Para figurar en el «cogollito», en el clan, en el «grupito» de los Verdurin, bastaba con una condición, pero esta era indispensable: prestar tácita adhesión a un credo cuyo primer artículo rezaba que el pianista, protegido aquel año por la señora de Verdurin, aquel pianista de quien decía ella: «No debía permitirse tocar a Wagner tan bien», se «cargaba» a la vez a Planté y a Rubinstein, y que el doctor Cottard tenía más diagnóstico que Potain. Todo «recluta nuevo» que no se dejaba convencer por los Verdurin de que las reuniones que daban las personas que no iban a su casa eran más aburridas que el ver llover, era inmediatamente excluido. Como las mujeres se revelaban a este respecto más que los hombres a deponer toda curiosidad mundana y a renunciar al deseo de enterarse por sí mismas de los atractivos de otros salones, y como los Verdurin se daban cuenta de que ese espíritu crítico podía, al contagiarse, ser fatal para la ortodoxia de la pequeña iglesia suya, poco a poco fueron echando a todos los fieles del sexo femenino.
Aparte de la mujer del doctor, una señora joven, aquel año estaban casi reducidos (aunque la señora de Verdurin era muy virtuosa y pertenecía a una riquísima familia de la clase media, con la que había ido cesando poco a poco todo trato) a una persona casi perteneciente al mundo galante; la señora de Crécy, a la que llamaba la señora de Verdurin por su nombre de pila, Odette, y la consideraba como un «encanto», y a la tía del pianista, que debía estar muy al tanto de las costumbres de portal y escalera; personas ambas que no sabían nada del gran mundo, y de tanta candidez, que fue muy fácil convencerlas de que la princesa de Sagan y la duquesa de Guermantes tenían que pagar a unos cuantos infelices para no tener desiertas sus mesas, tanto que si aquellas dos grandes señoras hubieran invitado a la ex portera y a la demimondaine[20] habrían recibido una desdeñosa negativa.
Los Verdurin no daban comidas: siempre había en su casa «cubierto puesto». No se hacían programas para la reunión de después de cenar. El pianista tocaba, pero sólo si «le daba por ahí», porque allí no se obligaba a nadie; ya lo decía el señor Verdurin: «¡Todo por los amigos, vivan los camaradas!». Si el pianista quería tocar la cabalgata de La Walkyria o el preludio de Tristán, la señora de Verdurin protestaba, no porque esa música le desagradara, sino porque al contrario, la impresionaba demasiado. «¿Es que se empeña usted en que tenga jaqueca? Ya sabe usted que cada vez que toca eso pasa lo mismo. Mañana, cuando quiera levantarme, se acabó, ya no soy nada». Si no se tocaba el piano, había charla, y algún amigo, por lo general el pintor favorito de tanda, «soltaba», como decía Verdurin, «una paparrucha fenomenal que retorcía a todos de risa», sobre todo a la señora de Verdurin —tan aficionada a tomar en sentido propio las expresiones figuradas de sus emociones— que una vez el doctor Cottard (entonces joven principiante) tuvo que ponerle en su sitio una mandíbula que se le había desencajado a fuerza de reír.
Estaba prohibido el frac, porque allí todos eran «camaradas», y para no parecerse en nada a los «pelmas», a los que se tenía más miedo que a la peste, y que eran invitados tan sólo a grandes reuniones, que daban los Verdurin muy de tarde en tarde, y tan sólo cuando podían servir para entretenimiento del pintor para dar a conocer al pianista. El resto del tiempo se contentaban con representar charadas, cenar vestidos con los disfraces, pero en la intimidad, y sin introducir ningún extraño al «cogollito».
Pero a medida que los «camaradas» iban tomando más importancia en la vida de la señora de Verdurin, el dictado de pelma y de réprobo lo aplicaba a todo lo que impedía a los amigos que fueran a su casa, a lo que los llamaba a otra parte; a la madre de este, a la profesión de aquel o a la casa de campo y salud delicada de un tercero. Cuando el doctor Cottard se levantaba de la mesa y consideraba imprescindible salir para ir a ver un enfermo grave, le decía la señora de Verdurin: «¡Quién sabe!, quizá le siente mejor que no vaya usted esta noche a molestarlo; pasará muy bien la noche sin usted, y mañana va usted tempranito y se lo encuentra bueno». En cuanto entraba diciembre se ponía mala de pensar en que los fieles «desertarían» el día de Navidad y el de Año Nuevo. La tía del pianista exigía que la familia cenara aquella noche en la intimidad, en casa de la madre de ella.
—Y se le figura a usted que se va a morir su madre —exclamaba ásperamente la señora de Verdurin—, si no va usted a cenar con ella la noche de Año Nuevo, como hacen en provincias.
Esas inquietudes retornaban para Semana Santa.
—Doctor, supongo que usted, un sabio, un hombre sin prejuicios, ¿vendrá el Viernes Santo como un día cualquiera? —dijo a Cottard el primer año, con tono tranquilo, como el que está seguro de lo que le van a contestar. Pero esperaba la respuesta temblando, porque si no iba el doctor, corría peligro de estarse sola aquella noche.
—Sí, sí, vendré el Viernes Santo a despedirme, porque nos vamos a pasar la Pascua de Resurrección a Auvernia.
—¿A Auvernia? Para dar de comer a pulgas y piojos. ¡Qué les haga buen provecho!
Y tras un momento de silencio:
—Por lo menos, si nos lo hubiera usted dicho, habría podido organizarse algo y hacer el viaje juntos y con más comodidad.
Igualmente, cuando alguno de los «fieles» tenía un amigo, o una «parroquiana», un flirt, que podían ser causa de «deserción», los Verdurin, que no se asustaban de que una mujer tuviera un amante con tal de que hablaran de su casa y de que la amiga no lo antepusiera a ellos, decían: «Pues bueno, traiga usted a ese amigo». Y se lo llevaba a prueba, para ver si era capaz de no guardar ningún secreto a la señora de Verdurin y si se lo podía agregar al clan. En caso desfavorable, se llamaba aparte al fiel que lo había presentado, y se le hacía el favor de mal quistarlo con su amigo o su querida. Y en caso favorable, el «nuevo» pasaba a ser «fiel». Así que cuando aquel año la demimondaine contó al señor Verdurin que había conocido a un hombre encantador, un señor Swann, e insinuó que él tendría mucho gusto en poder ir a aquellas reuniones, Verdurin transmitió acto continuo la petición a su esposa. (Nunca opinaba hasta que ella había opinado, y su misión particular era poner en ejecución los deseos de su mujer y los de los fieles, con gran riqueza de ingenio).
—Aquí tienes a la señora de Crécy, que te quiere pedir una cosa. Le gustaría presentarte a un amigo suyo, al señor Swann. ¿Qué te parece?
—Pero vamos a ver, ¿se puede negar algo a una preciosidad como esta? Sí, preciosidad; usted cállese, no se le pregunta su opinión.
—Bueno, como usted quiera —contestó Odette, en tono de discreteo—, ya sabe usted que yo no ando fishing for compliments[21].
—Bueno, pues traiga usted a su amigo, si es simpático.
Claro que el «cogollito» no guardaba ninguna relación con la clase social en que se movía Swann, y un puro hombre de mundo hubiera considerado que no valía la pena de gozar una posición excepcional, como la de Swann, para ir luego a que lo presentaran en casa de los Verdurin. Pero a Swann le gustaban tanto las mujeres, que cuando trató a casi todas las de la aristocracia y las conoció bien, ya no consideró aquellas cartas de naturalización, casi títulos de nobleza, que le había otorgado el barrio de Saint-Germain, más que como una especie de valor de cambio, de letra de crédito, que por sí no valía nada, pero gracias a la cual podía ser recibido muy bien en un rinconcillo de Provincias o en un oscuro círculo social de París, donde había una chica del hidalgo del pueblo o del escribano, que le gustaba. Porque el amor o el deseo le infundían entonces un sentimiento de vanidad que no tenía en su vida de costumbre (aunque ese sentimiento debió de ser el que antaño lo empujara hacia esa carrera de vida elegante donde malgastó en frívolos placeres las dotes de su espíritu y puso su erudición en materias de arte a la disposición de damas de alcurnia que querían comprar cuadros o amueblar sus hoteles), y que lo inspiraba el deseo de brillar a los ojos de una desconocida que le cautivara con mayor elegancia de la que implicaba el solo nombre de Swann. Lo deseaba, especialmente, cuando la desconocida era de condición humilde. Lo mismo que un hombre inteligente no tiene miedo de parecer tonto a otro hombre inteligente, el hombre elegante no teme que su elegancia pase inadvertida para el gran señor, sino para el rústico. Las tres cuartas partes de los alardes de ingenio y las mentiras de vanidad que, rebajándose, prodigaron desde que el mundo es mundo los hombres, van dedicadas a gente inferior. Y Swann, que con una duquesa era descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado ante una criada.
No era de esas personas que por pereza o por resignado sentimiento de la obligación, que crea la grandeza social de estarse siempre amarrado a cierta orilla, se abstienen de los placeres que les ofrece la vida fuera de la posición social en que viven confinados hasta su muerte, y acaban por contentarse cuando se acostumbran, y a falta de cosa mejor, con llamar placeres a las mediocres diversiones y los aburrimientos soportables que esa vida encierra. Swann no hacía porque le parecieran bonitas las mujeres con que pasaba el tiempo, sino que hacía por pasar el tiempo con las mujeres que le habían parecido bonitas. Y muchas veces eran mujeres de belleza bastante vulgar: porque las cualidades físicas que buscaba estaban, sin darse cuenta él, en oposición completa con las que admiraba en los tipos de mujer de sus pintores o escultores favoritos. La profundidad y la melancolía de expresión eran un jarro de agua para su sensualidad, que despertaba, en cambio, ante una carne sana, abundante y rosada.
Si en un viaje se encontraba con una familia, con la que habría sido más elegante no trabar relación, pero en la que alguna mujer se le aparecía revestida de un encanto nuevo, guardar el decoro, engañar el deseo que ella inspiró, sustituir con un placer distinto el que habría podido sacar de esa mujer escribiendo a una antigua querida suya para que fuera a reunírsele, le hubiera parecido una abdicación tan cobarde ante la vida, una renuncia tan estúpida a un placer nuevo, como si en vez de viajar se estuviera encerrado en su cuarto viendo vistas de París. No se encerraba en el edificio de sus relaciones, sino que había hecho de él, para poder alzarlo de nuevo desde su base y a costa de nuevas fatigas, en cualquier parte donde hubiera una mujer que le gustaba, una tienda desmontable como las que llevan los exploradores. Y consideraba sin valor, por envidiable que a otros pareciera, todo lo que tenía traducción o cambio a un placer nuevo y con un placer nuevo. Muchas veces su crédito con una duquesa, formado de los muchos deseos que la dama había tenido durante años y años de serle agradable, sin encontrar nunca la ocasión, se venía abajo de un golpe, porque Swann le pedía, en un indiscreto telegrama, una recomendación telegráfica que inmediatamente lo pusiera en relación con un intendente suyo, que tenía una hija que había llamado la atención de Swann en el campo, comportamiento semejante al de un hambriento que da un diamante por un pedazo de pan. Y aquello, después de hecho, le divertía muchas veces, porque tenía Swann, contrapesada por sutiles delicadezas, cierta cazurrería. Pertenecía a esa clase de hombres inteligentes que viven sin hacer nada, en ociosidad, y buscan consuelo y acaso excusa en la idea de que esa ociosidad ofrece a su inteligencia temas tan dignos de interés como el arte o el estudio, y que la «vida» contiene situaciones más interesantes y novelescas que todas las novelas. Y así se lo aseguraba, y convencía de ello a sus más finos amigos, especialmente al barón de Charlus, al cual divertía mucho contándole aventuras picantes que le habían ocurrido; por ejemplo, que se encontraba en el tren a una mujer, que luego llevaba a su casa, y que resultaba ser la hermana de un rey que por entonces tenía en sus manos todos los hilos de la política europea, de la cual venía él a enterarse perfectamente y de un modo sumamente grato; o que, por un raro juego de circunstancias, dependía de la elección de Papa que hiciera el cónclave el que se ganara o no los favores de una cocinera.
Y no sólo ponía Swann cínicamente en el trance de servirle de terceros a la brillante falange de viudas, generales y académicos con quienes tenía particular amistad. Todos sus amigos solían recibir, de cuando en cuando, cartas suyas, pidiendo una esquela de recomendación o de presentación, con una habilidad diplomática tal, que, mantenida a través de sucesivos amores y pretextos distintos, revelaba, mucho mejor que lo hubieran revelado repetidas torpezas, un carácter permanente y una identidad de objetivos. Muchos años después, cuando empecé a interesarme por su carácter, a causa de las semejanzas que en otros aspectos ofrecía con el mío, me gustaba oír contar que cuando escribía Swann a mi abuelo (que todavía no lo era, porque los grandes amores de Swann comenzaron hacia el tiempo en que yo nací, y vinieron a cortar esas prácticas), este, al ver en el sobre la letra de su amigo, exclamaba: «Este Swann ya va a pedir algo, ¡ojo!», y ya fuera por desconfianza, ya por ese sentimiento inconscientemente diabólico que nos impulsa a ofrecer una cosa tan sólo a las gentes que no tienen ganas de ella, mis abuelos oponían siempre una negativa absoluta a las suplicas más sencillas de satisfacer que Swann les dirigía, como presentarle a una muchacha que cenaba todos los domingos en casa; y tenían que fingir, cada vez que Swann les hablaba de ella, que apenas si la veían, cuando la verdad era que toda la semana habían estado pensando en la persona a quien podría invitarse el día que iba a casa esa muchacha, sin dar muchas veces con el invitado apropiado, todo por no querer hacer una seña, al que tanto lo estaba deseando.
Muchas veces, un matrimonio amigo de mis abuelos, que hasta entonces se habían estado quejando de que Swann nunca iba a verlos, anunciaba con satisfacción, y quizá con cierto deseo de inspirar envidia, que Swann estaba ahora amabilísimo y no se separaba nunca de ellos.
Mi abuelo no quería aguarles la fiesta; pero miraba a mi abuela, tarareando:
¿Qué misterio es este?
Yo no entiendo nada.
o
Visión fugitiva…
o
En casos semejantes,
Más vale no ver nada.
Unos cuantos meses después, cuando mi abuelo preguntaba al nuevo amigo de Swann si seguía viendo a este tan a menudo, al interlocutor se le alargaba la cara. «Nunca pronuncie usted su nombre en mi presencia». «Pero si yo creía que eran ustedes…». De ese modo fue íntimo durante unos meses de unos primos de mi abuela, y cenaba casi a diario en su casa. Pero de pronto dejó de ir sin decir una palabra. Ya creyeron que estaba malo, y la prima de mi abuela iba a mandar preguntar por él, cuando se encontró en la despensa una carta que por equivocación había ido a parar al libro de cuentas de la cocinera. En esa carta notificaba a aquella mujer que se marchaba de París y no podría ya ir nunca por allí. Y es que ella era querida suya, y en el momento de romper estimó que a ella sola debía avisar.
Cuando su querida del momento era, por el contrario, persona del gran mundo, o por lo menos que tenía abiertas sus puertas, aunque fuera de extracción humilde o de posición algo equívoca, Swann entonces volvía a aquel ambiente, pero sólo a la órbita particular en que ella se movía, a donde él la llevara. «Esta noche no hay que contar con Swann —se decían—; es la noche de ópera de su dama americana». Y lograba que la invitaran a casas aristocráticas de muy difícil acceso, donde él tenía sus costumbres hechas, su comida un día a la semana y su poker; todas las noches, después que un leve rizado en su espeso pelo rojo templaba con cierta suavidad el ardor de sus ojos verdes, escogía una flor para el ojal y se iba a cenar a casa de tal o cual señora de sus amistades, donde estaría su querida; y entonces, al pensar en las pruebas de admiración y de amistad que todas aquellas elegantes personas que por allí habría, y que lo miraban a él como árbitro de la elegancia, le iban a prodigar en presencia de la mujer querida, aun encontraba su encanto a esta vida mundana, de la que ya estaba hastiado, sí, pero que en cuanto incorporaba a ella un amor nuevo se le aparecía bella y preciosa, porque la materia de esa vida se impregnaba y se coloraba con una llama latente y retozona.
Pero mientras que todas estas relaciones o flirts[22] fueron realización más o menos completa del sueño inspirado por un rostro o un cuerpo que a Swann le parecieran espontáneamente y sin esforzarse muy bonitos, en cambio, cuando un día, en el teatro, le presentó a Odette de Crécy uno de sus amigos de antaño, que le habló de ella como de una mujer encantadora, de la que acaso se pudiera lograr algo, pero presentándola como más difícil de lo que en realidad era con objeto de dar aún mayor valor de amabilidad al hecho de la presentación, Odette pareció a Swann, no fea, pero de un género de belleza que nada le decía, que no le inspiraba el menor deseo, que llegaba a causarle una especie de repulsión física: una de esas mujeres como las que tiene todo el mundo, diferentes para cada cual, y que son todo lo contrario de lo que demanda nuestra sensualidad. Tenía un perfil excesivamente acusado, un cutis harto frágil, los pómulos demasiado salientes y los rasgos fisonómicos muy forzados para que a Swann le pudiera gustar. Los ojos eran hermosos, pero grandísimos, tanto, que dejándose vencer por su propia masa, cansaban el resto de la fisonomía y parecía que Odette tenía siempre mal humor o mala cara. Poco después de aquella presentación en el teatro, le escribió pidiéndole que le mostrara sus colecciones, que tanto le interesaban a «ella, ignorante, pero muy aficionada a las cosas bonitas», diciendo que así se imaginaría ella que le conocía mejor, después de haberlo visto en su «home», que ella se figuraba «muy cómodo, con su té y sus libros»; si bien no ocultó Odette su asombro de que Swann viviera, en un barrio que debía de ser tan triste «y tan poco smart[23] para un hombre tan smart». Odette fue a casa de Swann, y al marcharse le dijo que sentía haber estado tan poco tiempo en una casa que tanto se alegró de conocer; y hablaba de Swann como si para ella fuera algo más que el resto de los humanos que conocía, el cual parecía crear entre ambos una especie de lazo romántico, que a él le arrancó una sonrisa. Pero a la edad en que frisaba Swann, cuando ya se está un tanto desengañado y sabemos contentarnos con estar enamorados por el gusto de estarlo, sin exigir gran reciprocidad, ese acercarse de los corazones, aunque ya no sea como en la primera juventud la meta necesaria del amor, en cambio sigue unido a él por una asociación de ideas tan sólida, que puede llegar a ser origen de amor si se presenta antes que él. Antes soñábamos con poseer el corazón de la mujer que nos enamoraba; más adelante nos basta para enamorarnos con sentir que se es dueño del corazón de una mujer. Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor un placer subjetivo, en el cual debe entrar en mayor proporción que nada la atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor —el amor más físico— sin tener previamente y como base el deseo. En esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces, y no evoluciona él solo, con arreglo a sus leyes desconocidas y fatales, por delante de nuestro corazón pasivo y maravillado. Lo ayudamos nosotros, lo falseamos con la memoria y la sugestión. Al reconocer uno de sus síntomas, nos acordamos de los demás, los volvemos a la vida. Como ya tenemos su tonada grabada toda entera en nuestro ser, no necesitamos que una mujer nos la empiece a cantar por el principio —admirados ante su belleza— para poder seguir. Y si empieza por en medio —allí donde los corazones se van acercando y se habla de no vivir más que el uno para el otro—, ya estamos bastante acostumbrados a esa música para unirnos en seguida a nuestra compañera de canto en la frase donde ella nos espera.
Odette de Crécy volvió a ver a Swann, y menudeó sus visitas; a cada una de ellas se renovaba para Swann la decepción que sufría al ver de nuevo aquel rostro, cuyas particularidades se le habían olvidado un poco desde la última vez, y que en el recuerdo no era ni tan expresivo, ni tan ajado, a pesar de su juventud; y mientras estaba hablando con ella, lamentaba que su gran hermosura no fuera de aquellas que a él le gustaban espontáneamente. También es verdad que el rostro de Odette parecía más saliente y enjuto, porque esa superficie unida y llana que forman la frente y la parte superior de las mejillas estaba cubierta por una masa de pelo, como se llevaba entonces, prolongada y realzada con rizados que se extendían en mechones sueltos junto a las orejas, y su cuerpo, que era admirable, no podía admirarse en toda su continuidad (a causa de las modas de la época, y aunque era una de las mujeres que mejor vestían en París) porque el corpiño avanzaba en saliente, como por encima de un vientre imaginario, y acababa en punta, mientras que por debajo comenzaba la inflazón de la doble falda, y así la mujer parecía que estaba hecha de piezas diferentes y mal encajadas unas en otras; y los plegados, los volantes, el justillo seguían con toda independencia y según el capricho del dibujo o la consistencia de la tela la línea que los llevaba a los lazos, a los afollados de encaje, a los flecos de azabache, o que los encaminaba a lo largo de la ballena central del cuerpo, pero sin adaptarse nunca al ser vivo, que parecía como envarado o como nadando en ellos, según que la arquitectura de esos adornos se acercara más o menos a la de su cuerpo.
Pero luego Swann se sonreía, cuando ya se había ido Odette, al pensar en lo que ella le había dicho, de lo largo que le iba a parecer el tiempo hasta que Swann la dejara volver; y se acordaba del semblante inquieto y tímido que puso para rogarle que no tardara mucho, y de sus miradas de aquel instante, clavadas en él con temerosa súplica, y que le llenaban de ternura el rostro, a la sombra del ramo de pensamientos artificiales colocado en la parte anterior del sombrero redondo, de paja blanca, con brillo de terciopelo negro que llevaba Odette. «¿Y usted no va a venir nunca a casa a tomar el té?». Alegó trabajos que tenía entre manos, un estudio —en realidad abandonado hacía años— sobre Ver Meer de Delft. «Claro que yo no soy nada, infeliz de mí, junto a los sabios como usted —contestó ella—. La rana ante el areópago. Y, sin embargo, me gustaría mucho ilustrarme, saber cosas, estar iniciada. ¡Qué divertido debe ser andar entre libros, meter las narices en papeles viejos! —añadió con ese aire de satisfecha de sí misma que adopta una mujer elegante cuando asegura que su gozo sería entregarse sin miedo a mancharse, a un trabajo puerco, como guisar, “poniendo las manos en la masa”—. No se ría usted de mí porque le pregunte quién es ese pintor que no lo deja a usted ir a mi casa (se refería a Ver Meer); nunca he oído hablar de él. ¿Vive? ¿Pueden verse obras suyas en París? Porque me gustaría representarme los gustos de usted, y adivinar algo de lo que encierra esa frente que tanto trabaja y esa cabeza que se ve que está reflexionando siempre; así podría decirme: ¡Ah!, en eso es en lo que está pensando. ¡Qué alegría poder participar de su trabajo!». Swann se excusó con su miedo a las amistades nuevas, a lo que llamaba, por galantería, su miedo a perder la felicidad. «¡Ah! ¿Con que le da a usted miedo encariñarse con alguien? ¡Qué raro! Yo es lo único que busco, y daría mi vida por encontrar un cariño —dijo con voz tan natural y convencida, que conmovió a Swann—. Ha debido usted de sufrir mucho por una mujer, y se cree que todas son iguales. No lo entendió a usted. Y es que es usted un ser excepcional. Es lo que me ha atraído hacia usted; en seguida vi que usted no era como todo el mundo». «Además —dijo él—, usted también tendrá que hacer; yo sé lo que son las mujeres; dispondrá usted de poco tiempo». «Yo nunca tengo nada que hacer. Siempre estoy libre; y para usted lo estaré siempre. A cualquier hora del día o de la noche que le sea cómoda para verme, búsqueme, y yo contentísima. ¿Lo hará usted? Lo que estaría muy bien es que le presentaran a usted a la señora de Verdurin, porque yo voy a su casa todas las noches. ¡Figúrese usted si nos encontráramos por allí, y me pudiera yo imaginar que usted iba a esa casa un poquito por estar yo allí!».
