Los habitantes de la casa recibieron la noticia de nuestro compromiso de muy diversas formas. De entrada, lady Sallonger se inclinó por mostrarse escandalizada. Yo conocía perfectamente su modo de pensar y sabía que juzgaba todas las situaciones en función del efecto que podrían tener sobre su vida. Su primera reacción fue pensar que Philip debería haber picado más alto. No le parecía correcto que su elección hubiera recaído en alguien que, a su juicio, era poco más que una criada. Cierto que madame Cleremont ocupaba en la casa una posición un tanto especial y que desde el mismo momento de su llegada había impuesto una serie de condiciones que fueron aceptadas, pero no por ello dejaba de estar al servicio de la familia. Se sentía molesta. No había derecho a que la obligaran a enfrentarse a semejante situación ahora que el pobre sir Francis había muerto y cargado sobre sus hombros tan pesadas responsabilidades. Estaba demasiado agotada para tratar esos asuntos. Esperaba un poco más de consideración hacia ella… Pero luego su actitud empezó a cambiar un poco. Yo me iba a convertir en su nuera, y tendría que estarle agradecida por mi ascenso de posición en la casa. Quizá de esta forma podría exigirme más, ya que, en realidad, le era muy útil. Así que, bien mirado, tal vez la cosa no fuera tan mala. Por lo menos, podría tener sus compensaciones. Además, al fin y al cabo Philip no era más que el segundón de la familia.
Julia se sintió herida en su amor propio. La enfurecía pensar que había tenido que someterse a un montón de suplicios para no haber recibido aún ninguna proposición formal de matrimonio, mientras que yo, sin ningún género de ayuda, estaba ya comprometida el mismo día de cumplir los diecisiete años. Todos dirían que, en mis circunstancias, era el mejor partido a que podía aspirar. En consecuencia, me había espabilado, apuntándome un tanto sobre Julia.
En cuanto a los criados, no les hizo ninguna gracia. Les molestaba que quien había ocupado una posición inferior en la casa subiera de categoría y se convirtiera en la esposa de uno de los señoritos. Era como esos casos que ocurrían a veces en que el ama de llaves se casaba con el señor.
—Está muy mal —dijo mistress Dillon—. Es ir contra las leyes de la naturaleza.
Ni que decir tiene que Cassie estaba satisfecha y muy contenta.
Cuando Julia regresó a la Casa de la Seda para pasar un fin de semana con su madre, lo hizo acompañada de la condesa de Ballader. En determinado momento, la condesa buscó quedar a solas conmigo. Se mostraba sinceramente complacida.
—¡Bien hecho! —Me dijo, con tal tono de aprobación que se diría que el único objetivo de la existencia de una chica fuera pescar marido—. Con razón dije yo desde el primer instante que hubiera preferido hacerme cargo de ti.
Durante aquel fin de semana Julia se mostró muy fría conmigo, por lo que me alegré de que se fuera con la condesa.
Y quedaba Charles. Su actitud hacia mí, desde que Drake Aldringham le demostrara su desprecio, había sido de estudiada indiferencia. Aparentaba ignorarme por completo. Cuando le dieron la noticia de nuestro compromiso, sonrió burlonamente como si le contaran un chiste.
Philip estaba tan entusiasmado con la boda como lo antes lo estuviera con la seda Sallon. Era un hombre sin doblez: cuando tenía un proyecto ante sí, se entregaba a su realización en cuerpo y alma. Me agradaba este rasgo suyo. Me agradaban muchas cosas de él. Creía amarle, pero no estaba del todo segura. Me gustaba estar con él, conversar con él… Y, sobre todo, me encantaba su forma de tratarme como si fuera algo tan valioso que mereciera una vida dedicada a cuidar de mí.
Nuestra boda se celebraría en abril. Teníamos, pues, cinco meses para los preparativos.
—No tiene ningún sentido retrasarla —dijo Philip.
Grandmère y él sostuvieron largas conversaciones. Dedicaron mucho tiempo a hablar de las «capitulaciones matrimoniales». Cuando entendí lo que eso significaba, me quedé de piedra.
