El compromiso

Jamás pude pasar ya por delante del panteón sin revivir el terror de mi encierro, pero mis sueños no volvieron a verse turbados por la imagen de aquella húmeda cripta con sus hileras de ataúdes y sus estatuas que parecían vivas.

Charles estuvo mucho tiempo sin aparecer por la casa. Aquellas Navidades las pasó en casa de un amigo y vino únicamente el segundo día de Pascua para ver a la familia y asistir al tradicional reparto de aguinaldos, pero ni siquiera se quedó a pasar la noche. Nuestro primer encuentro fue un poco embarazoso, aunque en seguida me di cuenta de que estaba dispuesto a comportarse como si aquel desagradable incidente no hubiera ocurrido, y yo me alegré de hacer lo propio. Se mostró frío y distante, pero no hostil. Fue lo mejor que podía hacer.

Julia olvidó aquel desengaño porque por primavera iba a ser presentada en la corte y todos sus afanes estaban centrados en aquel gran acontecimiento. Supongo que no le quedaba demasiado tiempo para acordarse de Drake. De hecho nadie de la casa volvió a mencionar su nombre, salvo en una ocasión lady Sallonger que se destapó con esta pregunta:

—Por cierto, ¿cómo se llamaba aquel joven tan simpático que estuvo aquí una vez? ¿No era Nelson, o algo por el estilo?

—Algo por el estilo, lady Sallonger —respondí.

—Ahora me gustaría que me leyeras un ratito, Lenore. A ver si me entra un poco de sueño. He tenido una noche bastante mala. Me parece que necesito algún cojín más… No, el verde no; el azul, que es más blando.

Así pues, Drake Aldringham pareció perderse en el horizonte.

Se acordó que Julia pasara una semana o poco más en Londres en casa de la condesa de Ballader. Todavía tenía que aprender muchas cosas antes de estar a punto para la gran ocasión. La acompañaría Grandmère al objeto de conocer las últimas tendencias de la moda, pues, aunque su labor era excelente y poseía eso que los franceses llaman un je ne sais quoi personalísimo, cabía la posibilidad de que no estuviera au fait, es decir, familiarizada con el dernier cri de la moda. Además, podría adquirir algunas telas nuevas, distintas de las que recibía de Spitalfields. Miss Logan, por su experiencia al servicio de una familia aristocrática, convenció a lady Sallonger de la necesidad de aquel viaje.

Yo estaba con lady Sallonger, como solía ocurrir cada vez con mayor frecuencia, cuando Grandmère entró para hablar con ella. Siempre admiraba la dignidad de mi abuela, que tanto respeto infundía a los demás.

—Perdone que la moleste, lady Sallonger —dijo—, pero tengo que hablar con usted de un asunto muy importante.

—¡Vaya por Dios! —exclamó lady Sallonger, que sentía una natural aversión por los asuntos importantes y, en general, por cualquier tema sobre el que debiera tomar una decisión.

—Se trata de lo siguiente. Me dicen que tengo que ir a Londres. Comprendo que este viaje es muy necessaire para miss Julia, porque hemos de ver lo que se lleva ahora para poder confeccionarle el vestuario más bonito de la temporada… Naturalmente. Y lo haré de mil amores. Pero no puedo ir sin mi nieta. También es muy necessaire que me acompañe.

Lady Sallonger puso unos ojos como platos.

—¡Lenore! —exclamó—. Pero yo la necesito aquí… ¿Quién me leerá? Ahora estamos por la mitad de East Lynne… Necesito que me atienda.

—Ya sé que Lenore le presta un gran servicio, lady Sallonger; pero yo no podría trabajar bien sin tenerla a mi lado. Además, será sólo una semana; tal vez un par de días más. Por otra parte, miss Logan es una persona muy competente. Y está también miss Everton. Entre las dos estará usted muy bien atendida.

—Es absolutamente imposible.

Se miraron fijamente la una a la otra: dos mujeres inflexibles, acostumbradas a salirse siempre con la suya. Fuera por su firmeza de carácter, o tal vez por la singular posición que ocupaba en la casa, lo cierto es que Grandmère ganó la partida. Y que lady Sallonger dejó por un momento de pensar en sí misma para considerar la importancia de la presentación en sociedad de Julia. Grandmère tenía que ir a Londres, y estaba claro que no accedería a hacerlo si yo no iba con ella.

Al final lady Sallonger frunció los labios haciendo pucheros y dijo:

—Supongo que tendré que dejarla ir, pero no me parece muy oportuno.

—Ya sé lo mucho que aprecia usted a mi nieta —dijo Grandmère con una punta de ironía—, pero debo llevarla conmigo. Si no, tampoco podría ir yo.

—No veo por qué no.

—Bueno… no siempre es fácil comprender los porqués de los otros. Yo no veo por qué miss Logan no puede suplir a Lenore; sin embargo, puesto que Lenore le es tan útil a usted, espero que se hará usted cargo de por qué me resulta imposible prescindir de ella en tan importante ocasión.

Grandmère se alzó con el triunfo.

—Ya es hora de que descanses un poco de ella —me dijo cuando estuvimos a solas—. Cada día que pasa te exige más y más. Con el tiempo, si no ocurre algo que lo impida, te hará su esclava, y no es esto lo que deseo para ti.

La perspectiva de ir a Londres me tenía en ascuas. Cassie estaba muy abatida porque no la dejaban acompañarnos. Se habló de ello, pero lady Sallonger se opuso tajantemente alegando que la necesitaba para ayudar a miss Logan en el desempeño de mis obligaciones.

—Sólo será una semana —la consolé— y te lo contaré todo a mi vuelta.

Y así fue como Julia y yo emprendimos el viaje con Grandmère un desapacible día de marzo. Se decidió que fuéramos en tren porque resultaba mucho más cómodo. Cobb salió a recibirnos a la estación y nos condujo a la casa de Grantham Square.

Fue muy emocionante recorrer las calles de Londres. Todo el mundo parecía tener mucha prisa y había ajetreo en todas partes. Cabriolés y berlinas circulaban en tan gran número, y a tanta velocidad, que temía que fueran a atropellar a la gente. Sin embargo nadie daba muestras de extrañeza, por lo que deduje que debía de ser un hecho corriente.

Cuando enfilamos Regent Street, Grandmère empezó a mirar a un lado y a otro con vivo interés, leyendo en voz alta los rótulos de las tiendas: Peter Robinson’s…, Dickens and Jones…, Jay’s… Yo apenas tenía tiempo para ver fugazmente algunos de los espléndidos artículos expuestos en los escaparates, mientras Grandmère ronroneaba como un gato satisfecho.

Grantham Square se encontraba en una de las más elegantes zonas residenciales de Londres. La casa era alta, de estilo georgiano. Se accedía al porche por unos peldaños y a ambos lados de la entrada había dos grandes macetones de tulipanes sostenidos por unas ninfas muy ligeras de ropa.

Cobb nos dejó en la casa y se fue con el coche a las cuadras de la parte de atrás.

En la casa había un mayordomo, un lacayo y varios criados; algunos más que en la Casa de la Seda. Sir Francis no estaba, y nos recibió el ama de llaves que nos condujo a nuestras habitaciones diciéndonos que no dudáramos en pedirle cualquier cosa que necesitáramos. Era una mujer de aspecto autoritario, cuyo negro vestido de fustán crujía al andar. Se llamaba mistress Camden.

Grandmère y yo compartíamos una habitación muy espaciosa y ventilada en el piso superior de la casa. Había dos camas y un cuartito de un aseo con una pequeña jofaina y aguamanil.

—Estaremos muy cómodas aquí —dijo Grandmère—. Y, además, juntas.

Se me escapó una sonrisa. Me daba cuenta de que no estaba dispuesta a dejarme sola en una casa en la que pudiera presentarse Charles inopinadamente.

Fueron unos días muy agradables. Sir Francis llegó a última hora de la tarde. Estuvo muy atento con Grandmère: se excusó por su tardanza y preguntó si habíamos sido atendidas a nuestra entera satisfacción. La condesa de Ballader tenía que venir al día siguiente para empezar a trabajar con Julia. Por su parte, él deseaba llevar a Grandmère a la fábrica de Spitalfields para mostrarle los nuevos telares y los nuevos métodos de tejer, que, según dijo, traían algo inquietos a los trabajadores que veían en cualquier novedad un riesgo de perder su empleo.

—Siempre hay problemas —se lamentó.

Grandmère le explicó lo mucho que yo la ayudaba en su trabajo, gracias a mi natural instinto para conjugar tejidos y estilos.

—Sale a usted —dijo sir Francis, mirándome complacido.

—Yo diría que sí —replicó Grandmère con orgullo.

Estaba tan cansada aquella noche, que me quedé dormida nada más acostarme. A la mañana siguiente desperté animadísima.