Indudablemente, al recordar de ese modo sus conversaciones cuando estaba solo y se ponía a pensar en ella, no hacía más que mover su imagen entre otras muchas imágenes femeninas, en románticos torbellinos; pero si gracias a una circunstancia cualquiera (o sin ella, porque muchas veces la circunstancia que se presenta en el momento en que un estado, hasta entonces latente, se declara; puede no tener influencia alguna en él), la imagen de Odette de Crécy llegaba a absorber todos sus ensueños, y estos eran ya inseparables de su recuerdo, entonces la imperfección de su cuerpo ya no tenía ninguna importancia, ni el que fuera más o menos que otro cuerpo cualquiera del gusto de Swann, porque convertido en la forma corporal de la mujer querida, de allí en adelante sería el único capaz de inspirarle gozos y tormentos.
Mi abuelo conoció, precisamente, cosa que no podía decirse de ninguno de sus amigos actuales, a la familia de esos Verdurin. Pero había dejado de tratarse con el que llamaba el «Verdurin joven», y lo juzgaba, sin gran fundamento, caído entre bohemia y gentuza, aunque tuviera aún muchos millones. Un día recibió una carta de Swann preguntándole si podría ponerlo en relación con los Verdurin. «¡Ojo, ojo! —exclamó mi abuelo—, no me extraña nada: por ahí tenía que acabar Swann. Buena gente. Y además no puedo acceder a lo que me pide, porque yo ya no conozco a ese caballero. Además, detrás de eso debe haber una historia de faldas, y yo no me quiero meter en esas cosas. ¡Ah!, va a ser divertido si a Swann le da ahora por los Verdurin».
Ante la contestación negativa de mi abuelo, la misma Odette llevó a Swann a casa de los Verdurin.
El día que Swann hizo su presentación, estaban invitados a cenar el doctor Cottard y su señora, el pianista joven y su tía y el pintor por entonces favorito de los Verdurin; después de la cena acudieron algunos otros fieles.
El doctor Cottard nunca sabía de modo exacto en qué tono tenía que contestarle a uno, y si su interlocutor hablaba en broma o en serio. Y por si acaso, añadía a todos sus gestos la oferta de una sonrisa condicional y previsora, cuya expectante agudeza le serviría de disculpa en caso de que la frase que le dirigían fuera chistosa y se le pudiera tachar de cándido. Pero como tenía que afrontar la hipótesis opuesta, no dejaba que la sonrisa se afirmara claramente en su cara, por la que flotaba perpetuamente una incertidumbre donde podía leerse la pregunta que él no se atrevía a formular: «¿Lo dice usted en serio?». Y lo mismo que no sabía exactamente la actitud que había que adoptar en una reunión, tampoco estaba muy seguro del comportamiento adecuado en la calle y en la vida en general; de modo que oponía a los transeúntes, a los coches, a los acontecimientos, una maliciosa sonrisa, que por anticipado quitaba a su actitud toda la tacha de importunidad, porque con ella probaba si no convenía al caso, que lo sabía muy bien y que sonreía por broma.
Sin embargo, en todos aquellos casos en que una pregunta franca le parecía justificada, el doctor no dejaba de esforzarse por achicar el campo de sus dudas y completar su instrucción.
Así, siguiendo el consejo que su previsora madre le dio al salir él de su provincia natal, no dejaba pasar una locución o un nombre propio que no conociera sin intentar documentarse respecto a esas palabras.
Nunca se saciaba de datos relativos a las locuciones, porque como les atribuía a veces un sentido más preciso del que tienen, le hubiera gustado saber lo que significaban exactamente muchas de las que oía usar más a menudo: «guapo como un diablo», «sangre azul», «vida de perros», «el cuarto de hora de Rabelais», «ser un príncipe de elegancia», «dar carta blanca»; «quedarse chafado», etc., como asimismo en qué determinados casos podría él encajarlas en sus frases. Y a falta de locuciones, decía los chistes que le enseñaban. En cuanto a los apellidos nuevos que pronunciaban delante de él, se contentaba con repetirlos en tono de interrogación, lo cual consideraba suficiente para merecer explicaciones sin que pareciera que las pedía.
Como carecía del sentido crítico que él creía aplicar a todo, ese refinamiento de cortesía que consiste en afirmar a una persona a la que hacemos un favor, que los favorecidos somos nosotros, pero sin aspirar a que se lo crean, era con él trabajo perdido, porque todo lo tomaba al pie de la letra. A pesar de la ceguera que por él tenía la señora de Verdurin, acabó por molestarle, aunque el doctor seguía pareciéndole muy fino, el que cuando lo invitaba a un palco proscenio para ver a Sarah Bernhardt, y le decía en colmo de atención: «Doctor, le agradezco mucho que haya venido, y más porque aquí estamos muy cerca del escenario, y usted ya debe de haber visto muchas veces a Sara Bernhardt», el doctor Cottard, el cual había entrado en el palco con una sonrisa que para precisarse o desaparecer aguardaba a que alguien autorizado le informara del valor del espectáculo, le respondiera: «Es verdad, estamos demasiado cerca, y además ya empieza uno a cansarse de Sara Bernhardt. Pero usted me dijo que le gustaría verme por aquí, y sus deseos son órdenes. Estoy encantado de hacerle a usted ese favor. Por una persona tan buena, ¡qué no haría uno!», y añadía: «Sara Bernhardt es la que llaman Voz de Oro, ¿no? Muchas veces he leído que cuando trabaja arden las tablas. Es rara la frase, ¿eh?»; y esperaba un comentario que no llegaba.
—¿Sabes? —dijo la señora de Verdurin a su marido—. Me parece que es un error el dar poca importancia, por modestia, a los regalos que hacemos al doctor. Es un sabio que vive aparte del mando práctico, sin conocer el valor de las cosas, y las juzga por lo que le decimos.
—Yo no me había atrevido a decírtelo, pero ya lo había notado —contestó el marido. Y para el Año Nuevo siguiente, en vez de mandarle al doctor Cottard un rubí de 3000 francos, diciéndole que no valía nada, le enviaron fina piedra reconstituida dándole a entender que no lo había mejor.
Cuando la señora de Verdurin anunció que aquella noche iría Swann, el doctor exclamó: «¿Swann?», con sorpresa rayana en la brutalidad, porque la novedad más insignificante cogía siempre más desprevenido que a nadie a aquel hombre, que se figuraba estar perpetuamente preparado a todo. Y al ver que no le contestaban, vociferó: «Swann, ¿qué es eso de Swann?», en un colmo de ansiedad que se extinguió de pronto cuando le dijo la señora de Verdurin: «Es ese amigo de que nos ha hablado Odette». «¡Ah, ya, ya!, está bien», contestó el doctor, ya tranquilo. El pintor se alegró de la presentación de Swann, porque lo suponía enamorado de Odette y a él le gustaba mucho favorecer relaciones. «No hay nada que me distraiga tanto como casar a la gente —confió al doctor Cottard, al oído—; ya he logrado muchos éxitos, hasta entre mujeres».
Al decir a los Verdurin que Swann era muy smart, Odette les hizo temer que fuera un pelma. Pero, al contrario, produjo una excelente impresión, que tenía sin duda como la de sus causas indirectas, y sin que lo notaran ellos, la costumbre de Swann de pisar casas elegantes. Porque Swann tenía, en efecto sobre los hombres que no habían frecuentado la alta sociedad, por inteligentes que fueran, esa superioridad que da el conocer el mundo, y que estriba en no transfigurarlo con el horror o la atracción que nos inspira, sino en no darle importancia alguna. Su amabilidad, exenta de todo snobismo y del temor de aparecer demasiado amable, era desahogada, y tenía la soltura y la gracia de movimientos de esas personas ágiles cuyos ejercitados miembros ejecutan precisamente lo que quieren, sin torpe ni indiscreta participación del resto del cuerpo. La sencilla gimnasia elemental del hombre de mundo, que tiende la mano amablemente cuando le presentan a un jovenzuelo desconocido, y que, en cambio, se inclina con reserva cuando le presentan a un embajador, había acabado por infiltrarse, sin que él lo advirtiera, en toda la actitud social de Swann, que con gentes de medio inferior al suyo, como los Verdurin y sus amigos, instintivamente tuvo tales atenciones y se mostró tan solícito, que, según los Verdurin indicaban, no era un «pelma». Sólo estuvo frío un momento con el doctor Cottard; al ver que le hacía un guiño y que le sonreía con aire ambiguo, antes de que llegaran a hablarse (mímica que Cottard llamaba «dejar llegar»), Swann, creyó que quizá el doctor lo conocía por haber estado juntos en cualquier sitio alegre, aunque él no solía frecuentarlos, porque no le gustaba el ambiente de juerga. La alusión le pareció de mal gusto, sobre todo estando delante Odette, que podría formarse un mal concepto de él, y adoptó una actitud glacial. Pero cuando le dijeron que una dama que estaba muy cerca era la señora del doctor, pensó que un marido tan joven no habría intentado aludir, estando presente su mujer, a ese género de diversiones, y ya no atribuyó a aquel aspecto de estar en el secreto, propio del doctor, la significación que temía. El pintor invitó en seguida a Swann a que fuera con Odette a su estudio; a Swann le pareció agradable. «Quizá a usted le favorezca más que a mí —dijo la señora de Verdurin, con tono de fingido enojo—, y le enseñen el retrato de Cottard (el pintor lo hacía por encargo de ella). No se le escape a usted, “señor”. Biche —dijo al pintor, al que por broma consagrada llamaban afectadamente “señor”—, la mirada, el rinconcito fino y regocijado de la mirada. Lo que quiero tener es, ante todo, su sonrisa, y lo que le pido a usted es un retrato de su sonrisa. Como esta frase le pareció muy notable, la repitió muy alto para seguridad de que la habían oído otros invitados, y hasta hizo que se acercaran unos cuantos con cualquier pretexto». Swann manifestó deseos de que le presentaran a todo el mundo, hasta a un viejo amigo de los Verdurin, llamado Saniette, que por su timidez, sus sencillos modales y su bondad, había perdido la consideración que merecía por su mucho saber de archivero, su gran fortuna y la buena familia a que pertenecía. Al hablar parecía que tenía sopas en la boca; cosa adorable, porque delataba, mucho más que un defecto del habla, una cualidad de su ánimo, como un resto de la inocencia de la edad primera, que nunca había perdido. Y todas las consonantes que no podía pronunciar eran como otras tantas crueldades que no se decidía a cometer. Cuando pidió que le presentaran al señor Saniette, le pareció a la señora de Verdurin que Swann no guardaba las distancias (tanto, que dijo insistiendo en la diferencia: «Señor Swann, ¿tiene usted la bondad de permitirme que le presente a nuestro amigo Saniette?»); Swann inspiró a Saniette una viva simpatía, que los Verdurin no revelaron nunca a Swann, porque Saniette les molestaba un poco y no querían proporcionarle amigos. Pero en cambio, Swann les llegó al alma cuando luego pidió que le presentaran a la tía del pianista. La cual estaba de negro, como siempre, porque creía que de negro siempre se está bien, y que esto es lo más distinguido, y tenía la cara muy encarnada, como siempre le pasaba al acabar de comer. Hizo a Swann un saludo, que empezó con respeto y acabó con majestad. Como era muy ignorante y tenía miedo de no hablar bien, pronunciaba a propósito de una manera confusa, creyendo que así si soltaba alguna palabra mal pronunciada, iría difuminada en tal vaguedad, que no se distinguiría claramente; de modo que su conversación no pasaba de un indistinto gargajeo, de donde surgían de vez en cuando las pocas palabras en que tenía confianza. Swann creyó que no había inconveniente en burlarse un poco de ella al hablar con el señor Verdurin, que se picó.
—Es una mujer excelente —contestó—. Desde luego que no asombra; pero es muy agradable cuando se habla un rato con ella sola.
—No lo dudo —dijo Swann en seguida—. Quería decir que no me parecía una «eminencia» —añadió subrayando con la voz ese sustantivo—; pero eso, en realidad es un cumplido.
—Pues mire usted: aunque le extrañe, le diré que escribe deliciosamente. ¿No ha oído usted nunca a su sobrino? Es admirable, ¿verdad, doctor? ¿Quiere usted que le pida que toque algo, señor Swann?
—Tendría un placer infinito… —empezó a decir Swann; pero el doctor lo interrumpió con aire de guasa. Porque había oído decir que en la conversación el énfasis y la solemnidad de formas estaban anticuados, y en cuanto oía una palabra grave dicha en serio, como ese «infinito», juzgaba que el que la había dicho pecaba de pedantería. Y si además esa palabra daba la casualidad que figuraba en lo que él llamaba un lugar común, por corriente que fuera la palabra, el doctor suponía que la frase iniciada era ridícula y la remataba irónicamente con el lugar común aquel, cual si lanzara sobre su interlocutor la acusación de haber querido colocarlo en la conversación, cuando, en realidad, no había nada de eso.
—Infinito, como los cielos y los mares —exclamó con malicia, alzando los brazos enfáticamente.
El señor Verdurin no pudo contener la risa.
—¿Qué pasa ahí, que se están riendo todos esos señores? Parece que en ese rincón no se cría la melancolía —exclamó la señora de Verdurin—. Pues yo no estoy muy divertida, aquí, castigada a estar sola —añadió en tono de despecho y echándoselas de niña.
Estaba sentada en un alto taburete sueco, de madera de pino encerada, regalo de un violinista de aquel país, y que ella conservaba, aunque por su forma recordaba a un escabel, y no casaba bien con los magníficos muebles antiguos de la casa; pero le gustaba tener siempre a la vista los regalos que solían hacerle los fieles de cuando en cuando, para que así, cuando los donantes fueran a verla, tuvieran el gusto de reconocer aquellos objetos. Por eso trataba de convencer a los amigos de que se limitaran a las flores y a los bombones, que, por lo menos, no se conservan; pero como no lo lograba, tenía la casa llena de calientapiés, almohadones, relojes, biombos, barómetros, cacharros de China, amontonados y repetidos, y toda clase de regalos de aguinaldo completamente dispares.
Desde aquel elevado sitial participaba animadamente en la conversación de los fieles, y se sonreía de sus «camelos»; pero desde el accidente de la mandíbula, renunció a tomarse el trabajo de desternillarse de verdad, y en su lugar entregábase a una mímica convencional, que significaba, sin ningún riesgo ni fatiga para su persona, que lloraba de risa. Al menor chiste de uno de los íntimos contra un pelma o un ex íntimo relegado al campo de los pelmas —con gran desesperación del señor Verdurin, el cual tuvo mucho tiempo la pretensión de ser tan amable como ella, pero que como se reía de veras, se quedaba en seguida sin aliento, distanciado y vencido por aquella artimaña de hilaridad incesante y ficticia—, lanzaba un chillido, cerraba sus ojos de pájaro, que ya empezaba a velar una nube, y bruscamente, como si no tuviera más que el tiempo justo para ocultar un espectáculo indecente, o para evitar un mortal ataque, hundía la cara entre las manos, y con el rostro así oculto y tapado, parecía que se esforzaba en reprimir y ahogar una risa, que sin aquel freno hubiera acabado por un desmayo. Y así, embriagada por la jovialidad de los fieles, borracha de familiaridad, de maledicencia y de asentimiento, la señora de Verdurin, encaramada en su percha como un pájaro después de haberle dado sopa en vino, hipaba de amabilidad.
Entre tanto, el señor Verdurin, después de pedir permiso a Swann para encender su pipa («aquí no gastamos etiqueta, somos todos amigos») rogaba al pianista que se sentara al piano.
—Pero no le des la lata; no viene aquí a que lo atormentemos —aclamó la señora de la casa—; yo no quiero que se le atormente.
—Pero eso no es darle la lata —dijo Verdurin—. Quizá el señor Swann no conozca la sonata en fa sostenido que hemos descubierto; puede tocar el arreglo de piano.
—No, no; mi sonata, no —vociferó la señora de Verdurin—; no tengo ganas de cargar con un catarro de cabeza y neuralgia facial, a fuerza de llorar como la última vez. Gracias por el regalito; pero no quiero volver a empezar. Buenos están ustedes; ya se ve que no son ustedes los que se tendrán que estar luego ocho días en la cama.
Aquella pequeña comedia, que se repetía siempre que el pianista iba a tocar, encantaba a los fieles como si fuera nueva, y les parecía prueba de la seductora originalidad del «ama» de y su sensibilidad musical. Los que estaban a su lado hacían señas a los que más lejos fumaban o jugaban a las cartas, de que se acercaran, de que ocurría algo, y les decían, como se dice en el Reichstag en los momentos interesantes: «Oiga, oiga». Y al día siguiente se daba el pésame a los que no pudieron presenciarlo, diciéndoles que la escena fue más divertida aún que de costumbre.
—Bueno, pues ya está, no tocará más que el andante.
—¡Eh, eh!, el andante, pues no vas tú poco aprisa —exclamó la señora—. Pues el andante es precisamente el que me deshace de brazos y piernas. ¡Sí que tiene unas cosas el amo! Es como si nos dijera, hablando de la «novena», que sólo tocaran el final, o de Los Maestros Cantores, la obertura nada más.
El doctor, entre tanto, animaba a la señora de Verdurin para que dejara tocar al pianista, no porque creyera que eran de mentira las perturbaciones que le causaba la música —las consideraba como estados neurasténicos—, sino por este hábito tan frecuente en muchos médicos de aflojar inmediatamente la severidad de sus órdenes en cuanto hay en juego, cosa que les parece mucho más importante, alguna reunión mundana en donde ellos están, y que tiene como factor esencial a una persona a quien aconsejan que por aquella noche no se acuerde de su dispepsia o su gripe.
—No, esta vez no le pasará nada, ya lo verá —dijo intentando sugestionarla con la mirada—. Y si le pasa algo, ya la curaremos.
—¿De veras? —contestó la señora de Verdurin, como si ante la esperanza de tal favor ya no cupiera más recurso que capitular. También, quizá a fuerza de decir que se iba a poner mala, había momentos en que ya no se acordaba que era mentira y estaba mentalmente enferma. Y hay enfermos que, cansados de tener que estar siempre imponiéndose privaciones para evitar un ataque de su enfermedad, se dan a la ilusión de que podrán hacer impunemente lo que les gusta, y de ordinario les sienta mal, a condición de entregarse en manos de un ser poderoso que, sin que tengan ellos que molestarse nada, con una píldora o una palabra los pongan buenos.
Odette había ido a sentarse en un canapé forrado de tapices de Beauvais, al lado del piano.
—Yo ya tengo mi sitio —dijo a la señora de Verdurin, la cual, viendo que Swann se sentó en una silla, lo hizo levantarse.
—Ahí no está usted bien, siéntese usted junto a Odette. ¿Verdad que hará usted un huequecito al señor Swann, Odette?
—Bonito tapiz —dijo Swann al ir a sentarse, en su deseo de mostrarse cumplido.
—¡Ah!, me alegro de que sepa usted apreciar mi canapé —respondió la señora de Verdurin—. No se moleste usted en buscar otro tan hermoso, porque no lo hay. Nunca han hecho nada mejor que esto. Las sillitas también son un prodigio; las verá usted. Cada adorno de bronce es un atributo correspondiente al asunto tratado en el dibujo del asiento; hay con qué entretenerse, ¿sabe usted?; pasará usted un buen rato viéndolo. Hasta los dibujos de los galones son bonitos; mire usted esa vid sobre fondo rojo, la del oso y las uvas. Vaya un dibujo, ¡eh! ¿Qué le parece? Eso era dibujar y entender de dibujo. Y qué apetitosa es la tal parra. Mi marido sostiene que a mí no me gusta la fruta porque como menos que él. Y, sin embargo, soy más golosa de fruta que ninguno de ustedes; sólo que no tengo necesidad de metérmela en la boca y la saboreo con la mirada ¿De qué se ríen ustedes? Que les diga el doctor si no es verdad que esas uvas me purgan. Hay quien hace su tratamiento de Fontainebleau y yo lo hago de Beauvais. Pero, señor Swann, no se vaya usted sin tocar los bronces del respaldo. ¿Le parece suave la pátina? Pero tóquelos bien, no así, con la punta de los dedos.
—¡Ah!, si la señora de Verdurin empieza a sobar los bronces me parece que esta noche no hay música —dijo el pintor.
—Cállese usted, tonto. Bien mirado —dijo ella—, a nosotras las mujeres nos están prohibidas cosas menos voluptuosas que esta. No hay carne que se pueda comparar con esto. Cuando mi marido me hacía el honor de tener celos… Vamos, no digas que no los tuviste alguna vez, aunque no sea más que por cortesía…
—Pero si yo no he dicho nada. Doctor, usted es testigo, ¿verdad que yo no he dicho nada?
Swann palpaba los bronces por cumplir, y no se atrevía a dar por terminada la operación.
—Vamos, luego los acariciará usted, porque ahora va usted a ser acariciado, acariciado por el oído; creo que le gustará a usted; este joven se va a encargar de esa misión.
