Al salir de la iglesia hablábamos un momento con el señor Vinteuil delante del pórtico. Mediaba entre los chiquillos que se estaban peleando en la placa, defendía a los pequeños y sermoneaba a los mayores. Si su hija nos decía con su vozarrón que se alegraba mucho de vernos, en seguida parecía que en su misma persona otra hermana más sensible se ruborizaba por estas palabras de muchacho irreflexivo, que quizá podrían hacernos creer que quería que la invitáramos a casa. Su padre le echaba una capa por los hombros, y ambos montaban en un cochecito que guiaba la chica, y se volvían a Montjouvain. A nosotros, como al día siguiente era domingo y nos levantaríamos tarde para la hora de misa mayor, cuando había luna y el tiempo estaba templado, en vez de volver derecho a casa, mi padre, enamorado de la gloria, nos llevaba a dar un paseo por el Calvario, paseo que, por la escasa aptitud de mi madre para orientarse y saber por dónde iba, consideraba papá como hazaña de su genio estratégico. Llegábamos a veces hasta el viaducto, cuyas zancadas de piedra empezaban en la estación y representaban para mí el destierro y la desolación que reinaban más allá del mundo civilizado, porque todos los años, al venir de París, nos recomendaban estuviéramos alerta al aproximarnos a Combray, y que no dejáramos pasar la estación, preparándonos bien porque el tren no paraba más que dos minutos y se marchaba en seguida por el viaducto, saliéndose de las tierras de cristianos, cuyo extremo límite marcaba para mí Combray. Volvíamos por el paseo de la estación, donde estaban los hoteles más bonitos del lugar. La luna iba sembrando en los jardines, como Hubert Robert, un pedazo de marmórea escalinata, un surtidor y una verja entreabierta. Su luz había destruido la oficina de Telégrafos. No quedaba más que una columna tronchada, pero bella como una ruina inmortal. Yo iba a rastras, me caía de sueño, y el olor de los tilos que embalsamaba el aire se me aparecía como una recompensa que sólo se logra a costa de grandes fatigas, y que no vale la pena lo que cuesta. De cuando en cuando, detrás de las verjas, perros que despertábamos con nuestros pasos solitarios daban alternos ladridos, de esos que todavía oigo algunas veces; y en el seno de esos ladridos debió de ir a refugiarse el paseo de la estación (cuando se construyó en su emplazamiento el parque público de Combray), porque dondequiera que me encuentre, en cuanto empiezan a oírse, lo veo, con sus tilos y sus aceras iluminadas por la luna.

De pronto, mi padre nos paraba y preguntaba a mamá: «¿Dónde estamos?». Rendida por el paseo, pero orgullosa de su esposo, mi madre reconocía cariñosamente que lo ignoraba en absoluto. Entonces él se encogía de hombros, riéndose. Y como si se la extrajera del bolsillo de la americana al sacar la llave, nos mostraba, allí, en pie y delante de nosotros, la puertecita trasera de nuestro jardín, que había venido, con la esquina de la calle del Espíritu Santo, a esperarnos al cabo de los caminos desconocidos. Mi madre, admirada, le decía: «Eres el demonio». Y desde aquel instante ya no necesitaba yo andar, el suelo andaba por mí en aquel jardín donde hacía tanto tiempo que la atención voluntaria había dejado de acompañar a mis actos: la Costumbre acababa de cogerme en brazos y me llevaba a la cama como a un niño pequeño.

Aunque el sábado, que empezaba una hora antes, y en que no tenía a Francisca, transcurría más despacio que otro día cualquiera para mi tía, sin embargo, esperaba su retorno semanal impacientemente desde que comenzaba la semana, porque en el sábado se contenía toda la novedad y la distracción que su debilitada y maníaca naturaleza eran aún capaces de soportar. Y no es que a veces no aspirara a un gran cambio, que su vida careciera de esas horas excepcionales en que sentimos sed de algo distinto de lo existente, cuando las personas, que por falta de energía o imaginación no saben sacar de sí mismas un principio de renovación, piden al minuto que llega, al cartero que está llamando, que les traigan algo nuevo, aunque sea malo, un dolor, una emoción; cuando la sensibilidad, que la dicha hizo callar como arpa ociosa, quiere una mano que la haga resonar, aunque sea brutal, aunque la rompa; cuando la voluntad, que tan difícilmente conquistó el derecho de entregarse libremente a sus deseos y a sus penas, desea echar las riendas en manos de ocurrencias imperiosas, por crueles que sean. Indudablemente, como las fuerzas de mi tía se extinguían al menor esfuerzo, sólo gota a gota volvían al seno de su reposo, el depósito tardaba mucho en llenarse, y pasaban meses antes de que ella tuviera ese pequeño colmo que otros seres derivan hacia la acción y que ella no sabía cómo decidirse a usar. No me cabe duda de que entonces, así como del placer mismo que le causaba el retorno diario del puré, siempre de su gusto, nacía al cabo de algún tiempo el deseo de substituirle por patatas bechamel, sacaba de la acumulación de tantos días monótonos, a que tan apegada era, la esperanza de un cataclismo doméstico, limitado a la duración de un instante, pero que la obligaría, de una vez para siempre, a uno de esos cambios que le serían saludables; ella lo reconocía, pero por sí sola no podía decidirse a emprender. Nos quería de verdad, y le hubiera gustado llorarnos; y de llegar en una ocasión en que se encontrara ella bien y sin sudar, la noticia de que la casa estaba ardiendo, de que ya habíamos perecido todos y de que pronto no quedaría ni una piedra en pie, aunque ella podría salvarse sin prisa, con tal de que se levantara inmediatamente, debió alimentar muchas veces sus esperanzas, porque reunía a las ventajas secundarias de hacerle saborear en un sentimiento único todo su cariño a nosotros, y de causar el pasmo del pueblo, presidiendo el duelo, abrumada y valerosa, moribunda, pero en pie, la más preciosa ventaja de obligarla en el momento oportuno, y sin perder tiempo, y sin posibilidad de dudas molestas, a irse a pasar el verano a su hermosa hacienda de Mirougrain, que tenía una cascada y todo. Como nunca ocurrió ningún caso de estos, cuyo perfecto éxito meditaba, sin duda, cuando estaba sola, absorta en uno de sus innumerables solitarios (y que la hubiera desesperado al primer comienzo de realización, al primero de esos detalles imprevistos, de esa palabra que anuncia una mala noticia, y cuyo tono no se olvida jamás, de todo lo que lleva la huella de la muerte verdadera, muy distinta de su posibilidad lógica y abstracta), se resarcía, para dar de cuando en cuando mayor interés a su vida, introduciendo en ella peripecias imaginarias a cuyo desarrollo atendía apasionadamente. Gozábase en suponer de pronto que Francisca le robaba, que ella recurría a la astucia para averiguarlo, y que la cogía con las manos en la masa; acostumbrada, cuando jugaba ella sola a las cartas, a jugar con su juego y el riel adversario, se pronunciaba a sí misma las excusas tímidas de Francisca, y contestaba a ellas con tal fuego e indignación, que si uno de nosotros entraba en ese momento, la encontraba bañada en sudor, con los ojos echando chispas y los postizos caídos, dejando al descubierto su calva frente. Francisca quizá oyera alguna vez, desde la habitación de al lado, corrosivos sarcasmos a ella dirigidos, y cuya invención no hubiera servido da bastante alivio a mi tía, de haber quedado en estado puramente inmaterial, y si no les hubiera dado realidad murmurándolos a media voz. A veces, ese «espectáculo desde la cama» no parecía bastante a mi tía, y quería ver representadas sus comedias. Entonces, un domingo después de cerrar misteriosamente las puertas, confiaba a Eulalia su dudas respecto a la probidad de Francisca, y su intención de despedirla, y otras veces era a Francisca a quien participaba sus sospechas de la deslealtad de Eulalia, a quien muy pronto cerraría la puerta; y al cabo de unos días ya estaba cansada de su confidenta de ayer, se arreglaba con la otra, y los papeles se cambiaban para la próxima representación. Pero las sospechas que Eulalia le inspiraba a veces eran fuego de virutas, pronto extinguido sin tener en qué alimentarse, porque Eulalia no vivía en la casa. Pero no ocurría lo mismo con las despertadas por Francisca, a quien sentía mi tía vivir constantemente bajo el mismo techo, sin atreverse, por miedo a coger frío si salía de la cama, a bajar a la cocina y enterarse de si eran o no sospechas fundadas. Poco a poco llegó a no tener otra ocupación mental que adivinar lo que podía estar haciendo Francisca en cada momento, y si quería ocultárselo. Se fijaba en los más furtivos gestos de Francisca, en cualquier contradicción entre sus dichos, en un deseo que al parecer quería disimular. Y hacíale ver que la había desenmascarado con una sola palabra, que hacía palidecer a Francisca, y que mi tía hundía en el corazón de la desdichada, aparentemente, con cruel regocijo, y al otro domingo una revelación de Eulalia —como esos descubrimientos que de repente abren un campo insospechado a una ciencia que nace y que hasta entonces arrastraba una vida lánguida— probaba a mi tía que sus sospechas aún estaban muy por bajo de la realidad. «Francisca es la que lo debe saber ahora que le da usted coche». «¡Qué yo le doy coche!», exclamaba mi tía. «¡Ah!, yo no sé, creía que… La he visto pasar en carruaje, con más orgullo que Artabán, camino del mercado de Roussainville. Y creí que era la señora la que…». Poco a poco Francisca y mi tía, como el cazador y la pieza, no hacían más que ponerse en guardia contra sus recíprocas argucias. Mi madre tenía miedo de que Francisca llegara a tomar verdadero odio a mi tía, que la ofendía con la mayor dureza posible. El caso era que Francisca se fijaba cada día con mayor atención en los menores ademanes y más insignificantes de palabras mi tía. Cuando tema que preguntarle algo, vacilaba mucho, pensando en el modo como lo haría. Y cuando ya había proferido su demanda, observaba a mi tía a hurtadillas, para adivinar por el aspecto de su rostro lo que pensaba y lo que decidiría. Y así, mientras un artista que lee memorias del siglo XVII y quiere acercarse al Rey Sol cree tomar el buen camino, forjándose una genealogía que le haga descendiente de una familia histórica, o manteniendo correspondencia con un soberano europeo de su tiempo, y al hacerlo vuelve la espalda precisamente a aquello que erróneamente busca bajo formas idénticas, y por consiguiente sin vida, una vieja señora provinciana, que no era más que la fiel servidora de irresistibles manías, y de una malevolencia hija de la ociosidad, veía, sin hacer pensado nunca en Luis XIV, que las ocupaciones más insignificantes de su jornada, relativas al momento de levantarse, a su almuerzo, a sus horas de descanso, cobraban por su despótica singularidad una parte del interés de aquello que Saint-Simon llamaba la «mecánica» de la vida en Versalles, y podía imaginarse ella también que su silencio, una nube de buen humor, o de altanería en su rostro, eran comentados por parte de Francisca con la misma pasión y temor que el silencio, el buen humor o la altanería del Rey cuando un cortesano, o hasta un gran señor, le habían entregado un memorial en un rincón de una alameda de Versalles.

Un domingo que mi tía tuvo la visita del cura y de Eulalia al mismo tiempo, y se echó luego a descansar, subimos todos a despedirnos, y mamá le dijo cuánto lamentaba aquella mala suerte que reunía a todas sus visitas a la misma hora.

—Ya sé que las cosas no se han arreglado muy bien esta tarde, Leoncia —le decía cariñosamente—. Todo el mundo ha venido al mismo tiempo.

A eso interrumpía la tía mayor con un «por mucho trigo…», porque desde que su hija estaba mala creía deber suyo animarla presentándole siempre las cosas por el lado bueno. Pero mi padre tomaba la palabra:

—Ya que toda la familia está reunida, voy a aprovecharme para contaros una cosa, sin tener que repetírsela a cada cual. Me temo que Legrandin esté enfadado con nosotros; apenas si me saludó esta mañana.

Yo no me quedé a oír a mi padre, porque precisamente estaba con él aquella mañana cuando se encontró con Legrandin, y bajé a la cocina a enterarme de lo que teníamos de cena, cosa que me distraía todos los días como las noticias del periódico, y me excitaba como un programa de fiestas. Al pasar el señor Legrandin junto a nosotros, saliendo de misa, y al lado de una dama propietaria de un castillo de allí cerca, y a quien sólo conocíamos de vista, mi padre lo saludó reservada y amistosamente a la vez, sin pararse; Legrandin apenas si contestó, un poco extrañado, como si no nos conociera, y con esa perspectiva de la mirada propia de las personas que no quieren ser amables, y que desde allá, desde el fondo súbitamente prolongado de sus ojos, parece que lo ven a uno al final de un camino interminable, y a tanta distancia, que se contentan con hacernos un minúsculo saludo con la cabeza para que guarde proporción con nuestra dimensión de marioneta.

Como la dama que Legrandin acompañaba era persona virtuosa y bien considerada, no podía pensarse que Legrandin disfrutara de sus favores y que le molestara que los vieran juntos; así que mi padre se preguntaba qué había hecho él para incomodar a Legrandin. «Sentiría mucho saber que está enfadado —dijo mi padre—, porque resalta junto a toda esa gente endomingada, con su americana recta, su corbata floja, tan desafectado, con esa sencillez tan de verdad y tan ingenua que se hace muy simpática». Pero el consejo de familia opinó unánimemente que lo del enfado era una figuración de mi padre, y que Legrandin debía de ir en aquel momento pensando en alguna cosa y distraído. Por lo demás, el temor de mi padre se disipó al día siguiente por la tarde. Volvíamos de dar un gran paseo cuando vimos junto al Puente Viejo a Legrandin, que con motivo de las fiestas pasaba unos días en Combray. Vino hacia nosotros tendiéndonos la mano: «Señor lector, me preguntó, ¿conoce usted este verso de Paul Desjardins?»:

Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo.

¿No es verdad que el verso da muy bien la nota de esta hora? Puede que no haya usted leído nunca a Paul Desjardins. Léalo, hijo mío; hoy se está cambiando en sermoneador, pero ha sido por mucho tiempo un límpido acuarelista…

Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo…

«¡Ojalá siga el cielo siempre azul para usted!, amiguito mío; hasta en esa hora que para mí ya va llegando, cuando el bosque está sombrío y cae la noche, se consolará usted mirando al cielo». Sacó un cigarrillo y se estuvo un rato con la vista puesta en el horizonte. «¡Bueno, adiós, amigos!», —dijo de pronto, y se marchó.

A la hora en que yo bajaba a la cocina a enterarme, la cena ya estaba empezada, y Francisca señoreaba las fuerzas de la naturaleza convertidas en auxiliares suyas, como en esas comedias de magia donde los gigantes hacen de cocineros; meneaba el carbón, entregaba al vapor unas patatas para estofadas, y daba punto, valiéndose del fuego, a maravillas culinarias, preparadas previamente en recipientes de ceramista desde las tinas, las marmitas, el caldero, las besugueras, a las ollitas para la caza, los moldes de repostería y los tarritos para natillas: pasando por una colección completa de cacerolas de todas dimensiones. Me paraba a mirar encima de la mesa, donde acababa de mondarlos la moza, los guisantes alineados y contados, como verdes bolitas de un juego; pero mi pasmo era ante los espárragos empapados de azul ultramar y de rosa, y cuyo tallo, mordisqueado de azul malva, iba rebajándose insensiblemente hasta la base —sucia aún por el suelo de su planta—, con irisaciones de belleza supraterrena. Parecía que aquellos matices celestes delataban a las deliciosas criaturas que se entretuvieron en metamorfosearse en verduras, y que, a través del disfraz de su firme carne comestible, transparentaban con sus colores de aurora naciente sus intentos de arco iris y su languidez de noches azules, una esencia preciosa, perceptible para mí aun cuando, durante toda la noche que seguía a una comida donde hubo espárragos, se divertían en sus farsas poéticas y groseras, como fantasía shakespeariana, en trocar mi vaso de noche en copa de perfume.

La pobre Caridad de Giotto, como Swann la llamaba, encargada por Francisca de «recortarlos», los tenía al lado en una cesta, con cara de pena, como si estuviera sintiendo todo el dolor de la madre tierra; y las leves coronas azules que ceñían a los espárragos por cima de sus túnicas rosas, se dibujaban tan finamente, estrella por estrella, como se dibuja en el fresco de Padua las flores ceñidas en la frente de la Virtud o prendidas en su canastilla. Y entre tanto, Francisca daba vueltas en el asador a uno de aquellos pollos, asados como ella sola sabía hacerlo, que difundieron por todo Combray el olor de sus méritos, y que cuando no los servía a la mesa hacían triunfar la bondad en mi concepción especial de su carácter, porque el aroma de esa carne que ella convertía en tan tierna y untuosa, era para mí el perfume mismo de una de sus virtudes.

Pero el día que bajé a la cocina mientras mi padre consultaba al consejo de familia respecto a su encuentro con Legrandin, era uno de aquellos en que la Caridad de Giotto, bastante mal aún por su reciente parto, no podía levantarse; y Francisca, como no tenía ayuda, estaba retrasada en su trabajo. Cuando bajé la vi en la despensa, que daba al corral, matando un pollo, que con su resistencia desesperada y tan natural, acompañada por los gritos de Francisca, que, fuera de sí, al mismo tiempo que trataba de abrirle el cuello por debajo de la oreja, chillaba «¡Mal bicho, mal bicho!», ponía la santa dulzura y la unción de nuestra doméstica un poco menos en evidencia de lo que hubiera puesto el pobre animal en el almuerzo del día siguiente, con su pellejo bordado en oro como una casulla, y su grasa preciosa, que parecía ir goteando de un ropón. Cuando ya murió, Francisca recogió la sangre, que iba corriendo sin sofocar su rencor, y aún tuvo un acceso de cólera, y mirando el cadáver de su enemigo, dijo por última vez: «Mal bicho». Volví a subir, todo trémulo; mi deseo hubiera sido que echaran en seguida a Francisca. Pero entonces, ¿quién me haría unas albóndigas tan calentitas, un café tan perfumado… y aquellos pollos…? Y en realidad, ese cobarde cálculo lo hemos hecho todos, como lo hice yo entonces. Porque mi tía Leoncia sabía —cosa que ignoraba yo— que Francisca, que habría dado su vida sin una queja por su hija o por sus sobrinos, era para los demás seres extraordinariamente dura de corazón. A pesar de eso, mi tía la tenía en casa porque, aunque conocía su crueldad, estimaba mucho su buen servicio. Poco a poco fui advirtiendo que el cariño, la compunción y las virtudes de Francisca ocultaban tragedias de cocina, lo mismo que descubre la Historia que los reinados de esos reyes y reinas representados orando en las vidrieras de las iglesias se señalaron por sangrientos episodios. Me di cuenta de que, exceptuando a sus parientes, los humanos excitaban tanto más su compasión con sus infortunios cuanto más lejos estaban de ella. Los torrentes de lágrimas que lloraba al leer el periódico, sobre las desgracias de gente desconocida, se secaban prestamente si podía representarse a la víctima de manera un poco concreta. Una de las noches siguientes al parto de la moza, viose esta aquejada por un fuerte cólico; mamá la oyó quejarse, se levantó y despertó a Francisca, que declaró, con gran insensibilidad, que todos aquellos gritos eran una comedia, y que quería «hacerse la señorita». El médico, que ya temiera esos dolores, nos había puesto una señal en un libro de medicina que teníamos, en la página en que se describen esos dolores, y nos indicó que acudiéramos al libro para saber lo que debía hacerse en los primeros momentos. Mi madre mandó a Francisca por el libro, recomendándole que no dejara caer el cordoncito que servía de señal. Pasó una hora, y Francisca sin volver; mi madre, indignada, creyó que había vuelto a acostarse, y me mandó a mí a la biblioteca. Allí estaba Francisca, que quiso mirar lo que indicaba la señal, y al leer la descripción clínica de los dolores, sollozaba, ahora que se trataba de un enfermo-tipo, desconocido para ella. A cada síntoma doloroso citado por el autor del libro, exclamaba: «Por Dios, Virgen Santa, ¿es posible que Dios quiera hacer sufrir tanto a una desgraciada criatura? ¡Pobrecilla, pobrecilla!».