Llegó la condesa de Ballader y se hizo cargo de Julia. Iba a alojarse en la casa durante nuestra estancia allí. Julia tenía que aprender muchas cosas. En las contadas ocasiones en que luego la vi, porque la infatigable condesa estaba constantemente ensayando con ella, me enteré de que el día en cuestión tendría que ir peinada de manera que pudiera lucir un tocado de tres plumas y un velo; que a la condesa no acababa de gustarle su forma de hacer la reverencia, pese a que ella no le veía ningún defecto… Al fin y al cabo, ¿qué era una reverencia? Una simple inclinación del cuerpo. ¿Por qué tenía que ser tan complicada? Y luego su talle que, por lo visto, no era lo bastante fino: tendrían que hacerle otros corsés, y éstos la apretarían tanto, que se le congestionaría la cara; con lo que el remedio sería peor que la enfermedad.

¡Pobre Julia! La presentación en sociedad parecía más un terrible suplicio que una agradable experiencia. Pero, a pesar de todo, estaba emocionadísima, aunque temía fracasar en su primera fiesta y la aterrorizaba que nadie la sacara a bailar.

Yo me lo pasé mejor. Grandmère y yo nos dedicamos a explorar Londres. Miramos los escaparates de las tiendas, recorrimos las secciones especializadas de los almacenes… Ella iba observando las últimas tendencias de la moda, no sólo en las tiendas, sino también en las damas con que nos cruzábamos en la calle. Me hizo notar que, en general, les faltaba chic, y que no tenía nada que aprender de ellas. Compró algunas telas y comentamos cuál sería la forma de sacarles mejor partido.

Sir Francis la llevó a Spitalfields, de donde me pareció que regresaba bastante preocupada.

Era muy agradable compartir juntas la misma habitación, porque, antes de dormirnos, nos pasábamos un buen rato charlando.

—¡Cuánto revuelo por una chica! —me dijo—. La verdad es que es una costumbre bastante curiosa, ¿no crees? Una joven no puede alternar en sociedad y conocer a otras personas de su clase hasta no haber recibido la aprobación de la corte. ¿Y en qué consiste ésta? Una simple reverencia… y listos. Ahí la tienes, con su vestido de corte, sus plumas, su velo… y varios meses de preparativos. ¿Qué te parece? ¿No te causa un poco de risa?

—Pienso que resulta indecente.

—¿Indecente? ¿A qué te refieres?

—Quiero decir todo eso de exhibirla, de lucir sus atributos con la esperanza de que algún hombre la considere digna de hacerla su esposa.

—Ah, conque es eso. Piensas que es… ¿cómo lo diría?…, una humillación para nuestro sexo.

—¿Y acaso no lo es?

Grandmère se quedó pensativa unos instantes y luego dijo:

—Yo creo, ma petite, que tenemos que luchar de firme para ocupar el puesto que nos corresponde en la vida. Para igualar a un hombre tienes que ser mucho mejor, mucho más inteligente que él. Siempre lo he pensado. Ahí me tienes a mí: tengo talento para las telas y los estilos, y ello me ha valido vivir como huésped, o casi como huésped, en casa de sir Francis; ser tratada por él con respeto. Claro que él es un caballero… Pero ya hemos visto cuan precaria puede ser nuestra posición por causa de ese odioso hijo suyo. Tenemos que estar en guardia. Sí, de acuerdo…, es en cierto modo humillante esta especie de subasta de mademoiselle Julia… Pero, ma chérie, yo bien quisiera que tú pasaras por lo mismo porque, si te presentaran en sociedad, tendrías ocasión de conocer a ciertas personas con las que, en caso contrario, jamás podrías relacionarte. Me preocupa mucho y le doy muchas vueltas. Ahora estás a salvo. Yo te protejo. Pero ya no soy joven, y llegará un día en que…

—¡No! —exclamé involuntariamente. No podía admitir ni el pensamiento de vivir sin ella.

—Tranquila… Me encuentro muy bien. Soy fuerte y me quedan todavía muchos años por delante. Pero no quisiera morir sin ver realizada mi mayor ilusión: verte situada, casada con un hombre no necesariamente rico, pero sí bueno. Tiene que ser bueno. Quiero verte con hijos, porque los hijos son, créeme, el mayor consuelo de una mujer. Yo lo tuve con mi Marie-Louise. Tu abuelo era un buen hombre, pero murió joven dejándonos a las dos solas. Y luego murió ella, y yo también creí morir porque pensé que la vida no tenía ningún interés para mí… hasta que te pusieron en mis brazos. Desde entonces nos hemos enfrentado al mundo las dos juntas.

—¡Oh, Grandmère —exclamé—, nunca digas que me vas a dejar!

—Sólo la muerte podrá obligarme a hacerlo. Pero, por encima de todo, quiero verte feliz… y atendida. Quiero verlo antes de morir.

—Yo sabré cuidar de mí misma.

—Sí, sé que lo harás. Me lo repito muchas veces. Como yo supe hacerlo cuando me quedé sola. Seguí trabajando para los Saint-Allengère, prestándoles un buen servicio con mi conocimiento de las sedas y mi gusto para los vestidos. Les fui muy útil.

—Pero dejaron que te fueras.

—Sí, por tu causa. No hubiera podido vivir en aquella comunidad tan cerrada en la que todo el mundo está al corriente de los asuntos de los demás. Sabían que tenía que marcharme… y le rogaron a sir Francis que me llevara consigo.

Y él lo hizo.

—Fue un trato muy beneficioso para él, puesto que conocía mis habilidades. Además, accedió porque se lo pidió monsieur Saint-Allengère. Aunque hay mucha rivalidad entre las dos ramas de la familia, y también diferencias de religión, los vínculos de sangre son muy fuertes y se remontan a muchos siglos.

—Qué extraña esta familia dividida en dos ramas que se dedican a idéntico negocio y que, aun siendo rivales, se reúnen de cuando en cuando.

—Es…, ¿cómo lo llamaría…?, algo simbólico. Como lo que ocurre en la Iglesia. Hay un cisma y cada uno se va por su lado. Con la Reforma vino la división de la familia: de una parte los hugonotes, de otra los católicos. Les separan la religión y los negocios y, aunque viven en países distintos, siguen compitiendo entre sí. Cierto que el sentimiento religioso no es tan profundo aquí, en Inglaterra, como en Villers-Mûre… La rivalidad se mantiene, pero se visitan periódicamente, más que nada por saber lo que están haciendo los otros. Es una enemistad amistosa.

—¿Qué me dices de ti, Grandmère? Porque tú eres de Villers-Mûre…

—Mi religión consiste en cuidar de los que amo. Soy de los que colocan el amor a las personas por encima de cualquier doctrina. Puede que me equivoque, pero jamás me he preguntado si tenía que adorar a Dios de una manera u otra. Confío que Él lo entenderá.

Seguro que sí —dije yo—. Eres mejor cristiana que muchos que alardean de devotos.

—¡Pero sí que nos hemos puesto serias! ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, ya recuerdo: de la exhibición de Julia! Espero que todo vaya bien y que encuentre un marido que guste a todos… y sobre todo a ella —hizo una pausa, y al cabo de un instante prosiguió—: He pasado un rato muy interesante con sir Francis. Tienen ahora unos telares maravillosos. Él está muy orgulloso de ellos, pero… —dejó la frase sin terminar y a mí esperando anhelante que la concluyera.

—Ibas a decir algo, Grandmère —la animé.

—Ah, sí… Que sir Francis está un poco… preocupado.

—¿Qué es lo que le preocupa?

—Bien… Hay algo que no va. Yo diría que el negocio no es tan próspero como antes.

—Pero él es muy rico. Tiene la Casa de la Seda… y esta otra con tantos criados.

—Demasiadas cosas que sostener. Lo que tú dices: la casa, los criados, los hijos, las hijas y lady Sallonger. Son muchas cargas, ¿no crees?

—Debe de tener mucho dinero, Grandmère.

—Los que mucho tienen también pueden perder muchísimo más.

—¿Piensas de veras que está preocupado por el dinero?

—Yo diría que, si mañana perdiera el negocio, aún sería relativamente rico. Estoy segura de que tiene propiedades y muchos otros bienes. Pero a él lo que le preocupa es su fábrica. Me dio a entender que se están importando muchas sedas del extranjero; que todavía colea el tratado de Fontainebleau. Ya sabes: los franceses siempre han gozado de un gran prestigio, y el simple hecho de que algo venga de Francia le da ventaja sobre lo producido aquí.

—¿Te dijo que eso le inquietaba?

—No, pero insistió en que necesitaba desesperadamente algo nuevo, algo que cause un gran revuelo; no demasiado caro, para que pueda llegar a un amplio sector del público, además de a la élite… Algo que podamos presentar de diversas formas: como exclusivo y de alto precio para unos pocos, y en versión más económica que cualquiera pueda llevar.