Cuando el pianista acabó de tocar, Swann estuvo con él más amable que con nadie, debido a lo siguiente:
El año antes había oído en una reunión una obra para piano y violín. Primeramente sólo saboreó la calidad material de los sonidos segregados por los instrumentos. Le gustó ya mucho ver cómo de pronto, por bajo la línea del violín, delgada, resistente, densa y directriz, se elevaba, como en líquido tumulto, la masa de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la parda agitación de las olas, hechizada y bemolada por la luz de la luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir claramente un contorno, ni dar un nombre a lo que le agradaba, seducido de golpe, quiso coger una frase o una armonía —no sabía exactamente lo que era—, que al pasar le ensanchó el alma, lo mismo que algunos perfumes de rosa que rondan por la húmeda atmósfera de la noche tienen la virtud de dilatarnos la nariz. Quizá por no saber música le fue posible sentir una impresión tan confusa, una impresión de esas que acaso son las únicas puramente musicales, concentradas, absolutamente originales e irreductibles a otro orden cualquiera de impresiones. Y una de estas impresiones del instante es, por decirlo así, sine materia. Indudablemente, las notas que estamos oyendo en ese momento aspiran ya, según su altura y cantidad, a cubrir, delante de nuestra mirada, superficies de dimensiones variadas, a trazar arabescos y darnos sensaciones de amplitud, de tenuidad, de estabilidad y de capricho. Pero las notas se desvanecen antes de que esas sensaciones estén lo bastante formadas en nuestra alma para librarnos de que nos sumerjan las nuevas sensaciones que ya están provocando dos notas siguientes o simultáneas. Y esa impresión seguiría envolviendo con su liquidez y su «esfumado» los motivos que de cuando en cuando surgen, apenas discernibles para hundirse en seguida y desaparecer, tan sólo percibidos por el placer particular que nos dan, imposibles de describir, de recordar, de nombrar, inefables, si no fuera porque la memoria, como un obrero que se esfuerza en asentar duraderos cimientos en medio de las olas, fabricó para nosotros facsímiles de esas frases fugitivas, y nos permite que las comparemos con las siguientes y notemos sus diferencias. Y así, apenas expiró la deliciosa sensación de Swann, su memoria le ofreció, acto continuo, una trascripción sumaria y provisional de la frase, pero en la que tuvo los ojos clavados mientras que seguía desarrollándose la música, de tal modo, que cuando aquella impresión retornó ya no era inaprensible. Se representaba su extensión, los grupos simétricos, su grafía y su valor expresivo; y lo que tenía ante los ojos no era ya música pura: era dibujo, arquitectura, pensamiento, todo lo que hace posible que nos acordemos de la música. Aquella vez distinguió claramente una frase que se elevó unos momentos por encima de las ondas sonoras. Y en seguida la frase esa le brindó voluptuosidades especiales, que nunca se le ocurrieron hacia antes de haberla oído, que sólo ella podía inspirarle, y sintió hacia ella un amor nuevo.
Con su lento ritmo lo encaminaba, ora por un lado ora por otro: hacia una felicidad noble, ininteligible y concreta. Y de repente, al llegar a cierto punto, cuando él se disponía a seguirla, hubo un momento de pausa y bruscamente cambió de rumbo, y con un movimiento nuevo, más rápido, menudo, melancólico, incesante y suave, lo arrastró con ella hacia desconocidas perspectivas. Luego, desapareció. Anheló con toda el alma volverla a ver por tercera vez. Y salió, efectivamente, pero ya no le habló con mayor claridad, y la voluptuosidad fue esta vez menos intensa. Pero cuando volvió a casa sintió que la necesitaba, como un hombre que, al ver pasar a una mujer entrevista un momento en la calle, siente que se le entra en la vida la imagen de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un valor aún más grande, sin saber siquiera ni cómo se llama la desconocida ni si la volverá a ver nunca.
Aquel amor por la frase musical pareció por un instante que prendía en la vida de Swann una posibilidad de rejuvenecimiento. Hacía tanto tiempo que renunció a aplicar su vida a un ideal, limitándola al logro de las satisfacciones de cada día, que llegó a creer, sin confesárselo nunca, formalmente, que así habría de seguir hasta el fin de su existencia; es más: como no sentía en el ánimo elevados ideales, dejó de creer en su realidad, aunque sin poder negarla del todo. Y tomó la costumbre de refugiarse en pensamientos sin importancia, con lo cual podía dejar a un lado el fondo de las cosas. E igual que no se planteaba la cuestión de que acaso lo mejor sería no ir a sociedad, pero, en cambio, sabía exactamente que no se debe faltar a un convite aceptado, y que si después no se hace la visita de cortesía, hay que dejar tarjetas, lo mismo en la conversación se esforzaba por no expresar nunca con fe una opinión íntima respecto a las cosas, sino en proporcionar muchos detalles materiales, que en cierto modo tuvieran un valor intrínseco, y que le servían para no dar el pecho. Ponía una extremada precisión en los datos de una receta de cocina, en la exactitud de la fecha del nacimiento o muerte de un pintor, o en los títulos de sus obras. Y algunas veces llegaba, a pesar de todo, hasta formular un juicio sobre una obra, o sobre un modo de tomar la vida, pero con tono irónico; como si no estuviera muy convencido de lo que decía. Pues bien; como esos valetudinarios que de pronto, por haber cambiado de clima, por un régimen nuevo, o a veces por una evolución orgánica espontánea y misteriosa, parecen tan mejorados de su dolencia, que empiezan a entrever la posibilidad inesperada de empezar a sus años una vida enteramente distinta, Swann descubrió en el recuerdo de la frase aquella, en otras sonatas que pidió que le tocaran para ver si daba con ella, la presencia de una de esas realidades invisibles en las que ya no creía, pero que, como si la música tuviera una especie de influencia electiva sobre su sequedad moral, le atraían de nuevo con deseo y casi con fuerzas de consagrar a ella su vida. Pero como no llegó a enterarse de quién era la obra que había oído, no se la pudo procurar y acabó por olvidarla. Aquella semana se encontró a algunas personas que estaban también en la reunión y les preguntó; pero unos habían llegado después de la música, otros se marcharon antes; y de los que estuvieron allí durante la ejecución, los hubo que se fueron a charlar a otra sala, y los hubo que escucharon, pero quedándose tan en ayunas como los primeros. Los amos de la casa sabían que era una obra nueva, escogida a gusto de los músicos que tocaron aquella noche; los cuales se habían ido a dar conciertos por provincias; de modo que Swann no pudo enterarse de más. Tenía muchos amigos músicos; pero, aunque se acordaba perfectamente del placer especial e intraducible que le causaba la frase, y veía las formas que dibujaba, era incapaz de entonarla. Y ya dejó de preocuparle.
Pues bien; apenas hacía unos minutos que el joven pianista de los Verdurin empezó a tocar, cuando, de pronto, tras una nota alta, largamente sostenida durante dos compases, reconoció, vio acercarse, escapando de detrás de aquella sonoridad prolongada y tendida como una cortina sonora para ocultar el misterio de su incubación, toda secreta, susurrante y fragmentada, la frase aérea y perfumada que le enamoraba. Tan especial era, tan individual e insustituible su encanto, que para Swann aquello fue como si se hubiera encontrado en una casa amiga con una persona que admiró en la calle y que ya no tenía esperanza de volver a ver. Por fin se marchó, diligente, guiadora, entre las ramificaciones de su fragancia y dejó en el rostro de Swann el reflejo de su sonrisa. Pero ahora ya podía preguntar el nombre de su desconocida (le dijeron que era el andante de la sonata para piano y violín, de Vinteuil), le había echado mano, podría llevársela a casa cuando quisiera, probar a descifrar su lenguaje y su misterio.
Así, cuando el pianista acabó, Swann le dio las gracias tan cordialmente, que eso le agradó mucho a la señora de Verdurin.
—¿Es un mago, verdad? —dijo Swann—. ¡Qué modo tiene de comprender la sonata el muy bribón! ¿No sabía que el piano pudiera llegar a tanto, eh? Es todo, menos piano. Siempre caigo en el lazo y me parece que estoy oyendo una orquesta, más completo.
El joven pianista hizo una inclinación, y dijo sonriente y subrayando las palabras, como si fueran muy ingeniosas:
—Es usted muy indulgente conmigo.
Y mientras que la señora de Verdurin decía a su marido que diera al joven pianista una naranjada, porque se la tenía muy merecida, Swann estaba contando a Odette como se enamoró de aquella frase musical. Y cuando la señora de Verdurin dijo desde lejos: «Parece que le están diciendo a usted cosas bonitas, Odette», esta contestó. «Sí, muy hermosas» y a Swann lo deleitó esta sencillez. Pidió detalles relativos a Vinteuil, a sus obras, la época en que vivió y a la significación que él podría dar a la frase, que es lo que más le interesaba.
Pero ninguna de aquellas personas que, al parecer, profesaban gran admiración al autor de la sonata (cuando Swann dijo que la sonata le parecía muy hermosa, la señora de Verdurin exclamó: «Vaya si es hermosa. Pero no debe uno confesar que no ha oído la sonata de Vinteuil, no hay derecho a no conocerla», a lo que añadió el pintor: «Es una cosa enorme, verdad. No es la cosa de público bonita y tal, no; Pero para los artistas es de una emoción grande»), supo contestar a sus preguntas, sin duda porque nunca se las habían hecho ellos.
Y cuando Swann hizo una o dos observaciones concretas sobre la frase que le gustaba, dijo la señora de Verdurin: «Pues, mire usted, nunca me había fijado; bien es verdad que a mí no me gusta meterme en camisa de once varas ni extraviarme en la punta de una aguja; aquí no perdemos el tiempo en pedir peras al olmo, no somos así»; mientras que el doctor Cottard la miraba desenvolverse entre aquel torrente de locuciones con admiración beatífica y estudioso fervor. Por lo demás, él y su mujer, con ese buen sentido propio de algunas lentes del pueblo, se guardaban mucho de dar una opinión o de fingir admiración cuando se trataba de una música que para ellos, según se confesaba luego mutuamente el matrimonio al volver a casa, era tan incomprensible como la pintura del señor Biche. Y es que como la gracia, lo atractivo, las formas de la naturaleza, no llegan al público más que a través de los lugares comunes de un arte lentamente asimilado, lugares comunes que todo artista original empieza por desechar, los Cottard, imagen en esto del público, no veían ni en la sonata de Vinteuil ni en los retratos del pintor lo que para ellos era armonía en música y belleza en pintura. Cuando el pianista tocaba les parecía que iba sacando al azar del piano notas que no estaban enlazadas por las formas que ellos tenían costumbre de oír, y que el pintor echaba los colores caprichosamente en el lienzo. Si alguna vez reconocían una forma en un cuadro del pintor la juzgaban pesada y vulgar (es decir, sin la elegancia consagrada por la escuela de pintura, con cuyos anteojos veían hasta a la gente que andaba por la calle) y sin ninguna veracidad, como si Biche no hubiera sabido cómo era un hombre o ignorara que las mujeres no tienen el pelo color malva.
Los fieles se dispersaron, y el doctor creyó la ocasión propicia, y, mientras la señora de Verdurin decía su última frase sobre la sonata de Vinteuil, lo mismo que un nadador principiante que se tira al agua para aprender, pero escoge un momento en que no lo pueda ver mucha gente, exclamó con brusca resolución:
—Entonces es lo que se llama un músico de primo cartello[24].
Todo lo que pudo averiguar Swann fue que la aparición reciente de la sonata de Vinteuil causó gran impresión en una escuela musical muy avanzada, pero era enteramente desconocida del gran público.
—Yo conozco a un Vinteuil —dijo Swann, acordándose del profesor de piano de las hermanas de mi abuela.
—¡Ah!, quizá sea ese el de la sonata —exclamó la señora de Verdurin.
—No, no —dijo Swann riéndose—, si usted lo hubiera visto, aunque sólo fuera dos minutos, no se plantearía esa cuestión.
—Entonces, plantear la cuestión, es resolverla —dijo el doctor.
—Puede que sea pariente suyo —continuó Swann—; sería lamentable; pero, al fin y al cabo, un hombre genial puede muy bien tener un primo que sea un viejo estúpido. Si así fuera, yo confieso que pasaría por cualquier tormento con tal de que el viejo estúpido me presentara al autor de la sonata, y, en primer lugar, por el tormento de tratar al viejo, que debe de ser atroz.
El pintor dijo que Vinteuil estaba por aquel entonces muy malo, y que el doctor Potain creía que no se podía salvar.
—¿Pero hay todavía gente que llama a Potain? —dijo la señora de Verdurin.
—Señora —dijo Cottard, con tono de afectada discreción—, tenga en cuenta que está usted hablando de un compañero mío, mejor dicho, de uno de mis maestros.
Al pintor le habían dicho que Vinteuil estaba amenazado de locura. Y afirmaba que eso podía advertirse en determinados pasajes de la sonata. A Swann no le pareció disparatada la observación, pero le perturbó mucho; porque como en una obra de música pura no se da ninguna de esas relaciones lógicas que cuando faltan en el habla de una persona indican que no está en su juicio, la locura, vista en una sonata, le parecía tan misteriosa como la locura de una perra o de un caballo, de las que suelen darse caso, a pesar de su rareza.
—Vaya usted a paseo, con lo de los maestros; usted sabe diez veces más que él contestó la señora de Verdurin a Cottard, con el tono de una persona que sabe defender lo que dice y hace frente valerosamente a los que no opinan como ella. Por lo menos, usted no mata a sus enfermos.
—Pero, señora, observe usted que es académico —replicó el doctor irónicamente—, y hay enfermos que prefieren morir a manos de un príncipe de la ciencia… Es muy elegante eso de poder decir que lo asiste a uno Potain.
—¡Ah, sí!, ¿conque es más elegante? ¿De modo que ahora entra en las enfermedades eso de la elegancia? No lo sabía. ¡Qué divertido es usted! —exclamó de pronto, tapándose la cara con las manos—. Y yo, tonta de mí, que estaba discutiendo seriamente sin notar que me la estaba usted dando con queso.
Al señor Verdurin le pareció un poco cansado echarse a reír por tan poca cosa, y se limitó a echar una bocanada de humo; pensando tristemente que nunca podría rivalizar con su esposa en el terreno de la amabilidad.
—¿Sabe usted que su amigo nos ha sido muy simpático? —dijo la señora de Verdurin a Odette, cuando esta se despedía—. Es muy sencillo y muy agradable. Si todos los amigos que nos presente usted son así, puede traerlos cuando quiera.
El señor Verdurin observó que Swann no había sabido apreciar a la tía del pianista.
—Es que todavía no estaba en su centro —respondió su mujer—. ¿Cómo quieres que la primera vez tenga ya el tono de la casa, como Cottard, que es de nuestro clan hace ya años? La primera vez no se cuenta, es para hacer dedos. Odette, hemos quedado en que mañana irá a buscarnos al Chatelet. ¿Por qué no va usted a recogerlo a su casa?
—No, no quiere.
—Bueno, lo que usted disponga. Pero no vaya a desertar a última hora.
Con gran sorpresa de la señora de Verdurin, Swann no desertó nunca. Iba a buscarlos a cualquier parte, hasta a los restaurantes de las afueras, algunas veces aunque no muchas, porque aún no era la temporada, y, sobre todo, al teatro, que gustaba mucho a la señora de Verdurin; un día, en casa, dijo la señora que les sería muy útil para las noches de estreno y de funciones de gala un pase de libre circulación para el coche, y que le echaron mucho de menos el día del entierro de Gambetta. Swann, que nunca aludía a sus amistades de lustre, sino tan sólo a aquellas de poco precio, que le hubiera parecido poco delicado ocultar, y entre las cuales contaba, por haberse acostumbrado a juzgarlas así en los salones del barrio de Saint-Germain, sus amistades con personajes oficiales, contestó:
—Yo le traeré a usted uno a tiempo para la reprise[25] de los Denicheff, porque precisamente mañana almuerzo en el Elíseo y allí veré al prefecto de Policía.
—¿Cómo en el Elíseo? —gritó el doctor Cottard con voz tonante.
—Sí, estoy convidado por Grévy —contestó Swann un poco azorado por el efecto que hizo su frase.
Y el pintor dijo a Cottard en tono de broma:
—¿Le da a usted eso muy a menudo?
Generalmente, después que le habían explicado la cosa. Cottard decía: «¡Ah!, ya, ya; está bien», y no daba más muestras de emoción.
Pero aquella vez las últimas palabras de Swann, en vez de calmarlo, como de costumbre, llevaron al colmo su asombro de que una persona que cenaba a su lado, que no tenía cargo oficial, ni brillo social ninguno, se codeara con el presidente de la República.
—¿Cómo Grévy, conoce usted Grévy? —dijo a Swann con la cara estúpida e incrédula de un municipal cuando un desconocido se le acerca diciéndole que quiere ver al presidente de la República, y que al comprender por estas palabras «cuál era la clase de persona que tenía delante», como dicen los periódicos asegura al loco que lo van a recibir en seguida y lo lleva a la enfermería especial de la prevención.
—Sí, lo trato un poco. Conozco a algún amigo suyo (y no se atrevió a decir que era el príncipe de Gales) y además allí se invita a mucha gente; no tienen nada de divertido esos almuerzos, no crea usted, son muy sencillos y no suele haber más de ocho comensales —respondió Swann, que quería borrar lo deslumbrante de aquella impresión que hizo en su interlocutor el que él se tratara con el presidente de la República.
Y en seguida Cottard, tomando a pie juntillas lo que dijo Swann, adoptó la cosa muy corriente opinión de que ser invitado por Grévy era cosa muy corriente y nada apetecible. Y ya no se extrañó de que Swann, ni otra persona cualquiera, fuera al Elíseo, y hasta lo compadecía por ir a aquellos almuerzos que, según propia confesión del invitado, eran aburridos.
—Ya, ya; está bien —dijo con el tono de un aduanero que desconfiaba un momento antes y que después de las explicaciones de uno, pone el visto y le deja a uno pasar sin abrir los baúles.
—Ya lo creo que deben ser aburridos los tales almuerzos; ya necesita usted ánimo para ir —dijo la señora de Verdurin; porque el presidente de la República se le figuraba un pelma especialmente temible, que si llegara a emplear los medios de seducción y apremio que tenía a su disposición, con los fieles de los Verdurin, quizá los hubiera hecho desertar—. Dicen que es más sordo que una tapia y que come con los dedos.
En efecto, no se debe usted divertir mucho —dijo el doctor con una sombra de conmiseración en la voz; y acordándose de que los invitados no eran más que ocho, preguntó vivamente, más bien movido por celo de lingüista que por curiosidad de mirón—: Esos son almuerzos íntimos, ¿no?
Pero el prestigio que a sus ojos tenía el presidente de la República acabó por triunfar de la humildad de Swann y de la malevolencia de la señora Verdurin, y no se pasaba comida sin que Cottard preguntara con mucho interés: «¿Vendrá esta noche el señor Swann? Es amigo personal de Grévy. Es lo que se llama un gentleman, ¿no?». Y hasta le ofreció una tarjeta de entrada a la Exposición de Odontología.
—Puede entrar usted y las personas que lo acompañen, pero no dejan pasar perros. Ya comprenderá usted que se lo digo porque tengo amigos que no lo sabían y que luego se tiraban de los pelos.
El señor Verdurin notó que a su mujer le había sentado muy mal el descubrimiento de aquellas amistades elevadas que tenía Swann y de las que no hablaba nunca.
Swann se reunía con el cogollito en casa de los Verdurin, a no ser que hubiera dispuesta alguna diversión fuera de casa; pero no iba más que por la noche, y casi nunca aceptaba convites para la cena, a pesar de los ruegos de Odette.
—Si usted quiere, podemos cenar solos, si así le gusta más —decía ella.
—¿Y la señora de Verdurin, qué va a decir?
—Eso es muy sencillo. Diré que no me han preparado el traje a tiempo o que mi cab ha llegado tarde. Ya nos arreglaremos.
—Es usted muy buena.
Pero Swann pensaba que, no consintiendo en verla hasta después de cenar, haría ver a Odette que existían para él otros placeres preferibles al de estar con ella, y así no se saciaría en mucho tiempo la simpatía que inspiraba a Odette. Además, prefería con mucho a la de Odette, la belleza de una chiquita de oficio, fresca y rolliza como una rosa, de la que estaba por entonces enamorado, y le gustaba más pasar con ella las primeras horas de la noche, porque estaba seguro de que luego vería a Odette. Por lo mismo, no quería nunca que Odette fuera a buscarlo para ir a casa de los Verdurin. La obrerita esperaba a Swann cerca de su casa, en una esquina que ya conocía Rémi, el cochero; subía al coche y se estaba en los brazos de Swann hasta que el coche se paraba ante la casa de los Verdurin. Al entrar, la señora le enseñaba unas rosas qué él mandó aquella mañana, diciéndole que lo iba a regañar, y le indicaba un sitio junto a Odette, mientras el pianista tocaba, dedicándosela a ellos dos, la frase de Vinteuil, que era como el himno nacional de sus amores. La frase empezaba por un sostenido de trémolos en el violín, que duraban unos cuantos compases y ocupaban el primer término, hasta que, de pronto, parecía que se apartaban, y como en un cuadro de Pieter de Hooch, donde la perspectiva se ahonda a lo lejos por el marco de una puerta abierta, allá en el fondo, con color distinto y a través de la aterciopelada suavidad de una luz intermedia, aparecía la frase, bailarina, pastoril, intercalada, episódica, como cosa de otro mundo distinto. Pasaba sembrando por todas partes los dones de su gracia; los pliegues de su túnica eran sencillos e inmortales, y llevaba en los labios la misma sonrisa de siempre; pero en ella parecía que Swann percibía ahora un matiz de desencanto, como si la frase conociera lo vano de la felicidad, cuyo camino mostraba a los hombres. En su gracia ligera había algo ya consumado, algo como la indiferencia que sigue a la pena. Pero poco le importaba, porque no la consideraba en sí misma en lo que podía expresar para un músico que ignorara la existencia de Swann y de Odette cuando la creó, para todos los que la habrían de oír en siglos futuros, sino como una prenda y recuerdo de su amor, que hasta al pianista y a los Verdurin les hacía pensar en Odette, al mismo tiempo que en él, y que les servía de lazo; hasta tal punto que, cediendo al capricho de Odette, renunció a su proyecto de pedir a un músico que le tocara la sonata: entera, y siguió sin conocer más que aquel tiempo «¿Qué necesidad tiene usted de lo demás? —le había dicho Odette—. El trozo nuestro es ese». Sufría al pensar que la frase, cuando pasaba tan cerca y tan por lo infinito al mismo tiempo, aunque era para él y para Odette, no los reconocía y lamentaba que tuviera una significación y belleza intrínseca y extraña a ellos, lo mismo que sentimos que el agua de una gema que regalamos, o los vocablos de una carta de la mujer amada, sean algo más que la esencia de un amor fugaz o de un ser determinado.
