Tan pronto como dejé atrás la infancia, empecé a pensar que mi presencia en la Casa de la Seda era un tanto misteriosa. Me sentía apasionadamente unida a aquel lugar y, sin embargo, era consciente de no pertenecer del todo a él.
La casa era para mí una fuente de sorpresas. Me gustaba evocar todas las cosas que allí habían ocurrido y a todas las personas que en ella habían morado a lo largo de aquellos siglos.
Cierto que, en todo ese tiempo, había cambiado bastante. La reformaron los Sallonger cuando un antepasado de sir Francis la compró hacía poco más de cien años. Fue él quien la rebautizó como Casa de la Seda…, nombre de lo más incongruente aunque tuviera su explicación. Philip Sallonger, que compartía mi interés por la casa, me mostró un día unos viejos papeles en los que la mansión aparecía nombrada como el Pabellón de Caza del Rey. Pero ¿de qué rey?, me preguntaba yo. ¿Acaso habría pasado por allí el malvado Guillermo el Rojo? ¿O quizá su padre, el mismísimo Guillermo el Conquistador? A los normandos les gustaban los bosques y eran amantes de la caza… Pero eso era remontarse demasiado atrás en el tiempo.
Se alzaba orgullosamente en aquel paraje como si los árboles se hubieran retirado para dejarle sitio. Había jardines que sin duda databan de la época de los Tudor, como aquél de muretes de rojo ladrillo cercando los parterres de césped en torno a un estanque coronado por una estatua de Hermes a punto de alzar el vuelo.
Pero el bosque la rodeaba por todas partes. Desde las ventanas más altas podían verse los robles soberbios, las hayas, los castaños de Indias bellísimos en primavera, espléndidos en verano y majestuosos en el otoño con sus hojas de variados colores poco antes de caer y de formar una alfombra que a nosotros nos encantaba pisar ruidosamente…, pero no menos bellos cuando el invierno los despojaba de su follaje y las ramas creaban intrigantes dibujos contra los grises cielos, a menudo borrascosos.
Era un gran caserón que los Sallonger ampliaron al convertirse en sus propietarios. La utilizaban como residencia campestre, pues tenían otra casa en la ciudad, en la que sir Francis pasaba buena parte de su tiempo. Cuando no estaba allí, viajaba por todo el país, ya que, aparte de su cuartel general de Spitalfields, tenía fábricas en Macclesfield y en otros puntos de Inglaterra. Su abuelo había sido nombrado caballero precisamente por contarse entre los mayores fabricantes de seda del país, título que le acreditaba como hombre de pro para la sociedad.
Las damas de la casa hubieran preferido que la familia no se dedicara al comercio, pero para sir Francis la seda era más importante que cualquier otra cosa, y todo el mundo esperaba que lo fuera también para Charles y Philip cuando les llegara el momento de unirse a su padre en la tarea de producir el más hermoso de los tejidos. En todo caso, el amor que sentía la familia por el producto que les había enriquecido les llevó a hacer tabla rasa de los antecedentes históricos y a colocar en lo alto de la antigua verja, con grandes letras de bronce, las palabras CASA DE LA SEDA.
Yo no recordaba haber vivido en ningún lugar más que en la Casa de la Seda. Pero mi posición era extraña, hasta el punto de que me sorprendía no haber caído antes en la cuenta. Supongo que les ocurre siempre igual a los niños: que casi todo debe de parecerles normalísimo porque sólo conocen aquello que les rodea.
Y yo estaba allí, en el cuarto de los niños, junto con Charles, Philip, Julia y Cassie (como solía ser llamada Cassandra). No se me ocurría pensar que era un cuco en nido ajeno, por más que para ellos sir Francis y lady Sallonger eran papá y mamá, mientras que para mí eran sir Francis y lady Sallonger. Y luego lo del aya —la emperatriz del cuarto de los niños—, que a menudo me miraba frunciendo unos labios de los que emergían bufidos de reprobación. A mí me llamaban simplemente Lenore, no miss Lenore; en tanto que las demás eran siempre miss Julia y miss Cassie.
También era reveladora la actitud de Amy, nuestra doncella, que cuando nos sentábamos a la mesa siempre me servía en último lugar. Me daban los juguetes que Julia y Cassie desechaban, aunque por Navidad siempre había una muñeca o algo especial para mí. La institutriz, miss Everton, me examinaba a veces con una expresión rayana en el desprecio y parecía lamentar que yo tuviera mayor facilidad para los estudios que Julia o Cassie. Todo ello hubiera tenido que ponerme sobre aviso.
Clarkson, el mayordomo, no me hacía el menor caso; aunque la verdad es que tampoco se lo hacía a los demás niños. Era un personaje muy importante, que imponía su ley abajo en el sótano junto con mistress Dillon, la cocinera. Constituían ambos la aristocracia de los aposentos de la servidumbre, donde la observancia de las distinciones de clases era mucho más rígida que arriba. Cada uno de los criados tenía su propio rincón, del que no podía salir. Clarkson y mistress Dillon velaban por el mantenimiento del protocolo tal como, imagino, debía de hacerse en la corte de la reina Victoria. A las horas de las comidas, cada criado ocupaba su lugar en la mesa: Clarkson en una de las cabeceras, mistress Dillon en la otra. A la derecha de mistress Dillon se sentaba Henry, el lacayo, y a la de Clarkson miss Logan, la doncella personal de lady Sallonger (cuando comía en la cocina, cosa que no siempre hacía porque podía pedir que le subieran la comida a su habitación). Grace, la camarera, tomaba asiento al lado de Henry. Venían luego May y Jenny, las criadas, Amy, nuestra doncella, y, en último lugar, Carrie, la fregona. Cuando sir Francis se hallaba en la Casa de la Seda, solía comer también con ellos Cobb, el cochero, que habitualmente residía en Londres, donde disponía de vivienda propia en las cocheras adosadas a la casa de sus señores. Había, además, varios mozos, pero éstos vivían junto a las caballerizas, que eran muy espaciosas porque, aparte de los caballos de montar, albergaban una calesa y un carruaje ligero de dos ruedas, más el lugar reservado al coche de sir Francis.
Todo esto sucedía en el sótano. En la tierra de nadie situada entre los peldaños superior e inferior de la sociedad, flotando en el limbo, se encontraba miss Everton, la institutriz. A menudo se me ocurría que debía de sentirse muy sola. Le subían las comidas a su habitación, servidas a regañadientes por una de las criadas; igual que al aya, que, como es lógico, comía en su habitación, contigua al cuarto de los niños. Allí tenía un infiernillo con el que cocinaba si no le apetecía la comida que le traían de abajo, y siempre había fuego en su chimenea, en cuya repisa interior se calentaba constantemente la tetera con la que preparaba innumerables tazas de té.
Sí, yo pensaba a menudo en miss Everton; y más cuando me di cuenta de que mi situación era semejante a la suya.
Julia tenía un año más que yo, y los chicos nos llevaban varios a las dos; en particular Charles, que era el mayor. Estaban muy guapos y crecidos. Para Philip era como si no existiéramos, y Charles nos avasallaba siempre que podía. Julia se mostraba algunas veces autoritaria; su genio era muy vivo, y en ocasiones sufría incontrolables ataques de ira. Por eso andábamos siempre a la greña. El aya nos decía:
—Vamos, miss Julia… Vamos, Lenore… Me están atacando los nervios.
Porque para el aya sus nervios eran algo muy serio, algo que exigía ser tomado siempre en consideración.
Cassie era más pequeña que nosotras, y muy distinta. Yo había oído comentar que, al nacer, le había hecho pasar un mal trago a lady Sallonger, y que por eso no podría tener más hijos. Y ésa era asimismo la causa de los males de Cassie. Los criados, mirándola, hablaban en voz baja de los fórceps —los «instrumentos», decían— como si se refirieran al potro del tormento y a las torturas de la Inquisición. Aludían a la pierna derecha de Cassie, que no se había desarrollado tanto como la izquierda y que era la causa de su cojera. Cassie era menuda y pálida, y todos la tenían por «delicada». Pero poseía un carácter muy dulce que su defecto no había amargado en lo más mínimo. Ella y yo nos queríamos con ternura. Solíamos leer y coser juntas, y las dos éramos muy hábiles con la aguja. Esa habilidad se la debía yo a Grandmère.
Grandmère era la persona más importante de mi vida. Era enteramente mía, y a la vez la única de la casa a quien yo pertenecía de veras. Las dos constituíamos un mundo aparte. A mí me hubiera encantado comer siempre con ella, pero era ella quien quería que lo hiciera con los demás niños, quien se empeñaba en que les acompañara en sus clases de equitación y quien, sobre todo, se empeñaba en que estudiara con ellos. Grandmère formaba parte del misterio. Era mi Grandmère y no la de ellos.
Vivía en el piso más alto de la casa, en la inmensa habitación que había hecho construir allí uno de los Sallonger: una sala con un gran ventanal y con el techo acristalado para que entrara más luz. Porque Grandmère necesitaba mucha luz: en aquella habitación tenía un pequeño telar y su máquina de coser, y allí trabajaba todos los días. Y también unos maniquíes de modista que eran como efigies de personas reales: tres damas muy bien proporcionadas, de distintas tallas, vestidas a menudo con exquisitas prendas. Yo les había puesto nombres: Emmelina era la más pequeña, lady Ingleby la mediana y la duquesa de Amalfi la más alta. Desde Spitalfields llegaban a la casa piezas de toda clase de telas. Grandmère diseñaba primero los vestidos, y después los confeccionaba. Jamás olvidaré el olor de aquellas grandes piezas de tejidos. Tenían nombres exóticos que yo me sabía de memoria. Había finas sedas, rasos y brocados, y también lustrinas, gasas, sedas de Padua, terciopelos y tafetanes. A menudo me sentaba a escuchar el zumbido de la máquina mientras la diminuta zapatilla negra de Grandmère impulsaba el pedal.
—Dame esas tijeras, ma petite —me decía—. Alcánzame los alfileres. ¡Ah! ¡Qué haría yo sin mi pequeña ayudante!
Yo, entonces, me sentía feliz.
—Trabajas mucho, Grandmère —le dije un día.
—Tengo esta suerte —me respondió.
Hablaba una mezcla de inglés y francés que no se parecía en nada al lenguaje de los demás. En la sala de clase aprendíamos un forzado francés, con el que proclamábamos nuestra posesión de una pluma, un perro o un gato y preguntábamos el camino para llegar a la estafeta de Correos. Julia y Cassie tenían que esforzarse mucho más que yo porque mi trato con Grandmère me permitía pronunciar las palabras con soltura y con acento distinto del que les daba miss Everton, cosa que a ésta no la complacía en absoluto.
—Estoy aquí en esta hermosa casa con mi pequeña —añadió Grandmère—. Soy feliz. Y ella es feliz también. Se está convirtiendo en una dama muy inteligente. ¡Vaya que sí! Aquí conseguirás todo lo necesario para abrirte camino en la vida. Tu futuro está aquí, mon amour.
Me gustaba la manera que tenía de decir mon amour. Era como si me recordara lo mucho que me quería, más que nadie en el mundo.
Jamás se reunía con el resto de los habitantes de la casa. Sólo cuando cosía algún vestido para alguien de la familia bajaba al salón de lady Sallonger, porque la delicada salud de ésta no le permitía subir las escaleras para las pruebas.
Todas las tardes Grandmère daba un paseo por los jardines. A menudo la acompañaba y las dos nos sentábamos a charlar junto al estanque. Siempre había mucho de que hablar con Grandmère. Buena parte de nuestra conversación giraba en torno a las telas, el modo como estaban tejidas y el tipo de prendas para el que resultarían más adecuadas. Grandmère estaba en la Casa de la Seda precisamente para diseñar los vestidos y para aconsejar sobre la mejor forma de fabricar las telas, de modo que respondieran a las necesidades de la confección. Llegaba de Spitalfields, distante veinte kilómetros de Epping Forest, una especie de carromato tirado por dos caballos, e inmediatamente las piezas de tela eran transportadas al piso de arriba. Yo corría a examinarlas con Grandmère.
Se extasiaba al verlas, porque era una persona muy emotiva. Se llevaba los tejidos a las mejillas, suspiraba… Después los disponía a mi alrededor y batía palmas mientras sus vivos ojos castaños brillaban de entusiasmo. Siempre aguardábamos con emoción la llegada de las piezas.
Grandmère era una personalidad en la casa. Dictaba sus propias normas. De haberlo deseado, supongo que hubiera podido comer con la familia: pero era, a su manera, una autócrata, tal como a la suya lo eran Clarkson y mistress Dillon.
Le subían las comidas al piso alto de la casa y ninguna de las criadas se atrevía a poner mala cara por ello, debido a la autoridad y dignidad que emanaban de Grandmère. Sí, era en realidad una persona muy importante y aceptaba estos servicios de manera distinta a como lo hacía miss Everton, siempre celosa porque se le prestaran las atenciones que le eran debidas. Grandmère, en cambio, se comportaba como si no le hiciera falta subrayar su importancia ya que todo el mundo era consciente de ella.
Cuando empecé a descubrir que yo no era como los demás niños, me consoló mucho pensar que Grandmère y yo nos pertenecíamos la una a la otra. En las pocas ocasiones en que sir Francis acudía a la Casa de la Seda, siempre visitaba a Grandmère. Hablaban, naturalmente, de los tejidos y discutían toda clase de asuntos. Ése era el motivo de que el resto de los habitantes de la casa le tuvieran tanto respeto. Las habitaciones de arriba eran nuestras. Había cuatro: el espacioso cuarto de trabajo, inundado de luz; nuestros dos dormitorios —dos pequeñas alcobas con estrechos ventanales y una puerta de comunicación—, y un saloncito. Éste y los dormitorios formaban parte de la antigua casa, pero el cuarto de trabajo lo habían hecho construir los Sallonger.
—Éstos son nuestros dominios —acostumbraba decirme Grandmère—. Aquí estamos en nuestro pequeño reino. Todo esto es tuyo y mío, y aquí somos los reyes de nuestro pequeño castillo… ¿O te parece que sería más propio que dijera las reinas?
Era una mujer menuda, con una mata de pelo que en tiempos fue negro y que ahora tenía muchas hebras de plata. Lo llevaba peinado hacia arriba y recogido con una reluciente peineta española. Estaba muy orgullosa de su cabello.
—El peinado siempre tiene que ser… elegante —decía—. De nada servirían el raso más fino y la mejor seda del mundo si el cabello careciera de estilo.
Tenía unos ojazos que brillaban de alegría, se encendían de indignación, se helaban de desprecio o se iluminaban de amor, traicionando sus estados de ánimo. Eran preciosos como su cabello. Tenía unos dedos finos y largos: siempre los recordaré moviéndose rápidamente por los patrones cuando cortaba las telas de los vestidos sobre la gran mesa del cuarto de trabajo. Era tan delgada que a veces yo temía que el aire se la llevara flotando. Así se lo decía, y después le preguntaba:
—¿Qué haría yo sin ti?
Por regla general, ella se reía de mis fantasías; pero siempre que la conversación tomaba este giro se ponía muy seria.
—Todo te saldrá bien…, tal como me ha sucedido a mí. Pude defenderme sola desde muy jovencita porque hay algo que sé hacer muy bien. Y así debe ser. Tiene que haber algo, lo que sea, que tú sepas hacer mejor que los demás. De esa manera siempre habrá un lugar para ti en el mundo. Mira: yo me las arreglo con un trozo de tela, una máquina de coser y unas tijeras… Pero hay algo más. Cualquiera puede pisar un pedal, cualquiera puede coser y cortar… Pero hay algo más, sí: la inspiración, el rasgo genial que puedes aportar a tu labor. Y eso es lo que cuenta. Si tienes eso, siempre habrá un puesto para ti. Tú, ma petite, seguirás mis pasos. Yo te mostraré el camino. Y entonces, ocurra lo que ocurra, no tendrás nada que temer. Siempre estaré velando por ti.
Yo estaba segura de ello.
¡Y qué fácil aprender a su lado! Cuando llegaban las piezas de tela, hacía unos bocetos y me pedía mi opinión. El día que dibujé mi primer diseño se puso contentísima, me mostró mis fallos y, añadiéndole unos hábiles retoques, lo convirtió en un vestido real: «El vestido de Lenore» lo llamó. Jamás olvidaré aquel vestido de un delicioso color lavanda. Después Grandmère me dijo que a sir Francis le había gustado mucho: que era el tipo de vestido más adecuado para aquella tela.
Una vez examinados por sir Francis y sus colaboradores, los vestidos se empaquetaban y se llevaban para su venta a un lujoso salón de Londres. Era otra rama del imperio de la seda de los Sallonger. Tras de lo cual llegaban a la casa nuevas piezas.
Recuerdo perfectamente el día en que Grandmère me contó de qué forma habíamos venido a vivir a la Casa de la Seda.
Fui a verla hecha un mar de confusiones. Aquel día, como todos, acabábamos de tener nuestra clase de equitación, acompañadas por uno de los mozos. Estuvimos dando vueltas por el picadero, donde había unas vallas para practicar el salto.
Julia era una buena amazona. Yo no lo hacía mal. Pero a Cassie le costaba aprender. Creo que la asustaban un poco los caballos, aunque le habían dado el más manso de las cuadras. Siempre la vigilaba cuando galopábamos o íbamos al trote en el picadero, y pienso que así le infundía especial confianza.
Al terminar la clase, Julia dijo:
—Huelo algo bueno en la cocina.
Allá nos fuimos.
—¿Llevan barro en las botas? —inquirió mistress Dillon.
—Las tenemos limpias —replicó Julia.
—Menos mal. Ya sabe usted, miss Julia, que no quiero nada de barro en mi cocina.
—¡Qué bien huelen los pasteles!
—¡Faltaría más! Con la de cosas ricas que les he puesto…
Nos sentamos las tres en torno a la mesa y miramos a mistress Dillon con expresión suplicante, fingiendo que aspirábamos en éxtasis el aroma de los pasteles recién salidos del horno.
—¡Muy bien, muy bien! —Prosiguió ella a regañadientes—. Pero esto no le va a hacer ninguna gracia a miss Everton. Ni tampoco al aya… No se debe tomar nada entre comidas. Tendríais que esperar a la hora del té.
—¡Pero si faltan horas! —Dijo Julia—. Yo quiero ése.
—Una glotona; eso es lo que es usted. Siempre elige el más grande.
—Es un cumplido para usted, mistress Dillon —intervine yo.
—Yo no quiero cumplidos, Lenore, ni falta que me hacen. De sobras sé que mis pasteles son buenos. En fin… Ahí va. Uno para usted, miss Julia; otro para usted, miss Cassie; y éste para ti, Lenore.
Fue entonces cuando me di cuenta: miss Julia, miss Cassie… y Lenore.
Estuve dándole vueltas un buen rato y luego aproveché la ocasión cuando Grandmère y yo estábamos sentadas junto al estanque del jardín.
—Oye, Grandmère… ¿Por qué a mí no me llaman nunca miss Lenore, sino simplemente por mi nombre como a Grace, May y a las demás criadas?
Grandmère guardó silencio unos instantes y después me dijo:
—Es que los criados son…, ¿cómo te lo diría?… Muy tiquismiquis, sí. Se fijan en los menores detalles: que si a éste hay que llamarle así, que si a aquel otro asá…, que si uno debe sentarse en este sitio o en aquél… Tú eres mi nieta, y eso les parece distinto que ser hija de sir Francis y lady Sallonger. Así que las personas como mistress Dillon se dicen: «No: a ésa no hay que llamarla señorita».
—¿Quieres decir que soy como Grace o May?
Grandmère frunció los labios, alzó las manos y balanceó el cuerpo de un lado a otro. Se ayudaba mucho de las manos y de los hombros en la conversación, lo que la hacía sumamente expresiva.
—Estaría bueno que fuéramos a preocuparnos por los modales de gentes como mistress Dillon. Hemos de tomárnoslo a risa. ¿Que las cosas van así?… Pues qué se le va a hacer. ¿Qué me importa a mí que no me llamen miss? ¿Tiene algún valor esa palabra? Absolutamente ninguno.
—Sí, Grandmère. Pero… ¿por qué?
—Muy sencillo: no eres hija de los señores de la casa, y, en consecuencia, no te corresponde un miss de mistress Dillon.