Pero en cuanto la llamé y volvió junto a la cama de la Caridad de Giotto, sus lágrimas cesaron, ya no pudo sentir ni aquella agradable compasión y ternura que le era desconocida, y que muchas veces le proporcionaba la lectura de los periódicos, ni ningún placer de ese linaje, y molesta e irritada por haberse levantado a medianoche por la moza, al ver los sufrimientos mismos cuya descripción la hacía llorar, no se le ocurrieron más que gruñidos de mal humor, y hasta horribles sarcasmos, diciendo, cuando se creyó que nos habíamos ido y que ya no la oíamos: «No tenía más que haber hecho lo que se necesita para eso; y bien que le gustó; ahora que no se venga con mimos. También hace falta que un hombre esté dejado de la mano de Dios para cargar con eso. Ya lo decían en la lengua de mi pobre madre»:

Del trasero de un perro se enamorica,

y llega a parecerle cosa bonica.

Cuando su nieto tenía un leve constipado de cabeza, por la noche, en vez de acostarse y aunque no estuviera bien, se marchaba a ver si necesitaba algo, y andaba cuatro leguas, para volver antes de amanecer a la hora de su faena; pero ese mismo amor a los suyos y el deseo de asegurar la futura grandeza de su casa se traducía, en su política con los otros criados, por una máxima constante, que consistió en no dejarlos introducirse en el cuarto de mi tía, al que no dejaba acercarse a nadie, muy orgullosamente, llegando hasta levantarse cuando estaba mala, para dar el agua de Vichy a mi tía, antes que permitir a la moza el acceso al cuarto de su ama. Y como ese himenóptero observado por Fabre, la abeja excavadora, que para que sus pequeñuelos tengan carne fresca que comer después de su muerte, apela a la anatomía en socorro de su crueldad, y hiere a los gorgojos y arañas capturados, con gran saber y habilidad, en el centro nervioso que rige el movimiento de las patas, sin dañar otra función vital, de modo que el insecto paralizado, junto al cual pone sus huevos, ofrezca a las larvas que vengan carne dócil, inofensiva, incapaz de huir o resistirse, y completamente fresca, Francisca hallaba, para servir su permanente voluntad de hacer la casa imposible a todo criado, agudezas tan sabias e implacables, que muchos años más tarde nos enteramos de que si comimos aquel verano espárragos casi a diario, fue porque el olor de ellos ocasionaba a la pobre moza encargada de pelarlos ataques de asma tan fuertes, que tuvo que acabar por marcharse.

Pero, desgraciadamente, la opinión que nos merecía Legrandin tenía que cambiar mucho. Uno de los domingos siguientes a aquel encuentro en el Puente Viejo, que sacó a mi padre de su error, al acabar la misa, cuando con el sol y el rumor de fuera entraba en la iglesia una cosa tan poco sagrada que la señora de Goupil, la señora de Percepied (todas las personas, que al llegar yo momentos antes, después de empezada la misa, siguieron absortas en su rezo, los ojos bajos, y yo habría creído que no me veían si no hubieran empujado con el pie el banquito que me estorbaba el paso a mi silla), empezaban a hablar con nosotros en alta voz, como si estuviéramos ya en la plaza, vimos en el deslumbrante umbral del pórtico, y dominando el abigarrado tumulto del mercado, a Legrandin; el marido de la señora con quien lo viéramos aquel otro día estaba presentándole en aquel momento a la mujer de otro rico terrateniente de allí cerca. En la cara de Legrandin pintábanse animación y fervor extraordinarios; hizo un profundo saludo, seguido de una inclinación secundaria hacia atrás, que llevó bruscamente su busto más atrás de lo que estaba en la posición inicial del saludo, y que sin duda había aprendido del marido de su hermana, el señor de Cambremer. Ese rápido enderezarse hizo refluir, a modo de ola musculosa, las ancas de Legrandin, que yo no suponía tan llenas; y no sé porqué aquella ondulación de pura materia, sin ninguna expresión de espiritualidad, y azotada tempestuosamente por una baja solicitud, despertaron de pronto en mi ánimo la posibilidad de un Legrandin muy distinto del que conocíamos. La señora aquella le mandó decir un recado al cochero, y mientras que se llegaba al coche persistió en su rostro aquella huella de tímido y servicial gozo que la presentación en él marcara. Sonriente, como hechizado y soñando, volvió apresuradamente hacia la señora, y como andaba más de prisa que de ordinario, sus hombros oscilaban a derecha e izquierda ridículamente, y tanto era su descuido al andar y su despreocupación por el resto del mundo, que parecía el juguete inerte y mecánico de la felicidad. Entre tanto, salimos del pórtico y fuimos a pasar a su lado; Legrandin era lo bastante educado para no volver la cabeza; pero puso su vista, impregnada de hondo meditar, en un punto tan lejano del horizonte, que no pudo vernos, y así no tuvo que saludarnos. Y allí quedó tan ingenuo su rostro rematando una americana suelta y recta, que parecía un poco descarriada, sin quererlo, en medio de aquel detestado lujo. Y la chalina de pintas, agitada por el viento de la plaza, seguía flotando por delante de Legrandin, como estandarte de su altivo aislamiento y de su noble independencia. En el momento en que llegábamos a casa notó mamá que se nos había olvidado la tarta, y rogó a mi padre que volviéramos a decir que la llevaran en seguida. Cerca de la iglesia nos cruzamos con Legrandin, que venía en dirección opuesta a la nuestra, acompañando a la señora de antes al coche. Pasó a nuestro lado sin dejar de hablar con su vecina, y nos hizo con el rabillo de sus ojos azules un gesto que en cierto modo no salía de los párpados; y que, como no interesaba los músculos de su rostro, pudo pasar completamente ignorado de su interlocutora; pero que, queriendo compensar con lo intenso del sentimiento lo estrecho del campo en que circunscribía su expresión, hizo chispear en aquel rinconcito azulado que nos concedía toda la vivacidad de su gracejo, que, pasando de la jovialidad, frisó en malicia, y que sutilizó las finuras de la amabilidad hasta los guiños de la connivencia, de las medias palabras, de lo supuesto, hasta los misterios de la complicidad, y que, finalmente, exaltó las garantías de amistad hasta las protestas de ternura, hasta la declaración amorosa, e iluminó entonces a la dama con secreta e invisible languidez, sólo perceptible para nosotros, enamorada pupila en rostro de hielo.

Precisamente el día antes había pedido a mis padres que me dejaran ir aquella noche a cenar con él: «Venga usted a hacer un rato de compañía a su viejo amigó —me dijo—. Y como ese ramo que un viajero nos manda desde un país a donde nunca hemos de volver, hágame respirar, desde la lejanía de su adolescencia, esas flores primaverales, por entre las que yo crucé también un día. Venga a casa y tráigame flores, primaveras, barbas de capuchinos, achicorias silvestres, cuencos de oro; tráigame la flor de sedum[16], con que se forma el ramo dilecto de la flora balzacciana; la flor del Domingo de Resurrección, margaritas y bolas de nieve de esas que empiezan a aromar el jardín de su tía cuando no se han fundido aún las bolas de nieve de verdad que trajeron las tormentillas de Pascua. Y tráigame la gloriosa vestidura de seda de la azucena, digna de Salomón, y el policromo esmalte de los pensamientos; pero, ante todo, no se olvide de traerme el airecillo aún fresco de las últimas heladas que entreabrirá para esas dos mariposas que están esperando a la puerta desde esta mañana, la primera rosa de Jerusalén».

Dudaban en casa si, a pesar de todo, debían mandarme a cenar con el señor Legrandin. Pero mi abuela se negó a admitir que hubiera estado grosero con nosotros. «Ya sabéis perfectamente que viene aquí con toda sencillez, sin nada de hombre de mundo». Y declaró que de cualquier forma, y aún poniéndonos en lo peor, si en realidad estuvo grosero, más valía que hiciéramos como que no lo notamos. A decir verdad, hasta mi padre, que era el más enfadado con Legrandin, por su actitud, abrigaba aún algunas dudas sobre lo que podía significar. Era una de esas actitudes o actos que revelaba el carácter más hondo y oculto de un ser; no se eslabona con sus palabras anteriores, no nos la puede confirmar el testimonio del culpable, que no ha de confesar; y no tenemos otro testimonio que el de nuestros sentidos, que muchas veces, enfrentados con ese recuerdo aislado e incoherente, parecen haber sido juguete de una ilusión; de modo que esas actitudes, que son las únicas importantes, nos dejan muy a menudo en la duda.

Cené con Legrandin, en su terraza; había luna. «¡Qué hermosa calidad de silencio hay esta noche! —me dijo—. Para los corazones heridos como el mío, dice un novelista que ya leerá usted algún día lo único adecuado es la sombra y el silencio Y, sabe usted, hijo mío, llega una hora en esta vida, aún está usted muy lejos de ella, en que los ojos fatigados ya no toleran más que una luz, esta que una noche como la presente prepara y destila en la oscuridad, y cuando el oído no percibe otra música que la que toca la luna en el caramillo del silencio». Prestaba oídos a lo que decía el señor Legrandin, que siempre me parecía agradable; pero preocupado por el recuerdo de una mujer que había visto por vez primera recientemente, y al pensar que Legrandin trataba a varias personalidades aristocráticas de las cercanías, se me ocurrió que quizá la conociera, y sacando fuerzas de flaqueza, le dije: «¿Conoce quizá a las señoras del castillo de Guermantes?»; y sentía una especie de felicidad, porque al pronunciar aquel nombre adquiría como una especie de dominio sobre él, por el solo hecho de extraerlo de mis sueños y darle una vida objetiva y sonora.

Pero ante aquel nombre de Guermantes vi abrirse en los ojos azules de nuestro amigo una pequeña muesca oscura, como si los acabara de atravesar una punta invisible, mientras que el resto de la pupila reaccionaba segregando oleadas azules. Sus ojeras se ennegrecieron y se agrandaron. Y la boca, plegada en una amarga arruga, se recobró antes, sonrió, mientras que el mirar seguía doliente, como el de un hermoso mártir que tuviera el cuerpo erizado de flechas. «No, no las conozco», dijo; pero, en vez de dar a un detalle tan sencillo y a una respuesta tan poco sorprendente el tono corriente y natural que convenía, la pronunció apoyándose en las palabras, inclinándose, saludando con la cabeza, y a la vez con la insistencia que se da, para merecer crédito, a una afirmación inverosímil —como si eso de no conocer a los Guermantes fuera sólo efecto de una rara casualidad—, y al mismo tiempo con el énfasis de una persona que, como no puede ocultar una cosa que le es molesta, prefiere proclamarla, para dar a los demás la impresión de que la confesión que está haciendo no le fastidia, y es fácil, agradable y espontánea, y que la cosa misma —el no conocer a los Guermantes— puede muy bien ser algo no impuesto, sino voluntario, derivado de alguna tradición familiar, principio de moral o voto místico que le prohibiera expresamente el trato ton los Guermantes. «No —continuó explicando con las mismas palabras la entonación que les daba—; no las conozco; nunca he querido conocerlas, siempre quise guardar a salvo mi independencia; en el fondo, ya sabe usted que soy un jacobino. Muchas personas me lo han vuelto a decir, que hacía mal en no ir a Guermantes, que iba a pasar por un grosero, por un oso. Pero esta reputación no me da miedo, porque es verdad. En el fondo, de este mundo sólo me gustan unas pocas iglesias, dos o tres libros, pocos cuadros más, y la luna, siempre que esa brisa de su juventud de usted me traiga el perfume de los jardines que ya no pueden distinguir mis cansadas pupilas». Yo no acababa de comprender por qué había que alardear de independencia para no ir a casa de gentes desconocidas, y por qué eso podía darle a uno tinte de salvaje o de oso. Pero sí entendía que Legrandin no era del todo verídico cuando decía que no le gustaban más que las iglesias, la luna y la juventud; también le gustaban, y mucho, los señores de los castillos, y tan sobrecogido se hallaba en su compañía por el temor de desagradarlos, que no se atrevía a lucir ante ellos su amistad con gentes de clase media, con hijos de notarios o de agentes de cambio, y prefería, si alguna vez llegaba a descubrirse la verdad, que fuera cuando él no estaba delante, «por defecto»; en suma, era un snob. Cierto que nunca confesaba nada de eso, con el lenguaje aquel que tanto nos gustaba a mis padres y a mí. Y cuando yo preguntaba si conocía a los Guermantes, Legrandin, el maestro de la conversación, contestaba: «No, nunca he querido conocerlos». Pero desgraciadamente lo decía ya tarde, porque otro Legrandin que él ocultaba celosamente en el fondo de sí mismo, y que no enseñaba nunca, porque ese estaba enterado de muchas cosas del Legrandin nuestro, de historias comprometidas, de su snobismo; ese otro Legrandin ya había contestado con la muesca abierta en la mirada, con el rictus de la boca, con la exagerada seriedad de tono de la respuesta, con las mil flechas que ponían a nuestro Legrandin, acribillado y desfalleciente, como a un San Sebastián del snobismo: «¡Ay, qué daño me hace usted! No, no conozco a los Guermantes. Ha ido usted a tocar en la llaga más dolorosa de mi vida». Y como aunque aquel Legrandin, indiscreto y acusón, carecía del hermoso hablar del otro, tenía, en cambio, la palabra mucho más rápida, compuesta de eso que se llama «reflejos», cuando el Legrandin, maestro de conversación, quería imponerle silencio, el otro ya había hablado, y en vano nuestro amigo se desesperaba por la mala impresión que las revelaciones de su alter ego debieron de causar; lo único que podía hacer eran atenuarlas.

Claro que eso no quería decir que Legrandin no era sincero cuando tronaba contra los snobs. No podía saber, al menos por sí mismo, que lo era, porque no nos es dado conocer más que las pasiones ajenas, y lo que llegamos a conocer de las nuestras lo sabemos por los demás. Nuestras pasiones no accionan sobre nosotros más que en segundo lugar, por medio de la imaginación, que coloca en lugar de los móviles primeros, morales de relevo que son más decentes. Jamás el snobismo de Legrandin le aconsejó ir a visitar a menudo a una duquesa. Lo que hacía era encargar a la imaginación de Legrandin que le representase a tal duquesa ceñida de torsos los atractivos. Y Legrandin iba hacia la duquesa creyendo ceder a la seducción del ingenio y la virtud, ignorada de esos infames snobs. Los demás eran los únicos que sabían que también él lo era; porque, gracias a la incapacidad en que estaban de comprender el trabajo intermediario de su imaginación, veían, una enfrente de otra, la actividad mundana de Legrandin y su causa primera.

Ahora, en casa ya, no nos hacíamos ilusiones respecto al señor Legrandin y se espaciaron mucho nuestras relaciones. Mamá se regocijaba grandemente cada vez que sorprendía a Legrandin en flagrante delito de aquel pecado que no confesaba y que seguía llamando el pecado sin remisión, el snobismo. A mi padre, en cambio, le costaba trabajo tomar los desdenes de Legrandin con tal desprendimiento y buen humor; y un año en que pensó mi familia en mandarme a pasar las vacaciones del verano a Balbec, acompañado de mi abuela, dijo: «Tengo que decir sin falta a Legrandin que vais a ir a Balbec, a ver si se ofrece a presentarnos a su hermana. Ya no debe de acordarse de que nos dijo que su hermana vive a dos kilómetros de allí». Mi abuela, que opinaba que en los baños de mar hay que estarse todo el día en la playa husmeando la sal, y que más vale no conocer a nadie, porque las visitas y los paseos son otros tantos robos de aire de mar, pedía por el contrario, que no habláramos de nuestro proyecto a Legrandin, porque ya estaba viendo a su hermana, aquella señora de Cambremer, bajando del coche en el hotel en el momento que íbamos a salir a pescar, y obligándonos a quedarnos en casa para hacerle los honores. Pero mamá se reía de esos temores, pensando en su fuero interno que el peligro no era muy amenazador, y que Legrandin no se daría tanta prisa en ponernos en relación con su hermana. Pues bien; sin necesidad de sacarle la conversación de Balbec, el mismo Legrandin, muy ajeno a que hubiéramos tenido nunca propósito de ir por allí, vino a enredarse en el lazo una tarde que lo encontramos por la orilla del río.

—Hay en las nubes de esta tarde violetas y azules muy hermosos, ¿verdad, compañeros? —dijo a mi padre—; un azul, sobre todo, más floreal que aéreo, el azul de la cineraria, que choca mucho visto en el cielo. Y también esa nubecilla rosa tiene un tinte de flor, de clavel o de hidrangea. Sólo en el canal de la Mancha, entre Normandía y Bretaña, he podido hacer observaciones más copiosas sobre esta especie de reino vegetal de la atmósfera. Allí, junto a Balbec, junto a esos lugares tan salvajes, hay una ensenada de suavidad encantadora, donde la puesta de sol de esa tierra de Auge, esa puesta de rojo y oro, que, por lo demás, aprecio mucho, no tiene ningún carácter, es insignificante; pero en esa atmósfera suave y húmeda se abren por la tarde, en unos pocos momentos, ramos de esos, celeste y rosa, incomparables, y que a veces tardan horas en marchitarse. Hay otros que se deshojan en seguida, y aún es más hermoso el espectáculo de un cielo todo cubierto por el dispersarse de innumerables pétalos azafranados y rosa. En esa ensenada, que parece de ópalo, todavía son más femeninas las playas doradas, porque están atadas, como rubias Andrómedas[17], a las terribles peñas de las costas próximas, a esa fúnebre costa, célebre por sus numerosos naufragios, y donde todos los inviernos sucumben tantas barca al peligro del mar. Balbec es la osatura[18] geológica más vieja de nuestro suelo; es, verdaderamente, Ar-Mor, el mar, el Finisterre, la región maldita que ese brujo de Anatole France, que nuestro joven amigo debe de leer, ha descrito tan bien, oculta en sus brumas eternas, como el verdadero país de los Cimerios, de la Odisea. Sobre todo desde Balbec, donde ya están haciéndose hoteles, encima de esa tierra antigua y amable, que en nada alteran, es una delicia hacer excursiones cortas por esas regiones primitivas tan hermosas.

—¡Ah!, ¿tendrá usted conocidos en Balbec? —dijo mi padre—. Precisamente este niño va a ir allí a pasar dos meses con su abuela, y quizá con mi mujer.

Legrandin, cogido de improviso por la pregunta en momento en que tenía la mirada fija en mi padre, no pudo desviarla; pero hundiéndola con mayor intensidad a cada segundo —al mismo tiempo que sonreía tristemente— en los ojos de su interlocutor, con aire de amistad, de franqueza y de no tener miedo de mirar cara a cara, pareció que le atravesaba el rostro, hecho de pronto transparente, y que allá, detrás de él, contemplaba en aquel momento una nube de vivos colores que le servía de coartada mental, permitiéndole asegurar que, en el momento que le preguntaron si conocía a alguien en Balbec, estaba pensando en otra cosa y no había oído la pregunta. Por lo general, miradas de estas arrancan del interlocutor un: «¿En qué está usted pensando?»; pero mi padre, irritado, curioso y cruel, volvió a decir:

—Pues conoce usted muy bien esa región. ¿Es que tiene usted amigos por allá?

En un postrer y desesperado esfuerzo, la sonriente mirada de Legrandin llegó al máximum de ternura, de vaguedad, de sinceridad y de distracción; pero comprendiendo, sin duda, que no tenía más remedio que contestar, nos dijo:

—Yo tengo amigos por doquiera que haya rebaños de árboles heridos, pero que no se dejan vencer, y que se agrupan para implorar juntos, con patética obstinación, a un cielo inclemente que no se compadece de ellos.

—No me refería a eso —dijo mi padre, tan terco como los árboles y tan implacable como el cielo—. Lo decía por si acaso ocurriera algo a mi suegra, para que no se sintiera tan sola.