—¿Estás sugiriendo que Philip debe pagar algo? —pregunté con incredulidad a Grandmère.
—Así se hace en Francia. Allí se abordan estas cuestiones. El día que te cases con Philip, él fijará una cierta suma como dote, y ese dinero será tuyo… si algo le sucediera.
—¿Qué podría sucederle?
—Ah, mon enfant, nunca se sabe. Todas las precauciones son pocas. Puede ocurrirle un accidente… ¿Y qué hace entonces la pobre viuda? ¿Quedar por completo a merced de la familia del marido?
—Me parece todo tan sórdido…
—En estas cosas debes ser práctica. Además, no te conciernen. Lo arreglaremos Philip y yo con los abogados. Porque… ¿acaso no soy tu tutora?
—Pero, Grandmère, yo preferiría que no lo hicieras. No quiero que Philip tenga que pagar nada.
—Es un simple acuerdo… Nada más. Y significa que, una vez te hayas casado con él, estarás segura y a salvo de cualquier contingencia.
—¡Yo no me caso con él por eso!
—No, claro que no. Pero alguien tiene que velar por tus derechos. Hemos de ser prácticas, y este asunto no es cosa tuya, sino de tu tutora.
Cuando estuve a solas con Philip abordé el tema.
—Tu abuela es una hábil mujer de negocios —me dijo—. Sabe lo que se lleva entre manos. Desea lo mejor para ti… Y, como yo también lo deseo, estamos por completo de acuerdo.
—Pero todo este asunto de la dote ¡me parece tan mercantil!
—Lo parece, pero debe tratarse. No pienses en ello. Tu abuela obtendrá lo que quiere para ti. He pensado que podríamos pasar nuestra luna de miel en Italia. Cuando estuve en Florencia pensé muchas veces en ti. No paraba de decirme: Tengo que enseñarle esto a Lenore. Y eso es exactamente lo que me dispongo a hacer. Dime que estás de acuerdo.
—¡Eres tan bueno conmigo, Philip! —respondí emocionada.
—Querré serlo… siempre, y tú también lo serás conmigo. El nuestro va a ser el matrimonio ideal.
—Espero no decepcionarte.
—¡Qué bobadas dices! Como si pudieras hacerlo. Quedamos, pues, en Florencia. Es una ciudad maravillosa, patria de los mayores artistas del mundo. Lo intuyes sólo con recorrer sus calles. Iremos a la ópera. Será una espléndida oportunidad para que luzcas un precioso vestido de seda Sallon. Que te lo haga tu abuela: un traje de noche especial para la ópera.
—Y tú llevarás una larga capa de ópera y una espléndida chistera plegable, de ésas que quedan totalmente planas y que luego se abren de golpe —respondí yo riendo.
—E iremos paseando por las calles hasta nuestro albergo. Pediremos una habitación con balcón, que dé a una plaza a ser posible, y recordaremos a los grandes artistas florentinos que trabajaron en aquella ciudad excepcional y dieron al mundo su mejor arte.
—Será maravilloso —asentí.
* * *
Pasaron las semanas volando. Me sentía tan inmensamente feliz… Reconocía que Grandmère tenía toda la razón: era lo mejor que me hubiera podido ocurrir. Philip estaba casi siempre en Londres. Pensaba tomarse tres semanas de vacaciones para nuestra luna de miel. Más no podía.
Después pasaríamos unos días en la Casa de la Seda y nos trasladaríamos a Londres, a Grantham Square. Al principio tendríamos que compartir la casa con Charles, pero Philip pensaba que debíamos tener casa propia. Yo era de la misma opinión. La idea de vivir bajo el mismo techo con Charles me repugnaba. No me fiaba de él, ni jamás volvería a fiarme. Y aunque él parecía querer olvidar el incidente del panteón, yo no podía hacer lo propio por mucho que quisiera.