—Pero cuando vienen las hijas de los Dallington a tomar el té y jugar con nosotras las llaman miss, y tampoco son hijas de sir Francis… ¿Es que somos sirvientas, Grandmère?
—Servimos, sí, si esto es lo que significa ser sirvientas. Tal vez. Pero estamos aquí juntas tú y yo, y vivimos bien. Vivimos en paz. ¿Vamos a preocuparnos por un miss de más o de menos?
—Pero, Grandmère…, yo quiero saberlo. ¿Qué hacemos en esta casa, si no somos de ella?
Dudó un instante y luego pareció decidirse.
—Llegamos aquí cuando tú tenías ocho meses. Eras una criatura preciosa. Pensé que esto sería bueno para ti. Aquí podríamos vivir juntas: la abuela y la nietecita. Me pareció que seríamos muy felices, y ellos prometieron darte una buena educación, como si fueras una hija más de la familia. Pero no hablamos para nada del miss. Por eso no te dan ese tratamiento. Vamos, pequeña… ¿Qué más te da que te lo llamen o que no te lo llamen? En la vida hay cosas mucho más importantes.
—Cuéntame cómo vinimos aquí. ¿Por qué no tengo padre… ni madre?
Grandmère dejó escapar un suspiro.
—Me lo estaba viendo venir —dijo, como hablando para sus adentros—. Tu madre era la muchacha más linda y encantadora del mundo. Se llamaba Marie-Louise, y era mi hija, mi pequeña, mon amour. Vivíamos en un pueblo llamado Villers-Mûre, un lugar maravilloso, cálido, donde brilla el sol a menudo. ¡Qué veranos los de Villers-Mûre! Te levantas sabiendo que el sol va a lucir todo el día; no como aquí, que asoma la nariz, se vuelve a esconder y no acaba de decidirse.
—¿Querrías vivir en Villers-Mûre?
—Quiero vivir aquí —respondió, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Ésta es mi patria ahora, y la tuya también, ma petite. Aquí serás feliz y llegará un día en que no te importará cómo te llamen.
—Pero si tampoco me importa ahora, Grandmère… Sólo quería saber la razón.
—Villers-Mûre queda muy lejos de aquí. Hay que atravesar toda Francia, y ya sabrás, porque te lo habrá explicado la buena de miss Everton, que Francia es un país muy grande, mucho mayor que esta pequeña isla. Hay montañas, pequeñas ciudades, aldeas… Por aquel lado tiene frontera con Italia. Es tierra de moreras, y eso significa… seda. A los gusanillos que hilan la seda para nosotros les encantan las hojas de morera; por eso, donde estos árboles se desarrollen bien siempre encontrarás seda.
—Así que la conoces desde hace muchísimo tiempo…
—Villers-Mûre es la tierra del gusano de seda, y vive de la seda. No existiría sin ella. Allí viven desde siempre los Saint-Allengère, y quiera Dios que lo sigan haciendo. Deja que te cuente. Esa familia tiene una casa preciosa; parecida a ésta, sólo que en vez de bosques la rodean montañas. Es muy grande y ha sido durante siglos su hogar. Hay prados y flores y árboles y un río que discurre por los terrenos de la propiedad. Alrededor de la mansión están las casitas donde viven los trabajadores con sus familias, y cerca de allí la gran fábrica, espléndida, con las blancas paredes manchadas de color por los macizos de adelfas y buganvillas. Tienen bosquecillos de moreras, las mûreraires, y crían los mejores gusanos de seda del mundo. Disponen también de excelentes telares, muy superiores a los de la India o de la China, donde según dicen nació la seda. Hoy, algunas de las más finas sedas proceden de Villers-Mûre.
—¿Y tú vivías allí y trabajabas para la familia Saint-Allengère?
—Teníamos una casita preciosa; la mejor de todas —respondió Grandmère asintiendo—. Con las paredes cubiertas de flores. Mi hijita, mi Marie-Louise, fue muy feliz allí. Había nacido para ser feliz y encontraba motivo de risa en cualquier cosa. Era muy guapa. Tienes sus mismos ojos: danzarines, alegres… Aunque los de ella no se enfurruñaban como en ocasiones los tuyos, ma petite… Eran también de color azul oscuro, y tenía el pelo casi negro, aún más negro que el tuyo, ondulado y sedoso. Una auténtica belleza. Todo le parecía bueno. Y así lo creía aun cuando murió.
—¿Cómo murió?
—Murió al nacer tú. Ocurre a veces. No hubiera tenido que morir… Yo la hubiera cuidado como te he cuidado a ti; hubiera conseguido que el mundo fuera un lugar feliz para ella. Pero murió…, aunque te tengo a ti, y eso me consuela.
—¿Y mi padre? —pregunté.
Grandmère guardó silencio un instante.
—Son cosas que pasan —dijo al fin—. Ya lo comprenderás cuando seas mayor. A veces llega la hora de nacer un niño, pero el padre… ¿quién sabe dónde estará?
—¿Quieres decir que… la abandonó?
Tomó mi mano y la besó.
—Era muy hermosa —dijo—. Pero dejemos lo que pasó. Te tengo a ti, mi niña, y eres el mejor regalo que podía hacerme. Tú, su hija, ocupaste el lugar que ella dejó y eres toda mi alegría desde entonces.
—¡Oh, Grandmère! —exclamé—. ¡Qué triste es todo esto!
—Fue en verano —prosiguió—. La embriagaron los perfumes de aquellos dulces prados y se entretuvo demasiado en ellos. ¡Era tan inocente! Tal vez habría debido prevenirla.
—¿Y mi padre la abandonó?
—No sabría decirte. Yo sólo tenía ojos para ella. No supe que te estaba esperando hasta muy poco antes de que vinieras al mundo. Y murió al darte a luz… Aún recuerdo la desolación que se apoderó de mí, sentada a la cabecera de su lecho…, hasta que se acercó la comadrona y te puso en mis brazos. Fuiste mi salvación. Me di cuenta de que había perdido a mi hija, pero que tenía la suya. Desde entonces lo has sido todo para mí.
—¡Ojalá supiera quién fue mi padre! Sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
—¿Y después viniste aquí? —insistí yo.
—Sí, me vine aquí. Me pareció lo mejor. Todo son dificultades cuando suceden estas cosas en una pequeña comunidad. Ya ves cómo son Clarkson y mistress Dillon: murmuraciones, chismes… No quería que crecieras en medio de todo eso.
—¿Quieres decir que me hubieran despreciado porque mis padres no se habían casado?
Grandmère asintió.
—Los Saint-Allengère son una familia muy rica y poderosa. Ellos son Villers-Mûre. Todo el pueblo trabaja para ellos. En el mundo de la seda su apellido es el más importante de Francia, y aun de Italia. Monsieur de Saint-Allengère, el patriarca de la familia, es algo así como el padre de todos nosotros. Y piensa que las familias de la seda de todo el mundo están, ¿cómo te lo diría?, en estrecho contacto unas con otras. Se conocen todas; se comparan entre sí; rivalizan… «Mi seda es mejor que la tuya». Ya sabes cómo son estas cosas.
—Sí —respondí; pero estaba pensando en mi madre, en el hombre que la traicionó y en el escándalo que hubiera habido en Villers-Mûre.
—Sir Francis visita el pueblo de vez en cuando. Hay grandes demostraciones de amistad entre las dos familias, pero no me atrevería a decir que haya verdadera amistad. Cada una de ellas aspira a fabricar la mejor seda. Guardan celosamente sus secretos. Muestran un poquito de allí y otro poquito de allá, pero nada que sea realmente importante.
—Ya comprendo, Grandmère…, pero cuéntame más cosas de mi madre.
—Se sentirá muy feliz cuando nos mire desde el cielo y nos vea juntas. Sabrá lo que somos la una para la otra. El caso es que sir Francis visitó por entonces Villers-Mûre. Lo recuerdo muy bien. Hay lazos familiares, ¿sabes? Dicen que hace muchísimos años eran una sola familia. Fíjate en los apellidos: el Saint-Allengère se ha transformado en el inglés Sallonger.
—¡Pues es verdad! —exclamé emocionada—. O sea, que nuestra familia de aquí ¿está emparentada con la de Francia?
Otra vez el encogimiento de hombros.
—Seguro que miss Everton te ha hablado de lo que se llamó el edicto de Nantes…
—Sí, claro —respondí con viveza—. Lo firmó Enrique IV de Francia en el año… bueno, creo que fue en 1598.
—¡Sí, sí! Pero ¿qué decía? Concedió libertad de culto a los hugonotes.
—Ya me acuerdo. El rey era entonces hugonote, pero los parisienses no querían un rey protestante, así que él dijo que París bien valía una misa y que se haría católico.
Sonrió satisfecha.
—¡Eso es una buena educación, sí, señor! —exclamó—. Bueno, pues después se desdijeron de todo.
—Se llamó la Revocación, y la firmó Luis XIV años después.
—En efecto. Muchos hugonotes tuvieron que huir de Francia. Una rama de los Saint-Allengère se estableció en Inglaterra. Construyeron fábricas de seda en distintos lugares. Trajeron consigo los conocimientos que tenían sobre la forma de tejer estas maravillosas telas. Trabajaron de firme y prosperaron.
—¡Qué interesante! ¿Y dices que sir Francis visita a sus parientes de Francia?
—Muy de tarde en tarde. No se habla mucho de los lazos familiares: más bien hay competencia entre los Sallonger ingleses y los Saint-Allengère de Francia. Así que, cuando sir Francis va allí, le enseñan algunas cosas, poquitas, y tratan de averiguar lo que él hace. Son rivales. Así es el mundo de los negocios.
—¿Conociste a sir Francis en una de sus visitas?
—Sí —respondió Grandmère—. Yo trabajaba allí, como ahora. Tenía mi telar y conocía muchos secretos… que guardaré siempre. Era una buena tejedora. Todos los habitantes de Villers-Mûre se ocupaban en la producción de la seda. Yo también.
—¿Y mi madre?
—Lo mismo. Monsieur Saint-Allengère me mandó llamar y me preguntó si me gustaría ir a Inglaterra. Al principio no supe qué decir; no podía creérmelo. Pero lo pensé bien y vi que era una buena oportunidad. Era lo mejor para ti y, por lo tanto, tenía que ser lo mejor para mí misma. Así que acepté el ofrecimiento y me vine a vivir a esta casa para trabajar en el telar cuando hiciera falta un tejido especial y para confeccionar los vestidos de moda que fomentan la venta de nuestra seda.
—¿Sir Francis quiso que viviéramos aquí?
—Fue el trato entre él y monsieur Saint-Allengère. Convinieron que tendría mi propio telar y mi máquina de coser, que viviría en la casa y que haría para sir Francis lo mismo que había estado haciendo en Francia.
—¿Y dejaste tu hogar para trasladarte a un país extranjero?
—El hogar de uno está donde viven sus seres queridos. Yo tenía a mi niña, y en estar contigo consistía mi felicidad. Vivimos bien aquí. Te estás educando con las hijas de la familia… y creo que no te va mal, ¿verdad? ¿Acaso no es cierto que miss Julia te tiene un poquito de envidia porque eres más lista que ella? Además, quieres mucho a miss Cassie… Es como una hermana para ti. Sir Francis es un hombre bueno y cumplidor de su palabra. Y en cuanto a lady Sallonger…; bien, podría decirse que es un poco exigente, pero no es antipática. Tenemos mucho y es preciso que demos algo a cambio. Yo nunca dejo de dar gracias a Dios por haberme mostrado este camino.
Le arrojé los brazos al cuello, estrechándola.
—Nada importa, ¿verdad? —dije—, con tal de seguir juntas.
Así fue cómo me enteré de algunos hechos de mi vida; pero intuía que aún debía saber mucho más.
* * *
Grandmère tenía razón. La vida era muy grata. Me había conformado con la situación y ya no me preocupaba demasiado la leve diferencia de trato de que yo era objeto. No era una de ellas; de acuerdo. Pero se habían portado muy bien con nosotras dándonos la oportunidad de dejar el pueblecito donde todo el mundo sabría que mi madre me había tenido sin estar casada. Yo ya estaba al tanto del estigma que conllevaba esta circunstancia, porque más de una chica de las aldeas próximas se había tenido que enfrentar a esta situación «embarazosa», como solía decirse. Una de ellas había acabado casándose con «el fulano» y ahora tenía como seis hijos más, pero aún se recordaba la historia.
Me intrigaba mucho la figura de mi padre. A veces pensaba que era muy romántico no conocer al propio padre: así podía imaginármelo mucho más guapo e interesante de lo que suelen ser las personas reales. «Algún día le encontraré», me decía a mí misma. Y éste fue el origen de una nueva clase de ensueños: tuve muchos padres imaginarios tras mi conversación con Grandmère… No podía esperar que me trataran como a miss Julia o miss Cassie, naturalmente; pero ¡qué grises eran sus vidas comparadas con la mía! No eran hijas de la muchacha más bella del mundo; no tenían un padre misterioso y anónimo.
Comprendía que, en cierto modo, formábamos parte de la servidumbre. Grandmère ocupaba un alto puesto y estaba tal vez a la altura de Clarkson o de mistress Dillon, por lo menos; pero no por ello dejaba de pertenecer al servicio. La apreciaban muchísimo por sus habilidades, y a mí por ser su nieta. Así que… a conformarme con mi suerte.
Lady Sallonger era exigente, sí, y veía en mí a su futura doncella. Era realmente muy bella, o lo había sido en su juventud y se conservaba muy bien. Todos los días, al levantarse, se recostaba en el sofá del dormitorio envuelta en un elegante salto de cama lleno de lacitos, y miss Logan tenía que dedicar un buen rato a peinarla y ayudarla a vestirse. Después se encaminaba lentamente del dormitorio al salón, apoyándose en el brazo de Clarkson, en tanto que Henry portaba la bolsa de labor, listo para servirle también de apoyo en caso necesario. A menudo me llamaba para que le leyera. Le gustaba mantenerme ocupada. Era siempre muy amable y hablaba con una voz cansada en la que se advertía un deje de reproche… contra el destino, supongo, por el trance que había pasado con Cassie, que la había convertido en una inválida.
Podía ser poco más o menos así:
—Tráeme un cojín, Lenore… Eso es: así está mejor. Siéntate ahí, nena. Tápame los pies con la manta, por favor; se me están enfriando. ¿Querrías llamar con la campanilla? Quiero que echen más carbón en el fuego. Alcánzame mi labor, pequeña. ¡Vaya por Dios! Me parece que esta puntada no me ha quedado bien. Luego me la deshaces. A lo mejor puedes arreglarla. Ya sabes que a mí no me gusta repetir las cosas. Pero déjalo para después. Ahora léeme un ratito…
Me tenía leyendo horas y horas. A veces se quedaba como traspuesta y yo, creyendo que estaba dormida, dejaba la lectura. Entonces ella me reprendía y me instaba a seguir leyendo. Le gustaban las novelas de Ellen Wood; recuerdo Los Channing y Las tribulaciones de la señora Halliburton, y también East Lynne. Las tres se las leí yo. Decía que mi voz era más sedante que la de miss Logan.
Mientras me entregaba a estas tareas, pensaba en lo mucho que les debíamos a los Sallonger por acogernos y por habernos evitado la vergüenza de mi madre. Parecía una historia sacada de los libros de la señora Wood y me emocionaba verme como el centro de semejante drama.
Puede que el hecho de ocupar una humilde posición la haga a una más considerada con los demás. Cassie fue siempre mi amiga; Julia, en cambio, era demasiado altanera, demasiado condescendiente para ser una amiga de verdad. Con Cassie era distinto. Buscaba mi ayuda, lo que, para una persona como yo, resultaba muy halagador. Porque a mí me encantaba que alguien dependiera de mí, poder cuidar de alguien. Ya me daba cuenta de que mis sentimientos no eran enteramente altruistas: buscaba esa sensación de importancia que experimentas cuando ayudas a alguien; por eso solía ayudar a Cassie en sus estudios. Cuando salíamos a pasear, yo acomodaba mi paso al suyo, en tanto que Julia y miss Everton se adelantaban. Cuando montábamos a caballo no le quitaba ojo de encima. Y ella me correspondía con una silenciosa adoración que era mi mejor recompensa. Digamos que la familia esperaba de mí que cuidara de Cassie como de lady Sallonger.
Había en la casa otro personaje que también despertaba mi compasión. Estoy hablando de Willie, a quien mistress Dillon se refería como «las sobras de Minnie Wardle». La tal Minnie, según la misma fuente, había sido «una cabeza loca», «una insensata» que recibió su merecido y tuvo en Willie su «escarmiento».
El muchacho fue el fruto de su amistad con un tratante de caballos que estuvo rondando por el lugar hasta que la dejó preñada y se largó con viento fresco. Minnie Wardle pensó que era capaz de resolver aquella situación y se fue a visitar a la anciana partera que vivía en una cabaña del bosque a cosa de dos kilómetros de la Casa de la Seda. Pero esta vez la vieja no estuvo muy hábil y la cosa no funcionó. Willie nació y, de resultas de aquello, nació «escuchimizado», en expresión nuevamente de mistress Dillon. Lady Sallonger no quiso despedir a la chica y le permitió seguir en la casa con Willie; pero aún no había cumplido éste el año, cuando volvió el tratante de caballos y Minnie desapareció con él, dejando que otros apechugaran con el fruto de su pecado. El pequeño fue enviado a las cuadras para que le criara la señora Carter, la mujer del encargado, que no podía tener hijos y se mostró encantada de cuidar del de otra. Pero en cuanto lo recibió en su casa comenzó a tener embarazo tras embarazo y ahora tenía seis hijos propios que la habían hecho perder su interés por Willie, sobre todo porque a éste, «le faltaba un tornillo».
Así que el pobre Willie no era de nadie, y nadie se preocupaba de él. Yo pensaba muchas veces que no era tan tonto como parecía. No sabía leer ni escribir, pero en aquellos tiempos había allí muchos que tampoco sabían hacerlo. Iba siempre con un chucho que le seguía a todas partes y al que mistress Dillon llamaba invariablemente «ese maldito perro». A mí me alegraba que el niño tuviera un ser que le amara y en quien él pudiera volcar su afecto. De hecho, parecía más espabilado desde que tenía el perro. Le gustaba pasarse las horas con él contemplando el lago que había en el bosque no lejos de la casa. Te lo encontrabas de sopetón: un claro entre los árboles, y de pronto allí estaba la extensión de agua. Los niños solían acudir a pescar; iban con sus frasquitos y lanzaban gritos de júbilo cuando encontraban un renacuajo. Los sauces rozaban el agua con sus ramas y en las márgenes crecían lisimaquias, con sus flores en forma de estrella, tercianeras y la omnipresente vulneraria. Siempre me han admirado las maravillas del bosque. Estaba lleno de sorpresas. Cabalgabas por entre los árboles y de improviso te encontrabas con un grupo de casas, una pequeña aldea o los pastos de un pueblo. Sin duda en algún tiempo hubo que talar los árboles para hacer esos claros y construir las casas, pero ya nadie recordaba cuándo se hizo. De hecho los años han cambiado muy poco el bosque, que en la época de la conquista normanda debió de cubrir casi todo el condado de Essex y en el que ahora hay, aquí y allá, grandes mansiones, antiguos pueblos, iglesias, escuelas para señoritas y aldeas.
No era fácil establecer comunicación con Willie. Si alguien se dirigía a él, ponía cara de cervatillo asustado y se quedaba inmóvil, como a punto de emprender la huida. No se fiaba de nadie.
Es extraño cómo algunas personas disfrutan atormentando a los débiles; ¿será porque desean llamar la atención sobre su propia fuerza? Mistress Dillon era una de ellas. De la misma manera que a mí insistía en subrayarme que no ocupaba la misma posición que mis compañeras, parecía procurar por todos los medios que resaltaran los defectos de Willie, en lugar de ayudarle.
También de él se esperaba que colaborara en las tareas domésticas. Traía agua del pozo, limpiaba el patio…, y lo hacía de muy buen grado, sin necesidad de decírselo. Cierto día mistress Dillon le dijo:
—Ve a la despensa y tráeme uno de mis tarros de ciruelas. Y dime cuántos quedan.
Quería que Willie regresara sin las ciruelas y con su habitual expresión de terror en la cara, sólo para poder poner el grito en el cielo y preguntar a Dios o a los ángeles que casualmente la escucharan cuál había sido su pecado para tener que soportar a semejante idiota.