—Allí, como en todas partes, conozco a todo el mundo, sin conocer a nadie —respondió Legrandin, que no se rendía fácilmente—; conozco mucho las cosas y poco a las personas. Pero allí las cosas también parecen personas, seres raros, de delicada esencia, engañados por la vida. Muchas veces se encuentra uno con un castillo, encaramado en la costa, junto al camino, parado allí para confrontar su pena con la noche rosada, por donde va subiendo una luna de oro, mientras que las barcas vuelven estriando las aguas jaspeadas, izada en los palos la llama de la luna y arbolados los colores lunares; otras, es una sencilla casa solitaria, feúcha, de aspecto tímido, pero novelesco, que oculta a todas las miradas un inmarcesible secreto de felicidad y desencanto. Ese país inverosímil —añadió con maquiavélica delicadeza—, ese país de ficción no es buena lectura para un niño, y no es el que yo escogería para mi amiguito, ya tan dado a la tristeza y con el corazón tan predispuesto. Los climas de confidencia amorosa y de nostalgia inútil acaso convengan a los viejos desengañados como yo, pero siempre son malsanos para un temperamento sin formar. Créame usted —repitió con insistencia—; las aguas de esa bahía, casi bretona ya, quizá ejerzan una influencia sedante en un corazón que ya no, está intacto como el mío y cuya herida no tiene compensación. Pero a su edad, mocito, están contraindicadas. Buenas noches, vecinos —añadió con aquella sequedad evasiva en él usual, y volviéndose hacia nosotros, con el dedo tieso y admonitorio del médico, resumió su consulta—: Sobre todo, nada de Balbec antes de los cincuenta años, y eso según esté el corazón —nos gritó.

Mi padre volvió a hablarle del asunto en ulteriores encuentros; lo atormentó a preguntas, pero todo fue inútil: lo mismo que aquel erudito estafador que empleaba en la confección de palimpsestos falsos un trabajo y un saber tales que sólo con la centésima parte se hubiera ganado una posición más lucrativa, pero honrada, Legrandin, de haber seguido nosotros insistiendo, hubiera sido capaz de construir toda una ética del paisaje y una geografía celeste de la Normandía baja antes que confesar que a dos kilómetros de Balbec vivía una hermana suya, y tener que darnos una carta de presentación, cosa que no le habría asustado tanto si hubiera estado segura —como debía estarlo, dada su experiencia del carácter de mi abuela— de que no la íbamos a utilizar.

* * *

Siempre volvíamos temprano de paseo para poder subir a la habitación de mi tía Leoncia antes de cenar.

Al principio de la temporada, cuando las días se acaban temprano, al llegar a la calle del Espíritu Santo todavía se veía un reflejo del sol poniente en los cristales de casa, y una banda purpúrea en el fondo de los bosques del Calvario, que, más lejos, iba a reflejarse en el estanque; y esta púrpura, que coincidía a veces con un fresco muy vivo, asociábase en mi mente a la púrpura del fuego donde estaba asándose un pollo, que me traería, después del placer poético del paseo, el placer de la golosina, del calor y del descanso. En el verano, en cambio, cuando volvíamos aún no se había puesto el sol, y mientras estábamos en el cuarto de la tía Leoncia, su luz, que descendía y tocaba la ventana, se paraba entre los cortinones y las abrazaderas, dividida, ramificada, filtrada, incrustando trocitos de oro en la madera del limonero de la cómoda, e iluminada oblicuamente la habitación con la misma delicadeza que toma en el bosque, bajo los árboles. Pero algunos días, muy pocos, al volver ya hacía tiempo que perdiera la cómoda sus momentáneas incrustaciones; no quedaba, cuando llegábamos a la calle del Espíritu Santo, ningún resol en los cristales, y el estanque que está al pie del Calvario se había quedado sin púrpura, y a veces era ya de un color opalino, y un prolongado rayo de luna, que iba ensanchándose y estriándose con todas las arrugas del agua, le cruzaba de lado a lado. Y entonces, al llegar cerca de casa, veíamos a alguien en el umbral de la puerta, y mamá me decía:

—¡Dios mío! Francisca está esperándonos; la tía está alarmada: es que volvemos muy tarde.

Y sin tomarnos siquiera el tiempo necesario para quitarnos abrigos y sombreros, subíamos en seguida a ver a la tía Leoncia para tranquilizarla, y que viera que, al contrario de lo que ella pensaba, nada nos había ocurrido, sino que habíamos ido «por el lado de Guermantes», y, ¡caramba!, cuando se da ese paseo ya sabía mi tía que no había hora segura para la vuelta.

—Ve usted, Francisca —exclamaba mi tía—; ya le decía yo a usted que habrían ido por el lado de Guermantes, ¡Dios mío!; deben tener gana, y la pierna de cordero se habrá secado con lo que ha tenido que esperar. Es que estas no son horas de volver; ¡claro, habéis ido por el lado de Guermantes!

—Yo creí que ya lo sabía usted, Leoncia —decía mamá—. Creí que Francisca nos había visto salir por la puertecita del huerto.

Porque alrededor de Combray había dos «lados» para ir de paseo, y tan opuestos, que teníamos que salir de casa por distinta puerta, según quisiéramos ir por uno u otro: el lado de Méséglise la Vineuse, que llamábamos también el camino de Swann, porque yendo por allí se pasaba por delante de la posesión del señor Swann, y el lado de Guermantes. De Méséglise la Vineuse, a decir verdad, no conocí nunca otra cosa que el «lado» y una gente que los domingos iba de paseo a Combray: gente que esta vez ni nosotros ni siquiera mi tía «conocíamos», y que por eso eran consideradas como «gente que habrá venido de Méséglise». En cuanto a Guermantes, vendría un día en que trabara más conocimiento con él, pero tenía que pasar tiempo; y durante toda mi adolescencia, si Méséglise era para mí una cosa tan inaccesible como aquel horizonte siempre oculto a la vista, por lejos que se fuera, por los repliegues de un terreno distinto ya del de Combray, Guermantes sólo se me aparecía como el término, mucho más ideal que real, de su propio «lado», especie de expresión geográfica abstracta, como la línea ecuatorial, el Polo o el Oriente. Así que «tirar por Guermantes» para ir a Méséglise, o al contrario, se me figuraba expresión tan desprovista de sentido como tirar por el Este para ir al Oeste. Como mi padre siempre hablaba, del lado de Méséglise, considerándolo como el más hermoso panorama de llanura que conocía, y del lado de Guermantes como el típico paisaje del río, dábales yo, al concebirlos como dos entidades, esa cohesión y unidad propias sólo de las creaciones de nuestra mente; la mínima parcela de ellos me parecía preciosa y expresiva de su particular excelencia, y, comparados con ellos, los caminos puramente materiales que había para llegar al suelo sagrado de cualquiera de ambos, y en medio de cuyos caminos estaban posados en calidad de ideal de panorama de llanura e ideal de paisaje de río, no merecían la pena de ser mirados con mayor atención que la que pone el espectador enamorado de dramas en las calles que llevan al teatro. Pero, sobre todo, interponía yo entre uno y otro algo más que sus distancias kilométricas: la distancia existente entre las dos partes de mi cerebro con que pensaba en ellos, una de esas distancias de dentro del espíritu, que no sólo alejan, sino que separan y colocan en distinto plano. Y esa demarcación era más absoluta todavía, porque nuestra costumbre de no ir nunca en un mismo día por los dos lados en un solo paseo, sino una vez por el lado de Méséglise y otra por el lado de Guermantes, los encerraba, por así decirlo, lejos uno de otro, y sin poderse conocer, en los vasos herméticos e incomunicables de tardes distintas.

Cuando queríamos ir por el lado de Méséglise, salíamos (no muy temprano, y aunque estuviera nublado, porque el paseo no era muy largo y no nos llevaba muy lejos), como para ir a cualquier parte, por la puerta principal de la casa de mi tía, a la calle del Espíritu Santo. El armero nos daba las buenas tardes, echábamos las cartas al buzón, decíamos de paso a Teodoro, de parte de Francisca, que ya no le quedaba aceite o café, y salíamos del pueblo por el camino que va a lo largo de la valla blanca del parque del señor Swann. Antes de llegar allí, nos encontrábamos, porque salía al encuentro de los extraños, el olor de las lilas. Y luego, las mismas lilas, de entre los verdes corazoncitos de sus hojas, alzaban curiosamente, por encima de la valla del parque, sus penachos de plumas malvas o blancas, abrillantadas, aun en la sombra, por el sol en que se habían bañado. Algunas, medio ocultas por la casita con techumbre de tejas, llamada casa de los Arqueros, y que servía de vivienda al jardinero, asomaban por encima del gótico pináculo su minarete de rosa. Las ninfas de la primavera parecían vulgares puestas junto a estas huríes, que en un jardín francés conservaban los tonos brillantes y puros de las miniaturas persas. A pesar de mi deseo de abrazar su flexible cintura y acercar a mi rostro los estrellados bucles de sus cabecitas fragantes, pasábamos sin pararnos, porque mis padres no iban a Tansonville desde la boda de Swann, y para que no pareciera que queríamos curiosear, en vez de tomar el camino que bordea la valla y que sube derechamente al campo, tomábamos otro que sale al campo también pero oblicuamente, y que nos hacía desembocar mucho más allá. Un día mi abuelo dijo a mi padre:

—Ya os acordaréis de que Swann dijo que como su mujer y su hija se iban a Reims, iba a aprovecharse para pasar veinticuatro horas en París. De modo que, ya que las señoras no están ahí, podemos ir por junto al parque. Y así cortaríamos.

Nos paramos un momento junto a la valla. El tiempo de las lilas tocaba a su fin; algunas había aún que expandían en altas arañas malvas las delicadas burbujas de sus flores; pero en mucha parte del follaje, donde una semana antes reventaba su embalsamado musgo, ahora se marchitaba, empequeñecida y negruzca, una hueca espuma, seca y sin aroma. Mi abuelo enseñaba a mi padre lo que en aquellos sitios había cambiado y lo que estaba igual, desde el paseo aquel que dio con el señor Swann padre, el día de la muerte de su mujer, y aprovechaba la ocasión para volver a contar otra vez aquel paseo.

Ante nosotros un camino, con dos filas de capuchinas a los lados, subía en pleno sol hacia el castillo. A la derecha el parque, por el contrario, se dilataba en terreno llano. Sombreado por los añosos árboles que lo rodeaban, había un estanque, que mandaron hacer los padres de Swann; pero en sus más ficticias creaciones el hombre trabaja siempre sobre la base de la Naturaleza: hay lugares que siempre imponen en torno de ellos su particular imperio, y arbolan sus inmemoriales insignias en medio de un parque, como las arbolarían, lejos de toda intervención humana, en una soledad que también viene hasta aquí a rodearlos, surgida de la necesidad de su exposición y superpuesta a la obra del hombre. Y así, al pie del paseo que dominaba el estanque artificial, se formó con dos bandas tejidas con flores de miosotis y vincapervincas, la corona natural, delicada y azul que ciñe la frente en claroscuro, de las aguas; y así también el gladiolo, dejando doblegarse sus espadas con regio abandono, extendía por encima del eupatorio y del ranúnculo los destrozados lirios, violetas y amarillos, de su cetro lacustre.

La marcha de la hija de Swann, que a mí —al quitarme la terrible posibilidad de que la chiquilla privilegiada que tenía amistad con Bergotte e iba con él a ver catedrales asomara por un paseo, me conociera y me despreciara— me hacía mirar indiferentemente a Tansonville, aquella primera vez en que me era dado contemplarlo con libertad, parecía, por el contrario, como que añadiera a aquella posesión, a los ojos de mi abuelo y de mi padre, ciertas comodidades, cierto atractivo pasajero, y llenando el papel que en una excursión de montaña cumple la falta de nubes, convertía aquel día en excepcionalmente propicio para un paseo por aquel lado; hubiera sido mi deseo que fracasaran sus cálculos, que un milagro trajera a la señorita de Swann y a su padre, tan cerca de nosotros, que no pudiéramos evadirnos y nos presentaran sin poderlo remediar. Así que cuando de repente vi en la hierba, como síntoma de su posible presencia, un capacito olvidado junto a una caña de pescar, cuyo corcho flotaba en el agua, me apresuré a desviar hacia otro lado las miradas de mi padre y de mi abuelo. Aunque como Swann nos había dicho que no estaba muy bien que él se fuera, porque tenía parientes suyos invitados en casa, muy bien podía ser la caña de alguno de los invitados. No se oía por los paseos ningún rumor de pasos. A media altura de un árbol indeterminado, un pájaro invisible, ingeniándose en hacer más corto el día, exploraba con una prolongada nota la soledad circundante, pero dábale esta una réplica tan unánime, le devolvía un golpe tan redoblado de silencio e inmovilidad, que se hubiera dicho como si no lograra más que detener para siempre aquel mismo instante que intentaba hacer más rápidamente pasajero. La luz caía tan implacablemente de un cielo inmovilizado, que hubiéramos deseado sustraernos a su atención, y hasta el agua dormida, cuyo sueño se veía constantemente irritado por los insectos, al soñar sin duda en un Maelstrom imaginario, contribuía a aumentar el desconcierto que me inspiró el ver el flotador de la caña, porque parecía arrastrarlo, al parecer velozmente, por la silenciosa extensión del cielo reflejado en ella; estaba ya casi vertical y como si fuera a hundirse, y ya me preguntaba si no sería mi deber, prescindiendo del deseo y el miedo de conocerla que yo tenía, avisar a la hija de Swann que el pez picaba, cuando tuve que salir corriendo para alcanzar a mi padre y a mi abuelo, que me llamaban, extrañados de que no los hubiera seguido por el caminito que sube hacia el campo, y por donde ya iban ellos. En el caminito susurraba el aroma de los espinos blancos. El seto formaba como una serie de capillitas, casi cubiertas por montones de flores que se agrupaban, formando a modo de altarcitos de mayo; y abajo, el sol extendía por el suelo un cuadriculado de luz y sombra, como si llegara a través de una vidriera; el olor difundíase tan untuosamente, tan delimitado en su forma, como si me encontrara delante del altar de la Virgen, y las flores así ataviadas sostenían, con distraído ademán, su brillante ramo de estambres, finas y radiantes molduras de estilo florido, como las que en la iglesia calaban la rampa del coro o los bastidores de las vidrieras, abriendo su blanca carne de flor de fresa. ¡Qué aldeanotes y sencillos habrían de parecer a su lado los escaramujos que, unas semanas más tarde, subirían también por aquel rústico cansino, a pleno sol, con sus rojos corpiños de seda lisa, que se deshacen con un soplo!

Pero de nada me servía quedarme parado delante de los espinos, respirando su olor invisible y fijo, presentándosele a mi pensamiento, que no sabía que hacer con él, perdiéndolo y volviendo a encontrarlo, entregándome al ritmo que lanzaba sus flores, ya a un lado, ya a otro, con gozo juvenil e intervalos inesperados, como algunos intervalos musicales: ofrecíame indefinidamente la misma seducción, con profusión inagotable; pero sin dejarme ahondar más adentro, como esas melodías que se cantan y se cantan sin penetrar nunca su secreto. Íbame de su lado un momento para tornar a ellas con fuerzas frescas. Perseguía en el talud, que por detrás del seto sube casi vertical hacia el campo, a alguna amapola extraviada, a algún aciano rezagado, que decoraban la escarpa con sus flores como la orla de un tapiz donde aparece diseminado el tema rústico, que luego triunfará en todo el paño; unas cuantas sólo, espaciadas como esas casas aisladas que ya anuncian la proximidad de un poblado, me anunciaban la vasta extensión donde estallan los trigos y se rizan las nubes, y una sola amapola, que izaba en lo alto de sus jarcias y entregaba al azote del viento su lama roja, por encima de su boya negra y grasa, me aceleraba el latir del corazón, como el viajero que divisa un terreno bajo la primera barca varada que está arreglando un calafate, grita: «¡El mar!», antes de ver el agua.

Luego me volvía a los espinos, como se vuelven a esas obras maestras, creyendo que se las va a ver mejor después de estar un rato sin mirarlas; pero de nada me servía hacerme una pantalla con las manos, para no ver otra cosa, porque el sentimiento que en mí despertaban seguía siendo oscuro e indefinido, sin poderse desprender de mí para ir a unirse a las flores. Las cuales no me ayudaban a aclarar mi sentimiento, sin que yo pudiera pedir a otras flores que lo satisficieran. Entonces, entregándome a esa alegría que se siente al ver una obra de nuestro pintor favorito que difiere de las que conocemos, o cuando nos ponen delante un cuadro que sólo habíamos visto antes esbozado en lápiz, o si un trozo oído en piano se nos aparece revestido de la coloración orquestal, mi abuelo me llamaba, y señalándome el seto de Tansonville, me decía: «Mira, tú, que tanto te gustan los espinos; mira ese espino rosa qué bonito es». Y, en efecto, era un espino, pero este de color rosa y aún más hermoso que los blancos. También estaba vestido de fiesta —de fiesta religiosa, las únicas festividades verdaderas, porque no hay un capricho contingente que las aplique como las fiestas mundanas a un día cualquiera, que no está especialmente consagrado a ellas, y que nada tiene de esencialmente festivo—, pero más ricamente vestido, porque las flores pegadas a la rama, unas encima de otras, sin dejar ningún hueco sin decorar, como los pompones que adornan los cayados de estilo rococó, eran de «color» y, por consiguiente, de calidad superior, según la estética de Combray, y a juzgar por la escala de precios de la «tienda» de la plaza, o la casa de Camus, donde los dulces de color de rosa costaban más caros. También a mí me gustaba más el queso de crema de color rosa, en el que me dejaban mezclar fresas. Y precisamente aquellas flores habían ido a escoger uno de esos tonos de cosa comestible, o de tierno realce de un traje para fiesta mayor, colores que se presentan a los niños con la razón de superioridad, y por eso les imponen con mayor evidencia su belleza, conservando siempre para los ojos infantiles algo más vivo y natural que los demás colores, aunque ya hayan comprendido que no prometían nada a su golosina, y que no los había escogido para ellos la modista. Y yo, en verdad, en seguida, tuve la sensación, lo mismo que delante de los espinos blancos, pero aún con mayor asombro, de que la intención de festividad no estaba traducida en aquellas flores de modo ficticio; y por un arte de industria humana, sino que era la Naturaleza misma la que espontáneamente le había dado expresión con la sencillez de una comerciante de pueblo que trabaja en un altarcito del Corpus, recargando el arbusto con sus rositas sobremanera tiernas y de un carácter de Pompadour de provincia. En lo alto de las ramas, como otros tantos tiestecillos de rosales revestidos de papel picado, de esos que en las fiestas mayores adornaban el altar con sus delgados husos, pululaban mil capullitos de tono más pálido, que, entreabriéndose, dejaban ver, como en el fondo de una copa de mármol rosa, ágatas sangrientas, y delataban aún más claramente que las flores la esencia particular e irresistible del espino, que dondequiera que eche brote o florezca, no sabía hacerlo más que con color de rosa. Intercalado en el seto, pero diferenciándose de él, como una jovencita en traje de fiesta entre personas desaseadas que se quedarán en casa, ya preparado para el mes de María, del que parecía estar participando, brillaba sonriente, con su fresco vestido rosa, el arbusto católico y delicioso.

El seto dejaba ver en el interior del parque un paseo que tenía a los lados jazmines, pensamientos y verbenas entremezcladas con alhelíes que abrían su fresca boca, de un rosa fragante y pasado como cuero de Córdoba; en la arena del centro del paseo una manga de riego, pintada de verde, iba serpenteando, y en los sitios donde tenía agujeros lanzaba por encima de las flores, cuyo aroma impregnaba con su frescura, el abanico vertical y prismático de sus gotillas multicolores. De repente me fiaré, sin poder moverme, como sucede cuando vemos algo que no sólo va dirigido a nuestro mirar, sino que requiere más profundas percepciones y se adueña de nuestro ser entero. Una chica de un rubio rojizo, que, al parecer, volvía de paseo, y que llevaba en la mano una azada de jardín, nos miraba, alzando el rostro, salpicado de manchitas de color de rosa. Le brillaban mucho los negros ojos, y como yo no sabía entonces, ni he llegado luego a saberlo, reducir a sus elementos objetivos una impresión fuerte, como no tenía bastante de eso que se llama «espíritu de observación» para poder aislar la noción de su color, por mucho tiempo, cuando pensé en ella, el recuerdo del brillo de sus ojos se me presentaba como de vivísimo azul, porque era rubia; de modo que quizá si no hubiera tenido ojos tan negros —cosa que tanto sorprendía al verla por vez primera— no me hubieran enamorado en ella tanto como me enamoraron, y más que nada sus ojos azules.