Grandmère andaba muy ocupada haciéndome ropa. Tenía ya mi vestido de novia, de raso blanco con encajes de Honiton; era demasiado lujoso para la sencilla ceremonia que preveíamos, pero insistió en hacerlo a su gusto. Y luego el ajuar… Nos oyó hablar de la luna de miel y de nuestro propósito de asistir a la ópera en Italia, y me hizo un vestido de seda Sallon azul, con una capa de terciopelo negro a juego. Cierto día que Philip vino de Londres, quise mostrárselo. Subió al cuarto de costura con un paquete debajo del brazo, y cuando me presenté ante él con mi vestido azul, sacó del paquete una capa negra y se la puso, y después se encasquetó la chistera plegable.
Nos echamos a reír y empezamos a desfilar, cogidos del brazo, por el cuarto de trabajo de Grandmère, cantando trozos de La Traviata. Cassie batía palmas jubilosamente y Grandmère nos contemplaba con una cara de satisfacción como no le había visto en mi vida. Intuí que estaba pensando en mi madre y comparando su triste historia con la mía.
Philip y yo deseábamos una boda sencilla: muy pocos invitados, y empezar en seguida nuestra luna de miel.
Lady Sallonger se había resignado por fin, aunque todavía guardaba cierto resentimiento.
—Tres semanas de viaje —decía—. Me parece demasiado tiempo. Tendremos que concluir La mujer de blanco antes de que te vayas.
—Miss Logan podrá leérsela —le recordé.
—En seguida se queda ronca… y, además, no pone sentimiento.
—Cassie…
—No, Cassie es todavía peor. No le da ninguna expresión, y es imposible saber si está hablando la heroína o el villano. Ay, Señor… No entiendo esa manía de ir de luna de miel. Hay que pensar en los inconvenientes.
—Me halaga que me eche tanto de menos —le dije.
—¡Estoy tan desvalida…! Ahora que sir Francis se ha ido, no hay quien cuide de mí.
—Todos la cuidamos como siempre —protesté.
Mi posición había cambiado: ya no era simplemente la nieta de una empleada de la casa, sino la futura nuera. Estaba dispuesta a sacar el máximo partido de ello.
Y así pasaron felizmente las semanas hasta que llegó el día de mi boda.
Fue un radiante día de abril. Me llevó al altar el médico de la familia, que era un buen amigo, y Charles hizo de padrino.
Durante la ceremonia, mientras Philip y yo estábamos de pie ante el altar, un rayo de sol penetró por la vidriera e iluminó la placa dedicada a aquel antepasado de la familia que compró la casa y la rebautizó como Casa de la Seda. En aquel instante Philip tomó mi mano, me puso el anillo en el dedo y los dos juramos amarnos mutuamente hasta que la muerte nos separase.
Salimos de la iglesia a los acordes de la Marcha nupcial de Mendelssohn, y al pasar junto a Grandmère vi fugazmente su rostro resplandeciente de felicidad.
A continuación regresamos a la Casa de la Seda, donde se había dispuesto una sencilla recepción para los invitados. Todos nos dieron la enhorabuena y nos expresaron sus deseos de ventura. Y, a su debido tiempo, fuimos a prepararnos para el viaje.
Grandmère me acompañó al dormitorio y me ayudó a quitarme el vestido de novia y ponerme un traje de chaqueta de alpaca azul oscuro que consideraba muy adecuado para viajar. Después se quedó mirándome, rebosando alegría y orgullo.
—Estás guapísima —me dijo— y éste es el día más feliz de mi vida.
Minutos después Philip y yo partimos hacia Florencia.
* * *
Fueron unos días cuyo recuerdo conservaré siempre como un tesoro; días de dicha plena. Ya no me cabía la más mínima duda de que Grandmère tenía razón al desear mi boda con Philip. Ahora que éramos marido y mujer descubría una felicidad insospechada. Aquella intimidad recién hallada, la proximidad del ser querido, era algo maravilloso, emocionante, y que me llenaba de júbilo. Es verdad que jamás me había sentido sola, porque siempre tuve a Grandmère y ella fue el centro de mi vida. Pero ahora tenía a Philip y nos unía esa relación indescriptible. Era tan bueno conmigo, tenía tantas ganas de hacerme feliz… Se desvivía por mí, y eso hacía que me sintiera un poco abrumada, pero a la vez orgullosa de que me amara tanto. Grandmère había intuido que iba a ser así, y por eso la ilusionaba vernos casados.
