Carsonne

El salón de París fue mi salvación. Durante todo un año trabajé sin descanso. Yo no quería pensar en Drake. Grandmère se mostró conmigo más solícita que nunca, tratando de buscar siempre lo mejor para mí. Y la condesa me impidió, con firmeza, que sintiera lástima de mí misma: según ella, la casa de París era una adquisición mucho más valiosa que un marido. También mi padre me ayudó a olvidar, siempre deseoso de compensar todos los años vividos sin saber nada el uno del otro. Y estaba, cómo no, Katie, que no cabía en sí de gozo ante todas aquellas novedades. Ver su carita iluminada por la alegría y escuchar sus incesantes preguntas me hacía comprender que, por grande que fuera mi pena, tenía muchas razones por las que vivir.

Todos estuvieron muy cariñosos conmigo, de forma que los días transcurrían pasablemente bien, aunque por las noches me invadía la tristeza y no podía dejar de pensar en lo que había podido ser y no fue. A Philip lo había amado con un amor juvenil, romántico. No tuvimos tiempo de descubrir los defectos de nuestros respectivos caracteres, cosa que una convivencia más prolongada nos hubiera revelado sin duda. Vivimos en un estado de eufórico idealismo. ¿Hubiéramos podido seguir siempre igual? Tal vez no. Pero nuestro amor perduraría siempre en la memoria tal como fue, y no como quizá lo transformara el tiempo. Después, Philip murió de una manera trágica, inesperadamente… sin que nadie pudiera decir la razón. Y, cuando se me ofrecía la posibilidad de una relación más madura con un hombre al que admiraba, respetaba y amaba, los acontecimientos se torcieron y también lo perdí. A veces pensaba que estaba condenada a perder a los que amaba y a atraer sobre ellos la desgracia. Philip había muerto de un disparo, y Drake tropezó con el peor de los destinos: verse casado con una mujer a la que odiaba.

Tenía que olvidar aquel sueño hecho trizas, y volver a empezar.

En cierto modo, tuve suerte, porque mi atención iba a verse reclamada por la puesta en marcha del salón de París.

La decisión de que yo fuera también a París fue cosa de Grandmère. Como ya he dicho, teníamos en Londres una encargada de total confianza, capaz de llevar perfectamente el negocio con la ayuda de Cassie. Así pues, Grandmère, la condesa y yo partimos para la capital de Francia, llevándonos a Katie. Nuestro plan era que la condesa viajara de vez en cuando a Londres para asegurarse de que todo iba bien, y regresara para volver a reunirse con nosotras.

A Katie la encantó París. Contraté para ella dos institutrices, una francesa y otra inglesa, con el propósito de que, como tal vez tuviera que vivir algún tiempo en Francia, aprendiera el idioma, pero sin descuidar al propio tiempo sus estudios ingleses. Miss Price era muy circunspecta y juiciosa, si bien un poco relamida, mientras que mademoiselle Leclerc era más animada y amplia de miras; procedía de Lyon donde, según me dijo, se hablaba el mejor francés del país.

Katie era una niña más bien seria. Disfrutaba mucho en compañía de mademoiselle, pero pienso que respetaba más a miss Price porque le imponía una disciplina más estricta. Su buen carácter la permitía adaptarse fácilmente a las dos, y a mí me divertía ver cómo cambiaba según con quién estuviera: con miss Price era muy reposada, y juguetona con mademoiselle Leclerc. Me satisfizo mucho aquel arreglo.

Con mademoiselle, Katie se iba al parque a jugar con su aro, subía a las barcazas de vapor que recorrían el Sena y hacía amistad con otros niños, con los que al cabo de poco tiempo conversaba como si tal cosa en francés. Con miss Price daba tranquilos paseos a orillas del río, examinando los libros de los tenderetes y visitando lugares de interés histórico. Miss Price ponía especial énfasis en explicarle la historia de aquellos lugares, y luego Katie me contaba lo que había aprendido, con lo cual yo aprendía a mi vez y me sentía muy satisfecha de sus progresos.

Al principio tropezamos con algunas dificultades que hubo que resolver, pero la condesa tenía mucha mano para estas cuestiones, de forma que nuestro establecimiento pudo abrir antes incluso de lo que esperábamos.

Yo pensaba a menudo en nuestro hogar. Poco después de la boda de Drake tuvieron lugar las anunciadas elecciones; triunfó en ellas Gladstone, aunque sin obtener la holgada mayoría que esperaba, y cuando, con gran disgusto de la reina, acudió a Osborne para besar su mano, ésta comentó con desdén que resultaba ridículo ver a aquel «decepcionado anciano de ochenta y dos años tratando de gobernar Inglaterra con su pandilla de demócratas».

—Esto significará un buen paso adelante para alguien que yo me sé —dijo la condesa.

Me pregunté qué estaría haciendo Drake y si la experiencia social de Julia le compensaría de la falta de amor.

—Pero pronto los echarán del gobierno —añadió la condesa—. La obsesión de Gladstone por Irlanda precipitará su caída.

Yo pensaba a menudo en aquel hijo tan fortuitamente concebido y confiaba en que fuera un consuelo para Drake. Sin embargo, al cabo de algún tiempo me enteré de que no hubo tal niño: que la razón por la que Drake se casó con Julia jamás existió.

Ansiaba recibir noticias que, aunque indirectamente, me hablaran de Drake: como cuando supe que el proyecto de ley de autonomía para Irlanda de Gladstone había sido aprobado por la Cámara de los Comunes, pero no así por la de los Lores.

Pasó otro año y yo seguía sin poder apartar a Drake de mis pensamientos. Estábamos tan ocupadas que apenas teníamos tiempo para otra cosa que no fuera el salón.

Mi padre venía de tanto en tanto a París; su ayuda —y no sólo en el aspecto financiero— era muy valiosa para nosotras, pues estaba tan empeñado como nosotras mismas en el éxito de la empresa.

Katie le tenía robada el alma… Y más todavía cuando empezó a charlar con él en su chapurreado francés. Me instaba constantemente a que fuera a visitar sus viñedos, diciéndome que Katie lo pasaría muy bien allí. Y no le faltaba razón.

Era dueño de varios, pero su preferido era el de Villers-Carsonne, a dos pasos de Villers-Mûre. Pienso que le tenía especial cariño por hallarse tan cerca de su antiguo hogar y en la región donde había transcurrido su infancia. Cada vez que hablaba de él se le ablandaba la voz. Pero no fue allí a donde nos llevó primero, sino a otro viñedo que tenía bastante más cerca de París.

Estaba seguro de que a Katie le gustaría mucho la vendimia. Y así fue. Pasamos unas semanas allí y ella disfrutó de lo lindo. Para colmo de dichas, aprendió a montar a caballo, pues mi padre encargó a uno de los mozos que la enseñara a hacerlo; de forma que, cuando no estaba participando en la recolección de los racimos, la teníamos trotando por los campos en compañía del mozo. Yo recordaba al verla los días en que montó por primera vez con Drake en Swaddingham, y no podía evitar un sentimiento de tristeza y añoranza.

De todas formas, la felicidad que irradiaba el rostro de Katie era un gran consuelo para mí. El día en que pudo llevar sola las riendas fue una fecha memorable. Mi padre opinaba que era una amazona nata y que se encontraba tan a sus anchas a lomos de un caballo como con sus dos pies en tierra. Pronto los dos empezaron a dar largos paseos por entre las vides —él montado en un poderoso corcel negro, ella en un potro—, durante los cuales él le hablaba de la uva y ella no paraba de hacerle preguntas que mi padre contestaba encantado. Y después Katie venía a contármelo a mí.

El viñedo en cuestión era uno de los que todavía mantenían los viejos métodos, y en él se pisaba la uva a la antigua usanza. Creo que fue precisamente por eso por lo que mi padre lo escogió para mostrárnoslo a Katie y a mí.

Hablaba con ella como si Katie fuera una persona adulta, lo que la hacía sentirse feliz. Le explicó que en casi todos sus restantes viñedos se utilizaba una máquina para prensar la uva, consistente en dos grandes cilindros de madera que giraban en sentidos opuestos y entre los cuales no se escapaba entero ni un solo grano de uva. Pero algunos preferían el antiguo método y seguían pisándola como se había venido haciendo desde tiempo inmemorial.

¡Qué noche tan extraordinaria! Los racimos, extendidos durante diez días para que se doraran al sol, se arrojaban al interior del lagar y la gente del pueblo, alegremente, cantaba y danzaba encima de ellos, pisándolos, mientras el mosto se deslizaba hacia unas cubas dispuestas debajo para recogerlo.

Fue una noche mágica para Katie, y creo que también para todos nosotros. Porque bastaba ver la expresión de mi padre viendo cómo a su nieta se le alborotaban los cabellos al viento y le brillaban los ojos de emoción.

—Tienes que venir siempre por la vendimia —le dijo.

A Katie le costó un poco regresar a París, pero en seguida se le pasó el disgusto y recuperó su alegría.

Recuerdo el día en que una de nuestras clientes inglesas, lady Bonner, vino a visitar nuestro establecimiento de París. Era una mujer de intensa vida social, de la que se decía que conocía al dedillo, como nadie, todo lo referente a las vidas privadas de los demás. Tenía merecida fama de chismosa, pues siempre estaba dispuesta a contar el último escándalo.

Conocía mi relación con Julia y me preguntó si había tenido noticias suyas últimamente. Le contesté que no.

—¡Oh, Dios mío, menudo escándalo! Pobre Drake… ¡qué error cometió! Claro que estaba de por medio el dinero de ella, y él lo necesitaba porque es un hombre ambicioso. Ya sé que procede de una acaudalada familia, pero tiene su orgullo y no está dispuesto a que le ayuden: quiere abrirse camino por sus propios medios. Y, para ello, nada mejor que una buena boda. Por eso se casó con Julia. Pero… ¡qué cruz le ha caído encima! Porque ella bebe, ¿sabe?

—Ah, ¿sí? —me limité a decir.

—¡Vaya si bebe! No es posible que usted no lo sepa, querida. El vicio le viene de lejos, pero ahora se ha agravado.

—Iban a tener un hijo… Tal vez el hecho de haberlo perdido…

—¿Un hijo, dice usted? ¡Qué va! Julia no está por esa labor. La cosa ocurrió durante la última recepción. Estaba borracha perdida… Se puso a hacer eses mientras conversaba con lord Rosebery y, si no llega a ser porque Drake acudió a sostenerla, hubiera dado de bruces en el suelo. Imagínese usted los comentarios… El pobre Drake se moría de vergüenza. Esto podría costarle un puesto en el gobierno…, si es que alguna vez vamos a tener un gobierno estable. Creyó que el dinero de Julia le ayudaría a triunfar, y así hubiera sido de ser ella una mujer como Dios manda. Todos piensan que va a tocarles en suerte una Mary Anne Disraeli… El pobre muchacho ha cometido un grave error, que podría arruinar su carrera política.

—Pero él vale mucho como político —protesté.

—Con eso sólo se gana la mitad de la batalla, amiga mía.

Después lady Bonner me comentó otros chismorreos de Londres, pero yo apenas la escuché: estaba pensando en Drake, abocado a semejante desastre.

Me entristecía comprobar que era tan desdichado como yo… Quizá más, porque él no tenía los consuelos que a Dios gracias aliviaban mi pena.

Cassie venía a París de vez en cuando, y eran frecuentes los viajes de la condesa a Londres. Ahora ya empezábamos a obtener beneficios del establecimiento de París y en el de Londres se habían incrementado considerablemente las ventas gracias al nuevo prestigio añadido a nuestra etiqueta. Éramos un nombre famoso en el mundo de la moda.

Habían pasado tres años de la boda de Drake y Katie acababa de cumplir once.

Cierto día me dijo mi padre:

—Voy a llevaros a Villers-Carsonne.

Yo ya había observado que se mostraba algo reticente cuando mencionaba ese lugar e intuía que había alguna razón para que no le gustara hablarnos de él; no digamos ya llevarnos allí.

Pero tal vez pensaba ahora que había llegado el momento oportuno. El caso es que eligió un momento en que estábamos a solas y abordó directamente el tema.

—Me imagino que te habrá extrañado que no te haya propuesto hasta ahora ir a Villers-Carsonne.

Reconocí que, en efecto, así era.

—Está muy cerca del lugar donde yo me crié, y tengo allí mi viñedo favorito, el que produce nuestros mejores vinos. Voy con frecuencia a visitarlo, pero no me decidía a llevarte. Seguro que te preguntarás la razón.

—No lo había hecho —respondí—, pero en adelante sí que me lo preguntaré.

Dudó un momento antes de proseguir, y luego dijo:

—Tendría que explicarte muchas cosas. Tu abuelo, Alphonse Saint-Allengère, es muy conocido en esa región del país. Dicen de él que es Villers-Mûre. Tal vez no lo comprendas, pero lo cierto es que Villers-Mûre está organizado como una antigua comunidad feudal. Mi padre es el amo de todo, el grand seigneur, el patrón. En ese pequeño núcleo tiene tanto poder como un rey medieval. Prácticamente todos dependen de la fábrica de seda y, puesto que él es su propietario, todos le deben su medio de vida.

—Es tremendo.

Mi padre asintió, muy serio, y añadió:

—A lo que iba: no querrá recibirte jamás, Lenore.

—Ya sé que no me acepta como nieta, pero… ¿qué me impide visitar tu viñedo? Eso no le pertenece, ¿o sí?

—Es mío. Pero solemos vernos cuando voy por allí. Ya te he dicho que siente cierto respeto por mí porque he conseguido prosperar sin su ayuda. Me da a entender que soy un hijo indigno, pero acepta a regañadientes que le visite.

—Yo en tu lugar no querría ir a verle.

—No es fácil rehuirle. Tiene una personalidad tal, que, por mucho que duela su actitud, acabas obedeciéndole.

—Si de eso se trata, no me importará en absoluto que no quiera recibirme.

—Mi hermana Ursule estará encantada de conocerte.

—¿Se lo permitirá él?

—Ursule no vive en la casa de Villers-Mûre, sino en Villers-Carsonne. La desheredó hace tiempo porque se atrevió a desafiarle.

—Perdóname que te lo diga, pero ese padre tuyo me parece un hombre al que más vale no conocer.

—A Ursule la desheredó poco después que a mí —dijo mi padre, asintiendo—. El que hoy es su marido, Louis Sagon, vino a nuestra casa para restaurar algunos cuadros. Pintó un retrato de Ursule y se enamoraron el uno del otro. Pero mi padre tenía otros proyectos para ella y prohibió aquella unión. Entonces, se escaparon juntos, y mi padre ya no quiso saber nada de ella. Una vez casados, se instalaron en Villers-Carsonne. Desde entonces no ha vuelto a ver a mi padre. Sin duda fue más valiente que yo.

—¿Y es feliz en su matrimonio?

—Mucho. Tienen un hijo y una hija. Ya te digo que se alegrará de conocerte. Pasamos muy buenos ratos juntos cuando voy a mis tierras.

—Es decir, que sois dos los desheredados…

—Sí. Los dos le decepcionamos. En cambio, mi hermano mayor, Rene, es su mano derecha. Lleva buena parte del peso de la fábrica, aunque mi padre sigue manteniendo el control de todo. Rene es un buen muchacho. Tuvo primero dos chicos, y después dos gemelas, una de las cuales, Heloïse…, murió.

—¿Hace mucho de ello?

—Como unos doce años.

—Debía de ser muy joven.

—Apenas diecisiete años. Se ahogó… a propósito. Fue un gran golpe para todos nosotros, y especialmente para Adèle, su hermana gemela. Estaban muy unidas las dos.

—¿Por qué lo hizo?

—Algún desengaño amoroso. Fue un misterio, en realidad.

—Tiene que ser un hogar muy triste, pero en cierto modo se comprende con un padre tan dominante.

—Quiero que sepas bien lo que vas a encontrarte, antes de ir —añadió, poniéndose serio.

—No pensaré en mi abuelo. Si él no quiere conocerme, yo tampoco deseo conocerle a él.

—Ursule, en cambio, está impaciente por verte: no hace más que decirme que te lleve.

—Si es así, iré con mucho gusto. Al fin y al cabo, es mi tía.

—Ya verás cómo te agrada, y también Louis Sagon. Vive completamente enfrascado en su trabajo y apenas se interesa por ninguna otra cosa, pero te gustará porque es un hombre tranquilo, amable y simpático.

—Me encantará conocerles a los dos… y me olvidaré de ese ogro que tengo por abuelo.