La miré primero con esa mirada que es algo que el verbo de los ojos, ventana a que se asoman todos los sentidos, ansiosos y petrificados; mirada que querría tocar, capturar, llevarse el cuerpo que está mirando, y con él el alma; y luego, por el miedo que tenía de que de un momento a otro mi abuelo y mi padre vieran a la chica y me mandaran apartarme, y correr un poco delante de ellos, la miré con una mirada inconscientemente suplicante, que aspiraba a obligarla a que se fijara en mí, a que me conociera. Dirigió ella sus pupilas delante de ella primero, y luego hacia un lado, para enterarse de las personas de mi padre y mi abuelo, y sin duda sacó de su observación la idea de que éramos ridículos, porque se volvió, y con aspecto de indiferencia y desdén, se puso de lado, para que su rostro no siguiera en el campo visual donde ellos estaban; y mientras que sin haberla visto, siguieron andando dejándome atrás, ella dejó que su mirada se escapara hacia donde yo estaba, sin ninguna expresión determinada, como si no me viera, pero con una fijeza y una sonrisa disimulada, que yo no pude interpretar, con arreglo a las nociones que me habían dado de lo que es la buena educación, más que como prueba de un humillante desprecio; y al mismo tiempo esbozó con la mano un ademán burlón, que cuando se dirigía públicamente a una persona desconocida, no tenía en el pequeño diccionario de buenas maneras que yo llevaba conmigo más que una sola significación: la de insolencia deliberada.

—Vamos, Gilberta, ven aquí; qué es lo que estás haciendo —gritó con voz penetrante y autoritaria una señora de blanco, que yo no había visto, y que tenía detrás, a alguna distancia, a un señor con traje de dril, para mí desconocido, el cual me miraba con ojos saltones; y la chica dejó de sonreír; bruscamente, cogió su azada y se marchó, sin volverse hacia mí, con semblante dócil impenetrable y solapado.

Y así pasó junto a mí ese nombre de Gilberta, dado como un talismán, con el que algún día quizá podría encontrar a aquel ser, que por gracia suya ya se había convertido en persona, cuando un momento antes no era más que una vaga imagen. Y así pasó, pronunciado por encima de los jazmines y de los alhelíes, agrio y fresco como las gotas de agua de la manga verde; impregnando, irisando la zona de aire que atravesó —y que había aislado— con todo el misterio de la vida de la que lo llevaba, ese nombre que servía para que la llamaran los felices mortales que vivían y viajaban con ella; y desplegó bajo la planta del espino rosa, y a la altura de mi hombro, la quintaesencia de su familiaridad, para mí dolorosa, con su vida, con la parte desconocida de su vida, en donde yo no podía penetrar.

Por un instante, mientras nos íbamos alejando, y mi abuelo murmuraba: «Ese infeliz de Swann, ¡qué papel le hacen representar!: se arreglan para que se vaya y pueda ella quedarse sola con su Charlus, porque es él, ¿sabes?, lo he reconocido. ¡Y esa niña, viéndolo todo!», la impresión que en mí dejara el tono despótico con que habló a Gilberta su madre, sin que ella replicara, me la mostró como obligada a obedecer a alguien, no siendo ya superior a todo, y calmó mi pena, me tornó la esperanza y disminuyó mi amor. Pero pronto ese amor volvió a elevarse de nuevo dentro de mí como reacción con que mi humillado corazón quería ponerse al nivel de Gilberta o rebajarla a ella hasta mi corazón. La quería, lamentaba no haber tenido tiempo e inspiración para ofenderla, para hacerle daño, para obligarla a que se acordara de mí. Me parecía tan bonita, que con gusto hubiera vuelto sobre mis pasos para gritarle, encogiéndome de hombros: «Es usted feísima, ridícula, repulsiva». Y entre tanto me iba alejando, llevándome para siempre como tipo primero de la felicidad inaccesible a los niños de mi clase, por leyes naturales, imposibles de violar, la imagen de una chiquilla rubia, con el cutis lleno de manchitas rosas, que tenía una azada en la mano y se reía, dejando escaparse hacia mí prolongadas miradas inexpresivas y solapadas. Y ya el encanto con que su nombre había aromado aquel lugar junto a las plantas de espino rosa, en que lo oímos ella y yo al mismo tiempo, iba a ganar, a impregnar, a perfumar todo lo que la rodeaba: sus abuelos, que los míos tuvieron la dicha inefable de tratar; la sublime profesión de agente de cambio, y el penoso barrio de los Campos Elíseos, donde ella vivía en París.

—Leoncia —dijo mi abuelo al volver—, me hubiera gustado que estuvieras con nosotros hace un momento. No conocerías Tansonville. Si me hubiera atrevido te habría cortado una rama de espino rosa, de esos que te gustaban tanto.

Mi abuelo siempre contaba nuestros paseos a mi tía Leoncia, en parte para distraerla, y en parte porque no había perdido toda la esperanza de que llegara a salir alguna vez. Le gustaba mucho en tiempos esa posesión y, además, las visitas de Swann fueron de las últimas que recibiera cuando ya tenía cerrada la puerta a todo el mundo. Y lo mismo que cuando Swann venía ahora a preguntar por ella (porque ella era la única persona de casa a quien Swann quería seguir viendo) le mandaba decir que estaba cansada, pero que lo dejaría subir otro día, así aquella noche contestó: «Sí, un día que haga bueno iré en coche hasta la puerta del parque». Y lo decía sinceramente. Le hubiera gustado ver a Swann, y ver a Tansonville; pero con sólo el deseo se le agotaban las fuerzas, y ya no le quedaban para llevarlo a realización. A veces, el buen tiempo la reanimaba un poco, se levantaba, se vestía; pero el cansancio llegaba antes de que hubiera salido a la otra habitación, y pedía de nuevo la cama. Y es que para ella ya había empezado —más pronto de lo que suele llegar— ese gran abandono de la vejez, que está preparándose a morir, que se envuelve en su crisálida, dejación que se puede advertir allá al fin de las vidas que se prolongan mucho, hasta entre amantes que se quisieron profundamente, entre amigos que estuvieron unidos por los más generosos lazos, y que al llegar un año dejan ya de hacer el viaje o la salida necesarios para verse, no se escriben y saben que no volverán a comunicarse en este mundo. Mi tía sabía muy bien, sin duda, que nunca más vería a Swann, que no volvería a salir de su casa; pero esa reclusión definitiva hacíasela cómoda la misma razón que, según nosotros, debiera serle más dolorosa; y es que aquella reclusión se la imponía la disminución, perceptible para ella cada día que pasaba, de sus fuerzas, y que al convertir todo acto y movimiento en cansancio o en sufrimiento, revestía a la inacción, al aislamiento y al silencio de la suavidad reparadora y bendita del descanso.

Mi tía no fue a ver el seto de espino rosa; pero yo preguntaba a cada momento a mis padres si no iba a ir, si antes iba a menudo a Tansonville, para hacerlos hablar de los padres y los abuelos de la señorita de Swann, que me parecían seres enormes, como los dioses. Ansiaba oír ese nombre, para mí casi mitológico, de Swann, cuando hablaba con mis padres, y no me atrevía a pronunciarlo yo, pero arrastraba a mis padres a temas de conversación concernientes a Gilberto y a su familia, referentes a ella, y que no me dejaban muy aislado de ella; y de pronto obligaba a mi padre, haciendo como que me creía que el cargo que tuvo mi abuelo ya lo había tenido otra persona de la familia, o que el seto de espino rosa, que quería ver la tía Leoncia, estaba en terrenos comunales, a rectificarme, diciéndome como espontáneamente y para corregirme: «No, no, ese cargo lo tenía el padre de Swann; el seto es del padre de Swann». Y entonces yo volvía a respirar, porque ese nombre, que en el momento de oírlo me parecía más lleno que ninguno, porque tenía la pesantez de las muchas veces que yo lo había pronunciado antes mentalmente, al posarse en el lugar de mi alma, en que siempre estaba escrito, pesaba hasta ahogarme. Causábame un placer que me daba vergüenza haberme atrevido a solícitas de mis padres, porque era un placer tan grande, que, sin duda, debió de costarles mucha pena el dármelo, y eso sin ninguna compensación, porque para ellos no era placer alguno. Así que, por discreción, desviaba la conversación. Y también por escrúpulo de conciencia. Todas las raras seducciones que para mí adornaban el nombre de Swann las encontraba en ese nombre cuando ellos lo pronunciaban. Y entonces se me figuraba de pronto que mis padres no podían por menos de sentir también esas seducciones, que se colocaban en mi punto de vista; que a su vez advertían mis sueños, los absorbían, los hacían suyos, y me sentía tan apenado como si hubiera vencido y depravado a mis padres.

Aquel año, cuando mis padres, un poco antes que de costumbre, decidieron la fecha de vuelta a París, la mañana del día de salida me rizaron el pelo para retratarme, pusiéronme con mucho cuidado un sombrero nuevo y me vistieron una casaca de terciopelo; mi madre estuvo buscándome por todas partes, y, por fin, me encontró llorando a lágrima viva en el atajo que va a Tansonville, despidiéndome de los espinos, abrazando sus punzantes ramas y pisoteando mis papillotes y mi sombrero nuevo, como una princesa de tragedia a quien pesaran sus vanos atavíos, sin la menor gratitud para la persona que con tanto cuidado me había hecho los lazos y me había arreglado el peinado. Mi llanto no conmovió a mi madre; pero no pudo retener un grito al ver mi sombrero aplastado y mi casaquita estropeada. Yo no la oía. «¡Pobres espinitos míos! —decía yo llorando—, vosotros no queréis que yo esté triste; no queréis que me vaya, ¿verdad? Nunca me habéis hecho nada malo. Os querré mucho siempre». Y secándome las lágrimas, les prometía para cuando fuera mayor no imitar la insensata vida de los demás hombres, y al llegar los días de primavera, aunque estuviera en París, salir al campo a ver los primeros espinos, en vez de hacer visitas y escuchar tonterías.

Ya en el campo, no nos separábamos de los espinos en todo el resto del paseo, cuando íbamos por el lado de Méséglise. Recorríalos constantemente, invisible caminante, el viento, que para mí era el genio particular de Combray. Todos los años el día que llegábamos, yo, para tener la sensación cabal de estar en Combray, subía a verlo correr por entre los sayos y a correr tras de él. Siempre llevábamos el viento al Méséglise, por aquella combada plana, donde se pasan leguas y leguas sin que el terreno se quiebre nunca. Sabía yo que la hija de Swann iba a menudo a Laon a pasar unos días, y aunque Laon se hallaba a bastantes leguas, como la distancia estaba compensada por la falta de obstáculos, cuando en aquellas cálidas tardes veía venir un soplo de viento del extremo horizonte inclinando los trigales más distantes, propagándose como una ola por aquella vasta extensión, y yendo a morir a mis pies, tibio y murmurante, entre los tréboles y los pipirigallos, aquella llanura que a los dos nos era común parecía como que nos acercaba y nos unía, y yo me figuraba que aquel soplo de viento la había rozado; que el murmullo de la brisa que yo no podía entender, era un mensaje suyo, y besaba el aire al pasar. A la izquierda había un pueblo llamado Champieu (Campus Pagani, según el cura). A la derecha veíanse, asomando por encima de los trigales, los dos campanarios rústicos y cincelados de San Andrés del Campo, afilados, escamosos, torneados, amarillos, grumosos, alveolados como dos espigas más.

A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en la tierra soleada, y esas sedas de oro que el sol poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol, y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos.

Muchas veces, por el cielo de la tarde cruzaba la luna, blanca como una nube, furtiva, sin brillo, igual que una actriz cuya hora de trabajar no llegó aún, y que en traje de calle mira desde la sala a sus compañeras, sin llamar la atención, deseando que nadie se fije en ella. Me gustaba encontrar su imagen en los libros y en los cuadros, pero esas obras de arte diferían mucho —por lo menos durante, los primeros años, antes de que Bloch acostumbrara mi vista y mi pensamiento a más sutiles armonías— de esas en que hoy me parecería bella la luna, y que entonces no me decían nada.

Era, por ejemplo, en una novela de Saintine, en un paisaje de Gleyre, donde dibuja limpiamente en el cielo su hoz de plata, en obras de esas ingenuamente incompletas, coma lo eran mis propias impresiones, obras que indignaba a las hermanas de mi abuela el que yo admirara. Creían ellas que deben presentarse a los niños obras de arte de las que admiramos definitivamente cuando somos hombres maduros, y que los niños demuestran buen gusto si las encuentran agradables desde un principio. Y es porque, sin duda, se representaban los méritos estéticos como objetos materiales, que unos ojos abiertos no tienen más remedio que percibir, sin necesidad de haber ido madurando lentamente sus equivalentes dentro del propio corazón.

Por el lado de Méséglise, en Montjouvain, casa situada junto a una gran charca y al abrigo de una escarpa llena de matorrales, vivía el señor Vinteuil. Así que muchas veces nos cruzábamos en el camino con su hija, que iba, a todo correr, en un cochecito guiado por ella. Desde un cierto año ya no nos la encontrábamos a ella sola, sino acompañada por una amiga mayor que ella, que tenía mala fama en aquellas tierras y que acabó por irse a vivir definitivamente a Montjouvain. La gente decía: «Ese pobre señor Vinteuil tiene que estar cegado por el cariño para no enterarse de lo que se murmura y dejar a su hija, él que se escandaliza por una palabra mal dicha, que meta en casa a una mujer así. Y dice que es una mujer excepcional, de gran corazón y con muchas disposiciones para la música, si las hubiera cultivado. Pero que tenga por seguro que no es a la música a lo que se dedica con su hija». El señor Vinteuil lo decía, y, en efecto, es cosa digna de notarse la admiración que despierta una persona por sus cualidades morales en los padres de otra persona cualquiera con quien tenga relaciones carnales. El amor físico, tan injustamente difamado, obliga de tal modo a un ser a poner de manifiesto hasta las menores partículas de bondad y de desprendimiento que en sí lleve, que estas virtudes acaban por resplandecer a los ojos de las personas que más de cerca la rodean. El doctor Percepied, que por su vozarrón y sus espesas cejas podía representar cuando quería el papel de hombre pérfido, para el que no tenía disposiciones, sin que eso comprometiera en nada su reputación inquebrantable e inmerecida de fiera bondadosa, se las arreglaba para hacer llorar de risa al cura y a todo el mundo, diciendo con topo rudo: «Sí, sí; parece que se dedica a la música la niña de Vinteuil con su amiga. Parece que eso les extraña a ustedes. Yo no sé, su padre es el que me lo ha dicho ayer. Después de todo, ¿por qué no va a gustarle la música a esa joven? Yo no puedo contrariar las vocaciones artísticas de los muchachos. Y Vinteuil se conoce que tampoco. Y también él se dedica a la música con la amiga de su hija. ¡Caramba!, todo es música en esa casa. ¿Pero de qué se ríen ustedes?, ¿de qué ya es mucha música? El otro día me encontré al buen Vinteuil junto al cementerio, y no se podía tener de pie».

Pero los que como nosotros vieron en aquella época al señor Vinteuil huir de los conocidos, irse por otro lado cuando veía a alguno, envejecer en unos meses, absorberse en su pena, incapaz de todo esfuerzo que no tuviera como objeto inmediato la felicidad de su hija, y pasar días enteros junto a la tumba de su mujer, era muy difícil que no comprendiera la pena que estaba matando a Vinteuil, y que supusieran que no se enteraba de las hablillas que corrían. Se enteraba y, probablemente, les daba crédito. No hay nadie, por muy virtuoso que sea, que por causa de la complejidad de las circunstancias no pueda llegar algún día a vivir en familiaridad con el vicio que más rigurosamente condena —sin que, por lo demás, le reconozca por completo bajo ese disfraz de hechos particulares que reviste para entrar en contacto con uno y hacerlo padecer—: Palabras raras, aptitud inexplicable tal noche de un ser a quien se quiere por tantos motivos. Pero un hombre como el señor Vinteuil debía de sufrir mucho al tener que resignarse a una de esas situaciones que erróneamente se consideran exclusivas del mundo de la bohemia, y que, en realidad, se producen siempre que un vicio —que la misma naturaleza humana desarrolló en un niño, a veces sólo con mezclar las cualidades de su padre y de su madre, como el color de los ojos— busca el lugar seguro que necesita para vivir. Pero no porque el señor Vinteuil se diera cuenta de la conducta de su hija disminuyó en nada su cariño hacia ella. Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas, y un alud de desgracia o enfermedades que una tras otra padece una familia, no le hace dudar de la bondad de su Dios ni de la pericia de su médico. Pero cuando Vinteuil pensaba en él y en su hija, desde el punto de vista de la gente; cuando quería colocarse con ella en el rango que ocupaban en la pública estimación, entonces aquel juicio de orden social lo formulaba él mismo, como lo haría el vecino de Combray que más lo odiara, y se veía con su hija caído hasta lo último; por eso sus modales tomaron desde hacía poco esa humildad y respeto hacia las personas que estaban por encima de él, y a quienes miraba desde abajo (aunque en otra época los considerara muy inferiores), esa tendencia a subir hasta ellas, que es resultado casi mecánico del venir a menos. Un día en que íbamos con Swann por una, calle de Combray, desembocaba por otra el señor Vinteuil, que se vio frente a nosotros de pronto, cuando ya era tarde para irse por otro lado; Swann, con la orgullosa caridad del hombre, de mundo, que, rodeado por la disolución de todos los prejuicios morales, no ve en la infamia de otra persona más que un motivo para demostrarle su benevolencia, con pruebas que halagan más el amor propio del que las da, porque le parecen preciosas al que las recibe, habló mucho con Vinteuil, a quien antes no dirigía la palabra, y antes de despedirse le dijo que porqué no mandaba a su hija a jugar un día a Tansonville. Esa invitación hubiera indignado a Vinteuil dos años antes; pero ahora lo llenó de tan sentida gratitud, que se creyó obligado a no cometer la indiscreción de aceptar. Parecíale que la amabilidad de Swann para con su hija era por sí sola un apoyo tan honroso, tan grato, que más valía no utilizarlo para tener la platónica dulzura de conservarlo.

—¡Qué hombre más fino! —nos dijo cuando se hubo marchado Swann, con la misma entusiasta veneración de esas muchachitas de la clase media que miran respetuosas y admiradas a una duquesa, por más horrible y estúpida que sea—. ¡Qué hombre tan fino! ¡Lástima que haya hecho una boda tan desdichada!

Y entonces, y para que se vea cómo hasta los seres más sinceros tienen algo de hipócritas, y al hablar con una persona se deshacen de la opinión que han formado de ella, para volver a decirla en cuanto se va, mis padres se unieron a las lamentaciones de Vinteuil por el matrimonio de Swann, en nombre de unos principios y conveniencias que (por el hecho mismo de invocarlos en común con él, como gentes de la misma clase) parecían sobrentender todos que eran respetados en Montjouvain. Vinteuil no mandó a su hija a casa de Swann. Este lo sintió mucho, porque cada vez que se separaba de Vinteuil, se acordaba de que tenía que preguntarle hacía tiempo por una persona de su mismo apellido, pariente suyo según creía. Y aquella vez se había prometido no olvidarse de esto cuando Vinteuil mandara a su hija a Tansonville.

Como el paseo, por el lado de Méséglise, era el más corto de los que dábamos por los alrededores de Combray, lo reservábamos para el tiempo inseguro; solía llover a menudo por aquel lado de Méséglise, y nunca perdíamos de vista el lindero de los bosques de Roussainville; cuya espesura podría servirnos de abrigo.

A veces el sol iba a esconderse tras una nube que deformaba su óvalo y se orlaba de amarillo. Quedábase el campo sin brillo, pero no sin luz, y toda la vida parecía en suspenso, mientras que el pueblecillo de Roussainville esculpía en el cielo el relieve de sus blancas aristas, con limpidez y perfección maravillosas. Un soplo de viento hacía levantar el vuelo a algún cuervo que iba a caer allá lejos, y sobre el fondo del cielo blancuzco la lejanía de bosques parecía más azul aún, como si estuviera pintada en uno de esos camafeos que decoran los entrepaños de las viejas casas.

