunciaron los discursos y se hicieron los brindis de rigor. Me sorprendió observar que, a pesar de su simpática sonrisa, no parecía demasiado feliz.

El corazón me dio un vuelco cuando sus ojos se cruzaron con los míos desde el otro lado del salón. Bajé inmediatamente mi mirada, incapaz de sostener la suya.

«Tengo que irme», pensé. Busqué a Cassie y vi que estaba charlando con un grupo de amigos. Me acercaría a ella y le preguntaría si no le importaba que nos fuéramos.

Y de pronto me di cuenta de que Drake estaba a mi lado.

—Lenore… —me dijo.

—Ah, Drake… —empecé, armándome de valor—. Mi enhorabuena.

—Y la mía a usted.

—¿A mí?

—Por la inauguración de su establecimiento de París.

—¿Ya se ha enterado usted?

—Pues, sí. Todo el mundo habla de ello. Ha tenido usted mucha suerte.

—Sí, ¿verdad?

—Es muy útil tener amigos ricos.

—Mi padre tendrá una participación en el negocio, naturalmente.

—¿Su padre?

—Ah, pero… ¿no lo sabe? ¿No se lo explicó Cassie cuando usted vino a visitarnos?

—Cassie me dijo que se había ido usted a París… para poner en marcha el negocio. No sabía nada de su padre.

—Usted ya le conoce. Le vio en el parque.

Drake me miró perplejo, y yo seguí:

—¿No se acuerda? Fue varias veces, y me observaba con tanta insistencia que nos llamó la atención. Julia decía que era un admirador mío.

—¡Su padre! —repitió Drake.

—Es una historia de lo más novelesca. Yo jamás le había visto. Mi madre murió al nacer yo. No estaban casados, y la familia de él me envió a Inglaterra con Grandmère.

—Su padre… —volvió a decir Drake.

—¿Qué ocurre, Drake? —pregunté—. Parece usted asombrado.

—Julia me dijo… —me miró fijamente a la cara—. Tenemos que hablar usted y yo. Salgamos de aquí.

—No puede dejar su recepción de bodas, Drake. Y dentro de unos instantes iniciarán ustedes su luna de miel.

—Yo no tenía la menor idea de que aquel hombre era su padre —dijo en voz muy baja—. Pensé que era… un admirador, en efecto. Y que le había dado el dinero para ese proyecto suyo de París que tanto la interesaba.

—¿Creyó que…?

—Sí, creí que era su amante.

—¡Qué disparate! ¿Cómo pudo ocurrírsele? No me diga que me creyó capaz de… ¡Pero si ni siquiera quería aceptar el dinero de mi padre, y la condesa y Grandmère tuvieron que luchar para convencerme! Él estaba ansioso por ayudarme porque se avergonzaba de su proceder durante tantos años y de no haber aparecido en mi vida hasta este momento.

—¡Dios, Dios…! —murmuró, mirando con impotencia a su alrededor—. ¡Qué es lo que he hecho!

Empecé a comprenderlo todo. Drake había pensado que yo me había convertido en la amante de mi admirador del parque para que éste me ayudara en mi negocio… ¿Que cómo era posible que hubiera dado crédito a aquella calumnia? Pues… porque Julia se lo había dicho.

La miré con odio, mientras ella aparecía triunfante, roja la cara de satisfacción, contemplando a sus invitados. Se había salido con la suya.

Sentí de pronto que me asfixiaba en aquel salón.

—Tengo que irme —dije.

—No —insistió Drake—. Hemos de hablar. Tengo que darle una explicación.

—No hay nada más que explicar.

—¡Si no le he dicho nada…! Pensé que usted sabía…

—¿Qué tenía que saber?

—¡Que era a usted a quien yo amaba! He sido un estúpido. Quería habérselo dicho mucho antes, pero creí que el recuerdo de Philip… y la marcha de su negocio… la absorbían tanto que la impedían decidirse a casarse de nuevo. Yo la quería a usted. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Ser un buen marido para Julia —dije, y añadí con una punta de amargura—: Ella se encargará de organizar fiestas para que usted conozca a gente influyente. Es lo que le hace falta a un político ambicioso. Y quizá, con el tiempo, llegará a decir algún día como la mujer de lord Beaconsfield: «Se casó conmigo por mi dinero, pero, si pudiera volver a hacerlo, lo haría por amor».

