Combray, de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren cuando llegábamos la semana anterior a Pascua, no era más que una iglesia que resumía la ciudad, la representaba y hablaba de ella y por ella a las lejanías, y que ya vista más de cerca mantenía bien apretadas, al abrigo de su gran manto sombrío, en medio del campo y contra los vientos, como una pastora a sus ovejas, los lomos lanosos y grises de las casas, ceñidas acá y acullá por un lienzo de muralla que trazaba un rasgo perfectamente curvo, como en una menuda ciudad de un cuadro primitivo. Para vivir, Combray era un poco triste, triste como sus calles, cuyas casas, construidas con piedra negruzca del país, con unos escalones a la entrada y con tejados acabados en punta, que con sus aleros hacían gran sombra, eran tan oscuras que en cuanto el día empezaba a declinar era menester subir los visillos; calles con graves nombres de santos (algunos de ellos se referían a la historia de los primeros señores de Combray), calle de San Hilarlo, calle de Santiago, donde estaba la casa de mi tía; calle de Santa Hildegarda, con la que lindaba la verja; calle del Espíritu Santo, a la que daba la puertecita lateral del jardín; y esas calles de Cambray viven en un lugar tan recóndito de mi memoria, pintado por colores tan distintos de los que ahora reviste para mí el mundo, que en verdad me parecen todas, y la iglesia, que desde la plaza las señoreaba, aún más irreales que las proyecciones de la linterna mágica, y en algunos momentos se me figura que poder cruzar todavía la calle San Hilarlo y poder tomar un cuarto en la calle del Pájaro —en la vieja hostería del Pájaro herido, de cuyos sótanos salía un olor de cocina que sube aún a veces, en mi recuerdo tan intermitente y cálido como entonces— sería entrar en contacto con el Más Allá de modo más maravillosamente sobrenatural que si me fuera dado conocer a Golo y hablar con Genoveva de Brabante.
Mi tía, prima de mi abuelo, en cuya casa habitábamos, era la madre de esa tía Leoncia que desde la muerte de su marido, mi tío Octavio, no quiso salir de Combray primero, de su casa luego, y más tarde de su cuarto y de su cama, que no bajaba nunca y se estaba siempre echada, en un estado incierto de pena, debilidad física, enfermedad, manía y devoción. Sus habitaciones daban a la calle de Santiago, que terminaba un poco más abajo en el Prado grande (por oposición al Prado chico, el cual extendía su verdor en medio de la ciudad, entre tres calles), y que, uniforme y grisácea, con los tres escalones de piedra delante de casi todas las puertas, parecía un desfiladero tallado por un imaginero gótico en la misma piedra en que esculpiera un nacimiento e un calvario. Mi tía no habitaba en realidad más que dos habitaciones contiguas, y por la tarde se estaba en una de ellas mientras se ventilaba la otra. Eran habitaciones de esas de provincias que —lo mismo que en ciertos países hay partes enteras del aire o del mar, iluminadas o perfumadas por infinidad de protozoarios que nosotros no vemos— nos encantan con mil aromas que en ellas exhalan la virtud, la prudencia, el hábito, toda una vida secreta e invisible, superabundante y moral que el aire tiene en suspenso; olores naturales, sí, y con color de naturaleza, como los de los campos cercanos, pero humanos, caseros y confinados, ya, exquisita jalea industriosa y limpia de todos los frutos del año, que fueron del huerto al armario; cada uno de su sazón, pero domésticos, móviles, que suavizan el picor de la escarcha con la suavidad del pan blanco, ociosos y puntuales como reloj de pueblo, y a la vez corretones y sedentarios, descuidados y previsores, lenceros, madrugadores, devotos y felices, henchidos de una paz que nos infunde una ansiedad más y de un prosaísmo que sirve de depósito enorme de poesía para el que sin vivir entre ellos pasa por su lado. Estaba aquel aire saturado por lo más exquisito de un silencio tan nutritivo y suculento, que yo andaba por allí casi con golosina, sobre todo en aquellas primeras mañanas, frías aún, de la semana de Resurrección, en que lo saboreaba mejor porque estaba recién llegado; antes de entrar a dar los buenos días a mi tía tenía que esperar un momento en el primer cuarto, en donde el sol, de invierno todavía, estaba ya calentándose a la lumbre; encendida ya entre los dos ladrillos y que estucaba toda la habitación con su olor de hollín, convirtiéndola en uno de esos hogares de pueblo o en una de esas campanas de chimenea de los castillos, cuyo abrigo nos inspira el deseo de que fuera estalle la lluvia, la nieve o hasta una catástrofe diluviana pasa acrecer el bienestar de la reclusión con la poesía de lo invernal; daba unos paseos del reclinatorio a las butacas de espeso terciopelo, con sus cabeceras de crochet; y la lumbre, cociendo, como si fueran una pasta, los apetitosos olores cuajados en el aire de la habitación, y que estaban ya levantados y trabajados por la frescura soleada y húmeda de la mañana, los hojaldraba, los doraba, les daba arrugas y volumen para hacer un invisible y palpable pastel provinciano, inmensa torta de manzanas, una torta en cuyo seno yo iba, después de ligeramente saboreados los aromas más cuscurrosos, finos y reputados, pero más secos también, de la cómoda, de la alacena y del papel rameado de la pared, a pegarme siempre con secreta codicia al olor mediocre, pegajoso, indigesto, soso y frutal de la colcha de flores.