Sucedía muchas veces que Swann se entretenía demasiado con la obrerita antes de ir a casa de los Verdurin, y cuando llegaba, apenas el pianista tocaba la frase suya, se daba cuenta de que ya pronto llegaría la hora de marcharse. Acompañaba a Odette hasta la puerta de su hotelito de la calle de La Pérouse, detrás del Arco de Triunfo. Y quizá por eso, para no pedirle todos los favores de una vez, sacrificaba el placer, para él menos necesario, de verla un poco antes y llegar cuando ella a casa de los Verdurin, al ejercicio de este derecho que ella le reconocía a marcharse juntos, y que Swann estimaba más, porque, gracias a él, se hacía la ilusión de que ya nadie la veía ni se interponía entre ellos, de que ya nadie era obstáculo para que Odette siguiera con él, aun después de haberse separado.
Así, que volvían en el coche de Swann; una noche, cuando Odette acababa de bajar y estaba diciéndole adiós, cogió precipitadamente del jardincillo que precedía a la casa uno de los últimos crisantemos del año, y se lo dio a Swann, que se iba. Durante todo el camino, de vuelta a casa, lo tuvo apretado contra sus labios, y cuando, al cabo de unos días; se marchitó la flor, la guardó cuidadosamente en su secreter.
Pero nunca entraba en su casa. Sólo dos veces fue por la tarde a participar en aquella operación, para ella capital, de «tomar el té». Lo retirado y solitario de aquellas callecitas cortas (formadas casi todas por hotelitos contiguos, cuya monotonía se rompía de pronto con una casucha siniestra, testimonio histórico, sórdida ruina de una época en que esos barrios aún tenían mala fama), la nieve que todavía quedaba en el jardín y en los árboles, el desaliño con que se presenta el invierno y la cercanía del campo, aún daban mayor misterio al calor y las flores que al entrar en la casa le salían a uno al paso.
En el piso bajo, de nivel superior al de la calle, se dejaba a la izquierda la alcoba de Odette, que daba a una callecita paralela de la parte de atrás, y una escalera recta, con paredes pintadas en tono sombrío, adornadas con telas orientales, hilos de rosarios turcos y un gran farol japonés pendiente de un cordoncito de seda (pero que para no privar a los visitantes de las comodidades más recientes de la civilización occidental, ocultaba un mechero de gas), llevaba a la sala y a la salita. Precedía a estas habitaciones un estrecho recibimiento, con la pared cuadriculada por un enrejado de jardín, pero dorado, y que tenía por todo alrededor unos cajones rectangulares, donde aún florecían, lo mismo que en un invernadero, filas de esos grandes crisantemos, en aquella época muy notables, pero que no llegaban, ni con mucho, a los que más adelante lograrían obtener los horticultores. A Swann le molestaba que estuvieran de moda aquellas flores desde el año antes; pero esta vez le agradó ver la penumbra de la habitación de rosa, de naranja y de blanco, rayada cual piel de cebra, por los fragrantes resplandores de esos astros efímeros que se encienden en los días grises. Odette lo recibió vestida con una bata color rosa, con el cuello y los brazos al aire. Lo invitó a sentarse a su lado; en uno de los muchos misteriosos retiros dispuestos en los huecos y rincones del salón, protegidos por grandes palmeras, colocadas en maceteras chinas, o por biombos, adornados con retratos, lazos y abanicos. Le dijo: «Así no está usted bien; yo lo acomodaré»; y con una risita vanidosa, como si se le hubiera ocurrido una invención notable, colocó tras la cabeza de Swann, y a sus pies, almohadones de seda japonesa, apretujándolos con la mano, como prodigando aquellas riquezas e indiferente a su valor. Pero cuando el ayuda de cámara fue trayendo sucesivamente numerosas lámparas que, contenidas casi todas en cacharros de China, ardían sueltas o por parejas en distintos muebles, como en otros tantos altares, y que en el crepúsculo, ya casi noche, de aquella tarde de invierno, reavivaron una puesta de sol más rosada, duradera y humana que la otra —y quizá en la calle hacían pararse a algún enamorado soñando en el misterio que delataban y celaban a la vez las encendidas vidrieras—, Odette no dejó de mirar al criado con el rabillo del ojo, para ver si las colocaba exactamente en su sitio consagrado. Se imaginaba que poniendo una lámpara en el lugar que no le correspondía, el efecto de conjunto de su salón se habría deshecho; su retrato, colocado en un caballete oblicuo y encuadrado con peluche, no tendría buena luz. Siguió febrilmente con la mirada las idas y venidas de aquel hombre ordinario, y lo regañó ásperamente por pasar muy cerca de dos jardineras que no tocaba nadie más que ella, por miedo a que se las rompieran; jardineras que fue a examinar en seguida, para ver si el criado les había hecho algo. Todas las formas de sus cacharritos chinos le parecían «graciosas», y lo mismo las orquídeas y las catleyas, que eran con los crisantemos sus flores favoritas, porque tenían el raro mérito de no parecer flores, sino cosa de seda e satén. «Esta parece que está hecha del forro de mi abrigo», dijo a Swann, enseñándole una orquídea, y con una inflexión de cariño hacia esa flor tan chic, hacia esa hermana elegante e imprevista que la naturaleza le daba, tan lejos de ella en la escala de los seres y, sin embargo, tan refinada y mucho más digna que tantas mujeres de tener un sitio en su salón. Le fue enseñando quimeras con lenguas de fuego, pintadas en un cacharro o bordadas en una pantalla de chimenea; las corolas de un ramo de orquídeas; un dromedario de plata nielada, con los ojos incrustados de rubíes, que en la chimenea era vecino de un sapo de jade; y afectaba, ya temor a la maldad de los monstruos o risa por su fealdad, ya rubor por la indecencia de las flores, ya irresistible deseo de besar al dromedario y al sapo, a los que llamaba «ricos». Contrastaban esos fingimientos con lo sincero de algunas devociones suyas, especialmente la que tenía a Nuestra Señora del Laghet, que hacía mucho tiempo, cuando ella vivía en Niza, la salvó de una enfermedad mortal; y llevaba siempre encima una medalla de oro con la imagen de esa virgen, a la que atribuía un poder sin límites. Odette hizo a Swann «su» té, y le preguntó: «¿Con limón, o con leche?»; y cuando él contestó que con leche, ella replicó: «Una nube, ¿eh?». Swann dijo que el té estaba muy bueno, y ella entonces: «¿Ve usted cómo yo sé lo que le gusta?». En efecto, aquel té le pareció a Swann, lo mismo que a ella, una cosa exquisita, y tal es la necesidad que el amor tiene de encontrar justificación y garantía de duración en placeres, que, por el contrario, sin él no lo serían y que terminan donde él acaba, que cuando Swann se marchó a su casa, a las siete, para vestirse, durante todo el camino que recorrió el coche no pudo contener la alegría que había recibido aquella tarde, e iba repitiéndose: «¡Qué agradable debe de ser tener una persona así, que le pueda dar a uno en su casa esa cosa tan rara que es un buen té!». Una hora más tarde recibió una esquela de Odette; conoció en seguida aquella letra grande, que, con su afectación de rigidez británica, imponía una apariencia de disciplina a caracteres informes, donde unos ojos menos apasionados quizá hubieran visto desorden de ideas, insuficiencia de educación y falta de franqueza y de carácter. Swann se había dejado la pitillera en casa de Odette. «¡Ah! ¡Si se hubiera usted dejado el corazón! Entonces no se lo habría devuelto».
Todavía fue más importante una segunda visita que Swann hizo a Odette. Al ir aquel día a su casa, se la iba representando con la imaginación, como acostumbraba hacer siempre que tenía que verla; y aquella necesidad en que se veía para que su cara le pudiera parecer bonita, de limitarla a los pómulos frescos y rosados, a las mejillas, que a menudo tenía amarillentas y cansadas, y que salpicaban unas manchitas encarnadas, lo afligía como prueba de lo inasequible del ideal y lo mediocre de la felicidad. Aquel día lo llevaba un grabado que Odette quería ver. Estaba un poco indispuesta y lo recibió en bata de crespón de China color malva; y con una rica tela bordada que le cubría el pecho a modo de abrigo. De pie, junto a él, dejando resbalar por sus mejillas el pelo que llevaba suelto, con una pierna doblada en actitud levemente danzarina, para poder inclinarse sin molestia hacia el grabado que estaba mirando; la cabeza inclinada, con sus grandes ojos tan cansados y ásperos si no les prestaba su brillo la animación, chocó a Swann por el parecido que ofrecía con la figura de Céfora, hija de Jetro, que hay en un fresco de la Sixtina. Swann siempre tuvo afición a buscar en los cuadros de los grandes pintores, no sólo los caracteres generales de la realidad que nos rodea, sino aquello que, por el contrario, parece menos susceptible de generalidad, es decir, los rasgos fisonómicos individuales de personas conocidas nuestras; y así, reconocía en la materia de un busto del dux Loredano, de Antonio Rizzo, los pómulos salientes, las cejas oblicuas de su cochero Rémi, con asombroso parecido; veía la nariz del señor de Palancy con colores de Ghirlandaio; y en un retrato del Tintoreto, el carrillo invadido por los primeros pelos de las patillas, la desviación de la nariz, el mirar penetrante y los párpados congestionados del doctor du Boulbon le saltaban a los ojos. Quizá, como tuvo siempre remordimientos de haber limitado su vida a las relaciones mundanas y a la conversación, veía como una especie de indulgente perdón que le concedían los grandes artistas en el hecho de que también ellos contemplaron con gusto e introdujeron en sus cuadros esas caras que prestan a su obra tan singular testimonio de realidad y de vida, un sabor moderno; o quizá era que estaba tan dominado por la frivolidad mundana, que sentía la necesidad de buscar en una obra antigua esas alusiones anticipadas, rejuvenecedoras, a nombres propios de hoy. O, por el contrario, acaso tenía bastante temperamento de artista para que aquellas características individuales le agradaran por adquirir más amplia significación, en cuanto las contemplaba libres y sueltas, en el parecido de un retrato antiguo con un original que no aspiraba a representar. Sea como fuere, y quizá porque la plenitud de impresiones que desde algún tiempo gozaba, aunque le llegó por amor de la música, acreció también su afición a la pintura, encontró un placer profundísimo y llamado a tener en su vida duradera influencia, en el parecido de Odette con la Céfora de ese Sandro di Mariano, que ya no nos gusta llamar con su popular apodo de Botticelli, desde que este nombre evoca, en lugar de la verdadera obra del artista, la idea falsa y superficial que el vulgo tiene de él. Ya no estimó la cara de Odette por la mejor o peor cualidad de sus mejillas, y por la suavidad puramente carnosa que creía Swann que iba a encontrar en ellas al tocarlas con sus labios, si alguna vez se atrevía a besarla, sino que la consideró como un ovillo de sutiles y hermosas líneas que él devanaba con la mirada, siguiendo las curvas en que se arrollaban, enlazando la cadencia de la nuca con la efusión del pelo y la flexión de los párpados, como lo haría en un retrato de ella, en que su tipo se hiciera inteligible y claro.
La miraba; en su rostro, en su cuerpo, se aparecía un fragmento del fresco de Botticelli, y ya siempre iba a buscarlo allí, ora estuviera con Odette, ora pensara en ella, y aunque no le gustaba evidentemente el fresco florentino más que por parecerse a Odette, sin embargo, este parecido la revestía a ella de mayor y más valiosa belleza. A Swann le remordió el haber desconocido por un momento el valor de un ser que el gran Sandro habría adorado, y se felicitó de que el placer que sentía al ver a Odette tuviera justificación en su propia cultura estética. Se dijo que al asociar la idea de Odette a sus ilusiones de dicha, no se resignaba por falta de otra mejor a una cosa tan imperfecta como hasta entonces creyera, puesto que en ella encerraba su más refinado gusto artístico. Olvidábase de que no por eso era Odette mujer más conforme a su deseo, porque precisamente su deseo siempre estuvo orientado en dirección opuesta a sus aficiones estéticas. Aquellas dos palabras, «obra florentina», hicieron a Swann un gran favor. Ellas abrieron para Odette, como un título nobiliario, las puertas de un mundo de sueños, que hasta entonces le estaba cerrado, y donde se revistió de nobleza. Y mientras que la visión puramente camal que hasta entonces tuviera de aquella mujer, al renovar perpetuamente sus dudas sobre la calidad de su rostro y de su cuerpo, de su total belleza, debilitaban su amor a ella, se disiparon esas dudas y se afirmó aquel amor cuando tuvo por base los datos de una estética concreta, sin contar con que el beso y la Posesión, que parecían cosas naturales y mediocres, si eran don de una carne marchita, cuando eran corona que remataba la contemplación de una obra de museo, debían ser placer sobrenatural y delicioso.
Y cuando se inclinaba a lamentar que hacía meses no tenía más ocupación que ver a Odette, decíase que era cosa lógica dedicar mucho tiempo a una inestimable obra maestra, fundida por esta vez en material distinto, y particularmente sabroso, en un rarísimo ejemplar que él contemplaba ya con humildad, espiritualismo y desinterés de artista, ya con orgullo, egoísmo y sensualidad de coleccionista.
Colocó, encima de su mesa de trabajo, una reproducción de la Céfora, como si fuera una fotografía de Odette. Admiraba los ojos grandes, el rostro delicado, donde se adivinaba la imperfección del cutis, los maravillosos bucles en que caía el pelo por las cansadas mejillas, y adaptando lo que hasta entonces le parecía hermoso de modo estético a la idea de una mujer de verdad, lo transformaba en méritos físicos que se felicitaba de encontrar todos juntos en un ser que podía ser suyo. Esa vaga simpatía que nos atrae hacia la obra maestra que estamos mirando, ahora que él conocía el original de carne de la Céfora, se convertía en deseo, que suplía al que no supo inspirarle al principio el cuerpo de Odette. Cuando se estaba mucho rato mirando al Botticelli, pensaba luego en el Botticelli suyo, que le parecía aún más hermoso, y al apretar contra el pecho la fotografía de Céfora, se le figuraba que abrazaba a Odette.
Y no sólo era el posible cansancio de Odette el que Swann se ingeniaba en prevenir, sino el propio cansancio suyo; sentía que desde que Odette podía verlo con toda clase de facilidades, ya no tenía tantas cosas que decirle como antes, y tenía miedo de que sus modales, un tanto insignificantes y monótonos, sin movilidad ya, que ahora adoptaba Odette cuando estaban juntos, no acabaran por matar en él esa esperanza romántica de un día en que ella le declarara su pasión, esperanza que era el motivo y la razón de existencia de su amar. Y para renovar algo el aspecto moral, harto parado, de Odette, y que tenía miedo que lo cansara, de pronto le escribía una carta llena de fingidas desilusiones y de cóleras simuladas, y se la mandaba antes de la cena. Sabía Swann que Odette se asustaría, que iba a contestar, y esperaba que de aquella, contracción que sufriría el alma de Odette, por miedo a perderlo, brotarían palabras que nunca le había dicho; y, en efecto, así es como logró las cartas más cariñosas de Odette, una de ellas, aquella que le mandó Odette desde la «Maison Dorée» (precisamente el día de la fiesta París-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Murcia), y que empezaba por estas palabras: «Amigo, me tiembla tanto la mano, que apenas si puedo escribir», carta que guardó Swann en el mismo cajón que el crisantemo seco. Y si no había tenido tiempo de escribirle al llegar aquella noche a casa de los Verdurin, le saldría al encuentro en seguida, para decirle: «Tenemos que hablar»; y mientras, él contemplaría ávidamente en su rostro y en sus palabras algo no visto hasta entonces, un escondrijo de su corazón que hasta entonces le había ocultado.
Ya al acercarse a casa de los Verdurin, cuando veía las grandes ventanas iluminadas por la luz de las lámparas —no se cerraban nunca, las maderas—, se enternecía al pensar en aquel ser encantador que iba a ver en medio de esa luz dorada. A veces, las sombras de los invitados se destacaban negras, esbeltas, recortadas, al pasar por delante de las lámparas, como esos grabaditos intercalados en la tela transparente de una pantalla. Buscaba la silueta de Odette. Y en cuanto llegaba, sin darse cuenta, se le encendía la mirada con tal alegría, que el señor Verdurin decía al pintor: «Amigo, esto está que arde». Y, en efecto, la presencia de Odette daba para Swann a la casa de los Verdurin una cosa que no podía hallar en ninguna de las demás a dónde iba: una especie de aparato sensitivo, de sistema nervioso que se ramificaba por todas las habitaciones y lanzaba constantes excitaciones hasta su corazón.
Así, el sencillo funcionamiento de aquel organismo social que era el «clan» de los Verdurin, proporcionaba a Swann citas diarias con Odette, y gracias a él podía fingir que le era indiferente el verla, o que no quería verla, sin que esto le expusiera a grave riesgo, porque aunque le escribiera durante el día, siempre estaba seguro de verla por la noche en casa, de los Verdurin y acompañarla a casa.
Pero un día en que pensó sin gusto en aquel inevitable retorno con ella, llevó hasta el bosque de Boulogne a su obrerita para retrasar el momento de ir a casa de los Verdurin, y llegó allí tan tarde que Odette, creyendo que aquella noche ya no iría Swann; se había marchado. Cuando vio que no estaba en el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse privado de un placer cuya magnitud medía ahora por vez primera porque hasta entonces había estado seguro de tenerle cuando quisiera, cosa esta que no nos deja apreciar nunca lo que vale un placer.
—¿Has visto la cara que puso cuando vio que Odette no estaba? —dijo Verdurin a su mujer—. Me parece que está cogido.
—¿La cara que ha puesto? —preguntó bruscamente el doctor Cottard, que no sabía de quién estaban hablando, porque había salido un momento para ver a un enfermo, y que ahora volvía a recoger a su mujer.
—¿Cómo, no se ha encontrado usted en la puerta a un Swann magnífico?
—No. ¿Ha venido el señor Swann?
—Sí, pero un momento nada más; un Swann muy agitado y muy nervioso. Es que ya se había marchado Odette, ¿sabe usted?
—Quiere usted decir que están a partir un piñón y que ella le ha enseñado lo que es la hora del pastor, ¿eh? —dijo el doctor probando prudentemente el sentido de esas locuciones.
—No; yo creo que no hay nada entre ellos, y me parece que Odette hace mal y se está portando como lo que es, como un alma de cántaro.
—¡Bah, bah, bah! —dijo el señor Verdurin—, ¡qué sabes tú si hay o no hay!; nosotros no hemos estado allí mirando si había o no.
—Es que me lo habría dicho Odette —replicó orgullosamente la señora de Verdurin—. Me cuenta todas sus historias. Como en este momento no tiene a nadie, yo le he aconsejado que duerman juntos. Pero dice que no puede, que Swann le gusta, pero que está muy corto con ella y eso la azora a ella también; además, dice que ella no lo quiere de esa manera, que es un ser ideal, que tiene miedo a desflorar su cariño por Swann, en fin, yo no sé cuántas cosas. Y yo creo, a pesar de todo, que es lo que le conviene.
—Yo no soy enteramente de tu misma opinión; no me acaba de gustar ese caballero: me parece que le gusta darse tono.
La señora de Verdurin se quedó muy quieta y adoptó una expresión inerte, como si se hubiera cambiado en estatua, ficción con la que dio a entender que no había oído aquella frase insoportable de «darse tono», frase que parecía implicar que era posible «darse tono» con ellos, es decir, que había alguien que era más que ellos.
—Pues si no hay nada, no creo que sea porque ese señor se imagine que ella es una virtud —dijo irónicamente el señor Verdurin—. Después de todo, ¡quién sabe! Parece que la considera inteligente. No sé si oíste la otra noche todo lo que le estaba soltando a propósito de la sonata de Vinteuil; yo quiero a Odette con toda el alma; pero, vamos, para explicarle teorías de estética, hay que estar un poco tonto.
—Bueno, bueno; que no se hable mal de Odette —dijo la señora, echándoselas de niña—. Es simpatiquísima.
—Pero si eso no tiene que ver para que sea simpatiquísima; no estamos hablando mal de ella: decimos que no es ninguna virtud ni ningún talento, y nada más. En el fondo —dijo al pintor—, ¿qué le importa a uno que sea o no una virtud? Quizá así no sería tan simpática.
En el descansillo de la escalera alcanzó a Swann el maestresala, que no estaba en casa cuando llegó Swann, y al que Odette diera encargo —pero ya hacía lo menos una hora— de decir a Swann que ella iría probablemente a casa de Prévost a tomar chocolate antes de recogerse. Swann marchó en seguida a casa de Prévost, pero a cada paso su coche tenía que pararse para dejar paso a otros carruajes o a los transeúntes, obstáculos odiosos que Swann no habría respetado a no ser porque luego, si los atropellaba, el guardia le entretendría más tomando el número. Contaba el tiempo que tardaba, añadiendo unos cuantos segundos a cada minuto para estar seguro de que no los hacía muy cortos, cosa que le habría podido inspirar la ilusión de que sus probabilidades para llegar a tiempo y encontrar a Odette eran mayores que la que realmente tenía. Y hubo un momento en que Swann, de pronto, lo mismo que un enfermo con fiebre que acaba de dormir y se da cuenta de las absurdas pesadillas que rumiaba sin separarlas claramente de su persona, vio en su interior los extraños pensamientos que le dominaban desde que le habían dicho en casa de los Verdurin que Odette ya se había marchado, y sintió lo nuevo de aquel dolor en el corazón, que sufría ya hacía rato, pero que tan sólo percibió ahora como si acabara de desesperarse. ¿Y qué?, no era toda aquella agitación porque no iba a ver a Odette hasta el otro día, lo que él había deseado hace una hora, cuando se encaminaba ya tan tarde a casa de los Verdurin. Y no tuvo más remedio que confesarse que en ese mismo coche que lo llevaba a Prévost ya no iba la misma persona, ya no estaba solo, tenía al lado, pegado, amalgamado a él, a un ser nuevo, que no podría quitarse de encima nunca, y al que tendría que tratar con los mimos que a un amo o a un enfermo. Y, sin embargo, desde aquel instante en que sintió que una nueva persona se había superpuesto a él, su vida le pareció más atractiva. Y ya casi no se decía que aquel posible encuentro en casa de Prévost (cuya esperanza aniquilaba hasta tal punto todos los momentos que la precedían, que no quedaba idea ni recuerdo donde Swann pudiera ir a descansar su espíritu), caso de ocurrir, sería, muy probablemente, como cualquiera de los demás, es decir, poca cosa. Como todas las noches, en cuanto estuviera con Odette lanzaría una mirada furtiva sobre su móvil rostro, mirada que huiría en seguida por miedo a que Odette leyera en ella la insinuación de un deseo y no creyera ya en su desinterés, y en seguida dejaría de pensar en Odette, todo preocupado en buscar pretextos para que no se marchara tan pronto y en asegurarse sin aparentar mucho interés de que al otro día podría verla en casa de los Verdurin, es decir, preocupado en prolongar por un instante y en renovar por un día más la decepción y la tortura que le traía la vana presencia de esa mujer a quien se acercaba tanto sin atreverse a abrazarla.