A pesar de lo mucho que me había preparado mi padre para aquella visita, todavía parecía abrigar algún temor respecto del viaje.

Me despedí, pues, de Grandmère y de la condesa, y Katie y yo partimos en compañía de mi padre.

* * *

El viaje en tren desde París fue muy largo. Katie estaba excitadísima. Se sentó junto a la ventanilla al lado de mi padre, señalando constantemente con el dedo los detalles más sobresalientes del paisaje. Pasamos por ciudades y campos de labranza, por ríos y colinas. Nuestro interés crecía cuando el tren cruzaba tierras de viñedos, que mi padre observaba con aire de experto. Vimos también a lo lejos antiguos castillos de piedra gris, con sus torres en forma de pimentero, típica de la región. Mi padre se fue tornando más silencioso a medida que nos acercábamos a su lugar de nacimiento. Comprendí que estaba inquieto, temiendo la reacción de mi abuelo en cuanto se enterara de mi presencia allí.

En la estación de Carsonne nos estaría aguardando un coche, en el que nos trasladaríamos a la casa. Como sólo había un tren diario, sabrían exactamente la hora de nuestra llegada.

La estación era muy pequeña.

—Es una suerte que la tengamos —me explicó mi padre—. El conde de Carsonne se empeñó en que la construyeran. Es un hombre muy influyente. Dicen que le costó lo suyo conseguirlo, pero el conde suele salirse siempre con la suya.

Al llegar a la estación, mi padre agitó la mano en dirección a un hombre que aguardaba, enfundado en una librea azul oscuro.

—¡Alfredo! —Llamó; y añadió dirigiéndose a mí—: Es italiano. Varios sirvientes de la casa lo son también. Estamos tan cerca de la frontera que eso nos italianiza en cierta medida a todos nosotros.

Alfredo estaba ya junto a la portezuela, haciéndose cargo del, equipaje.

—Ésta es mi hija, madame Sallonger —dijo mi padre—, y aquí tienes a mi nieta, mademoiselle Katie Sallonger.

Alfredo nos saludó inclinando la cabeza y nosotras le dedicamos una sonrisa mientras él tomaba nuestras maletas.

Deduje que mi padre debía de ser un hombre importante en aquel pueblo, a juzgar por las muestras de respeto que recibía de las personas presentes en la estación. Los hombres se quitaban la gorra para saludarle y le daban efusivamente la bienvenida.

Subimos al coche y emprendimos la marcha.

Todo eran viñedos ante nosotros. Estaban ya recolectando la uva y vimos cómo los trabajadores depositaban los racimos en sus cuévanos, con cuidado para que no sufrieran ningún daño con movimientos bruscos.

—Llegamos a punto para la vendimia —dijo mi padre, suscitando con ello el entusiasmo de Katie.

De pronto vi frente a nosotros un castillo en lo alto de una especie de plataforma cuadrada rodeada de profundos fosos.

—¡Qué impresionante! —exclamé.

—El château de Carsonne —explicó mi padre.

—¿Y vive allí ese conde…, el que consiguió traer el ferrocarril a este pueblo?

—En efecto.

—Pero… ¿es su residencia habitual?

—Sí, claro. Me parece que tiene una casa en París… y probablemente otras más en diversos lugares, pero éste es el hogar ancestral de los Carsonne. —¿Podremos conocerles?

—No es probable. Nuestras respectivas familias no están en buenas relaciones.

—¿Hay algún pleito entre ambas?

—Tampoco es eso. Las tierras de mi padre son colindantes con las suyas. Más que una guerra abierta, podría decirse que mantienen una especie de neutralidad armada. Pero ambas partes están dispuestas a entrar en acción a la menor provocación de la otra.

—Suena muy bélico —dije.

—Tu educación inglesa no te permite entender del todo el impetuoso carácter de las gentes de aquí. Es la sangre latina que corre por nuestras venas. Tú la tienes también, pero está claro que tu educación ha conseguido que le cueste mucho más hervir.

—¡Ésta sí que es buena! —comenté, echándome a reír.

—En seguida veremos mis tierras. Mirad: allí enfrente. Katie empezó a brincar arriba y abajo. Mi padre la rodeó con su brazo y la estrechó hacia sí.

Era como un castillo en miniatura, con las típicas torres en forma de pimentero, construido en piedra gris. Tenía persianas de color verde en las ventanas y algunas de éstas se abrían a balcones de hierro forjado. Me pareció encantador.

Al acercarnos vi a un hombre y una mujer de pie junto a la puerta, como si nos estuvieran esperando.

—Aquí está Ursule —dijo mi padre—. Ursule, querida, qué amable de tu parte que hayas venido a recibirnos. Y tú también, Louis. Permitidme que haga las presentaciones: Lenore, ésta es tu tía Ursule, y éste, Louis, su marido. Os presento a mi hija y a mi nieta Katie.

—Bien venidas a Carsonne —dijo Ursule.

Era morena y tenía cierto parecido con mi padre. Mostraba una actitud muy cordial, y al punto simpaticé con ella. Louis, como ya me había dicho mi padre, era un hombre muy amable. Se acercó a mí y me estrechó calurosamente la mano.

—Me alegro mucho de conocerte —me dijo.

—Llevamos mucho tiempo dándole la lata a tu padre para que os trajera aquí —dijo Ursule—. Pasad. Nuestra casa está a un kilómetro de aquí, pero hemos querido venir a recibiros.

Entramos en la casa y nos hallamos en un espacioso salón con las paredes revestidas de madera y con una gran chimenea alrededor de la cual brillaban diversos objetos de latón.

—Ya hemos dispuesto qué habitación ocupará Lenore —prosiguió Ursule—. Me ha parecido mejor no dejar la decisión a la servidumbre. Katie dormirá en la contigua.

—Te lo agradezco mucho —le dije—. Nos gusta estar cerca.

Katie iba mirándolo todo mientras Ursule nos conducía a nuestras habitaciones. La mía tenía el techo muy bajo, con las cortinas y la colcha de color verde pálido y una alfombra en tonos grises y verdes. Era una habitación muy agradable y acogedora, pero lo que más me gustó fue que tenía una puerta de comunicación con la de Katie.

La que me habían destinado daba a un balcón. Abrí las cristaleras y salí a él. A lo lejos se divisaban las torres del château de Carsonne y los tejados color terracota de las casas del pueblecito cercano. Y a mis pies se extendían vides y más vides.

No sé por qué, pero me conmoví. Más allá del château estaba Villers-Mûre, con sus moreras y su fábrica…, el lugar donde vi por vez primera la luz. Es comprensible que una se emocione al contemplar su lugar natal, sobre todo si jamás lo ha visto anteriormente.

Nos trajeron agua caliente y nos lavamos y cambiamos de ropa. Katie hacía incesantes descubrimientos y no paraba de parlotear.

—¿Verdad que es muy emocionante encontrar a tu abuelo en el parque? —decía—. Siempre te está sorprendiendo con algo nuevo. Los abuelos de los otros niños son muy aburridos… porque siempre los han tenido a su lado.

—A algunas personas puede que eso les guste —objeté.

—A mí, no. Prefiero lo mío.

Tras comer en el patio, entramos de nuevo en la casa para conocer a la servidumbre. Eran muchos criados, y Ursule me fue dando toda clase de explicaciones.

—Solemos comer en el patio hasta que empieza a hacer frío. Nos encanta el aire libre. Además, esto es muy caluroso a veces. Georges, el hijo de tu padre… es decir, tu hermanastro, viene a menudo, aunque tiene su propia casa a unos quince kilómetros de aquí. Su hermana Brigitte se ha casado hace poco, y vive en Lyon. Confío que los conocerás. Y me alegro muchísimo de que estéis juntos tú y mi hermano. Él jamás se olvidó de ti, y cuando tu abuela vino a buscarle, no te puedes ni imaginar cómo se emocionó. De verdad que es estupendo verte aquí.

—Ha sido muy bueno conmigo.

—Él piensa que jamás podrá compensarte el daño que te hizo.

—Ya lo ha compensado con creces… mucho más de lo que yo sabría decir.

Me preguntó si sabía montar a caballo, y le respondí que sí.

—Menos mal, porque aquí no es fácil desplazarse de otra forma y sería bueno que conocieras los alrededores.

—Me gustaría conocer Villers-Mûre.

Hubo una pausa, y luego Ursule dijo:

—Hace más de veinte años que no he estado allí.

—¡Teniéndolo tan cerca!

—¿No sabes la historia? Me casé contra la voluntad de mi padre, y él no lo ha olvidado.

—Es terrible… ¡Después de tanto tiempo!

—Así es.

—¿Nunca intentaste hacer las paces con él?

—Cómo se ve que no conoces a mi padre… Es un hombre que se enorgullece de mantener su palabra. Dijo que no quería volver a verme, y así será.

—Se debe de perder muchas cosas buenas de la vida. Debe de ser muy desdichado.

—Tiene todo cuanto quiere —dijo Ursule, sacudiendo la cabeza—. Es el señor de Villers-Mûre, el rey de estas tierras; y todos deben obedecerle o sufrir el castigo que él impone a cuantos contravienen sus órdenes. Yo creo que está satisfecho. Por mi parte, jamás me he arrepentido de mi elección.

—O sea, que no vas nunca por allí.

—Nunca.

Cuando Ursule nos hubo enseñado la casa, mi padre nos acompañó a dar una vuelta por los viñedos. Cenamos también en el patio, y prolongamos la sobremesa hasta que oscureció.

El aire nocturno estaba lleno de fragancias, y mientras contemplábamos el despuntar de las estrellas en el firmamento, un murciélago empezó a volar arriba y abajo, justo por encima de nuestras cabezas, y estuvimos un buen rato observando sus evoluciones.

Yo me daba cuenta de que mi padre estaba muy contento de habernos podido traer finalmente a su casa. Ursule y Louis se quedarían algunos días con nosotros.

—Sólo hasta que podáis arreglároslas —me dijo Ursule—. Tu padre necesita a veces una mujer que dirija su casa, y ésta es una de esas ocasiones.

La conversación saltaba de un tema a otro, y ahora hablábamos del pueblecito de Carsonne, situado casi junto a la frontera de Italia, cuyo clima resultaba tan apropiado para el cultivo de la vid. El mejor vino de mi padre, subido desde la bodega para aquella ocasión, estaba amodorrándonos y me di cuenta de que a Katie se le cerraban los ojos, por lo que sugerí que nos fuéramos a la cama.

Acosté a Katie y le dije:

—Dejaré abierta la puerta de comunicación. Así estaremos más cerca.

Creo que eso la tranquilizó, pues el campo de noche le inspiraba un poco de miedo. Lo cierto es que cuando la arropé y me incliné a darle el beso de buenas noches, ya estaba casi dormida.

Pasé entonces a mi habitación y me desnudé yo también; pero antes de meterme en la cama abrí las cristaleras y me asomé al balcón. Todo estaba oscuro y misterioso… Las estrellas brillaban en un cielo purísimo, y parecían más cercanas que nunca. Y allí estaba la negra silueta del château de Carsonne, arrogante, poderoso, amenazador… Tuve que hacer un esfuerzo para apartar mi mirada de él.

Me acosté finalmente, pero el sueño tardaba en llegar. Me puse a pensar en todos los acontecimientos del día y, cuando me dormí, soñé con mi perverso abuelo y con el château de Carsonne convertido en una prisión en la que él había decidido encerrarme por haberme atrevido a hollar su territorio en contra de sus deseos.

Al despertar conservaba el recuerdo de aquella pesadilla. Me sentía inquieta, y lo primero que hice fue saltar de la cama y salir al balcón para contemplar el castillo.

* * *

Los días pasaron sin sentirlos. Ursule y Louis se fueron a su casa, y ella me hizo prometerle que iría a visitarles muy pronto. Le aseguré que nada me sería más grato, porque nos habíamos hecho muy buenas amigas.

—Aquí hay siempre bastante barullo cuando llega la época de la vendimia —me dijo mi padre—. La casa entera se alborota porque es la culminación del duro trabajo de todo el año…, de las pruebas que hemos sufrido y de los temores por si la cosecha será buena o no. Todo eso ha quedado atrás, y ahora ha llegado el momento de recoger los frutos.

—Se comprende muy bien.

—¡Si supieras lo que hemos pasado…! Este año ha sido año de lluvias y hemos tenido que vigilar que no apareciera el mildiu. Por lo demás, la temporada ha sido buena. Ya está todo a punto para la vendimia; de ahí el júbilo de la gente que saborea de antemano su triunfo.

Nos asignaron unos caballos a Katie y a mí, y a ambas nos encantaba ir de exploración por los alrededores. Katie montaba ya muy bien, pero en aquellos momentos lo que más la interesaba era la cosecha. Le gustaba acompañar a mi padre y a él llevarla consigo, lo cual me permitió dar largos paseos en solitario. Sabía, en efecto, que Katie estaba segura y feliz con mi padre, y así pude entregarme al placer de explorar la campiña por mi cuenta.

Al cuarto día de nuestra llegada, a la hora de la siesta, cuando hasta el propio campo parecía dormido, me puse el traje de montar y bajé a las caballerizas.

Mi padre me había aconsejado que montara cierta yegua zaina. Era más bien pequeña y no excesivamente retozona, pero tenía nervio. Se compenetraba muy bien conmigo, así que aquella tarde salí con ella al campo.

Sin saber cómo, me encontré cabalgando en dirección a Villers-Mûre. En mis paseos había descubierto una colina desde la cual se divisaba todo el valle. Era uno de mis lugares preferidos, y solía ir allá a sabiendas de que cualquier día sentiría la tentación irresistible de bajar por la otra ladera y entrar en el pueblo.

Aquella tarde subí también a la colina. Contemplé en la lejanía las moreras y la fábrica con sus grandes ventanas de cristal. En realidad, no parecía una fábrica. Por delante de ella discurría un arroyuelo, y había un puente para vadearlo, totalmente cubierto de hiedra. Era un paisaje muy pintoresco. Podía ver también las torres de la mansión y me pregunté qué estaría haciendo mi abuelo en aquellos momentos y si se habría enterado de que su nieta estaba tan cerca.

«Algún día iré hasta allí —pensaba— y buscaré la casa donde vivió Grandmère con su hija».

Quizá mi madre habría subido alguna vez a aquella misma colina; quizá desde allí se veía el lugar donde ella y mi padre se encontraban, el lugar donde fui concebida… Era mi pueblo, el lugar de mi nacimiento, y no se me permitía entrar en él.

Di la vuelta para regresar. Caía un sol de justicia. No lejos de allí, a mi derecha, la espesura del bosque se ofrecía fresca e incitante con la fragancia de sus pinos. Dirigí hacia allí mi yegua zaina. A medida que me adentraba, el bosque se hacía más espeso. Fue maravilloso sentir el olor a tierra húmeda, el repentino frescor, el perfume de la vegetación…

Seguí adentrándome, con la curiosidad de saber hasta dónde se extendería: al verlo desde lejos me había parecido un simple bosquecillo y estaba convencida de que pronto saldría por el otro lado.

Un perro ladró cerca. Tal vez había alguien más en el bosque…, o quizá estaba solo. Los ladridos se oían cada vez más próximos, fieros, rabiosos. Y de pronto vislumbré entre los árboles dos perrazos alsacianos que, al verme, emitieron como un aullido triunfal y corrieron hacia donde yo estaba. Pararon en seco al llegar junto a mí, pero mirándome y ladrando amenazadoramente. Noté que mi yegua se estremecía: echó la cabeza hacia atrás y se puso muy inquieta.

—¡Largo de aquí! —les grité, poniendo en mi voz una nota de autoridad que pareció enfurecerlos aún más, porque sus ladridos arreciaron y me dio la impresión de que se disponían a saltar sobre mí.

Para mi gran alivio, un hombre se acercó cabalgando entre los árboles. Se detuvo de golpe y me miró. Luego gritó a los perros:

—¡Fidèle, Napoléon! ¡Venid aquí en seguida!

Los perros dejaron inmediatamente de ladrar y fueron a situarse junto a su caballo.

En el curso de aquellos pocos segundos pude observar muchas cosas. Montaba un magnífico caballo negro, con el que parecía formar una sola pieza: me recordó a un centauro. Tenía los ojos muy oscuros, entornados los párpados y unas cejas firmemente marcadas. Bajo la gorra de montar asomaba un cabello moreno, en acusado contraste con una tez muy pálida. Poseía una nariz agresiva; larga y aristocrática como la que yo había visto en los retratos del rey Francisco I. La boca era el rasgo más expresivo de su semblante. Pensé que sabría ser cruel y, al mismo tiempo, burlona. Era uno de los hombres más singulares que jamás hubiera visto. Por eso pude captar tantos detalles en tan corto espacio de tiempo.