En el cuarto de al lado oía a mi tía hablar ella sola a media voz. Nunca hablaba más que bajito, porque se figuraba que tenía algo roto y flotante dentro de la cabeza, y que hablando fuerte podría moverse; pero nunca se pasaba mucho rato, aunque estuviera sola, sin decir algo, porque creía que eso, era sano para la garganta y que, impidiendo que la sangre se parara allí, tendría menos ahogos y angustias de aquellos que la aquejaban; además, en aquella absoluta inercia en que vivía atribuía a sus mínimas sensaciones una importancia extraordinaria, dotándolas de una tal movilidad, que era imposible que las retuviera dentro de sí; y a falta de confidente a quien comunicárselas se las anunciaba a sí misma, en un perpetuo monólogo, que era su única forma de actividad. Desdichadamente, como había contraído la costumbre de pensar en alta voz, ya no se fijaba en que hubiera alguien o no en el cuarto de al lado, y muchas veces le oía decir, dirigiéndose a si misma: «Tengo que acordarme bien de que no he dormido» (porque su pretensión capital era que no dormía nunca, pretensión que en nuestras palabras se reflejaba con gran respeto; por la mañana Francisca no iba a «despertarla», sino que «entraba» en su alcoba; cuando quería echar un sueño durante el día, decíamos que quería «reflexionar» o «descansar»; y cuando, a veces, se descuidaba charlando hasta el punto de llegar a decir: «lo que me ha despertado» o «soñé que…», se ponía encarnada y se corregía en seguida).
Al cabo de un momento entraba a darle un beso; Francisca estaba haciendo el té; y si mi tía se sentía nerviosa, pedía tilo en vez de té, y entonces yo era el encargado de coger la bolsita de la farmacia y echar en un plato la cantidad de tilo que luego había que verter en el agua hirviente. Los tallos de la flor del tilo, al secarse, se curvaban, formando un caprichoso enrejado, entre cuyos nudos se abrían las pálidas flores, como si un pintor las hubiera colocado y dispuesto del modo más decorativo. Las hojas, al cambiar de aspecto, al perderlo totalmente, se asemejaban a cosas absurdas, al ala transparente de una mosca, al revés de una etiqueta o a un pétalo de rosa, pero que hubieran sido entretejidas como en la confección de un nido. Mil pequeños detalles inútiles —prodigalidad encantadora del boticario— que en un preparado facticio se hubieran suprimido, me daban, lo mismo que un libro donde nos maravillamos de ver el nombre de un conocido, el gozo de comprender que eran aquellos verdaderos tallos de tilo, como los que yo veía en el paseo de la Estación, y modificados precisamente, porque eran de verdad y no copias, y habían envejecido. Y como cada rasgo característico que ofrecían no era más que la metamorfosis de un rasgo antiguo, yo reconocía en las bolitas grises los botones verdes que no cuajaron; pero, sobre todo, el brillo rosado, lunar y suave, en el que se destacaban las flores, pendientes de una frágil selva de tallos, como rositas de oro —señal, como ese resplandor que aún revela en un muro el sitio en que estuvo un fresco borrado, de la diferencia entre las partes del árbol que habían tenido color y las que no—, me indicaba que aquellos pétalos eran los mismos que, antes de henchir la bolsita de la botica, habían aromado las noches de primavera. Aquella llama rosa, de cirio, era todavía su coloración, pero medio apagada y dormida en esa vida inferior que ahora llevaban, y que viene a ser el crepúsculo de las flores. Muy pronto podía mi tía mojar en la hirviente infusión, cuyo sabor de hoja muerta y flor marchita saboreaba, una magdalenita, y me daba un pedacito cuando ya estaba bien empapada.