No estaba en casa de Prévost; Swann quiso buscar en los demás restaurantes de los bulevares. Y para ganar tiempo, mientras él recorría unos cuantos, mandó a visitar otros a su cochero Rémi (el dux Loredano de Rizzo); no encontró Swann nada, y fue a esperar a su cochero en el lugar que le había indicado. El coche no volvía y Swann se representaba el momento que iba a llegar, ya como aquel en que su cochero le diría: «Aquí está la señora», o ya, como otro en que oiría decir a Rémi: «No he encontrado a esa señora en ningún café». Y así, veía delante de él el final de su noche, uno y doble a la vez, precedido, ya por el encuentro de Odette, ya por la obligada renuncia a encontrarla y la conformidad con volverse a casa sin haberla visto.
Volvió el cochero, pero en el momento de parar delante de Swann este no le preguntó «¿Has encontrado a esa señora?», sino que le dijo: «No se te olvide recordarme mañana que tengo que encargar leña, porque me parece que ya queda poca». Acaso se decía que si Rémi había encontrado a Odette en algún café donde estaba esperándolo, el fin de la noche nefasta quedaba ya borrado porque empezaba la realización del fin de la noche feliz, y que, por consiguiente, no tenía prisa por llegar a una felicidad capturada ya y a buen recaudo que no se había de escapar. Pero también lo hizo por fuerza de inercia; su alma tenía esa falta de agilidad que se da en muchos cuerpos, de esas gentes que para evitar un golpe, para quitarse una llama de encima o para hacer un movimiento urgente necesitan tomarse tiempo y quedarse un segundo en la posición en que estaban antes del acontecimiento, como para encontrar un punto de apoyo y poder tomar impulso. E indudablemente si el cochero lo hubiera interrumpido diciéndole que la señora estaba allí, él habría contestado: «¡Ah!, sí, el encargo ese que te había dado; pues me extraña», para seguir luego hablando de la leña, porque de ese modo ocultaba la emoción que sentía y se daba a sí mismo tiempo para romper con la inquietud y sonreír a la felicidad.
Pero el cochero le dijo que no la había encontrado en ninguna parte, y añadió a modo de consejo y, en su calidad de criado antiguo:
—Lo mejor es que el señor se vaya a casa.
Pero la indiferencia que Swann fingía fácilmente cuando Rémi no podía alterar en nada el tenor de la respuesta que le traía, decayó ahora al ver cómo intentaba hacerle renunciar a su esperanza y a su rebusca.
—No, no es posible —exclamó—, tenemos que encontrar a esa señora, no hay más remedio. Hay un asunto que lo requiere, y si no, podría ofenderse.
—No sé cómo se va a dar por ofendida —respondió Rémi—, porque ella es la que se ha marchado sin esperar al señor, diciendo que iba a casa de Prévost, y luego no ha ido.
Ya empezaban a apagar en todas partes. Por debajo de los árboles del bulevar, en una misteriosa oscuridad, erraban los pocos transeúntes, apenas discernibles. De cuando en cuando, una sombra femenina se acercaba a Swann, le decía unas palabras al oído, y le pedía que la acompañara a casa, Swann se estremecía. Iba rozando al pasar todos aquellos cuerpos oscuros como si por el reino de las sombras, entre mortuorias fantasmas, fuera buscando a Eurídice.
De todas las maneras de producirse el amor, y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es ese gran torbellino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía, se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando —al echarlo de menos— en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.
Swann llegó hasta los últimos restaurantes; no había tenido calma más que para afrontar la hipótesis de la felicidad; pero ahora ya no ocultaba su agitación, ni el valor que concedía al encuentro de Odette, y ofreció a su cochero una recompensa si la encontraba, como si así, inspirándole el deseo de dar con ella, que vendría a acumularse al suyo propio, fuera posible que Odette, aunque se hubiera recogido ya, siguiera estando en un café del bulevar. Fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni, y salía, sin haberla encontrado, del Café Inglés, con aire huraño y a grandes zancadas en busca del coche que lo esperaba en la esquina del bulevar de los Italianos, cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le explicó ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan inesperado fue para Odette el encuentro con Swann, que se asustó. Él había estado corriendo medio París, más que porque creyera posible encontrarla, porque le parecía durísimo tener que renunciar. Y por eso aquella alegría que su razón estimaba irrealizable por aquella noche, le pareció aún mucho mayor; porque no había colaborado en ella con la previsión de creerla verosímil, porque era ajena a él; y porque no se sacaba él del espíritu para dársela a Odette —sino que emanaba de ella misma, ella misma la proyectaba hacia él— aquella verdad tan radiante que disipaba como un sueño el temido aislamiento, y en la que se apoyaba y descansaba, sin pensar, su sueño de felicidad. Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orillas del Mediterráneo, se olvida de que existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las aguas.
Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochera que fuera detrás.
Odette tenía en la mano un ramo de catleyas, y Swann vio, debajo del pañuelo de encaje que le cubría la cabeza, que llevaba en el pelo flores de la misma variedad de orquídea, atadas al airón de plumas de cisne. Tocada de mantilla, llevaba un traje de terciopelo negro, que se recogía oblicuamente en la parte inferior para dejar asomar un trozo de falda de faya blanca; también por debajo del terciopelo asomaba otro paño de faya blanca en el corpiño, donde se abría el escote, en el cual se hundían otras cuantas catleyas. Apenas se había repuesto del susto que tuvo al toparse con Swann, cuando el caballo se encontró con un obstáculo y dio una huida. Llevaron una gran sacudida, y Odette lanzó un grito y se quedó sin aliento, toda palpitante.
—No es nada —dijo él—, no se asuste.
Y la cogió por el hombro, apoyándola contra su cuerpo para sostenerla; luego dijo:
—No hable usted, no se canse más, contésteme por señas. ¿Me permite usted que le vuelva a poner bien las flores esas del escote que casi se caen con la sacudida? Tengo miedo de que las pierda usted, voy a meterlas un poco más.
Odette, que no estaba acostumbrada a que los hombres usaran tantos rodeos con ella, le dijo:
—Sí, sí, hágalo.
Pero Swann, azorado por la contestación y quizá también porque había hecho creer a Odette que el pretexto de las flores era sincero, y acaso porque él también empezaba a creer que lo había sido, exclamó:
—Pero no hable, va usted a cansarse, contésteme por señas que yo la entiendo. ¿De veras me deja usted…? Mire, aquí hay un poco de…, creo que es polen que se ha desprendido de las flores; si me permite se lo voy a quitar con la mano. ¿No le hago daño? ¡No! Quizá cosquillas, ¿eh? Pero es que no quiero tocar el terciopelo para no chafarle. ¿Ve usted?, no había más remedio que sujetarlas, si no se caen; las voy a hundir un poco más… ¿De veras que no la molesto? ¿Me deja usted que las huela, a ver si no tienen perfume? Nunca he olido estas flores ¿Me deja?, dígamelo de veras.
Ella, sonriente, se encogió de hombros como diciendo «¡Qué tonto es usted, pues no ve que me gusta!».
Swann alzó la otra mano, acariciando la mejilla de Odette; ella lo miró fijamente, con ese mirar desfalleciente y grave de las mujeres del maestro florentino que, según Swann, se le parecían: los ojos rasgados, finos, brillantes, como los de las figuras botticelescas[26], se asomaban al borde de los párpados como dos lágrimas que se iban a desprender. Doblaba el cuello como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para que acudiera, para que reconociera el ensueño que tanto tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aún no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.
Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no ofendió a Odette aquella primera noche), ello es que los demás días siguió usando el mismo pretexto. Si llevaba catleyas prendidas en el pecho, decía: «¡Qué lástima! Esta noche las catleyas están bien, no hay que tocarlas, no están caídas como la otra noche; aquí veo una que no está muy bien, sin embargo. ¿Me deja usted que vea a ver si huelen más que las del otro día?». Y si no llevaba: «¡Ah! Esta noche no hay catleyas: no puedo dedicarme a mis mañas». De modo que durante algún tiempo no se alteró aquel orden de la primera noche, cuando comenzó con roces de dedos y labios en el pecho de Odette, y así empezaban siempre a acariciarse; y más tarde, cuando aquella convención (o simulacro ritual de convención) de las catleyas cayó en desuso, sin embargo, la metáfora «hacer catleya», convertida en sencilla frase, que empleaban inconscientemente para significar la posesión física —en la cual posesión, por cierto, no se posee nada—, sobrevivió en su lenguaje, como en conmemoración de aquella costumbre perdida. Y acaso esa manera especial de decir una cosa no significaba lo mismo que sus sinónimos. Por muy cansado que se esté de las mujeres, aunque se considere la posesión de distintas mujeres como la misma cosa, ya sabida de antemano, cuando se trata de conquistas difíciles o que nosotros consideramos como tales, se convierte en un placer nuevo, y entonces nos creemos obligados a figurarnos que esa posesión nació de un episodio imprevisto de nuestras relaciones con ella, como fue el episodio de las catleyas para Swann. Aquella noche esperaba temblando (y se decía que si lograba engañar a Odette, ella nunca lo adivinaría) que de entre los largos pétalos color malva de las flores saldría la posesión de aquella mujer; y el placer que sentía, y que, según pensaba él, toleraba Odette, porque no sabía de lo que se trataba, le pareció cabalmente por eso algo como el que debió sentir el primer hombre al saborearlo entre las flores del Paraíso Terrenal: un placer que antes no existía, un placer que él iba creando, un placer —como siempre trascendía del nombre especial que le dio— totalmente particular y nuevo.
Ahora, todas las noches, cuando la llevaba hasta su casa, Odette lo hacía entrar, y muchas veces salía luego en bata a acompañarlo hasta el coche, y lo besaba delante del cochero, diciendo: «¿Y a mí qué? ¿Qué me importa la gente?». Las noches que Swann no iba a casa de los Verdurin (cosa más frecuente desde que tenía más facilidad para verla). Odette le rogaba que pasara por su casa antes de recogerse, sea la hora que fuere. Por entonces era primavera, una primavera helada y pura. Al salir de alguna reunión mundana, Swann montaba en su victoria, se echaba una manta por las piernas, contestaba a los amigos que lo invitaban a marchar juntos que no iba por el mismo camino, y el cochero, que ya sabía adónde tenía que ir, arrancaba a gran trote. Los amigos se extrañaban, y, en efecto, Swann ya no era el mismo. Ahora no se recibían cartas suyas pidiendo que le presentaran a una mujer. No se fijaba en ninguna, y ya no iba por los sitios donde suelen verse mujeres. En un restaurante del campo, su actitud era ahora precisamente la contraria de aquella que antes lo daba a conocer, y que todos creían que le duraría siempre. Y es que una pasión acciona sobre nosotros como un carácter momentáneo y diferente, que reemplaza al nuestro verdadero y suprime aquellas señales externas con que se exteriorizaba. En cambio, era ahora cosa invariable que Swann, en cualquier parte que estuviera, no dejaba de ir a ver Odette. Recorría inevitablemente el espacio que lo separaba de ella; espacio que era como la pendiente misma, irresistible y rápida, de su vida. Realmente, muchas veces se entretenía hasta tarde en alguna casa aristocrática, y habría preferido volver derecho a su casa sin dar aquel largo rodeo y no ver a Odette hasta el otro día; pero el hecho de tener que molestarse a una hora anormal por causa de ella, de adivinar que los amigos, cuando se separaba de ellos, decían: «Siempre tiene que hacer; debe haber una mujer que lo haga ir a su casa a todas horas», le daba la sensación de que estaba viviendo la vida de los hombres que tienen un amor en su existencia, y que por el sacrificio que hacen de su tranquilidad y sus intereses a un voluptuoso ensueño, reciben, en cambio, una íntima delectación. Además, sin que él se diera cuenta, la certidumbre de que Odette lo esperaba, de que no estaba con otras personas, que no volvería sin verla, neutralizaba aquella angustia, olvidada ya, pero siempre latente, que sintió la noche que le dijeron que ya se había marchado de casa de los Verdurin: angustia tan apaciguada ahora, que casi podía llamarse felicidad. Quizá a esa angustia se debía la importancia que había tomado Odette para Swann.
La mayoría de las personas que conocemos no nos inspiran más que indiferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos figura que pertenece a otro mundo, se envuelve en poesía, convierte nuestra vida en una gran llanura, donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa. Swann no podía por menos de inquietarse cuando se preguntaba lo que Odette sería para él en el porvenir. Muchas veces, al ver desde su victoria, en aquellas hermosa y frías noches; la luz de la luna que difundía su claridad entre sus ojos y las calles desiertas, pensaba en aquel rostro claro, levemente rosado, como el de la luna; que surgió un día ante su alma, y que desde entonces, proyectaba sobre el mundo la luz misteriosa en que aparecía envuelto. Si llegaba cuando Odette ya había mandado acostarse a sus criados, en vez de llamar a la puerta del jardín, iba primero a la callecita trasera, a la que daba, entre las demás ventanas iguales, pero oscuras, de los hotelitos contiguos, la ventana, la única iluminada, de la alcoba de Odette, en el piso bajo. Daba un golpecito, en el cristal, y ella, que ya estaba sobre aviso, contestaba y salía a esperarlo a la puerta de entrada del otro lado. Encima del piano estaban abiertas algunas de las obras musicales favoritas de Odette: el Vals de las Rosas y Pobre loco, de Tagliafico (obra que debía tocarse en su entierro, según decía en su testamento); pero Swann le pedía que tocara, en vez de estas cosas, la frase de la sonata de Vinteuil, aunque Odette tocaba muy mal; pero muchas veces la visión más hermosa que nos queda de una obra es la que se alzó por encima de unos sonidos falsos que unos torpes dedos iban arrancando a un piano desafinado. Para Swann la frase continuaba espiritualmente asociada a su amor por Odette. Bien sabía él que ese amor no correspondía a nada externo que los demás pudieran percibir, y se daba cuenta de que las cualidades de Odette no justificaban el valor que concedía a los ratos que pasaba a su lado. Y más de una vez, cuando dominaba en Swann la inteligencia positiva, quería dejar de sacrificar tantos intereses intelectuales y sociales a ese placer imaginario. Pero la frase, en cuanto la oía, sabía ganarse en el espíritu de Swann el espacio que necesitaba, y ya las proporciones de su alma se cambiaban; y quedaba en ella margen para un gozo que tampoco correspondía a ningún objeto exterior, y que, sin embargo, en vez de ser puramente individual como el del amor, se imponía a Swann con realidad superior a la de las cosas concretas. La frase despertaba en él la sed de una ilusión desconocida; pero no le daba nada para saciarla. De modo que aquellas partes del alma de Swann en donde la frasecita iba borrando la preocupación por los intereses materiales, por las consideraciones humanas y corrientes, se quedaban vacías, en blanco, y Swann podía inscribir en ellas el nombre de Odette. Además, la frase infundía su misteriosa esencia en aquello que podía tener de falaz y de pobre el afecto de Odette. Y al mirar el rostro que ponía Swann, cuando la oía, hubiérase dicho que estaba absorbiendo un anestésico que le ensanchaba la respiración. Y, en efecto, el placer que le proporcionaba la música, y que pronto sería en él verdadera necesidad, se parecía en aquellos momentos al placer que habría sentido respirando perfumes, entrando en contacto con un mundo que no está hecho para nosotros, que nos parece informe porque no lo ven nuestros ojos, y sin significación porque escapa a nuestra inteligencia y sólo lo percibimos por un sentido único. Gran descanso, misteriosa renovación para Swann —que en sus ojos, aunque eran delicados, gustadores de la pintura, y en su ánimo, aunque era fino observador de costumbres, llevaba indeleblemente marcada la sequedad de su vida— el sentirse transformado en criatura extraña a la Humanidad, ciega, sin facultades lógicas, casi en un fantástico unicornio, en un ser quimérico, que sólo percibía el mundo por el oído. Y como, sin embargo, buscaba en la frase de Vinteuil una significación hasta cuya hondura no podía descender su inteligencia, sentía una rara embriaguez en despojar a lo más íntimo de su alma de todas las ayudas del razonar, y en hacerla pasar a ella sola por el colador, por el filtro oscuro del sonido.
Empezaba a darse cuenta de todo el dolor, quizá de toda la secreta inquietud, que había en el fondo de la dulzura de la frase, pero no sufría. ¿Qué importaba que la frase fuera a decirle que el amor es frágil, si el suyo era muy fuerte? Y jugaba con la tristeza que difundían los sonidos, sentía que le rozaba, pero como una caricia, que aún profundizaba y endulzaba más la sensación que tenía Swann de su felicidad. Pedía a Odette que la tocara diez, veinte veces, exigiendo al mismo tiempo que no dejara de besarlo. Cada beso llama a otro beso. ¡Con qué naturalidad nacen los besos en eso tiempos primeros del amor! Acuden apretándose unos contra otros; y tan difícil sería contar los besos que se dan en una hora, como las flores de un campo en el mes de mayo. Entonces ella hacía como que se iba a parar, diciendo: «¿Cómo quieres que toque si me tienes cogida? No puedo hacer las dos cosas a un tiempo; dime lo que hago: ¿o tocar, o acariciarte?»; y él se enfadaba, y Odette entonces rompía en una risa que acababa por cambiarse en lluvia de besos y caía sobre Swann. O lo miraba con semblante huraño, y Swann veía entonces una cara digna de figurar en la Vida de Moisés, de Botticelli; y colocaba el rostro de Odette en la pintura aquella, daba al cuello de Odette la inclinación requerida, y cuando ya la tenía pintada perfectamente al temple, en el siglo XV, en la pared de la Sixtina, la idea de que, no obstante, seguía estando allí junto al piano, en el momento actual, y que la podía besar y poseer, la idea de su materialidad y de su vida, lo embriagaba con tal fuerza, que con la mirada extraviada y las mandíbulas extendidas, se lanzaba hacia aquella virgen de Botticelli y empezaba a pellizcarle los carrillos. Luego, cuando ya se marchaba, no sin volver desde la puerta para darle otro beso, porque se le había olvidado llevarse en el recuerdo alguna particularidad de su perfume o de su fisonomía, volvía en su victoria, bendiciendo a Odette porque consentía en aquellas visitas diarias, que, sin duda, no debían de ser gran alegría para ella, pero que, resguardándolo a él del tormento de los celos —y quitándole la ocasión de padecer otra vez aquel mal que en él se declaró la noche que no estaba Odette en casa de los Verdurin—, le ayudaban a gozar hasta lo último, sin más ataques, como aquel primero tan doloroso, y que acaso fuera único, de aquellas horas únicas de su vida, horas casi de encanto, como aquella en que iba atravesando París a la luz de la Luna. Y como notara durante su trayecto de vuelta, que ahora el astro ya no ocupaba, con respecto a él, el mismo lugar que antes, y estaba casi caído en el límite del horizonte, sintió que su amor obedecía también a leyes naturales e inmutables, y se preguntó si el período en que acababa de entrar duraría aún mucho, y si su alma no vería pronto aquel rostro amado, ya caído y a lo lejos, a punto de no ser ya fuente de ilusión. Porque Swann, desde que estaba enamorado, encontraba una ilusión en las cosas, como en la época de su adolescencia, cuando se creía artista; pero ya no era la misma ilusión; porque esta era Odette quien únicamente se la daba. Sentía remozarse las inspiraciones de su juventud, disipadas por su frívolo vivir; pero ahora llevaban todas el reflejo y la marca de un ser determinado; y en las largas horas que se complacía con delicado deleite en pasar en casa, a solas con su alma convaleciente, iba volviendo a ser el mismo Swann de la juventud; pero no ya de Swann, sino de Odette.
No iba a casa de Odette más que por la noche, y nada sabía de lo que hacía en todo el día, como nada sabía de su pasado, y hasta le faltaba ese insignificante dato inicial que nos permite imaginarnos lo que no sabemos y nos entra en ganas de saberlo. Así, que no se preguntaba lo que hacía ni lo que fuera su vida pasada. Tan sólo algunas veces se sonreía al pensar que unos años antes, cuando aún no la conocía, le habían hablado de una mujer que, si no recordaba mal, era la misma, como de una ramera, como de una entretenida, una de esas mujeres a las que todavía atribuía Swann, porque entonces aún tenía poco mundo, el carácter completa y fundamentalmente perverso con que las revistió la mucha fantasía de ciertos novelistas. Y se decía que muy a menudo basta con volver del revés las reputaciones que forma la gente para juzgar exactamente a una persona; porque a aquel carácter que la gente atribuía a Odette oponía él una Odette buena, ingenua, enamorada del ideal, y casi tan incapaz de mentir, que, como una noche le rogara, con objeto de poder cenar solos, que escribiera a los Verdurin diciendo que estaba mala, al otro día la vio ruborizarse y balbucear cuando la señora de Verdurin le preguntó si estaba mejor, y reflejar, a pesar suyo, en la cara, la pena y el suplicio que le costaba mentir; y mientras que en su respuesta iba multiplicando los detalles imaginarios de su falsa enfermedad del día antes, por lo desolado de la voz y lo suplicante de la mirada, parecía que pedía perdón de su embuste.
Algunas aunque pocas tardes Odette iba a casa de Swann a interrumpirlo en sus ensueños o en aquel estudio sobre Ver Meer, en el que trabajaba ahora de nuevo. Le decían que la señora de Crécy estaba esperando en la sala. Swann iba en seguida a recibirla, y en cuanto abría la puerta, aparecía en el rostro de Odette un sonrisa que transformaba la forma de su boca, el modo de mirar y el modelado de las mejillas. Swann luego, a solas, volvía a ver esa sonrisa, o la del día antes, o aquella con que lo acogió en tal ocasión, o la que sirvió de respuesta la noche que Swann le preguntó si le permitía que arreglara las catleyas del escote; y así como no conocía otra cosa de la vida de Odette, su existencia se le aparecía en innumerables sonrisas sobre un fondo neutro y sin color, igual que una de esas hojas de estudio de Watteau, sembradas de bocas que sonríen, dibujadas con lápices de tres colores en papel agamuzado. Pero muchas veces, en un rincón de esa vida que Swann veía tan vacía, aunque su razón le indicaba que en realidad no era así, porque no podía imaginársela de otro modo; algún amigo que sospechaba sus relaciones, y que por eso no se arriesgaba a decirle de Odette más que una cosa insignificante, le contaba que vio a Odette aquella mañana subiendo a pie la calle Abatucci, con una manteleta guarnecida de pieles de skunks[27], un sombrero a lo Rembrandt y un ramo de violetas prendido en el pecho. Aquella sencilla descripción trastornaba a Swann, porque le revelaba de pronto que la vida de Odette no era enteramente suya; ansiaba saber a quién quería agradar Odette con aquella toilette[28] que él no conocía; y se prometió preguntarle adónde iba cuando la vio aquel amigo, como si en toda la vida incolora —casi inexistente, porque para él era invisible— de su querida, no hubiera más que dos cosas: las sonrisas que a él le dedicaba y aquella visión de Odette, con su sombrero a lo Rembrandt y su ramo de violetas en el pecho.