El encargo era demasiado para Willie. Difícilmente podría encontrar las ciruelas: menos aún contar las que quedaban. Decidí intervenir. Le hice señas de que se acercara y fui con él a la despensa. Tomé el tarro y levanté seis dedos. Él me miró fijamente y volví a mostrarle seis dedos. Al final, su rostro se iluminó con una sonrisa.
Cuando el niño regresó a la cocina, creo que mistress Dillon se llevó un chasco al ver que traía lo que le había pedido.
—¿Y bien? —le preguntó—. ¿Cuántos quedan? Desde la puerta, a espaldas de mistress Dillon, yo levanté seis dedos, y Willie hizo lo propio.
—¡Sólo seis! ¡Qué disparate! ¡Ay, Señor…, qué habré hecho yo para tener que cargar con semejante idiota!
—Es verdad, mistress Dillon —intervine—. Fui a ver y sólo quedan seis.
—¡Ah! Eres tú, Lenore… Siempre metiendo las narices donde no te importa.
—Pensé que quería saberlo —repliqué, y salí de la cocina esforzándome en adoptar un aire de gran dignidad.
Casi piso al perrillo de Willie, que aguardaba pacientemente a su amo.
Siempre que podía trataba de ayudar a Willie. A menudo le sorprendía mirándome a hurtadillas, pero al sentirse descubierto desviaba inmediatamente la mirada. Hubiera deseado poder ayudarle más. Pensaba, incluso, que podría enseñarle algunas cosas, porque no era tan tonto como suponía la gente.
Solía hablar de él con Cassie, que era muy compasiva y que también tenía pequeños detalles con él, como indicarle en qué parte del huerto estaban los mejores repollos cuando miss Dillon le enviaba a arrancarlos.
Me interesaba mucho el comportamiento de la gente y para mí era sorprendente que una persona tan bien situada en la vida como mistress Dillon se empeñara en amargarle más la existencia a alguien tan desgraciado como Willie. Éste era un niño atemorizado. Y así se lo decía yo a Cassie: «Si tan sólo lográramos librarle de ese miedo a la gente, daría un paso muy grande hacia la normalidad».
Cassie se mostraba de acuerdo conmigo. Como siempre. Tal vez era ésta la razón por la que me sentía tan a gusto con ella.
Mistress Dillon era implacable. La oí decir más de una vez que deberían «echar» a Willie, porque la Casa de la Seda no era un lugar adecuado para tener merodeando idiotas. Y amenazaba con hablar de ello a sir Francis cuando viniera. Porque de nada serviría decírselo a lady Sallonger y, por su parte, mister Clarkson no tenía autoridad para despedirle.
Con frecuencia atacaba a Willie a través de su perro. Cierto día salió con que el perro se había llevado las sobras de una pierna de cordero que estaba en la mesa de la cocina. Yo me hallaba presente cuando lo denunció y la oí exigir la pena de muerte para el animal.
Clarkson la miró muy digno, sentado a la mesa como un juez.
—¿Vio usted cómo el perro se llevaba la carne, mistress Dillon?
—Como si lo hubiera visto.
—Pero no lo vio realmente.
—Estaba rondando por allí…, acechando la ocasión de robar algo; y, en cuanto volví la espalda, ese maldito chucho se lanzó como un rayo, tomó la carne de la mesa y escapó con ella.
—Pudo ser otro perro —sugirió Clarkson.
Mistress Dillon no quería dar su brazo a torcer.
—Sé muy bien quién ha sido. A mí no me engaña. Lo vi con mis propios ojos.
—Pero mistress Dillon —intervine yo sin poder contenerme—, acaba de decir que no lo vio llevarse la carne…
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó, volviéndose a mirarme enojada—. Eres una metomentodo. Cualquiera diría que eres alguien de la familia en lugar de…
La miré de hito en hito, en tanto que Clarkson se turbaba visiblemente.
—No nos salgamos del asunto —dijo el mayordomo—. Si usted no vio realmente que el perro se llevaba la carne, no puede estar segura de que lo hizo.
—Llamaré a alguno de los guardabosques y haré que le peguen un tiro a ese bicho. No quiero verlo merodeando por aquí, robando la comida que guiso. Es más de lo que una puede soportar, y no estoy dispuesta a aguantarlo.
No acabó aquí la cosa. Todos empezaron a tomar partido. Unos, que el perro tenía que ser eliminado; que, al fin y al cabo, no era más que un miserable mestizo. Otros, que se le dejara en paz con su amo; que el pobrecillo era todo lo que tenía.
El pobre Willie estaba tan desesperado que escapó de la casa con el perro. Era invierno, y todos se preguntaban cómo se las arreglaría para sobrevivir. La señora Carter soñó que yacía en algún lugar del bosque…, muerto por congelación. May dijo haber oído ruidos extraños en la casa: como aullidos lastimeros de perro. Y mientras caminaba por el bosque a Jenny le pareció que alguien la seguía; se volvió y creyó ver a Willie con su perro en brazos… Eran dos figuras espectrales y desaparecieron de repente.
Mistress Dillon estaba muy apenada y se sentía responsable de la huida del niño. No estaba muy segura de que el perro le hubiera robado la pierna de cordero; pudo haber sido cualquier otro. Se arrepentía de haber pedido a uno de los guardabosques que eliminara al animal; no lo había dicho en serio. Aunque tampoco se la podía culpar porque se había limitado a cumplir con su obligación.
Todo el mundo dejó escapar un suspiro de alivio cuando Willie regresó a la casa, desgreñado y medio muerto de hambre. Mistress Dillon le preparó unas gachas de avena mientras le decía que no volviera a hacer aquella tontería de escapar; que nadie le iba a pegar un tiro a su perro y que aquello había sido tan sólo una manera de hablar.
A raíz de aquel incidente fueron todos un poco más amables con Willie. Sirvió para algo bueno, y muchacho y perro se recuperaron rápidamente.
Luego la vida siguió más o menos como antes. Julia se mostraba a veces muy afectuosa conmigo, pero de pronto podía manifestarse autoritaria, como si recordara que yo no pertenecía del todo a la familia. Le reprochaba a Cassie que se cansara fácilmente, pero no le importaba demasiado copiar mis deberes de clase o pedirme las soluciones de los problemas que nos había puesto miss Everton. Supongo que nos llevábamos aceptablemente bien y que, en conjunto, se alegraba de tenerme a su lado porque yo le hacía más compañía que Cassie. Practicábamos juntas el salto de obstáculos a caballo, y existía entre nosotras una amistosa rivalidad.
Con Cassie era distinto. Muchas tardes, después de comer, tenía que echarse un rato. Yo solía ayudarla a quitarse las botas y me sentaba a su lado. Y entonces charlábamos, jugábamos a las adivinanzas o le explicaba yo a veces las tribulaciones de la señora Halliburton o los apuros de lady Isabel en East Lynne. Disfrutaba con mis relatos y se le escapaban quedamente las lágrimas ante las penas de aquellas desventuradas damas.
Los chicos estaban en el colegio la mayor parte del año. Todas aguardábamos con ilusión que regresaran a casa de vacaciones; pero, cuando lo hacían, nada era como habíamos imaginado y a menudo yo me alegraba de que volvieran a irse…, por lo menos Charles. Con Philip era distinto.
Philip tenía un temperamento dulce y afectuoso como el de Cassie. Yo esperaba que ambos salieran a lady Sallonger, quien debía de tener un carácter muy alegre antes de que el nacimiento de Cassie la convirtiera en una persona un tanto irritable.
Charles era el hermano mayor, lo que quiere decir que tenía unos seis años más que yo. Era muy presumido y andaba pavoneándose por la casa como si todo fuera suyo; supongo que así habría de ser algún día. Miraba por encima del hombro a su hermano menor y a sus hermanas, por lo que no era de extrañar en absoluto que a mí me despreciara.
Durante las vacaciones los chicos empleaban casi todo su tiempo en montar a caballo o en pescar en el Roding. Hacían muchas cosas apasionantes, de las que estábamos excluidas las niñas. A mí me daba envidia su libertad. Philip, con todo, montaba algunas veces con nosotras. Me hacía preguntas sobre el trabajo de Grandmère, demostrando gran interés. En ocasiones subía incluso a verla. Ella le apreciaba y me decía que tenía mucho gusto para los tejidos y sabía distinguir una seda de buena calidad nada más verla.
—Su padre se sentirá orgulloso de él cuando lo meta en el negocio.
—Pues a Charles parece no interesarle en absoluto —observé.
—Todo se andará. Por el momento se siente un gran personaje y está muy pagado de sí mismo. Pero eso ocurre aquí porque su hermano y sus hermanas son más jóvenes que él. Tal vez se muestra distinto con otros… Ya veremos. Es una suerte que tengamos a Philip, que será una bendición para el padre.
Advertí que Charles mostraba gran interés por Grace, la doncella, que era bastante guapa. En una ocasión les vi hablando. Grace tenía las mejillas arreboladas y soltaba risitas, en tanto que él la trataba gentil y afectuosamente pero sin desprenderse de sus aires de superioridad. Estaba claro, pues, que no despreciaba a todas las mujeres.
Cierta vez Charles no regresó a casa, sino que se fue a pasar las vacaciones en la de un amigo. Philip vino solo y aquéllas fueron unas vacaciones muy agradables porque, en ausencia de Charles, Philip no se sentía en la obligación de tratarnos despectivamente y pasó muchos ratos con nosotras.
Recuerdo cierto día que estábamos nosotras tres y él sentados a la orilla del lago y empezó a hablarnos de la familia y de lo mucho que le alegraba que sus antepasados se hubieran establecido allí en tiempos lejanos, expulsados de su hogar por causa de la religión.
—Sólo sabíamos tejer seda y llegamos aquí sin nada porque tuvimos que abandonar todo lo nuestro. Y así pusimos en marcha las primeras sederías en este país. ¿No os parece maravilloso?
Le respondí fervientemente que sí.
—En pocos años —prosiguió, dedicándome una sonrisa— pudimos fabricar unos tejidos que nada tenían que envidiar a los procedentes de Francia. Fue un trabajo muy duro, pero queríamos trabajar. Fuimos pobres durante mucho tiempo, pero al cabo comenzamos a prosperar.
—Y menos mal —dijo Julia—, porque me hubiera fastidiado mucho ser pobre.
—Es una historia emocionante; ¿no te parece, Lenore?
—¡Ya lo creo que sí! —asentí.
—Llegar a un nuevo país sin nada más que tu fe, tu esperanza y el propósito firme de abrirte camino… —a Philip le brillaba el rostro de entusiasmo. Yo pensé para mis adentros: «Hay algo hermoso en Philip. Sentiré que tenga que regresar al colegio»—. Y eso que hubo dificultades sin cuento —prosiguió—. Cuando el país empezó a importar sedas de Francia, los trabajadores de Spitalfields casi se murieron de hambre. La gente quería sedas francesas, a pesar de que las nuestras eran de igual calidad. Decir «francés» les sonaba mejor que «fabricado en Spitalfields»… Papá me explicó un día los problemas que tuvieron. El pueblo se alborotó, hubo disturbios, los obreros se echaron a las calles… No había trabajo para sus telares. Si veían a una mujer con un vestido de algodón, se lo arrancaban a trizas. «¡Seda! ¡Seda! —gritaban—. ¡Todo el mundo a vestir seda de Spitalfields!».
—Debían de estar fuera de sí —dije yo—. No me habría gustado que me destrozaran el vestido por buena que fuera la causa.
—Luchaban por su supervivencia. Habían llegado aquí abandonando todo cuanto tenían. Luego habían construido telares, habían conseguido producir tejidos preciosos… Y justo cuando empezaban a prosperar el gobierno autorizó la importación de seda francesa, y el pueblo creyó estúpidamente que era de mejor calidad y condenó a nuestros obreros a morirse de hambre.
—Pero, si sus tejidos eran tan buenos, ¿por qué compraba la gente los franceses?
—Los ingleses siempre piensan que los extranjeros trabajan mejor que sus compatriotas. Además, Francia tenía una sólida reputación. El caso es que creían que las prendas y tejidos franceses eran mejores que los ingleses. Sea como fuere, por poco nos dejan en la ruina.
—¿A qué viene tanto interés por eso ahora? —le pregunté—. Son cosas que ya pasaron.
—Es que lo siento por aquellas pobres gentes porque sé que padecieron mucho. Y porque es algo que podría volver a ocurrir.
—¡Pobrecillos! —Terció Cassie—. Debe de ser terrible pasar hambre. Y también los niños…
—Son los que primero sufren —dijo Philip—. Fue una historia larga y violenta. En un momento dado, hará como cien años, hubo graves trastornos. El gobierno acababa de firmar el tratado de Fontainebleau, por el que se autorizaba la importación de sedas de Francia sin aranceles. Los obreros estaban desesperados. Aprovechando la presencia del rey en el Parlamento, decidieron presentar una petición en la Cámara de los Comunes. Creían que el duque de Bedford había sido sobornado por los franceses para dar el visto bueno al tratado. Tras dirigirse a la Cámara y forzar un aplazamiento, se encaminaron a Bedford House y la atacaron. Llegaron entonces los guardias y les leyeron la ley de Sedición. Los obreros huyeron, pero no sin que antes muchos de ellos fueran pisoteados por los caballos. Hubo muchos muertos. Creyeron haber llegado a un puerto seguro, de salvación, tras dejar sus hogares, pero también aquí tuvieron que luchar denodadamente para lograr subsistir.
—Y lo consiguieron —dije—. Las cosas les van bien ahora.
—Nunca se sabe qué dificultades pueden surgir —respondió Philip, encogiéndose de hombros—. La vida es así, Lenore.
—Pero siempre es posible superarlas. —Para algunos.
—Ya es hora de volver a casa —cortó Julia, dejando escapar un bostezo.
Durante aquellas vacaciones me encariñé con Philip. ¡Qué distinto era todo en ausencia de Charles! Philip subía a ver a Grandmère, examinaba con aire de experto las piezas de tela, comparaba las diferentes texturas y se mostraba muy interesado por el telar.
—¿Lo usa usted mucho? —oí que le preguntaba a Grandmère.
—Cuando sir Francis me hace algún encargo especial.
Grandmère le hablaba de Villers-Mûre y de la fábrica de muros tapizados de buganvilla y de la amplia nave con grandes ventanales para que entrara la luz.
A Philip le apasionaba el tema. Nos hablaba de un nuevo proceso de hilatura que se estaba aplicando y que permitía aprovechar lo que hasta entonces se consideraba material de desecho.
—Un tal Lister, de Bradford, ha inventado un telar especial que lo hace. Revolucionará la industria porque debe de haber ingentes cantidades de borra de seda en muchos almacenes de Londres.
Yo no me enteraba demasiado de lo que decían, pero me gustaba oírles hablar. A Grandmère se le encendían las mejillas y Philip se expresaba con entusiasmo. Se caían bien mutuamente, y es muy agradable ver que las personas que aprecias se entienden. Grandmère calentaba agua para el té y entonces dejábamos el cuarto de trabajo y pasábamos al saloncito para tomarlo y seguir charlando. Philip nos contaba sus proyectos para entrar en el negocio familiar. La espera se le hacía interminable. Empezaría en cuanto concluyera sus estudios en la universidad; así se lo había prometido su padre.
Él hubiera preferido prescindir de esa última etapa de su formación, pero en eso sir Francis se mostraba inflexible.
—¿Y su hermano? —preguntó Grandmère.
—Bueno, él lo que quiere es pasárselo bien. Supongo que cambiará con los años.
—No veo que tenga su mismo entusiasmo —apuntó Grandmère.
—Es cosa de tiempo, madame Cleremont —la tranquilizó él—. En cuanto empiece a entender algo de este fascinante negocio, también se entusiasmará, ¿no le parece?
—Me alegra que sir Francis tenga un continuador en usted —le dijo sonriendo Grandmère—. Debe de complacerle mucho.
—Mi hermano podrá llevar muy bien otros aspectos del negocio. Lo que a mí me intriga es la fabricación de la seda…, todo el proceso. Esos gusanos que se alimentan de hojas de morera y que tejen sus capullos con el material más delicado del mundo…
Habló largamente de cuestiones que yo no entendía, pero me sentía feliz observándoles a él y a Grandmère, sin decir nada, viendo cómo crecía a cada instante su mutuo aprecio.
Cuando él se retiró, Grandmère no pudo contener su satisfacción. Mientras la ayudaba a retirar las tazas, la oí canturrear para sí:
En passant par la Lorraine
avec mes sabots,
j’ai rencontré dans la plaine
avec mes sabots dondaines,
oh, oh, oh,
avec mes sabots.
Siempre entonaba esta cancioncilla cuando estaba contenta. En cierta ocasión le pregunté por qué, y me respondió que la cantaba desde niña y que la ponía de buen humor el que los soldados consideraran fea a la protagonista, ignorando que era amada por el hijo del rey.
—¿Y se casa con el hijo del rey? —inquirí.
—¡Ah! No lo dice. Por eso me gustaba. El príncipe le había regalado un bouquet de marjolaine, un ramito de mejorana… Si floreciera, sería reina. Pero ignoramos lo que ocurrió porque la canción concluye sin explicárnoslo.
Me miraba con una sonrisa. Por fin comentó:
—Ahí tenemos a alguien enamorado de este trabajo. Es como su padre. Sir Francis tiene suerte con este hijo.
—Te cae muy bien, ¿verdad, Grandmère?
Asintió y su sonrisa se hizo pensativa, como si soñara despierta.
* * *
Nos estábamos haciendo mayores. Julia tenía casi diecisiete años: yo, quince. Ella acusaba el cambio y estaba rabiando por darnos a entender que había dejado de ser una niña.
Iba a pasar una temporada en Londres.
Lady Sallonger hablaba de ello con frecuencia. Solíamos tomar el té con ella en el salón. A veces yo había ido antes y estaba allí leyéndole e interrumpiendo de cuando en cuando la lectura para devanarle las madejas de seda que necesitaba. Cada vez me exigía más tiempo.
Julia y Cassie bajaban puntualmente a las cuatro y pasaban una hora con ella. Llegaba Clarkson con el carrito del té y Grace se situaba a su lado, dispuesta a servírnoslo; pero muchas veces lady Sallonger le indicaba que se retirara, y entonces recaía sobre mí la tarea de llenar las tazas.
—Ya lo hará Lenore —decía. Y luego, en sucesión—: Un poquito más de crema, Lenore, hazme el favor… ¿Me podrías alcanzar uno de esos bollitos?
En realidad no era para comérselo, sino para desmenuzarlo lentamente en el plato.
Por aquel entonces todas nuestras conversaciones giraban en torno a la inminente presentación en sociedad de Julia.
—¡Dios mío! Yo debería acompañarte… Pero me es imposible. Tengo los pies entumecidos, Lenore… Quítame las zapatillas y dame unas fricciones, ¿quieres? ¡Ah!…, así está mejor. ¡Qué alivio! Por desgracia, en mi estado de salud, me es imposible. Tendrás los vestidos que quieras, Julia… Por supuesto, te los hará madame Cleremont. Tendrá que procurarse algunos patrones. Quizá tu padre pueda hacerlos traer de París…
Julia juntaba las manos y la escuchaba extasiada. Estaba deseando debutar en sociedad; así nos lo decía a Cassie y a mí. Bailes, banquetes, fiestas… y legiones de jóvenes pidiendo su mano. Yo había oído a miss Logan, que sabía mucho de estas cosas, comentar a miss Everton:
—Bueno, si bien se mira, la familia vive del comercio, y eso le quita un poco de encanto. Pero hay dinero por medio, recuerde, y el dinero canta.
Es decir, que iban a llevar a Julia al mercado matrimonial para que exhibiera en él sus caudales. Era joven y bastante bonita cuando estaba de buen humor, y se moría por encontrar marido, pero tenía el inconveniente de ostentar el rótulo «del comercio», bien que compensado por este otro: «con dinero».