No era sólo amor lo que me ofrecía Philip, un amor profundo, apasionado y respetuoso: me atraía también por la riqueza y variedad de sus conocimientos. Yo ya sabía que le apasionaba todo lo relacionado con la fabricación de la seda y que, cuando una cosa le interesaba, le parecían importantes los menores detalles; pero ahora descubría que era también un gran amante de la música: a mí me había atraído siempre, pero a su lado aprendí a entenderla y a apreciarla mejor. Le encantaba el arte y era un buen conocedor de los pintores florentinos, de algunos de los cuales, como Cimabúe y Masaccio, yo ni siquiera había oído hablar. Le interesaba mucho el pasado y era capaz de hablar con tanta viveza sobre la historia de Florencia, que me parecía estar viendo los hechos que relataba.
Como estábamos en el mes de abril, no había muchos visitantes en Florencia. Supuse que, más entrado el año, estaría abarrotada de gente porque en verdad es uno de los lugares más bellos de Europa. El hotel estaba casi vacío, por lo que todo el personal —posiblemente menos numeroso que en la época alta— se desvivía por atendernos.
Las habitaciones eran amplias y altas de techo; nuestro dormitorio tenía las paredes alicatadas en tonos azules y malva. Las cristaleras daban a un balcón desde el que podíamos contemplar a nuestros pies la calle. Pienso que, en otros tiempos, el edificio debió de ser un palacio, porque era muy espacioso y todo en él parecía evocar una grandeza algo marchita; lo llamaban simplemente la Reggia. Confieso que al principio su atmósfera me sorprendió por un aire levemente espectral. De haber estado sola, creo que me hubiera llegado a afectar, pero al estar en compañía de Philip disfruté de aquella sensación extraña como de un toque fascinante; sin duda allí habían ocurrido muchos sucesos emocionantes…, tal vez algunos siniestros.
¡Qué días tan gratos! Todo resultaba sorprendente, divertido: Philip poseía el don de ver las cosas de esa forma. Yo decía que estaba obsesionado por el negocio, y en parte era así. Solíamos pasear por las calles viendo escaparates, en especial los que exponían tejidos de seda. Él no podía resistir la tentación de detenerse ante ellos y a veces entraba en la tienda a preguntar el precio, a sopesar la tela y a acariciarla amorosamente con sus dedos. Yo solía burlarme de él y le decía que los comerciantes acabarían enfadándose porque jamás compraba nada.
—¿Qué quieres? —respondía—. Sería como llevar chinos a China.
Me encantaban las tiendecitas del Ponte Vecchio. Examinábamos las baratijas y, a veces, comprábamos una gema, una pulsera o una cajita esmaltada. Había muchas cosas que atraían nuestra atención.
En el hotel nos atendía un italiano muy vivaracho. Ignoro cuáles serían sus funciones con el hotel a tope pero, como éramos tan pocos los huéspedes, se dedicó a nosotros convirtiéndose en una especie de factótum.
Nos traía el desayuno por la mañana; descorría las cortinas y se quedaba contemplándonos con una sonrisa indulgente. Si habíamos dejado alguna prenda en desorden, se apresuraba a recogerla y a colgarla en el armario: le interesaba mucho nuestra ropa, en particular la de Philip. Chapurreaba un poquito de inglés mezclado con un mucho de italiano, y era evidente que le gustaba practicar con nosotros. Nos caía simpático y, conforme pasaron los días, fuimos animándole a hablar. Era un hombre alto…, como de la estatura de Philip; tenía el pelo de color castaño oscuro y unos grandes y sentimentales ojos negros.
En seguida descubrió que estábamos pasando nuestra luna de miel.
—¿Cómo lo ha adivinado? —le pregunté.
Él se encogió de hombros y levantó la vista a las pinturas del techo.