—¿Y lo conseguirá?

—Lo primero que hay que hacer es dar con ese tejido milagroso. Sir Francis sospecha que los franceses ya andan detrás de ello, y en su fábrica también se investiga. Es como una carrera. Ganará quien lo encuentre primero y lo comercialice antes.

—¿Por eso está intranquilo?

—Pienso que el negocio necesita un nuevo impulso, dejar atrás las viejas técnicas. Eso me ha parecido entender. Le he visto algo cansado: se le congestionaba la cara, respiraba afanosamente y hablaba con una vehemencia desacostumbrada en él. Pero… mon Dieu! ¿Oyes eso? El reloj está dando las doce. Estas charlas nocturnas son muy agradables, pero no conviene que las prolonguemos hasta el día siguiente. Buenas noches, preciosa.

Al punto me quedé dormida como un tronco.

* * *

Sucedió dos días después.

Fue casi como si Grandmère lo hubiera presentido. Sir Francis cayó enfermo. Sufrió un ligero ataque del que pareció que se iba a recuperar pronto; por desgracia no estaba en Grantham Square cuando le ocurrió: se encontraba en casa de una tal mistress Darcy, en St. John’s Wood.

Mistress Darcy se llevó un susto tremendo y llamó inmediatamente a un médico, que creyó oportuno no trasladar de momento a sir Francis, por lo cual éste tuvo que permanecer varios días en casa de mistress Darcy; su propio médico de cabecera fue a visitarle allí. Mandaron llamar a Charles y a Philip. De haber pasado todo esto en Grantham Square, las cosas hubieran ido de modo más simple; pero el quid de la cuestión estribaba en que el ataque había tenido lugar a las dos de la madrugada.

Charles se hizo cargo de la situación con gran eficacia. Consideró de todo punto necesario que su padre fuera trasladado sin demora a Grantham Square. Así se hizo y todos dejaron escapar un suspiro de alivio cuando se supo que sir Francis se iba a recuperar.

La condesa se explayó ampliamente con Grandmère a propósito del asunto. Había nacido entre ambas una buena amistad, en la que yo también estaba incluida. Pasaban mucho tiempo juntas estudiando las necesidades de Julia, y en cuanto la condesa se dio cuenta de que Grandmère era capaz de crear vestidos mucho más llamativos, y a la vez elegantes, que cualquier modista que ella conociera, se sintió inmediatamente atraída por ella.

Comentó que le gustaría mucho encargarse de mi presentación en sociedad, puesto que pensaba que yo tenía más personalidad que Julia. Según ella, Julia era demasiado impaciente: se esforzaba demasiado, y se le notaba.

—Manifestar la propia impaciencia —decía— es un pecado social. Por supuesto que no hay que desaprovechar las oportunidades; hay que estar muy alerta, pero fingiendo indiferencia. No es fácil asumir la actitud correcta y, sin embargo, ahí está la clave del éxito. Pienso que tú sabrías hacerlo mejor que Julia.

Durante nuestras charlas, la condesa se mostraba muy sincera acerca de sí misma y adoptaba a veces un aire pícaro que no era exactamente lo que cabía esperar de una gran dama.

—Yo no nací para condesa —nos confesó cierto día que estaba en vena de confidencias—. Era simplemente Dulcie Dorman, sin título delante. Pero tenía algo que gustaba a los hombres…, especialmente a los más maduros. Hay mujeres que atraen a los jóvenes, otras a los de mediana edad… Yo traía al retortero a los viejos. Trabajaba en el mundo del espectáculo; era lo único que podía hacer una chica como yo… bien parecida y sin un pelo de tonta. Así me conoció el conde. Era un encanto de hombre, de verdad…, aunque chocheaba un poco: me llevaba nada menos que treinta y cinco años. Pero estaba loco por mí, y si había algo que me gustara era que me tuvieran en palmitas. Así que me casé con él y le cuidé durante diez años.

»Yo también le quería mucho… Y me vi a mí misma convertida en una condesa, viviendo con mi anciano conde en una casa casi tan grande y con tantas corrientes de aire como la estación de Paddington. Confortable no era, pero me gustaba ser una dama. Después él murió, y ¿qué dirían que me dejó? Deudas…, deudas, montones de deudas. La casa fue a parar a un primo lejano. Me quedé con lo puesto y poca cosa más… Así que tuve que espabilármelas y ver qué podía hacer. Por lo menos seguía siendo la condesa de Ballader, que no es moco de pavo. Decidí, pues, dedicarme a este negocio de educar a las jóvenes. Pronto me convertí en una autoridad en la materia, tuve la suerte de encontrar buenos clientes, y aquí estoy. He tenido altibajos, pero estoy contenta. He sido la Dulcie Dorman que daba ciento y raya al más pintado y he sido la mujer de un conde. Podría decirse que he conocido las dos caras de la vida. Y eso es muy útil porque te permite identificarte con los problemas de la gente.

»He aprendido a no juzgar ni censurar a nadie, porque de ordinario sólo sabemos de la misa la mitad. Ahí tienen a sir Francis, por ejemplo —añadió con una sonrisa de indulgencia—: Me cae bien. Yo ya estaba al corriente de la situación. Afortunadamente la cosa se ha resuelto de un modo satisfactorio. Porque, si hubiera muerto en el lecho de esa señora, el escándalo habría sido mayúsculo y la presentación de Julia en sociedad tendría que haberse pospuesto. Cierto que en la corte las normas ya no son tan rígidas desde que murió el príncipe Alberto. Él era el responsable del severo tono moral imperante y se complacía en castigar a los hijos por los pecados de sus padres. Su Majestad la reina no es tan estricta. Pero, si sir Francis hubiera fallecido en el lecho de su querida, ¿quién habría podido alejar a la prensa de una historia tan picante? Sí, habría sido un gran golpe para el debut social de Julia.

—¿Hace mucho que duran esas relaciones? —preguntó Grandmère.

—Oh, años y años. Es una relación estable. El comportamiento de sir Francis dista mucho de ser licencioso. La pobre mistress Darcy está trastornada.

La enfermedad de sir Francis nos obligaría a prolongar nuestra estancia en Londres por lo menos otra semana. En una de nuestras charlas nocturnas, Grandmère me habló de él.

—Tal como dice la condesa, no debemos censurarle —me dijo—. Es un hombre bueno. Él y mistress Darcy se aman. Lo suyo es casi un matrimonio.

—Pero… ¿y lady Sallonger?

Lady Sallonger está casada con sus achaques. Tú ya lo sabes. Después de nacer Cassie no quiso tener más hijos. El hombre tiene en la vida ciertas necesidades y, si no puede satisfacerlas donde corresponde, busca en otra parte.

—¿Y sir Francis encontró a mistress Darcy?

—Eso parece. Sin embargo, no debemos reprochárselo. Cuida de lady Sallonger y le consiente todos sus caprichos. Jamás ha pretendido hacerle daño; y ése es el único pecado que existe: procurar que otro sufra.

Cruzó por mi mente el recuerdo de Charles subiendo la escalera a toda prisa y dejándome encerrada en aquella aterradora oscuridad; recordé a los chicos que mataron al perro de Willie…

Grandmère tenía razón: el verdadero pecado es la crueldad.

* * *

Charles estaba en la casa, pero yo le había perdido el miedo. Siempre que nos veíamos me trataba con fría indiferencia, lo que significaba que ya no sentía el menor interés por mí y que tampoco me guardaba rencor. Philip, en cambio, se alegró mucho de verme.

Los dos hermanos pasaban mucho rato con su padre, quien, a pesar de verse confinado en su lecho, del que no podría levantarse hasta pasado por lo menos un mes, estaba en condiciones de recibir visitas. Por otra parte, tenía tantos deseos de hablar con sus hijos, que el médico llegó a la conclusión de que sería contraproducente prohibírselas. Deduje que tendrían mucho de que hablar.

Grandmère me comentó que se iban a tomar importantes decisiones. A Philip se le notaba muy serio, aunque conmigo siempre estaba muy amable. Una mañana, al bajar a desayunar, le encontré solo en el comedor. Se le iluminó el rostro al verme.

—Me alegro de que estés aquí, Lenore —me dijo—. La verdad es que están ocurriendo muchas cosas.

—¿Por lo de tu padre?

Asintió, dedicándome una de sus francas sonrisas.

—Me gusta hablar contigo porque siempre te haces cargo de la situación. Va a haber grandes cambios. Charles y yo dejaremos los estudios. Ya era hora. Es lo que yo quería y lo que venía pidiéndole a mi padre insistentemente desde hace tiempo. Los dos entraremos inmediatamente en el negocio.

—Lo suponía.