—Me han dicho que la condesa de Ballader es la persona ideal —añadió lady Sallonger—. ¡Pobrecilla! Necesita dinero ahora que el conde ha muerto. La dejó prácticamente sin un céntimo… Cosa del juego y la bebida, dicen… Se había tragado todo su patrimonio, y a su muerte se descubrió. ¡Pobre condesa! Claro que ella tampoco era gran cosa, reconozcámoslo. Actriz o algo por el estilo. Fue la tercera esposa del conde, y él chocheaba ya cuando se casó con ella. El caso es que ahora tiene que apañárselas de esta forma para poder vivir. Resulta cara, pero con María Cranley hizo un buen trabajo: era una criatura muy vulgar, y le encontró un buen partido… Quiero decir, con dinero, más que de sangre azul.
No pude evitar el comentario de que quizá el dinero le sería más útil que la sangre azul.
—Muy cierto, Lenore. ¿Querrías ponerme otro cojín en la espalda? Así está mejor. ¡Me canso tanto! Vaya, ahora se me ha caído el abanico… Mira, ahí está. Sírveme de paso otra taza de té, Lenore, y llévate este bollito. ¡Qué fastidio, todo por el suelo! ¿Eso de ahí son borrachos? Tomaré uno. No, mejor una fruta. Y ponme un poco más de crema, por favor. Sí, la condesa es la persona ideal. Sabe moverse en sociedad y sus orígenes le permiten ser emprendedora… y práctica. Además, todo eso ya está olvidado y lo que cuenta es el apellido Ballader. Es una tragedia, Julia, que yo, siendo tu madre, no pueda hacer por ti todo lo que debiera.
Y a continuación pasaba al tema de los vestidos.
—Tendré que pedirle a madame Cleremont que venga a verme. Habrá mucho que hacer y no sé cómo me las voy a arreglar.
Se me escapó una sonrisa, sabiendo que lady Sallonger no iba a tener dificultad en arreglárselas porque otras personas harían toda la tarea.
No se hablaba de otra cosa que de la presentación en sociedad de Julia. Grandmère estaba muy nerviosa pensando en los vestidos que tendría que hacerle. Preparó un montón de bocetos y yo dibujé uno también. Grandmère me dijo que lo presentaría junto con los demás para que eligieran, pero sin decir que era mío hasta que la elección estuviera hecha.
Salíamos a pasear a caballo casi todas las tardes, Julia, Cassie y yo. Si íbamos las tres juntas nos permitían ir sin un mozo a condición de no rebasar la aldea de Branches Burrow, por un lado, o el King’s Arms por el otro. Conocíamos perfectamente el bosque en un radio de ocho kilómetros alrededor de la casa, pero rebasar aquel límite podía ser peligroso porque era terreno muy a propósito para perderse.
Jamás olvidaré el horror de aquel día. Cabalgábamos por entre los árboles y todo parecía tranquilo. El sol, atravesando la techumbre de hojas, moteaba el suelo de luces y sombras, y el aire estaba impregnado de la fragancia de la tierra húmeda. Julia hablaba, como siempre, de su próxima presentación en sociedad. Y a Cassie se la notaba pensativa, tal vez preguntándose con cierta aprensión si a ella también la iban a presentar algún día. Yo no tenía esta preocupación, pero no sabría decir si aquello me alegraba o me entristecía. Creo que Grandmère esperaba que me hicieran compartir, si no la presentación de Julia, al menos la de Cassie, que seguramente no sería un acontecimiento tan sonado.
Nos estábamos acercando al lago cuando oí grandes voces y risotadas.
—Serán niños del pueblo —dijo Julia—. Suelen venir a jugar por aquí.
Nos vieron en cuanto salimos al claro. Ya no eran tan niños, pues tendrían como unos dieciséis o diecisiete años. Se hizo el silencio al avanzar nosotras. Yo no podía dar crédito a mis ojos: Willie estaba allí, atado a un árbol.
—¡Willie! ¿Qué le estáis haciendo? —pregunté a gritos. Los muchachos, una media docena, se encararon con nosotras unos segundos. Tenían un aire perverso. Lo presentí antes de darme cuenta de lo que estaban haciendo.
—¡Son de la casa grande! —gritó uno de ellos. E inmediatamente escaparon todos corriendo.
Desmonté y me aproximé a Willie. Emitía sonidos incoherentes, tratando de decirnos algo pero sin encontrar las palabras. Tenía el rostro petrificado en una expresión de horror. Julia y Cassie se habían acercado también.
—¡Oh, mirad! —exclamó Julia.
Y entonces lo vi. Era el perro mestizo. Lo habían atado a otro árbol. Tenía el pelaje manchado de sangre y no se movía.
Desaté a Willie.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
Él no contestó. Corrió a donde estaba el perro y lo estrechó en sus brazos. Al ver que seguía inmóvil, sin responder a su amo, supe que estaba muerto. Los muchachos lo habían matado.
¿Cómo habían podido cometer semejante crueldad sin sentido?
—Dinos qué ha pasado —insistió Julia.
Él seguía sin decir nada. Sostenía al perro contra su pecho. Noté entonces que el animal tenía una pata rota.
—Willie —preguntó Cassie con dulzura—, ¿por qué no nos dices qué ha sucedido? Sacudió la cabeza, desolado.
—Han sido esos chicos —dijo Julia—. Son unos malvados. ¿Por qué lo han hecho, Willie?
Pero nuestros esfuerzos eran inútiles. Sólo podía pensar en una cosa: que su perro estaba muerto.
Willie jamás había querido a nadie como quería a aquel perro y nadie había querido jamás a Willie como aquella pequeña criatura. Se habían encontrado el uno al otro, se confortaban mutuamente, vivían el uno para el otro. Y ahora se lo habían matado unos chicos perversos, cuyo único objetivo fue infligir dolor a un animalillo indefenso y a un pobre niño que creían inferior a sí mismos.
No sabía cómo íbamos a poder consolarle.
Cassie lloraba en silencio. Creo que eso le ayudó a sentirse querido.
—Willie —le supliqué—, intenta decirnos lo que ha pasado.
—Estábamos sentados en la orilla —empezó de pronto—, mirando el lago… Y entonces llegaron y empezaron a burlarse de nosotros. Yo ni les miré. Y uno de ellos dijo: «¿Te gusta el lago, eh?». Y me agarraron para echarme dentro… —contempló al perro que tenía en los brazos y añadió—: Y él le mordió; cuando me puso las manos encima, le mordió.
—Un buen mordisco, espero —dije.
—Luego me ataron y a él lo agarraron y lo ataron al árbol, y empezaron a tirarle piedras.
—Se lo contaré a Carter —dije—. Merecen un buen castigo.
—Eso no devolverá la vida al perro —observó Julia.
—Pero aprenderán lo que les espera a los gamberros.
Sabía, sin embargo, que Carter no tenía jurisdicción sobre los chicos que no pertenecieran a nuestras cuadras y no podría actuar.
—Tendremos que enterrarle, Willie —le dije.
Pero él empezó a caminar con el perro en brazos.
Subimos a los caballos y nos dirigimos a las cuadras, donde encontramos a Carter, el encargado, y le explicamos lo sucedido.
—¿Vieron ustedes qué chicos eran? —preguntó Carter.
—No les conocíamos. Huyeron al vernos.
—Willie quería con locura a ese perro…
—Por eso lo han hecho —dije—. ¡Ojalá consigamos dar con ellos! Creo que deberían castigarlos severamente.
—Si se trata de algún chico de mis cuadras, se acordará de mí. Pero confío en que ninguno de ellos haya sido capaz de semejante acción.
—Willie necesitará ahora mucho cariño.
—Ya se encargará de eso mi mujer. Tendremos que librarnos del perro, porque me temo que no querrá separarse de él. En muchos aspectos es muy corto de alcances.
Le dejamos y volvimos muy tristes a casa. Estábamos profundamente afectadas, hasta el punto de que Julia se pasó todo un día sin hablar de su puesta de largo.
* * *
Conociendo a Willie, sabía que no querría separarse del perro; que preferiría tenerlo muerto a no tenerlo. Pero pronto iba a ser forzoso quitárselo, así que decidí intervenir. Me hice con una cajita de cartón y un cordel, y fui en su busca. No pensaba que hubiera vuelto al lago, pero allí estaba, sentado junto al árbol donde ataron al perro, sosteniendo al animalillo en sus brazos.
—Oye, Willie: tenemos que hacerle un funeral. Así no puede ser feliz.
—Me lo quieren quitar.
—Ya lo sé. Por eso es mejor que lo enterremos como es debido y así no podrán quitártelo —le mostré la caja y añadí—: ¿No ves? Quiere descansar; está muy fatigado. Tenemos que dejarle en paz para que duerma.
Con gran sorpresa mía, Willie depositó el perro en la caja.
—Lo enterraremos y haré una crucecita. Mira: aquí hay unos palitos. Si los pongo así y los ato con el cordel, formarán una cruz y podremos darle una sepultura cristiana.
Me miró y por un instante temí que escapara corriendo con la caja.
—A todos nos ha de llegar la hora de morir —dije con dulzura—, y cuando uno muere hay que tratarle con respeto y darle una sepultura digna porque ha de descansar en paz.
Me escuchaba en asombrado silencio.
—Mira —proseguí—, ya sé lo que haremos: ¡el panteón! —Puso cara de no entender nada—. Es la casa de los muertos, ya sabes. No está lejos de aquí. Allí van los Sallonger cuando mueren. Y es un lugar muy hermoso, con aquellos ángeles que lo guardan. Lo llevaremos allí y lo enterraremos, ¿qué te parece?
El asombro seguía pintándose en su rostro. Pasé mi brazo por su cuello y le estreché con fuerza. Estaba temblando.
—Es lo mejor, créeme. Descansará en paz y tú podrás ir a visitarlo. Sabrás que está allí, bajo tierra. Podrás sentarte junto a su tumba y hablarle. Será como si lo tuvieras contigo. Con una diferencia tan sólo: que no podrás verlo.
Willie seguía estudiándome. Parecía un buen plan. Había que enterrar al animal y yo no deseaba que se lo quitaran a la fuerza. Cavaríamos un hoyo junto al panteón, y eso conferiría cierta dignidad al entierro.
Apretaba aún la caja contra su pecho.
—Vamos, Willie —dije, levantándome—. Hagámoslo ahora. Después podrás quedarte allí y charlar con él, y sabrás que descansa. Estará más feliz en esta caja. Ahí es donde quiere estar ahora.
Eché a andar, temerosa de que no me siguiera; sin embargo, lo hizo. Juntos nos dirigimos al panteón familiar de los Sallonger.
Me había fascinado la primera vez que lo vi, cuando Grandmère me explicó lo que era.
—Cuando muere un miembro de la familia —me dijo— lo depositan en este panteón. En estos féretros están los huesos de generaciones de Sallonger. Juntos estuvieron en vida y juntos permanecen tras la muerte. Todas las grandes familias suelen tener panteones así.
Me gustaba ir por allá de cuando en cuando y siempre trataba de persuadir a Julia o Cassie de que me acompañaran. En particular me fascinaban los dos ángeles de espadas llameantes que, como los del jardín del Edén en mi Biblia, cerraban el paso a los intrusos.
Tenía unas preciosas verjas de hierro forjado y había numerosas figuras labradas en la piedra de los muros. De pequeña tenía la sensación de que aquellos rostros cambiaban cuando los miraba, y en más de una ocasión soñé que me quedaba encerrada dentro, sin poder escapar, y que los antepasados de los Sallonger salían de sus ataúdes para verme.
—Cavaremos una tumba aquí mismo, Willie, junto al muro, para que tu perrito descanse cerca de los Sallonger. Estará contento porque tendrá una tumba como Dios manda. Pondremos encima una cruz para que puedas localizarla fácilmente. Tal vez podríamos poner también unas flores y así todos sabrán que está aquí y que le queríamos mucho.
Willie asentía apesadumbrado.
Yo llevaba una pala pequeña. Se la di, diciéndole:
—Cava tú, Willie. Seguro que a él le gustaría que le enterraras tú, porque eras su mejor amigo.
Y así fue como enterramos al perro de Willie.
Supe después que el pequeño iba con frecuencia a la tumba, que se sentaba allí y parecía estar charlando con alguien.
Los perros de las cuadras tenían a menudo cachorros. Le dije a Julia que pidiera uno para dárselo a Willie. Lo hizo de buen grado.
Estaba segura de que lo encontraríamos sentado en la hierba.
—Hola, Willie —le dije—. Mira qué cachorrito. Ha venido para estar contigo…, si tú lo quieres.
Willie lo miró sin demasiado interés.
—Te gustaría estar con Willie, ¿verdad? —dijo Cassie, acariciando al animalito.
Acercó el rostro al cachorro y estornudó inesperadamente. Después lo volvió a hacer.
—«Una vez es un deseo; dos veces, un beso» —canturreó Julia.
—Pues entonces será un beso —dijo Cassie, estornudando de nuevo—. Eres como la pimienta, cachorrito: me haces estornudar. Te voy a llamar Pepper.
—Parece un buen nombre para un perro —aseveró Julia.
Yo tomé el cachorro en mis manos y se lo entregué a Willie, diciéndole:
—Mira, Pepper, creo que tú y Willie vais a ser muy buenos amigos.
Willie extendió los brazos para recibirlo y entonces el perrillo soltó un pequeño ladrido y le dio un lametón en la mano. Vi que el rostro de Willie se iluminaba súbitamente de alegría y comprendí que habíamos dado en el clavo.
—Es tuyo, Willie —le dije—. Necesita un hogar. ¿Querrás quedarte con Pepper y cuidar de él?
Seguro que a partir de entonces se borraron sus penas.
* * *
Llegó sir Francis a la Casa de la Seda. Siempre que venía, era recibido con mucha ceremonia. El gran carruaje era llevado a los establos, donde la calesa y el cochecillo de dos ruedas parecían encogerse a su lado. Cobb tomaba posesión de sus habitaciones junto a los establos; pienso que ejercía sobre los mozos de cuadra el mismo efecto que sir Francis sobre los habitantes de la casa: venía de Londres, y eso bastaba para que se considerara a sí mismo muy por encima de las pobres gentes del campo. Las comidas eran más solemnes. Lady Sallonger cuidaba más que nunca su atuendo, pero al propio tiempo acentuaba aún más su invalidez y languidecía elegantemente en el sofá, entre cintas y encajes. Sir Francis se sentaba a su lado, no paraba de llamarla «querida mía» y le daba palmaditas en la mano mientras escuchaba pacientemente el relato de sus sufrimientos. A Clarkson se le notaba más digno que nunca y mistress Dillon andaba alborotada por la cocina dando órdenes y contraórdenes hasta que al final Grace decía que la volvía tarumba.
También en esta ocasión pasó bastante rato conversando a solas con Grandmère.
No se quedó mucho tiempo en la casa…, sólo unos cuantos días; aunque me temo que a los afectados su estancia les pareció más bien larga. Se respiró una sensación de alivio cuando Cobb, resplandeciente en el pescante, hizo arrancar a los caballos que devolvían a sir Francis a la ciudad.
Grandmère me habló de él después de que se fuera.
—Algo le preocupa —me dijo—. Me da la impresión de que hay algo que no va bien.
—¿Le notaste enfadado?
—Oh, no, eso no… Pero se le veía inquieto. Dijo que el negocio se había estancado y que necesitábamos hacer algo que lo revitalizara. Esas fueron sus propias palabras. Hace falta una novedad. No podemos permanecer inmóviles. Tenemos que encontrar algo, y tiene que ser bueno. Los viejos surtidos eran muy hermosos, pero la gente quiere novedades. Me ha dicho: «Mire, madame Cleremont, hemos de encontrar un nuevo sistema de tejer la seda; algo que deje boquiabiertos a todos y que sólo tengamos nosotros». Jamás le había visto así.
—¿Crees que estará preocupado por la presentación en sociedad de Julia? Eso debe de costar un dineral.
Se le escapó la risa al oírme.
—No creo, ma chérie —respondió—. Es cosa de poca monta, y sir Francis se mueve en el mundo de los grandes negocios. No. A lo mejor es que el año pasado no ganó tanto dinero como el anterior. El piensa en grandes sumas. Pero todo irá bien. Lo que ocurre es que quiere una novedad. Es lo que buscan todos: algo nuevo que los coloque por delante de sus competidores.
—¿Es que hay mucha competencia?
—¡Ay, ma chérie! —Exclamó levantando los ojos al techo—, ha existido siempre, y muy dura, entre los Saint-Allengère y los Sallonger. Llevan muchos años compitiendo y procurando superarse unos a otros. Los católicos Saint-Allengère y los protestantes Sallonger… No te puedes ni imaginar lo que significa para una familia que una de sus ramas adopte una religión diferente. La religión es responsable de muchos problemas, ma petite.
—Pero son amigos; se visitan mutuamente…
Hizo un mohín antes de responder.
—Mantienen entre sí…, ¿cómo te lo diría?…, una neutralidad armada. Pero comparten un mismo deseo: desbancarse recíprocamente. Tienen que superar al otro. Llevan siglos así.
—Y tú eras de allí… ¿Visitaba sir Francis Villers-Mûre con frecuencia?
—Muy de tarde en tarde.
—Y te viniste con él… Jamás lo he entendido del todo.
—Fue… una oportunidad. Y, puesto que aquí vine, ésta es mi casa. Trabajo con los Sallonger y he roto con los Saint-Allengère.
—¡Hay tantas cosas que no comprendo!
Me miró con ternura mientras tomaba mi rostro entre sus manos.
—Son muchas las cosas que nos resultan incomprensibles, chérie.
Paso a paso todo volvió a la normalidad, y durante aquel verano el tema de la presentación en sociedad de Julia dominó sobre cualquier otro. La temporada londinense solía durar de Pascua de Resurrección al mes de agosto; por consiguiente, Julia tenía que estar preparada para la primavera próxima. La condesa de Ballader vino a pasar unos días en la casa, supongo que para cerciorarse de que Julia era digna de su tutela.
Era una mujer alta, de imponente presencia, cuya vitalidad llamaba inmediatamente la atención. Por los comentarios de unos y de otros, averigüé que el conde le llevaba como treinta años y que murió a los cinco de haberse casado con ella…, dejándole poco más que el título. Tenía un cabello cobrizo, demasiado brillante para ser su matiz natural, y unos vivarachos ojos de color verde oscuro. Y aunque los Sallonger habían contratado sus servicios para que lanzara a Julia en sociedad, ella les daba a entender que les estaba haciendo un gran favor.
Miss Logan decía que la condesa no acababa de decidirse a tener trato con una familia de comerciantes pero que, como necesitaba dinero y sir Francis era un hombre muy rico, creía ella que «su señoría» se haría cargo de Julia. Su conocimiento de la materia le confería ahora cierta nueva importancia: había sido en otros tiempos doncella personal de una duquesa, y hablaba de «su gracia» como si de una diosa se tratara.
Yo escuchaba sus conversaciones con miss Everton siempre que podía hacerlo sin que me vieran.
La condesa se reunió varias veces con lady Sallonger y en algunas de estas sesiones estuvimos presentes Julia, Cassie y yo. Observé que los ojazos verdes de la condesa nos estudiaban con interés. Al principio pretendió avasallar a lady Sallonger, pero pronto hubo de darse cuenta de que tenía delante a una adversaria de categoría. Lady Sallonger llevaba mucho tiempo delegando sus responsabilidades en otras personas y ahora, como quien no quiere la cosa, se libraba de ésta traspasándosela a la condesa. Hablaron de bailes, de listas de invitados, de vestidos… Julia tendría que aprender a caminar con más gracia y a hacer mejor la reverencia. La condesa quería asegurarse de que su presentación en sociedad tuviera todas las garantías de éxito.
—He triunfado con todas mis chicas —puntualizó.
Lady Sallonger sonrió y dijo que envidiaba muchísimo su salud. ¡Ojalá tuviera ella más fuerza! Hasta llegó a conseguir que la condesa le colocara un cojín en la espalda y le recogiera el abanico que tenía por costumbre dejar caer al suelo en determinados momentos.
Yo misma me sentía nerviosa y emocionada por lo que estaba pasando.
—Dentro de dos o tres años te tocará a ti, Cassie —le dije.
Cassie se estremeció.
—Supongo que no será mi caso —añadí—. Tendré que buscarme un marido por mi cuenta, si decido casarme.
—¡Feliz tú! —exclamó Cassie.
—Tienes mucho tiempo por delante y, para entonces, Julia ya te lo habrá explicado todo —concluí en tono tranquilizador.