Me di cuenta en seguida de que era alguien dominante, acostumbrado a que las personas a su alrededor le obedecieran al igual que sus perros. Vi que estaba estudiándome, arqueadas levemente sus cejas con aire de interrogación. Su mirada era penetrante y hacía que me sintiera algo incómoda. Me molestó ser inspeccionada de aquella forma.

—Supongo que esos perros son suyos —dije, sin disimular mi disgusto.

—Son mis perros, sí, y éste que usted ha invadido sin permiso es mi bosque.

—Lo lamento.

—Aquí solemos expulsar a los intrusos.

—No tenía idea de estar entrando en una propiedad privada.

—Pues hay letreros.

—Me temo que no los vi. Soy forastera.

—Eso no es ninguna excusa, mademoiselle.

Madame —le corregí.

—Mil perdones, madame —dijo él, inclinándose en irónica reverencia—. ¿Podría saber cómo se llama?

Madame Sallonger.

—Saint-Allengère… ¿Pariente de los mercachifles de seda?

—No he dicho Saint-Allengère, sino Sallonger, que es mi apellido de casada.

—¿Y está usted aquí ahora… con su marido?

—Mi marido murió.

—Lo siento.

—Gracias. Y ahora, si usted y sus perros me lo permiten, saldré de su bosque. Disculpe las molestias que le haya causado.

—La acompañaré.

—No hace falta. Sabré encontrar el camino.

—Es fácil perderse en el bosque…

—No me ha parecido muy grande.

—Aun así…, si me lo permite…

—Comprendo. Querrá usted cerciorarse de que abandono inmediatamente su propiedad… Le pido disculpas. No volverá a ocurrir.

Se acercó a mí. Yo, en tanto, di unas palmadas a la yegua y murmuré unas palabras para tranquilizarla, pues todavía estaba inquieta por la presencia de los perros.

—Parece muy nerviosa —observó el desconocido.

—No le agradan su Fidèle y su Napoléon.

—Son unos perros muy cumplidores.

—Pero parecen malos.

—Pudieran serlo si se lo exige su deber.

—Que no es otro que impedir la presencia de intrusos en sus tierras.

—Sí, aunque no el único. Venga por aquí.

Se situó a mi lado y ambos atravesamos el bosque seguidos por los dóciles perros, que ahora nos aceptaban tanto a mí como a la yegua porque su amo nos había dado el visto bueno.

—Dígame, madame Sallonger… ¿Está usted de visita en Carsonne?

—He venido con mi padre, Henri Saint-Allengère.

—Pues entonces sí que es usted de esa familia.

—Yo diría que sí.

—Ya veo. En tal caso, creo saber exactamente quién es usted: la niña cuya abuela se la llevó a Inglaterra; lo que explica su acento y su aspecto un tanto extranjero.

—Le pido perdón por mi acento.

—No lo pida. Es delicioso. Habla usted nuestro idioma con fluidez, pero tiene un ligero deje que la traiciona. Me gusta. Y en cuanto a su aspecto extranjero… también me cae bien. Vive la différence!

Le miré sonriendo.

—A buen seguro se estará preguntando usted —prosiguió— quién es el arrogante individuo que se ha atrevido a abordarla para expulsarla de su bosque… ¿Acierto?

—Bueno… ¿quién es?

—Un sujeto bastante antipático, tal como ya habrá deducido.

Me miró como aguardando que yo le desmintiera, pero no dije nada. Aquello pareció divertirle y se echó a reír. Cuando volví a mirarle a la cara me encontré con una persona distinta: le brillaban los ojos, y su expresión era cordial y risueña. También su boca había cambiado, suavizando su rostro.

—Y tendría usted toda la razón —prosiguió—. Soy Gaston de la Tour.

—¿Vive usted por aquí?

—Sí, muy cerca.

—Y es el dueño de este bosque, del que está tan orgulloso que no quiere compartirlo con nadie…

—Así es, en efecto. Me molesta que otros lo utilicen.

—Desde luego es precioso —convine—. No está bien que se lo guarde para sí solo.

—Lo hago precisamente porque es bello. Como ve, soy de lo más mezquino.

—¿Qué mal puede hacer la gente en su bosque?

—Ninguno, supongo. Aunque…, déjeme que lo piense… Podrían dañar los árboles, provocar incendios… Pero la verdadera razón es que me gusta que lo mío sea sólo mío. ¿Lo encuentra censurable?

—Me parece un defecto bastante común de la naturaleza humana.

—No me diga que a usted le interesa el estudio de la naturaleza humana.

—¿A usted no?

—Estoy demasiado ocupado en mí mismo. Realmente, soy un tipo imposible.

—Pero tiene una virtud.

—Dígame, por favor, ¿qué cualidad ha descubierto usted en mí?

—Es consciente de ser una persona imposible, como usted mismo dice. El conocimiento de uno mismo es una virtud que pocos alcanzan.

—¡Qué intrusa tan encantadora es usted! Me alegro de que se le haya ocurrido invadir mi bosque. Dígame, madame Sallonger, ¿piensa usted quedarse mucho tiempo entre nosotros?

—Hemos venido para la vendimia.

—¿Hemos?

—Mi hija y yo.

—¿Conque tiene usted una hija…?

—Sí. De once años.

—Pues tenemos algo en común. Yo tengo un hijo de doce. Así pues, somos padres los dos. Y hay más cosas: soy viudo, y usted es viuda. ¿No le parece interesantísimo?

—¡Qué quiere que le diga! Supongo que en el mundo hay montones de viudas y viudos. E imagino que coincidirán de cuando en cuando.

—Qué persona tan realista…, impasible y lógica es usted… ¿Es su penchant británico?

—En realidad soy francesa de nacimiento, pero me he criado y educado en Inglaterra.

—Y la educación es lo que más configura el carácter de una persona… Ya le he dicho: sé perfectamente quién es usted. Yo tenía entonces ocho años. Así que ya sabe mi edad. En un lugar como éste, la gente está al cabo de la calle de las vidas de los demás; es imposible tener secretos. Se armó un gran revuelo. Imagínese: Henri Saint-Allengère, una de las chicas más guapas del pueblo, y el viejo malvado que arruinó sus vidas… Arruinar las vidas de los demás es la especialidad de Alphonse Saint-Allengère. Por aquí se le considera un ogro, el más monstruoso que pueda haber.

—Acierta al pensar que es mi abuelo.

—La acompaño en el sentimiento.

—Veo que no le tiene usted mucha simpatía.

—¿Simpatía? ¿Cómo se le puede tener simpatía a una serpiente de cascabel? Es bien conocido en toda la región. Si va usted a la iglesia, verá las vidrieras restauradas gracias a la munificencia de Alphonse Saint-Allengère. El facistol es regalo suyo. Y la techumbre está en perfecto estado porque con sus donativos se declaró una guerra implacable a las termitas. La iglesia le debe su supervivencia. Es el mejor amigo de Dios, y el peor enemigo del hombre.

—¿No exagera?

—Eso es algo, mi querida madame Sallonger, que usted, con sus profundos conocimientos sobre la naturaleza humana, podrá decir mucho mejor que yo.

—Es muy largo el camino para salir del bosque —dije.

—Y yo me alegro, porque eso me ofrece la posibilidad de prolongar esta interesante conversación.

De pronto me puse en guardia. Yo no había tardado tanto en llegar al lugar donde me salieron al paso los perros. Sorprendió mi expresión de recelo, la interpretó y me sonrió como pidiéndome que confiara en él.

—¿Adónde saldremos? —le pregunté.

—Ya lo verá.

—No estoy familiarizada con la región, y deberé buscar el camino de vuelta.

—Conmigo estará a salvo.

—Tengo que regresar. Se estarán preguntando dónde me he metido.

—Déjelo de mi cuenta.

—No creí haberme adentrado tanto en el bosque.

—Es un bosque precioso…, usted misma lo dijo.

—Sí, pero no era mi intención quedarme en él.

—Le doy permiso para entrar en mis bosques siempre que lo desee.

—Gracias. Es muy generoso de su parte.

—Tengo también mi lado bueno.

—No lo dudo.

—¿Significa eso que he conseguido justificarme durante esta pequeña charla?

—Pues claro que sí. Ha sido usted muy amable, tras la sorpresa inicial de hallarme aquí. Ahora, si usted me hiciera el favor de indicarme el camino de salida más rápido, se lo agradeceré muchísimo.

—Su gratitud es algo que me importa de veras. Venga por aquí.

Los árboles se hallaban cada vez más separados, hasta que al fin salimos del bosque y nos encontramos frente al château.

—Es impresionante —dije, conteniendo la respiración.

—El hogar de los condes de Carsonne desde hace cientos de años.

—Sí, ya sé. Me han hablado de ellos. Lo vi cuando llegamos y me llamó poderosamente la atención.

—Es uno de los castillos más bellos y antiguos de la región.

—Tengo entendido que el actual conde pasa en él largas temporadas.

—Sí. Y también en París.

—Me imagino. ¿Son de él todos esos viñedos?

—En efecto. Mucho menos extensos que los de monsieur Saint-Allengère, aunque el vino del château tiene algo especial.

—Por fuerza. Bueno, ahora ya sé dónde estoy. Gracias por haberme rescatado de esos monstruos suyos.

—¿Se refiere usted a mis buenos y fieles perros?

—Y gracias también por escoltarme a través del bosque —añadí, asintiendo.

—Es usted realmente muy amable. Tendré que tratar de imitarla. Ya sabe: venga a mi bosque siempre que le apetezca.

—Usted sí que es amable.

—Tal vez tendré la oportunidad de verla de nuevo.

No respondí. Cuando temí que me estaba haciendo dar un rodeo para entretenerme, me había alarmado un poco; ahora, en cambio, lamentaba que hubiera llegado el momento de despedirnos.

Nos detuvimos un instante en un altozano y yo miré a mi alrededor.

—Aquéllos son los viñedos de su padre —me dijo—. Siga colina abajo sin desviarse, cruce aquel campo de allí, y estará en casa.

—Ya veo. Muchas gracias. Adiós, monsieur de la Tour.

Au revoir, madame Sallonger.

Sentí su mirada clavada en mí mientras me alejaba cabalgando. Iba pensativa, con una cierta sensación de contento. Había pasado un rato muy agradable. Monsieur de la Tour me había impresionado vivamente. No podía decir que me gustara, porque los tipos arrogantes no eran santo de mi devoción. Ni Philip ni Drake fueron jamás así. Philip era amable por naturaleza; lo mismo que Drake. Pero aquel hombre era muy distinto. En todo momento tuve la sensación de que se estaba burlando de mí, y había algo sensual en su manera de mirarme… y también en el tono de su voz.

Me pareció que se fijaba demasiado en mi físico y que sus bromas tenían un doble sentido. Aquello me había producido cierto desasosiego, pero a la vez me había estimulado e intrigado.

Al acercarme a la casa vi a mi padre, que salía de las caballerizas.

—Menos mal que has vuelto, Lenore —exclamó—. Estaba empezando a preocuparme.

—¿Le ocurre algo a Katie?

—No, no. Está perfectamente. Me dijeron que habías salido a dar un paseo a caballo y pensé que ya era hora de que estuvieras de vuelta.

—Me ha ocurrido una aventura. ¿Conoces el bosque? —mi padre asintió con la cabeza—. Entré a explorarlo y me salieron al encuentro dos perrazos de apariencia feroz. Creí que iban a atacarme. Marron se puso muy nerviosa —dije acariciando a la yegua, que pareció entender que estaba refiriéndome a ella.

—¡Unos perros! —exclamó mi padre.

—Auténticos monstruos. Por suerte, iban con su amo. Hizo que se calmaran y me advirtió que había entrado en una propiedad privada. Por lo visto, ese bosque es suyo. Estuvimos charlando un rato y me dijo que se llamaba Gaston de la Tour. ¿Lo conoces?

—Gaston de la Tour —dijo mi padre, mirándome fijamente— es el conde de Carsonne. Es el dueño del bosque… y de la mayoría de estas tierras.

—¿Quieres decir que aquel hombre era el conde en persona? Él no me dijo nada… Se presentó meramente como Gaston de la Tour.

—Lamento que te hayas tropezado con él.

—Es muy agradable.

—Puede serlo, en efecto, si le da por ahí.

—Empezó acusándome de intrusa, pero luego estuvo muy amable conmigo…

Mi padre contempló con cierta inquietud el rubor de mis mejillas.

—Bueno… —dijo—. Probablemente no volverás a verle. Es mejor que no. Tiene bastante mala fama… con las mujeres.

—¡Ah, ya comprendo! —dije echándome a reír—. No me extraña.

Entregué las riendas de Marron al mozo y entré en la casa con mi padre sin dejar de pensar en el perverso conde.

* * *

Ya habían recogido la uva y la cosecha se había desarrollado sin la menor dificultad. Los racimos estaban ahora extendidos en el suelo, dorándose al sol. Cada día escudriñaban el cielo con una pizca de ansiedad, pero desde el amanecer hasta el ocaso el sol brillaba con benevolencia sobre los frutos recolectados. No había ningún motivo de alarma.

Katie estaba cada día más entusiasmada. Mi padre le había mostrado los grandes cilindros en que iba a ser prensada la uva. Se llevó una pequeña desilusión porque la fascinaba el espectáculo de la pisa en el lagar, pero él le explicó que con la prensa se obtenían resultados mejores.

Fue entonces cuando se produjo el primer golpe. Los trabajadores eventuales que solían llegar en aquella época del año para colaborar con los nuestros no se presentaron. Mi padre se puso furioso al saber el motivo.

—Están en el château —dijo—. La vendimia del conde empieza siempre una o dos semanas después de la nuestra. Nuestros viñedos están un poco más expuestos al sol que los suyos; por eso la hacemos más temprano. Pero este año ha decidido iniciarla al mismo tiempo y ha mandado que los trabajadores que suelen colaborar con nosotros vayan a sus viñedos.

—¿Quieres decir que las personas que trabajan en tus tierras desde hace años van donde él ordena?

—Es el conde, verás… Sus órdenes han de ser acatadas.

—¿Y qué me dices de la lealtad que te deben a ti?

—A ellos no se lo reprocho. Les han dado una orden y tienen que ir.

—¡Qué comportamiento tan miserable!

—Quiere que todos sepamos que él es quien manda aquí. Casi todas estas tierras le pertenecen, excepto mi parte y Villers-Mûre, que cae fuera de su jurisdicción. Pero le gusta recordarnos su poder.

—¿Y tú no puedes explicarle que necesitas a esos hombres?

—Jamás se me ocurriría pedirle un favor. Ya nos las arreglaremos sin ellos.

—¿Podemos hacerlo?

—Haremos lo que tengamos que hacer.

Cuando mi padre se disponía a reorganizar a los trabajadores, nos cayó encima el segundo golpe. Para llevarlos de un sitio a otro se empleaban unas carretas de madera tiradas por caballos, y una de ellas sufrió un accidente: el caballo se desbocó, saltó por encima de un seto, se rompió una pata e hizo volcar la carreta. Cuatro trabajadores resultaron heridos.

Al caballo hubo que matarlo de un tiro. El capataz se había fracturado una pierna, otro de los trabajadores un brazo, y los demás sufrieron cortes y magulladuras.

Mi padre estaba al borde de la desesperación.

—Es como si hubiera caído una maldición sobre nuestra vendimia —decía.

Y entonces ocurrió lo inesperado. Mientras mi padre, abrumado, trataba de solucionar los problemas más apremiantes, llegó una carreta con diez hombres, algunos de los cuales eran los temporeros que no se habían presentado por acudir a la llamada del conde.

Al ver aproximarse la carreta, bajé corriendo a enterarme de lo que ocurría. Apareció también mi padre y se reunió conmigo.

Uno de los hombres saltó del carro.

Monsieur le comte le envía sus saludos. Se ha enterado de su desgracia y nos ha dicho que viniéramos a trabajar con usted todo el tiempo que haga falta.

—Pero… —balbució mi padre, mirándole con incredulidad—. No lo entiendo. ¿Por qué no vinisteis primero aquí como otros años?

—Recibimos órdenes del señor conde, monsieur Saint-Allengère. No podíamos desobedecerle. Pero, al saber lo del accidente, nos ha enviado aquí. Desea ayudarle. Cuando terminemos con sus tierras, regresaremos al château para su vendimia.