A un lado de su cama había una cómoda amarilla de madera de limonero, mueble que participaba de las funciones de botiquín y altar; junto a una estatuita de la virgen y una botella de Vichy Célestins había libros de misa y recetas del médico, todo lo necesario para seguir desde el lecho los oficios religiosos y el régimen, y para que no se pasara la hora de la pepsina ni la de vísperas. Al otro lado de la dama extendíase la ventana, y así tenía la calle a la vista, y podía leer desde la mañana hasta por la noche, para no aburrirse, al modo de los príncipes persas, la crónica diaria, pero inmemorial, de Combray, crónica que luego comentaba con Francisca.
Apenas estaba cinco minutos con mi tía, me mandaba que me fuera, por temor a cansarse. Ofrecía a mis labios su frente pálida y fría, que en aquellas horas tempranas aún no tenía puestos los postizos, y en la cual se transparentaban los huesos como las puntas de una corona de espinas o las cuentas de un rosario, y me decía: «Anda, hijo mío, ve a vestirte para ir a misa; y si ves por ahí a Francisca dile que no se entretenga mucho con vosotros y que suba pronto a ver si necesito algo».
Porque, en efecto, Francisca, que estaba a su servicio hacía muchos años, y que no sospechaba entonces que algún día habría de pasar al nuestro, descuidaba un poco a mi tía los meses que pasábamos allí. Hubo una época de mi infancia, antes de que fuéramos a Combray, cuando mi tía pasaba los inviernos en París en casa de su madre, en que yo conocía a Francisca, tan vagamente, que el día primero de año, antes de entrar en casa de mi tía, mamá me ponía en la mano un duro y me decía: «Y ten cuidado de no equivocarte. Espera para dárselo a que me oigas decir: buenos días, Francisca, y al mismo tiempo te daré un golpecito en el brazo». Apenas llegábamos al oscuro recibimiento de mi tía, veíanse en la sombra, y bajo los cañones de una cofia brillante, tiesa y frágil, como si fuera de azúcar hilado, los remolinos concéntricos de una sonrisa de gratitud anticipada. Era Francisca, de pie e inmóvil en el marco de la puertecita del corredor como una estatua de un santo en su hornacina. Conforme iba uno acostumbrándose a aquellas tinieblas de iglesia, leíanse en su rostro los sentimientos de amor desinteresado a la Humanidad y de tierno respeto a las clases sociales acomodadas, exaltado en las mejores regiones de su corazón por la esperanza del aguinaldo. Mamá me pellizcaba violentamente en el brazo y decía con voz fuerte: «Buenos días, Francisca». Y a esta señal yo soltaba el duro, que iba a caer en una mano confusa, pero tendida. Pero desde que íbamos a Combray, a nadie conocía yo mejor que a Francisca; nosotros éramos sus favoritos y le inspirábamos, al menos los primeros años, tanta consideración como mi tía, y más vivo agrado, porque añadíamos al prestigio de formar parte de la familia (y Francisca guardaba a los invisibles lazos que crea entre los individuos de una familia, la circulación de una misma sangre, tanto respeto como un trágico griego) el encanto de no ser los amos de siempre. Y por eso nos recibía con gran alegría, compadeciéndonos porque no hacía mejor tiempo, la víspera de Pascua, día de nuestra llegada, en que a veces aún soplaba un viento glacial, y cuando mamá le preguntaba por su hija y sus sobrinos, si su nieto era bueno y qué pensaban hacer de él, y si se parecía a su abuela.
Y cuando ya no había gente delante, mamá, que sabía que Francisca lloraba todavía a sus padres, muertos hacía muchos años, le hablaba de ellos bondadosamente, inquiriendo mil detalles sobre lo que hicieron en esa vida.