—Papá se está recuperando, pero ya no volverá a ser el mismo de antes. El médico dice que tendrá que cuidarse mucho, que esto ha sido un aviso. Por consiguiente, a partir de ahora le ayudaremos. Ni que decir tiene que yo no deseaba que las cosas ocurrieran así. Por cierto, me gustaría charlar contigo un rato… —miró a su alrededor—. Aquí no es fácil. Tal vez podríamos ir a otro sitio más tranquilo.

—¿A dónde? —pregunté.

—¿Por qué no nos llegamos a Greenwich? Me encanta el río. Conozco allí un mesón estupendo: La Corona y el Cetro. Dicen que tienen los mejores pescaditos de Londres —hizo una mueca—. Me gustaría que fuéramos solos, pero supongo que no podrá ser.

Guardé silencio.

—Tendremos que llevar a alguien de que nos acompañe —prosiguió— para que no se considere incorrecto.

—También podríamos hablar aquí —repuse.

—Nada: nos llevaremos a tu abuela. Ella sabrá a qué me refiero.

—Sería magnífico.

En aquel momento llegó Julia.

—Hola —la saludó Philip—. ¿Dispuesta ya para el combate?

—La condesa es un verdadero sargento —respondió ella al tiempo que se acercaba al aparador—, no me deja un minuto de descanso.

—Todo sea por la causa —sentenció Philip en un tono burlón.

—¡Qué suerte tienes! —dijo Julia mirándome—. No has de pasar por este suplicio. Jamás conseguiré adelgazar, y estos corsés me están matando.

—Yo, en tu lugar, no me serviría tantas lonchas de tocino ahumado —aconsejó Philip.

—Tengo que reponer fuerzas. Por cierto, Lenore: ese brocado color lavanda que compró tu abuela es precioso.

—Es muy bonito, sí —respondí—. ¿Sabes ya qué modelo te van a hacer?

—Qué va. Ni siquiera me consultan. Tu abuela y la condesa son como un par de viejas brujas que se pasan el día trajinando… sin permitirme ver lo que cuecen.

—Estoy segura de que mi abuela te enseñará todos los modelos, si le dices que quieres verlos.

—A ratos todo esto me enferma y me dan ganas de volver a casa. Y después vendrán los bailes y todo el jaleo…

—Te encantará —le dije—. Es por lo que tú habías suspirado siempre.

—Eso pensaba yo… hasta ahora —comentó y fue a servirse más lonchas.

—Ojo, que la condesa no vaya a tener que presentar en sociedad a un elefante en vez de una jovencita —dijo Philip con fraterna sinceridad.

Porque era evidente que Julia estaba engordando a marchas forzadas. Supongo que el nerviosismo la inducía a comer más de la cuenta.

Me levanté de la mesa e iba a salir cuando Philip me dio alcance.

—Si te parece, podríamos ir hoy —me dijo—. Por la tarde, para estar allí sobre las seis y media. Te gustará. Encárgate de decírselo a tu abuela.

Grandmère se mostró muy complacida.

—Es un gran chico —dijo—; con mucho, el mejor de toda la familia.

Al verla tan animada me ilusionó todavía más la perspectiva de aquella excursión.

Philip era un excelente remero. Nos confesó que le gustaba mucho remar y añadió que podíamos estar tranquilas porque había practicado a conciencia en la universidad.

—Ahora pasaré largas temporadas en Londres —añadió—. Esta mañana estuve en Spitalfields. Tengo mucho que aprender.

—Su hermano no comparte ese entusiasmo suyo —observó Grandmère.

—Es verdad —reconoció Philip—. Pero, en cierto modo, me alegro porque así tendré mayor libertad de movimientos. Me molestaría mucho verme atado de manos.

—Es decir, que confías en que sea una especie de socio en la sombra.

—Ni los negocios más prósperos pueden permitirse el lujo de tener socios inactivos —afirmó Grandmère—. Es preciso que todos arrimen el hombro.

—No creo que a él le interese demasiado la seda…, ni los negocios. Charles debería presentarse al Parlamento, ejercer de abogado o algo por el estilo.

—Estoy segura de que tú saldrás adelante —le dije.

—¿Saben? —Replicó, ensombreciéndosele la mirada—. Creo que las preocupaciones han sido la causa del ataque de mi padre.

—Muy bien pudiera ser —convino Grandmère.

—¿Quieres decir que está inquieto por el negocio? —pregunté.

—Las cosas no van como debieran ir —asintió—. Esto no se lo diría yo a nadie más, pero tú, Lenore, sabes hacerte cargo y usted, madame Cleremont, es parte del negocio. No, las cosas no marchan.

—Ya lo barruntaba yo por algo que me dijo su padre hace tiempo —comentó Grandmère.

—Es por culpa de las importaciones del extranjero —explicó Philip—. La venta de nuestras sedas ha disminuido, y va para abajo.

—¿Crees que se debería gravar con aranceles la importación de productos de fuera? —pregunté.

—Sería muy útil, claro —respondió él con aire pensativo—: Podríamos subir los precios de nuestros tejidos y no tendríamos una competencia tan fuerte. Pero el principio del libre comercio es muy serio; uno ha de plantearse si cree en él o no, si desearía que el proteccionismo se ampliara a todos los demás productos. Porque no estaría bien que uno lo deseara solamente para los suyos. En otras palabras: ¿queremos aranceles para la seda sólo porque no somos capaces de sacar adelante nuestro negocio?

—Lo que nos hace falta —terció Grandmère— es dar con un nuevo sistema de tejer…, que nos permita producir telas hermosas, superiores en todos los aspectos a las que hasta ahora venimos fabricando.

—Un sistema secreto —apunté.

—¡Exactamente! —Exclamó Philip, al tiempo que se le iluminaban los ojos—. Un método secreto de producir algo que jamás se haya producido y que ninguno pueda saber cómo se hace.

—¿No crees que acabarían averiguándolo? —pregunté.

—Sí, en seguida. Pero no podrían utilizarlo. Para eso están las patentes: la ley impide que alguien robe el invento de otra persona.

—¡Magnífico!

—Sólo nos falta dar con ese invento —dijo Philip cariacontecido—. Bien, ya hemos llegado.

Amarramos la barca y subimos los escalones que conducían al sendero. Philip prosiguió:

—Siempre me ha atraído Greenwich porque aquí fue donde los refugiados hugonotes establecieron una de sus cabezas de puente. Me pregunto si nuestros antepasados vendrían a este lugar antes de trasladarse a Spitalfields. Construyeron una capilla propia; no sé si se conservará todavía. Y aquí está La Corona y el Cetro.

El mesón tenía amplias ventanas arqueadas dispuestas en saledizo, desde las que se disfrutaba una espléndida vista del río.

—Son famosos sus pescaditos —dijo Philip—, o sea que tendremos que probarlos. ¿Le gustan a usted, madame Cleremont?

—Depende —respondió Grandmère—. Tienen que ser muy frescos.

—De eso puede estar usted bien segura.

Se acercó a nosotros la mujer del mesonero. Por la forma como saludó a Philip se notaba que era un cliente asiduo. Seguramente porque le gustaría imaginar que sus antepasados lo fueron también en otros tiempos.

—Les he asegurado a mis invitadas que el pescadito estaría fresquísimo.

—¡Vaya si lo está! —Respondió la mujer—. Esta misma mañana nadaban en el mar.

—Y que usted tiene el secreto de cocinarlo tal y como debe ser.

—Secreto no es. Que yo sepa, no hay otra forma de prepararlo. Aún recuerdo cómo mi madre los extendía sobre un paño y, después de cubrirlos con una capa de harina, los sacudía para que quedaran bien enharinados. Y luego se echan en un caldero de aceite hirviendo… cosa de un minuto; se escurren bien, y ya está. Hay que ir de prisa, para que estén crujientes. Rociados con unas gotas de limón y con un poco de pimienta por encima, son pura gloria. Claro que hay que regarlos con la bebida apropiada…, un ponche, por ejemplo, o champán helado.

—¿Qué prefieren? —preguntó Philip. Optamos por el champán. Durante la comida, Philip nos dijo:

—Mi hermano y yo viajaremos a Francia dentro de poco. Papá espera que nuestros parientes de Villers-Mûre nos permitan trabajar allí algún tiempo. Está seguro de que podremos aprender muchas cosas…, ver cómo lo hacen y regresar con nuevos proyectos para el negocio —miró a Grandmère—: Es su antiguo hogar… ¿Qué opina usted? ¿Le parece una buena idea?

—Siempre es útil saber cómo trabajan en otros países —dijo Grandmère.

—Ojalá pudiéramos acertar en todo desde el primer paso de la producción. A veces he pensado que deberíamos establecernos en la India o en China, que es donde tienen el clima más adecuado. He oído decir que en algunas partes de China crían los gusanos de seda al aire libre. Seguro que así obtendríamos los mejores resultados. Ahora nos vemos obligados a importar nuestras materias primas.