—No ser difícil —además de pronunciar mal las palabras, les daba un sonsonete absolutamente ajeno al inglés—. Muy bonito, muy bonito —añadió, como si aquello le pareciera tremendamente gracioso.
A partir de entonces nos consideró sus protegidos. Cuando comíamos en el restaurante del hotel, solía situarse junto al camarero que nos servía viendo cómo comíamos. Y si alguna vez no nos terminábamos algún plato, sacudía la cabeza y se acercaba a preguntarnos ansiosamente, con aquella voz suya tan cómica:
—¿No estar bueno?
Vestía impecablemente y con cierta elegancia. Era fácil pillarle mirándose en los espejos con cara de profunda satisfacción. Se llamaba Lorenzo, y Philip se apresuró a rebautizarle como Lorenzo el Magnífico.
Su locuacidad fue en aumento al correr de los días. Philip tenía algunas nociones de italiano; entre eso y el inglés de Lorenzo, pudimos enterarnos de muchísimas cosas. Le instábamos a hablar porque, cualquiera que fuera el tema, todo lo que contaba nos parecía increíblemente divertido y hacía que nos riéramos con esa risa que procede más de la felicidad que de la diversión. Los dos nos alegrábamos de vivir, y creo que Lorenzo lo notaba y sentía deseos de compartir nuestra alegría.
Estaba muy interesado en que supiéramos que era una gran persona y que se llevaba a las mujeres de calle; incluso nos confesó que le apenaba tener que ir sacudiéndoselas de encima, y al decir esto gesticulaba con sus expresivas manos como quien estuviera espantando moscas pertinaces. Durante sus peroratas siempre procuraba situarse cerca de algún espejo en el que pudiera mirarse a hurtadillas y expresar su aprobación alisándose maquinalmente el cabello. Pero tan descarada vanidad no restaba encanto a su persona y ni Philip ni yo podíamos resistirnos al deseo de charlar con él.
Como ya he dicho antes, le interesaba mucho la ropa de Philip. En cierta ocasión, al entrar en la habitación le sorprendimos probándose su chistera.
—Muy bonito —nos dijo, sin demostrar el más mínimo asomo de vergüenza por haber sido pillado in fraganti.
También nosotros tratamos de no manifestar nuestra sorpresa, aunque, en realidad, nada de lo que hiciera Lorenzo podría sorprendernos.
—Le sienta muy bien —dije—. Con esto… Lorenzo… haría grandes conquistas, ¿no?
—Seguro que sí. Pero ya no podría quitárselas de encima: tendría que escapar por piernas.
Se quitó reverentemente el sombrero, lo plegó con un placer casi infantil y, a regañadientes, volvió a meterlo en su caja.
Solía sugerirnos lugares que visitar, y a la vuelta quería conocer nuestras impresiones. Era una continua fuente de diversión para nosotros. En particular siempre que le recordábamos pavoneándose con la chistera de Philip ante el espejo.
—¿Has conocido a alguien tan presumido? —le pregunté una vez.
—No creo que sea más presumido que los otros —me respondió Philip—. Lo que ocurre es que no lo oculta. Se cree irresistible con las mujeres. ¿Y por qué no? Está claro que eso le hace feliz.
Estaba clarísimo.
A veces nos sentábamos en las terrazas de los restaurantes a tomar un café o saborear un aperitivo y nos poníamos a comentar nuestras andanzas de aquel día o nuestros proyectos para el día siguiente; pero invariablemente acabábamos refiriéndonos a las ocurrencias de Lorenzo.
Días mágicos en una ciudad mágica. Cuando pienso en Florencia me vienen al recuerdo las alturas de Fiesole; las casas rodeadas de suaves colinas, con las laderas cubiertas de viñedos, los jardines, las espléndidas villas; veo también los austeros edificios de la capital, que dan a sus calles una especie de siniestra grandeza; pienso en particular en el Duomo —la catedral— y en la iglesia de San Lorenzo, con sus soberbios mármoles y adornos de lapislázuli, calcedonias y ágatas; y en mi descubrimiento de una estatua de Lorenzo de Médicis…, el auténtico Lorenzo el Magnífico…
Yo juraba que tenía un aire a nuestro Lorenzo. Nos pusimos a sacarles parecidos e incluso llegamos a preguntarnos si no iría por allí de cuando en cuando para copiar a su famoso tocayo.