Pero otras veces empezaba a llover y se cumplía la amenaza del capuchino que tenía el óptico en su escaparate; las gotas de agua, como los pájaros migratorios que se echan a volar todos juntos, bajaban del cielo en apretadas filas. No se separan, no van a la ventura en esa rápida travesía, cada una guarda el puesto que le corresponde, llama junto a ella a la que sigue, y el cielo se ennegrece más que cuando parten las golondrinas. Nos refugiábamos en el bosque. Ya su viaje parecía cumplido, y todavía seguían llegando algunas más débiles y calmosas. Pero salíamos de nuestro refugio, porque el follaje agrada mucho a las gotas, y ya estaba la tierra casi seca cuando todavía más de una se rezagaba jugando con las molduras de una hoja, y colgada de su punta, descansaba, brillando al sol; de pronto, se dejaba deslizar desde lo alto de la rama y nos caía en la nariz.

Otras veces, íbamos a refugiarnos al pórtico de San Andrés del Campo, revueltas con los santos y patriarcas de piedra. ¡Qué francesa era la iglesia aquella! Encima de la puerta estaban representados en piedra santos, reyes caballeros con una flor de lis en la mano, escenas de bodas y funerales, lo mismo que podían estar grabados en el alma de Francisca. El escultor había narrado también algunas anécdotas referentes a Aristóteles y Virgilio, del mismo modo que Francisca hablaba en la cocina de San Luis, como si lo hubiera conocido personalmente, y, por lo general, para avergonzar con la comparación a mis abuelos, que no eran tan «justos». Veíase que las nociones que tenía el artista medieval y la campesina medieval (superviviente en el siglo XIX) de la historia antigua, pagana y cristiana, y tan característica por su exactitud como por su simplicidad, procedían no de los libros, sino de una tradición, antigua y directa a la par, ininterrumpida, oral, deformada, incognoscible y viva. Otra persona de Combray, a quien yo descubría, virtual y profetizada, en las esculturas góticas de San Andrés del Campo, era el mozo Teodoro, dependiente de casa de Camus. Francisca lo consideraba tan de su tiempo y de su tierra, que cuando la tía Leoncia estaba muy enferma para que Francisca sola pudiera volverla en la cama, llevarla al sillón, antes que dejar subir a la moza de la cocina para «lucirse» ante mi tía, llamaba a Teodoro. Y ese muchacho, que pasaba con razón por ser un mal sujeto, tan henchido estaba de aquella alma que inspiró la decoración de San Andrés del Campo, y especialmente de los sentimientos de respeto que Francisca creía debidos a los «pobres enfermos», a su «pobre ama», que al alzar la cabeza, de mi tía sobre la almohada ponía la cara cándida y solícita de los angelitos de los bajorrelieves, que rodean con un cirio en la mano a la Virgen desfallecida, como si los rostros de piedra esculpida, grisácea y desnuda, igual que los bosques en invierno, estuvieran sólo adormilados y en reserva, prontos a florecer de nuevo a la vida, en innúmeros rostros populares, reverentes y sagaces, como el de Teodoro, e iluminados con el fresco rubor de una manzana madura. Y había una santa no ya pegada a la piedra como los angelitos, sino separada de la portada, de estatura mayor que la natural, de pie en un pedestal como en un taburete que la salvara del contacto de la tierra húmeda, con mejillas bien llenas, seno firme que se dilataba bajo su corpiño como un racimo maduro en un saco de crin, frente estrecha, nariz corta y dura, pupilas hundidas, y ese aspecto de utilidad, de insensibilidad y de valor que tienen las mujeres de aquella tierra. Esa semejanza que insinuaba en la estatua una ternura que yo no había ido a buscar en ella, certificábala muchas veces alguna muchacha del campo que venía a resguardarse al pórtico, como nosotros, y cuya presencia, igual que la de esa hojarasca parásita que crece junto a las hojarascas esculpidas, parece destinada a juzgar de la veracidad de la obra de arte, cotejándola con la naturaleza. Allá, delante de nosotros, Roussainville, tierra de promisión o de maldición; Roussainville, donde nunca llegué penetrar, cuando ya la lluvia había parado donde nosotros estábamos, seguía castigado como un poblado de la Biblia por las lanzas de la tormenta, que flagelaban oblicuamente las moradas de sus habitantes, o bien recibía el perdón de Dios Padre, que mandaba hasta él los desflecados tallos de oro de un sol renaciente, tallos desiguales como los rayos de un viril en el altar.

A veces, el tiempo echábase a perder por completo; teníamos que volver y estarnos encerrados en casa. Aquí y allá, en el campo, que con la oscuridad y la humedad se parecía al mar, casitas aisladas, puestas en la falda de una colina, brillaban como barquitas que replegaron sus velas y se están quietas al largo toda la noche. Pero ¡qué importaban la lluvia y la tormenta! En verano el mal tiempo no es más que un enfado pasajero y superficial del buen tiempo subyacente y fijo, muy distinto del buen tiempo del invierno, instable y fluido, y que, al contrarío de este, se instala en la tierra, se solidifica en densas capas de hojarasca, por donde el agua puede ir resbalando sin comprometer la resistencia de su permanente alegría, y que iza por toda la temporada en las calles del pueblo, en los muros de las casas y de los jardines sus banderolas de seda violeta o blanca. Sentado en la salita, donde esperaba leyendo que llegara la hora de cenar, oía cómo chorreaba el agua por los castaños; pero bien sabía que el chaparrón no haría otra cosa más que barnizar sus hojas, y que prometían ellos estarse allí, como firmes garantías del estío, toda la noche lluviosa, asegurando la continuidad del buen tiempo; llovía, sí, pero al día siguiente seguirían ondulando como antes, por encima de la blanca valló de Tansonville, las hojitas en forma de corazón; y sin ninguna tristeza miraba yo cómo el chopo de la calle de Perchamps dirigía a la tormenta súplicas y saludos desesperados, y sin ninguna tristeza oía en lo hondo del jardín los postreros tableteos del trueno, como un arrullo entre las lilas.

Si el tiempo estaba malo, ya desde por la mañana mis padres renunciaban al paseo, y yo me quedaba sin salir. Pero luego me acostumbré a irme yo solo aquellos días por el lado de Méséglise la Vineuse, en el otoño que fuimos a Combray con motivo de la testamentaría de mi tía Leoncia; porque mi tía Leoncia había muerto al fin, dando la razón lo mismo a los que sostenían que su régimen debilitante acabaría por matarla, que a los que sostuvieron siempre que padecía una enfermedad orgánica nada imaginaria, y que tendría que rendirse a la evidencia de los escépticos cuando llegara a acabar con ella; su muerte no ocasionó gran pena más que a una persona; pero a esa, tremenda, eso sí. Durante los quince días que duró la última enfermedad de mi tía, Francisca, no la abandonó un instante; no se desnudó, no permitió que la atendiera nadie más que ella, y sólo se separó del cadáver cuando recibió sepultura. Comprendimos entonces que aquella especie de terror en que Francisca viviera a las malas palabras, a las sospechas y, a los arrebatos de cólera de mi tía, determinó en ella un sentimiento, que nosotros creíamos ser de odio, y en realidad era de amor y veneración. Su ama verdadera, la de las decisiones imposibles de prever, la de las argucias tan difíciles de evitar, la del bondadoso corazón que fácilmente se ablandaba, su soberana, su misterioso todopoderoso monarca, ya no existía. Y junto a ella, nosotros éramos muy poca cosa. Ya estaba lejos aquel tiempo, cuando empezamos a pasar los veranos en Combray, en que para Francisca poseíamos igual prestigio que mi tía. Aquel otoño se pasó todo en cumplir las formalidades indispensables, en conferencias con notarios y arrendadores, y mis padres no tenían ocio para salir, además de que el tiempo se prestaba poco a ello, y se acostumbraron a dejarme ir solo por el lado de Méséglise la Vineuse, arropado en un gran plaid[19], que me resguardaba del agua y que me echaba por los hombros con mayor gusto, porque sabía que sus rayas escocesas escandalizaban a Francisca, a quien nadie podría meter en la cabeza que el color de los vestidos no tiene nada que ver con el luto, y que, además, no estaba contenta con el género de pena que teníamos por la muerte de mi tía, porque no dimos banquete fúnebre, no adoptamos un tono de voz especial para hablar de ella, y porque yo hasta canturreaba alguna vez. Estoy seguro de que en un libro —y en esto me parecía a Francisca— esa concepción del luto conforme al cantar de Roldán y a la portada de San Andrés del Campo, me hubiera parecido simpática. Pero en cuanto tenía al lado a Francisca me entraba un diabólico deseo de que montara en cólera, y aprovechaba el menor pretexto para decirle que yo sentía a mi tía porque era una buena persona, a pesar de sus manías, pero no porque fuera mi tía, y que siendo tía mía hubiera podido serme odiosa y no causarme ninguna pena su muerte, frases todas que en un libro me parecerían tontas.

Si Francisca entonces, henchida como un poeta por una oleada de confusos pensamientos sobre la pena y los recuerdos de familia, se excusaba por no saber contestar a mis teorías, diciendo: «Yo no sé explicarme», me glorificaba de su confesión con un buen sentido irónico y brutal, propio del doctor Percepied; y si añadía: «Pues a pesar de todo tenía paréntesis (quería decir parentesco) con usted, y siempre hay que tener respeto a ese paréntesis», encogíame yo de hombros, y me decía: «También soy yo un tonto en discutir con una ignorante que habla así»; y de ese modo adoptaba, para juzgar a Francisca, el mezquino punto de vista de esos hombres que son objeto del gran desprecio de algunas personas en la imparcialidad de la meditación, aunque luego esas personas se porten como ellos en una de las escenas vulgares de la vida.

Aquel otoño mis paseos fueron más agradables, porque los daba después de muchas horas de lectura. Cuando me cansaba de haber estado leyendo toda la mañana en la sala, me echaba el plaid por los hombros y salía; mi cuerpo, forzado por mucho rato a la inmovilidad, pero que se había ido cargando mientras, inmóvil de animación y velocidad acumuladas, necesitaba luego, como un peón al soltarse, gastarlas en todas direcciones. Las paredes de las casas, el seto de Tansonville, los árboles del bosque de Roussainville y los matorrales a que se adosaba Montjouvain llevaban paraguazos y bastonazos de mi mano, y oían mis gritos de gozo, que no eran, tanto unos como otros, más que ideas confusas que me exaltaban y que no lograban el descanso de la claridad, porque preferían, a un lento y difícil aclararse, el placer de una derivación más cómoda hacia un escape inmediato. La mayor parte de esas llamadas traducciones de nuestros sentimientos no hacen otra cosa que quitárnoslos de encima, expulsándolos de nuestro interior en una forma indistinta que no nos enseña a conocerlos. Cuando echo cuentas de lo que debo al lado de los Méséglise, de los humildes descubrimientos a que sirvió de fortuito marco o de necesario inspirador, me acuerdo que en ese otoño, en uno de aquellos paseos, junto a la escarpa llena de maleza de Montjouvain, es donde por primera vez me sorprendió el desacuerdo entre nuestras impresiones y el modo habitual de expresarlas. Después de una hora de agua y de aire, con las que luché muy contento, al llegar a la orilla de la charca de Montjouvain ante una chocilla tejada, donde guardaba sus útiles de jardinería el jardinero del señor Vinteuil, el sol volvió a salir, y sus dorados, que lavó el chaparrón, lucían nuevamente en el cielo, en los árboles, en las paredes de la chocilla, en las tejas todavía mojadas, por cuyo caballete se estaba paseando una gallina. El aire que hacía tiraba horizontalmente de las hierbecillas que crecían entre los ladrillos de la pared, y del plumón de la gallina, que se dejaban ir unas y otro a la voluntad del viento, estirándose todo lo que podían, con el abandono de cosas inertes y ligeras. Las tejas daban a la charca, que con el sol reflejaba de nuevo, un tono de mármol rosa en que nunca me había fijado. Y al ver en el agua y en la pared una sonrisa pálida, que respondía a la sonrisa del cielo, exclamé: «¡Atiza, atiza, atiza!», blandiendo mi cerrado paraguas. Pero al mismo tiempo comprendí que mi deber hubiera sido no limitarme a esas palabras y aspirar a ver un poco más claramente en mi asombro.

Y también en aquel momento, y gracias a un campesino que por allí pasaba, con facha ya bastante malhumorada, que se le puso más aún cuando por poco le doy en la cara con el paraguas, y que respondió fríamente a mi: «Buen tiempo para andar, ¡eh!», aprendí que las mismas emociones no se producen simultáneamente, con arreglo a un orden preestablecido en el ánimo de todos los hombres. Más tarde, siempre que una prolongada lectura me daba ganas de conversación, el camarada a quien yo estaba deseando hablar acababa de entregarse al placer de la charla, y quería que ahora lo dejaran leer en paz. Y si acababa de pensar cariñosamente en mis padres y adoptar las decisiones más prudentes y propias para darles gusto, mientras, estaba llegando a su conocimiento algún pecadillo mío, del que ya no me acordaba, y que ellos me echaban en cara en el instante mismo de ir a darles un beso.

Muchas veces, a la exaltación causada por la soledad, venía a unirse otra, que yo no sabía separar claramente de aquella, motivada por el deseo de ver surgir ante mí una moza del campo que yo pudiera estrechar entre mis brazos. Nacía bruscamente, sin que yo tuviera tiempo de referirlo a su causa, entre muy distintos pensamientos, y el placer que lo acompañaba no se me representaba sino un grado superior al placer que me ofrecían aquellos pensamientos. Y agradecía a todo lo que en aquel momento vivía en mi ánimo: al reflejo rosado de las tejas, a las hierbas salvajes, al pueblo de Roussainville, donde hacía tanto tiempo que quería ir; a los árboles de su bosque, al campanario de su iglesia, esa emoción nueva que me representaba todas aquellas cosas como más codiciadoras, porque yo me creía que era todo aquello lo que provocaba esa emoción que me empujaba más rápidamente hacia allí, cuando inflaba mi vela con su brisa, potente, nueva y propicia. Pero si ese deseo de que se me apareciese una mujer añadía a los encantos de la Naturaleza un punto más de exaltación, en cambio, los encantos de la Naturaleza daban amplitud a lo que hubiera podido tener de mezquino el encanto de la mujer. Parecíame que la belleza de los árboles era su belleza, y, que con su beso me revelaría el alma de esos horizontes, del pueblo de Roussainville, de los libros que estaba leyendo aquel año, y como mi imaginación cobraba fuerzas al contado con mi sensualidad, y mi sensualidad se difundía por todos los dominios de la imaginación, resultaba que mi deseo no tenía límites.

Y era también que —como sucede en esos momentos de ensoñación que tenemos en el campo, cuando la acción de la costumbre está en suspenso, y nuestras nociones abstractas de las cosas, apartadas a un lado, y creemos con profunda fe en la originalidad, en la vida individual del lugar en que estamos— la moza que pasaba y excitaba mi deseo parecíame que era no un ejemplar cualquiera de ese tipo general, la mujer, sino un producto necesario y natural del suelo aquel. Porque en aquella época toda lo que no era yo mismo, la tierra y los seres se me figuraba más precioso y más importante, dotado de más veraz existencia que a un hombre ya hecho. Y no separaba las personas de la tierra. Sentía deseo por una moza de Méséglise o de Roussainville, por una pescadora de Balbec, como sentía deseo por Méséglise y por Balbec. Y no hubiera creído ya en el placer que podrían darme, no me hubiera parecido tan cierto ese placer, si hubiera modificado a mi antojo las condiciones en que se ofrecía. En París, una pescadora de Balbec o una moza de Méséglise eran una concha que yo no había visto en la playa, y un helecho que yo no cogí en el bosque; y conocerlas allí hubiera sido quitar del placer que me diera la mujer todos aquellos con que la envolviera mi imaginación. Pero vagar así por los bosques de Roussainville, sin una moza a quien besar, era no conocer el tesoro oculto de ese bosque, su más honda belleza. Esa muchacha que yo me representaba siempre rodeada de verdor era también como una planta local de más elevada especie que las demás, y cuya estructura me dejaría sentir, mucho más de cerca que en las otras, el sabor profundo de la tierra aquella. Me lo creía con más facilidad (como me creía que las caricias con que me revelara ese sabor serían de una clase especial, cuyo placer sólo ella podía procurarme) porque estaba todavía en esa edad en que aún no hemos abstraído el gozo de poseer a las mujeres de las personas que nos le ofrecieron, y aún no se lo ha reducido a una noción general que nos haga considerar desde entonces a las mujeres como los instrumentos intercambiables de un placer siempre idéntico. Ni siquiera existe, aislado, separado o formulado en la mente, como la finalidad que se persigue al acercarse a una mujer y como causa de la turbación previa que se siente. Apenas si pensamos en él como en un placer que ha de venir y le llamamos el encanto de esa mujer, el encanto suyo, porque no pensamos en nosotros, sino sólo en salir de nosotros. Esperado oscuramente, inmanente, oculto, lleva a tal grado de paroxismo en el momento en que se cumplen los demás placeres que nos causaron las miradas cariñosas y los besos del ser que está a nuestro lado, que se nos representa el placer ese como una especie de transporte de gratitud nuestra por la bondad de nuestra compañera y por su predilección por nosotros, que medimos por los beneficios y la dicha con que nos abruma.

Pero en vano imploraba al torreón de Roussainville, y le pedía que me trajera a alguna niña de allí, como al único confidente que tuve pie mis primeros deseos, cuando desde lo más alto de nuestra casa de Combray, en aquel cuartito que olía a lirios, no veía en el cuadrado marco de la ventana entreabierta otra cosa que su torre, mientras que con las vacilaciones heroicas del viajero que emprende una exploración o del desesperado que va a suicidarse, desfallecido, iba abriendo en el interior de mi propio ser un camino desconocido, y que yo creía mortal, hasta el momento en que una señal de vida natural, como un caracol, se superponía a las hojas del grosellero salvaje que llegaban hasta donde yo estaba. En vano le suplicaba ahora. En vano, recogiendo la llanura en mi campo visual, la registraba con mis ojos, que querían traerse de allí a una mujer. Me llegaba hasta del pórtico de San Andrés del Campo: nunca estaba allí esa moza que hubiera estado de haber ido yo con mi abuelo, y en la imposibilidad, por consiguiente, de trabar conversación con ella. Miraba tercamente el tronco de un árbol lejano, detrás del cual podría surgir la moza para venir a donde yo estaba: el horizonte escrutado seguía desierto; caía la noche, y sin esperanza ya fijaba yo mi atención como para aspirar, las criaturas que pudiere ocultar, en ese suelo estéril, en esa tierra exhausta; y ahora pegaba no de gozo, sino de rabia, a los árboles del bosque de Roussainville, aquellos árboles que no servían de refugio a ningún ser vivo, como si fueran árboles pintados en un panorama; porque sin poder resignarme a volver a casa antes de abrazar a la mujer de mis deseos, no tenía más remedio que emprender el camino de vuelta a Combray, diciéndome a mí mismo que cada vez disminuían las probabilidades de que la casualidad me la pusiera al paso. ¿Y me habría atrevido acaso a hablarle si la hubiera encontrado? Creo que me habría tomado por un loco; yo no creo que existieran verdaderamente fuera de mí los deseos que formaba durante aquellos paseos, y que no lograban realización, ni creía que los demás pudieran participar de ellos. Se me aparecían tan sólo como creaciones puramente subjetivas, impotentes e ilusorias de mi temperamento. Ningún lazo las unía con la Naturaleza ni con la realidad, que desde ese momento perdía todo encanto y significación, y ya no era para mi vida más que un marco convencional, como es para la ficción de una novela el asiento del vagón donde la va leyendo el viajero para matar el tiempo.

Quizá de una impresión que tuve acerca de Montjouvain, unos años más tarde, impresión que entonces no vi clara, proceda la idea que más tarde me he formado del sadismo. Se verá más adelante que, por otras razones, el recuerdo de esa impresión está llamado a jugar importante papel en mi vida. Hacía un tiempo muy caluroso; mis padres tuvieron que marcharse de casa por todo el día, y me dijeron que volviera a la hora que yo quisiera; fui hasta la charca de Montjouvain, porque me gustaba mirar cómo se reflejaba en ella el tejado de la chocita; me tumbé a la sombra, y me dormí entre los matorrales del talud que domina la casa, en aquel mismo sitio donde estuve esperando a mis padres el día que fueron a visitar al señor Vinteuil. Cuando desperté era casi de noche, e iba ya a levantarme cuando vi a la señorita de Vinteuil (apenas si la reconocí, porque en Combray la había visto sólo unas cuantas veces, y cuando era niña, mientras que ahora era una muchachita), que, sin duda, acababa de volver a casa, a unos centímetros de donde yo estaba, en la misma habitación en que su padre recibiera al mío, y que ahora era la salita de ella. La ventana estaba entreabierta y la lámpara encendida, de modo que yo veía todo lo que hacía sin que me viera ella, pero si me marchaba podía oír el ruido de mis pasos entre los matorrales, y quizá supusiera que me había escondido allí para espiarla.