En el cuarto de trabajo reinaba una gran actividad. Julia subía a menudo para las pruebas.
—¿Y si todos los vestidos que ahora le haces estuvieran pasados de moda el año que viene? —le pregunté a Grandmère.
—Yo no me preocupo demasiado de la moda —me respondió—: Elijo lo más adecuado para la persona. Julia necesita volantes y cintas: es lo que más la favorece. Haré vestidos para Julia, no para la moda. Si fuera tu puesta de largo…, ¡qué precioso vestido te haría!
—Jamás será mi puesta de largo… Yo sólo soy Lenore, recuerda, no una señorita.
Al instante me arrepentí de haberlo dicho, porque Grandmère se entristeció y pareció asustarse un poco. Sentí el impulso de consolarla y, rodeándola con los brazos, la estreché contra mí.
—Sería maravilloso si…
Dejó sin concluir la frase. Yo la animé:
—Si… ¿qué?
Pero no dijo más. La conocía bien y supuse que la entristecía que a mí nadie fuera a presentarme en sociedad, o que se preguntaba cómo me las arreglaría yo para encontrar un marido rico y apuesto.
* * *
Fue aquel verano cuando Drake Aldringham vino a la Casa de la Seda. Nada más llegar él, pareció que todo cambiaba. Nos habían dicho que Charles traería a casa a un amigo para pasar juntos parte de las vacaciones. Philip se adelantó. Ya estaba enterado de la noticia.
—Es todo un triunfo para Charles eso de que Drake venga —nos dijo.
—¿Por qué? —preguntamos las tres a coro.
—¿Que por qué? —repitió escandalizado—. ¡Es Drake Aldringham!
—¿Y qué tiene de especial? —quiso saber en seguida Julia, pues desde que se comenzara a hablar de su presentación en sociedad se mostraba muy interesada por los jóvenes, cosa muy natural en una chica que pronto iba a exhibirse para intentar pescar como marido a alguno de ellos.
—Pues, en primer lugar, porque es un Aldringham —dijo Philip.
—¿Y qué? —preguntó Julia.
—¿Quieres decir que nunca has oído hablar del almirante Aldringham? Es el padre de Drake.
—¿Es muy importante? —inquirí yo.
—Más de lo que te figuras.
Me pareció una respuesta algo evasiva, pero no pudimos sacarle más.
La visita se comentó aquella tarde a la hora del té. Yo lo serví, y Philip le llevó la taza a su madre.
—Gracias, querido —y en seguida—: ¿Podrías ponerme un poco más de leche, Lenore? Y tomaré también una rebanada de pan con mantequilla… ¿Han subido miel? ¿Clara o espesa? —era espesa—. ¡Ay, no! Di que suban la clara…, y échame la manta por los hombros, por favor. Ya sé que fuera hace sol, pero aquí dentro se hiela una.
Trajeron la miel; lady Sallonger hizo como que la probaba; pidió que le sirviera otra taza de té…, y fue entonces cuando se refirió a la inminente visita.
—¿Cuándo crees que llegarán Charles y su amigo, Philip? —preguntó.
—Pues no lo sé, mamá. Querían pasar primero por la región de los lagos, y hay bastantes que ver; pero pienso que Charles y su invitado estarán al llegar.
—Estoy deseando conocerle. Seguro que es un joven excepcional. El hijo del almirante… Por cierto, ¿no hay un Aldringham en el gobierno?
—Sí, mamá: sir James. Es tío de Drake. Son una familia muy notable.
—¡Drake! ¡Vaya nombre de pila!
—Parece que estemos hablando de un pato —dije con irreverencia.
—Un drake es un pato, sí, pero el nombre sugiere también otras cosas… ¿Qué me dices de sir Francis Drake? En realidad, se lo pusieron en memoria del viejo almirante.
—¡Pues imagínate! ¡Llevar el nombre de un gran héroe del pasado! Por fuerza debe sentirse una en la obligación de revivir sus hazañas.
—Salvo que no te pedirían que hundieras otra vez la Armada Invencible —dijo Philip—. Pero aún hay otro significado: dragón. Viene de draka, una antigua palabra inglesa que, a su vez, procede de la latina draco.
—Estás hecho un pozo de ciencia.
—Lo miré en la enciclopedia.
—¿Por tu Drake…?
—Simplemente porque me pareció interesante.
—Me pregunto cómo será —dijo Julia.
—¿Será un lobo marino… o un monstruo fabuloso? —apunté.
—Probablemente será muy sencillo y amable, y no se parecerá en nada ni a sir Francis Drake ni a un dragón —opinó Cassie—. Sucede muchas veces que las personas no son lo que sugieren sus nombres.
—Vais a llevaros una sorpresa —dijo Philip.
—Lenore, por favor… ¿Me podrías pasar uno de aquellos pastelillos de mermelada?
Me apresuré a obedecer otra vez el nuevo deseo de lady Sallonger.
—Oh, es de frambuesa… A mí me gustan de grosella negra. No sé si habrá.
Era la historia de siempre, así que me apresuré a tocar la campanilla y apareció Grace. Minutos después regresaba con pastelillos de grosella negra.
Sonreí al ver que lady Sallonger tomaba uno, segura de que se limitaría a mordisquearlo. Si los primeros hubieran sido de grosella, los habría preferido de frambuesa. Esperaba que en la cocina estarían ya acostumbrados a sus antojos.
Estaba interiormente convencida de que tendríamos una desilusión cuando viéramos aparecer a Drake Aldringham. Luego este convencimiento se fue transformando en dudas acerca de su venida. Charles no había anunciado la llegada para ninguna fecha en concreto y, a medida que pasaban los días, fuimos perdiendo las esperanzas.
Charles se presentó solo y sufrimos una gran decepción. Habíamos oído hablar tanto de Drake Aldringham y habíamos aguardado tan pacientemente… Pero, según nos dijo Charles, su amigo había ido a pasar unos días con una anciana tía suya y vendría a la Casa de la Seda tan pronto como le fuera posible.
Charles había cambiado. Siempre me llevaba una sorpresa cuando él y Philip volvían a casa: crecían muy de prisa y, a la par, se les notaba distintos; sobre todo a Charles. Éste era ya un hombre hecho y derecho que se daba muchos humos y hablaba arrastrando ligeramente las palabras. Interpretaba el papel de un joven caballero de mundo, lo que a mí me divertía bastante. Me fijé en que dedicaba a Grace miradas muy significativas. Y sorprendí a miss Logan comentando a miss Everton que le gustaría saber qué se proponía…, aunque quizá mejor no saberlo.
—Crecen demasiado de prisa —dijo miss Everton, dejando escapar un suspiro.
Había algo de tristeza en su voz, tal vez porque pensaba que pronto prescindirían de sus servicios en la Casa de la Seda.
Philip era muy distinto de Charles…, como más serio. Si a éste no parecía interesarle demasiado el negocio de la familia, y no creía yo que cambiara, daba muestras de enorme curiosidad por las formas femeninas. En cierta ocasión me llevé un gran susto al ver que me miraba como si estuviera pensando en… Bien, no sabría decir exactamente en qué, pero aquella mirada escrutadora no me gustó y me produjo un sofocón terrible.
Estaba sola en el jardín, sentada en el lugar donde solía hacerlo con Grandmère y esperando que ésta viniera a reunirse conmigo como casi todos los días. Oí pasos y levanté los ojos creyendo que era ella. Pero se trataba de un joven. Muy alto, muy rubio, bien parecido y de aspecto nórdico… Al verme esbozó una simpática sonrisa.
—Oh, perdone —dijo—, espero no haberla molestado.
—En absoluto —contesté—. ¿Qué… desea usted? ¿Busca a alguien?
Sí, en efecto, a Charles Sallonger. No he tenido tiempo de anunciarle mi llegada. He dejado mi equipaje en la casa y, como no había nadie de la familia, dije que saldría a pasear un rato por el jardín. Es un lugar delicioso. Ya me habían dicho que estaba en mitad del bosque, pero no imaginaba que fuera tan bonito.
—¿Viene usted de visita? Entonces debe de ser…
—Drake Aldringham —respondió.
—Debí suponerlo.
—Y usted es… ¿Julia?
—No. Soy Lenore Cleremont —y como, obviamente, mi nombre no le decía nada, le expliqué—: Vivo aquí, aunque no soy de la familia. Mi abuela trabaja en la casa y éste ha sido siempre mi hogar.
—Es una casa muy interesante —asintió—. Al divisarla desde el camino de la estación me ha parecido una maravilla.
—Sí, eso mismo pienso yo.
—Charles me ha dicho que es su casa de campo y que tienen ustedes otra en Londres.
—En efecto, en Grantham Square. Pero yo sólo he estado allí un par de veces. Sir Francis, el padre de Charles, reside habitualmente en ella.
Me agradaba su actitud amistosa y el hecho de que su forma de dirigirse a mí no hubiera cambiado lo más mínimo al descubrir que yo no pertenecía a la familia.
—Creo que Charles o Philip no tardarán en volver —dije.
—Quería presentar mis respetos a lady Sallonger, pero me han dicho que estaba descansando.
—Sí, suele hacerlo a esta hora. Está muy delicada.
Asintió como si ya lo supiera.
—Estábamos impacientes por conocerle —dije.
—Muy amable de su parte.
—Hemos hablado mucho de usted…, de sir Francis Drake y todo lo demás.
—No puede usted imaginarse lo que es andar por la vida con semejante nombre —respondió él haciendo una mueca.
—Yo diría que debe de ser muy sugerente.
—Un poco intimidante, más bien. Todos esperan que haga carrera en la marina.
—¿Y usted no quiere?
—No —respondió con un gesto enérgico—. Deseo dedicarme a la política.
—Seguro que será apasionante. Intervenir en lo que está pasando, sabiendo que contribuyes a forjar el destino de tu patria…
—Dicho así suena a mucha responsabilidad —replicó riéndose—, pero algo hay de eso. Siempre me ha interesado saber lo que ocurre y cómo encajamos en la política europea. Mi tío me ha hablado mucho de estas cuestiones; está al tanto de mis proyectos.
—Debe de dar mucha satisfacción saber lo que uno quiere ser en la vida. Te permite ir derechamente a lograrlo. ¡Hay tantos indecisos…!
—Lo malo es que a menudo has de vencer muchas oposiciones.
—Pero, en cierto modo, eso supone mayor aliciente. ¿Cómo se empieza en la política?
—Bueno…, en realidad uno comienza ya en la universidad. Yo estoy metido en todo tipo de cosas…; me refiero a grupos de discusión sobre temas sociales y políticos. Veo con frecuencia a mi tío; asisto a las sesiones de la Cámara para oírle hablar… Es algo que se te va metiendo en la sangre. Leo los periódicos y me formo mi propia opinión sobre los temas de actualidad; después la analizo con mi tío, quien me anima a seguir… Es una gran suerte poder contar con él. ¡Y tan emocionante estudiar estas cosas…! La mayoría de las personas se encierran en sus cascarones y sólo saben lo que ocurre en su círculo más inmediato: que han derruido el puente de Tay, que Gladstone derrotó a Beaconsfield y ha subido al poder, que a Parnell van a juzgarle por conspiración… Pero no tienen ni idea de lo que está ocurriendo en África. Quiero decir que ignoran el porqué. Pero hablo demasiado. Perdóneme usted. A veces me dejo llevar por el entusiasmo.
—Me interesa muchísimo —le dije—. Estoy segura de que sería un excelente político.
En aquel momento apareció Grandmère. Venía en mi busca.
—Grandmère, tengo el gusto de presentarte a mister Drake Aldringham. Acaba de llegar y no hay nadie en la casa para recibirle.
Se acercó a nosotros, tan digna que podía pensarse que era la propia dueña de la casa.
—He oído hablar mucho de usted —le dijo—. Estoy segura de que Charles lamentará mucho no haberse hallado aquí para darle la bienvenida.
—Ha sido mía la culpa —respondió él—. Debí haberle avisado de mi llegada, pero creí que llegaría yo antes que el aviso.
—O sea, que le ha recibido mi nieta.
—Sí, y hemos mantenido una charla muy interesante. Aunque temo que he hablado demasiado acerca de mí mismo.
—Ésa es la característica de un buen político —repliqué, y él se rió de buena gana. Nos sentamos los tres junto al estanque y proseguí—: Mister Aldringham me ha estado hablando de sus proyectos, Grandmère.
Comentamos la belleza del bosque y él entonces nos confesó que sentía curiosidad por conocer la Casa de la Seda: era un nombre tan poco común… Parecía sugerir que la casa estaba hecha de seda, si ello fuera posible.
—Sabrá usted, por supuesto, que los Sallonger son los mayores fabricantes de seda de este país… —comentó mi abuela.
Pero él lo ignoraba y, como se mostró muy interesado, le conté la romántica historia de los hugonotes Saint-Allengère que llegaron a Inglaterra y se transformaron en Sallonger.
—Tuvieron que abandonar todos sus bienes —concluí—, y todo cuanto pudieron traer consigo fueron sus conocimientos acerca de la seda.
Le pareció un suceso emocionante como una novela y dijo que su estancia en la Casa de la Seda sería mucho más grata ahora que conocía la fascinante historia que encerraba.
Observé que Grandmère le miraba con agrado; había una expresión singular en sus ojos y sonreía, gesticulaba y hablaba animadamente, salpicando la charla de palabras francesas. Podíamos haber seguido así mucho rato, pero en esto se presentó Charles. Al regresar a casa le habían informado de la llegada de su invitado, e inmediatamente fue a buscarle al jardín, guiándose por nuestras propias voces. Su primera reacción fue de sorpresa al hallar a Drake Aldringham sentado entre Grandmère y yo, conversando con nosotras como si nos conociera de toda la vida.
—Drake, muchacho… —saludó.
Drake se puso en pie.
—Conque ya estás aquí —dijo—. Debí anunciarte mi llegada, pero me pareció más sensato venir.
—Me alegro de verte. Lamento no haber estado en casa y que no hubiera nadie para recibirte.
—¡Pero si estaban miss Lenore y su abuela! Hemos mantenido una conversación interesantísima.
Charles soltó una carcajada algo mordaz y, sin apenas dedicarnos una mirada, tomó del brazo a Drake, diciendo:
—Vamos a la casa.
Drake se volvió a nosotras con una sonrisa.
—Nos veremos después —dijo. Y se fueron los dos.
Grandmère me miró con ojos risueños.
—Es un encanto. Es muy… intéressant… Sí, me cae bien. Es un joven muy simpático.
—Y muy agradable —añadí yo.
—Es bueno que vengan personas así a esta casa —sentenció Grandmère, con expresión soñadora en su rostro.
Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que le preocupaba mucho mi futuro. Mientras volvíamos a la casa, la oí tararear por lo bajo En passant par la Lorraine.
* * *
Toda la casa se prendó de Drake Aldringham. Gustaba su naturalidad, su interés por las cosas, su amabilidad con todo el mundo. Hasta Cassie salió de su caparazón y hablaba con él sin el menor empacho. Lady Sallonger estaba encantada. Lo hacía sentar a su lado y se empeñaba en hacerlo hablar.
—Mi querido muchacho, tiene usted que contármelo todo acerca de usted. Me anima usted tanto… Aquí vivo prisionera, condenada a pasarme la vida en este sofá. ¡Y usted tiene unos planes tan maravillosos…! Hábleme de su tío, y de su padre, claro. ¿Cuándo piensa usted presentarse para el Parlamento? Tendría que hacerlo por nuestro distrito, ¿verdad, Julia? Le apoyaríamos todos aquí. ¿Qué os parece?
—¡Ya lo creo! —exclamó Julia con entusiasmo.
Julia estaba ya enamorándose de él a marchas forzadas, pero pienso que se hubiera enamorado de cualquier otro chico que apareciera por allí en aquellos momentos.
Drake atraía a todos, y lo mismo podía seguir la conversación levemente coqueta de lady Sallonger, que hablar de temas serios con Philip o reír a carcajadas con Charles; parecía encontrarse a sus anchas con todo el mundo. Para mí tenía siempre una especial sonrisa, y a menudo se sentaba a mi lado, como por casualidad, cuando nos reuníamos en el salón. Pensaba yo que el hecho de haberme conocido a mí antes que a las demás había creado entre los dos cierta complicidad amistosa.
A Julia aquello la hacía sentirse algo celosa. Pronto lo advertí. Quería para sí sola toda la atención de Drake y no admitía que yo, que ni siquiera era miembro de la familia, pudiera arrebatarle una parte. Muchas veces, cuando Drake y yo conversábamos, Cassie venía a unirse a nosotros y era asombroso ver cómo perdía entonces toda su timidez. Y a menudo me dedicaba Charles una mirada inquisitiva que hacía que me sintiera incómoda y parecía recordarme cuál era mi lugar en la casa.
Se decidió que había que hacer algo para agasajar a nuestro huésped, y lady Sallonger propuso ofrecer una cena. Invitaríamos a una veintena de personas que, sumadas a los miembros de la familia, harían un número bastante discreto. Podría haber después un poco de baile, pero informal, ya que se trataría de una reunión relativamente pequeña. Había en la casa un salón de baile que apenas se utilizaba, pero que, en adelante, una vez Julia se hubiera presentado en sociedad, tendría mayor uso. Lady Sallonger quería invitar, sobre todo, a algunos amigos que no vivieran lejos, para que no hubieran de quedarse a pasar la noche. Pero podrían venir también uno o dos de Londres que tendrían que hacerlo, lo cual no suponía ningún inconveniente porque en la Casa de la Seda había sitio de sobras. Al punto comenzó a organizarlo todo frenéticamente.
Se me encargó ir en busca de su pluma y de su bloc de notas.
—Ése no, Lenore: el grande, el que tengo en el escritorio.
Al final, con el papel y la pluma requeridos, empezó la elaboración de la lista.
La casa entera andaba revuelta. Yo asistiría a la fiesta. Pero se me encomendaban ciertas obligaciones.
—Atenderás a los Barker, Lenore —me ordenó lady Sallonger—. Me temo que nadie querrá darles conversación y no creo que a nadie le guste sentirse postergado. Una cosa así puede estropear una fiesta. Tal vez no debería haberles invitado… Pero son muy, muy ricos… Aunque hicieron toda su fortuna en la construcción. La gente podría llegar a olvidarlo si no lo impidiera el propio Jack Barker: se pasa todo el tiempo hablando de la plusvalía de los bienes raíces frente a la decadencia de la industria. Les he invitado, más que nada, para hacer número y porque viven tan cerca que, con toda seguridad, volverán a su casa después de la fiesta.
Grandmère dudaba: antes de saber que yo asistiría a la fiesta, no las tenía todas consigo.
—Será una señal —dijo—. Deseo que vayas… Lo deseo con toda mi alma.
Así que, cuando le expliqué lo de los Barker, se llevó una gran alegría.
—Te haré un vestido, mon enfant, y será tan bonito que te hará destacar por encima de todas.
—A Julia no le gustaría —objeté.
—Ni se enterará. A ésa le falta estilo. No es capaz de distinguir lo bueno. Le gustan demasiado la ostentación y el brillo… Pero eso no es estilo, no. Ni tampoco elegancia. No es chic…
Me hizo, pues, un vestido; mi primer vestido de fiesta. Era de seda color fuego para realzar mis cabellos oscuros. Tenía un sencillo corpiño ajustado, con mangas abollonadas y cortas; pero lo excepcional era la falda, que arrancaba de la cintura y se ensanchaba en una infinidad de volantes.
A Grandmère se le llenaron los ojos de lágrimas cuando me lo probó.
—Te pareces tanto a tu madre… —dijo—. Casi podría creer…
La abracé diciéndole que era precioso y que sería mi vestido preferido para el resto de mi vida.
Llegó por fin la noche de la fiesta y empezaron a acudir los invitados. Lady Sallonger los recibía sentada en su sofá; parecía una reina ante la que se inclinaban todos en un saludo que semejaba una reverencia. De pie a su lado estaban Charles y Philip, y asimismo Drake Aldringham. Fue espléndido.
Se había dispuesto un buffet en el comedor, con diversas mesas. En el salón de baile tocaba ya la orquesta, y lady Sallonger se encaminó hacia allí apoyándose pesadamente en el brazo de Charles. Se sentó para contemplar a los que bailaban.