—Incluso en Villers-Mûre tienen que emplear calor artificial para cultivar las moreras —observó Grandmère—. En realidad sale más a cuenta importar la materia prima y especializarse en el tejido.

—Tiene usted toda la razón —reconoció Philip, y preguntó volviéndose a mí—: ¿Te aburrimos con estas cuestiones, Lenore?

—En absoluto.

—Lenore está muy interesada por la seda y pienso que tiene un talento especial para los acabados —dijo Grandmère.

—Confío en que ahora vendrán ustedes a Londres con frecuencia.

—¿Por qué? —preguntó Grandmère.

—Pues… porque Julia residirá aquí.

—No le haremos ninguna falta —repuse—. Estará muy ocupada en sus actividades sociales.

—En las que Lenore no podrá intervenir —añadió Grandmère.

—Sí, claro… Lenore es aún muy joven.

—Pronto cumpliré los dieciséis.

—Pareces mayor, ¿no es verdad, madame Cleremont? Mucho más juiciosa que Julia.

—Yo la he educado así —dijo Grandmère—. Pero me refería a que Lenore no tiene la posición social de Julia. Ella no se presentará en sociedad.

—Me alegro muchísimo —dijo Philip con gran convicción.

—¿Por qué? —preguntó Grandmère un poco molesta.

—Pues porque pienso que a Lenore no le van las… exhibiciones. Eso puede estar bien para Julia, pero no para Lenore.

—Quiere usted decir que Lenore no es de la familia y que, además…

—Doy gracias de que no sea de la familia —la interrumpió Philip. Tomó mi mano entre las suyas, y pude ver cómo se iluminaban los ojos de Grandmère.

—Me da la impresión —dijo— de que usted y yo creemos que mi nieta tiene un algo… especial.

—Y yo creo, madame Cleremont, que usted y yo estamos de acuerdo en casi todo.

Grandmère se reclinó en su asiento y, pausadamente, alzó la copa:

—Por el futuro —brindó.

Tuve la sensación de que los dos acababan de sellar un pacto.

Durante el viaje de regreso apenas hablamos y por la noche, antes de dormirnos, Grandmère me dijo:

—Realmente Philip se ha convertido en un joven encantador.

—Siempre es muy amable y considerado.

—Tan distinto de Charles… Es curioso que las personas se diferencien tanto unas de otras. Hay quien dice que es cosa de la educación, pero estos dos chicos se han educado juntos… y ya ves qué dispares.

—Sí —respondí, recordando el comportamiento de Charles en el panteón.

—Me parece que te quiere. Mejor dicho, sé que te quiere. Lo que dijo esta tarde…

—¿Qué? ¿Eso de que se alegraba de que yo no fuera de la familia?

—Sabes muy bien lo que quiso decir. Está enamorado de ti. Aguarda el momento de decírtelo, porque sabe que aún eres demasiado joven. Tal vez dentro de un año… Tendrás entonces diecisiete y…

Se me escapó la risa.

—Vamos, Grandmère, estás soñando despierta. ¿Tantas ganas tienes de librarte de mí?

—Lo que más deseo en esta vida es tu felicidad. Quiero verte rodeada de cariño y amor. Es mi única aspiración… antes de irme.

—Me gustaría que no dijeras esas cosas. No quiero oír hablar de ello.

—No tengo la menor intención de morirme, pero hemos de ser realistas. Mira sir Francis: ayer tan campante, y hoy enfermo. Sí, dicen que se ha recuperado, pero ya no volverá a ser el que era. ¡Me haría tan feliz ver tu porvenir asegurado! Philip siempre te ha tenido cariño; ha sido el único de ellos que te ha querido. Y está tan entusiasmado con su negocio. Será un nombre entregado enteramente a su trabajo, su mujer y sus hijos.

—Mira, Grandmère: me parece que estás imaginando cosas a la medida de tus deseos.

Sacudió la cabeza con energía.

—No. Esta tarde fue muy claro en la expresión de sus sentimientos. Sonó casi a declaración formal.

—A mí no me lo pareció. Creo que estaba tratando de ser amable porque pensaba que me sentía afligida, dejada de lado en todo este asunto de la presentación en sociedad.

—No, no. Esta noche soy una mujer feliz. Veo abierto el futuro.

—En cualquier caso, ya es mucho. Me alegra que te sientas feliz.

—Buenas noches, hija mía, que Dios te bendiga.

Permanecí despierta pensando en sus palabras. Traté de recordar todos los detalles de nuestra visita a La Corona y el Cetro. ¿Qué había dicho Philip que a Grandmère le pareciera tan revelador? Yo ya sabía que me tenía cariño. Siempre había sido muy amable conmigo, y por él y por Cassie yo sentía una verdadera amistad. Pero ¿de verdad hubo en sus palabras algún detalle significativo, o era simplemente que Grandmère soñaba despierta? No era ésta la primera vez que me lo parecía.

¡Yo casada con Philip! Casi todas las chicas sueñan con casarse en cuanto llegan a la adolescencia. Con caballeros, con héroes de novela, con san Jorge… Bueno, no, ninguna desea un santo… Lanzarote tiene más votos: fue un gran pecador, pero también un gran enamorado. Y amar temerariamente resulta más atractivo que matar dragones. Hombres como Nelson o Drake…

Drake, claro. Él también tenía ese halo maravilloso. Julia lo había percibido. ¿Y si lo que Philip dijo en La Corona y el Cetro lo hubiera dicho Drake? ¿Cómo me sentiría yo ahora? Emocionadísima. Bueno, lo estaba ya, porque es muy emocionante sentirse amada…, si es que ése fue el sentido de las enigmáticas palabras de Philip.

* * *

Trascurrieron velozmente los días. Charles y Philip se fueron a Francia porque sir Francis se había restablecido y estaba en condiciones de hacer vida normal; y Grandmère, Julia y yo regresamos a la Casa de la Seda.

Lady Sallonger me recibió de bastante malhumor; me dijo que lo había pasado muy mal: que a miss Logan se le fatigaba la voz en seguida y que Cassie no daba a las palabras la misma expresión que yo. Además, habíamos estado ausentes mucho más tiempo del previsto y ella tuvo que sobrellevar sola la inquietud y la preocupación por sir Francis.

—Si pudiera ir a Londres a cuidarle, me sentiría muy feliz haciéndolo —decía—. Pero aquí estoy: una pobre inválida que no puede moverse del diván y a la que todos abandonan. Parece como si nadie se diera cuenta de que no puedo moverme. Estoy helada. Llama para que echen más carbón en la chimenea. ¿Está abierta aquella ventana? Pues ciérrala, por favor, y tráeme la manta roja: no soporto esta azul. Ah, Henry, el fuego… Y tú, Lenore, la manta roja. La azul es muy áspera, y yo tengo la piel tan delicada… Mira a ver si encuentras algo para leerme.

Y así cada día. Grandmère estaba en lo cierto cuando decía que lady Sallonger se volvía cada vez más exigente. Me indicó que, salvo en las horas de clase, estuviera siempre a mano por si me necesitaba.

Así y todo me las arreglaba para subir de cuando en cuando a la habitación de Grandmère con la excusa de que tenía que ayudarla a coser los vestidos de Julia. Lo único que conseguía hacer mella en lady Sallonger era la referencia a la presentación en sociedad de Julia. En su día había pasado por la misma experiencia y sabía de qué iba el asunto… Claro que entonces era mucho más serio, cuando vivía el príncipe Alberto. En vida de él todo se hacía con mayor solemnidad. Su presentación fue el mayor éxito de la temporada. ¡La de proposiciones que le hicieron!

Yo encontraba mucho más interesante la descripción del Londres de su juventud que permanecer allí sentada atenta a sus continuos caprichos, por eso la instaba a hablar de ello; así me iba enterando de cómo era la vida de una joven en aquellos tiempos y, a la vez, lograba que lady Sallonger se animara con sus recuerdos.

—Había fiestas todas las tardes —me explicó—, siempre de gala: recepciones las llamaban. La reina y el príncipe habían dejado las pequeñas y oscuras salas del palacio de St. James y las recepciones se celebraban entonces en el salón del trono del de Buckingham. En aquellos tiempos nos seleccionaban con sumo cuidado. ¡Y qué duro que era! Teníamos que aprender a hacer la reverencia, a caminar hacia atrás… Era una pesadilla…, con aquellas colas que medían tres y cuatro metros de largo. Y además las plumas y velos.