Excepto cuando le pedía la frase de Vinteuil en vez del Vals de las Rosas, Swann nunca le hacía tocar las cosas que le gustaban a él, y ni en música ni en literatura intentaba corregir su mal gusto. Se daba perfecta cuenta de que no era inteligente. Cuando le decía que a ella le gustaba mucho que le hablaran de los grandes poetas, es porque se imaginaba que inmediatamente iba a oír coplas heroicas y románticas del género de las del vizconde Borelli, pero más emocionantes aún. Le preguntó si Ver Meer de Delft había sufrido por amor a una mujer, y si era una mujer la que le había inspirado sus obras; y cuando Swann le confesó que no se lo podía decir, Odette ya perdió todo interés por aquel pintor. Solía decir: «Sí, la poesía, ya lo creo; nada sería más hermoso si fuera de verdad, y si los poetas creyeran en todo lo que dicen. Pero algunas veces son más interesados que nadie. Que me lo digan a mí. Tenía yo una amiga que estuvo en relación con un poetilla. En sus versos, todo se volvía hablar del amor, del cielo y de las estrellas. Pero buen chasco le dio. Se le comió más de trescientos mil francos». Si Swann entonces intentaba enseñarle lo que era la belleza artística, y cómo había que admirar los versos o los cuadros, ella, al cabo de un momento, dejaba de atender y decía: «Sí… pues yo no me lo figuraba así». Y Swann notaba en ella tal decepción, que prefería mentir, decirle que todo aquello no era nada, fruslerías nada más, que no tenía tiempo para abordar lo fundamental, que todavía había otra cosa. Y entonces ella lo interrumpía: «¿Otra cosa? ¿El qué…? Entonces, dímelo»; pero él se guardaba de decirlo porque ya sabía que lo que dijera le había de parecer insignificante y distinto de lo que se esperaba, mucho menos sensacional y conmovedor, y temía Swann que, al perder la ilusión del arte, no perdiera Odette, al mismo tiempo, la ilusión del amor.
En efecto; Swann le parecía intelectualmente inferior a lo que ella se había imaginado. «Nunca pierdes la sangre fría, no puedo definirte». Y lo que más la maravillaba era la indiferencia con que miraba al dinero, su amabilidad para todo el mundo y su delicadeza. Ocurre muchas veces, en efecto; y con personas de más valía que Swann, con un sabio, con un artista, cuando su familia y sus amigos saben estimar lo que vale, que el sentimiento que demuestra que la superioridad de su inteligencia se impuso a ellos, no es un sentimiento de admiración por sus ideas, porque no las entienden, sino de respeto a su bondad. A Odette le inspiraba también respeto la posición que ocupaba Swann en la sociedad aristocrática, pero nunca deseó que su amante probara a introducirla en aquel ambiente. Pensaba que además, tenía miedo de que sólo con hablar de ella provocara revelaciones temibles. Ello es que le había arrancado la promesa de no pronunciar nunca su nombre. Le dijo que el motivo que tenía para no hacer vida de sociedad era que, hace muchos años, regañó con una amiga; la cual, para vengarse, había ido hablando mal de ella. Swann objetaba: «Pero tu amiga no conoce a todo el mundo». «Sí, esas cosas se corren como una mancha de aceite y la gente es tan mala…». Por un lado, Swann no entendió bien esta historia; pero, por otro, sabía que esas proposiciones: «La gente es tan mala» y «La calumnia se extiende como una mancha de aceite», se consideran generalmente como verdaderas; así, pues, debía de haber casos en que se aplicaran concretamente. ¿Era el de Odette uno de ellos? Y esta pregunta le preocupaba, pero no por mucho tiempo, porque padecía también Swann de aquella pesadez de espíritu que aquejaba a su padre cuando se planteaba un problema difícil. Además, aquella sociedad que daba tanto miedo a Odette no le inspiraba grandes deseos, porque estaba demasiado lejos de la que ella conocía, para que se la pudiera representar bien. Sin embargo, a pesar de que en algunas cosas conservaba hábitos de verdadera sencillez —seguía su amistad con una modista retirada del oficio, y subía casi a diario la escalera pina, oscura y fétida de la casa donde vivía su amiga—, se moría por lo chic, aunque su concepto de lo chic; era muy distinto del de las gentes verdaderamente aristocráticas. Para estas, el chic es una emanación de unas cuantas personas que lo proyectan en un radio bastante amplio —y con mayor o menor fuerza, según lo que se diste de su intimidad— sobre el grupo de sus amigos o de los amigos de sus amigos, cuyos nombres forman una especie de repertorio. Este repertorio lo guardan en la memoria las gentes del gran mundo, y tienen respecto a estas materias una erudición de la que sacan un modo de gusto y de tacto especiales; así que Swann, sin necesidad de apelar a su ciencia del mundo, al leer en un periódico los nombres de los invitados a una comida, podía decir inmediatamente hasta qué punto había sido chic, lo mismo que un hombre culto aprecia por la simple lectura de una frase la calidad literaria de su autor. Pero Odette era de esas personas —muy numerosas, aunque las gentes de la alta sociedad no lo crean, y que se dan en todas las clases sociales que como no poseen esas nociones, se imaginan lo chic de modo enteramente distinto, revestido de diversos aspectos, según el medio a que pertenezcan, pero teniendo por carácter determinante— ya fuera el chic con que soñaba Odette, ya fuera el chic ante el cual se inclinaba respetuosamente la señora de Cottard —de ser directamente accesible a cualquiera—. El otro, el de las gentes de la alta sociedad, también lo era, pero a fuerza de tiempo. Odette decía hablando de una persona:
—No va más que a los sitios chic.
Y cuando Swann le preguntaba qué es lo que quería decir con eso, ella respondía con cierto desdén:
—Pues, caramba, los sitios chic. Si a tus años voy a tener que enseñarte lo que son los sitios chic… ¡Qué sé yo! Por ejemplo, los domingos por la mañana, la avenida de la Emperatriz; el paseo de coches del Lago, a las cinco; los jueves, el teatro Edén; los viernes, el Hipódromo, los bailes.
—¿Pero qué bailes?
—Pues los bailes que se dan en París; vamos, los bailes chic quiero decir. Ahí tienes ese Herbinger, ese que está con un bolsista, sí, debes conocerlo, es uno de los hombres que más se ven en París, un muchacho rubio, muy snob, que lleva siempre una flor en el ojal y una raya atrás, y que gasta abrigos claros; sí, está liado con esa vieja pintada que lleva a todos los estrenos. Bueno, pues ese dio un baile la otra noche, donde fue toda la gente chic de París. ¡Cuánto me hubiera gustado ir! Pero había que presentar la invitación a la puerta, y no pude lograr ninguna. Bueno; en el fondo, lo mismo me da porque la gente creo que se mataba de tanta que había. Y todo para poder decir que estaban en casa de Herbinger. Y a mí esas cosas, sabes, no me dicen nada. Además, puedes asegurar que de cada cien de las que digan que estaban, la mitad de ellas mienten. Pero me extraña que tú, tan pschutt[29], no estuvieras.
Swann nunca intentaba hacerle modificar su concepto del chic; pensaba que el suyo no valía mucho más y era tan tonto y tan insignificante como el otro: así que ningún interés tenía en enseñárselo a su querida; tanto, que cuando ya llevaban meses de relaciones, ella sólo se interesaba por las amistades de Swann, en cuanto que podían servirle para tener tarjetas de entrada al pesaje de las carreras, a los concursos hípicos, o billetes para los estrenos. Le gustaba que cultivara amistades tan útiles, pero se inclinaba a considerarlas como chic, desde que un día vio por la calle a la marquesa de Villeparisis, con un traje de lana negro y una capota con bridas.
—Pero sí parece una acomodadora, una portera vieja, darling[30]. ¡Y es marquesa! Yo no soy marquesa, pero me tendrían que dar mucho dinero para salir disfrazada de ese modo.
No comprendía por qué vivía Swann en la casona del muelle de Orleáns, que le parecía indigna de él.
Tenía la pretensión de que le gustaban las antigüedades, y tomaba una expresión de finura y arrobo cuando decía que le agradaba pasarse todo un día «revolviendo cacharros», buscando «baratillos» y cosas «antiguas». Aunque se empeñaba, como haciéndolo cuestión de honor (y como si obedeciera a un precepto de familia), en no contestar nunca cuando Swann le preguntaba lo que había hecho, y en no «dar cuentas» de cómo gastaba el tiempo, una vez habló a Swann de una amiga suya que la había invitado y que tenía una casa amueblada toda con muebles de «época». Swann no pudo averiguar qué época era aquella. Después de pensarlo un poco, dijo Odette que era «allá de la Edad Media». Con eso quería decir que las paredes tenían entabladuras. Poco después volvió a hablarle de su amiga, y añadió con el tono vacilante y de estar enterado con que se citan palabras de una persona que estuvo cenando con uno la noche antes y cuyo nombre era desconocido, pero al que los anfitriones consideraban como persona tan célebre que se da por supuesto que el interlocutor sabe perfectamente de quién se trata: «Tiene un comedor del… del dieciocho». Comedor que por lo demás le parecía horroroso, pobre como si la casa no estuviese acabada que sentaba muy mal a las mujeres, y que nunca se pondría de moda. Y volvió a hablar por tercera vez de aquel comedor, mostrando a Swann las señas del artista que lo hilo, diciéndole que de buena gana lo llamaría, cuando tuviera dinero, para ver si podía hacerle, no uno como aquel de su amiga, sino el que ella soñaba, y que por desgracia no casaba con las proporciones de su hotelito, con altos aparadores, muebles Renacimiento y chimeneas como las del castillo de Blois. Aquel día se le escapó delante de Swann lo que opinaba de su casa del muelle de Orleáns; como Swann criticara que a la amiga de Odette le diera, no por el estilo Luis XVI, porque ese estilo, aunque se ve poco, puede ser delicioso, sino por la falsificación de lo antiguo, ella le dijo: «Pero no querrás que viva como tú, entre muebles rotos y alfombras viejas», porque en Odette aun no podía más la aburguesada respetabilidad que el diletantismo de la cocotte.
Consideraba como una minoría superior al resto de la humanidad a los seres que tenían afición a los cacharros, figurillas artísticas y a versos, que despreciaban los cálculos mezquinos y soñaban con cosas de amores y de pundonor. No le importaba que en realidad tuvieran o no esos gustos, con tal de que los pregonaran, y volvía diciendo de un hombre que le contó que le gustaba vagar, ensuciarse las manos en tiendas viejas, y que creía que nunca sabría apreciarle este siglo de comerciantes, porque no le preocupaban sus intereses y era un hombre de otra época: «Es un espíritu adorable. ¡Qué sensibilidad! Pues nunca lo sospeché»; y sentía hacia aquel hombre una amistad enorme y súbita. Pero, por el contrario, las personas que, como Swann, tenían de verdad esos gustos, pero sin hablar de ellos, no le decían nada. Claro que no tenía más remedio que confesar que Swann no era interesado; pero luego añadía con aire burlón: «En él no es lo mismo»; y en efecto, lo que seducía a la imaginación de Odette no era la práctica del desinterés, sino su vocabulario.
Se daba cuenta de que muchas veces no podía él realizar los sueños de Odette, y por lo menos hacía porque no se aburriera con él, y no contrariaba sus ideas vulgares y aquel mal gusto que tenía en todo, y que a Swann también le estaba como cualquier cosa que de ella viniera, que hasta le encantaba, como rasgos particulares, gracias a los cuales se le hacía visible y aparente la esencia de aquella mujer. Así que cuando estaba contenta porque iba a ir a la Reina Topacio, o se le ponía el mirar serio, preocupado y voluntarioso, porque tenía miedo de perder la batalla de flores, o sencillamente la hora del té con muffins y toasts[31] del «Té de la rue Royale», al que creía indispensable asistir para consagrar la reputación de elegancia de una mujer, Swann, arrebatado como si estuviera ante la naturalidad de un niño o la fidelidad de un retrato que parece que va a hablar, veía el alma de su querida afluir tan claramente a su rostro, que no podía resistir a la tentación de ir a tocarla con los labios. «¡Ah, con que quiere que la llevemos a la batalla de flores esta joven Odette!, ¿eh? Quiere que la admiren. Bueno, pues la llevaremos. No hay más que hablar». Como Swann era un poco corto de vista, tuvo que resignarse a gastar lentes, para estar en casa, y a adoptar, para afuera, el monóculo, que lo desfiguraba menos. La primera vez que se lo vio puesto, Odette no pudo contener su alegría: «Para un hombre, digan lo que quieran, no hay nada más chic. ¡Qué bien estás así, pareces un verdadero gentleman! No le falta más que un título», añadió con cierto pesar. Y a Swann le gustaba que Odette fuera así; lo mismo que si se hubiera enamorado de una bretona, se habría alegrado de verla con su cofia y de oírle decir que creía en los fantasmas. Hasta entonces, como ocurre a muchos hombres en quienes la afición al arte se desarrolla independientemente de su sensualidad, había reinado una extraña disparidad entre la manera de satisfacer ambas cosas, y gozaba en la compañía de mujeres de lo más grosero, las seducciones de obras de lo más refinado, llevando, por ejemplo, a una criadita a un palco con celosía para ver representar una obra decadente que tenía unas de oír o una exposición de pintura impresionista, convencido, por lo demás, de que una mujer aristocrática y culta no se hubiera enterado más que la chiquilla aquella, pero no hubiera sabido callarse con tanta gracia. Ahora, al contrario, desde que quería a Odette, le era tan grato simpatizar con ella y aspirar a no tener más que un alma para los dos, que se esforzaba por encontrar agradables las cosas que a ella le gustaban, y se complacía tanto más profundamente, no sólo en imitar sus costumbres, sino en adoptar sus opiniones, cuanto que, como no tenían base alguna en su propia inteligencia, le recordaban su amor como único motivo de que le gustaran esas cosas. Si iba dos veces a Sergio Panine, o buscaba las ocasiones de oír como dirigía Olivier Métra, era por el placer de iniciarse en todos los conceptos de Odette y sentirse partícipe de todos sus gustos. Y aquel hechizo, para acercar su alma a la de Odette, que tenían las obras o los sitios que le gustaban, llegó a parecerle más misterioso que el que contienen obras mucho más hermosas, pero que no le recordaban a Odette. Además, como había ido dejando que flaquearan las creencias intelectuales de su juventud, y como su escepticismo de hombre elegante se había extendida hasta ellas, inconscientemente, creía —o por lo menos así lo había creído por tanto tiempo que aún lo decía— que los objetos sobre que versan nuestros gustos artísticos no tienen en sí valor absoluto, sino que todo es cuestión de época y lugar, y depende de las modas, las más vulgares de las cuales valen lo mismo que las que pasan por más distinguidas. Y como juzgaba que la importancia que Odette atribuía a tener entrada para el barnizado de los cuadros de la Exposición no era en sí misma más ridícula que el placer que sentía él en otro tiempo, cuando almorzaba con el príncipe de Gales, parecíale que la admiración que profesaba Odette por Montecarlo o por el Righi no era más absurda que la afición suya a Holanda, que Odette se figuraba como un país muy feo, o a Versalles, que a Odette se le antojaba muy triste. Y se abstenía de ir a esos sitios, porque le gustaba decirse que lo hacía por ella y que no quería sentir ni querer más que con ella lo que ella sintiera y amara.
Le gustaba, como todo lo que rodeaba a Odette, la casa de los Verdurin, que no era en cierta manera más que un modo de verla y hablarla. Allí, como en el fondo de todas las diversiones, comidas, música, juegos, cenas con disfraz, días de campo, noches de teatro, y hasta en las pocas noches de gran gala de la casa, estaba presente Odette, veía a Odette, hablaba con Odette, don inestimable que los Verdurin hacían a Swann al invitarlo; y se encontraba mejor que en parte alguna en el «cogollito[32]», al que hacía por atribuir méritos reales, porque así se imaginaba que formaría parte de el por gusto toda su vida. Y como no se atrevía a decirse que querría a Odette eternamente, por lo menos le gustaba suponer que se trataría siempre con los Verdurin —proposición esta que a priori despertaba menos objeciones por parte de su inteligencia— y de ese modo se figuraba un porvenir en el que veía a Odette a diario; lo cual no era exactamente lo mismo que quererla siempre; pero, por el momento, y mientras que la quería, creer que no se quedaría un día sin verla era ya bastante para él. «¡Qué ambiente tan delicioso! —se decía Swann—. Esa, esa es la vida de verdad, la que se hace en esa casa; hay allí más talento y más amor al arte que en las grandes casas aristocráticas. ¡Y cuánto y qué sinceramente le gustan a la señora de Verdurin la música y la pintura! Claro que, a veces, exagera de un modo un tanto ridículo; ¡pero siente tal pasión por las obras de arte, y hace tanto por agradar a los artistas! ¡No tiene idea de lo que es la gente de la aristocracia, pero también es verdad que los aristócratas se forman igualmente una idea muy falsa de los ambientes artísticos! Y quizá sea porque yo no voy a buscar en la conversación satisfacción de grandes necesidades intelectuales; pero el caso es que paso buenos ratos con Cottard, aunque haga unos chistes estúpidos. El pintor, cuando se pone presuntuoso y quiere deslumbrar a la gente, es desagradable; pero como talento es de los mejores que yo conozco. Y, además, hay allí mucha libertad, cada cual hace lo que quiere sin la menor sujeción, sin ninguna etiqueta. ¡Y el derroche de buen humor que se gasta a diario en esa casa! Decididamente, creo que, a no ser en casos muy raros, no iré más que allí. Y me iré formando mis costumbres y mi vida en ese ambiente».
Y como las cualidades que Swann consideraba intrínsecas de los Verdurin no eran más que el reflejo que proyectaban sobre sus personas los placeres que disfrutó Swann en aquella casa durante sus amores con Odette, resultaba que, cuanto más vivos, más profundos y más serios eran aquellos placeres, más serias, más profundas y más vivas eran las prendas con que adornaba Swann a los Verdurin. La señora de Verdurin dio muchas veces a Swann lo único que él llamaba felicidad; una noche se sentía agitado e irritado con Odette, porque su querida había hablado con cual invitado más que con tal otro, no se atrevía a ser él quien tomara la iniciativa de preguntar a Odette si saldrían juntos, y entonces la señora de Verdurin era portadora de paz y alegría, diciendo espontáneamente: «¿Odette, usted se marcha con el señor Swann, verdad?»; tenía miedo al verano que se acercaba, muy preocupado por si Odette se marchaba a veranear ella sola, y no podía verla a diario, y la señora de Verdurin iba a invitar a los dos a irse al campo con ellos; de modo que por todas estas cosas Swann fue dejando que el interés y la gratitud se infiltraran en su inteligencia e influyeran en sus ideas, y llegó hasta a proclamar que la señora de Verdurin era un gran corazón. Un antiguo compañero suyo de la Escuela del Louvre le hablaba de una persona exquisita o de gran mérito, y Swann respondía «Prefiero mil veces los Verdurin». Y con solemnidad, en el nueva, decía: «Son seres magnánimos, y en este mundo, en el fondo, lo único que importa y que nos distingue es la magnanimidad. Sabes, para mí, ya no hay más que dos clases de personas: los magnánimos y los que no lo son; he llegado ya a una edad en que hay que abanderarse y decidir para siempre a quiénes vamos a querer y a quiénes vamos a desdeñar, y atenerse a los que queremos sin separarse nunca de ellos para compensar el tiempo que hemos malgastado con los demás. Pues yo añadía con esa leve emoción que sentimos, en cierto modo, sin darnos cuenta, al decir una cosa, no porque sea verdad, sino porque nos gusta decirla, y escuchamos nuestra propia voz como si no saliera de nosotros mismos —pues yo ya he echado mi suerte y me he decidido por los corazones magnánimos y por vivir siempre en su compañía—. ¿Que si es realmente inteligente la señora de Verdurin? A mí me ha dado tales pruebas de nobleza y de elevación de sentimientos, que, ¡qué quieres!, no se conciben sin una gran elevación de ideas. Tiene una profunda comprensión del arte. Pero, en ella, lo más admirable no es eso: hay cositas exquisitas, ingeniosamente buenas, que ha hecho por mí: una atención genial, un ademán de sublime familiaridad, que revelan una comprensión de la vida mucho más honda que todo los tratados de filosofía».
Swann, sin embargo, hubiera debido reconocer que había antiguos amigos de sus padres, tan sencillos como los Verdurin, compañeros de sus años juveniles, que sentían el arte tanto como ellos, y que conocía a otras personas de una gran bondad, y que, sin embargo, desde que había optado por la sencillez, por el arte y por la grandeza de alma, ya nunca iba a verlos. Y es que esas personas no conocían a Odette, y aunque la hubieran conocido, no se habrían preocupado de acercársele.
Así que, en el grupo de los Verdurin, no había indudablemente un solo fiel que los quisiera o que creyera quererlos tanto como Swann. Y, sin embargo, aquella vez que dijo el señor Verdurin que Swann no acababa de gustarle, no sólo expresó su propia opinión, sino que se anticipó a la de su mujer. El cariño que sentía Swann por Odette era muy particular, y no tuvo la atención de tomar a la señora de Verdurin como confidente diario de sus amores; la discreción con que Swann tomaba la hospitalidad de los Verdurin era muy grande, y muchas veces no aceptaba cuando lo invitaban a cenar, por un motivo de delicadeza que ellos no sospechaban, y creían que lo hacía por no perder una invitación en casa de algún pelma; además, y no obstante todo lo que hizo Swann por ocultársela, se habían ido enterando poco a poco de la gran posición de Swann en el mundo aristocrático; y todo eso contribuía a fomentar en los Verdurin una antipatía hacia Swann. Pero la verdadera razón era muy otra. Y es que se dieron cuenta en seguida de que en Swann había un espacio impenetrable y reservado, y que allí dentro seguía profesando para sí que la princesa de Sagan no era grotesca, y que las bromas de Cottard no eran graciosas; en suma, y aunque Swann jamás abandonara su amabilidad ni se revolviera contra sus dogmas, que existía una imposibilidad de imponérselos, de convertirlo por completo, tan fuerte como nunca la vieran en nadie. Hubieran pasado por alto que tratara a pelmas —a los cuales Swann prefería mil veces en el fondo de su corazón los Verdurin y su cogollito—, con tal de que hubiera consentido, para dar buen ejemplo, en renegar de ellos delante de los fieles. Pero era esta una abjuración que comprendieron muy bien que no habían de arrancarle nunca.