Yo, naturalmente, estaba con los Barker. Mister Barker hablaba constantemente de sus negocios. Mistress Barker, en cambio, apenas despegaba los labios y mantenía los brazos cruzados sobre su voluminoso vientre, lo que le daba cierta apariencia de Buda chino, mirando a su marido como si las palabras que salían de su boca perennemente abierta fueran una especie de evangelio divino.
Aun así, me estaba divirtiendo. Me enteré de cuáles eran los inconvenientes y las ventajas de construir en piedra o ladrillo, de lo difícil que era encontrar operarios que supieran su oficio, y averigüé que, con tanto hablar de reformismo, la gente ya no trabajaba como antes. Las cosas habían empezado a ir mal desde que se había concedido el voto a cualquier pelagatos.
La verdad es que no prestaba demasiada atención, pero imité el ejemplo de mistress Barker y asumí su respetuosa y absorta actitud, en tanto que mi mente vagaba a su antojo.
Drake Aldringham bailaba con Julia. Cassie permanecía sentada junto a su madre porque no podía bailar a causa de su cojera. La pobre debía de pasarlo muy mal en ocasiones como ésta.
De pronto Charles miró hacia donde yo estaba y vi con sorpresa que se acercaba a nosotros.
—Buenas noches, mister Barker…, mistress Barker… Confío que lo estén pasando bien.
—Espléndido, espléndido —respondió mister Barker—. El salón tiene unas proporciones magníficas. Quienes construyeron esta casa sabían lo que se llevaban entre manos.
—No le quepa duda —dijo Charles, dirigiéndome una mirada de complicidad—. Lástima que no viviera usted por entonces, mister Barker. Seguro que, si se hubiera ocupado usted de la construcción, hubiera sido más espléndido aún.
Mister Barker acusó con complacencia el halago.
—Bueno…, yo quizá hubiera introducido algún toquecillo de modernidad. La chimenea, por ejemplo. Fíjese: debe de consumir toneladas de carbón. Tenían que haberla hecho menos profunda.
—Seguro que tiene usted razón. Si me lo permiten, voy a sacar a Lenore a bailar. Creo que se está muriendo de ganas.
Me volví a mistress Barker. Me parecía un poco raro que Charles mostrara aquella preocupación por mí.
—Me parece muy bien —dijo mistress Barker—. Los jóvenes tienen que divertirse. Nos veremos después, miss Cleremont.
Charles me tomó del brazo.
—Vamos allá —dijo al introducirme en la danza—. ¡El vals! Me encanta el vals; ¿y a ti? —rodeó mi cintura con su brazo y me atrajo hacia sí.
El corazón me latía con fuerza. Recelaba de él, sin poder comprender que se mostrara tan amable conmigo tras la indiferencia teñida de desprecio de que me había hecho objeto muchas veces.
—Espero que me agradezcas que te haya rescatado de ese par de momias —añadió.
—Oh, no son tan insoportables. Mister Barker debe de ser un gran experto en construcción.
—No comprendo por qué les ha invitado mamá. ¡Y condenarte luego a atenderles…! A eso lo llamo yo crueldad con los jóvenes. Por cierto, Lenore, ¿sabes que estás muy guapa esta noche?
—Gracias por decirlo, pero es el vestido.
—Pues yo diría más bien que es lo que hay dentro, el contenido.
Sus dedos reptaron hacia la parte desnuda de mi cuello. Me estremecí y él se dio cuenta.
—Eres muy joven, Lenore —me dijo—. Una chiquilla, en realidad.
—Pronto cumpliré dieciséis años.
—¡No me digas! ¡Qué mayor! Dieciséis dulces años y nunca te han besado… ¿O sí?
Estábamos dando vueltas a gran velocidad. Me gustaba bailar. Solía hacerlo con Julia cuando miss Logan le daba clase. Suponía que pronto, más cerca ya de la temporada, le pondrían un auténtico profesor o profesora de baile, pues la danza era una de las gracias sociales en que las jóvenes debían desenvolverse con soltura al presentarse en sociedad. Yo asistí a aquellas clases para servirle de pareja a Julia, y disfruté muchísimo siempre. Pero en esta ocasión no lo estaba pasando nada bien. Charles no parecía el chico que yo conocía, un chico que jamás había manifestado el menor interés por mi existencia.
Al pasar por delante de una puerta, me apretó la cintura y me guió fuera del salón de baile, por el corredor.
—¿Qué haces? —le pregunté con voz entrecortada—. ¿A dónde me llevas?
—Aguarda —respondió secamente.
Abrió la puerta que daba paso al cuarto donde las criadas arreglaban diariamente los floreros y donde sólo había un fregadero y un grifo. Hacía frío dentro y reinaba la oscuridad. De pronto sentí sus labios sobre los míos; pocas veces me he llevado una sorpresa tan desagradable. Me quedé asombrada.
—¡Suéltame! —grité.
—¿Y si no quiero?
—Yo no sabía…
—¿Sabes? Eres muy linda… Una niña aún, pero las niñas pueden aprender y hay muchas cosas que yo puedo enseñarte.
—Yo… no quiero oírlas. Quiero volver al salón. Tengo que cuidarme de que los Barker cenen.
—Los Barker pueden arreglárselas solos un ratito. Vamos, Lenore. ¿Qué te ocurre? Sabes que me gustas…, ¿no?
—Estoy absolutamente segura de lo contrario. Siempre me has despreciado.
—Jamás desprecio a las chicas bonitas —dijo, tratando de introducir sus dedos por el cuello de mi vestido.
—¡Cómo te atreves! —exclamé—. Quiero salir de aquí ahora mismo.
Me cerró el paso.
—Vamos —dijo—. De mí no te burlas. No me agradan las chicas que juegan con uno.
—Ni a mí las personas que se imponen a otras por la fuerza.
—¿Conque ésas tenemos? ¿Tanto te crees que vales?
—Valgo lo que valgo, y elijo a las personas con quienes quiero hablar.
—¡Pequeña bastarda…! —Me espetó; emití un involuntario jadeo y él se rió burlándose—: ¿Por qué te escandalizas? Es ni más ni menos lo que eres. No sé por qué te tenemos en casa. Y ahí estás tú dándote humos…, sin querer aceptar un simple beso después de haberme dado alas.
La rabia y el asombro me impedían hablar. Él no podía ver mi cara a causa de la oscuridad, así que prosiguió en tono más amable:
—No seas boba, Lenore. Me gustas, y eso debería halagarte. Apuesto a que te halaga. Voy a hacerte pasar un buen rato. Seremos amigos. Esto será sólo el principio. ¡Lástima que duermas tan cerca de tu abuela! ¿Crees que la vieja me oiría si subiera por la noche a tu habitación sin hacer ruido?
—No entiendo por qué me estás hablando de esta forma —exclamé.
—Porque te estás transformando en una muchacha atractiva y ya va siendo hora de que sepas lo bien que pueden pasárselo las muchachas así.
Mi enfado sí que se estaba transformando en fría cólera. Era consciente de que pretendía darme a entender que, por mi pobre origen y mi poco respetable nacimiento, me hallaba obligada a aceptar con gratitud las atenciones del señorito de la casa. Jamás me había gustado. Ahora le odiaba.
—Ten la bondad de entender que quiero salir de aquí inmediatamente y que no soportaré más este comportamiento tuyo.
—¡Vaya por Dios! ¡Menudos humos! ¿Quién te has creído que eres? Escoria francesa: eso eres tú. Y porque quiero ser amable contigo y demostrarte lo que puede hacer por ti un caballero, te pones por las nubes.
—Lo malo es que tú, de caballero…, nada.
Me asió fuertemente del brazo.
—Escúchame bien: lo único que deseo de ti es un poco de diversión. Para eso sirven las chicas como tú. No tienes ningún derecho en esta casa. Aunque tu abuela trabaje para nosotros, eso no quiere decir que puedas jugar a ser una dama; a menos que te lo ganes. Vamos, Lenore; te repito que me gustas. Dame un beso. Puedo enseñarte muchas cosas.
El pánico se apoderó de mí. Estaba sola con él en aquel oscuro cuartucho. Levanté bruscamente la mano y le di una bofetada en la cara. Le pillé desprevenido: el asombro le dejó sin respiración mientras me soltaba. Me zafé de él sin perder un instante y salí al pasillo. No paré de correr porque temía que pudiera seguirme. Subí inmediatamente a mi dormitorio y me miré en el espejo: tenía el rostro enrojecido y el cabello en desorden. Me lavé con agua fría y vi con alivio que las marcas rojas en mis brazos empezaban a desaparecer. Todavía me temblaban los dedos al peinarme, pero ya me sentía más calmada.
Tal vez Charles había bebido más de la cuenta. No podía creer que yo le gustara realmente. A lo sumo sentiría por mí lo mismo que por las criadas que dejaban escapar risitas nerviosas cuando él las miraba al pasar como si existiera entre ellos cierta complicidad. Quería darme el mismo trato que a ellas.
Estaba muy azorada, pero debía regresar al baile para que nadie me echara en falta. Los invitados no eran tantos que la ausencia de uno pudiera pasar desapercibida mucho tiempo. Bajé, pues, y entré de nuevo en el salón. Nadie pareció sorprenderse. Los Barker seguían solos donde les había dejado. Me acerqué a ellos.
—¿Ha disfrutado usted bailando? —preguntó mistress Barker.
Sonreí evasivamente y pregunté a mi vez si les apetecía cenar.
Mientras les acompañaba al comedor vi a Charles, que estaba hablando con Amelia Barrington, una de las hijas de nuestros vecinos más próximos. Me atravesó con la mirada como si no me viera.
—Una estancia soberbia —estaba comentando mister Barker—. Pero hay una señal de humedad en el techo. Habrá que arreglarlo.
Philip y Cassie vinieron a unirse a nosotros. A Cassie se la notaba algo cansada; sin duda tenía ganas de que todo aquello acabara. Debe de ser muy triste sentarte a contemplar a los que bailan sin poder participar. Philip se encargó de dar conversación a mister Barker o, mejor dicho, de recibirla dejándole hablar; parecía muy interesado por el negocio de la construcción, o tal vez lo hacía sólo por cortesía. Pero después me comentó que le caían simpáticas las personas consagradas a su trabajo, con la misma actitud que la suya respecto de la seda.
Pasé como aturdida el resto de la velada. No podía apartar de mi mente aquel desagradable encuentro con Charles. Cuando me retiré por fin, Grandmère entró en mi habitación a charlar. Tomó asiento en el borde de mi cama, enfundada en una bata de seda que, por haberla hecho ella misma, era la quintaesencia de la elegancia.
—¿Cómo te ha ido? —me preguntó—. ¿Bailaste?
—Un poco. Mister Barker no baila y yo tenía que atenderles.
—¿Te sacó a bailar mister Aldringham?
—No. Se pasó casi toda la noche con Julia —Grandmère pareció decepcionada—. Bailé con Philip después de cenar con él, con Cassie y con los Barker.
Noté que aquello la entristecía.
—Debes de estar cansada —me dijo—. Duerme.
Pero yo no deseaba dormir, sino quedarme a solas para pensar en todo lo ocurrido, es decir, en aquel enojoso incidente con Charles.
Grandmère, en efecto, tenía motivos para sentirse decepcionada. Una chica después de su primer baile hubiera tenido que estar emocionada, rebosando ganas de comentar aquella apasionante velada. Pero yo sólo podía pensar en los terribles momentos del cuartucho. Y no es que quisiera hacerlo, sino que no podía evitarlo.
* * *
Cuando a la mañana siguiente me encontré con Charles, hizo como si no se diera cuenta de mi presencia. Empecé a sentirme aliviada. Había olvidado el episodio: era la forma que tenía de comportarse con todas las mujeres que consideraba inferiores a él. Tal vez mis temores no estuvieran justificados. Lo intentó y fracasó en su intento; ahora debía de estar furioso por el bofetón recibido, más por el insulto que por el daño físico.
Julia estaba de mal humor porque Charles y Philip se llevaron a Drake a no sé dónde, dejando dicho que pasarían fuera todo el día.
Después del almuerzo, Cassie, Julia y yo salimos a dar un paseo a caballo. Julia no paraba de hablar de la fiesta.
—Fue maravillosa —dijo—. Estoy impaciente porque llegue la temporada. Dicen que será una fiesta continua. Drake estará en Londres también. Seguramente le invitarán a todas las fiestas, o a casi todas, en atención a su padre y su tío. La gente tiene en mayor consideración a los ministros del gobierno que a los almirantes.
—Pues nadie lo diría —observé—, a juzgar por la forma como les ataca la prensa.
—Precisamente por eso, porque dan que hablar. En cambio, para que a los marinos les presten atención tiene que haber una guerra. Espero que Drake se dedicará a la política. Será muy emocionante.
—¿Piensas participar de esas emociones? —preguntó Cassie pensativamente.
Julia se ruborizó.
—Yo… siempre he pensado que me gustaría llevar este tipo de vida. Ya sabes… Presentarte a las elecciones, ir a la Cámara y conocer a personas como lord Beaconsfield o mister Gladstone… Mary Anne Wyndham Lewis se convirtió más tarde en la esposa de lord Beaconsfield. Pero todo el mundo siguió llamándola Mary Anne. Es tremendamente romántico. Tenía cantidad de dinero… En realidad creo que fue por eso por lo que se casó con ella lord Beaconsfield.
—Muy romántico —dije en tono sarcástico—, ¿no te parece, Cassie?
—Bueno, a veces estos matrimonios de conveniencia dan muy buen resultado —replicó Julia—. El suyo fue de éstos. Ella solía decir que, aunque él se hubiera casado inicialmente por dinero, tras varios años de convivencia lo hubiera hecho por amor. Drake me contó muchas cosas interesantes a este respecto. Te habría encantado oírle, Cassie…, y a ti también, Lenore. Claro que tú tuviste que atender a los pelmazos de los Barker.
—Philip y Cassie vinieron en mi ayuda. No fue tan malo como te figuras.
—El suyo sí que es un matrimonio feliz —terció Cassie—. Mistress Barker piensa que su marido es maravilloso. Es una delicia ver cómo le escucha, asintiendo continuamente con la cabeza. Pienso que si alguien le criticara o intentara contradecirle, ella sería capaz de matarle.
—Esos matrimonios en los que una de las partes se subordina a la otra no tienen más remedio que ser un éxito —dije—. Me imagino que eso es lo que todos los hombres desean.
—No creo que eso le gustara a Drake. Le encanta que discrepen de él. Ya lo he observado.
—Yo, no —dijo Cassie.
—Cass, cariño, tú no has estado con él tanto tiempo como yo —se jactó—. ¡Es tan divertido…! Me encantó la historia de la mujer de lord Beaconsfield. A la sazón él era simplemente Benjamin Disraeli. Por lo visto ella se pilló la mano con la portezuela al subir al coche que conducía a su marido a la Cámara, donde tenía que pronunciar un importante discurso. El dolor debió de ser terrible, pero no se quejó y siguió sonriendo y charlando como si nada hubiera ocurrido, por temor a que él se disgustara y no le saliera bien el discurso. Tuvo que pasarlo muy mal.
—¡Qué historia tan bonita! —Exclamó Cassie—. Me gusta mucho. ¿Y a ti, Lenore?
—Sí —respondí—, pero estaba pensando que a mí no me gustaría ser la sombra de mi marido…, como lo es, por ejemplo, mistress Barker. Querría ser yo misma y hacer algo en la vida, aparte de casarme.
—Yo tampoco desearía ser la sombra de otro —dijo Julia—, pero las esposas de los políticos tienen en la sociedad derechos y obligaciones especiales. La Mary Anne de Disraeli estaba al corriente de todo cuanto ocurría en la Cámara y le esperaba levantada todas las noches; siempre le tenía a punto una cena fría, por tarde que él llegara. Y él, entonces, le explicaba lo que había sucedido en el Parlamento. También mistress Gladstone es muy conocida en sociedad. Cuida siempre de que a su marido no le falte ninguna comodidad. Drake dice que ella es quien manda en casa. Así que ya veis: es una vida de lo más emocionante.
—¿A qué viene de pronto tanto interés por los entresijos de la política? —preguntó Cassie.
—Supongo que será porque he estado conversando con Drake —respondió Julia, ruborizándose levemente.
Cassie y yo intercambiamos una mirada significativa. Resultaba de todo punto evidente que Julia se había enamorado. Y era lógico. Ya había cumplido los diecisiete años y Drake debía de tener como unos cuatro más; lo que quiere decir que los dos estaban en edad casadera.
Cuando volvíamos a casa nos tropezamos con Drake y Charles, que montaban también a caballo.
—Hola —saludó Drake—, ¿ya de regreso?
—Hemos salido a dar un paseo —le explicó Julia.
—El bosque está precioso —comentó Drake, dedicándonos a las tres una amable sonrisa.
Julia le miraba con tanto embeleso, que pensé que se estaba poniendo en evidencia y me propuse aconsejarle que disimulara un poco sus sentimientos… si me atrevía, claro.
—¿Volvéis a casa? —preguntó Charles. Julia respondió que sí.
Yo no hablé porque Charles no se había dirigido a mí. Se comportaba como si yo no estuviera, por lo que me pregunté si iba a ser ésa en adelante su actitud hacia mí. No me importaría; más bien me resultaría agradable.
Íbamos todos hacia la casa. Drake cabalgaba entre Julia y yo.
—Fue una velada muy interesante la de anoche —dijo.
—¿Verdad que sí? —asintió Julia.
—A usted la vi muy ocupada —dijo dirigiéndose a mí.
—Lenore tenía instrucciones de mamá —explicó Julia—. Mamá temía que la gente considerara demasiado aburridos a los Barker, y encargó a Lenore que se ocupara de ellos.
—Un gesto muy noble de su parte —dijo él por mí.
—En absoluto. Hice lo que me habían mandado.
—No importa —terció Julia—. El caso es que estuviste allí y bailaste con Charles y Philip. Nosotros lo pasamos muy bien, ¿verdad, Drake?
—Fue muy agradable, sí.
—¿Y tú, Charles? —insistió Julia.
—¡Oh, sí! Disfruté mucho.
—¿Te divertiste con las jovencitas?
—A más no poder. Habíamos llegado al panteón.
—¡Qué construcción tan extraordinaria! —exclamó Drake.
—Es nuestro mausoleo —le explicó Julia.
—La decoración es magnífica.
—Lo construyeron hará unos cien años —dijo Charles—. Resulta un poco fantasmal, ¿no?
—Bueno, supongo que es como debe ser —replicó Drake—. ¿Está abierto?
—¡Cielos, no! Se abre muy raramente…, sólo cuando entierran a alguno, imagino. Mira: ahí dentro estaré yo algún día, y Philip también… ¡Vaya ocurrencia! Vosotras, chicas, supongo que os casaréis y que dejaréis de ser unas Sallonger dignas de tal honor.
—Siempre me han interesado los panteones —dijo Drake, desmontando—. Quiero echarle un vistazo. Toda esta piedra labrada es muy insólita: tanto trabajo… para el lugar de descanso de los muertos.
—Así la llamo yo siempre —dijo Cassie—: La Casa de los Muertos.
—Suena muy tétrico —comentó Julia, estremeciéndose.
—No me gustaría pasar por aquí de noche —prosiguió Cassie—. ¿Tú qué dices, Lenore?
—Que también yo me sentiría un poco incómoda —admití.
—Me pregunto por qué lo llamarán mausoleo —dijo Julia—. Es un nombre, sin embargo, que le va y que suena a algo terrible. ¿Te imaginas una fiesta en un mausoleo?
—No creo que sea la palabra en sí, sino las cosas que implica —sugirió Drake.
—¿Quién habrá sido el primero en llamarlo así? —preguntó Cassie.
—Eso puedo explicárselo —dijo Drake—. Hubo un tiempo en que pensé seriamente dedicarme a la arqueología. Y si fracaso en la política, es posible que vuelva a aquella idea. Se llama así en recuerdo de la tumba erigida en Halicarnaso para Mausolo, rey de Caria, por su viuda. Eso fue hacia el año 353 antes de Cristo. Dicen que era una construcción enorme, soberbia, tenida por una de las siete maravillas del mundo.
—¡Me encantaría verla! —exclamé. Se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Sería de todo punto imposible —dijo—. Empezó a derrumbarse durante los siglos trece y catorce, y la gente se fue llevando sus piedras para emplearlas en otras construcciones.