Estaba de riguroso luto, porque hacía poco que había muerto su padre. No habíamos ido a darle el pésame; no quiso mi madre, a causa de una virtud que en ella, era lo único que limitaba los efectos de la bondad: el pudor; pero compadecíala profundamente. Se acordaba mi madre del triste final de la vida del señor Vinteuil absorbido primero por las funciones de madre y de niñera que cumplía con su hija, y luego por lo que ella le hizo sufrir, reía el torturado rostro del viejo en aquellos último tiempos; sabía que tuvo que renunciar para siempre a acabar de transcribir en limpio todas sus obras de los últimos años, pobres obras de un viejo profesor de piano, de un ex organista de pueblo, que considerábamos de poco valor intrínseco, pero sin despreciarlas, porque para él valían mucho y fueron su razón de vivir antes de que las sacrificara, a su hija, y que en su mayor parte ni siquiera estaban transcritas, retenidas sólo en la memoria, y algunas apuntadas en hojas sueltas, ilegibles, y que se quedarían ignoradas de todos; y mi madre pensaba en aquella otra renuncia, aún más dura, a que tuvo que ceder el señor Vinteuil: renunciar a un porvenir de honradez y respeto para su hija; y cuando evocaba aquella suprema aflicción del viejo maestro de piano de mis tías, sentía pena de verdad y pensaba con terror en esa otra pena, mucho más amarga que debía de tener la hija de Vinteuil, unida al remordimiento de haber ido matando poco a poco a su padre. «Pobre señor Vinteuil —decía mamá—: Vivió y murió por su hija, que no le dio ningún pago. Veremos si se lo da después de muerto y en qué forma. Sólo ella puede hacerlo».

Al fondo de la salita de la señorita de Vinteuil, encima de la chimenea, había un pequeño retrato de su padre, y en el momento en que oyó ella el ruido de un coche que venía por la carretera, se levantó, cogió la fotografía, se echó en el sofá y acercó junto a sí una mesita en la que puso el retrato, lo mismo que en otra ocasión había acercado el señor Vinteuil aquella obra que deseaba dar a conocer a mis padres. Pronto entró su amiga. La hija de Vinteuil no se levantó a recibirla, y con las dos manos enlazadas por detrás de la cabeza se retiró hacia el extremo opuesto del sofá como para dejarle un hueco. Pero en seguida se dio cuenta de que eso era como imponerle una actitud que quizá le era molesta. Acaso a su amiga le gustaría más ir a sentarse en una silla más apartada; y se cogió en pecado de indiscreción, y la delicadeza de su corazón se asustó; volvió a ocupar el sofá entero y empezó a bostezar, como indicando que se había echado porque tenía sueño, y nada más. A pesar de la familiaridad ruda e imperativa que tenía con su amiga, reconocía ya los ademanes obsequiosos y reticentes de su padre, los mismos repentinos escrúpulos.

Al poco se levantó, hizo como que quería cerrar la ventana y que no podía.

—Déjala abierta, yo tengo calor —dijo su amiga.

—Pero es muy molesto que nos vean —contestó la señorita de Vinteuil.

Y debió de adivinar que su amiga se creería que no había dicho aquellas palabras más que para provocarla a contestar con otras que estaba deseando oír, pero cuya iniciativa dejaba por discreción a la otra. Y su mirada tomó, sin duda, porque yo no podía distinguirla, aquella expresión que tanto gustaba a mi abuela, al pronunciar estas palabras:

—Cuando digo que nos vean, me refiero a que nos vean leer: es que por insignificante que sea lo que una está haciendo, siempre molesta que haya unos ojos que nos estén mirando.

Por generosidad instintiva y por involuntaria cortesía, se callaba las palabras premeditadas que había juzgado indispensables para la realización de su deseo. Y a cada momento, en el fondo de sí misma, una virgen tímida y suplicante imploraba y hacía retroceder a un soldadote rudo y triunfante.

—Sí, es muy probable que nos estén mirando a esta hora en un campo tan solo como este —dijo irónicamente su amiga—. Y si nos miran, ¿qué? —añadió, creyendo que debía acompañar con un guiño malicioso y tierno aquellas palabras que recitaba por bondad, como un texto agradable a la señorita de Vinteuil, y con un tono que quería ser cínico—, y ¿qué? Si nos ven, mejor.

La hija de Vinteuil se estremeció y se levantó de su asiento. Aquel corazón suyo escrupuloso y sensible, ignoraba cuáles palabras debían venir espontáneamente a adaptarse a la situación que sus sentidos estaban pidiendo. Iba a buscar lo más lejos que podía de su verdadera naturaleza moral el lenguaje propio de la muchacha viciosa que ella quería ser, pero las palabras que en aquella boca le hubieran parecido sinceramente dichas le sonaban a falso en la suya. Y las pocas que decía le salían en un tono afectado, en el cual sus hábitos de timidez paralizaban sus intentos de audacia, y todo salpicado de «¿tienes frío, tienes calor, tienes ganas de quedarte sola y leer?».

—La señorita me parece que tiene esta noche ideas muy lúbricas —dijo, por fin, como si repitiera una frase oída otras veces a su amiga.

La señorita de Vinteuil sintió que su amiga arrancaba un beso del escote de su corpiño de crespón, lanzó un chillido, escapó, y las dos se persiguieron saltando, con sus largas mangas revoloteando como alas, cacareando y piando como dos pajarillos enamorados. Por fin, la hija de Venteuil acabó, por caer en el sofá, cubierta por el cuerpo de su amiga. Pero como esta estaba de espaldas a la mesita donde se hallaba el retrato del viejo profesor de piano, la señorita de Vinteuil comprendió que no lo iba a ver si no le llamaba la atención, y le dijo, como si acabara de fijarse en el retrato:

—Y ese retrato de mi padre, siempre mirándonos; yo no sé quién lo ha puesto ahí; ya he dicho veinte veces que no es su sitio.

Me acordé de que esas palabras eran las palabras que Vinteuil dijo a mi padre, refiriéndose a la obra musical. Sin duda se servían de aquel retrato para profanaciones rituales, porque su amiga le contestó con esta frase que debía de formar parte de las respuestas litúrgicas:

—Déjale donde está, ya no nos puede dar la lata. Y que no gemiría y te echaría chales encima si te viera así, con la ventana abierta, el tío orangután.

La hija de Vinteuil contestó con unas palabras de cariñosa censura que delataban su bondadosa índole; no porque las dictara la indignación que pudiera causarle aquel modo de hablar de su padre (evidentemente, estaba ya acostumbrada, y quién sabe con ayuda de qué sofismas, a sofocar ese sentimiento), sino porque eran como un freno que para no mostrarse egoísta ponía ella misma al placer que su amiga estaba deseando procurarle. Y además, esa moderación sonriente para contestar a tales blasfemias, aquel reproche cariñoso e hipócrita, se aparecían quizá a su naturaleza franca y buena como una forma particularmente infame, como una forma dulzarrona de aquella perversidad que estaba intentando asimilarse. Pero no pudo resistir a la seducción del placer que sentiría al verse tratada con cariño por una persona tan implacable con los muertos sin defensa; saltó a las rodillas de su amiga y le ofreció castamente la frente, como si hubiera sido su hija, sintiendo con deleite que las dos llegaban al extremo límite de la crueldad, robando hasta en la tumba su paternidad al señor Vinteuil. Su amiga le cogió la cabeza con las manos y le dio un beso en la frente, con docilidad, que le era muy fácil por el gran afecto que tenía a la señorita de Vinteuil y por el deseo de llevar alguna distracción a la vida tan triste de la huérfana.

—¿Sabes lo que me dan ganas de hacerle a ese mamarracho? —dijo cogiendo el retrato.

Y murmuró al oído de la hija de Vinteuil algo que yo no pude oír.

—No, no te atreves.

—¿Que no me atrevo yo a escupir en esto, en esto? —dijo la amiga con brutalidad voluntaria.

Y no oí nada más, porque la señorita de Vinteuil, con aspecto lánguido, torpe, atareado, honrado y triste, se levantó para cerrar las maderas y los cristales de la ventana. Pero ahora ya sabía yo el pago que después de muerto recibía Vinteuil de su hija por todas las penas que en la vida le hizo pasar.

Y, sin embargo, he pensado luego que si el señor Vinteuil hubiera podido presenciar esa escena, quizá no habría perdido toda su fe en el buen corazón de su hija, en lo cual, acaso, no estuviera del todo equivocado. Claro que en el proceder de la señorita de Vinteuil la apariencia de la perversidad era tan cabal, que no podía darse realizada con tal grado de perfección a no ser en una naturaleza de sádica; es más verosímil vista a la luz de las candilejas de un teatro del bulevar que no a la de la lámpara de una casa de campo esa escena de cómo una muchacha hace que su amiga escupa al retrato de un padre que vivió consagrado a ella; y casi únicamente el sadismo puede servir de fundamento en la vida a la estética del melodrama. En la realidad, y salvo los casos de sadismo, una muchacha acaso puede cometer faltas tan atroces como las de la hija de Vinteuil contra la memoria y la voluntad de su difunto padre, pero no las resumiría tan expresamente en un acto de simbolismo rudimentario y cándido como aquel; y la perversidad de su conducta estaría más velada para los ojos de la gente y aún para los de ella, que haría esa maldad sin confesarlo. Pero poniéndonos más allá de las apariencias, la maldad, por lo menos al principio, no debió de dominar exclusivamente en el corazón de la señorita de Vinteuil. Una sádica como ella es una artista del mal, cosa que no podría ser una criatura mala del todo, porque esta consideraría la maldad como algo interior a ella, le parecería muy natural y ni siquiera sabría distinguirla en su propia personalidad y no sacaría un sacrílego gusto en profanar la virtud, el respeto a los muertos y el cariño filial, porque nunca habría sabido guardarles culto. Los sádicos de la especie de la hija de Vinteuil son seres tan ingenuamente sentimentales, tan virtuosos por naturaleza, que hasta el placer sensual les parece una cosa mala, un privilegio de los malos. Y cuando se permiten entregarse un momento a él hacen como si quisieran entrar en el pellejo de los malos y meter también a su cómplice, de modo que por un momento los posea la ilusión de que se evadieron de su alma tierna y escrupulosa hacia el mundo inhumano del placer. Y al ver cuán difícil le era lograrlo, me figuraba yo con cuánto ardor lo debía desear. En el momento en que quería ser tan distinta de su padre, me estaba recordando las maneras de pensar y de hablar del viejo profesor de piano. Lo que profanaba, lo que utilizaba para su placer y que se interponía entre ese placer y ella, impidiéndole saborearlo directamente, era, más que el retrato, aquel parecido de cara, los ojos azules de la madre de él, que le transmitió como una joya de familia, y los ademanes de amabilidad que entremetían entre el vicio de la señorita de Vinteuil y ella una fraseología y una mentalidad que no eran propias de ese vicio y que le impedían que lo sintiera como cosa muy distinta de los numerosos deberes de cortesía a que se consagraba de ordinario. Y no es que le pareciera agradable la perversidad que le daba la idea del placer, sino el placer lo que le parecía cosa mala. Y como siempre que a él se entregaba acompañábalo de esos malos pensamientos que el resto del tiempo no asomaban en su alma virtuosa, acababa por ver en el placer una cosa diabólica, por identificarla con lo malo. Acaso se daba cuenta la hija de Vinteuil de que su amiga no era del todo mala, que no hablaba con sinceridad cuando profería aquellas blasfemias. Pero, por lo menos, tenía gusto en besar en su rostro sonrisas y miradas, acaso fingidas pero análogas en su expresión viciosa y baja, las que hubieran sido propias de un ser no de bondad y de resignación, sino de crueldad y de placer. Quizá podía imaginarse por un momento que estaba jugando de verdad los fuegos que, con una cómplice tan desnaturalizada, habría podido jugar una muchacha que realmente sintiera aquellos sentimientos bárbaros hacia su padre. Pero puede que no hubiera considerado la maldad como un estado tan raro, tan extraordinario, que tan bien lo arrastraba a uno y donde tan grato era emigrar, de haber sabido discernir en su amiga, como en todo el mundo, esa indiferencia a los sufrimientos que ocasionamos, y que, llámese cómo se quiera, es la terrible y permanente forma de la crueldad.

Si era muy sencillo ir por el lado de Méséglise, ir por el lado de Guermantes era otra cosa, porque el paseo era largo y había que tener confianza en el tiempo. Parecía que empezaba una serie de días buenos: Francisca, desesperada de que no cayera ni una gota para las «pobres sementeras», al ver tan sólo unas cuantas nubes blancas vagando por la superficie tranquila y azulada del cielo, exclamaba lloriqueando: «No parece sino que allá arriba no hay más que unos perros de mar jugando y enseñando los hocicos. ¡Sí que están pensando en mandar agua a los pobres labradores! Y luego, cuando ya esté crecido el trigo, empezará a llover, y vena y vena, sin saber el agua de dónde cae, como si cayera en el mar». El jardinero y el barómetro daban invariablemente a mi padre la misma favorable respuesta, y entonces aquella noche, en la mesa, se decía: «Mañana, si el tiempo sigue así, iremos por el lado de Guermantes». Salíamos, en seguida de almorzar, por la puertecita del jardín, e íbamos a parar a la calle de Perchamps, estrecha y en brusco recodo, llena de gramíneas, por entre las cuales dos o tres avispas se pasaban el día herborizando, calle tan rara como su nombre, al cual atribuía yo el origen de sus curiosas particularidades y de su áspera personalidad; en vano se la buscaría en el Combray de hoy, porque en el lugar que ocupaba se alza ahora la escuela. Pero mi imaginación (igual que esos arquitectos de la escuela de Viollet le Duc, que al imaginarse que se encuentran detrás de un coro Renacimiento, o de un altar del siglo XVII, rastros de un coro románico, vuelven el edificio al mismo estado en que debía de estar en el siglo XII) no deja en pie una sola piedra del nuevo edificio, hace cala y reconstituye la calle de los Perchamps. Claro que dispone para estas reconstituciones de datos más precisos que los que suelen tener los restauradores: unas imágenes conservadas en la memoria, las últimas quizá que actualmente existan, y que pronto dejarán de existir, de lo que era el Combray de mi infancia: y como fue Combray mismo el que las dibujó en mi imaginación antes de desaparecer, tienen la emoción —en lo que cabe comparar un pobre retrato a esas efigies gloriosas cuyas reproducciones le gustaba regalarme a mi abuela— de los grabados antiguos de la Cena o de un cuadro de Gentile Bellini, donde se ven, en el estado en que ya no existen, la obra maestra de Vinci o la portada de San Marcos.

Pasábamos por la calle del Pájaro, delante de la Hostería del Pájaro Herid, con su gran patio, en el que entraban almas veces allá en el siglo XVII, las carrozas de las duquesas de Montpensier, de Guermantes y de Montmorency, cuando las señoras tenían que ir a Combray con motivo de alguna diferencia con un arrendador o de una cuestión de homenaje. Salíamos al patio, y por entre los árboles se veía asomar el campanario de San Hilario. De buena gana me habría sentado allí para estarme toda la tarde leyendo y oyendo las campanas: porque estaba aquello tan hermoso, tan tranquilo, que el sonar de las horas no rompía la calma del día, sino que extraía su contenido, y el campanario, con la indolente y celosa exactitud de una persona que no tiene más quehacer que ese, apretaba en el momento justo la plenitud del silencio para exprimir y dejar caer las gotas de oro que el calor había ido amontonando en su seno, lenta y naturalmente.

El principal atractivo del lado de Guermantes es que íbamos casi todo el tiempo junto al Vivonne. Lo atravesábamos primeramente, a diez minutos de casa, por la pasarela llamada el Puente Viejo. Al día siguiente de llegar, el día de Pascua, si hacía buen tiempo, después del sermón me llegaba yo hasta allí, a ver, en medio de aquel desorden de mañana de festividad grande, cuando los preparativos suntuosos acrecientan la sordidez de los cacharros caseros que andan rodando, como se paseaba el río, vestido de azul celeste, por entre tierras negras y desnudas, sin otra compañía que una bandada de cucos prematuros y otra de primaveras adelantadas, mientras que de cuando en cuando una violeta de azulado pico doblaba su tallo al peso de la gotita de aroma encerrada en su cucurucho. El Puente Viejo desembocaba en un sendero de sirgar, que en aquel lugar estaba tapizado cuando era verano por el azulado follaje de un avellano; a la sombra del árbol había echado raíces un pescador con sombrero de paja. En Combray sabía yo que personalidad de herrero o de chico de la tienda se disimulaba bajo el uniforme del suizo o la sobrepelliz del monaguillo, pero jamás llegué a descubrir la identidad de aquel pescador. Debía conocer a mis padres, porque al pasar nosotros saludaba con el sombrero; entonces yo iba a preguntar quién era, pero me hacía señas de que me callara para no asustar a los peces. Seguíamos por la senda de sirga que domina la corriente con una escarpa de varios pies de alto; al otro lado la orilla era baja, y se dilataba en extensos prados hasta el pueblo y hasta la estación, que estaba distante del poblado. Por aquellas tierras quedaban diseminados, medio hundidos en la hierba, restos del castillo de los antiguos condes de Combray, que en la Edad Media tenía el río como defensa, por este lado, contra los ataques de los señores de Guermantes y de los abades de Martinville. Ya no había más que unos fragmentos de torres que alzaban sus gibas, apenas aparentes en la pradera, y unas almenas, desde las cuales lanzaba antaño sus piedras el ballestero, o vigilaba el atalaya Novepont, Clairefontaine, Martinville le Sec, Bailleau le Exempt, tierras todas vasallas de Guermantes, y entre las cuales estaba enclavado Combray; hoy esas ruinas, al ras de la hierba, las dominaban los chicos de la escuela de los frailes que iban allí a estudiarse la lección, o de recreo, a jugar; pasado casi hundido en la tierra, echado a la orilla del agua como un paseante que toma el fresco, pero que inspira muchos sueños a mi imaginación, porque en el nombre de Combray me hacía superponer al pueblo de hoy una ciudad muy distinta: pasado que atraía mis pensamientos con su rostro añejo e incomprensible, medio oculto por esas florecillas llamadas botones de oro. Había muchos en aquel sitio, escogido por ellos, para jugar entre las hierbas; aislados los unos en parejas o en grupos otros, amarillos como la yema de huevo, y tanto más brillantes, porque como me parecía que no podía derivar hacia ningún intento de degustación el placer que me causaba el verlos, lo iba acumulando en su dorada superficie, hasta que llegaba a tal intensidad que producía una belleza inútil, y eso desde mi primera infancia, cuando desde la senda de sirga tendía yo los brazos hacia ellos sin poder pronunciar todavía bien su precioso nombre de Príncipes de cuento de hadas francés, llegados acaso hacía muchos siglos del Asia, pero afincados para siempre en el pueblo, contentos del modesto horizonte, satisfechos del sol y de la orilla del río, fieles a la vista de la estación, y que conservaban, sin embargo, en su simplicidad popular, como algunas de nuestras viejas telas pintadas, un poético resplandor oriental.

Entreteníame en mirar las garrafas que ponían los chicos en el río para coger pececillos, y que, llenas de agua del río, que a su vez las envuelve a ellas, son al mismo tiempo «continente» de transparentes flancos, como agua endurecida, y «contenido» encerrado en un continente mayor de cristal líquido y corriente; y me evocaban la imagen de la frescura de manera más deleitable e irritante que si estuvieran en una mesa puesta, porque me la mostraban fugitiva siempre en aquella perpetua aliteración entre el agua sin consistencia, donde las manos no podían cogerla, y el cristal sin fluidez, donde no podía gozarse el paladar. Yo me prometía ir más adelante a aquel sitio, con cañas de pescar; lograba que sacaran un poco del pan de la merienda, y lanzaba al río unas bolitas, que parecía como que bastaban para determinar en él un fenómeno de sobresaturación, porque el agua se solidificaba en seguida, alrededor de las bolillas, en racimos ovoideos de hambrientos renacuajos, que sin duda tenía hasta entonces en disolución, invisibles, y ya casi en vía de cristalizar.