Mi padre estaba perplejo. Comprendí que se debatía entre sentimientos contrapuestos. Por un lado quería rechazar el ofrecimiento del conde, pero la presencia de aquellos hombres y la certeza de que con su ayuda podría resolver sus problemas contaban mucho, y al fin el sentido común prevaleció sobre el orgullo. Se le ofrecía la ocasión de salvar la cosecha y rechazarla hubiera sido una insensatez por su parte.

Por fin, murmuró:

—El conde es muy amable.

—Ahora mismo nos pondremos a trabajar, monsieur Saint-Allengère.

Bajaron todos de la carreta y no fue menester que nadie les diera instrucciones, pues sabían perfectamente lo que tenían que hacer.

Seguí a mi padre al interior de la casa.

—¿Todo arreglado, pues? —le pregunté, apoyando la mano en su hombro.

—No logro entender sus motivos.

—Sentirá lo que ha pasado. Le habrán contado el accidente y habrá supuesto que estabas en apuros. Yo diría que un gesto amistoso.

—Tú no le conoces. Somos rivales. Estoy seguro de que le encantaría ver arruinada mi cosecha.

—Quizá le juzgas mal.

—Seguro que pretende algo —respondió mi padre, sacudiendo la cabeza—. Siempre actúa con algún propósito oculto.

Katie, que había entrado en la habitación mientras hablábamos, escuchaba nuestra conversación e intervino en ella con su habitual espontaneidad:

—¿De verdad es un ogro? —preguntó. Mi padre asintió gravemente.

—Me gustaría verle. Vive en aquel castillo, ¿verdad? ¿Es un gigante muy grande?

—Ahora ya no hay gigantes, Katie —le recordé.

Ella pareció un poco decepcionada por mi respuesta, pero insistió:

—¿Se come a la gente?

—En cierto modo, sí —contestó mi padre.

—Bien… No pensemos más en él —dije—. Ahora tenemos un equipo completo de trabajadores y podemos seguir adelante.

Y a pesar de que seguía sin hacerle ninguna gracia que la salvación procediera del conde, mi padre se mostró de acuerdo.

* * *

Fue una noche memorable. La cosecha se había salvado, y reinaba por doquier un ambiente de júbilo. Después de unos comienzos desastrosos, habíamos llegado a un satisfactorio final. En el tibio aire nocturno parpadeaban las luces de linternas y antorchas: todas las gentes de los alrededores parecían haberse dado cita en la casa. Delante de ella, en la hierba, unos violinistas interpretaban canciones populares que los asistentes coreaban y bailaban. Katie estaba a mi lado, tan asombrada que ni siquiera se le ocurría hablar.

Corrió generosamente el vino de la cosecha del año anterior y hubo para todo el mundo tortas de frutas confitadas y nueces. A medida que avanzaba la velada las canciones se coreaban con más ánimo y los que bailaban lo hacían con mayor entusiasmo. Yo contemplaba la escena sentada en un banco, y me emocionaba cada vez que oía alguna de las canciones que Grandmère solía cantarme cuando era pequeña.

«En passant par la Lorraine avec mes sabots…».

Alguien se había acercado a donde yo estaba, y se sentó a mi lado. Me volví para verle y el corazón me dio un vuelco de sorpresa, desconcierto y… ¿por qué no decirlo?… también de emoción. Las palabras se me escaparon:

—El conde de Carsonne… —balbucí.

—El mismo que viste y calza —respondió, al tiempo que acercaba su rostro al mío—. Dígame, por favor, que se alegra de verme —tomó mi mano, la besó, y añadió mirando a Katie—: No me lo diga. Ya sé quién es: la deliciosa mademoiselle Katie. Encantado de conocerla, señorita.

Y, tomando también la mano de Katie, la besó ceremoniosamente.

Pude ver en los ojos de mi hija una expresión de emocionada sorpresa. Era la primera vez que alguien le besaba la mano así… y, a mayor abundamiento, quien lo hacía era un gran personaje.

—Yo también sé quién es usted —dijo con desparpajo, ya que a ella jamás le faltaban las palabras.

—Señal de que nos habían hablado al uno del otro.

—¿De verdad es usted un ogro?

—Me temo que sí.

—Pero no es un gigante…

—No, lo lamento.

—¿Se come a las personas?

—¿Te parezco un caníbal?

—¿Qué es un caníbal, mamá?

—Alguien que come carne humana —respondí.

—No es mi dieta habitual —dijo el conde.

—¿Sería usted capaz de comerme?

—Estás diciendo muchas tonterías, Katie —intervine—, y lo sabes.

Pero el conde se echó a reír y, tomando a Katie por la barbilla, respondió divertido su pregunta:

—Para desayunar, no.

—Entonces… ¿para cenar?

—Primero te tendría que engordar.

—¡Ay ay ay…! —Canturreó Katie—. Que me está oliendo a sangre de niña inglesa… —y estalló en risas.

—¿Quería usted ver a mi padre? —le pregunté.

—No. Tan sólo cerciorarme de que todo ha ido bien y de que ha conseguido superar su racha de mala suerte.

—Le está muy agradecido.

—Para mí es suficiente con saber que las cosas se han arreglado —dijo, y seguidamente añadió haciendo un amplio ademán—: ¿Qué le parece a usted todo esto? ¿Esta especie de… ceremonia?

—Lo encuentro muy interesante.

—Dicho de otra manera: ¿se divierte la seria mujer de negocios con intereses en Londres y París?

—Se lo está pasando muy bien.

—Veo que mademoiselle Katie está entusiasmada… Señorita, me gustaría enseñarle una auténtica vendimia: tal como se viene realizando desde hace cientos de años…, como la hacen en mi château. ¿Me haría usted el honor de asistir?

—¿Quiere decir ir a su casa? ¡Oh, sí, por favor! Iremos, ¿verdad, mamá?

—Ya veremos —contesté.

—¡Oh, mamá…! Seguro que podemos ir.

—Primero hemos de preguntarle a tu abuelo qué planes tiene para nosotras.

—No tiene ninguno.

—Pues, entonces —dijo el conde—, no hay más que hablar. Madame Sallonger, mademoiselle Katie: serán ustedes mis invitadas. Las espero dentro de tres días —Katie batió palmas, entusiasmada—. Y prometo no comerte —añadió el conde.

Katie se encogió de hombros con risita burlona.

Al vernos en compañía del conde, mi padre se acercó presuroso.

Monsieur le comte… —saludó.

El conde se levantó para corresponder al saludo, esbozando una cortés sonrisa como si el hecho de visitar a un enemigo de toda la vida fuera la cosa más natural y lógica del mundo.

—Me alegro de que todo se haya resuelto, Saint-Allengère.

—Tengo que darle las gracias —dijo mi padre, muy envarado.

—Olvídelo. Era lo menos que podía hacer. Me enteré del accidente. ¡En qué momento tan inoportuno ha ido a ocurrir…! Supuse que estaría en un apuro, y decidí enviarle a los hombres.

—Llegaron muy a tiempo.

—Me satisface que así haya sido.

—Estoy en deuda con usted —prosiguió mi padre.

El conde rechazó aquella idea con un ademán.

Madame Sallonger y mademoiselle Katie acaban de aceptar mi invitación a la vendimia del château. Es una recompensa más que suficiente a cambio del pequeño servicio que me ha sido posible prestarle.

Mi padre estaba atónito. Sólo pudo añadir:

—Me imagino que querrá usted echar un vistazo a todo esto. ¿Tiene la bondad de acompañarme, conde?

—Con mucho gusto —respondió éste.

Sonreía para sus adentros cuando se inclinó en reverencia, primero ante mí y después ante Katie.

—No es un gigante —dijo Katie, mientras le veíamos alejarse con mi padre—, pero es mejor que un gigante: me da mucha risa y es simpático. ¿A ti te gusta, mamá?

Guardé silencio y advertí que se sentía un poco decepcionada por mi falta de entusiasmo.

—No se come a las personas —añadió—. Era sólo una broma.

—Ah, ¿sí?

—Pues a mí me parece simpático —repitió, con cierto aire de desafío.

No volví a verle aquella noche.

Una vez a solas en mi habitación, me puse a pensar. No cabía duda de que el conde era un personaje inquietante. ¿Por qué razón nos habría enviado a los hombres y qué le había impulsado a presentarse en nuestra casa esta noche? Primero quiso hacer una ostentación de su poder privándonos de los trabajadores eventuales; luego se mostró magnánimo… Todo aquello parecía obedecer a algún plan.

Permanecí despierta largo rato pensando en él.

A la mañana siguiente, en un momento en que estábamos solos él y yo, mi padre me dijo:

—El conde se está comportando de una manera muy extraña. ¡Mira que presentarse aquí sin más, como si fuéramos amigos de toda la vida…! Jamás nos hemos tratado en absoluto.

—Pero te envió a los hombres.

—¿Por qué lo hizo? Lo normal en él hubiera sido lavarse las manos; más aún: alegrarse de que perdiéramos nuestra cosecha. Somos, en cierta medida, rivales, y su familia ha mantenido desde hace mucho tiempo un pleito inacabable con la nuestra.

—Pero no contigo personalmente.

—Mi padre y él están a matar. Si cualquiera de ellos pudiera hacerle una mala jugada al otro, no se lo pensaría ni un instante. ¿A qué viene, pues, este repentino cambio de actitud? —me miró inquisitivamente y yo noté que me sonrojaba—. Tú te tropezaste con él, claro…

—Sí, en el bosque. Ya te lo conté.

—Pienso que todo esto tiene que ver contigo, Lenore… Debes ir con cuidado.

—No te preocupes por mí.

—Yo diría que va detrás de ti. Dicen que es enamoradizo, y tú eres muy atractiva.

—Le cayó muy simpática Katie.

—Eso debe de ser parte de la comedia: tiene un hijo, y apenas se interesa por él.

—Katie hizo muy buenas migas con él. Pasaron un buen rato jugando a ogros que se comen a los niños… Y a él pareció divertirle.

—No me gusta. Deseaba muchísimo que vinierais aquí, pero ahora pienso que no me sentiré tranquilo hasta que regresemos a París.

—No te preocupes —le dije—. Ya no soy una chiquilla inocente. Recuerda que soy viuda y tengo una hija.

—Sí, ya sé… Pero tiene fama de seductor.

—Eso se lo debe de creer él.

—Mucho me temo que no es el único en creerlo.

—Te repito que no te preocupes.

—Y además le has prometido ir a su vendimia…

—Fue cosa de Katie: aceptó la invitación sin darme ocasión de intervenir.

Mi padre meneó la cabeza.

—No me gusta nada —insistió.

—Todo irá bien —le aseguré.

Pero lo que realmente estaba yo pensando era que a mí sí me gustaba… Y eso que no dudaba de que mi padre tenía razón: tal vez el conde me tomaba por una presa fácil…, pero a mí me apetecía muchísimo demostrarle lo equivocado que estaba.

* * *

Siempre conservaré un recuerdo imborrable de aquella noche. Y, sin embargo, la viví como un sueño. Ahora, a pesar del tiempo transcurrido, me basta cerrar los ojos para evocar todos los detalles: la tibieza de la noche, sin la más mínima brisa; la limpia atmósfera que hacía que las estrellas parecieran más cercanas que nunca; las voces de los trasnochadores, que llegaban hasta nosotros cantando al son de los violines, acordeones, triángulos y panderos…

Pero, sobre todo, me acuerdo del conde. Se las había arreglado para que él y yo estuviéramos algo apartados de los demás, sentados en un pequeño patio de grises paredes cubiertas de buganvillas en flor, en donde se respiraba una leve fragancia de jazmines. Yo bebía a sorbitos el vino especial que había hecho subir de sus bodegas y mordisqueaba la típica torta de la vendimia.

Desde el momento en que vino a buscarnos a Katie y a mí, el coche enviado por él para llevarnos a su castillo, todo pareció cosa de magia. Era un carruaje aparatoso, que llevaba grabadas las armas de la familia. Mi padre no las tenía todas consigo, pero yo le tranquilicé. Yendo con Katie, no podía pasarme nada. Le dije que regresaríamos a medianoche; él objetó entre dientes que quizá fuera demasiado tarde para Katie, pero yo repliqué que, por una vez, podría trasnochar sin problemas.

Estaba convencido de que el conde pretendía seducirme. Yo también lo pensaba, pero no tenía la menor intención de convertirme en la víctima fácil de un tenorio: simplemente, llevaba mucho tiempo sin distraerme y no veía ningún mal en pasar unas horas de diversión.

¡Qué impresionante era el castillo! Sobrecogía su antigüedad. Ya al acercarnos al peñasco sobre el que se alzaba tuve un sentimiento premonitorio: aquella noche iba a ser distinta de todas las demás. Todo parecía retrotraerme a la Edad Media: el torreón del ala principal del castillo, rodeado por un parapeto en voladizo; las torres cilíndricas que flanqueaban el edificio; los gruesos muros de piedra; las angostas ventanas… Era como sentirse transportada a otro mundo.

El conde nos recibió acompañado de su hijo Raoul. Katie y el niño se estudiaron el uno al otro, pero fue Katie quien tomó la iniciativa, diciendo:

—Hola, Raoul. ¿De verdad vives aquí?

Y a renglón seguido quiso saber si arrojaban desde las torres aceite hirviendo contra sus enemigos.

—Hoy en día tenemos métodos más refinados para librarnos de ellos —le explicó el conde.

De pie en la antigua sala, tuve la sensación de que el pasado me envolvía: un pasado cuya figura central era el conde…, el dueño de todo, el todopoderoso señor que se creía autorizado a reclamar el derecho de pernada como sin duda lo hicieron sus antepasados medievales.

Contemplé las armas que colgaban en las paredes, la gran chimenea sobre la que campeaba el escudo de armas de los Carsonne, las troneras con bancos de piedra labrados muchos siglos atrás… Todo tenía un aspecto impresionante.

El conde había dispuesto las cosas para que salieran según sus planes. Con la excusa de que Katie estaría impaciente por ver cómo hacían el vino en el castillo, encargó a su hijo Raoul que hiciera los honores de la casa a su invitada… y al tutor de éste, monsieur Grenier, que no les perdiera de vista. Luego me presentó a su ama de llaves, madame Le Grand, quien vigilaría que el vino que se diera a los niños estuviera convenientemente bautizado y que no abusaran de la torta de la vendimia que estaban deseando probar.

—Aquí observamos a rajatabla la tradición —dijo—. Todo ha de hacerse como en los viejos tiempos. Id a ver cómo pisan la uva.

Y la dispuso con tanta habilidad, que Katie se marchó encantada con ellos, dejándome sola con el conde.

Fue un espectáculo inolvidable.

Vimos llegar a los hombres cargados con los cestos, cuyo contenido echaban en los lagares donde poco después pisarían la uva al son de la música. Habría como un metro de profundidad cuando aparecieron los pisadores.

El conde me observaba con atención.

—Ya sé lo que estará usted pensando: que es antihigiénico. Pero permítame decirle que se han tomado todas las precauciones imaginables: todos los utensilios están desinfectados, y los pisadores se han restregado a conciencia los pies y las piernas. Fíjese: llevan, además, unos calzones cortos especiales…, tanto ellos como ellas. Así se ha hecho siempre en el château. Mientras bailen, cantarán nuestras tradicionales canciones populares. Ah, ya empiezan.

Bailaban metódicamente, hundiendo más y más los pies en el zumo de color púrpura.

—Seguirán así hasta medianoche.

—Pero Katie…

—Se lo está pasando muy bien con Raoul. Grenier y madame Le Grand cuidarán de que nada le ocurra.

—Creo que…

—Disfrutemos este ratito de libertad. Es bueno para nosotros…, y también para los niños. No tema. Antes de que suenen las campanadas de medianoche, emprenderá el camino de regreso a su casa. Le doy mi palabra. Se lo juro.

—No es preciso que sea tan vehemente —dije, echándome a reír—. Ya le creo.

—Pues entonces venga conmigo. Escapemos de este barullo. Quiero hablar con usted.

Y así fue como fui a parar a aquel patio que olía a jazmines, a solas con él bajo la luz de las estrellas…, aunque no tanto que no llegaran hasta nosotros la música festiva y las voces de los que cantaban, con gritos alegres que de cuando en cuando rompían el aire nocturno.

Al poco rato apareció un criado trayéndonos vino y torta de la vendimia, servida para nosotros con tenedores y servilletas bordadas con el escudo de los Carsonne.

—Éste —me dijo el conde— es un vino del château de cosecha reservada, que sólo se sirve en ocasiones muy especiales.

—Como, por ejemplo, en la vendimia.