¡Qué diferencia con un «nuevo», invitado a ruegos de Odette, aunque sólo había hablado con él unas cuantas veces, y en el que fundaban los Verdurin grandes esperanzas: el conde de Forcheville! (Resultó que era cuñado de Saniette, cosa que sorprendió grandemente a los fieles porque el anciano archivero era de tan humildes modales que siempre lo estimaron como de inferior categoría social, y les extrañó el ver que pertenecía a una clase social rica y de relativa aristocracia). Forcheville, desde luego, era groseramente snob, mientras que Swann, no; y distaba mucho de estimar la casa de los Verdurin por encima de cualquier otra, como hacía Swann. Pero carecía de esa delicadeza de temperamento que a Swann le impedía asociarse a las críticas, positivamente falsas, que la señora de Verdurin lanzaba contra conocidos suyos. Y ante las parrafadas presuntuosas y vulgares que el pintor soltaba algunas veces, y ante las bromas de viajante que Cottard arriesgaba, y que Swann, que quería a los dos, excusaba fácilmente, pero no tenía valor e hipocresía suficiente para aplaudir, Forcheville, por el contrario, era de un nivel intelectual que podía adoptar un fingido asombro ante las primeras, aunque sin entenderlas, y un gran regocijo ante las segundas. Precisamente, la primera comida de los Verdurin a que asistió Forcheville puso de relieve todas esas diferencias, hizo resaltar sus cualidades y precipitó la desgracia de Swann.
Asistía a aquella comida, además de los invitados de costumbre, un profesor de la Sorbona, Brichot, que conoció a los Verdurin en un balneario, y que de no estar tan ocupado por sus funciones universitarias y sus trabajos de erudición, habría ido a su casa muy gustoso con mayor frecuencia. Porque sentía esa curiosidad, esa superstición de la vida que, al unirse con un cierto escepticismo relativo al objeto de sus estudios, da a algunos hombres inteligentes, cualquiera que sea su profesión, al médico que no cree en la medicina, al profesor de Instituto que no cree en el latín, fama de amplitud, de brillantez y hasta de superioridad de espíritu. En casa de los Verdurin iba, afectadamente, a buscar términos de comparación en cosas de lo más actual, siempre que hablaba de filosofía o de historia, en primer término, porque consideraba ambas ciencias como una preparación para la vida, y se figuraba que estaba viendo vivo y en acción, allí en el clan, lo que hasta entonces sólo por los libros conocía; y, además, porque, como antaño le inculcaron un gran respeto a ciertos temas, respeto que, sin saberlo, conservaba, le parecía que se desnudaba de su personalidad de universitario, tomándose con esos temas libertades que precisamente le parecían libertades tan sólo porque seguía tan universitario como antes.
Apenas empezó la comida, el conde de Forcheville, sentado a la derecha de la señora de Verdurin, que aquella noche se había puesto de veinticinco alfileres en honor al «nuevo», le dijo: «Muy original esa túnica blanca»; y el doctor Cottard, que no le quitaba ojo, por la gran curiosidad que tenía de ver cómo era un «de», según su fraseología, y que andaba esperando el momento de llamarle la atención y entrar más en contacto con él, cogió al vuelo la palabra «blanca», y sin levantar la nariz del plato, dijo: «¿Blanca?, será Blanca de Castilla», y luego, sin mover la cabeza lanzó furtivamente a derecha e izquierda miradas indecisas y sonrientes. Mientras que Swann denotó con el esfuerzo penoso e inútil que hizo para sonreírse que juzgaba el chiste estúpido, Forcheville dio muestra de que apreciaba la finura de la frase, y al propio tiempo, de que estaba muy bien educado, porque supo contener en sus justos límites una jovialidad tan franca que sedujo a la señora de Verdurin.
—¿Qué? ¿Qué me dice usted de un sabio así? —preguntó a Forcheville—. No se puede hablar seriamente con él dos minutos seguidos. ¿También en su hospital las gasta usted así? Porque entonces —decía volviéndose hacia el doctor— aquello no debe de ser muy aburrido y tendré que pedir que me admitan.
—Creo que el doctor hablaba de ese vejestorio antipático llamado Blanca de Castilla, y perdónenme que así hable. ¿No es verdad, señora? —preguntó Brichot a la dueña de la casa, que cerró los ojos, medio desmayada, y hundió la cara en las manos, dejando escapar unos gritos de reprimida risa.
—¡Por Dios, señora! No quisiera yo ofender a las almas virtuosas, si es que las hay aquí en esta mesa sub rosa… Reconozco que nuestra inefable república ateniense —pero ateniense del todo— podría honrar en esa Capeto oscurantista al primer prefecto de Policía que supo pegar. Sí, mi querido anfitrión, sí —prosiguió con su bien timbrada voz, que destacaba claramente cada sílaba, en respuesta a una objeción del señor Verdurin—, nos lo dice de un modo muy explícito la crónica de San Dionisio, de una autenticidad de información absoluta. Ninguna patrona mejor para el proletariado anticlerical que aquella madre de un santo; por cierto que al santo también le hizo pasar las negras —eso de las negras lo dice Suger y San Bernardo—, porque tenía para todos.
—¿Quién es ese señor? —preguntó Forcheville a la señora de Verdurin—. Parece hombre muy enterado.
—¿Cómo? ¿No conoce usted al célebre Brichot? Tiene fama europea.
—¡Ah!, es Brichot —exclamó Forcheville, que no habla oído bien—. ¿Qué me dice usted? —añadió, mirando al hombre célebre con ojos desmesuradamente abiertos—. Siempre es agradable cenar con una persona famosa. ¿Pero ustedes no invitan más que a gente de primera fila? ¡No se aburre uno aquí, no!
—Sabe usted, sobre todo, lo que pasa —dijo modestamente la señora de Verdurin—: Es que aquí todo el mundo está en confianza. Cada cual habla de lo que quiere, y la conversación echa chispas. ¡Ya ve usted! Brichot esta noche no es gran cosa; yo lo he visto algunas veces arrebatador, para arrodillarse delante de él; pues, bueno, en otras casas ya no es la misma persona; se le acaba el ingenio, hay que sacarle las palabras del cuerpo, y hasta es pesado.
—¡Sí que es curioso! —dijo Forcheville, extrañado.
Un ingenio como el de Brichot hubiera sido considerado como absolutamente estúpido en el círculo de gentes donde transcurrió la juventud de Swann, aunque realmente es compatible con una inteligencia de verdad. Y la del profesor, inteligencia vigorosa y nutrida, probablemente hubiera podido inspirar envidia a muchas de las gentes aristocráticas que Swann consideraba ingeniosas. Pero estas gentes habían acabado por inculcar tan perfectamente a Swann sus gustos y sus antipatías, por lo menos en lo relativo a la vida de sociedad y alguna de sus partes anejas, que, en realidad, debía estar bajo el dominio de la inteligencia, es decir, la conversación, que a Swann le parecieron las bromas de Brichot pedantes, vulgares y groseras al extremo. Además, le chocaba, por lo acostumbrado que estaba, los buenos modales, el tono rudo y militar con que hablaba a todo el mundo el revoltoso universitario. Y, sobre todo, y eso era lo principal, aquella noche se sentía mucho menos indulgente al ver la amabilidad que desplegaba la señora de Verdurin con el señor Forcheville, ese que Odette tuvo la rara ocurrencia de llevar a la casa. Un poco azorado con Swann, le preguntó al llegar.
—¿Qué le parece a usted mi convidado?
Y él, dándose cuenta por primera vez de que Forcheville, conocido suyo hacía tiempo, podía gustar a una mujer, y era bastante buen mozo, contestó: «Inmundo». Claro que no se le ocurría tener celos de Odette; pero no se sentía tan a gusto como de costumbre, y cuando Brichot empezó a contar la historia de la madre de Blanca de Castilla, que «había estado con Enrique Plantagenet muchos años antes de casarse», y quiso que Enrique le pidiera que siguiera su relato, diciéndole: «¿Verdad, señor Swann?», con el tono marcial que se adopta para ponerse a tono con un hombre del campo o para dar ánimo a un soldado, Swann cortó el efecto a Brichot, con gran cólera del ama de casa, contestando que lo excusaran por haberse interesado tan poco por Blanca de Castilla y que en aquel momento estaba preguntando al pintor una cosa que le interesaba. En efecto: el pintor había estado aquella tarde viendo la exposición de un artista amigo de los Verdurin que había muerto hacía poco, y Swann quería enterarse por él —porque estimaba su buen gusto— de si, en realidad, en las últimas obras de aquel pintor había algo más que el pasmoso virtuosismo de las precedentes.
—Desde ese punto de vista es extraordinario; pero esta clase de arte no me parece muy «encumbrado», como dice la gente —dijo Swann sonriendo.
—Encumbrado a las cimas de la gloria —interrumpió Cottard, alzando los brazos con fingida gravedad.
Toda la mesa se echó a reír.
—Ya le decía yo a usted que no se puede estar serio con él —dijo la señora de Verdurin a Forcheville—. Cuando menos se lo espera una, sale con una gansada.
Pero observó que Swann era el único que no se había reído. No le hacía mucha gracia que Cottard bromeara a costa suya delante de Forcheville. Pera el pintor, en vez de responder de una manera agradable a Swann, como le habría respondido seguramente de haber estado solos, optó por asombrar a los invitados colocando un parrafito sobre la destreza del pintor maestro muerto.
—Me acerqué —dijo— y metí la nariz en los cuadras para ver cómo estaba hecho aquello. Pues ¡ca!, no hay manera; no se sabe si está hecho con cola, con rubíes, con jabón, con bronce, con sol o con caca.
—¡Ka, ele, eme! —exclamó el doctor, pero ya tarde y sin que nadie se fijara en su interrupción.
—Parece que no está hecho con nada —prosiguió el pintor—, y no es posible dar con el truco, como pasa con la Ronda o los Regentes; y de garra es tan fuerte como pueda serlo Rembrandt o Hals. Lo tiene todo, se lo aseguro a ustedes.
Y lo mismo que esos cantantes que, cuando llegan a la nota más alta que puedan dar, siguen luego en voz de falsete piano, el pintor se contentó con murmurar, riendo, como si el cuadro, a fuerza de ser hermoso, resultara ya risible:
—Huele bien, lo marea a uno, le corta la respiración, le hace cosquillas, y no hay modo de enterarse cómo está hecho aquello. Es cosa de magia, una picardía, un milagro —y echándose a reír—, un timo, ¡vaya! —Y entonces se detuvo, enderezó gravemente la cabeza, y adoptando un tono de bajo profundo, que procuró que le saliera armonioso, añadió—: ¡Y qué honrado!
Excepto en el momento en que dijo «más fuerte que la Ronda», blasfemia que provocó una protesta de la señora de Verdurin, la cual consideraba a la Ronda como la mejor obra del universo, sólo comparable a la Novena y a la Samotracia, y cuando dijo aquello otro de «hecho con caca», que hizo lanzar a Forcheville una mirada alrededor de la mesa para ver si la palabra pasaba, y al ver que sí, arrancó a sus labios una sonrisa mojigata y conciliadora, todos los invitados, menos Swann tenían los ojos clavados en el pintor y fascinados por sus palabras.
—¡Lo que me divierte cuando se entusiasma así! —exclamó la señora de Verdurin, encantada de que la conversación marchara tan bien la primera noche que tenían al conde de Forcheville—. Y tú, ¿qué haces con la boca abierta como un bobo? —dijo a su marido—. Ya sabes que habla muy bien; no parece sino que es la primera vez que lo oyes. ¡Si usted lo hubiera visto mientras estaba usted hablando! ¡Se lo comía con los ojos! Y mañana nos recitará todo lo que ha dicho usted, sin quitar una coma.
—¡No, no, lo digo en serio! —repuso el pintor, encantado de su éxito—. Parece que se creen ustedes que estoy hablando para la galería, y que todo es charlatanismo; yo los llevaré a ustedes a que lo vean y a que me digan si he exagerado algo; me juego la entrada a que vuelven más entusiasmados que yo.
—No, si no le decimos a usted que exagera; lo que queremos es que coma usted y que coma mi marido también; sirva usted otra vez lenguado al señor; ¿no ve que se le ha enfriado el que tenía? No nos corre nadie; está usted sirviendo como si hubiera fuego en la casa. Espere, espere un poco para la ensalada.
La señora de Cottard era modesta, pero no carecía del aplomo requerido cuando, por una feliz inspiración, daba con una frase acertada. Veía que tendría éxito; aquello le inspiraba confianza, y la lanzaba, más que por sobresalir ella, para ayudar a subir a su marido. Así que no dejó escapar la palabra ensalada que acababa de pronunciar la señora de Verdurin.
—¿Es la ensalada japonesa? —dijo a media voz, volviéndose a Odette. Y contenta y azorada por la oportunidad y el atrevimiento con que supo hacer una alusión discreta, pero clara, a la nueva y discutida obra de Dumas, se echó a reír con risa de ingenua, poco chillona, pero tan irresistible, que no pudo dominarla, en unos instantes.
—¿Quién es esa señora? —dijo Forcheville—. Tiene gracia.
—No, no es ensalada japonesa; pero si vienen todos ustedes a cenar el viernes, se la haremos.
—Le voy a parecer a usted muy paleta, caballero —dijo a Swann la señora del doctor—; pero confieso que aún no he visto esa famosa Francillon, que es la comidilla de todo el mundo. El doctor ya ha ido a verla (recuerdo que me dijo cuánto se alegró de encontrarlo a usted allí y gozar de su compañía), y luego no he querido que volviera a tomar billetes para ir conmigo. Claro que en el teatro Francés nunca pasa uno la noche aburrida, y además trabajan todos los cómicos muy bien; pero como tenemos unos amigos muy amables —la Señora de Cottard rara vez pronunciaba un nombre propio y se limitaba a decir: «unos amigos nuestros», una «amiga mía», por «distinción», y con un tono falso, como dando a entender que ella no nombraba más que a quien quería—, que tienen palco muy a menudo y se les ocurre la feliz idea de llevarnos con ellos a todas las novedades que lo merecen, estoy segura de ver Francillon, un poco antes o un poco después, y de poder formarme opinión. Ahora, que no sabe una qué decir, porque en todas las casas adonde voy de visita no se habla más que de esa maldita ensalada japonesa. Ya empieza a ser un poco cansador —añadió al ver que Swann no parecía acoger con mucho interés aquella candente actualidad—. Pero muchas veces da pie a ideas muy divertidas. Tengo yo una amiga muy ocurrente y muy guapa; que está muy al tanto de la moda, y dice que el otro día mandó hacer en su casa esa ensalada japonesa, pero con todo lo que dice Alejandro Dumas, hijo, en su obra. Había invitado a unas cuantas amigas; y yo no fui de las elegidas. Y según me dijo, el día que recibe, aquello era detestable. Nos hizo llorar de risa. Claro que también hace mucho la manera de contar —añadió viendo que Swann seguía serio.
Y creyéndose que tal vez sería porque no le gustaba Francillon:
—Creo que sufriré una desilusión. Nunca valdrá tanto como Sergio Panine, el ídolo de Odette. Esas obras sí que tienen fondo, son asuntos que hacen pensar; pero ¡mire usted que ir a dar recetas de cocina en el teatro Francés! Sergio Panine es otra cosa. Como todo lo de Jorge Onhet, por supuesto, siempre está también escrito. No sé si conoce usted el Maestro Herrero; a mí aún me gusta más que Sergio Panine.
—Yo, señora, confieso —dijo Swann con cierta ironía— que tan poca admiración me inspira una como otra.
—¿De veras? ¿Qué les encuentra usted de malo? ¿Les tiene usted antipatía? Quizá le parece un poco triste, ¿eh? Pero yo digo siempre que no se debe discutir de novelas ni de obras de teatro. Cada cual tiene su modo de ver, y a lo mejor, lo que yo prefiero le parece a usted detestable.
Se vio interrumpida por Forcheville, que se dirigía a Swann. En efecto: mientras la señora del doctor había estado hablando de Francillon, Forcheville se dedicó a expresar a la señora de Verdurin su admiración por el pequeño speeck[33] del pintor, según él lo llamó.
—¡Qué memoria y qué facilidad de palabra tiene —dijo a la señora de Verdurin, cuando hubo acabado el pintor—. He visto pocas parecidas! Caramba, ya las quisiera yo para mí. Él y el señor Brichot son dos números de primera; pero como lengua me parece que esto daría quince y raya al profesor. Es más natural, menos rebuscado. Claro que se le escapan alguna palabras harto realistas, pero ahora gusta eso, y pocas veces he visto tener la sartén por el mango en una conversación tan diestramente, como decíamos en mi regimiento; precisamente en el regimiento tenía yo un compañero que este señor me recuerda un poco. Se estaba hablando horas y horas de cualquier cosa, de este vaso, ¡pero qué de este vaso, eso es una tontería, de la batalla de Warterloo, de lo que usted quiera!, y a todo eso soltándonos ocurrencias graciosísimas. Swann debió conocerlo, porque estaba en el mismo regimiento.
—¿Ve usted muy a menudo al señor Swann? —inquirió la señora de Verdurin.
—No —contestó Forcheville; y como quería congraciarse con Swann para poder acercarse a Odette más fácilmente, quiso aprovechar la ocasión que se le ofrecía de halagarlo hablando de sus buenas relaciones, pero en tono de hombre de mundo y como en son de crítica, sin nada que pareciera felicitación por un éxito inesperado—. No, nos vemos muy poco, ¿verdad, Swann? ¡Cómo nos vamos a ver! Este tonto está metido en casa de los La Trémoille, de los Laumes, de toda esa gente. Imputación completamente falsa, porque hacía un año que Swann no iba más que a casa de los Verdurin. Pero el mero hecho de nombrar a personas no conocidas en la casa se acogía entre los Verdurin con un silencio condenatorio. Verdurin, temeroso de la mala impresión que aquellos nombres de «pelmas», lanzados así a la faz de todos los fieles, debieron causar a su mujer, la miró a hurtadillas, con mirar henchido de inquieta solicitud. Y vio su resolución de no darse por enterada, de no tomar en consideración la noticia que acababan de comunicarle y de permanecer, no sólo muda, sino sorda, como solemos fingir cuando un amigo indiscreto desliza en la conversación una excusa de tal naturaleza que sólo el oírla sin protesta sería darla por buena, o pronuncia el nombre execrado de un ingrato delante de nosotros; y la señora de Verdurin, para que su silencio no pareciera un consentimiento, sino ese gran silencio que todo lo ignora de las cosas inanimadas, borró de su rostro todo rasgo de vida y de motilidad; su frente combada se convirtió en un hermoso estudio de relieve, que ofreció invencible resistencia a dejar entrar el nombre de esos La Trémoille, tan amigos de Swann; la nariz se frunció levemente en una arruguita que parecía de verdad. Ya no fue más que un busto de cera, una máscara de yeso, un modelo para monumento, un busto para el palacio de la Industria, que el público se pararía a contemplar, admirando la destreza con que supo el escultor expresar la imprescriptible dignidad con que afirman los Verdurin, frente a los La Trémoille y los Laumes, que ni ellos ni todos los pelmas del mundo están por encima de los Verdurin, y la rigidez y la blancura casi papales que supo dar a la piedra. Pero el mármol acabó por animarse, habló y dijo que hacía falta no tener estómago para ir a casa de gente así, porque la mujer siempre estaba borracha, y el marido era tan ignorante, que decía pesillo por pasillo.
—Por todo el oro del mundo no dejaría yo entrar en mi casa a esa gente —concluyó la señora Verdurin, mirando a Swann con aspecto imperativo.
Indudablemente, no esperaba que la sumisión de Swann llegara al extremo de santa simplicidad de la tía del pianista, que acababa de exclamar:
—¿Pero es posible? Lo que me extraña es que haya personas que se traten con ellos; yo tendría miedo, porque le pueden dar a una un golpe. ¡Y todavía hay tontos que les hacen la corte!
Pero por lo menos habría podido decir como Forcheville: «Sí, pero es una duquesa, y hay gente todavía que se deja alucinar por esas cosas», lo cual habría dado ocasión a la señora de Verdurin para decir: «Pues buen provecho les haga». Pero no, ni eso siquiera; Swann se limitó a una risita que significaba que no podía tomar en serio semejante disparate. Verdurin seguía lanzando a su esposa miradas furtivas, y veía tristemente, explicándoselo muy bien, que a su mujer la dominaba una cólera de inquisidor que no logra extirpar la herejía, y para ver si arrancaba a Swann una retractación, como el valor de sostener las propias opiniones parece siempre una cobardía y un cálculo a aquellos contra quienes las sostenemos, Verdurin le dijo:
—Díganos usted francamente lo que piensa; no iremos luego a contárselo.
A lo cual respondió Swann:
—No, si no es que tenga miedo de la duquesa (si es que se refieren ustedes a los La Trémoille). A todo el mundo le gusta su trato. No digo que sea muy «profunda» (pronunció profunda como si hubiera sido una palabra ridícula, porque su lenguaje aún conservaba trazas de ciertas modalidades espirituales, con las que dio al traste aquella renovación sonada por el amor a la música, y ahora expresaba sus opiniones con viveza), pero de veras que es inteligente y su marido es un hombre cultísimo. ¡Es una gente deliciosa!
Tanto, que la señora de Verdurin, dándose cuenta de que aquel solo infiel le impediría realizar la unidad moral del cogollito, rabiosa contra aquel cabezota que no veía, el daño que le estaba haciendo con sus palabras, no pudo menos que gritar:
—¡Bueno!, opine usted así si le parece, pero por lo menos no nos lo diga:
—Todo depende de lo que usted llame inteligencia —dijo Forcheville, que quería sobresalir él también—. Vamos a ver, Swann, ¿qué entiende usted por inteligencia?
—Eso, eso —exclamó Odette—, esas son las cosas que yo quiero que me diga, pero él nunca cede.
—Pero si… —protestó Swann.
—Nada, nada —dijo Odette.
—El que nada no se ahoga —interrumpió el doctor.
—¿Llama usted inteligencia a la facundia locuaz de los salones, a esas personas que saben meterse en todo?
—Acabe usted con los entremeses para que le puedan cambiar el plato —dijo la señora de Verdurin con tono agrio dirigiéndose a Saniette, que absorto en sus reflexiones se había olvidado de comer. Y quizá un poco avergonzada por el tono con que lo dijera, añadió—: Vamos, lo mismo da, tiene usted tiempo; yo lo digo por los demás, para que no esperen.