En seguida empezaban a obstruir la corriente las plantas acuáticas. Primero había algunas aisladas, como aquel nenúfar atravesado en la corriente y tan desdichadamente colocado que no paraba un momento, como una barca movida mecánicamente, y que apenas abordaba una de las márgenes cuando se volvía a la otra, haciendo y rehaciendo eternamente la misma travesía. Su pedúnculo, empujado hacia la orilla, se desplegaba, se alargaba, se estiraba en el último límite de su tensión hasta la ribera, en que le volvía a coger la corriente, replegando el verde cordaje, y se llevaba a la pobre planta a aquel que con mayor razón podía llamarse su punto de partida, porque no se estaba allí un segundo sin volver a zarpar, repitiendo la misma maniobra. Yo la veía en todos nuestros paseos, y me traía a la imaginación a algunos neurasténicos, entre los cuales incluía papá a la tía Leoncia, que durante años nos ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres raras, creyéndose siempre que las van a desterrar al día siguiente, y sin perderlas jamás, cogidos en el engranaje de sus enfermedades y manías, los esfuerzos que hacen inútilmente para escapar contribuyen únicamente a asegurar el funcionamiento y el resorte de su dietética extraña, ineludible y funesta. Y así aquel nenúfar, parecido también a uno de los infelices cuyo singular tormento, repetida indefinidamente por toda la eternidad, excitaba la curiosidad del Dante, que hubiera querido oírle contar al mismo paciente los detalles y la causa del suplicio, pero que no podía porque Virgilio se marchaba a grandes zancadas y tenía que alcanzarlo, como me pasaba a mí con mis padres.

Más allá, el río modera su anchura y cruza una finca abierta al público, y cuyo amo se había divertido en tareas de horticultura acuática, criando en los reducidos estanques que allí forma el Vivonne verdaderos jardines de ninfeas. Como por aquel sitio había en las orillas mucho arbolado, la sombra de los árboles daba al agua un fondo, por lo general, de verde sombrío, pero que algunas veces, al volver nosotros en una tarde tranquila, después de un tiempo tormentoso, veía yo de color azul claro y crudo tirando a violeta, tono de interior, de gusto japonés. Aquí y allá, en la superficie, enrojecía como uña fresa una flor de ninfea escarlata con los bordes blancos. Un poco más lejos comenzaban a abundar las flores, ya no tan lisas, más pálidas, graneadas y rizosas, y dispuestas por el azar en lazos tan graciosos, que parecía que iban flotando a la deriva, tras el melancólico desfallecer de una fiesta galante, desatadas guirnaldas de rosas de espuma. Luego, había un rincón reservado a las especies vulgares que ostentaban el blanco y el rosa, propios de la juliana, lavadas con celo doméstico como la porcelana, y un pico más allá se apretaban unas contra otras, formando un verdadero macizo flotante, igual que pensamientos de un vergel, que habían venido a posar como mariposas sus alas azuladas y feas en la oblicuidad transparente de aquel torrente de agua; de aquel parterre, también celeste, porque ofrecía a las flores un suelo de más precioso color, más tierno aún que el color de las mismas flores; y ya hiciera chispear en las primeras horas de la tarde, bajo las ninfeas, el calidoscopio de una felicidad recogida, silenciosa y móvil, y ya se llenara hacia el anochecer de las rosas y los oros del Poniente, como un puerto lejano cambiaba incesantemente para estar siempre concorde, alrededor de las corolas que mantenían los tonos más fijos, con lo más profundo, fugitivo y misterioso de cada hora, con lo infinito de cada hora, y así parecía que las hizo florecer en pleno cielo.

Al salir de ese parque, el Vivonne corría de nuevo. ¡Y cuántas veces he visto, haciendo propósito de imitarlo cuando pudiera vivir a mi gusto, al paseante que suelta su remo, se echa boca arriba, con la cabeza caída en el fondo de su barca, dejándola flotar a la deriva, sin ver más que el cielo que va marchando perezosamente allá en lo alto, a ese paseante que muestra en el rostro los anticipados sabores de, la dicha y de la paz!

Nos sentábamos entre los lirios, a la orilla del agua. Por el cielo feriado, se paseaba lentamente una nube ociosa. De cuando en cuando una carpa aburrida se asomaba fuera del agua, aspirando ansiosamente. Era la hora de merendar. Antes de volver a marchar, comíamos fruta, pan y chocolate, sentados allí en la hierba, hasta donde venían horizontales, débiles, pero aún densos y metálicos, los toques de la campana de San Hilario, que no se mezclaban con el aire, que hacía tanto tiempo estaban atravesando, y que, alargados por la palpitación sucesiva de todas sus líneas sonoras, vibraban a nuestros pies, rozando las flores.

Muchas veces, a la orilla del río y entre árboles, nos encontrábamos una casita de las llamadas de recreo, aislada, perdida, sin ver otra cosa del mundo más que la corriente que bañaba sus pies. Una mujer joven, de rostro pensativo y velos elegantes, raros en aquellas tierras, y que indudablemente había ido allí a «enterrarse», según la expresión popular, a saborear el amargo placer de que allí nadie supiera su nombre, y sobre todo el nombre de aquel ser cuyo corazón perdió, se asomaba a la ventana cuyo horizonte acababa en la barca amarrada a la puerta. Alzaba, distraída, sus ojos al oír por detrás de los árboles de la orilla voces de paseantes, que, aun antes de verlos, estaba ella segura de que nunca conocieron ni conocerían al infiel, de que nada tuvieron que ver con él en el pasado ni tendrían que ver en el porvenir. Sentíase que en su gran renunciar había cambiado voluntariamente unos lugares donde al menos hubiera podido ver de lejos al amado, por estos que nunca pisara él. Y yo la veía, al volver de un paseo, en caminos por los que sabía ella muy bien que nunca habría de pasar el ausente, quitarse de las manos resignadas unos guantes muy largos de desaprovechada gracia.

En los paseos, por el lado de Guermantes, nunca llegamos hasta el nacimiento del Vivonne, en el que yo pensaba muy a menudo, y que tenía para mí una existencia tan ideal y abstracta, que me llevé igual sorpresa cuando me dijeron que estaba en la provincia y a determinada distancia kilométrica de Combray que el día en que me enteré de que existía otro lugar concreto de la tierra donde estaba situada en la antigüedad la entrada de los infiernos. Nunca pudimos llegar tampoco hasta ese término que con tanto ardor deseaba yo: Guermantes. Sabía que allí vivían los dueños del castillo, el duque y la duquesa de Guermantes; sabía que eran personas de verdad con existencia actual; pero cuando pensaba en ellos me los representaba, ora en un tapiz, como la condesa de Guermantes de la «Coronación de Ester» de nuestra iglesia, ora con matices cambiantes, como Gilberto el Malo en la vidriera, cuando pasaba del verde lechuga al azul ciruela, según lo mirara mientras estaba tomando agua bendita o desde nuestras sillas, ora impalpable del todo, como aquella imagen de Genoveva de Brabante, antepasada de la familia de Guermantes, que la linterna mágica paseaba por las cortinas de mi cuarto o subía hasta el techo; en fin, envueltos siempre en un misterio de tiempos merovingios y bañándose como en una puesta de sol en la anaranjada luz que emana del final de su nombre, de esas dos sílabas: «antes». Pero si a pesar de eso ergo para mí como tal duque y duquesa seres reales, aunque extraños, en cambio, su persona ducal se distendía desmesuradamente, se inmaterializaba, para abarcar a ese Guermantes de su título, a todo ese «lado de Guermantes» tan soleado: al curso del río, a sus ninfeas y sus añosos árboles, a tantas tardes hermosas. Yo sabía que no sólo llevaban el título de duque y duquesa de Guermantes, sino que desde el siglo XIV, después de haber intentado vencer a su antiguos señores, se aliaron con ellos por enlaces matrimoniales y eran condes de Combray; por consiguiente, los primeros ciudadanos de Combray, y, sin embargo, los únicos ciudadanos que no vivían en el pueblo. Condes de Combray, que tenían a Combray en medio de su nombre y de su persona, que indudablemente participaban también de un modo efectivo de aquella tristeza piadosa y extraña, característica de Combray; propietarios de la ciudad, pero no de una casa particular, y que debían vivir afuera, en la calle, entre cielo y tierra, como aquel Gilberto de Guermantes, que yo veía por su revés de laca negra, cuando, al ir por sal a casa de Camus, alzaba los ojos hacia las vidrieras del ábside.

Sucedía que por el lado de Guermantes pasábamos a veces por delante de pequeños cercados, húmedos, en donde asomaban racimos de sombrías flores. Me paraba, como si estuviera apoderándome de una noción preciosa, porque no se me figuraba tener delante un trozo de aquella región fluviátil, que con tanto ardor quise conocer desde que la viera descrita por uno de mis autores favoritos. Y con esa región, con su suelo, con su suelo cruzado por riachuelos espumeantes, identifiqué a Guermantes, que así cambió de aspecto en mi imaginación, al oír cómo nos hablaba el doctor Percepied de las flores y del agua que corría por el parque del castillo. Soñaba que la señora de Guermantes me invitaba a ir por allí, llevada por una repentina simpatía hacia mí; todo el día estaba pescando truchas conmigo al lado. Al anochecer me cogía de la mano, me pasaba por delante de los jardincillos de sus vasallos, iba mostrándome a lo largo de las cercas las flores que allí apoyaban sus mazorcas violetas o rojas, y me decía cómo se llamaban. Me hacía contarle el asunto de las poesías que tenía yo intención de escribir. Y esos sueños me avisaban de que puesto que yo quería ser escritor, ya era hora de ir pensando lo que iba a escribir. Pero en cuanto me hacía yo esta pregunta, y trataba de encontrar un asunto en que cupiera una significación filosófica infinita, mi espíritu dejaba de funcionar, no veía más que un vacío delante de mi atención, me daba cuenta de que yo no tenía cualidad genial, o acaso que una enfermedad cerebral las impedía desarrollarse. Muchas veces contaba con mi padre para arreglarlo. Tenía tanta influencia y estaba tan bienquisto con personajes de importancia, que gracias a eso pudimos violar unas leyes que Francisca me había enseñado a considerar como más ineludibles que las de la vida y la muerte; por ejemplo, logró retrasar todo un año las obras de revoco de nuestra casa, la única que escapó de todo el barrio, y logró del ministro una autorización para que el hijo de la señora de Sazerat, que quería ir a los baños, sufriera, el examen de bachiller dos meses antes, en la serie de matriculados, cuyo apellido empezaba con A, en lugar de esperar el turno de la S. Si hubiera caído gravemente enfermo, o me hubieran capturado unos bandidos, convencido yo de que mi padre tenía mucho trato con los poderes supremos, e irresistibles cartas de recomendación dirigidas a Dios, para que mi enfermedad o mi cautiverio pudieran ser otra cosa que unos simulacros sin peligro para mi persona, habría esperado tranquilo la hora del retorno a la buena realidad, la hora de la libertad o de la curación; y quizá esa falta de genio, ese negro vacío que se abría en mi espíritu cuando buscaba asuntos para mis futuras obras, era también una ilusión sin consistencia que cesaría por la intervención de mi padre, el cual ya debía de tener convenido con el Gobierno y con la Providencia que yo sería el primer escritor de mi tiempo. Pero otras veces, mientras que mis padres se impacientaban al ver que yo me quedaba atrás y no los seguía, mi vida actual, en vez de parecerme una creación artificial de mi padre, modificable a su antojo, se me representaba, por el contrario, como comprendida dentro de una realidad que no había sido hecha para mí, contra la que no valía ningún recurso, sin ningún aliado mío en su seco, y detrás de la cual nada se ocultaba. Me parecía entonces que existía como los demás humanos, que al igual de ellos envejecería y moriría, y que entre los hombres pertenecía yo a aquel género de los que no tienen disposiciones para escribir. Y descorazonado renunciaba por siempre a la literatura, a pesar de los ánimos que Bloch me había dado. Aquel sentimiento íntimo, inmediato, que yo tenía del vacío de mi pensamiento, prevalecía contra todas las palabras halagüeñas que me pudieran prodigar, lo mismo que en el alma del malo, cuyas buenas acciones alaba la gente, prevalecen los remordimientos, de su conciencia.

Un día me dijo mi madre: «Tú, que estás siempre hablando de la señora de Guermantes, entérate que cómo el doctor Percepied la trató muy bien cuando estuvo mala hace cuatro años, pues ahora va a venir a Combray para asistir a la boda de la hija del médico. Podrás verla en la ceremonia». Al doctor Percepied era la persona a quien yo oí hablar más de la duquesa de Guermantes, y hasta nos había enseñado un número de una revista ilustrada donde estaba retratada la duquesa con el disfraz que llevó a un baile de trajes dado por la princesa de León.

De pronto, durante la misa nupcial, un movimiento que hizo el pertiguero al cambiar de sitio, me descubrió sentada en una capilla a una dama de nariz grande, ojos azules y penetrantes, con una chalina hueca de seda color malva, y un granito a un lado de la nariz. Como en la superficie de su rostro encarnado, cual si estuviera acalorada, distinguí yo diluidas y apenas perceptibles parcelas de analogía con el retrato que me habían enseñado, y, sobre todo, como los rasgos particulares que yo notaba en ella, al tratar de enunciarlos se formulaban cabalmente en los mismos términos: nariz grande, ojos azules, que había empleado el doctor Percepied para describir a la duquesa de Guermantes, me dije yo que aquella dama se parecía a la señora de Guermantes; además, la capilla desde donde oía misa era la de Gilberto el Malo, en cuyas lisas tumbas, deformadas y doradas como alvéolos de miel, descansaban los antiguos condes de Brabante, y que me habían dicho estaba reservada a la familia de Guermantes cuando alguno de sus individuos iba a Combray a alguna ceremonia; verosímilmente no podía haber más que una mujer que se pareciese al retrato de la duquesa que estuviese allí aquel día, un día, precisamente, en que tenía que ir a Combray, y en aquella capilla: sí, era ella. Muy grande fue mi desencanto. Nacía este de que yo nunca me había fijado, cuando pensaba en la señora de Guermantes, en que me la representaba con los colores de un tapiz o de una vidriera en otro siglo, y de materia distinta al resto de los mortales. Nunca se me ocurrió que pudiera tener una cara encarnada y una chalina malva, como la señora de Sazerat, y el óvalo de su rostro me recordó a tantas personas visitas de casa, que me rozó la sospecha, enseguida disipada, de que aquella dama, en su principio generador y en todas sus moléculas, quizá no era sustancialmente la duquesa de Guermantes, sino que su cuerpo, ignorante del nombre que le daban, pertenecía a cierto tipo femenino que abarcaba igualmente a mujeres de médico y de tendero. «Y esa, nada más que esa es la duquesa de Guermantes», decía la cara atenta y asombrada que ponía yo para contemplar aquella imagen que, naturalmente, no tenía nada que ver con la otra, que, bajo el nombre de la duquesa de Guermantes, se había aparecido tantas veces en mis sueños, porque esta cara no la había yo formado arbitrariamente, sino que me había saltado a los ojos por vez primera un momento antes en la iglesia; que no era de la misma naturaleza, colorable a voluntad como aquella, que se dejaba empapar en el tinte anaranjado de una sílaba, sino que era tan real, que todo, hasta el granito que se inflamaba en un lado de su nariz, atestiguaba su sujeción a las leyes de la vida, como en una apoteosis de teatro una arruga del traje de hada o un temblor de su dedo meñique delatan la presencia material de una actriz viva allí donde dudábamos si teníamos delante tan sólo una proyección luminosa.

Pero al mismo tiempo a aquella imagen clavada por su nariz saliente y su mirada penetrante en mis ojos (quizá porque mis ojos fueron los primeros que la descubrieron, los que antes la penetraron, antes de que se me pudiera ocurrir que la mujer que tenía delante pudiera ser la duquesa de Guermantes), a aquella imagen reciente, inconmovible, intenté aplicar la idea de que era la señora de Guermantes, sin lograr otra cosa que hacerla girar enfrente de la imagen, como dos discos separados por un intervalo. Pero al ver ahora que aquella señora de Guermantes con la que tanto había soñado existía realmente, fuera de mí, cobró mayor dominio aún en mi imaginación, que, paralizada un momento al contacto de una realidad tan distinta de la que esperaba, empezó a reaccionar y a decirme: «Ya cubiertos de gloria antes de Carlomagno, los Guermantes tenían derecho de vida y muerte sobre sus vasallos; la duquesa de Guermantes es una descendiente de Genoveva de Brabante. No conoce, no condescendería a conocer a ninguna de las personas que aquí están».

Y —¡oh maravillosa independencia de las miradas humanas sujetas al rostro por un cordón tan largo, tan suelto, tan extensible, que pueden pasearse ellas solas muy lejos de él!— mientras que la señora de Guermantes estábase sentada en la capilla encima de las tumbas de sus antepasados muertos, su mirada vagaba y allá, subía por los pilares, y hasta se posaba en mí como un rayo de sol que errara por la nave, pero rayo de sol que me parecía consciente en el momento de acariciarme. En cuanto a la propia señora de Guermantes, como quiera que estaba inmóvil, sentada a modo de madre, que hace como que no ve las audaces travesuras y los indiscretos atrevimientos de sus niños que juegan y hablan con personas desconocidas, me fue imposible saber si aprobaba o censuraba, en el ocio de su espíritu, la errabundez de aquellas miradas.

Tenía interés en que no se marchara antes de que yo la hubiera podido mirar bastante, porque me acordaba que desde años antes consideraba el verla cosa muy codiciada; y no apartaba la vista de ella, como si cada una de mis miradas tuviera poder para llevarse materialmente a mi interior, y dejarlo allí en reserva, el recuerdo de la nariz saliente, de las mejillas encarnadas, de las particularidades todas que se me representaban como otros tantos preciosos datos auténticos y singulares respecto a su rostro. Ahora que la embellecía con todos los pensamientos a ella relativos, y sobre todo, acaso con el deseo que siempre tenemos de no sufrir un desencanto, forma del instinto de conservación de lo mejor de nuestro ser, y volvía a colocarla (puesto que ella y la duquesa de Guermantes, que yo hasta entonces había evocado, eran una misma persona) en lugar aparte de los demás mortales, con los que la confundiera un momento, al ver pura y simplemente su cuerpo, me irritaba el oír a mi alrededor: «Es más guapa que la mujer de Sazerat, es más guapa que la hija de Vinteuil», como si se las pudiera comparar. Y mis miradas se posaban en su pelo rubio, en sus ojos azules, en el arranque de su cuello, y omitía los rasgos que hubieran podido recordarme otras fisonomías, hasta que yo acababa por exclamar, ante aquel croquis voluntariamente incompleto: «¡Cuánta nobleza! Cómo se ve que tengo delante a una altiva Guermantes, a una descendiente de Genoveva de Brabante». Y la atención con que yo iluminaba su rostro la aislaba de tal modo, que cuando hoy me pongo a pensar en esa ceremonia, me es imposible ver a ninguno de los asistentes a ella, exceptuando a la duquesa y al pertiguero, que contestó afirmativamente a mi pregunta de si aquella dama era la señora de Guermantes. Y la veo, sobre todo en el momento del desfile por la sacristía, alumbrada por el sol intermitente y cálido de un día huracanado y tormentoso; estaba la señora de Guermantes rodeada por toda aquella gente de Combray, de la que ni siquiera sabía los nombres, pero cuya inferioridad proclamaba demasiado alto la supremacía suya, para no inspirarle una sincera benevolencia hacia aquellas personas, a las que pensaba imponerse afín más a fuerza de sencillez y buena gracia. Y como no podía omitir esas miradas voluntarias, cargadas de un significado preciso, que se dirigen a un conocido, dejaba a sus distraídos pensamientos escaparse incesantemente por delante de ella en un torrente de luz azulada imposible de contener, y que no quería que molestara o pareciese despectivo a aquellas buenas gentes que encontraba a su paso y que rozaba a cada instante. Todavía estoy viendo, allá encima de su chalina malva, hueca y sedosa, el cándido asombro de sus ojos, al que añadía, sin atreverse a destinarla a nadie determinado, pero para que todos participaran de ella, una sonrisa vagamente tímida de señora feudal, que parece como que se disculpa ante sus vasallos y les indica su cariño. Aquella sonrisa se posó en mí, que estaba sin quitar ojo de la duquesa. Entonces, acordándome de la mirada que en mí puso durante la misa, azul como un rayo de sol que atravesara la vidriera de Gilberto el Malo, me dije: «No cabe duda de que se fija en mí». Creí que yo le gustaba, que seguiría pensando en mí después de salir de la iglesia, y que acaso por causa mía se sintiera melancólica aquella tarde en Guermantes. Y en seguida la quise, porque si algunas veces basta para que nos enamoremos de una mujer con que nos mire despectivamente, como a mí se me figuraba que me miró la hija de Swann, y con pensar que jamás será nuestra, también otras veces no requiere el enamorarse más que una mirada bondadosa, como la de la señora de Guermantes, y la idea de que acaso esa mujer sea nuestra algún día. Sus ojos azuleaban como una vincapervinca imposible de coger, pero que, sin embargo, era para mí; y el sol, amenazado por un nubarrón, pero asaeteando aún con toda su fuerza la plaza y la sacristía, daba una coloración de geranio a la alfombra roja puesta para la solemnidad, y por encima de la cual avanzaba sonriente la duquesa de Guermantes, y añadía a su lana un vello rosado, una epidermis de luz, esa especie de ternura, de seria dulzura en la pompa y en el gozo, características de algunas páginas de Lohengrin y de ciertas pinturas de Carpaccio, y que explican por qué Baudelaire pudo aplicar al sonido de la corneta el epíteto de delicioso.