Mamá había adivinado que Francisca no quería a su yerno y que este le aguaba el placer que sentía en estar con su hija, porque cuando él estaba delante no podían hablar con libertad. Así que cuando Francisca iba a verlos, a unas leguas de Combray, mi madre le decía sonriendo: «¿Verdad, Francisca, que si Julián ha tenido que salir y tiene usted a Margarita para usted sola todo el día, lo sentirá usted mucho, pero acabará por resignarse?», y Francisca respondía riéndose: «La señora lo sabe todo, es peor que los rayos X (y decía X con una dificultad afectada y una sonrisa para burlarse de su ignorancia, que se atrevía a emplear ese término científico), que trajeron para la señora Octave y que ven lo que tiene uno en el corazón»; y desaparecía turbada porque hablaban de ella, acaso para que no la vieran llorar; mamá era la primera persona que le daba la alegría de sentir que su vida, sus dichas y sus disgustos de aldeana podían ofrecer interés y ser motivo de gozo o tristeza para otra persona además de ella. Mi tía se resignaba a prescindir un poco de Francisca durante nuestra estancia, porque sabía cuánto apreciaba mi madre los servicios de aquella criada tan inteligente y activa, que estaba tan flamante, desde las cinco de la mañana, en la cocina, con su cofia, cuyo encañonado, brillante y tieso, parecía de porcelana, como para ir a misa; que lo hacía todo bien, trabajando como una caballería, estuviera buena o no, y siempre sin meter ruido, como si no hiciera nada, y la única criada de mi tía que cuando mamá pedía agua caliente o café puro los traía verdaderamente a punto de hervir; era una de esas criadas que en una casa son de las que desagradan a primera vista a un extraño, quizá porque no se toman el trabajo de conquistarlo ni lo agasajan, porque saben muy bien que no lo necesitan, y que antes de despedirla a ella dejarían de recibirlo; pero que, en cambio, son las que se ganan mejor el apego de los amos que han puesto a prueba su capacidad real y no se preocupan por esa simpatía superficial y esa palabrería servil que impresionan favorablemente a un forastero, pero que muchas veces sirven de capa a una ineducable inutilidad.
Cuando Francisca, después de cuidar que a mis padres no les faltara nada, subía por primera vez al cuarto de mi tía para darle la pepsina y preguntarle lo que iba a tomar de almuerzo, era muy raro que no fuera ya llamada a dar su opinión o alguna explicación concerniente a un acontecimiento de importancia:
—Francisca, figúrese usted que la señora Goupil ha pasado a buscar a su hermana un cuarto de hora más tarde que de costumbre; por poco que se retrase en el camino no me extrañará que llegue a la iglesia después de alzar.
—Sí, no tendría nada de particular —contestaba Francisca.
—Francisca, si llega usted a venir cinco minutos antes, ve usted pasar a la señora de Imbert, con unos espárragos dos veces más gordos que los de la tía Callot; a ver si por medio de su criada se entera usted de dónde los saca. Porque usted, que este año nos pone espárragos en todas las salsas, podría comprarlos de esos para nuestros huéspedes.
—No tendría nada de particular que fueran de casa del señor cura —decía Francisca.
—No, Francisca, no pueden ser de casa del señor cura. Y sabe usted que no cría más que unos malos esparraguillos de nada. Y los que yo digo eran tan gruesos como el brazo. Es decir, no como un brazo de usted, claro, sino como uno de estos pobres brazos míos que este año aún han adelgazado más.
—Francisca, ¿no ha oído usted el demonio del repique ese que me estaba partiendo la cabeza?
—No, señora.
—¡Ay, hija mía, ya puede usted decir que tiene una cabeza dura, y darle gracias a Dios! Era la Maguelone que ha venido a buscar al doctor Piperaud; salieron los dos en seguida y tomaron por la calle del Pájaro. Debe haber algún niño enfermo.
—¡Vaya por Dios! —suspiraba Francisca, que no podía oír hablar de una desgracia sucedida a un desconocido, aunque fuera en la parte más remota del mundo, sin empezar a lloriquear.
—Oiga, Francisca, ¿y por quién habrán tocado a muerto? ¡Ah, sí, Dios mío, será por la señora de Rousseau! ¡Pues no me había olvidado que se murió la otra noche! ¡Ay, ya es hora de que Dios se acuerde de mí; desde la muerte de mi pobre Octavio no sé dónde tengo la cabeza! Pero le estoy haciendo a usted perder el tiempo.
—¡No, señora, no! Mi tiempo vale poco, y además, el que hizo el tiempo no nos lo vendió. Lo que sí voy a ver es si no se me apaga la lumbre.
De este modo apreciaban Francisca y mi tía los primeros acontecimientos del día en aquella sesión matinal. Pero algunas veces esos acontecimientos revestían un carácter tan misterioso y grave que mi día no podía aguardar hasta el momento que subiera Francisca, y entonces cuatro campanillazos formidables resonaban en toda la casa.