—¿Qué tiene de especial la vendimia? Es algo que ocurre todos los años. Lo que hace de hoy un día memorable es la visita de madame Sallonger a mi casa.

—Es usted un anfitrión muy amable.

—Puedo ser encantador cuando me lo propongo.

—Eso nos pasa a todos.

—Son las demás ocasiones las que revelan nuestro carácter y traicionan nuestros defectos. Hábleme de usted. ¿Es feliz?

—Tan feliz como la mayoría de la gente, supongo.

—Me responde con una evasiva. El grado de satisfacción de la vida varía mucho de una persona a otra.

—La felicidad rara vez es un estado permanente. Ojalá se pudiera alcanzar… Lo que hay son momentos de felicidad, ocasiones en las que una se descubre diciéndose a sí misma con cierta sorpresa: ahora soy feliz.

—¿Es ésta una de ellas?

Vacilé antes de responder.

—Me interesa mucho lo que estoy descubriendo: la vendimia, el château… Todo es nuevo para mí.

—Es decir, que aunque no se trata de la felicidad, por lo menos es una agradable experiencia.

—Así es, en efecto.

—Hagámonos una promesa esta noche —dijo aproximándose a mí.

—¿Una promesa? —pregunté.

—La de ser absolutamente sinceros el uno con el otro. Dígame, ¿la atrae este lugar?

—Deseé conocerlo mejor en cuanto lo vi por primera vez. Ya sabe usted que yo nací en estas tierras. Para mí, Villers-Mûre ha estado siempre rodeado de misterio, y me emociona estar tan cerca.

—Yo nací en este castillo, así que somos paisanos… ¿Qué opinión le merece su abuelo?

—Más bien mala, y lo lamento.

—No se aflija por ello. Es un tipo curioso, al que me gusta observar. Despierta en mí sentimientos muy vivos y encontrados. Es el tipo de persona que más aborrezco. Pero la salsa de la vida está en apasionarse por las personas, para bien o para mal. Yo soy así: amo u odio…, y las dos cosas desmedidamente.

—Su vida debe de ser agotadora.

—Usted habrá recibido una educación muy diferente de la mía —dijo, mirándome fijamente—. Según tengo entendido, los ingleses son menos formalistas que nosotros, pero ocultan sus sentimientos tras una pretendida indiferencia. A eso lo llamo yo hipocresía.

—La vida es seguramente más fácil si uno no tiene que habérselas con esos odios y amores tan intensos que usted dice.

—Quizá sí —respondió pensativo—. Por cierto, tenía ganas de ver juntos a su Katie y a mi Raoul. Es una niña muy desenvuelta.

—Es un rasgo de su carácter.

—Como lo es para Raoul su retraimiento.

—Katie siempre se ha sentido segura. Sabe que puede contármelo todo y que siempre estoy a su lado para ayudarla. Creo que es eso lo que le da confianza en sí misma y espontaneidad.

—¿Quiere usted decir que es lo que le falta a Raoul?

—Usted ha de saberlo mucho mejor que yo.

—Yo no he sido un progenitor tan ejemplar como usted.

—Me he limitado a hacer lo que debía.

—Tengo la sensación de que esa niña lo significa todo para usted.

—Y acierta.

—Ha tenido mucha suerte con su madre.

—Ojalá sea así.

—A usted la educó madame Cleremont, ¿verdad?

—Sí. Hablando de suerte, yo la tuve.

—Es una buena mujer.

—Se refiere usted a ella como si la conociera personalmente.

—Sé casi todo lo que ocurre por aquí, y hubo un gran escándalo cuando ella se fue. Su madre de usted era la muchacha más bella de la región. Yo era entonces un crío, pero tenía las orejas largas y sabía hacer uso de ellas. Me enteré, pues, de que Henri Saint-Allengère se había enamorado de la beldad del pueblo y de que el malvado Alphonse se negaba a autorizar la boda; que había un hijo en camino y que Henri sólo tenía dos opciones: abandonar a la chica o huir de aquí. Decidió abandonarla. ¡Pobre Marie-Louise! Vivía con su madre, que la adoraba y a quien dicen que se le partió el corazón cuando Marie-Louise murió al dar a luz a una niña.

—Yo fui la causa del problema…

—Una causa inocente —dijo él sonriéndome—. Cuando su abuela de usted quiso que la reconocieran y se presentó ante el tirano con esta petición, él no permitió que permaneciera aquí y la envió a vivir con sus parientes ingleses…, la rama hugonote desgajada de la familia. Madame Cleremont fue el anzuelo: hacía maravillas con la máquina y desempeñaba un puesto de gran consideración entre el personal de la fábrica. Se la traspasaría a los Sallonger si éstos accedían a quedarse también con la niña y a educarla como una más de su familia. De esta manera el viejo se libró de un engorro y del recordatorio perpetuo de la faena de su hijo. Con el tiempo, usted se casó con uno de los Sallonger, lo que hubiera debido ser el final feliz de esta historia. Pero algo falló.

Sentí el dolor del recuerdo…, aquellos días y noches en Florencia…, aquel sentirme cada día más enamorada de Philip… e incluso la horrible experiencia de la muerte de Lorenzo.

—Se ha puesto usted triste —dijo el conde—. Sin duda está pensando en su matrimonio.

—¡Acabó tan desgraciadamente… y fue tan breve! —exclamé, y casi sin proponérmelo me vi contándole la desaparición de Philip y el hallazgo de su cuerpo en el bosque.

—¿Por qué lo hizo? —me preguntó.

—Lo ignoro. No puedo entenderlo. ¡Éramos tan felices! Acabábamos de comprar una casa… Es un misterio.

Le hablé entonces de aquellos días trágicos y del resultado de la investigación.

—Es increíble… —comentó al concluir yo—. Debía de tener algún secreto que no podía soportar que usted conociera.

—Jamás creeré que se suicidó. Y todavía hoy me pregunto si no sería que alguien le mató.

—¿Por qué?

—Porque, si no se suicidó, ésta es la única explicación posible.

Le referí la misteriosa muerte de Lorenzo, y después concluí:

—Ya ve… Entonces no se me ocurrió, claro…, pero tras lo sucedido con Philip… pienso si no sería que alguien pretendía matarle y asesinó a Lorenzo tomándole por él.

Observé que se mostraba francamente asombrado.

—Es evidente que eso obliga a considerar el asunto desde una perspectiva radicalmente distinta —dijo—. ¿Cree usted que será capaz de olvidarlo con el tiempo?

—Me parece que no.

—¿Y ha tratado de desentrañar el misterio?

—Le he dado vueltas y más vueltas, pero no parece existir ninguna razón. Y tuve que llegar a la conclusión de que sólo había una única respuesta lógica, la cual, conociéndole a él, es imposible.

—Para usted, nadie podrá ser como él. Guardará siempre su recuerdo…, tal como era durante aquellas semanas de matrimonio. No vivieron juntos el tiempo suficiente para descubrir los defectos. Quizá por eso dicen que los predilectos de los dioses mueren jóvenes.

—¿Usted lo cree?

—Significa que disfrutan de una eterna juventud, porque jóvenes viven siempre en el recuerdo de cuantos les conocieron.

—Me parece advertir en sus palabras una nota de envidia. No me dirá que lamenta estar vivo…

—No. Preferiría asumir el riesgo de que salieran a la luz todos mis pecados. Me ha hablado usted de su marido. Permítame que ahora le hable yo de mi esposa. Ya sabe usted que en las familias como la mía las bodas se conciertan entre los padres de los futuros esposos.

—Eso tengo entendido.

—Cuando yo tenía dieciocho años, me buscaron una esposa.

—Me sorprende que una persona como usted lo consintiera.

—Mi primera reacción fue rebelarme: no estaba enamorado de la muchacha en cuestión. Pero ella pertenecía a una de las principales familias de Francia… Aún quedan grandes familias en este país, ¿sabe usted?, a pesar de la Liberté, Egalité y Fraternité. Seguimos manteniendo las antiguas tradiciones, porque unos cuantos de nosotros escapamos del holocausto revolucionario del siglo pasado. Carsonne tuvo suerte en este sentido. A lo mejor es que estábamos demasiado lejos de París o que los lugareños de por aquí se hallaban sumidos en un feliz letargo… Después de todo, estamos a dos pasos de la frontera italiana. El caso es que el château se conservó incólume, y nuestra familia sobrevivió como ocurrió con otras de aristócratas. Pues bien: estas familias estrecharon los lazos que las unían, y aún siguen haciéndolo, en un proceso que se inició bajo Napoleón, prosiguió durante la restauración de la monarquía y el Segundo Imperio, y llega a nuestros días. Por eso debía casarme con la mujer que me asignaban. Mi padre me explicó que no debía descorazonarme: que mi deber era dar a Carsonne un heredero por cuyas venas corriera la dosis requerida de sangre azul; pero que, una vez hecho esto, nada me impediría buscar el placer donde me apeteciera. Los aristócratas franceses han de cumplir su deber con sus esposas, y a renglón seguido quedan en libertad para gozar con sus amantes. Es toda una concepción de la vida.

—Y un planteamiento que a ustedes, los hombres, debe de resultarles muy satisfactorio, supongo.

—En efecto. Lo cierto es que me casé. ¡Mi pobre Evette…! Era apenas una niña de diecisiete años, con un cuerpo de adolescente…, tan poco preparada para la maternidad como yo para ser padre. Aun así, los dos nos aplicamos a la tarea, y nació Raoul. Por desgracia, ella perdió la vida en el cumplimiento de la suya y yo me quedé viudo.

—¿No le insistieron en que volviera a casarse para tener más herederos de sangre azul?

—Lo hicieron, sí. Pero me negué. Yo ya había hecho lo que se esperaba de mí. Por otra parte, mi padre había muerto, y ahora yo era dueño de mi propia vida. El estado matrimonial no estaba hecho para mí. Preferí disfrutar de mi libertad.

—Pero usted, aun casado, no hubiera consentido que el matrimonio coartara su libertad, digo yo…

—Supongo que no. Soy de los que en cada momento tiran por donde les place. De todos modos, ya me va bien mi estado actual: me divierte verme perseguido por las que sueñan con el título de condesa y muestran tanta admiración por el viejo castillo. Pero siempre consigo escabullirme.

—Apuesto a que esa persecución debe de ser implacable y tenaz.

—A veces sí y a veces no. Y usted, mi querida madame Sallonger, ¿también prefiere la vida solitaria?

—La considero preferible a un matrimonio desdichado.

—Seguro que no le habrán faltado tampoco muchos pretendientes.

Guardé silencio, pensando en Drake. Aquella noche se me antojaba más lejano que nunca.

—Discúlpeme —dijo el conde—. Ya veo que he despertado en usted recuerdos desagradables. ¿Un poco más de vino?

—No, gracias. Ya he bebido bastante.

—¿Ni siquiera tratándose de mi cosecha reservada?

—Se sube a la cabeza.

—¿Usted cree? ¿No será, más bien, el aire nocturno, el perfume de las flores, la compañía…?

—Tal vez.

—Me gustaría que su abuelo la viera ahora, sentada aquí conmigo. Disfruto pensando en el berrinche que se llevaría.

—¿Eso le hace feliz?

—Enormemente. No hay nada que pueda hacerme gozar más de su compañía, pero, si lo hubiera, sería justamente eso.

—¿Tanto le odia?

—Muchísimo más. Entre nuestras respectivas familias hay un pleito pendiente, una venganza… Es la persona que peor me cae de cuantas conozco. Algunos pecadores me parecen tolerables… yo mismo, por ejemplo. Pero no puedo soportar al malvado que se las da de virtuoso. Su abuelo es de ésos. Es cruel, despiadado, egoísta… Sus trabajadores le temen… y también su propia familia. Cree que Dios es su mayor aliado y amigo, que tiene asegurado un puesto en el cielo y que, cuando suba a ocuparlo, desplazará al propio Jesucristo de su lugar a la diestra del Todopoderoso. ¡Si hasta debe de pensar que enviarán una legión de ángeles a buscarle cuando llegue el momento! Va a misa cada día y obliga a cuantos con él viven a rezar oraciones, al tiempo que les recuerda que son todos unos pecadores y que él, como emisario de Dios, está presto a castigar el más mínimo desliz cometido, para que no quede ni un solo pecado impune. Comulga en su propia capilla con un dios hecho a su imagen y semejanza y que, por consiguiente, es tan aborrecible como él. Puestos a elegir, le aseguro que prefiero a los réprobos.

No pude contener la risa.

—Ha sido nuestro enemigo desde tiempo inmemorial —prosiguió el conde—. Heredé de mi padre el odio hacia él. ¡Viva la venganza!

—Mucho odio es ése… ¿Y no halla en él ningún rasgo que pueda justificarle en parte?

—Sólo se me ocurre uno: que es su abuelo y, por lo mismo, responsable indirecto de que usted exista —y al ver que yo no decía nada, añadió—: Tiene usted suerte de que no quiera verla. ¿Conoce ya a su tía Ursule?

—Sí, y a su marido.

—Ursule tuvo el valor que le faltó entonces a su padre: éste rompió después con la familia, pero si lo hubiera hecho en su momento, habría podido vivir feliz con Marie-Louise. ¡Qué distintas hubieran sido las cosas! Empezando porque usted y yo nos habríamos conocido mucho antes… Ursule fue muy valiente, sí. Mi padre les ayudó mucho a ella y a Louis Sagon: le encargó a éste que restaurara sus cuadros y les dio como pago una casa. Lo hizo para fastidiar al viejo Alphonse. La verdad es que a esa familia le han ocurrido muchas desgracias, pero de todas es responsable el vejestorio ese. Porque luego pasó lo de Heloïse…, y de eso no hace tanto. Era hija de Rene, que tuvo un chico, Patrice, y dos chicas, Adèle y Heloïse. Patrice es igualito que su padre: diciendo siempre amén a lo que diga el viejo. Con el tiempo heredará las propiedades de los Saint-Allengère…, después de Rene, claro. Ambos se lo han ganado a pulso, evitando en todo momento ofender al tirano y obedeciendo ciegamente sus órdenes. Tal vez piensan que vale la pena.

—Hábleme de Heloïse.

—Era guapísima: una muchacha muy dulce. Se ahogó voluntariamente en el río: es tan poco profundo que no cabe pensar en un accidente. Dicen que se quitó la vida a consecuencia de la traición de un hombre. Para Rene fue un golpe terrible, porque era, la niña de sus ojos, mucho más que Adèle… ¡Adèle…! Ésta, de dulce, nada. Estaba muy unida a su hermana y siempre tuvo hacia ella una actitud protectora. Mon Dieu…! ¡Pues no hace falta protección para vivir en esa casa! Estaba muy interesada por la producción de la seda y quiso viajar a Italia para estudiar cómo lo hacen allí. A pesar de ser una mujer, dicen que participaba activamente en el negocio. La muerte de Heloïse ocurrió mientras Adèle se hallaba en Italia.

—¿Y del que engañó a Heloïse?

—Misterio. Heloïse no quiso descubrir su personalidad porque, de haberlo hecho, seguro que Adèle habría intentado matarle. Es una mujer muy apasionada y, cuando su hermana murió, estuvo a punto de enloquecer de pena.

—¿O sea que jamás se llegó a saber de quién se trataba? Apostaría que en un lugar como éste no tendría que ser difícil averiguarlo.

Al ver que el conde guardaba silencio, me asaltó de súbito un pensamiento: «¡Usted fue aquel hombre!».

Aquella idea me dejó confundida. Me hallaba ante un hombre peligroso y, a la vez, fascinante. A pesar de conocer su reputación, me sentía atraída por él. Decidí que tenía que irme, ponerme en guardia. Él tenía clavados sus ojos en mí, como si tratara de descubrir mis pensamientos más íntimos.

—Se está haciendo tarde —dije.

—El tiempo ha pasado volando. Es traidor como él solo: corre cuando uno quiere que se detenga y se hace interminable cuando uno está deseando que transcurra. He pasado una velada maravillosa.

—Me ha gustado mucho, pero debo ir en busca de Katie. Ya hace rato que tendría que estar en la cama.

Me levanté y él hizo lo propio. Me tomó las manos y me atrajo hacia sí, hasta quedar muy juntos. Yo no soy baja, pero le llegaba sólo hasta la nariz y tenía que alzar la vista para mirarle a la cara. Quise darle a entender que su proximidad física no me producía ninguna emoción.

—Ha sido una velada muy agradable —dije fríamente—. Le agradezco su invitación.

—Soy yo quien debería darle las gracias por haberla aceptado —replicó.