—¡El dinero! —exclamó—. ¡Qué maldita obsesión!

—Es algo muy útil.

—¡Usted piensa que me he casado por su dinero!

—Igual que usted creyó que yo me había vendido.

—Ha habido un terrible malentendido, Lenore. Es preciso que volvamos a vernos.

—No creo que debamos volver a vernos a solas.

—¡He de decirle tantas cosas!

—Mire usted, Drake… Sólo sé que usted me ha creído capaz de hacerme amante de un ricachón para poder montar mi establecimiento en París. Me asombra que usted haya podido pensar eso de mí. Eso significa que usted no me conoce en absoluto. Comprendo su decepción. E incluso que se haya dicho a sí mismo: «Si ella se vende por dinero, también lo haré yo». Quizá pensó que su actitud era más respetable que la mía…, que la que me atribuía a mí. Pero, para mí, tan inmoral es lo uno como lo otro.

—Lenore…

—Nos estamos alterando los dos —dije—, y se supone que ésta debería ser una fiesta gozosa. Usted debería estar hablándome de su luna de miel: de dónde van a pasarla, del buen tiempo que esperan les acompañe, y de cosas por el estilo.

—Cuando me enteré —prosiguió—, me sentí destrozado. Fui a su casa y todo pareció corroborar lo que Julia me había dicho.

—Pero ella ya sabía que era mi padre. Sabía que él iba a poner el dinero.

—¿Cómo ha podido ser capaz de…? —Murmuró Drake—. La odiaré con toda mi alma.

—Está usted hablando de su esposa.

—Es cierto. Que Dios me perdone.

—Y tú… ¡cómo pudiste… cómo pudiste…! —exclamé.

—Ocurrió, simplemente… Cuando fui a tu casa y me dijeron que te habías ido a París… con aquel hombre, fue como si me partiera por dentro. Estaba aturdido, loco. Sabía que os acompañaba la condesa, y me la imaginé ocupada en buscar el local, mientras tú hacías el amor con tu amante para procurarte el dinero preciso…

—¡Drake!

—Ahora me doy cuenta de mi locura. No hubiera tenido que perder la cabeza. Estuve horas vagando por las calles…, intentando convencerme a mí mismo de que me había librado de cometer un error.

—Lo mismo que traté de hacer yo.

—¿Cómo pudimos pensar eso, Lenore…, el uno del otro? —y al ver que yo guardaba silencio, prosiguió—: Fui a ver a Julia, y cenamos juntos. Bebí más de la cuenta; y ella también, como suele hacer. Quizá porque me pareció que era la mejor manera de olvidar. A la mañana siguiente me desperté en su cama. Me avergoncé tanto de mi conducta, que escapé de su casa y me fui a Swaddingham. Y llevaba allí unas semanas tratando de olvidar aquel episodio, cuando recibí una carta de Julia en la que me decía que iba a tener un hijo…, fruto de aquella noche. Sólo podía hacer una cosa, y la he hecho.

—¡Oh, Drake!… ¡Qué desastre tan grande hemos organizado!

—¿Qué podemos hacer ahora?

—Sólo una cosa: seguir cada uno nuestro camino a partir de aquí. Ahora que sé que me amabas, mi desdicha es menor: eso me servirá de consuelo. No me equivoqué en ello.

—Te amo, Lenore. Te he amado siempre, desde aquel día que te saqué del mausoleo.

—Tiene gracia… —comenté amargamente—: Estamos declarándonos nuestro mutuo amor en tu fiesta nupcial, cuando acabas de casarte con otra… ¿Sabes de alguna situación semejante?

Tomó mi mano y la estrechó entre las suyas.

—Jamás te olvidaré, Lenore.

—Pues es lo que tenemos que lograr cuanto antes: olvidarnos el uno del otro.

—Será imposible.

En aquel instante se presentó Julia.

—Hola, Lenore —dijo—. ¿Va todo bien? ¿Te está dando conversación Drake?

—Debo irme —repliqué fríamente.

—¡Claro…! Tan ocupada con lo de París… Drake y yo lo comprendemos, ¿verdad, querido? Además, tenemos que ir en seguida a cambiarnos.

Drake no dijo nada. Su rostro, sin embargo, expresaba una profunda desesperación y le vi estremecerse cuando ella le tomó del brazo.

—Voy a buscar a Cassie —les dije—. Adiós.

Y me alejé de ellos.