—Los mister Barker de los siglos trece y catorce —murmuré.
—Seguro que ellos no se consideraban unos vándalos por eso. Cuando vaya usted a Londres, Lenore, la llevaré al Museo Británico. El emplazamiento de la tumba se descubrió hace relativamente poco, en 1857, creo…, y todo lo que pudo ser rescatado se trajo a Inglaterra. Ahora lo han reconstruido en el museo.
—¡Cómo me gustaría verlo!
—Ya tendrá usted ocasión.
—A mí me gustaría también —dijo Julia.
—Será un gran placer acompañarlas a las dos.
—¿Y yo no cuento? —dijo Charles.
—Faltaría más. Veo que he conseguido despertar tu interés —y añadió dirigiéndose a Charles—: ¿Se puede ver por dentro?
—Supongo que sí. Tiene que haber una llave en alguna parte. Clarkson sabrá dónde.
—¿Por qué no vas por ella, Charles? —Sugirió Julia—. Así lo podríamos ver todos.
—Me encantaría —dijo Drake.
—Muy bien, pues; allá voy.
Charles se alejó en dirección a la casa.
—Espero no estar aburriéndolas con mi entusiasmo arquitectónico —dijo Drake.
—No se parece en nada al de mister Barker —repliqué.
Soltó una carcajada y Julia intervino:
—Encuentro tan fascinante el pasado… Debe usted de disfrutar mucho, Drake, descubriendo estas cosas.
—Es fascinante, sí. Me gustaría participar en algún descubrimiento espectacular, como encontrar una ciudad perdida, una tumba, un templo… Claro que hechos así sólo ocurren una vez en la vida. La mayor parte de las veces es un trabajo de chinos, sin compensaciones.
—Veo que va a acabar ganando la política —observé.
—Así lo espero —respondió con sonrisa nostálgica.
Estuvimos un rato hablando de tumbas antiguas y de la fiesta de la noche anterior, hasta que regresó Charles agitando triunfalmente la llave.
—Aquí está. Ahora podrás satisfacer tu truculenta curiosidad —dijo.
Todos habíamos desmontado y seguimos a Charles cruzando la verja guardada por los ángeles de llameantes espadas. Al pasar, Drake se fijó en la crucecita plantada en el suelo.
—Parece una tumba en miniatura —dijo.
—Es una tumba —confirmó Julia—. Está enterrado un perro.
—¿Era suyo?
—No…, no era nuestro.
—Pertenecía a uno de los chicos de las cuadras —le expliqué—. Le tenía mucho cariño, pero unos gamberros de por aquí se lo mataron a pedradas. Tuvo un disgusto terrible. Es un poco simple y quería al perro con locura. No comprendo cómo puede haber gente capaz de hacer estas cosas.
Hablé con vehemencia, recordando el suceso. Aún lo tenía fresco en mi mente. Sabía que Willie visitaba a menudo la tumba y se sentaba junto a ella para charlar con su perro; le había oído alguna vez. Ahora tenía al pequeño Pepper, que le servía de consuelo; pero jamás olvidaría al otro.
Me avergoncé un poco al notar que los ojos se me habían llenado de lágrimas.
—Fue una acción muy rastrera —exclamó Drake apasionadamente—. Propia de desalmados imbéciles.
Me tomó del brazo, me lo apretó en un gesto de simpatía y juntos nos acercamos a los ángeles.
—¿Listos? —Preguntó Charles—. Ha llegado el gran momento… —introdujo la llave en el agujero de la cerradura y la hizo girar con dificultad—. Va muy dura porque se abre muy de tarde en tarde… Sólo cuando traen a algún Sallonger a reunirse con sus antepasados.
—Tendría que haber pensado que el ambiente de ahí dentro estará bastante enrarecido —dijo Drake.
—Creo que hay un pequeño respiradero —le tranquilizó Charles.
Se abrió la puerta y nos hallamos frente a una escalera que descendía en la oscuridad. Empezamos a bajar en fila india, precedidos por Charles.
—Cuidado —nos gritó éste—, no vayáis a resbalar. Nunca se sabe con qué podríais tropezar ahí abajo.
Bajamos y bajamos: por lo menos habría unos treinta escalones. Y al final nos encontramos en una gran cripta, presidida por una enorme estatua de la Virgen con el Niño y un grupo escultórico que representaba una mujer entre dos ángeles; junto a este último había una figura que indiscutiblemente era la de Satanás, en actitud de atacar a los ángeles con su cetro, disputándoles el alma de la difunta. La atmósfera era espectral porque sólo rompía la negrura un rayo de luz procedente de lo alto del muro, de una abertura que, según mis cálculos, debía de hallarse a ras del suelo en la parte exterior. En las paredes laterales de la cripta había varias filas de ataúdes.
Hacía mucho frío, y yo empecé a tiritar. Sentí como si la helada mano del pasado me apretara.
—Impresionante —murmuró Drake—. ¿Sabéis? Está construida según el mismo modelo de la tumba de Mausolo. He visto algunos dibujos de cómo debía de ser originariamente, antes de que empezara a desmoronarse.
—¿Qué os parecería pasar una noche aquí abajo? —Preguntó Charles—. Eh, Cass…, ¿qué me dices?
—Creo que a la mañana siguiente me encontraríais con los cabellos totalmente blancos —respondió Cassie—. Dicen que es lo que ocurre cuando una se lleva un gran susto.
—Pues no estaría mal ver qué tal te sientan las canas —dijo Charles—. ¿Qué os parece? ¿La dejamos?
—¡No! —gritó Cassie.
—No tema, no pensamos hacerlo —la tranquilizó Drake—. Aunque en realidad lo que nos asusta es la oscuridad y la idea de la muerte: eso es lo que crea una atmósfera espectral. Por lo demás, es simplemente una tumba subterránea.
—Me pregunto qué pasará aquí por las noches… —dijo Julia—. ¿Creéis que salen de sus ataúdes y se ponen a danzar en corro?
—Pues más bien pasarán frío si sólo van cubiertos con sus sudarios. La temperatura no es nada agradable —bromeó Charles.
Drake, entretanto, se había puesto a examinar las paredes y decía que encontraba todo aquello interesantísimo.
—Quizá tendríamos que abrirlo a los visitantes —apuntó Charles.
—Demasiado frío para mi gusto —replicó Julia.
—Lo que pasa es que sois unas cobardes —dijo Charles—. Claro que… ¿qué otra cosa se puede esperar de unas chicas?
La humedad me estaba calando los huesos. Contemplé los ataúdes dispuestos en las repisas y pensé que había espacio para muchos más. De repente sentí que alguien me agarraba por los hombros.
—¡Uuuuuh! —Murmuró una voz en mi oreja—. Soy el fantasma del mausoleo. Voy a retenerte aquí abajo para que compartas mi lecho.
Me volví de golpe y vi junto a los míos los brillantes ojos de Charles. Me estremecí.
—¡Vaya! Te has asustado —dijo riéndose.
—Cualquiera no se asusta, agarrado de esta manera en semejante lugar —intervino Drake—. Deja de gastar bromas, Charles.
—No pensé que se asustaría tan fácilmente. Tanto presumir, Lenore, no eres más que una miedosilla.
—Salgamos —dijo Julia—. Yo ya tengo bastante. Lo hemos visto. ¿No era ése su deseo, Drake?
—Sí, y ha sido muy interesante. Me gustaría volver. Pero la próxima vez tendríamos que procurarnos velas.
—Y ropa de abrigo.
Julia ya estaba encaminándose a la escalera.
—Yo iré delante —dijo Charles—, abriendo camino.
—Y yo me encargaré de la retaguardia —dijo festivamente Drake.
—Me estaba preguntando quién querría ser el último —dijo Charles—. Porque vosotras, chicas, os hubierais muerto de miedo pensando que alguien pudiera agarraros por la espalda. Claro que os lo tendríais bien merecido por entrar en casa ajena sin haber sido invitadas.
—Procuraré que a mí no me pillen —aseguró Drake—. Vamos. Realmente está frío esto.
Todos respirábamos afanosamente cuando, al final de los escalones, salimos parpadeando al aire libre.
—Bueno, espero que os haya gustado —dijo Charles—. A ver: todos sanos y salvos. Tú, Lenore —añadió, mirándome—, parece como si hubieras visto un fantasma. Pienso que te lo creíste.
—No —repliqué—; fue sólo la sorpresa.
Hizo una mueca y prosiguió:
—Tengo que devolverle la llave a Clarkson. Insistió mucho en ello. Hasta luego —y se alejó al galope.
—¡Menuda experiencia! —comentó Drake dirigiéndose a mí.
* * *
Ocurrió en la tarde del día siguiente. Drake, Charles y Philip habían salido juntos de excursión a primera hora de la mañana, y Julia estaba disgustada por ello, ya que quería estar constantemente con Drake.
Tomé un libro y, cuando me dirigía al estanque del jardín, me salió al paso uno de los chicos de las cuadras. Llegaba corriendo y casi sin resuello.
—¡Señorita, señorita! —me dijo—. Venía a la casa a ver si podía encontrarla. Quería verla.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—Es Willie. Ha perdido a su perro.
—¡Oh, no…!
—Sí, señorita. Y está como loco. Se ha pasado todo el día en el bosque, buscándolo. Pero creo que yo sé dónde está.
—¿Dónde?
—En el sitio ése de las sepulturas. Ayer hubo gente allí, señorita, y a lo mejor entró mientras estaba abierta la puerta. Me ha parecido oírlo a través de la rendija del muro. Acerqué la oreja y…
—¿Se lo has dicho a Willie?
—No he podido encontrarle. He pensado que…, como usted es amiga suya, a lo mejor querría… Porque yo solo…
—Bueno, vamos a ver.
Me mostró una llave.
—Mister Clarkson me la ha dejado, pero yo no quiero bajar solo… Pensé que quizá usted…
Parecía posible que Pepper hubiera entrado en el panteón. Debió de ser cuando dejamos la puerta abierta y estábamos todos abajo. Podía imaginármelo husmeando por allí, como hacía a menudo en compañía de Willie. No me hacía nada de gracia bajar a aquella oscura cripta, pero le dije al chico:
—Vamos. Lo buscaremos entre los dos.
Él vaciló.
—Anda, vamos —repetí con impaciencia—. No estarás solo. Yo te acompañaré.
Al llegar, el chico abrió la puerta y dejó la llave en la cerradura. Empezamos los dos a bajar; yo delante, guiándole. Vigilaba atentamente dónde pisaba antes de dar un paso y le aconsejé que hiciera lo mismo.
—Los peldaños pueden estar húmedos y resbaladizos —le dije.
Pero él no contestó y entonces me di cuenta de que no me seguía. Oí voces a través de la puerta abierta y lancé un suspiro de alivio. Alguien más estaba allí.
—Pepper —llamé—. ¿Dónde estás, Pepper?
Noté que alguien bajaba detrás de mí.
—Probablemente estará escondido —dije—. Se habrá llevado un buen susto al ver que no podía salir.
Llegué al final de la escalera y entonces me volví. Se me heló la sangre de espanto. Quien me había seguido era Charles.
—¡Charles! —grité.
—El mismo que viste y calza.
—¿Cómo… has llegado aquí?
—Por el medio habitual: utilizando los pies.
—¿Y el chico?
—Le he dicho que se fuera. No te preocupes: tengo la llave.
Me la mostró, sonriendo. Yo estaba decidida a no manifestar mi espanto por encontrarme a solas con Charles en aquel lugar… Pero era más que miedo: parecía una auténtica pesadilla.
—Pepper —llamé—, ¿dónde estás?
—Lo que tú dices: se habrá escondido. Pero lo encontraremos…, si es que está aquí. ¡Vamos, Pepper! ¡Sal!
Pero no hubo respuesta. Nuestras voces sonaban distintas en aquel extraño lugar.
—Bien, si no está, será mejor que nos vayamos —dije—. Al chico le pareció oír un perro aquí abajo, y no hubiera sido nada extraño porque ayer dejamos la puerta abierta y él suele venir a este lugar con Willie.
—No, no creo que esté —se volvió a mirarme—: Tienes miedo, ¿eh?
—No me gusta este sitio.
—No es muy agradable, ¿verdad? Y te desagrada aún más porque estás sola conmigo.
Me pregunté si podría escabullirme de él y alcanzar la escalera corriendo. ¿Podría llegar arriba antes que él? Sabía que no, porque estaba tan oscuro que tendría que subir casi a tientas.
—No deberías tenerme miedo —dijo, suavizando la voz—. Ya te he dicho que quiero que seamos amigos. Pero tú no me dejas.
—No me interesa la clase de amistad que me propones.
—Oh, sí, ya sé… Eres una damita muy pura. Peor para ti. ¿De qué tienes miedo?
—Creo que deberíamos irnos. El perro no está aquí. Habría salido cuando le llamamos.
—Piensas que voy a atacarte, ¿no? Que voy a hacer que te sometas por la fuerza a mis malos deseos. Anda, confiésalo. Me crees capaz de ello, ¿verdad?
—Pues sí.
—Eres una presuntuosa —me replicó con una risotada—. Permíteme decirte que yo no soy de los que van suplicando favores.
—No lo dudo. Así que… ¿por qué no los aceptas de las que están dispuestas y tal vez incluso ansiosas por ofrecértelos?
—Hay muchas, te lo aseguro. Por eso, mi pequeña y orgullosa bastarda, no pienso hacer lo que me sería tan fácil teniéndote como te tengo aquí a mi merced. ¡Qué gran marco para una violación! Con todos estos muertos contemplándonos.
—Me voy ahora mismo.
—No tan de prisa. Deberías estar aterrorizada pensando que voy a arrebatarte tu inocencia… Porque eres inocente, ¿verdad? Ese bofetón que me diste… Aún me quema en la cara. Pero no, no pienso malgastar lo que puedo ofrecer en una puerca que no sabe apreciarlo.
—Eso sí lo comprendo. Lamento haberte abofeteado. Pero tú me provocaste. Y ahora que nos entendemos, tal vez podríamos olvidar el incidente.
—Yo no olvido los insultos con tanta facilidad —replicó airado.
—Pensaba que era yo la que había recibido el insulto.
—¿Quizá porque la pequeña miss Cleremont tiene un alto concepto de sí misma?
—Puede que sí —respondí—. En cualquier caso espero no volver a molestarte con él.
—Entonces, vamos.
Charles subía delante de mí. De pronto se volvió diciéndome:
—Escucha. ¿Has oído?
Me quedé quieta sin hacer ningún ruido y me giré para mirar hacia el fondo de la oscura cripta.
—No oigo nada —dije.
Y entonces le oí reírse. Mientras yo estaba de espaldas había subido corriendo por la escalera y ahora ya estaba arriba. La puerta se cerró de golpe justo en el momento en que yo la alcanzaba. Oí girar la llave en la cerradura.
Un miedo terrible se apoderó de mí.
Estaba sola…, encerrada en la casa de los muertos.
Me acerqué a la puerta y empecé a golpear con los puños.
—¡Déjame salir! ¡Déjame salir! —grité.
Debía de estar junto a la puerta, porque su risa sonaba muy próxima.
—Has sido muy grosera conmigo, pequeña bastarda —me gritó—. Te mereces un castigo. Quédate con los difuntos y reconsidera tu comportamiento con el hijo de la casa que durante tantos años ha sido tu benefactor. Eres un animalillo ingrato. A ver si aprendes la lección.
—¡No, no! —grité.
La risa sonaba ahora más débil; se alejaba dejándome allí. Me senté en los escalones de piedra y me cubrí el rostro con las manos. Con la puerta cerrada, todo estaba muy oscuro. Pensé que no podía ser, que era un sueño del que me despertaría muy pronto.
Pero sabía que no se trataba de un sueño. Me daba cuenta de que a Charles se le habría ocurrido la idea la víspera y que me había atraído allí con engaño. El chico de las cuadras debió de obedecer órdenes suyas. No era cierto que el perro se hubiera perdido.
—¡Socorro! ¡Socorro! —grité.
Mi voz sonaba muy débil y se dispersaba en mil ecos dentro de la cámara subterránea. Quizá podría oírla alguien que se parara justamente delante de la puerta. Pero ¿quién iba a hacerlo? Y ¿cuánto tiempo tendría que permanecer yo allí?
Temía apartarme de la escalera. No quería bajar a la cripta donde estaban los ataúdes. Desde allí, por lo menos, no podía verlos.
Pronto me echarían de menos. Grandmère se inquietaría y haría que me buscaran. No tardarían mucho en encontrarme. Pero era aterrador estar en semejante lugar por corta que fuera la espera.
¿Cómo había podido mostrarme tan confiada? Hubiera debido decirle al chico que bajara delante, pero estaba tan deseosa de encontrar el perro perdido de Willie que habría hecho cualquier cosa para devolvérselo a su joven amo.
Estaba sentada con la vista clavada en la oscuridad de allá abajo. El silencio puede ser aterrador: me descubrí aguzando el oído como si tratara de captar algún sonido procedente de los muertos.
Recordaba las historias de fantasmas que me habían contado; si había fantasmas en la Tierra, sería en algún lugar como éste.
Empecé a musitar oraciones incoherentes:
—¡Dios mío, por favor…! ¡Que venga alguien en seguida! Pronto…, pronto…, ahora.
Me levanté. Tenía las piernas entumecidas. De nuevo me puse a golpear la puerta hasta que me dolieron los puños. Era consciente de la inutilidad de mi esfuerzo, pero lo seguía haciendo a pesar de todo. ¿Y si no pasara nadie…? ¿Y si no volviera a abrirse la puerta hasta que llegara el momento de enterrar a otro Sallonger, y entonces, al ir a meter el ataúd, me encontraran… muerta?
Pero me buscarían. Tenían que encontrarme. Claro que… ¿a quién se le iba a ocurrir mirar allí? El chico de las cuadras se lo diría… Pero no: Charles le había aleccionado para que hiciera bien su papel. Por un instante mi odio hacia Charles desbancó al propio miedo. ¿Por qué había gente tan aborrecible? ¿Por qué se comportaban de un modo tan perverso con otros? Los salvajes aquéllos que apedrearon al perro de Willie… Charles, que podía llegar a aquel extremo sólo porque yo me negaba a someterme a su deseo.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Quince minutos? ¿Media hora? Estaba tan furiosa que no sabía qué hacer. Me había pillado desprevenida. Estaba preparada para un ataque, y hubiera luchado con todas mis fuerzas, caso de haberse producido… Pero no se me ocurrió que querría vengarse de esta forma.
¿Existía alguna posibilidad de que alguien se acercara? En cuanto oscureciera, nadie se atrevería a hacerlo. A los criados no les hacía ninguna gracia pasar junto al panteón después del crepúsculo. ¿Tendría que pasar la noche allí? Y a la mañana siguiente… ¿qué?
Pero tendrían que venir en mi busca. Grandmère se encargaría de ello. Aún no habría notado mi ausencia… No la advertiría hasta la hora de acostarnos. Entonces se alarmaría.
Me acerqué de nuevo a la puerta y la aporreé, consciente de la inutilidad de mis golpes. Grité pidiendo socorro. ¡Qué tonta! Como si alguien pudiera oírme. Pero estaba todo tan oscuro. Abajo, en la cripta, habría un poquito de luz por el débil rayo que se filtraba a través de la rendija del muro, por aquel tragaluz que daba al exterior a nivel del terreno. Lo suficiente para que entrara también un poquito de aire.
Sentí el impulso de bajar.
Estaba de pie en la cámara subterránea…, en aquella cripta lóbrega, en tinieblas, con los ataúdes alineados en las amplias repisas… En mi estado de ánimo, me pareció que las estatuas cobraban vida de pronto, que el cetro de Satanás se movía como si éste se dispusiera a fijar su atención en mí.
Aparté la vista del grupo y la alcé hacia el tragaluz. Si pudiera acercarme a él y gritar, quizá me oyera alguien. Pero… ¿para qué intentarlo? No habría nadie fuera.
Se me hacía insufrible permanecer en aquella cripta, donde a la oscuridad y las lúgubres tinieblas se sumaba la presencia de la Muerte. Pero, si quería que alguien me oyera, tenía que seguir allí… por aquella rendija. La miré.
Parecía ofrecerme la única esperanza de comunicación con el mundo exterior.