»Pero lo peor eran los corsés, que la ahogaban a una y que para algunas chicas suponían un verdadero suplicio. Suerte que yo tenía entonces un talle muy fino. Imagínate: todo eso para los pocos minutos que duraba la presentación ante Su Majestad. ¡Qué tiempos! Y sir Francis me sacó de la circulación sin darme la oportunidad de conocer a nadie más. Estoy segura de que me hubiera llegado a casar con algún duque de no ser por la prisa que él se dio en conquistarme. ¡Cómo bailábamos entonces! Por cierto, Lenore: se me está durmiendo este pie. Dame un poco de masaje, por favor.

Era la vuelta a la realidad, desvanecido el sueño de los días gloriosos.

Pero, como he dicho, me las arreglaba para pasar algunos ratos con Grandmère. Emmelina lucía constantemente prendas carísimas. Cassie, que nos acompañaba a menudo, le tenía mucho cariño a Emmelina. Se inventaba historias en las que aseguraba que, al llegar la noche, las tres figuras cobraban vida y se ponían a charlar de los días felices que disfrutaron antes de que una bruja malvada las transformara en maniquíes. Decía haber sorprendido en Emmelina una sonrisa de satisfacción cuando la vestían de azul.

Julia vivía horas más felices. Estaba otra vez en casa y ahora parecían gustarle más sus clases de baile en las que yo le hacía habitualmente de pareja, cosa que a mí también me agradaba muchísimo. Cassie solía observar nuestras evoluciones y nos animaba con sus aplausos. Pero mis preferencias estaban en el cuarto de costura, donde a veces sustituía a Grandmère en la máquina aunque sólo fuera para sentirme acariciada por las suaves telas de seda y desear que pudieran ser para mí.

El nerviosismo inducía a Julia a comer más de la cuenta, y engordaba a ojos vistas. Yo sentía curiosidad por saber qué es lo que iba a decir la condesa cuando la viera con tantos kilos de más. Grandmère empezaba a estar preocupada por si, llegado el momento de ponérselos, los vestidos que le estaba haciendo se le quedaran pequeños.

Pero llegó por fin la Pascua y miss Everton transfirió a la condesa la tutela de Julia. La hora de la verdad había sonado.

El cuarto de costura volvió a quedar tranquilo. Cassie decía que Emmelina estaba muy disgustada. Con las telas sobrantes, Grandmère hizo dos vestidos, uno para Cassie y otro para mí, que nosotras nos apresuramos a bautizar como los de nuestra presentación en sociedad.

En agosto la temporada londinense estaba tocando a su fin. Ningún duque, vizconde, barón o caballero de a pie había solicitado aún la mano de Julia. Se decidió, pues, que fuera a pasar unas semanas de descanso en Epping para reponer energías y que después volviera a Londres para intentar un nuevo asalto a la alta sociedad bajo la experta dirección de la condesa de Ballader.

Philip y Charles ya habían regresado de Francia. Philip nos hizo algunas visitas y en ellas pasó mucho tiempo en el espacioso cuarto de trabajo. Cuando subíamos Cassie y yo, nos contaba entusiasmado lo que había visto en Francia.

Le inquietaba la salud de su padre. Sir Francis insistía en ir a Spitalfields, pero se cansaba mucho. Philip pensaba que debería hacer más reposo, cosa a la que sir Francis no estaba dispuesto.

Por lo demás, en Londres andaban todos muy excitados porque a Charles se le habían ocurrido algunas ideas geniales que los que andaban a la busca de nuevos métodos consideraban valiosísimas.

—A Charles precisamente —nos comentaba Philip con sorpresa—. ¿Quién iba a pensar que tenía tanto interés? Ha ideado un nuevo sistema. Dice que llevaba algún tiempo trabajando en ello. ¡Sí que es extraño! No había dado el menor indicio, y a mí jamás se me hubiera ocurrido que pudiera actuar con tanta reserva. ¡Mira que guardar para sí algo tan importante…! Reconozco que al principio fui un tanto escéptico, pero parece que ha dado justamente con lo que nuestros técnicos venían buscando desde hace años. Voy a encargar un telar especial, madame Cleremont, y haré que se lo instalen aquí; pero tiene que ser un secreto hasta que lo lancemos. No quiero que ninguno de nuestros competidores se entere de lo más mínimo. Nos permitirá fabricar telas con un brillo nunca visto hasta ahora. Creo que vamos a producir algo distinto de todo lo hecho anteriormente. ¡Y pensar que la clave de esta maravilla ha sido Charles…!

Llegó el nuevo telar, y Grandmère me hablaba de él cada noche al quedarnos a solas.

—Philip está ilusionadísimo —me dijo—. Pronto lograremos perfeccionarlo. ¡Quién lo hubiera dicho de Charles! Y lo curioso del caso es que, ahora que nos ha dado la clave para mejorar nuestros métodos, parece haber perdido por completo el interés en ello. En cambio, Philip no cabe en sí de gozo. Creo que todo estará a punto dentro de pocos días. Y tenemos que asegurarnos de que los Sallonger puedan retener la exclusiva.

—¿Lo que comentó Philip en La Corona y el Cetro acerca de las patentes?

—Sí, eso es.

Philip llevaba unas dos semanas en la Casa de la Seda. Cada día que pasaba se mostraba más excitado.

—Será algo excepcional —repetía una y otra vez.

Y llegó por fin el gran día. Philip tomó la pieza de seda que le entregó Grandmère y se miraron ambos con los ojos brillantes.

—¡Eureka! —exclamó jubiloso Philip. Luego abrazó a Grandmère y, volviéndose a mí, me levantó en vilo y me dio un cariñoso beso en los labios—. A partir de ahora va a cambiar nuestra suerte. Tenemos que celebrarlo.

—En La Corona y el Cetro —propuso Grandmère—, con pescadito y champán.

En aquel momento entró Cassie, que se quedó mirándonos asombrada.

—Es un día grande, Cassie —le dije—. Han encontrado lo que buscaban. Cassie también tiene que unirse a la fiesta —añadí.

Philip tomó el tejido y lo besó reverentemente.

—Va a significar el éxito de los Sallonger —dijo.

—No olvides la patente —le recordé.

—Estás en todo —contestó—. Hoy mismo la gestionaré. Por cierto: necesitamos ponerle un nombre.

—¿Por qué no la bautizamos «seda Lenore»? —sugirió Grandmère—. Lenore ha participado en el logro.

—No, no —exclamé—. Sería ridículo. El mérito es de Charles y tuyo, Philip… y también de Grandmère. Yo he estado totalmente al margen y me he limitado simplemente a traer y llevar cosas. Propongo que la llamemos «seda Sallon». Suena bien, y así le damos el nombre de la familia con unas pocas letras de menos.

Tras someterlo a consideración se decidió que era un buen nombre, y aquella misma tarde pusimos rumbo a Greenwich para celebrarlo con pescadito y champán como había sugerido Grandmère.

* * *

Durante algún tiempo no hablamos de otra cosa que de la seda Sallon. Fue un éxito fulminante y hasta los periódicos se ocuparon del tema. Se deshacían en elogios de los Sallonger y hablaban de la prosperidad que su invención supondría para el país. «No hay seda que pueda igualar su calidad —decían los especialistas en modas—. Nada puede compararse con ella, ya sea importado de China o de la India, de Italia e incluso de Francia. La seda Sallon es única y debemos estar orgullosos de que la haya creado una empresa británica».

También nosotros comentábamos las excelencias del nuevo tejido en el cuarto de trabajo de Grandmère. Philip venía a veces a estudiar nuevas formas de mejorar el producto. De momento era caro y, aunque cualquier vestuario que se preciara debía contar ya con un vestido de seda Sallon, Philip estaba empeñado en adaptar el mismo método a la fabricación de tejidos menos costosos, de forma que muchas más mujeres tuvieran a su alcance la posibilidad de lucir un vestido de seda. En las fábricas se habían instalado nuevos telares que funcionaban a pleno rendimiento, en tanto que Grandmère se lo pasaba en grande experimentando con el suyo un sistema para abaratar el tejido. Ella, Cassie y yo misma estábamos totalmente entregadas al proyecto. Julia seguía en Londres, donde la condesa se había mudado a la casa de Grantham Square y le servía de acompañante en sus compromisos sociales.

Así llegamos al año siguiente. Yo cumpliría pronto los diecisiete: la edad que, según Grandmère, iba a abrirme las puertas de tantos acontecimientos maravillosos.

Y entonces ocurrió lo inesperado: sir Francis sufrió otro ataque, esta vez con consecuencias fatales.

Trasladaron su cadáver a Epping un desapacible día de enero. El ataúd iba a permanecer dos días en la casa antes de ser llevado al panteón, pues se determinó celebrar los funerales en la vecina iglesia y, una vez concluidos, depositar los restos de sir Francis en su última morada.