Pensé en aquel instante que se disponía a besarme, y me alarmé porque comprendí que no era a él a quien temía, sino a mí misma.

Traté con impaciencia de sacudirme de encima el efecto que ejercía sobre mí. Sabía que era un inveterado donjuán… ¿Cómo me había dejado yo atrapar por él? ¿Cómo era posible que estuviera deseando que me besara y me declarara su pasión? Tal vez llevaba demasiado tiempo sola y añoraba la vida normal de un matrimonio. La había saboreado fugazmente… y me la arrebataron. Con Drake había vuelto a sentir…, pero no lo de ahora.

De pronto el conde me atrajo hacia sí y rozó con sus labios mi frente. Yo retiré mis manos de entre las suyas y traté de no mostrar ninguna emoción ni sorpresa: fingí tomar por una costumbre francesa que el anfitrión se despidiera de sus invitadas con un inocente beso en la frente.

—Tengo que ir a buscar a mi hija —dije con cierta brusquedad.

Me tomó suavemente del brazo y me acompañó a donde seguía la fiesta en todo su apogeo.

Katie estaba en mitad del bullicio, en compañía de Raoul y monsieur Grenier.

—¿Verdad que es fantástico? —exclamó Katie al vernos—. Es la mejor vendimia que he visto.

Era evidente que se había hecho amiga de Raoul y que a éste le encantaba su compañía. Se me ocurrió pensar que el pobre niño no se lo pasaría demasiado bien con semejante padre. Probablemente le estarían recordando a cada momento sus futuras obligaciones, educándole como a una persona mayor, siempre con su preceptor encima. La actitud de Katie ante la vida debía de haber sido una revelación para él.

La niña estaba excitadísima. También por ella convenía regresar a casa.

El conde ordenó que trajeran el coche. Dijo que él y Raoul nos acompañarían. Subimos, pues, y me senté junto a Katie, rodeándola con mi brazo. Ella se reclinó en mí y noté que se le cerraban los ojos a pesar de todos sus esfuerzos para mantenerse despierta. El traqueteo del vehículo hizo que en seguida se quedara dormida.

Me daba cuenta de que el conde no me quitaba los ojos de encima. Raoul iba sentado junto a él, en actitud un tanto envarada, como debía de ser la suya habitual en presencia de su padre.

—Ya hemos llegado —dije cuando el coche se detuvo.

Katie abrió los ojos y despertó de golpe al recordar dónde estaba.

—Raoul —preguntó—, ¿podré volver a que me enseñes tu halcón? Prometiste que me lo enseñarías. ¿Y podré ir otra vez al castillo? La verdad es que apenas lo he visto. Tengo ganas de volver.

El conde respondió por su hijo:

—Venga siempre que lo desee, mademoiselle Katie. Será bien recibida.

—Ésta ha sido la noche más feliz de mi vida —declaró Katie con sonrisa de éxtasis.

Y el conde, a su vez, me miró con una sonrisa triunfal.

A mi padre se le escapó un suspiro de alivio cuando nos vio llegar. Sin duda nos estaba aguardando impaciente.

—¡Abuelo! —exclamó Katie—. ¡Ha sido fantástico! Tenías que haber visto cómo bailaban sobre la uva. Y el mosto rojo les salpicaba hasta las rodillas, y se hundían cada vez más y más y más…

—Ha sido un verdadero placer —dijo el conde.

Nos despedimos de él y me quedé escuchando el ruido del carruaje que se perdía en la noche.

—Supongo que estaréis muy cansadas —dijo mi padre.

—Lo estamos.

—Yo, no —negó Katie.

—Pues deberías estarlo —contestó él—, porque hace horas que tenías que estar en la cama.

—Es medianoche… La primera vez que estoy levantada a estas horas.

—Anda, anda, que estás medio dormida —intervine.

Y se durmió del todo casi antes de que la ayudara a meterse en la cama. A mí, en cambio, no me venía el sueño. Había sido una velada inolvidable y muy significativa para mí. Aquel mundano aristócrata francés era un hombre distinto de cuantos yo había conocido en mi vida.

Luego me puse a pensar en Heloïse, que debió de vivir semanas de éxtasis…, quizá meses…, antes de darse cuenta de que había depositado su total confianza en un amante infiel.

Traté de recordar la cara del conde cuando me habló de ella. ¿Pudo ser él su amante? Oportunidad no debió de faltarle.

Sí, tenía que andarme con mucho cuidado con él.

* * *

Al día siguiente, el carruaje del conde se presentó en nuestra casa para recoger a Katie. Venía en él madame Le Grand, quien me aseguró que mi hija estaría en buenas manos: el conde le había encargado que cuidara de ella; no tenía que preocuparme en absoluto.

—No sé si debo permitirle que vaya —empecé a decir.

—¡Oh, mamá…! —Protestó Katie—. ¡Pero yo quiero ir! Quiero ver a Raoul. Prometió enseñarme el castillo, y el halcón, y los perros…

—Me encargaré personalmente de que su hija no sufra ningún daño, señora —me aseguró madame Le Grand.

No me quedó más salida que darle las gracias, pues no sabía qué excusa aducir.

En cuanto se marcharon, se me acercó mi padre.

—¡Qué curioso! —observó—. Jamás ha habido buenas relaciones entre nuestras familias.

—¿No es un poco tonto mantener vivos viejos pleitos?

—Mira, Lenore… Los condes de Carsonne se han esforzado en no zanjarlos tanto como cualquiera de nosotros. No me gusta este cambio de actitud que se ha visto desde que te encontraste con él en el bosque.

—Su hijo y Katie se han hecho muy amigos.

—Una amistad que él fomenta.

—Son niños, y es bueno para ellos estar juntos. En seguida se entendieron. Imagino que el pobre chico no tendrá muchos amigos de su misma edad.

—Sin duda le estarán educando para que sea como todos ellos: para que acabe creyéndose un ser superior llamado a gobernarnos a todos.

—Me da la sensación de que eso es lo que él piensa de los Saint-Allengère. Vamos, padre…, que estas enemistades familiares pasaron a la historia con Romeo y Julieta.

—Creo que ya es hora de regresar a París. Aquí ya no hacemos falta, y no está bien que dejemos a la condesa todo el peso del salón. Cuando lo embarrilen todo y lo coloquen en la primera bodega, estaré a punto para marchar.

—¿Cuándo crees que será?

—Supongo que a finales de semana. Será el momento de irnos.

Le dije que me parecía muy bien.

Katie nos fue devuelta a la caída de la tarde, rebosante de entusiasmo por la aventura vivida.

—Tienen una torre del homenaje, mamá. ¿Tú sabes lo que es una torre del homenaje?

Le contesté que sí.

—Exploramos el castillo con monsieur Grenier, y nos contó muchas cosas de historia, pero fue muy interesante porque todo pasaba en el castillo. Luego nos acompañó a dar un paseo a caballo. Y tienen una oubliette… ¿Tú sabes lo que es una oubliette? —Tenía tantas ganas de contármelo, que ni siquiera aguardó mi respuesta—. Significa «olvidada»… Es como una cueva oscura, muy oscura. Echaban a la gente allí por un agujero en el suelo, y los dejaban hasta que se murieran… Olvidados, ¿comprendes?

—Qué terrible tiene que ser.

—¡Oh, sí que lo es! —respondió Katie, entusiasmada—. Y Raoul tiene un halcón y va a enseñarme cómo se le hace volar. Estuvimos en las almenas. Desde allí se ven las moreras y las casas que hay junto al río. Dice que en esas casas viven los Saint-Allengère. ¿Verdad que ese nombre se parece un poco al nuestro?

Tuve que interrumpir aquel torrente de locuacidad, diciendo:

—Katie, regresaremos a París este fin de semana.

—¡Oh, no, mamá! ¡Ahora que lo estaba pasando tan bien…!

—Todo lo bueno se acaba, Katie.

—No, si nosotros no dejamos que se acabe…

—Tenemos que irnos.

—¡Este fin de semana! —repitió Katie con expresión abatida. Pero el abatimiento no le duró más de cinco minutos.

Al día siguiente llegó otra vez el carruaje para llevarla de nuevo al castillo.

* * *

Ese mismo día salí a dar un paseo a caballo. También a mí se me hacía muy corto el tiempo que quedaba para nuestro regreso. Me había imaginado que iba a ser una experiencia inolvidable. ¡Había pensado tantas veces en el pueblo en que vine al mundo, donde vivía mi madre y donde había muerto al darme a luz! Pero el conde había hecho que se complicaran las cosas: trastocó mis planes y, sin embargo, puso una nota de aventura en aquella visita.

No me sorprendió volver a encontrarle. Me dio la impresión de que estaba al acecho, seguro de que tarde o temprano aparecería yo por allí.

Se me acercó a lomos del mismo caballo que montaba el día que nos conocimos en el bosque.

—Buenos días, madame Sallonger —me saludó—. Es un placer volver a verla.

—Muchas gracias.

—Tengo entendido que se van ustedes pronto.

—Supongo que se lo habrá dicho mi hija.

—Raoul está desolado.

—Bueno…, ya encontrará otro compañero de juegos.

—¿Cómo podrá encontrar otra Katie? Y yo también estoy desolado.

—Pronto ni se acordará de nuestra visita.

—Esta afirmación es completamente falsa, y usted lo sabe.

—Lo que sé es que usted pretende halagarnos.

—Le hablo con absoluta sinceridad —el conde esbozó una leve sonrisa y prosiguió—: Creo que usted y yo podríamos ser buenos amigos…, si me lo permite. He pensado mucho en usted desde que nos conocimos.

—Me siento muy honrada, pero me parece un poco raro que haya podido darle materia para pensar.

—Es de lo más natural, si considera que usted es distinta de todas las mujeres que he conocido.

—Bueno…, nadie es idéntico a otro.

—Y la mayoría de las personas no suscitan en mí el más mínimo interés.

—Eso es porque usted está demasiado absorbido en sí mismo.

—¿De verdad cree usted eso?

—Puede que sea un juicio temerario. Apenas le conozco.

—Creo que le interesaría descubrir algo más sobre mí.

—Es una lástima que haya de marcharme; no habrá ocasión para tales descubrimientos.

—Pero podría quedarse.

—Tengo que atender mi negocio.

—¿No hay otras personas que puedan encargarse de ello?

—Claro que sí, pero no puedo ausentarme indefinidamente.

—Pienso que estos días ha estado usted esquivándome continuamente.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Tal vez porque me tiene un poco de miedo.

—¿Tan terrible es usted?

—Confío que mucho.

—Quizá lo sea para quienes dependen de su benevolencia, señor conde, pero yo no me incluyo entre ellos.

—A usted la asusto de diferente modo. Le han hablado de mi mala reputación. Y soy el enemigo declarado de su familia.

—Ya sé que es enemigo de mi abuelo, pero ¿por qué tendría que serlo también mío?

—¿O sea que… soy su amigo?

—Digamos más bien un conocido amable.

—¿Así me calificaría usted?

—Si no hago mal las cuentas, ésta es la cuarta vez que nos vemos… ¿Cómo podría calificarle de otra forma?

—Pero, coincidirá, nuestros encuentros no han sido nada corrientes.

—Efectivamente. La primera vez me echó encima sus perros, la segunda se portó como un encantador anfitrión, y ahora nos hemos visto por casualidad… ¡Ah!… Y otra vez se presentó usted por las buenas en casa de mi padre, sin haber mediado invitación.

—Me sentiré muy triste cuando se vaya.

—De verdad que dice usted unas cosas muy amables —dije sonriendo.

—Soy sincero. Convenza, por favor, a su padre para que se quede otra semana más… y podremos vernos todos los días.

—Temo que eso sería una excesiva intromisión en su tiempo… y en el mío.

—No se burle. Sabe perfectamente que usted me interesa mucho y me intriga. Se muestra fría, segura de sí misma…, pero sospecho que algún fuego escondido arde dentro de usted.

—Habla usted de mí como si creyera que soy un incendio sin llama.

—Creo que me estoy enamorando de usted.

—Veo que al señor conde le gusta bromear.

—Jamás bromeo con las cosas que me tomo en serio. ¿Pretende usted guardar eternamente luto por su marido?

No respondí. Estaba pasando un buen rato con aquella conversación, que me estimulaba y hacía que me sintiera tan joven como no había vuelto a sentirme desde los días de mi matrimonio con Philip. Deseaba proseguir aquella batalla verbal, en la que había una nota de peligro que la hacía todavía más emocionante. Sabía que él era un experto en estas lides… y me atraía, como creo que se hubiera sentido atraída cualquier otra mujer. Era de los pies a la cabeza un hombre de mundo, pero lo principal de todo era que emanaba poder: cosa que, a mi entender, es un elemento irresistible de atractivo sexual. Era un hombre tan acostumbrado a fijarse una meta y a salirse con la suya… Pensé en la frágil Evette y en todas las mujeres que habrían sucumbido a su atractivo y a sus artes de seductor. Era evidente que trataba de añadirme a su lista. No lo conseguiría, pero… tampoco podía resistirme a aquel frívolo tira y afloja. Me daba cuenta de que era un intento de seducción mental, excitante por una parte e inocente por otra, puesto que no podía derivarse de él ningún mal. Realmente nuestros encuentros me habían agradado mucho.

Y de pronto me vino al pensamiento la imagen de Heloïse ahogada en el río… ¿Habría comenzado también con ella de la misma forma?

Advertí que seguía hablándome.

—Puedo mostrarle el camino a una nueva vida —estaba diciéndome—. Arrancarla del pasado y ofrecerle la oportunidad de dejarlo a su espalda.

¿Y si tuviera razón? ¿Y si llevara viviendo en el pasado demasiado tiempo? Pude haberme convertido en la esposa de Drake, y creo que habría podido ser muy feliz con él… Drake era amable y considerado, un hombre en el que se podía confiar. Habría sido un buen marido y un buen padre para Katie.

Cierto que el conde se había ganado la admiración de Katie, pero era un sentimiento superficial porque la estaba tomando como medio para acercarse a mí. ¡Qué distinta había sido la actitud de Drake…!

—¿En qué está usted pensando ahora mismo?

—En que debo regresar —repuse.

—¿Cree usted que podrá escaparse de mí con tanta facilidad?

—¿Escapar? ¿Por qué emplea esa palabra? No soy su prisionera.

—No. Pero a mí sí que me tiene usted prisionero.

Me eché a reír.

—Es usted una mujer muy cruel —dijo.

—Propuso usted que fuéramos sinceros el uno con el otro. Pues bien: creo comprenderle y conocer sus propósitos. Pero yo no soy una de esas chicas de su pueblo que se sienten arrebatadas por los blasones de su familia… ni tampoco una de esas damas que usted conoce, que se pirran por un título y un viejo castillo. Ni una cosa ni otra significan nada para mí.

—¿Y qué me dice de su propietario?

—Como ya le he dicho, apenas le conozco. Es… un conocido agradable.

—¿Le agrado a usted?

—De sobras lo sabe.

—Y usted me fascina. Y también lo sabe.

—Es usted una persona de mundo, como yo misma. Hace tiempo que hemos dejado atrás la flor de la juventud. Quiero que sepa, pues, que está perdiendo usted el tiempo si me ve como una conquista fácil. Seguro que tiene a su alcance presas mucho más accesibles.

—Me malinterpreta.

—Al contrario: le comprendo muy bien. Voy a ser franca: lo he pasado muy bien conversando con usted, pero no atribuyo ningún significado especial a nuestros encuentros.

—Ya veo que es muy difícil convencerla de la sinceridad de mis sentimientos —dijo suspirando.

—No es nada difícil. Sé perfectamente cuáles son. Y ahora perdóneme, tengo que regresar en seguida. Aún me quedan muchos preparativos.

—¿Y si yo les invitara a usted y a su padre a una velada musical en el château? Podría conseguir la colaboración de algunos músicos muy conocidos. ¿Le gusta la música?

—Mucho. Pero no podríamos aceptar su invitación porque tenemos que irnos este fin de semana.

—Estoy interesado en descubrir lo que le ocurrió a su marido. Pienso que el asunto no debería darse por zanjado sin una investigación seria. Tendríamos que tratar de resolver el misterio. Cuando conozca usted la verdad, dejará de pensar constantemente en él. Apartará de su mente la tragedia y verá que la vida es para vivirla, no para añorar a los muertos y soñar en lo que pudo ser y no fue.

—Ése es un tema que afecta muy poco a mi relación con usted.

—¡Oh, claro que le afecta! Estoy seguro.