Desde aquel día, en mis paseos por el lado de Guermantes sentí con mayor pena que nunca carecer de disposiciones para escribir y tener que renunciar para siempre a ser un escritor famoso. La pena que sentía, mientras que me quedaba solo soñando a un lado del camino, era tan fuerte; que para no padecerla, mi alma, espontáneamente, por una especie de inhibición ante el dolor, dejaba por completo de pensar en versos y en novelas, en un porvenir poético que mi falta de talento me vedaba esperar. Entonces, y muy aparte de aquellas preocupaciones literarias; sin tener nada que ver con ellas, de pronto un tejado, un reflejo de sol en una piedra, el olor del camino, hacíanme pararme por el placer particular que me causaban y además porque me parecía que ocultaban por detrás de lo visible una cosa que me invitaban a ir a coger, pero que, a pesar de mis esfuerzos, no lograba descubrir. Como me daba cuenta de que ese algo misterioso se encerraba en ellos, me quedaba parado, inmóvil, mirando, anheloso, intentando atravesar con mi pensamiento la imagen o el olor. Y si tenía que echar a correr detrás de mi abuelo para seguir el paseo, hacíalo cerrando los ojos, empeñado en acordarme exactamente de la silueta del tejado o del matiz de la piedra, que sin que yo supiera por qué, me parecieron llenas de algo, casi a punto de abrirse y entregarme aquello de que no eran ellas más que vestidura. Claro que impresiones de esa clase no iban a restituirme la perdida esperanza de poder ser algún día escritor y poeta porque siempre se referían a un objeto particular sin valor intelectual y sin relación con ninguna verdad abstracta. Pero al menos proporcionábanme un placer irreflexivo, la ilusión de algo parecido a la fecundidad, y así me distraían de mi tristeza, de la sensación de impotencia que experimentaba cada vez que me ponía a buscar un asunto filosófico para una magna obra literaria. Pero el deber de conciencia que me imponían esas impresiones de forma, de perfume y de color —intentar discernir lo que tras de ellas se ocultaba— era tan arduo, que en seguida me daba excusas a mí mismo para poder sustraerme a esos esfuerzos y ahorrarme ese cansancio. Por fortuna, entonces me llamaban mis padres, y yo veía que en aquel momento carecía de la tranquilidad necesaria para proseguir mi rebusca, y que más valía no pensar en eso hasta que volviera a casa, y no cansarme inútilmente por adelantado. Y ya no me preocupaba de aquella cosa desconocida que se envolvía en una forma o en un aroma, y que ahora estaba muy quieta porque la llevaba a casa protegida con una capa de imágenes, y luego me la encontraría viva, como los peces que traía cuando me dejaban ir de pesca, en mi cestito, bien cubiertos de hierba, que los conservaba frescos. Una vez en casa, me ponía a pensar en otra cosa, y así iban amontonándose en mi espíritu (como se acumulaban en mi cuarto las flores cogidas en mis paseos y los regalos que me habían hecho) una piedra por la que corría un reflejo, un tejado, una campanada, el olor de unas hojas, imágenes distintas que cubren el cadáver de aquella realidad presentida que no llegué a descubrir por falta de voluntad. Hubo un día, sin embargo, en que tuve una sensación de esas y no la abandoné sin haberla profundizado un poco: nuestro paseo se había prolongado mucho más de lo ordinario, y a la mitad del camino de vuelta nos alegramos mucho de encontrarnos con el doctor Percepied, que pasaba en su carruaje a rienda suelta y nos conoció y nos hizo subir a su coche. A mí me pusieron junto al cochero; corríamos como el viento, porque el doctor tenía aún que hacer una visita en Martinville le Sec; nosotros quedamos, en esperarlo a la puerta de la casa del enfermo. A la vuelta de un camino sentí de pronto ese placer especial, y que no tenía parecido con ningún otro, al ver los dos campanarios de Martinville iluminados por el sol poniente y que con el movimiento de nuestro coche y los zigzags del camino cambiaban de sitio, y luego el de Vieuxvicq, que, aunque estaba separado de los otros dos por una colina y un valle y colocada en una meseta más alta de la lejanía, parecía estar al lado de los de Martinville.

Al fijarme en la forma de sus agujas, en lo movedizo de sus líneas, en lo soleado de su superficie, me di cuenta de que no llegaba hasta lo hondo de mi impresión, y que detrás de aquel movimiento, de aquella claridad, había algo que estaba en ellos y que ellos negaban a la vez.

Parecía que los campanarios estaban muy lejos, y que nosotros nos acercábamos muy despacio, de modo que cuando unos instantes después paramos delante de la iglesia de Martinville, me quedé sorprendido. Ignoraba yo el porqué del placer que sentí al verlos en el horizonte, y se me hacía muy cansada la obligación de tener que descubrir dicho porqué; ganas me estaban dando de guardarme en reserva en la cabeza aquellas líneas que se movían al sol, y no pensar más en ellas por el momento. Y es muy posible que de haberlo hecho, ambos campanarios se hubieran ido para siempre a parar al mismo sitio donde fueran tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos, que distinguí de los demás por el placer que me procuraron y que luego no supe profundizar. Mientras esperábamos al doctor, bajé a hablar con mis padres. Nos pusimos de nuevo en marcha, yo en el pescante como antes, y volví la cabeza para ver una vez más los campanarios, que un instante después tornaron a aparecerse en un recodo del camino. Como el cochero parecía no tener muchas ganas de hablar y apenas si contestó a mis palabras, no tuve más remedio, a falta de otra compañía, que buscar la mía propia, y probé a acordarme de los campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies soleadas se desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza; algo de lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que no existía para mí el momento antes, que se formulaba en palabras dentro de mi cabeza, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios creció tan desmesuradamente, que dominado por una especie de borrachera, ya no pude pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando ya nos habíamos alejado de Martinville, volví la cabeza, y otra vez los vi, negros ya, porque el sol se había puesto. Los recodos del camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron por última vez y desaparecieron.

Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doctor, y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo, el trocito siguiente, que luego me encontré un día, y en el que apenas he modificado nada:

«Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos en campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los campanarios de Martinville. Pronto se vieron tres; porque un campanario rezagado, el de Vieuxvicq, los alcanzó, y con una atrevida vuelta se plantó frente a ellos. Los minutos pasaban; íbamos aprisa, y, sin embargo, los tres campanarios estaban allá lejos, delante de nosotros, como tres pájaros al sol, inmóviles, en la llanura. Luego, la torre de Vieuxvicq se apartó, fue alejándose, y los campanarios de Martinville se quedaron solos, iluminados por la luz del poniente, que, a pesar de la distancia, veía yo jugar y sonreír en el declive de su tejado. Tanto habíamos tardado en acercarnos, que estaba yo pensando en lo que aún nos faltaría para llegar, cuando de pronto el coche dobló un recodo y nos depositó al pie de las torres, las cuales se habían lanzado tan bruscamente hacia el carruaje, que tuvimos el tiempo justo para parar y no toparnos con el pórtico. Seguimos el camino; ya hacía rato que habíamos salido de Martinville, después que el pueblecillo nos había acompañado unos minutos, y aún solitarios en el horizonte, sus campanarios y el de Vieuxvicq nos miraban huir, agitando en señal de despedida sus soleados remates. De cuando en cuando uno de ellos se apartaba, para que los otros dos pudieran vernos un momento más; pero el camino cambió de dirección, y ellos, virando en la luz como tres pivotes de oro, se ocultaron a mi vista. Un poco más tarde, cuando estábamos cerca de Combray y ya puesto el sol, los vi por última vez desde muy lejos: ya no eran más que tres flores pintadas en el cielo, encima de la línea de los campos. Y me trajeron a la imaginación tres niñas de leyenda, perdidas en una soledad, cuando va iba cayendo la noche: mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímidamente, apelotonarse, ocultarse unas tras otra hasta no formar en el cielo rosado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y desaparecer en la oscuridad».

No he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel momento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el cochero del doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de Roussainville la acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.

Durante el día, en aquellos paseos no pensaba más que en lo grato que sería tener amistad con la duquesa de Guermantes, pescar truchas, pasearme en barca por el Vivonne, y ávido de felicidad, sólo pedía a la vida en aquellos momentos que se compusiera de una serie de tardes felices. Pero cuando en el camino de vuelta veía a la izquierda una alquería bastante separada de otras dos, que, por el contrario, estaban muy juntas, y desde la cual, para entrar en Combray, no había más que seguir una alameda de robles que tenía a un lado prados con sus cercas; plantados a distancias iguales de manzanos que a la hora del poniente ponían por tierra el dibujo japonés de sus sombras, mi corazón comenzaba de pronto a latir apresuradamente porque sabía que antes de media hora estaríamos en casa, y que como era reglamentario, los días que se iba por el lado de Guermantes y se cenaba más tarde a mí me mandarían a acostarme en cuanto tomara la sopa, de modo que mi madre, retenida en el comedor como si hubiera invitados, no subiría a decirme adiós a mi cuarto. La zona de tristeza en que acababa de penetrar, se distinguía tan perfectamente de la zona a la que en un momento antes me lanzaba yo alegremente, como en algunos cielos hay una línea que separa una banda de color rosa de otra verde o negra. Y vemos a un pájaro volando por el espacio rosa, que va a llegar a su límite, que lo toca ya, que entra en la zona negra. Los deseos que hacía un instante me asaltaban de ir a Guermantes, de viajar y ser feliz, me eran ahora tan ajenos, que su cumplimiento no me hubiera dado gozo alguno. ¡Con qué gusto hubiera cambiado todo eso por poder estarme llorando toda la noche en brazos de mamá! Sentía escalofríos, no apartaba mis angustiadas miradas del rostro de mi madre, del rostro que aquella noche no aparecería por la alcoba donde yo me estaba viendo ya con el pensamiento; y deseaba la muerte. Y aquello duraría hasta la mañana siguiente, cuando los rayos del sol matinal apoyaran sus barras, como el jardinero, en el muro cubierto de capuchinas que trepaban hasta mi ventana, y saltara yo de la cama para bajar corriendo al jardín, sin acordarme ya de que la noche volvería a traer consigo la hora de separarme de mamá. Y de ese modo, por el lado de Guermantes, he aprendido a distinguir esos estados que se suceden en mi ánimo, durante ciertos períodos, y que se reparten cada uno de mis días, llegando uno de ellos a echar al otro con la puntualidad de la fiebre; estados contiguos, pero tan ajenos entre sí, tan faltos de todo medio de intercomunicación, que cuando me domina uno de ellos no puedo comprender, ni siquiera representarme, lo que deseé, temí o hice cuando me poseía el otro.

Así, el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, para mí, están unidos a muchos menudos acontecimientos de esa vida, que es la más rica en peripecias y en episodios de todas las que paralelamente vivimos, de la vida intelectual. Claro es que va progresando en nosotros insensiblemente, y el descubrimiento de las verdades que nos la cambian de significación y de aspecto y nos abren rutas nuevas, se prepara en nuestro interior muy lentamente, pero de modo inconsciente; así que, para nosotros, datan del día, del minuto en que se nos hicieron visibles. Y las flores, que entonces estaban jugando en la hierba; el agua que corría al sol, el paisaje entero que rodeó su aparición, siguen acompañándolas en el recuerdo con su rostro inconsciente o distraído; y ese rincón de campo, ese trozo de jardín, no podían imaginarse cuando los estaba contemplando un niño soñador, un transeúnte humilde —como un memorialista confundido con la multitud que admira a un rey—, que gracias a él estaban llamados a sobrevivir hasta en lo más efímero de sus particularidades; y, sin embargo, a ese perfume de espino que merodea a lo largo de un seto donde pronto vendrá a sucederle el escaramujo, a ese ruido de pasos sin eco en la arena de un paseo, a la burbuja formada en una planta acuática por el agua del río y que estalla en seguida, mi exaltación las ha llevado a través de muchos años sucesivos, se los ha hecho franquear a salvo, mientras que por alrededor los caminos se han ido borrando, han muerto las gentes que los pisaban. Muchas veces, ese trozo de paisaje que así llega hasta mí, se destaca tan aislado de todo lo que flota vagamente en mi pensamiento, como una florida Delos, sin que me sea posible decir de qué país, de qué época —quizá de qué sueño, sencillamente— me viene. Pero el poder pensar en el lado de Guermantes y en el de Méséglise, se lo debo a esos yacimientos profundos de mi suelo mental, a esos firmes terrenos en que todavía me apoyo. Como creía en las cosas y en las personas cuando andaba por aquellos caminos, las cosas y las personas que ellos me dieron a conocer son los únicos que tomo aún en serio y que me dan alegría. Ya sea porque en mí se ha cegado fe creadora, o sea porque la realidad no se forme más que en la memoria, ello es que las flores que hoy me enseñan por vez primera no me parecen flores de verdad. El lado de Méséglise, con sus lilas, sus espinos blancos, sus acianos, sus amapolas y sus manzanos, el lado de Guermantes, con el río lleno de renacuajos, sus ninfeas y sus botones de oro, forman para siempre jamás la fisonomía de la tierra donde quisiera vivir, y a la que exijo, ante todo, que en ella se pueda ir a pescar, pasearse en barca, ver ruinas de fortificaciones góticas, y encontrarse en medio de los trigales, como San Andrés del Campo estaba, una iglesia monumental, rústica y dorada como un almiar; y los acianos, los espinos, los manzanos con que a veces me encuentro en los campos cuando viajo, se ponen inmediatamente en comunicación con mi corazón, porque están a la misma profundidad al mismo nivel de mi rasado. Y, sin embargo, como todos los sitios tienen algo de individual, cuando me asalta el deseo de ver otra vez el lado de Guermantes, no se satisfaría con que me llevaran a la orilla de un río donde hubiera ninfeas tan hermosas o más hermosas que en el Vivonne, como por la noche al volver a casa —a la hora en que despertaba dentro de mí esa angustia que más tarde emigra al amor y puede hacerse inseparable de este sentimiento amoroso—, no hubiera yo querido que subiera a decirme adiós una madre más hermosa y más inteligente que la mía. No; lo mismo que lo que yo necesitaba para dormirme feliz y con esa paz imperturbable que ninguna mujer me ha podido dar luego, porque hasta el momento de creer en ellas se duda de ellas, y nunca nos dan el corazón, como me daba mi madre el suyo, en un beso entero y sin ninguna reserva, sin sombra de una intención que no fuera dirigida a mí —lo mismo que lo que yo necesitaba— es que fuera ella la que inclinara hacia mí aquel rostro que tenía junto a un ojo un defecto, según decían, pero que a mí me gustaba tanto como lo demás, así lo que yo quiero ver es el lado de Guermantes que conocí yo, con la alquería separada de las otras dos que están juntas, apretadas una contra otra, al principio de la alameda de robles; son esas praderas donde se reflejan, cuando el sol las pone lustrosas como una charca, las hojas del manzano; es ese paisaje cuya individualidad viene a veces durante la noche en mis sueños a sobrecogerme con una fuerza casi fantástica, imposible de encontrar luego cuando me despierto. Indudablemente, el lado de Méséglise o el lado de Guermantes me han expuesto luego a muchas decepciones y a muchas faltas, porque unieron dentro de mí indisolublemente impresiones distintas que no tenían otro lazo que el haberlas sentido allí al mismo tiempo. Porque muchas veces he tenido deseos de ver a una persona sin darme cuenta de que era sencillamente porque me recordaba un seto de espinos, y he llegado a creer y a hacer creer en un retoñar del cariño donde no había más que deseo de viaje. Por eso mismo también, como están presentes en aquellas de mis impresiones actuales con que tienen relación, les dan cimiento y profundidad, una dimensión más que a las otras. Y de ese modo les infunden un encanto y una significación que sólo yo puedo gozar. Cuando en las noches estivales, el cielo armonioso gruñe como una fiera y todo el mundo se enfada con la tormenta que llega, si yo me quedo solo, extático, respirando a través del rumor de la lluvia el olor de unas lilas invisibles y persistentes, al lado de Méséglise se lo debo.

* * *

Y así me estaba muchas veces, hasta que amanecía, pensando en la época de Combray, en mis noches de insomnio, en tantos días cuya imagen me trajo recientemente el sabor —el «perfume» hubieran dicho en Combray— de una taza de té, y por asociación de recuerdos en unos amores que tuvo Swann antes de que yo naciera, y de los cuales me enteré años después de salir de Combray, con esa precisión de detalles más fácil de obtener a veces tratándose de la vida de personas ya muertas hace siglos, que de la vida de nuestro mejor amigo, y que parece cosa imposible, como lo parece el que se pueda hablar de ciudad a ciudad, mientras ignoramos el rodeo que se ha dado para salvar la imposibilidad. Todos esos recuerdos, añadidos unos a otros, no formaban más que una masa, pero podían distinguirse entre ellos —entre los más antiguos y los más recientes, nacidos de un perfume, y otros que eran los recuerdos de una persona que me los comunicó a mi— ya que no fisuras y grietas de verdad, por lo menos ese veteado, esa mezcolanza de coloración que en algunas rocas y mármoles indican diferencias de origen, de edad y de «formación».

Claro es que cuando se acercaba el día ya hacía rato que estaba disipada la incertidumbre de mi sueño. Sabía en qué alcoba me encontraba realmente, la había ido reconstruyendo a mi alrededor en la oscuridad y —ya orientándome por la memoria tan sólo, y ayudándome con un pálido resplandor, debajo del dial ponía yo los cortinones del balcón— la reconstruía y la amueblaba toda entera, como un arquitecto y un tapicero que respetan los huecos primitivos de las ventanas y las puertas; colocaba los espejos y ponía la cómoda en su sitio de siempre. Pero apenas la luz del día —y no ese reflejo de una última brasa en una barra de cobre que yo confundiera antes con el día— trazaba en la oscuridad, como con yeso, su primera raya blanca y rectificativa, la ventana con sus visillos se marchaba del marco de la puerta en donde ya la había colocado erróneamente, mientras que la mesa, instalada en aquel lugar por mi torpe memoria huía a toda velocidad para hacer hueco a la ventana, llevándose por delante la chimenea y apartando la pared del pasillo; un patinillo triunfaba en donde un instante antes se extendía el tocador, y la morada que yo reconstruyera en las tinieblas se iba en busca de las moradas entrevistas en el torbellino del despertar, puesta en fuga por ese pálido signo que trazó por encima de sus cortinas el dedo tieso de la luz del día.