Toda la familia se reunió en la casa. Lady Sallonger se mostraba tan desconsolada que a mí me pareció que su actitud no podía ser sincera dado el escaso tiempo que vivieron juntos y lo poco que parecía echarle de menos. Pero insistió en acudir a la iglesia para dar el último adiós a «su querido» Francis. Tuvieron que llevarla en brazos hasta el coche: parecía más frágil que nunca con su vestido negro y el sombrero de negras y cimbreantes plumas de avestruz. No hacía más que enjugarse las lágrimas con su pañuelo blanco y quiso que Charles la tomara de un brazo y Philip del otro.

Hacía mucho frío en la iglesia. Colocaron el féretro sobre unos caballetes mientras duró la ceremonia y luego lo llevaron al carruaje que lo condujo al panteón en tanto que nosotros íbamos lentamente siguiéndolo.

Mientras permanecía de pie a merced del gélido viento volvieron a mi mente recuerdos que creía olvidados. Se hallaban presentes algunos criados y entre ellos vi a Willie con su perro en brazos. Apartada del grupo distinguí a una desconocida; vestía de luto y se cubría el rostro con un velo negro. Su aspecto inspiraba lástima.

Al instante comprendí quién era, así como también Grandmère, porque la oí murmurar:

—¡Pobre mujer!

Se trataba de mistress Darcy.

* * *

Llegó el verano. Philip visitaba a menudo la Casa de la Seda y a Grandmère se le iluminaba el rostro de alegría cada vez que escuchaba su voz. Nuestras conversaciones versaban con frecuencia sobre la marcha del negocio.

—No cabe duda —nos dijo cierto día— de que el descubrimiento de la seda Sallon nos ha salvado de la quiebra. Las cosas iban de mal en peor. No es extraño que mi padre enfermara de preocupación. Los franceses nos habían tomado la delantera en todos los aspectos: podían producir a menor costo y pienso incluso que recortaban sus precios buscando eliminarnos del mercado. Bien, ahora ha llegado nuestro desquite. La seda Sallon ha sido nuestra salvación.

—Charles debe de sentirse muy orgulloso.

—La verdad es que apenas viene por el despacho. Dice que volverá cuando descubra alguna otra cosa capaz de revolucionar la industria sedera.

—Es tan extraño que haya sido precisamente él el autor de ese milagroso descubrimiento… Él, que no tiene, o que no parece tener, ningún interés por la seda.

—Francamente curioso, sí. Aunque empiezo a pensar que la seda le atrae de verdad. Ahora dice que está de vacaciones, y hay que reconocer que se las ha ganado. Con tal que en el momento preciso vuelva a sentar la cabeza, por mí que continúe así.

Como estaba ya próximo mi decimoséptimo cumpleaños me parecía que debía dejar las clases con miss Everton y dedicar más tiempo a ayudar a Grandmère. Todo lo referente al nuevo descubrimiento me tenía en ascuas y disfrutaba diseñando vestidos que le dieran realce. Disponíamos ya de diversos tipos de seda obtenidos por el revolucionario sistema y Philip trataba ahora de introducir nuevos colores más vistosos. Continuamente estaba haciendo pruebas con los tintoreros, buscando lugares donde las características de las aguas permitieran lograr los mejores resultados.

Por mi parte aguardaba con ilusión sus visitas y los ratos de charla con él en la habitación de Grandmère. A menudo nos acompañaba Cassie, que se sentaba en un taburete sujetándose las rodillas con las manos y que escuchaba en silencio todo lo que decíamos; también ella se sentía feliz de compartir nuestros afanes.

Mi cumpleaños caía en noviembre. Julia siempre decía que era una mala época para celebrarlo: demasiado próxima a las Navidades. Según ella, las fechas mejores eran hacia mitad de año. Tal vez tuviera razón, pero en todo caso yo lo aguardaba con impaciencia porque iba a marcar mi paso de la adolescencia a la juventud.

Por supuesto no habría para mí una temporada en Londres: mi posición en aquella casa no era la de una hija. Bien es verdad que, de momento, la temporada de Julia no parecía estar dando los resultados apetecidos. Como decía irónicamente Grandmère, aún la teníamos «en venta». Julia estaba muy disgustada, y hasta creo que un poco deprimida, por el hecho de que nadie hubiera pedido su mano. Le comenté a Grandmère que aquello debía de ser sumamente desmoralizador para una chica.

En cuanto a mí, estaba entrando en una nueva fase de mi vida, lo que agradaba visiblemente a lady Sallonger. A diario se le ocurrían nuevas tareas que encomendarme.

—Es absurdo —me decía— que una chica de tu edad vaya todos los días a clase. Apuesto a que ya estás en condiciones de enseñar tú a miss Everton algunas cosillas. Quiero que te ocupes de mi labor. Debe de haber algún error en el modelo.

Lo cual significaba, en realidad, que se había equivocado en algunas puntadas pero, antes que reconocerlo, prefería echar las culpas al patrón.

—Cuando dejes las clases —proseguía— vendrás a hacerme compañía por las mañanas. Me siento muy sola cuando me tomo mi copita de jerez. Quiero que me des un poco de conversación.

Se lo comenté a Grandmère:

—Me da la sensación de que lady Sallonger está buscándome nuevas ocupaciones para cuando me deje libre miss Everton.

—¡Ah, no! No dejaremos que se salga con la suya —me respondió.

En cualquier caso, mi aniversario tendría una celebración. Grandmère pensaba organizar una pequeña fiesta en su cuarto, a la que asistiríamos ella, Cassie y yo misma. Y si Philip venía por casa se lo mencionaría también, confiando que pudiera unirse a nosotras.

Llegó el día. Un día típico de noviembre, como los que asociaba yo siempre a mis aniversarios: afuera la bruma lo envolvía todo y desde mi ventana el bosque parecía más misterioso que nunca.

Lady Sallonger me había regalado uno de sus chales de seda.

—Hubiéramos celebrado tu cumpleaños, Lenore —me dijo—, pero estamos de luto por sir Francis.

—Me hago cargo —le respondí—. En realidad no necesito ninguna fiesta; me siento feliz con saber que he cumplido diecisiete años.

—¡Diecisiete años! ¡Cuánto me acuerdo de cuando yo los cumplí! ¡Qué día! Dimos una fiesta en nuestra casa solariega, porque aún no me habían presentado en sociedad. Por cierto: te hubiera gustado muchísimo mi casa. Era de lo más señorial, enorme. No quieras saber el revuelo que se organizó cuando me casé con sir Francis. A los míos no les caía bien porque pertenecía al comercio, ¿comprendes?, y estaban convencidos de que yo podía aspirar a una boda más encumbrada. ¡Si yo te explicara…!

—Apuesto a que me lo explicará —se me escapó.

Pero a ella le pasó inadvertida la ironía de mi comentario. En realidad, jamás prestaba atención a las palabras de los otros.

Le dije que el chal de seda era precioso. Y lo era. Estaba pintado a mano con mariposas rosas y azules sobre un fondo verde de hojas. Pero empecé a pensar que quizá no sería tan maravilloso haber cumplido los diecisiete años, si ello significaba que a partir de ahora se me iban a encomendar nuevas tareas.

Por la tarde lady Sallonger sufrió una jaqueca de verdad y tuvo que acostarse en su habitación con las cortinas corridas. Miss Logan y yo la metimos en la cama y la dejamos sola.

Al salir de su dormitorio vi a Philip subiendo la escalera. Acababa de llegar.

—Oh, Philip —exclamé—, ¡cuánto me alegro de que hayas venido el día de mi cumpleaños!

—Faltaría más. ¿Dónde está mi madre? —Ahora mismo se ha echado un rato. Tiene una de sus jaquecas.

—O sea que estás libre… Quería hablar contigo. Mira —dijo, al tiempo que abría la puerta del saloncito de su madre—, aquí dentro estaremos tranquilos.

Entramos. En cuanto cerró la puerta, Philip me rodeó con sus brazos y me besó.

—¡Feliz cumpleaños! —dijo.

—Gracias, Philip.

—Por fin has llegado a la meta.

—Sí, ya tengo diecisiete años. Y se me ha hecho muy largo el camino.

—Me prometí a mí mismo esperar hasta este día —dijo, tomando mi cara entre sus manos.

—¿Para qué?

—Tengo algo para ti —rebuscó en su bolsillo y sacó un estuche de terciopelo.

—¿Qué es? —pregunté.

—Para ti. Espero que te guste. Si no te va bien, lo podrán ajustar.

Abrí el estuche y vi una sortija espléndida: una esmeralda rodeada de brillantes.

—Pensé que el verde te sentaría bien —dijo Philip—. Tus ojos tienen a veces destellos de ese color.

—¿De verdad es para mí?

—Y tiene un significado: es un anillo de compromiso —tomó mi mano izquierda y me deslizó el anillo en el dedo anular; después lo besó—. Llevo mucho tiempo deseando que llegara este instante, Lenore.