—Voy a tomar este atajo. Es el camino más corto para volver a casa.

Me acompañó, y en cuanto la tuvimos a la vista, rodeada de viñedos, tiré de las riendas y detuve mi caballo.

—Por si no volviera a verle antes de que me vaya, le diré adiós aquí.

—Esto suena a despedida definitiva…

—¡Qué disparate! Es un simple adiós.

Tomó mi mano y la besó.

—No será el final, desde luego —dijo.

Y yo sentí que se me alegraba el corazón, porque me hubiera sabido muy mal que lo fuera.

Retiré la mano que él mantenía entre las suyas.

Au revoir —me dijo.

Di media vuelta y me alejé al galope.

Me decía a mí misma que, una vez en París, lo olvidaría todo. ¿Cuáles podían ser mis relaciones con él? Una fugaz aventura amorosa; no el matrimonio, por supuesto. La idea de casarme con él era más bien turbadora. Sin duda podría ser muy emocionante, pero él jamás había mencionado la palabra «matrimonio». Ésa era otra de las razones que aconsejaban que me fuera.

Era obvio que él no tenía la menor intención de casarse. La única vez que hizo alusión a la vida matrimonial fue a propósito de Evette, con quien se había casado para complacer a su familia. Tuvo el heredero que todos deseaban, y jamás volvería a dejarse atrapar en las redes del matrimonio. Por más que, bien mirado, yo no acertaba a comprender por qué motivo un hombre así tenía tanta aversión a comprometerse, dado que jamás se sentiría obligado a guardar la fidelidad si no le apeteciera hacerlo. Sería el típico marido francés: cortés, atento con su esposa y cumplidor de sus «deberes» maritales, y libre para ir a buscar el placer con sus amantes.

Tal era el mariage ál la mode, muy en consonancia con las costumbres de la mundana nobleza francesa.

Pero no con las mías.

* * *

Antes de irme, quería visitar la tumba de mi madre. Sabía que estaba enterrada en el cementerio de la iglesita de Villers-Mûre. Mi padre había mostrado su deseo de que no me acercara a su antiguo hogar. Creo que temía la reacción de mi abuelo en caso de que se enterara de mi presencia. Yo no quería comprometerle, pero estaba decidida a ir.

Lo hice la víspera de nuestra partida.

Subí a la colina desde la que se divisaban las propiedades de los Saint-Allengère. Podía ver la aldea junto a la fábrica y el riachuelo que serpenteaba entre los edificios de piedra y pasaba por debajo del pequeño puente. Era un paisaje delicioso.

Tomé por meta el campanario de la iglesia y empecé a bajar por la ladera.

No me encontré con nadie. Debían de estar todos trabajando. Llegué a la iglesia y até a la verja las riendas de la yegua. Al entrar, mis pisadas resonaron en las baldosas de piedra, quebrando el silencio. Me inspiraba cierto respeto pensar que en aquella iglesia se habrían sentado juntas muchas veces mi madre y Grandmère… Las vidrieras eran espléndidas. Una de ellas representaba a Jessé, y había sido ofrecida a la iglesia por un tal Jean-Pascal Saint-Allengère en el siglo dieciséis. Otra ilustraba la parábola de los panes y los peces, donada por Jean-Christophe Saint-Allengère cien años más tarde. Bajo la de san Juan Bautista se leía: «Donación de Alphonse Saint-Allengère». Me detuve al leer aquel nombre. ¡Era mi abuelo! Y al recordar lo que el conde me había explicado de él, no pude contener una sonrisa.

El apellido Saint-Allengère aparecía en varios lugares más. Habían sido benefactores de la iglesia a través de los tiempos. Me sentí una intrusa. No debería estar allí. Mi padre no quería… ¿Y qué diría mi abuelo si supiera que me había atrevido a penetrar en su territorio?

Sentí calor de pronto y me quité el chal que llevaba puesto. Contemplé el adornado altar, el facistol…, otro regalo hecho a la iglesia por mi devoto abuelo. En todas partes había pruebas de su generosidad.

Sin duda era su iglesia. El castillo debía de tener su propia capilla, por lo que el conde rara vez visitaría este templo. En este aspecto no sería ciertamente como mi abuelo: a juzgar por su modo de hablar, era improbable que tuviera arraigadas convicciones religiosas.

Salí al aire libre y me encaminé al cementerio.

Muchas de las tumbas estaban adornadas con estatuas de tema religioso: ángeles, sobre todo, y figuras de santos. Algunas de ellas eran de tamaño natural y tan realistas que se hubiera dicho que estaban a punto de hablar.

Suponía que la tumba de mi madre no estaría entre las más ornamentadas, pero me detuve a contemplarlas al ver que las más espléndidas pertenecían a mis antepasados. El apellido Saint-Allengère figuraba en muchas losas. Me acerqué a la más espectacular y leí: «Marthe Saint-Allengère, esposa de Alphonse, 1842-1870». Se trataba, pues, de mi abuela. Había muerto muy joven… Los partos y la convivencia con Alphonse debieron de cobrarse en ella su tributo. Seguí adelante y encontré la tumba de Heloïse. No había ninguna estatua en ella: era una sepultura pequeña y sencilla, pero todas las plantas que la adornaban estaban muy cuidadas. Había una maceta blanca de la que brotaban rosas pálidas de delicado matiz. ¡Pobre Heloïse! ¡Cuánto debió sufrir! Pensé en el conde: tal vez no fuera el hombre implicado en aquella tragedia… Era injusta al hacerle responsable sin ninguna razón: le acusaba simplemente por su modo de ser. Pero, por otra parte, Heloïse era una joven muy bella, y a él le hubiera encantado seducir a la hija de su gran enemigo…

Seguí adelante y tardé un poco en localizar la tumba de mi madre: estaba en un rincón, entre las más sencillas. No ponía nada más que su nombre: «Marie-Louise Cleremont. Muerta a la edad de diecisiete años». Me invadió una intensa emoción y vi el rosal que allí habían plantado a través de un velo de lágrimas.

Su historia no era muy distinta de la de Heloïse, pero ella había fallecido de muerte natural. Me alegré de que no se hubiera dejado abatir por la desgracia. Fui yo quien le arrebaté la vida. De no haber muerto, ella, Grandmère y yo hubiéramos estado siempre juntas. En cambio, la pobre Heloïse no había tenido el valor de enfrentarse con la vida. Su historia era distinta, a pesar de que había comenzado también por el abandono de un amante infiel. Una buena lección para las mujeres débiles.

Di media vuelta para regresar a la verja de la iglesia, donde había dejado atada a Marron. Para hacerlo tuve que pasar otra vez por delante de las tumbas de los Saint-Allengère, y vi con sorpresa que ante la de Heloïse había un hombre.

Me saludó con un «Buenos días», y al devolverle yo el saludo, no pude resistir la tentación de detenerme un instante.

—Hace un día precioso —comentó el desconocido, y añadió—: ¿Se ha perdido usted?

—No. He estado visitando la iglesia. Tengo mi yegua atada a la verja.

—Es una hermosa iglesia, y muy antigua, ¿no cree?

—En efecto.

—¿Es usted forastera? —preguntó, traspasándome con la mirada. Y al cabo de un instante me dijo—: Creo que ya sé quién es. ¿Se aloja usted por casualidad en la casa de los viñedos?

—Sí —respondí.

—Entonces, es usted la hija de Henri…

Asentí con la cabeza mientras él me miraba visiblemente afectado.

—Me enteré de que estaba usted allí —dijo.

—Usted debe de ser… ¿mi tío?

—Te pareces mucho a tu madre —dijo, asintiendo—. Tanto que, por un momento, hubiera podido creer que eras ella.

—Mi padre dice que tenemos un cierto parecido.

Tardó un instante en responder, mirando a donde estaba la tumba de ella.

—¿Has disfrutado de tu visita aquí? —me preguntó al cabo.

—Sí, muchísimo.

—Es una lástima que las cosas tengan que ser así. Y madame Cleremont, ¿cómo está?

—Muy bien. Ahora se encuentra en Londres.

—He oído hablar de vuestro salón de modas. Creo que os va muy bien.

—Pues sí. Ahora hemos abierto una sucursal en París. Volvemos allí mañana.

—Si no me equivoco —prosiguió—, te casaste con un Sallonger.

—En efecto.

—Conozco la historia, claro. Te educaste con aquella familia y luego te casaste con uno de los hijos de la casa… Philip, creo.

—Sabes muchas cosas de mí. Es cierto: me casé con Philip.

—Y ahora eres viuda…

—Sí, enviudé hace doce años.

El chal que llevaba puesto se enredó en una zarza y se me cayó. Él lo recuperó. Era de seda color lavanda pálido, como los que vendíamos en el salón. Acarició su textura y lo examinó con gran detenimiento.

—Es muy hermosa esta seda —dijo sin soltarlo—. Perdóname, pero, como es lógico, me interesa mucho la seda. Aquí vivimos de ella.

—Sí, comprendo.

—Es la mejor de todas las sedas —añadió reteniendo todavía la prenda—. Creo que la llaman seda Sallon.

—Así es.

—Su textura es maravillosa. Jamás ha habido en el mercado ninguna otra seda que se le pueda comparar. Si no me engaño, creo que tu marido descubrió el sistema para producirla y lo patentó a nombre de la firma inglesa.

—Lo descubrió un Sallonger, sí, pero no fue mi marido Philip, sino su hermano Charles.

Mi tío me miró fijamente con aire de incredulidad.

—Siempre creí que había sido tu marido. ¿Estás segura de que no te equivocas?

—Por supuesto que sí. Lo recuerdo perfectamente. A todos nos sorprendió que Charles hubiera descubierto el sistema, porque teníamos la impresión de que jamás se había interesado en absoluto por el negocio. Mi marido, en cambio, estaba dedicado a él en cuerpo y alma. Si alguien tenía que dar con ello, habría sido mucho más lógico que fuera Philip… Pero rotundamente fue Charles. Lo recuerdo muy bien. Fue un gran descubrimiento, y se lo debimos a Charles.

—A Charles… —repitió mi tío—. ¿Está al frente del negocio ahora?

—Sí. Su padre se lo dejó en herencia a los dos. Pero, cuando mi marido murió, Charles se convirtió en el único propietario.

Estaba muy callado. El color había huido de su rostro y sus manos temblaban cuando me devolvió mi chal. Al cabo alzó la vista y me dijo:

—Ésta es la tumba de mi hija.

Incliné la cabeza para manifestar mi condolencia, y él prosiguió:

—Fue un gran dolor para todos nosotros. Era una muchacha dulce y hermosa… pero murió.

Sentí deseos de consolarle de su pena.

—Ha sido muy interesante hablar contigo —dijo esbozando una súbita sonrisa—. Ojalá pudiera… invitarte a mi casa.

—Me hago cargo —dije—. A mí también me ha encantado conocerte.

—¿Y te vas mañana?

—Sí. Mañana regresaremos a París.

—Adiós, pues. Ha sido un encuentro… muy revelador.

Se alejó caminando lentamente, en tanto que yo iba en busca de Marron.

* * *

Pasamos nuestra última noche con Ursule y Louis en su casita de la finca de los Carsonne.

Fue una velada muy agradable. Ursule comentó que siempre estaba deseando las visitas de Henri y que confiaba en que, ahora que yo ya conocía el lugar, volviera a visitarlo a menudo.

Les dije que me había parecido todo muy interesante, y aproveché la oportunidad para explicarles que había ido a ver la tumba de mi madre y que me había encontrado con Rene. Al principio mi padre se mostró desagradablemente sorprendido y algo furioso, pero en seguida se reconcilió conmigo.

—¡Pobre Rene! —comentó—. A veces pienso que desearía tener el valor de marcharse.

—Es un títere en manos de nuestro padre —replicó Ursule con cierta dureza—. Hizo todo lo que se esperaba de él, y a su debido tiempo tendrá su recompensa: las propiedades de los Saint-Allengère.

—A menos que haga algo que provoque las iras del viejo antes de su muerte —dijo Louis.

—Me alegro de haber escogido la libertad —sentenció Ursule.

Más tarde la conversación recayó sobre el conde.

—Es un buen patrón —dijo Louis—. Me concede entera libertad para que pinte cuando lo desee, siempre y cuando me encargue de mantener en condiciones la colección de los Carsonne. A veces incluso me ayuda a montar una exposición. No sé cómo hubiéramos podido salir adelante sin la ayuda de su padre, primero, y sin la suya ahora.

—Lo hace todo para fastidiar a nuestro padre —dijo el mío.

—Tiene mucho gusto para el arte —replicó Louis—. Respeta a los artistas y creo que mi trabajo no le resulta indiferente. Estoy en deuda con él.

—Lo estamos los dos —le apoyó Ursule—. Por eso, Henri, te ruego que no hables mal de él en nuestra casa.

—Reconozco que os ha ayudado mucho —dijo mi padre—, pero su reputación por aquí…

—Eso es una tradición familiar —insistió Ursule—. Los condes de Carsonne siempre han tenido fama de libertinos. Pero por lo menos no se las da de santurrón como papá, a pesar del daño que nuestro padre ha hecho.

—Yo diría que de la Tour no le ha ido a la zaga en este aspecto.

—Estás refiriéndote a la muerte de Heloïse, Henri, pero no tiene ningún motivo para pensar que pudo estar envuelto en ella.

—Para mí está bastante claro —replicó mi padre—. Y ahora ha estado haciéndole la corte a Lenore.

—En tal caso, quizá será bueno que te andes con cuidado —me dijo Ursule.

—Katie ha hecho amistad con su hijo Raoul —prosiguió mi padre—. Hoy mismo se ha pasado todo el día en el castillo. El conde envió su carruaje a buscarla. Con gusto le hubiera dicho que se fuera por donde había venido.

—Vamos, Henri… Has de tener un poquitito más de diplomacia —le reconvino Ursule—. De todos modos, tú, Lenore y Katie os marcháis mañana a París, y estaréis todos a salvo.

Seguí muy interesada todo lo que decían de él. Y la verdad es que eso es lo único que recuerdo de aquella última noche con Ursule y Louis.

Al día siguiente emprendimos nuestro viaje de regreso a París.

* * *

Nos recibió la condesa, porque Grandmère y Cassie aún no habían vuelto de Londres.

—¡Pero bueno! —Exclamó la condesa, dándome un abrazo—, ¿qué ha pasado allá abajo? Te veo muy rejuvenecida… ¿Qué ha ocurrido?

—Me ha encantado conocer todo aquello —respondí, ruborizándome.

—Fuimos al castillo —le explicó Katie—. Tienen un halcón y muchísimos perros, algunos de ellos cachorritos…, como si fueran de juguete. Y además tienen una oubliette, donde echan a la gente que quieren olvidar para siempre.

—¡Ojalá tuviera yo una aquí! —Exclamó la condesa—. Madame Delorme nos ha devuelto el vestido de terciopelo malva. Dice que la aprieta. Si yo tuviera una oubliette, os aseguro que esa mujer sería la primera en ir a dar con sus huesos en ella.

—Y si les dejas allí dentro, se mueren —dijo Katie.

—¡Estupenda idea, Katie! Y ahora, vamos… Cuéntame cosas de vuestro viaje, y no te olvides nada.

Katie se lanzó a una gráfica descripción de la vendimia.

—La mejor fue la del castillo, condesa. Bailaban en los lagares, que eran como cubas grandísimas, y el mosto les cubría los pies y las piernas; pero se las lavaban antes de empezar. Todo se volvía rojo, rojo…

—Como se pondrá el vestido de terciopelo de madame Delorme cuando le descosamos las costuras para adaptarlo al creciente volumen de su cuerpo.

La condesa nos contó un montón de cosas que habían ocurrido en el salón durante nuestra ausencia. Noté que me observaba como si creyera que yo trataba de esconder algún secreto.

No llevábamos ni tres días en París cuando se recibió una visita en el salón. La condesa corrió a avisarme.

—Un caballero desea verte —me anunció, sonriendo de oreja a oreja—. No ha querido darme su nombre. Dice que quiere darte una sorpresa. ¡Qué educado, y qué aires de gran señor…! ¿Te imaginas quién puede ser?

—Será mejor que vaya a verlo —respondí, aunque sabía de antemano quién era.

Me obsequió al verme con una leve sonrisa casi burlona.

—¡Mi querida madame Sallonger…! He venido de visita a París y no puedo regresar a Carsonne sin ofrecerle mis respetos.

A mi lado, la condesa no podía disimular su emoción.

—La condesa de Ballader —presenté—. El conde de Carsonne.

—Encantada de conocerle, conde.