—Ese buen anarquista de Fenelón —dijo Brichot marcando las sílabas— da una definición muy curiosa de la inteligencia…
—Oigan, oigan —dijo la señora de Verdurin a Forcheville y al doctor—, eso de la definición de Fenelón no todos los días se le presenta a uno ocasión de oírlo.
Pero Brichot esperaba a que Swann diera la definición suya. Y como Swann hurtó el bulto y no contestó, fracasó aquella brillante justa que la señora de Verdurin ofrecía tan regocijada a Forcheville.
—¡Claro!, hace lo que conmigo —dijo Odette enfurruñada—; me alegro de ver que no soy yo sola la que le parezco poco.
—Esos de La Trémoille que nos pinta esta señora de modo tan poco recomendable —preguntó Brichot articulando con mucha fuerza— ¿son quizá descendientes de aquellos cuya amistad tenía en tanto la marquesa de Sevigné, porque la realzaba mucho a los ojos de sus vasallos? Verdad es que la marquesa tenía otra razón, que debía ser la verdadera, porque como era literata hasta la médula de los huesos nunca decía las cosas de primeras. Y es que en el diario que mandaba a su hija periódicamente, la señora de La Trémoille, perfectamente documentada por lo bien emparentada que estaba, era la que escribía sobre la política extranjera.
—No, me parece que no es la misma familia —dijo a todo trance la señora de Verdurin.
Saniette, que después de haber dado al maestresala su plato, lleno aún, se hundió de nuevo en un silencio meditativo, salió por fin de su mutismo para contar, riéndose, que una vez había cenado con el duque de La Trémoille, y que resultaba que el duque ignoraba que Jorge Sand era seudónimo de una mujer. Swann, como Saniette le era simpático, creyó oportuno darle unos cuantos detalles sobre la cultura del duque, que demostraban la imposibilidad de tal confusión; pero se paró de pronto porque acababa de comprender que Saniette no necesitaba esas pruebas, y sabía que la historia era falsa por la sencilla razón de que la había inventado en aquel instante. Aquel hombre excelente sufría al ver que los Verdurin lo tomaban por un pelma; y como se daba cuenta de que aquella noche había estado más soso que nunca, quería decir algo gracioso antes de que se acabara la cena. Capituló tan pronto, puso una cara tan lastimera por su fracaso, y respondió a Swann tan cobardemente para que no se encarnizara en una refutación inútil: «Bueno, bueno; de todos modos, equivocarse no es un crimen, me parece», que Swann se habría alegrado de poder decirle que la historia era cierta y graciosísima. El doctor había estado escuchando, y se le ocurrió que en aquel caso sería oportuno un Se non é vero…; pero, como no estaba muy seguro de las palabras, tuvo miedo de enredarse y no dijo nada.
Acabada la cena, Forcheville buscó al doctor.
—No ha debido de ser fea, ¿eh?, la señora de Verdurin, y además es una mujer con la que puede uno hablar, y para mí eso es todo. Claro que ya empieza a amorcillarse un poco. La que parece muy lista es la señora de Crécy; ya, lo creo, tiene vista de águila. Estábamos hablando de la señora de Crécy —dijo a Verdurin, que se acercó con su pipa en la boca—. Debe de tener un cuerpo…
—Mejor me gustaría encontrármela entre las sábanas que no al diablo —dijo precipitadamente Cottard, que estaba esperando hacía un momento a que Forcheville tomara aliento para colocar aquel chiste viejo, temeroso de que se pasara la oportunidad si la conversación tomaba otro rumbo; chiste que soltó con esa naturalidad y aplomo exagerados que sirven para ocultar la frialdad y la inquietud del que está recitando. Forcheville, que conocía el chiste, lo entendió y se rio mucho. Verdurin tampoco regateó su regocijo, porque hacía poco que había dado con un símbolo para expresarlo distinto del de su mujer, pero tan sencillo y tan claro como el de ella. Apenas iniciaba los movimientos de cabeza y hombros propios de la persona que se desternilla de risa, se ponía a toser como si se hubiera tragado el humo de la pipa por reírse con mucha fuerza. Y, sin quitarse la pipa de la boca, prolongaba indefinidamente ese simulacro de hilaridad y de ahogo. Él y su mujer, que estaba enfrente oyendo contar una historia al pintor, y que en aquel momento cerraba los ojos, e iba a hundir el rostro en las manos, parecían dos caretas de teatro que expresaban de modo distinto el mismo sentimiento de jovialidad.
Verdurin hizo muy bien en no quitarse la pipa de la boca, porque Cottard, que sintió necesidad de salir un momento, dijo a media voz una frasecita que había aprendido hacía poco y que repetía siempre que tenía que ir al mismo sitio: «Tengo que ir a dar un recadito al duque de Aumale», de modo que el acceso de tos volvió a empezar.
—¡Pero, hombre, quítate la pipa de la boca, te vas a ahogar por querer contener la risa! —le dijo la señora, que se acercó al grupo para ofrecer licores.
—Su marido es un hombre delicioso, tiene un ingenio que vale por cuatro —declaró Forcheville a la señora de Cottard—. Gracias, señora; un soldado viejo nunca dice que no a un trago.
—Al señor de Forcheville le parece Odette encantadora —dijo Verdurin a su esposa.
—Pues precisamente ella tendría mucho gusto en almorzar un día con usted. A ver cómo lo combinamos, pero sin que se entere Swann, porque tiene un carácter que lo enfría todo. Claro que eso no quita para que venga usted a cenar, naturalmente; esperamos que nos favorezca usted a menudo. Ahora, como ya viene el buen tiempo, vamos muchas veces a comer en sitio descubierto. ¿No le desagradan las comidas en el Bosque? Muy bien, pues eso. Pero ¿eh?, se ha olvidado usted de su oficio —gritó al joven pianista para hacer ostentación al mismo tiempo, y delante de un «nuevo» tan importante como Forcheville, de su ingenio y de su dominio tiránico sobre los fieles.
—El señor de Forcheville me estaba hablando mal de ti —dijo la señora de Cottard a su marido cuando este volvió al salón.
Y el doctor, siempre con la obsesión de la nobleza de Forcheville, que le preocupaba desde que empezó la cena, le dijo:
—Ahora estoy asistiendo a una baronesa, la baronesa de Putbus; parece que los Putbus estuvieron en las Cruzadas, ¿no? Tienen en Pomerania un lago donde caben diez plazas de la Concordia. Le estoy asistiendo una artritis seca. Es una mujer simpática. Creo que la señora de Verdurin la conoce.
Con eso dio pie a que Forcheville, cuando se vio solo un momento después con la señora de Cottard, completara el favorable juicio que del doctor tenía formado:
—Es muy simpático, y se ve que conoce gente. Claro, los médicos lo saben todo.
—Voy a tocar el scherzo de la sonata de Vinteuil, para el señor Swann —dijo el pianista.
—¡Caramba!, conque una sonata de escuerzos, ¿eh? —preguntó Forcheville para dárselas de gracioso.
Pero el doctor, que no conocía ese chiste, no lo entendió, y creyó que Forcheville se había equivocado. Se acercó en seguida a rectificarlo:
—No, no se dice escuerzo, se dice scherzo —aclaró con tono solícito, impaciente y radiante.
Forcheville le explicó el chiste, y el doctor se puso encarnado.
—¿Reconocerá usted que tiene gracia, doctor?
—Sí, ya lo conocía hace tiempo —contestó Cottard.
Pero se callaron; por debajo de la agitación de los trémulos del violín que la protegían con su vestidura temblorosa, a dos octavas de distancia, lo mismo que en una región montañosa vemos por detrás de la inmovilidad aparente y vertiginosa de una cascada, allá doscientos pies más abajo, la minúscula figurilla de una mujer que se va paseando, surgió la frasecita lejana, graciosa, protegida por el amplio chorrear de la cortina transparente, incesante y sonora. Y Swann corrió hacía ella, desde lo más hondo de su corazón, como a una confidente de sus amores, como a una amiga de Odette, que debía decirle que no hiciera caso a ese Forcheville.
—Llega usted tarde —dijo la señora de Verdurin a un fiel, invitado tan sólo en calidad de «mondadientes»—, Brichot esta noche ha estado incomparable, elocuentísimo. Pero se ha marchado ya. ¿Verdad, señor Swann? Por cierto, creo que es la primera vez que hablaba usted con él, ¿no? —añadió para hacer resaltar que lo conocía gracias a ella—. ¿Verdad que Brichot ha estado delicioso?
Swann se inclinó cortésmente.
—¿Pero no le ha interesado a usted? —preguntó secamente la señora.
—Sí, señora, mucho me ha encantado. Quizá es un tanto precipitado y jovial, a veces, para mi gusto, y le sentaría bien un poco más de calma y de suavidad; pero se ve que sabe mucho y que es una excelente persona.
Todo el mundo se retiró muy tarde. Lo primero que dijo Cottard a su mujer fue:
—Pocas veces he visto a la señora de Verdurin tan animada como esta noche.
—¿Qué es lo que viene a ser exactamente esta señora de Verdurin; una virtud de entre dos aguas? —dijo Forcheville al pintor, al que propuse que se marcharan juntos.
Odette sintió mucho ver marcharse a Forcheville; no se atrevió a no volver a casa con Swann, pero en el coche estuvo de muy mal humor, y cuando Swann le preguntó si quería que entrara en su casa, le contestó, encogiéndose de hombros y con impaciencia: «¡Pues claro!». Cuando ya se marcharon todos los invitados, la señora de Verdurin dijo a su marido:
—¿Has visto qué risa tan tonta la de Swann cuando estábamos hablando de la señora de La Trémoille?
Había observado que cuando pronunciaban este nombre, Swann y Forcheville algunas veces suprimían la partícula. Y no dudando que lo hicieran para demostrar que a ellos no les asustaban los títulos, quiso imitar su orgullo, pero no había sabido coger bien la forma gramatical con que se traducía. Y como su defectuosa manera de hablar podía más que su intransigencia republicana, seguía diciendo los señores de La Trémoille, o mejor dicho, con esa abreviatura usual en la letra de los couplets, y los pies de las caricaturas con que se disimula los de, d’La Trémoille, y luego se resarcía diciendo sencillamente: «La señora La Trémoille». «La duquesa, como dice Swann» añadió irónicamente, con una sonrisa que indicaba que estaba citando palabras ajenas y que ella no cargaba con una denominación tan ingenua y tan ridícula.
—Yo te diré que esta noche lo he encontrado muy estúpido.
Su marido le respondió:
—No es un hombre franco, es un caballero muy cauteloso que siempre está nadando entre dos aguas. Quiere estar bien con todos. ¡Qué diferencia entre él y Forcheville! Ese hombre, por lo menos, te dice claramente lo que piensa, te agrade o no te agrade. No es como el otro, que no es ni carne ni pescado. Por supuesto, a Odette parece que le gusta más Forcheville, y yo le alabo el gusto. Y, además, ya que Swann viene echándoselas de hombre de mundo y de campeón de duquesas, el otro, por lo menos, tiene su título, y es conde de Forcheville —añadió con delicada entonación, como si estuviera muy al corriente de la historia de ese condado y sopesara minuciosamente su valor particular.
—Yo te diré —repuso la señora— que esta noche ha lanzado contra Brichot unas cuantas indirectas venenosas y ridículas. Claro, como ha visto que Brichot caía bien en la casa, esa era una manera de herirnos y de minarnos la cena. Se ve muy claro al joven amigo que te desollará a la salida.
—Yo ya te lo dije —contestó él—, es un fracasado, un envidiosillo de todo lo que sea grande.
En realidad, no había fiel menos maldiciente que Swann; pero todos los demás tenían la precaución de sazonar sus chismes con chistes baratos, con una chispa de emoción y de cordialidad; mientras que la menor reserva que Swann se permitía sin emplear fórmulas convencionales, como «Esto no es hablar mal; pero…», porque lo consideraba una bajeza, parecía una perfidia. Hay autores originales que con la más mínima novedad excitan la ira del público, sencillamente porque antes no halagaron sus gustos, atiborrándolo de esos lugares comunes a que está acostumbrado; y así indignaba Swann al señor Verdurin. Y en el caso de Swann, como en el de ellos, la novedad de su lenguaje es lo que inducía a creer en lo negro de sus intenciones.
Swann estaba aún ignorante de la desgracia que lo amenazaba en casa de los Verdurin, y seguía viendo sus ridículos de color de rosa, a través de su amor por Odette.
Ahora, por lo general, sólo se daba cita con su querida por la noche; de día tenía miedo de cansarla yendo mucho a su casa, pero le gustaba estar siempre presente en la imaginación de Odette, y buscaba las ocasiones de insinuarse hasta el pensamiento de su amiga de una manera agradable. Si veía en el escaparate de una tienda de flores, o de una joyería, alguna planta o alguna alhaja que le gustaran mucho, pensaba en seguida en enviárselas a Odette, imaginándose que aquel placer que había sentido él al ver la flor o la piedra preciosa, lo sentiría ella también, y vendría a acrecer su cariño; y las mandaba llevar inmediatamente a la calle La Pérouse, para no retardar el instante aquel en que, por recibir Odette una cosa suya, parecía que estaban más cerca. Quería, sobre todo, que llegara el regalo antes de que ella saliera, para ganarse, por el agradecimiento que ella sintiera, una acogida más cariñosa aquella noche en casa de los Verdurin, acaso una carta que ella enviaría antes de ir a cenar, y ¡quién sabe si hasta una visita de la propia Odette!, una visita suplementaria a casa de Swann para darle las gracias. Como en otra época, cuando experimentaba en el temperamento de Odette los efectos del despecho, ahora probaba, por medio de las reacciones de la gratitud, a extraer de su querida parcelas íntimas de sentimiento que aún no le había revelado.
Muchas veces, Odette tenía apuros de dinero, y en caso de alguna deuda urgente, pedía a Swann que la ayudara. Y él se alegraba mucho, como de todo lo que pudiera inspirar a Odette un gran concepto del amor que le tenía, o sencillamente de su influencia y de lo útil que podía serle. Indudablemente, si al principio le hubieran dicho: «Lo que le gusta es tu posición social», ahora: «Si te quiere es por tu dinero», Swann no lo hubiera creído; pero no le dolería mucho que las gentes se figurasen a Odette unida a él —es decir, que se viera que estaban unidos el uno al otro— por un lazo tan fuerte como el esnobismo o el dinero. Y hasta si hubiera llegado a creérselo, quizá su pena no habría sido muy grande al descubrir en el amor de Odette ese estado más duradero que el basado en los atractivos o prendas personales de su amigo: el interés, que no dejaría llegar nunca el día en que ella sintiera ganas de no volverlo a ver. Por el momento, colmándola de regalos y haciéndole favores, podía descansar confiadamente en estas mercedes, exteriores a su persona y a su inteligencia, del agotador cuidado de agradarle por sí mismo. Y aquella voluptuosidad de estar enamorado, de no vivir más que de amor, que muchas veces dudaba que fuera verdad, aumentaba aún de valor por el precio que, como dilettante[34] de sensaciones inmateriales, le costaba —lo mismo que se ve a personas dudosas de si el espectáculo del mar y el ruido de las olas son cosa deliciosa, convencerse de que sí y de que ellos tienen un gusto exquisito en cuanto tienen que pagar cien francos diarios por la habitación de la fonda donde podrán gozar del mar y sus delicias.
Un día, reflexiones de estas le trajeron a la memoria aquella época en que le hablaran de Odette como de una «mujer entretenida», y una vez más se divirtió oponiendo a esa personalidad extraña, la mujer entretenida —amalgama tornasolada de elementos desconocidos y diabólicos, engastada, como una aparición de Gustavo Moreau, en flores venenosas entrelazadas en alhajas magníficas—, la otra Odette por cuyo rostro viera pasar los mismos sentimientos de compasión por el desgraciado, de protestas contra la injusticia, y de gratitud por un beneficio, que había visto cruzar por el alma de su madre o de sus amigos; esa Odette, que hablaba muchas veces de las cosas que a él le eran más familiares que a ella, de su cuarto, de su viejo criado, del banquero a quien tenía confiados sus títulos; y esta última imagen del banquero le recordó que tenía que pedir dinero. En efecto, si aquel mes ayudaba a Odette en sus dificultades materiales con menos largueza que el anterior, en que le dio 5000 francos, o no le regalaba un collar de diamantes que ella quería, no reavivaría en su querida aquella admiración por su generosidad, aquella gratitud que tan feliz lo hacían, y hasta corría el riesgo de que Odette pensara que su amor disminuía al ver reducidas las manifestaciones con que aquel cariño se expresaba. Y entonces se preguntó de pronto si aquello que estaba haciendo no era cabalmente «entretenerla» —como si en efecto, esta noción de «entretener» pudiera extraerse, no de elementos misteriosos ni perversos, sino pertenecientes al fondo diario y privado de su vida, lo mismo que ese billete de 1000 francos, roto y repegado, doméstico y familiar, que su ayuda de cámara le ponía en el cajón de la mesa, después de pagar la casa y las cuentas, y que él mandaba a Odette con cuatro más—, y si no se podía aplicar a Odette, desde que él la conocía —porque no se le pasó por la mente que antes de conocerlo a él hubiera podido recibir dinero de nadie— ese dictado que tan incompatible con ella se figuraba Swann de «mujer entretenida». Pero no pudo ahondar en esa idea, porque un acceso de pereza de espíritu, que en él eran congénitos, intermitentes y providenciales, llegó en aquel momento y apagó todas las luminarias de su inteligencia, tan bruscamente, como andando el tiempo, cuando hubiera luz eléctrica, podría dejarse una casa a oscuras en un momento. Su pensamiento anduvo a tientas un instante por las tinieblas; se quitó los lentes, limpió sus cristales, se pasó las manos por los ojos, y no volvió a vislumbrar la luz hasta que tuvo delante una idea completamente distinta, a saber: que el mes próximo convendría mandar a Odette 6000 o 7000 francos en vez de 5000, por la sorpresa y la alegría que con eso iba a darle.
La noche que no estaba en casa esperando que llegara la hora de ver a Odette en casa de los Verdurin, o en uno de los restaurantes de verano del Bosque o de Saint-Cloud, donde les gustaba mucho ir, se marchaba a cenar a alguna de aquellas elegantes casas donde, antes era asiduo convidado. No quería romper el contacto con personas que quién sabe si podían ser útiles a Odette algún día, y a quienes ahora utilizaba a veces para alguna cosa que le pedía Odette. Además, estaba muy acostumbrado desde hacía tiempo a la vida aristocrática y al lujo, y aunque había aprendido con la costumbre a despreciar una y otro, sin embargo, los necesitaba; de modo que en cuanto se le aparecieron exactamente en el mismo plano las casas más modestas y las mansiones ducales, tan habituados estaban sus sentidos a los palacios, que sentía necesidad de no estar siempre en moradas modestas. Le merecían la misma consideración —con tal identidad, que hubiera parecido increíble— las familias de clase media que daban bailes en su quinto piso, escalera D, puerta de la derecha, que la princesa de Parma, en cuyo palacio se celebraban las fiestas más lucidas de París; pero no tenía la sensación de hallarse en un baile cuando se estaba con la gente seria en la alcoba del ama de casa; y al ver los tocadores tapados con toallas, las camas transformadas en guardarropa y los cubrepiés llenos de gabanes y sombreros, le causaba la misma sensación de ahogo que puede causar hoy a personas acostumbradas a veinte años de luz eléctrica el olor de un quinqué o el humo de una lamparilla. El día que cenaba fuera mandaba enganchar para las siete y media; se vestía pensando en Odette, y así no estaba solo, porque el pensar constantemente en Odette alumbraba los momentos en que ella estaba lejos con la misma encantadora luz de los instantes que pasaban juntos. Subía al coche, pero sentía que aquel pensamiento saltaba al carruaje al mismo tiempo que él, se le ponía en las rodillas como un animal favorito que llevamos a todas partes y que seguiría con él en la mesa, sin que lo supieran los invitados. Y aquel animalito le acariciaba, le daba calor; y Swann sentía una especie de lánguida dejadez, y se rendía a un leve estremecimiento que le crispaba el cuello y la nariz, cosa nueva en él, mientras iba poniéndose en el ojal el ramito de ancolias[35]. Sentíase melancólico y malucho hacía algún tiempo, sobre todo desde que Odette presentó a Forcheville en casa de los Verdurin, y por su gusto se habría ido al campo a descansar. Pero no tenía valor para marcharse de París, ni siquiera por un día, mientras que Odette estuviera allí. Había una atmósfera cálida, y eran aquellos los días más hermosos de la primavera. Y aunque iba atravesando una ciudad de piedras para meterse en un hotel cerrado, lo que tenía siempre en la imaginación era un parque suyo, junto a Combray; allí, en cuanto eran las cuatro, antes de llegar al plantado de espárragos, gracias al aire que viene por el lado de Méséglise, podía disfrutarse, a la sombra de las plantas, tanto frescor como en la orilla del estanque, cercado de miosotis y espadañas, y cenaba en una mesa rodeada por guirnaldas de rosas y de grosella, que le arreglaba su jardinero.
Acabada la cena, si estaban citados temprano en el Bosque o en Saint-Cloud, se marchaba tan pronto —sobre todo si amenazaba lluvia y podían los fieles recogerse antes— que una vez que cenaron muy tarde en casa de la princesa de Laumes, y que Swann se marchó sin esperar el café, para ir a buscar a los Verdurin a la isla del Bosque, la princesa dijo:
—Realmente, si Swann tuviera treinta años más y una enfermedad de la vejiga, se comprendería que escapara de esa manera; pero esto ya es burlarse de la gente.
Decíase Swann que aquel encanto de la primavera, que no podía ir a disfrutar, lo encontraría, al menos, en la isla de los Cisnes o en Saint-Cloud. Pero como no podía pensar en nada más que en Odette, ni siquiera sabía si las hojas olían bien o si hacía luna; acogíale la frasecilla de la sonata de Vinteuil, tocada en el piano del jardín del restaurante. Si no había piano abajo, los Verdurin hacían todo lo posible porque bajaran uno de un cuarto de arriba o del comedor. Y no es que Swann hubiera vuelto a su favor, no; pero la idea de preparar a cualquiera, aunque fuera a una persona poco estimada, un obsequio ingenioso, inspiraba a los Verdurin, durante los momentos de los preparativos, sentimientos ocasionales y efímeros de simpatía y de cordialidad. Muchas veces se decía Swann que aquella noche era una noche de primavera más que estaba pasando, y se prometía fijarse en los árboles y en el cielo. Pero la agitación que le sobrecogía al ver a Odette, como asimismo cierto febril malestar que lo aquejaba, sin descanso, hacía algún tiempo, le robaban la calma y el bienestar, que son fondo indispensable para las impresiones que inspira la Naturaleza.