Había tantas cosas que ver, tantos tesoros, que hubiéramos debido quedarnos allí un año para poder asimilarlas poco a poco: los innumerables palacios; el Bargello, que antaño fuera una prisión; el Palazzo Vecchio; los Uffizi y el Palazzo Pitti… Nos gustaba pasear por la Piazza della Signoria, viendo su colección de estatuas y la Loggia dei Lanzi, bajo cuyo pórtico estaban algunas de las más soberbias esculturas que yo jamás hubiera visto.
El clima era templado, pero no caluroso, y los cielos intensamente azules contribuían a destacar la belleza de los impresionantes edificios.
Cierto día que admirábamos las estatuas de la Piazza della Signoria advertí la presencia de un hombre a nuestro lado. Su mirada se cruzó con la mía y me sonrió.
—Maravillosa colección —comentó en inglés con un fuerte acento italiano.
—Muy hermosa —respondí.
—¿Dónde, fuera de Italia, se podría encontrar algo semejante? —añadió Philip.
—Me atrevería a decir que en ninguna parte —replicó el hombre—. ¿Están ustedes de vacaciones aquí?
—Sí —respondió Philip.
—¿Su primera visita?
—Para mí no, pero sí para mi mujer.
—Se ha dirigido usted a nosotros en inglés —observé—; ¿cómo ha sabido de dónde éramos?
—Listo que es uno —respondió sonriendo—. Díganme: ¿de qué parte de Inglaterra son? Yo también conozco un poco su patria.
—Somos de los alrededores de Epping Forest. —Le explicó Philip—. ¿Estuvo usted por allí?
—Oh, sí… Y es un sitio precioso…, a dos pasos de la gran ciudad, ¿no es cierto?
—Veo que está usted muy bien informado.
—¿Se quedarán aquí mucho tiempo?
—Lo que queda de ésta y una semana más. Se llevó la mano al sombrero y saludó con una leve inclinación.
—Pues disfruten el tiempo que les queda —dijo.
Cuando se alejó, le comenté a Philip:
—Ha sido muy amable, ¿no crees?
—Le hemos caído en gracia porque nos ha visto admirar las bellezas de su país.
—¿Crees que sólo era eso? Me ha dado la sensación de que se interesaba por nosotros y que por eso preguntaba de dónde éramos y cuándo nos íbamos.
—No han sido más que frases de cumplido —sentenció Philip.
Y me tomó del brazo para ir en busca de un restaurante al aire libre donde pudiéramos contemplar la actividad de la calle durante el almuerzo.
* * *
Por fin fuimos a la ópera. Me puse mi vestido de seda Sallon azul y Philip se envolvió en su capa negra y se colocó en la cabeza la chistera que había suscitado la ferviente admiración de Lorenzo, quien, cuando estábamos a punto de salir del hotel, vino a vernos con no sé qué pretexto. Juntó las manos y se quedó mirándonos como arrobado. Me di cuenta de que se estaba imaginando a sí mismo vestido con la capa y el sombrero de Philip. Luego batió palmas y murmuró:
—¡Magnífico! ¡Magnifico!
Fue una velada maravillosa… la última de aquellas noches inolvidables. Al mirar hacia atrás, parece increíble que pudiéramos estar tan ajenos a la inminencia del desastre.
Se ponía en escena Rigoletto; los intérpretes estuvieron soberbios; el público, entendido. Me subyugaron las espléndidas voces del duque de Mantua y de su trágico bufón. Me conmoví al escuchar el Caro nome de Gilda y el cuarteto del último acto donde los galanteos del duque, que ahora persigue a la muchacha de la taberna, se mezclan con la tragedia de la traicionada Gilda y los propósitos vengativos de Rigoletto. Pensé para mis adentros: esto se lo he de contar a Grandmère.