¿Cuánto tiempo tendría que quedarme allá dentro? Sin duda Charles comprendería lo mal que lo estaba pasando y vendría pronto a sacarme, cuando le pareciera que ya era suficiente castigo. Recordé las palabras de Cassie: que se le volvería blanco el pelo durante la noche. Me toqué el mío con aprensión. Pero no, no tendría que pasar allí toda la noche. Nadie podía ser tan cruel, ni siquiera Charles.
Aunque la gente era cruel. Jamás olvidaría a los muchachos que mataron a pedradas al perro de Willie. Aquella violencia absurda era fruto de unas mentes deformadas por la falta de educación. Pero no era éste el caso de Charles. Él sí la había recibido. Lo suyo no era una crueldad estúpida, sino una venganza.
Le rechacé y él se había ofendido de que alguien de origen humilde como yo se atreviera a hacerlo. Me estaba dando una lección.
Recé de nuevo a la imagen de la Virgen y el Niño. Me senté en el peldaño inferior de la escalera y reprimí el impulso de subir corriendo para no ver más aquella lóbrega cripta con sus estatuas y mortuorios despojos.
Me fijé en que las paredes chorreaban humedad, y vi dos gotas que bajaban paralelas como compitiendo en una carrera. ¿Cómo es posible que en momentos así nuestra atención se ocupe de detalles tan nimios?
«¿Y si me muriera aquí? —pensé—. ¿Y si no me encontraran?». Recordé la historia de la novia que, jugando, se escondió en un arca el día de la boda. El arca se cerró, y no pudo salir. Los demás jugadores la buscaron por todas partes, pero no la encontraron… hasta que, años más tarde, alguien abrió el arca y halló su cadáver vestido con el traje de novia.
Aquella historia siempre me había llamado la atención. ¡Pobre novia! ¿Qué habría sentido al darse cuenta de que no podía salir? Por lo menos mi caso no era tan desesperado.
«Volverá —me dije—. Sólo es una broma pesada. A lo mejor me tiene aquí encerrada una hora y luego vuelve a abrirme y a burlarse de mí».
¿Cuánto tiempo había pasado? No podía saberlo. Cuando una se encuentra en semejante situación, pierde la noción del tiempo.
El silencio… aquel terrible silencio. Me puse en tensión tratando de oír algo…, algún sonido, algún indicio de la proximidad de alguien. ¡Deseaba tanto oír algo! Pero no hubo nada.
Retrocedí un poco. Tenía la sensación de que me observaba alguna invisible presencia espectral. Aún se filtraba la luz por la rendija. Fuera debía de lucir el sol. Aún faltaba bastante para la noche.
Cuando oscureciera sería distinto. Cualquier cosa podría ocurrir entonces.
Desesperada, me senté otra vez en el último peldaño.
* * *
¿Era una alucinación, o de veras acababa de oír el ladrido de un perro? Todos mis sentidos se pusieron alerta. Sí, muy débil, lejano… Venía de fuera. Crucé la cripta y me situé justamente debajo del tragaluz.
—¡Socorro! ¡Socorro! —grité—. Estoy en el panteón…, encerrada.
Sólo silencio.
Entonces oí de nuevo al perro, esta vez con más claridad. Grité con todas mis fuerzas. Me pareció que una sombra cruzaba por delante del tragaluz.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Sáquenme de aquí! La sombra desapareció.
Seguí allí quieta un buen rato, aguzando el oído. Pero no se oía nada.
Me invadió el desaliento. ¿De verdad había pasado por allí alguien o fueron sólo figuraciones mías? En mi situación, tal vez me habían engañado mis propios deseos.
Silencio otra vez… y desesperación. Estaba tiritando; ignoro si de frío o de miedo.
«Nadie pasará por aquí —me decía—. Y, si alguien pasa, no podrá oírme. Tendré que permanecer encerrada toda la noche, a menos que Charles vuelva. Pero es que tiene que volver…».
Pasaba el tiempo y yo me sentía cada vez más débil. Tenía las manos y los pies entumecidos. El frío de los sillares de piedra traspasaba mis ropas.
Grandmère aún no se habría percatado de mi ausencia. Estaría ocupada en su cuarto de trabajo. Absorta en su tarea, como siempre. Cuando se diera cuenta, se alarmaría e insistiría en que me buscaran por todas partes. Pero ¿a quién se le podría ocurrir ir a buscarme al panteón?
De pronto escuché un ruido. La escalera me pareció menos oscura. Era el chasquido de una llave al girar en la cerradura; era un rayo de luz que penetró al abrirse la puerta.
Y en seguida una voz:
—Lenore, ¿está usted ahí?
Oí el ladrido de un perro mientras corría escaleras arriba. Alguien me tomó en brazos.
—Drake… —musité—. Drake…
—Ya pasó todo. ¡Dios mío! ¡Está usted helada!
El perro seguía ladrando cuando salimos al exterior. El aire fresco penetró en mis pulmones, embriagándome. Sentí que estaba a punto de desmayarme.
—Tranquila…, tranquila…
Era la voz de Drake. Entonces vi a Willie y volví a oír los ladridos del perro.
—Ahora mismo la llevo a la casa —dijo Drake.
Sentí súbitamente que me desplomaba en el suelo.
Al recobrar el conocimiento me hallé sentada en el escalón de la verja. Drake mantenía mi cabeza apoyada contra mis rodillas.
—Así está mejor. ¡Pobre niña! Pero… ¿cómo ha sido? Deje, no lo recuerde. Ya pasó todo.
—Drake —dije.
—Sí, soy Drake.
—Usted me ha salvado.
—Vamos. Regresemos rápidamente. Necesita una cama calentita y algo que la tranquilice. ¿Podrá sostenerse de pie?
Conseguí hacerlo, pero tambaleándome. Vi que Willie me miraba asombrado.
—No, no puede —dijo Drake. Y me levantó en vilo.
—Pero usted no podrá…
—Claro que sí. Es usted ligera como una pluma. Vamos. No perdamos más tiempo. Nos dirigimos a la casa.
—¿Le dijo Charles que viniera? —pregunté.
¿Charles?
—Él me encerró.
Drake siguió andando en silencio. Al llegar al vestíbulo de la casa, dijo:
—Gracias, Willie; lo hiciste muy bien. Miss Cleremont te dará las gracias cuando se encuentre mejor.
—Entonces… ¿fue Willie?
—La oyó gritar, y tuvo el buen juicio de venir a la casa.
Le vi y me lo explicó, así que me hice con la llave y acudimos al punto.
Sentía tanto alivio que no podía hablar.
Mistress Dillon y Clarkson estaban en el vestíbulo.
—¡Válgame Dios! —Exclamó mistress Dillon—. A ver cuál será la próxima trastada.
También estaba allí Grandmère, que en seguida se hizo cargo de mí.
Me llevaron a mi dormitorio y al poco rato estaba ya en mi cama, tapada con mantas y con una botella de agua caliente en los pies. Grandmère se sentó junto a la cabecera.
Tuve un sueño muy agitado. Me despertaba a ratos, creyendo que aún me encontraba en el panteón. Gritaba de miedo. Grandmère se pasó toda la noche a mi lado. Me preparó una infusión de hierbas sedantes. Y al final me quedé tranquilamente dormida, segura de que ella no me dejaría y que, si me despertaba aterrorizada, estaría allí para confortarme.
* * *
A la mañana siguiente me encontraba mejor, pero Grandmère insistió en que no me levantara de la cama.
—Te quedaste helada hasta los tuétanos —dijo— y tuviste un susto terrible.
Yo, por mi parte, le expliqué todo, comenzando por el episodio del baile.
—Quiso vengarse de mí, ¿comprendes, Grandmère?
—Mon Dieu! —murmuró ella—. ¡Pensar que ha podido hacer algo así! No es de fiar. Pero, por lo menos, ma petite, ahora sabemos con quién hemos de vérnoslas. ¡Ojalá pudiera sacarte de aquí! Philip es un muchacho amable, considerado…, muy distinto de su hermano. Pero éste es la maldad personificada. En fin, ma chérie, podía haber sido peor. Cuando pienso en lo que te podía haber hecho, teniéndote allí a solas con él… Siempre pensé advertirte sobre esta clase de peligros, y ahora ya no eres una niña. Se fijarán en ti muchos ojos, como lo han hecho los de Charles. Doy gracias a Dios de que no haya sido peor. Ya sé que fue una experiencia terrible, que pasaste muchísimo miedo… ¿Cómo no sentirlo, encerrada en ese lugar? Pero no ha dejado ninguna huella. Fue un mal sueño, una pesadilla… Sin embargo, cuando pienso en el daño que te hubiera podido causar un hombre así… Las consecuencias podrían haber sido irreparables. Te aseguro que, en tal caso, yo habría sido capaz de matarle. Tal vez debiera hacerlo también por su villanía… Pero por eso otro…
Sabía a qué se refería y comprendí que aún podía sentirme contenta.
—Se han acabado todos los tratos con él —prosiguió Grandmère—. Pronto se marchará y nos veremos libres de su presencia. Mientras esté bajo este techo, no podré ser feliz.
—Me odia, Grandmère.
—Por haber herido su vanidad, por rechazarle. Sí, ése es una montagne de falsedad. Se cree apuesto e irresistible. Hay que guardarse de este tipo de hombres. Ahora ya sabemos a qué atenernos con él. Es un aviso. Cuando te hayas recuperado, lo olvidarás todo; se te irá de la memoria. Será como una pesadilla que, por un momento, se convirtió en realidad. Pero a veces es bueno que conozcamos de qué pasta están hechas las personas que nos rodean. De un mal puede salir algo bueno. Ahora sabemos cómo es realmente nuestro Charles.
—Y seguiremos juntas, Grandmère.
—Mientras me necesites, aquí me tendrás. Cuando seas mayor tendrás marido e hijos… y entonces no te hará tanta falta la abuela. No te importe. Es ley de vida y bueno que así sea. Pero, de momento, juntas tú y yo, ¿eh? Y mientras esté contigo velaré por ti… y tú me contarás tus temores. Estoy segura de que vas a ser muy feliz. Quiero que tengas todo lo que a tu madre le faltó. Ella se dejó llevar por una dicha irreflexiva, demasiado confiada… Pero todo eso pertenece al pasado; ahora estamos en el presente y nos toca vivirlo.
A la mañana siguiente me desperté aún con la fugaz y terrible sensación de encontrarme dentro del panteón. Pero en seguida comenzaron a tomar forma los familiares objetos de mi habitación y Grandmère se acercó a mi cama.
—Has dormido tranquilamente toda la noche —me dijo.
—Y tú te la has pasado sentada a mi lado.
—Me quedé adormilada en ese cómodo sillón. Ahora te voy a preparar un buen desayuno. Unas gachas, tal vez… y pan con mantequilla. Mistress Dillon recomienda las gachas: dice que son tranquilizantes. Todos están deseando ayudar. Y Clarkson muy molesto porque Charles tomó la llave sin pedírsela.
Desayuné y dije que quería levantarme, sin embargo Grandmère insistió en que descansara un ratito más.
—Estabas realmente helada. No quiero que ahora pilles un resfriado.
Me sentía débil y como flotando, por lo que la idea de seguir en la cama no me disgustaba demasiado. Grandmère me trajo mi Jane Eyre para que me entretuviera leyendo. Ya la había leído, pero me agradaba mucho porque las desventuras de la pobre Jane me hacían ver cuán afortunada era yo.
Le pedí a Grandmère que no permaneciera todo el día a mi lado, pues aquello hacía que me sintiera como una inválida; bastaría saber que estaba cerca, en el cuarto de trabajo.
—Te llevaste un susto tremendo, ma petite, y eso merece más atención que el frío que pasaste. Estuviste tres horas allí; lo bastante para que a cualquiera se le congelen los huesos… Pero lo peor fue verte encerrada en aquel sitio. Así que… descansa.
Cassie subió a verme. Se quedó de pie junto a mi cama, mirándome con expresión de asombro y ternura.
—No te inquietes, Cassie —le dije—. Ya ha pasado todo.
—No tengo palabras para explicarte lo que sentí cuando me dijeron que habías estado allí tanto tiempo. Yo me hubiera muerto.
—También yo pensé que iba a morirme.
—Tus cabellos no han cambiado de color…, ni un poquito siquiera —Cassie estaba estudiándome detenidamente—. No tienes ni una cana, y se te verían siendo tú tan morena.
—Creo que ya estoy superándolo, aunque anoche tuve pesadillas y esta mañana me he despertado con la horrorosa sensación de que aún seguía allí.
—No puedo imaginar nada peor.
—Hay cosas todavía peores.
—Eres muy valiente, Lenore.
—Tendrías que haberme visto temblar… Se me ocurrían cosas horrendas, temía que aparecieran fantasmas… De valiente, nada.
—En la casa ha habido mucho revuelo. Ha sido terrible. Mamá está muy afectada: se ha encerrado en su habitación con las cortinas corridas y no deja entrar a nadie salvo a miss Logan.
—Pues ¿qué pasa?
—Drake y Charles se pelearon… por ti. Drake se encaró con Charles y le obligó a confesar que te había encerrado en el panteón. Entonces Charles dijo que era asunto suyo y que sólo había querido darte una lección: que había que bajarte los humos porque te dabas mucho pisto para ser una simple criada. Drake la emprendió a gritos con él: le dijo que era un patán… y otras cosas mucho más gordas. Le acusó de haber encargado al chico de las cuadras que te llevara allí para poder encerrarte. Charles respondió que no lo negaba y que, en todo caso, aquél no era asunto de su incumbencia. Y entonces Drake dijo que aquello incumbía a cualquier persona decente y que, puesto que tanto le gustaba dar lecciones a los demás, ya era hora de que recibiera una buena. No podíamos dar crédito a nuestros ojos. Los dos parecían tan distintos de como son habitualmente… Como Drake es más alto y fuerte que Charles, no le costó nada alzarle en vilo como si fuera un perro y sacudirle, y al final le arrojó al lago. Julia lloraba y a mí se me saltaban las lágrimas. En mi vida he visto nada igual.
—¿Qué hizo Charles en el lago?
—Salir como pudo. No estaba muy adentro pero, para cuando salió, Drake ya había vuelto a la casa. Hizo el equipaje, se presentó ante mamá y le dijo que se tenía que ir porque había surgido un imprevisto. Mamá estaba destrozada pero, como es natural, tuvo que despedirse de él. Drake se acercó personalmente a las cuadras, pidió a un mozo que le llevara a la estación… y se fue.
—¡Qué barbaridad! ¿Y Charles?
—Se va esta noche. No dice a dónde; sólo que pasará unos días en casa de un amigo y que de allí irá directamente a la universidad.
—O sea, que se marchan los dos… y todo por mí.
—Drake no podía permanecer en la casa después de haber llegado a las manos con su anfitrión. Y en cuanto a Charles, puede que esté avergonzado de lo sucedido. Philip está muy preocupado por ti.
—Siempre ha sido muy amable conmigo.
—Supongo que él también se irá pronto. Quería verte anoche, pero madame Cleremont le dijo que era mejor que no te molestaran.
—¡Qué triste final para unas vacaciones! —exclamé.
—No creo que jamás haya ocurrido nada semejante —dijo Cassie.
—Ha sido realmente muy extraño.
Cuando Cassie se fue, me quedé pensando en Drake y en la forma como llegó al panteón, me sacó de él y me trajo a casa. Probablemente no volvería a verle. A buen seguro jamás regresaría a la Casa de la Seda como invitado de Charles. Se debían de odiar el uno al otro. En cuanto a mí, experimentaba una mezcla de sentimientos contradictorios. Por un lado me halagaba que hubiera salido en mi defensa, con un gesto que era casi como romper una lanza por mí o batirse en duelo; hacía que me sintiera importante, y lo necesitaba mucho después de la humillación que me había infligido Charles. Pero por otro lado me entristecía saber que ya no volvería a verle.
Philip vino a hacerme una visita.
—Siento muchísimo lo ocurrido, Lenore —me dijo—. ¡Qué mal rato debiste de pasar!
—Te agradezco que hayas venido a verme —repuse—. Temí que no quisieras saber nada de mí después de los problemas que ha habido.
—¿Te has enterado de lo de Drake?
—Sí; lo he sabido por Cassie.
—Me avergüenzo de mi hermano, Lenore.
—Siempre he pensado que no era tan bueno como tú.
—Es un poco creído… Y ahora está atravesando un mal momento: necesita afirmar su personalidad. Estoy seguro de que se le pasará. En realidad no es tan malo.
Le miré sonriendo. Era una de esas personas que siempre piensan bien de todo el mundo y que ven en los demás por su propia bondad.
—¿Cómo te encuentras ahora?
—Grandmère me rodea de mimos y todos son muy amables conmigo. Hasta mistress Dillon, que está empeñada en hacerme tomar gachas.
Soltó una carcajada, pero al instante se puso serio.
—Debe de haber sido espantoso —dijo.
—Lo fue. Aún seguiría allí de no ser por Pepper y Willie.
—¡Bien por Willie! Supongo que a Drake le pareció que no podía quedarse después de su violenta pelea con Charles.
—Y Charles también se va.
—Esta misma noche.
—Me temo que os he aguado la fiesta.
—Charles la ha aguado portándose como un animal. No me sorprende que Drake se enfureciera con él y diera rienda suelta a su ira.
—Ya te puedes imaginar cómo me siento yo viéndome el centro de todo esto.
—El centro hay que buscarlo en la brutal vanidad de Charles. Se ha llevado una buena lección.
—Pero Drake ha tenido que irse.
—No podía hacer otra cosa. Piensa que era un invitado de Charles. ¡Si hubieras visto cómo le zarandeó y le tiró de cabeza al lago…! Y por Charles no temas. Estaremos algún tiempo sin verle, supongo. Todo lo que tienes que hacer es ponerte buena.
—No estoy enferma…, sólo un poco trastornada.
—Es que eso es para trastornar a cualquiera. Dentro de un par de días estarás como nueva. Yo me encargaré de cuidarte. Cassie y yo hemos decidido ocuparnos de ti. Mi padre vendrá pronto a casa. Quería hablarnos muy seriamente acerca del negocio; a Charles y a mí, quiero decir.
—Pero Charles se va.
—No creo que a Charles le interese mucho el negocio. Da la casualidad de que es el mayor, pero con quien mi padre quiere discutir el asunto es conmigo. Le convenceré de que me permita dejar los estudios. Quiero entrar en el negocio ya.
—¿Crees que estará de acuerdo?
—Tengo la impresión de que sí. Le complace mucho mi interés. Charles no va por ahí, y eso le disgusta. Cuenta con uno de los dos, por lo menos.
Era muy agradable charlar con Philip. Me encantaban su entusiasmo y su bondad, tan naturales. Cuando se fue, me sentía mucho mejor. También me alegraba de que Charles se fuera aquella noche y de no tener que verle en bastante tiempo.
Pero no me esperaba la reacción de Julia.
Entró en mi habitación justo después de salir Philip. Parecía que había estado llorando y venía furiosa. Se plantó a los pies de mi cama y me fulminó con la mirada.
—Tú tienes la culpa —dijo—. Temí que Drake fuera a matar a Charles.
—Ya me lo han contado, y siento mucho lo que pasó.
—Tú empezaste.
—¿Yo? Yo no pedí que me encerraran en el panteón.
—Te lo inventaste todo. Le fuiste con el cuento a Drake. Yo ya me había dado cuenta. Siempre estabas tratando de llamar su atención, y se te ocurrió esto para que se fijara en ti.
—Pero Julia, ¿qué tonterías estás diciendo? ¿Crees que yo quería quedarme encerrada en aquel horrible lugar? Casi me muero de espanto. Fue horroroso…, con todos aquellos ataúdes.
—Conseguiste que Drake te rescatara, ¿no? Eso es lo que querías.
—Willie me oyó gritar y fue en busca de ayuda. Y casualmente encontró a Drake.
—Pues se ha ido y no creo que jamás vuelva a verle —a Julia le temblaban los labios—. ¡Con lo bien que empezábamos a llevarnos! Tuviste que estropearlo todo.
—Mira, Julia —repliqué con firmeza—: No fue culpa mía, sino de Charles.
Me dedicó una mirada pétrea y salió corriendo del cuarto. Comprendí que estaba a punto de estallar en llanto. Yo ya sabía que se había encariñado de Drake. Ahora me echaba a mí la culpa de haberle perdido.