Yo estaba aturdida. Grandmère me lo había insinuado, pero yo jamás lo creí: pensaba que eran figuraciones suyas.

—Lenore —prosiguió Philip—, te amo desde hace tanto… Y todo lo que ha ocurrido últimamente nos ha unido aún más. ¿No lo sientes tú así?

—Yo… sí.

—Pues entonces…

—Pero, Philip, yo no me esperaba esto. Me siento tan…, tan…, no sé cómo decirte… ¡Tan tonta e insegura por no haberme dado cuenta!

—¿No sabías que yo estaba aguardando este día?

—No.

Creía que se me notaba a una legua. Te veo un poco aturdida. Supongo que será la sorpresa, ¿verdad? Porque tú me quieres, ¿no?

—¡Claro que te quiero! Siempre has sido bueno y amable conmigo. Lo que pasa es que… Me temo que no estoy preparada —me saqué el anillo del dedo—. ¿No podríamos esperar, Philip?

—Ni hablar. Ya he esperado bastante: te quiero ahora. Quiero que nos casemos. Y quiero compartirlo todo contigo. Nos interesan las mismas cosas… a ti, a mí y a tu abuela. Y esto supone para mí más de lo que sabría explicarte.

Puse el anillo en el estuche y se lo devolví.

—Esperemos un poco, Philip, por favor.

—Que no sea mucho —dijo, esbozando una triste sonrisa—. Prométeme que no será mucho.

—No. No lo será.

Salimos del saloncito y él se dirigió a su habitación algo menos eufórico que cuando llegó, en tanto que yo subí al piso de arriba.

Grandmère salió a mi encuentro.

—¿No era ése Philip? —me preguntó—. Pero ¡vaya!, ¿qué ocurre? Te veo un poco rara.

—Philip acaba de pedirme que me case con él.

La alegría inundó todo su rostro; se le iluminaron los ojos y se le arrebolaron las mejillas como si fuera una jovencita.

—¡Soy tan feliz! —exclamó—. Era mi sueño dorado. Ahora me siento la mujer más feliz de la Tierra.

—Pero yo no le he dicho que sí, Grandmère

—¿Cómo? —dio un paso atrás y me miró con cara de asombro.

—Ha sido tan inesperado que yo…

—¡Le has rechazado!

—Bueno, no exactamente.

A Grandmère se le escapó un sonoro e inmenso suspiro de alivio.

—Es que me pilló tan de sorpresa…

—Pues a mí no me sorprende. ¡Pero si estáis hechos el uno para el otro!

—Pero yo sólo tengo diecisiete años, Grandmère. Aún no sé nada de la vida.

—Yo sí sé…, soy lo bastante vieja para saberlo. Es un buen muchacho, y será un buen marido. Tiene una meta en la vida. He rezado a Dios y a los santos todas las noches pidiéndoles que esto ocurriera. Cuéntame: ¿qué le has dicho?

—Me ofreció un anillo —vi cómo sonreía y juntaba las manos—, y me lo puso en el dedo; pero yo no podía aceptarlo. Es demasiado pronto.

—No, no. Es el momento oportuno. ¡Y en el día de tu cumpleaños! ¿Puede haber nada más romántico? Vamos, Lenore…, no vayas a hacer una tontería, ¿eh? Si te alejas de él, te arrepentirás toda la vida.

—Es que no estoy segura.

—Yo sí lo estoy y sé lo que más te conviene. Te lo ruego, Lenore, no seas tonta. Nunca encontrarás a nadie más bueno, ni más digno. Lo sé. Tengo mucha experiencia.

—Olvidémoslo ahora. Philip estará a punto de subir, y también Cassie.

* * *

El recuerdo de aquella tarde me acompañará siempre. Fue una fiesta de cuatro —Grandmère, Cassie, Philip y yo—, pero a nadie eché en falta. ¡Cuánto charlamos! Le he dado muchas vueltas después, y siempre veo los ojos de Philip cruzándose constantemente con los míos, rebosantes de amor y ternura. Me sentía amada y feliz por la presencia de quienes tanto me querían.

Philip nos explicó muchas cosas de su estancia en Villers-Mûre, que a Grandmère la encantaron. Aquel lugar le había impresionado profundamente, y no tan sólo por su producción sedera. Grandmère le escuchaba muy atenta y de vez en cuando le interrumpía. Era como si hubiera regresado a su infancia. Cassie no despegaba los labios: permanecía sentada en silencio, con las manos cruzadas sobre las rodillas, mirando a uno y a otro; aunque a veces miraba también a hurtadillas a los maniquíes, como si realmente creyera que formaban parte del grupo. ¡Qué imaginación la suya y qué contenta estaba de que la incluyéramos en nuestro pequeño círculo!

Comentaba Philip que Villers-Mûre era casi más italiano que francés.

—Es lo que ocurre con todos los pueblos fronterizos —dijo Grandmère—. Estábamos muy próximos y vivían muchos italianos allí. Por fuerza debíamos de tener algo de sangre italiana, aunque estuviéramos bajo la bandera de Francia.

—Hay una gran afición a la música —prosiguió Philip— y pienso que ése es un rasgo muy italiano. Vas por el campo y les oyes cantar, y algunos tienen unas voces magníficas. A menudo cantaban fragmentos de óperas italianas. Recuerdo que una vez me detuve atónito a escuchar una interpretación de La donna é mobile; y en otra ocasión oí que dos cantaban un dúo de Il Trovatore —se puso a canturrear para sí: Ai nostri monti ritorneremo, y, tras recibir una salva de aplausos por nuestra parte, añadió:

—Tendríais que haberlo oído al aire libre, como yo lo oí.

—Sí —dijo Grandmère—, les encantaba la música. Y también el canto y la danza.

—Es lo que digo yo —corroboró Philip—. Son alegres y joviales, pero también muy prestos a enfadarse por el motivo más trivial: matarían a uno por cualquier simpleza.

Y luego está el elemento francés de su carácter: el realismo frente al romanticismo. De verdad que me parecieron fascinantes, dejando aparte sus métodos de trabajo.

—¿Qué tal monsieur Saint-Allengère? —le preguntó Grandmère—. ¿Se mostró abierto con ustedes?

—Hasta cierto punto —contestó Philip, riéndose—. No son muy dados a revelar secretos. Me gustaría saber qué están pensando ahora de nuestra seda Sallon.

—¿Se habrán enterado de su existencia? —pregunté.

—¿Que si se habrán enterado? La noticia se ha extendido por todo el mundo. Es un avance importantísimo en la industria. Espero que estarán rechinando los dientes de rabia por no habérsele ocurrido a ellos.

—Menos mal que lo patentaste —dije.

—Sin duda acabarán imitando el procedimiento —terció Grandmère—, pero hemos sido los primeros y eso nos da mucha ventaja.

—Lo sorprendente es que haya sido cosa de Charles —dijo Philip con aire pensativo.

—Eso es que tiene cualidades ocultas —sentencié.

—Que nunca había manifestado antes. Incluso cuando estuvimos allí parecía dar muestras de total indiferencia.

—Para que veas lo equivocados que podemos estar.

—Me encantaría volver —dijo Philip—. Quiero visitar algunas ciudades italianas. Vi de pasada Roma, Venecia y Florencia… Florencia fue, entre todas, la que más me cautivó. ¡Es tan maravillosa la vista de la ciudad desde la colina de Fiesole! Algún día volveré allí —estaba sonriéndome—. Seguro que te gustaría, Lenore —añadió.

Me sentía inmensamente feliz. Sus ojos expresaban tanto cariño y Grandmère rebosaba tanta satisfacción de saber que Philip quería casarse conmigo…

Fue una velada mágica la que viví sentada al lado de Grandmère, contemplando su soñadora mirada, mientras Cassie disfrutaba visiblemente en nuestra compañía…, mientras Grandmère y Philip intercambiaban miradas de dichosa complicidad…

Ojalá aquella noche se hubiera prolongado indefinidamente. Era maravilloso tener diecisiete años y no ser ya una niña. Philip tomó mi mano y la estrechó entre las suyas. Leí en sus ojos una muda pregunta.

Grandmère contuvo la respiración, expectante, mientras sus labios se movían en callada plegaria.

—Lenore —dijo Philip—, aceptarás, ¿verdad?

Le respondí que sí.

¡Qué estallido de júbilo hubo entonces! Philip sacó el anillo y me lo puso en el dedo. Grandmère lloró un poquito… de alegría, nos dijo.

—Se ha hecho realidad el mayor de mis sueños.

Cassie me dio un gran abrazo.

—Ahora serás de verdad mi hermana —me dijo.

Grandmère puso champán en unas copas y Philip me rodeó con sus brazos y me estrechó con fuerza mientras ella y Cassie brindaban por nosotros.

—¡Que Dios os bendiga —dijo Grandmère—, ahora… y siempre!