Durante el entreacto vi en uno de los palcos al hombre que nos había hablado en la Piazza. Él me vio también y me reconoció, porque me saludó con una inclinación de cabeza.
—Mira, Philip —dije—. Allí está el hombre de la Piazza. ¿No te acuerdas de él?
Philip estaba distraído y asintió vagamente.
Al salir a la calle le volví a ver. Parecía estar aguardando a alguien. De nuevo nos saludamos con un gesto.
—Estará esperando su coche —comenté.
Por nuestra parte decidimos regresar caminando al hotel. La noche parecía encantada. Yo deseaba prolongarla todo lo posible. Permanecimos un buen rato juntos en el balcón, contemplando la dormida ciudad.
—Cuando no hay gente en ellas, las calles tienen un aspecto siniestro —dije—. Te empiezas a preguntar de cuántos sangrientos dramas habrán sido escenario.
—Eso lo podrías aplicar a cualquier otro sitio —contestó Philip, realista.
—Pero es que aquí tienen algo especial…
—Tienes demasiada imaginación, amor mío —cortó Philip, atrayéndome adentro.
* * *
Pasamos todo el día siguiente callejeando y después de cenar nos sentíamos un poco cansados. Lorenzo había permanecido cerca de nosotros mientras cenábamos en el casi desierto comedor.
—¿No ir ustedes a la ópera esta noche? —preguntó.
—No. Ya estuvimos ayer —respondió Philip.
—Y fue maravilloso —añadí.
—Muy bonito Rigoletto, ¿no?
—Sí. Fue una estupenda representación.
—Y hoy ¿no ir de nuevo?
—Oh, no —repuso Philip—. Esta noche nos retiraremos temprano. Tenemos que escribir algunas cartas. Estamos algo cansados y nos iremos pronto a dormir.
—Estar muy bien.
Subimos a nuestra habitación y nos pusimos a escribir. Mi carta estaba dirigida a Grandmère, y en ella le contaba mis impresiones de Florencia y nuestra velada en la ópera. Philip había recibido noticias de la fábrica y estaba enfrascado en la respuesta. Después nos sentamos un rato en el balcón y nos fuimos a la cama en seguida.
A la mañana siguiente nuestro desayuno tardaba en llegar y cuando al fin nos lo subieron no fue Lorenzo quien nos lo sirvió, sino un empleado distinto.
—¿Le ha pasado algo a Lorenzo? —pregunté. El inglés del sustituto era todavía peor.
—Lorenzo… irse.
—¿Que se ha marchado? ¿Adónde?
El hombre dejó la bandeja y nos miró con cara de no entendernos, alzando las manos en un gesto de impotencia.
Al salir él, nos pusimos a comentar el asunto. ¿Qué podía haberle ocurrido a Lorenzo? No podía ser que se hubiera ido realmente y, por otra parte, Philip decía que nos habría avisado si le correspondía tener su día libre.
—Es extraño —convine—, pero Lorenzo también lo es. Apuesto a que no tardaremos en tener noticias suyas.
Pero al bajar a Recepción vimos que nadie conocía su paradero y era evidente que todos estaban tan sorprendidos de su desaparición como nosotros mismos.
—Seguro que se ha metido en alguna aventura romántica —me comentó Philip.
Salimos del hotel e iniciamos nuestro recorrido por la ciudad. Al pasar por delante del palacio de los Médicis, todavía pensando en nuestro Lorenzo, hablamos de aquel homónimo suyo, vástago de la poderosa familia que en el siglo quince ejerció la soberanía en Florencia.
—Lorenzo il Magnifico… —musitó Philip—. Realmente debe de haber sido un gran hombre para que la posteridad le reconozca unánimemente este título. Generoso sí fue: empleó gran parte de su fortuna en favorecer la literatura y las artes, e hizo de Florencia un centro del saber. Ya sabes que donó grandes tesoros a la biblioteca que él mismo fundó y que se rodeó de algunos de los más famosos pintores y escultores que han existido nunca. Eso es ser magnífico. Tengo entendido que, al final, alcanzó un poder excesivo, lo cual no es bueno para nadie, y que en sus últimos años de vida fue perdiéndolo en parte. A su muerte siguió un período turbulento en la historia de Florencia porque, como suele ocurrir, sus hijos no tuvieron la talla del padre.