—Es un placer, condesa.

—¿Le apetece un refresco? —preguntó ella—. ¿Tal vez una copita de vino?

—El conde es un experto en vinos —intervine—. Tiene cosecha propia, y no creo que podamos ofrecerle nada adecuado a su paladar.

—Cualquier cosa que usted me ofrezca me parecerá néctar, madame —replicó—. Me complace muchísimo estar en París.

—¿Es su ciudad preferida, señor? —preguntó la condesa.

—En estos momentos…, sí.

Y la condesa se retiró, sonriendo para sus adentros. Le miré sin saber qué decir.

—Por favor, Lenore, dígame que se alegra de verme —me suplicó.

—Estoy sorprendida.

—¿De veras? Supongo que no creería que la iba a dejar escapar tan fácilmente.

—No pretendía escapar.

—Discúlpeme: he elegido mal la palabra. Me alegro mucho de volver a verla. Tienen ustedes un establecimiento muy elegante.

—En París hay que ser elegante.

—Acepto el cumplido en nombre de la ciudad. Y mientras esté aquí quiero enseñarle muchas cosas de ella.

—Llevo bastante tiempo en París; ¿no lo sabía?

—Lo sé, pero estoy seguro de poder sorprenderla.

—No me cabe la menor duda de que lo intentará.

La condesa regresó con una botella, unas copas y unos pastelillos.

—Vamos al saloncito —dijo—. Es más cómodo. Una vez allí, escanció el vino en dos copas y añadió: —Voy a dejarles solos porque estoy segura de que tendrán muchas cosas de que hablar.

—Es usted muy amable —dijo el conde.

Ella le dedicó una deslumbrante sonrisa. Comprendí que el conde la había fascinado y que, en su fuero interno, ya me lo había adjudicado como pretendiente. Su antigua profesión le había dado un ojo clínico para buscar posibles maridos a las jóvenes solteras de su círculo, y ya estaba forjando planes para mí.

Bien se veía que ignoraba qué pie calzaba el conde…

—Qué dama tan encantadora —dijo él.

—Sí. Nos conocemos desde hace años. Antes se dedicaba a preparar a las jóvenes para su presentación en sociedad, y las ayudaba a encontrar el marido adecuado.

—¡Qué útil debe de ser una persona así!

—Ahora ya no se ocupa de eso, por supuesto. Es una de las directoras de nuestro salón. ¿Piensa quedarse usted mucho tiempo en París?

—¿Quién sabe? —respondió con una sonrisa, encogiéndose de hombros—. Dependerá… de las circunstancias.

—¿Dónde se aloja?

—Tengo una casa en la rué du Faubourg Saint-Honoré, justo donde confluye con la rué Royale y se convierte en la rué Saint-Honoré.

—Conozco el lugar.

—Es nuestra residencia familiar en París desde hace cincuenta años. Nuestro viejo hotel ardió durante la Revolución.

—¿Viene usted con frecuencia a París?

—Cuando me llaman los negocios… o el placer.

Oí la voz de Katie discutiendo con la condesa.

—Tu madre está ocupada ahora —le decía ésta.

Y al instante siguiente, la cabeza de Katie asomó por la puerta.

—¡Oh! —exclamó alborozada—. ¡Es el conde!

Y corrió hacia él, tendiéndole la mano para que se la besara.

El conde lo hizo así con gran ceremonia.

—¿Dónde está Raoul? —preguntó Katie.

—Por desgracia, en Carsonne.

—¿Por qué no ha venido con usted?

—Tengo que resolver importantes asuntos aquí, y él tiene que cumplir sus deberes en Carsonne.

—¡Qué pena!

—Le diré lo que has dicho. Seguro que se pondrá muy contento.

En aquel momento entró mademoiselle Leclerc, que venía en busca de Katie.

—Le presento a mademoiselle Leclerc, la institutriz francesa de Katie.

Me avergoncé de la punzada de celos que sentí cuando él la miró con intención apreciativa… Era muy bonita, y más joven que yo. Me di cuenta de que ella también se quedó impresionada, porque se le arrebolaron las mejillas y se le iluminó la mirada. «Jamás podría fiarme de él», pensé.

Mademoiselle Leclerc dijo que venía a buscar a Katie para llevarla a dar un paseo.

—Vete con ella, Katie —le dije.

—¿Estará usted aquí cuando regrese? —preguntó al conde.

—Confío que sí —le contestó él. Aquello pareció dejarla tranquila y se fue con su institutriz.

—¡Qué chiquilla tan encantadora! —Comentó el conde—. Hija suya tenía que ser. Me gustaría que tratara más a Raoul.

Yo no contesté. Aún estaba pensando en la institutriz.

—Aprovechando que estoy aquí —prosiguió—, quiero enseñarle París.

—Ya le he dicho que no me considero precisamente una recién llegada.

—Me refiero al París de verdad…, el que sólo puede mostrarle alguien nacido en él. Se me ocurren muchos lugares que quiero que conozca.

En los días que siguieron fui inmensamente feliz. Me daba cuenta de que estaba envolviéndome en su hechizo, pero me decía a mí misma que no tenía nada que temer; que ya no era una muchacha inexperta y que jamás olvidaría con qué clase de hombre estaba tratando…: cortés, mundano, siempre ansioso de nuevas sensaciones y conquistas. Lo tendría siempre presente y estaría orgullosa de mi sentido común.

Pero todo parecía distinto cuando estaba a mi lado. Se mostraba incansable en su afán de complacerme y los días eran como un caleidoscopio de emociones de todo tipo…, demasiado gratas para renunciar a ellas. Podía sentirme feliz y despreocupada como no lo era desde hacía muchos años, siguiéndole la corriente, pero siempre, cuando mejor lo estaba pasando, escuchaba dentro de mí una voz de alerta. De tanto en tanto pasaba por mi mente la imagen de Heloïse ahogada en el río. Y recordaba también a mi madre, que había amado temerariamente y más allá de lo que dictaba la prudencia. Podía comprender sus sentimientos: era muy fácil ceder ante un hombre como aquél.

Pero, a pesar de todo, me entregué a la mágica embriaguez de aquellos días dorados, en el transcurso de los cuales averigüé muchas cosas acerca del conde. Su carácter tenía un lado serio y no vivía enteramente dado a los placeres sensuales. Era un hombre muy culto, amante del arte. Conocía a la perfección la historia de su país, y estar con él significaba compartir ese mismo interés. Amaba con pasión a su patria, pero criticaba sin piedad sus defectos, lo que hacía que cualquier discusión sobre el tema resultara apasionante. A su lado aprendí muchas cosas, incluso de mí misma.

Esperaba con impaciencia nuestros encuentros. Sabía que mi padre estaba muy preocupado, pero le repetía que no tenía nada que temer. Aun así, él no podía evitar sus temores. La condesa estaba en ascuas: el conde la tenía fascinada, porque sabía tratar a las mujeres y adaptarse al carácter de cada una para mejor ganarse sus simpatías.

Siempre estaba trayéndole regalos a Katie y enviando flores a la condesa, y en ocasiones tuvo ciertas deferencias con mi padre. Quería estar a buenas con todos nosotros: eso formaba parte de su estrategia.

Cierto día nos llevó a la ópera a ver Orfeo en los infiernos. Me explicó que era una de sus obras favoritas porque ponía en solfa a los dioses. Fue una representación extraordinaria, y disfrutamos viéndola. Hasta mi padre se rió. Y mientras regresábamos a casa, la música seguía sonando en mis oídos: en adelante sería también una de mis preferidas.

La condesa no hacía más que instarme a salir. Yo alegaba que tenía trabajo, pero ella no quería ni oírme hablar del asunto.

—Podemos arreglárnoslas perfectamente sin ti —insistía—. Bien lo hacíamos cuando tú no estabas. Tómatelo como una prolongación de tus vacaciones. Ya tendrás mucho tiempo para trabajar… más delante.

Los días pasaron volando. Sabía que jamás podría olvidarlos. París es una de las ciudades más agradables del mundo, y bajo la guía del conde se convirtió para mí en un lugar encantado. A veces nos acompañaba Katie, pero generalmente solíamos ir solos.

Subimos las empinadas calles de Montmartre, tomándome él del brazo para ayudarme, y visitamos aquel extraño templo de estilo oriental que se ha convertido en uno mayores puntos de referencia de París. Allí el conde me habló de Saint-Denis, el patrón de Francia, y de los mártires que en aquella montaña derramaron su sangre. Me mostró la enorme campana, que llaman Françoise-Marguerite o La Savoyarde de Montmartre, y que mide casi tres metros de altura; me hizo escuchar su insólito timbre. Yo había visitado aquel lugar en compañía de mi padre cuando llegué por primera vez a París, pero ahora todo me parecía nuevo y emocionante. Veía muchas cosas que antes me habían pasado inadvertidas. El conde sabía arrojar una nueva luz sobre ellas, y lo que antes me parecía irrelevante, adquiría ahora un nuevo significado.

Su sentido de la historia lo impregnaba todo. Me habló con tristeza de la Revolución que había destruido el Anden Régime y con amargura del populacho a cuyas manos perecieron tantos de sus antepasados. Sólo la suerte salvó una de las ramas de su familia: la suya.

—La sed de sangre —comentó—, la bilis de la envidia…, el deseo de destruir a quien tiene algo de lo que uno carece.

Me llevó a la Conciergerie y a la sala abovedada de San Luis, que hoy llaman Sala de los Pasos Perdidos en recuerdo de tantos condenados a muerte que pasaron por ella en su camino hacia la guillotina. Dejó traslucir su sordo rencor al contemplar la celda en la que María Antonieta pasó sus últimos días, «sometida a las humillaciones que le infligieron aquellos miserables tiranos».

Más tarde tuve ocasión de conocer otra faceta suya que ignoraba. La verdad es que no hacía más que sorprenderme.

Al visitar el Louvre descubrí la profundidad de sus conocimientos artísticos. Me hizo ver nuevos aspectos de los cuadros que yo conocía. Le fascinaba especialmente Leonardo da Vinci y permanecimos largo rato de pie en la Grande Galerie, mientras él me explicaba docenas de cosas sobre La Virgen de las Rocas. Y no digamos nada de la Mona Lisa…, que estaba en su país desde el año 1793. Me habló también del rey Francisco I, gran mecenas de artistas, que hizo venir a Leonardo de Italia para poder ser el primero en disfrutar de sus obras.

—El propio rey era un artista frustrado —dijo—, como tal vez yo lo sea también. Aunque me temo que hay muchas frustraciones y lagunas en mi vida…

—Entre las cuales no figura, por cierto, la sabiduría precisa para ser consciente de ello.

¡Qué días tan felices! Jamás podré olvidarlos. Cada mañana disfrutábamos de una nueva aventura. «Así es como hay que vivir», me decía a mí misma. Sin embargo, mil veces me recordaba que aquella situación era efímera: que todo terminaría muy pronto.

Ésa era una de las razones de que me aferrara a cada momento y tratara de apurarlo al máximo. A veces, sin embargo, me asaltaba el presentimiento de que estaba convirtiéndome en la víctima de su persecución y de que, atenta a las nuevas facetas de su personalidad que descubría, había olvidado el peligro.

Visitamos también el cementerio del Pére Lachaise, tan vinculado a la historia de París. Muchas veces me había preguntado yo quién habría sido el Pére Lachaise… El conde me explicó que fue un famoso confesor de Luis XIV y que al cementerio lo llamaron así por hallarse ubicado en los terrenos de su casa, que se alzaba donde posteriormente se construyó la actual capilla. Admiramos las tumbas y los monumentos de los grandes personajes.

—Una gran lección para todos nosotros —dijo el conde—. La vida es breve, y hay que sacar el máximo provecho de cada momento —añadió mirándome con una sonrisa y estrechando mi brazo.

Me encantaban los espacios abiertos: el elegante Pare Monceau, lleno de niños y niñeras, con sus insólitas estatuas de personajes como Chopin, representado con su piano y las alegorías de la Noche y la Armonía, o como Gounod con la Margarita de su ópera Fausto. Los niños se lo pasaban en grande: una vez llevé a Katie y me costó lo mío separarla de sus compañeros de juego.

Un día que estábamos en el Jardin des Plantes me di cuenta de que aquellos días gloriosos tocaban a su fin. Contemplábamos los pavos reales y recordé haberle comentado que hay momentos en la vida en que uno se siente absolutamente feliz. Aquél era uno de ellos.

—Pronto tendré que regresar a mi hogar —dije, mirándole a los ojos.

—¿A su hogar? —preguntó—. ¿Dónde está su hogar?

—En Londres.

—¿Por qué tiene que irse?

—Porque mi ausencia ha sido muy larga.

—Pero… ¿no es también su hogar París?

—Hogar no hay más que uno.

—¿Me está usted diciendo que añora Inglaterra?

—Es sólo que tengo la sensación de que debo volver. Hace demasiado tiempo que no veo a mi abuela.

—Espero que no se vaya aún. Hemos pasado unos días muy agradables, ¿no cree?

—Muchísimo. Temo haberle robado gran parte de su tiempo.

—Robado, no. Lo he empleado en aquello que más deseaba. Usted se ha dado cuenta, ¿verdad? Estos encuentros han sido tan placenteros para mí como espero que lo hayan sido para usted.

—Le seré sincera —dije—. Usted tiene un propósito, y es muy posible que esté perdiendo el tiempo.

—Mi único propósito es el placer. Si lo encuentro, jamás me parecerá haber perdido el tiempo.

Guardé silencio. Difícilmente podía rechazar una proposición que él no me había hecho… más que indirectamente.

—¿Por qué está usted tan pensativa? —me preguntó.

—Pienso en mi hogar.

—No puedo consentirlo. ¿Adónde le gustaría ir mañana?

—Mañana empezaré a preparar mi regreso.

—Quédese, se lo ruego. Piense en la tristeza que me causará si se va.

—Apuesto a que en seguida encontrará usted otra distracción.

—¿Así se considera usted a sí misma…, como una distracción?

—No. Eso es precisamente lo que no quiero ser.

—Ya conoce mis sentimientos hacia usted.

—Me los ha dado a entender con claridad.

—¿Qué me dice de nuestras excursiones?

—Que han sido de lo más interesantes.

—¿No va a echarlas de menos lejos de aquí?

—Probablemente sí. Pero estaré muy ocupada en Londres. Tendré que ponerme al día en muchas cuestiones.

—Y a mí… ¿me echará de menos?

—Estoy segura de que pensaré mucho en usted.

—¿Por qué me teme? —preguntó, tomando mi mano.

—¿Temerle? ¿Yo?

—Sí. Usted tiene miedo de mí…, miedo de dejarme penetrar en su intimidad.

—Tal vez es que soy diferente de la mayoría de las mujeres que usted ha tratado.

—Lo es, en efecto. Es precisamente una de las cosas que más me atraen de usted.

—Por eso no reacciono tal como usted espera.

—¿Cómo sabe usted lo que yo espero?

—Porque estoy al tanto de la vida que ha llevado hasta ahora.

—¿Tan bien me conoce?

—Lo suficiente como para deducir ciertas cosas. Me asió con fuerza del brazo.

—No se vaya —dijo—. Conozcámonos más el uno al otro…, de verdad.

Creí comprender perfectamente a qué se refería, y me avergoncé de sentirlo como una tentación. Lo rechacé enojada. ¿Una aventura amorosa? Sería ardiente, impetuosa, emocionante… hasta que se consumiera su fuego. Aquello no era para mí. Yo quería una relación estable. Unas semanas, o quizá unos meses, de apasionado amor serían un sustitutivo muy pobre.

¿Y si él estuviera refiriéndose al matrimonio…? Aun así, habría dudado. El sentido común me decía que tendría que pensármelo mucho y muy fríamente antes de iniciar unas relaciones con él. Pero él no estaba hablando de matrimonio. Se había casado una vez para cumplir con su familia, y ahora quería gozar de su libertad…, sin ninguna clase de estorbos. Tenía un heredero sano y fuerte: ya había cumplido su deber para con los Carsonne. Nada de matrimonios ya. Deseaba ser libre.

Había dejado que las cosas llegaran demasiado lejos. Había permitido que mis sentimientos se implicaran en nuestra relación… Ahora temía verme atrapada en sus redes.

Contemplé el orgulloso pavo real que exhibía arrogantemente su cola, seguido humildemente por su pálida hembra…

Ignoro por qué, pero aquel espectáculo me dio fuerzas.

«Nunca…, nunca», pensé.

Y, poniéndome en pie, dije fríamente:

—Es hora de irnos.