Yo no podía quitarme de la cabeza a nuestro Lorenzo.
—Confío en que no tendrá problemas cuando vuelva —dije—, aunque me imagino que no estarán muy satisfechos de su comportamiento… Mira que marcharse sin avisar…
Hicimos algunas compras en el Ponte Vecchio y paseamos por la orilla del Arno, en el lugar donde —según Philip— Dante vio por primera vez a Beatriz. Me alegré de regresar al hotel, porque todavía seguía pensando en Lorenzo. Allí nos aguardaba una desagradable sorpresa.
Nada más entrar nos dimos cuenta de que algo malo había ocurrido. Uno de los camareros y dos doncellas se nos acercaron corriendo. Nos costó entender lo que querían decirnos, porque hablaban los tres a un tiempo y prácticamente en un italiano sólo salpicado con palabras inglesas.
No podíamos creer lo que oíamos: habían encontrado muerto a Lorenzo.
Al parecer fue atacado la noche anterior, a poco de salir del hotel. Su cuerpo quedó tendido en una de las callejuelas de la parte trasera y no fue descubierto hasta por la mañana, al tropezar con él un hombre que se dirigía al trabajo.
Se nos acercó el director.
—Me alegro de que hayan vuelto —nos dijo—. La policía quiere hablar con ustedes… Voy a avisarles de que ya están aquí. Quieren hacerles unas preguntas…
Nos sorprendió que quisieran hablar con nosotros, pero estábamos tan aturdidos por la muerte del simpático y sonriente Lorenzo, que apenas podíamos pensar en otra cosa.
Al poco llegaron dos policías, uno de los cuales se expresaba bastante bien en inglés. Nos contó que habían tardado bastante tiempo en identificar el cuerpo de Lorenzo porque llevaba puesta una capa con la etiqueta de un sastre de Londres. Pensaron, pues, de entrada, que la víctima era un extranjero de visita en Florencia. Pero Lorenzo era una persona bien conocida en la ciudad, y alguien le identificó. Suponían que el móvil del ataque fue el robo, aunque era difícil establecer si le habían robado algo.
Nos quedamos atónitos, pero entonces recordé a Lorenzo contemplándose en el espejo luciendo la chistera de Philip, y dije que quería subir un momento a la habitación. Lo hice así. La sombrerera estaba vacía y la capa había desaparecido del armario. Corrí abajo para decírselo.
La consecuencia de ello fue que nos acompañaron a ver la ensangrentada capa. No había duda posible: era la de Philip. Para entonces ya habían encontrado también la chistera. En cuanto la vi, creí adivinar lo ocurrido.
Estábamos profundamente afectados por el suceso. Lorenzo nos había hecho pasar muy buenos ratos y nos agradaba charlar con él. Recordé que la noche anterior nos había preguntado con cierta insistencia si pensábamos salir. Como le dijimos que no, se había puesto el sombrero y la capa de Philip. Y fue así, tomado por un acaudalado turista, como encontró la muerte.
Era una gran tragedia y la sentíamos tanto más nuestra cuanto que le habían matado por llevar las ropas de Philip. Yo le veía aun pavoneándose, convencido de ser un figurín, un irresistible donjuán… Le había matado su vanidad; pero era una vanidad tan inocente, tan simpática incluso…
¡Pobre Lorenzo!… Tan lleno de vida y tan capacitado para disfrutar de ella. Muerto… por una chiquillada.
Aquél fue el final de nuestra luna de miel. Ya no podíamos ser felices en Florencia. La ciudad había adquirido un nuevo aspecto. Aquellas calles con sus hermosos edificios, llenas de sombras de un glorioso pasado, eran ciertamente siniestras.
Dondequiera que fuéramos, veía al presumido Lorenzo, tan satisfecho de la vida y de sí mismo… y de pronto caía sobre él el cuchillo asesino.
—Me parece —dijo Philip— que sería mejor volver a casa.