—¡Pero, señora, no es todavía la hora de la pepsina! —deja Francisca—. ¿Es que ha tenido usted algún mareo?
—No, Francisca, es decir, sí; ya sabe usted que ahora raro es el momento en que no siento mareos; un día me acabaré como la señora de Rousseau, sin darme cuenta siquiera; pero no he llamado por eso. ¿Querrá usted creer que acabo de ver, lo mismo que la estoy viendo a usted, a la señora Goupil, con una chiquita que no sé quién es? Vaya usted a casa de Camus por diez céntimos de sal, y seguramente Teodoro podrá decirnos quién es.
—Será la hija de Pupin —decía Francisca, que, como ya había ido dos veces aquella mañana a casa de Camus, prefería atenerse a una explicación inmediata.
—¡La hija de Pupin! Pero, Francisca, ¿se figura usted que no voy yo a conocer a la hija de Pupin?
—No digo la mayor, señora; digo la pequeña, la que está interna en el colegio, en Jouy. Me pareció verla ya esta mañana.
—¡Ah, como no sea eso! —decía mi tía—. Tendría que haber venido para la función. ¡Sí, eso es, no hay que pensar más, habrá venido para la función! Entonces pronto veremos a la señora de Sazerat llamar a la puerta de su hermana, para almorzar con ella. Eso será. He visto al chiquillo de casa de Galopín pasar con una tarta. Verá usted cómo esa tarta era para casa de la señora de Goupil.
—Pues si la señora de Goupil tiene visita no tardará usted mucho en ver entrar a sus invitados al almuerzo, porque ya empieza a hacerse tarde —decía Francisca, que, como tenía prisa en bajar para ocuparse de sus guisos, se alegraba ante la perspectiva de dejar a mi tía esta distracción.
—Sí, pero no vendrán antes de las doce —contestaba mi tía con tono resignado, echando al reloj una ojeada inquieta, pero furtiva, para no hacer ver que ella, que ya había renunciado a todo, sacaba, de saber quién tendría la señora de Goupil a almorzar, un placer tan vivo, y que desgraciadamente se haría esperar aún lo menos medía hora. «Y quizá lleguen mientras yo esté almorzando», se decía bajito a sí misma. Su almuerzo le servía ya de bastante distracción para que no necesitara tener otra al mismo tiempo. «No se le olvide a usted traerme los huevos a la crema en un plato liso, ¡eh!». Esos eran los únicos platos decorados con monigotes, y mi tía se entretenía en todas sus comidas en leer el letrero del plato en que le servían. Se calaba sus gafas, e iba descifrando: Alí-Babá, o los cuarenta ladrones; Aladino, o la lámpara maravillosa, y decía sonriente: «Muy bien, muy bien».
—¿Podría llegarme a casa de Camus? —decía Francisca, al ver que mi tía ya no la iba a mandar.
—No, no merece la pena; seguramente es la chica de Pupin. Francisca, siento mucho haberla hecho a usted subir en balde.
Pero mi tía sabía perfectamente que no la había llamado en balde, porque en Combray «una persona desconocida» era un ser tan increíble como un dios de la mitología, y no se recordaba que ninguna vez que una de aquellas pasmosas apariciones habían ocurrido, fuera de la plaza, fuera de la calle del Espíritu Santo una diligente investigación no hubiera terminado por reducir el personaje fabuloso a las proporciones de una «persona conocida», ya personalmente, ya en abstracto, según su estado civil, y como pariente en tal o cual grado de alguien de Combray. Así pasó con el hijo de la señora de Sauton, al volver del servicio; con la sobrina del padre Perdreau, que salía del convento, y con el hermano del cura, recaudador en Chateaudun, cuando vino para la función o cuando pidió el retiro. Al verlos, cundió la emoción de que había en Combray personas que no se sabía quiénes eran sencillamente, porque no fueron reconocidas o identificadas en seguida. Y, sin embargo, tanto el cura como la señora de Sauton habían prevenido anticipadamente que esperaban a sus huéspedes. Cuando, al volver por la tarde, subía yo a contar mi paseo a la tía, si cometía la imprudencia de decirle que habíamos visto junto al Puente Viejo a un hombre que mi abuelo no conocía, exclamaba: «¡Un hombre que el abuelo no conoce! No puede ser», pero, preocupada con la noticia, quería quitarse ese peso de encima y mandaba llamar a mi abuelo.
—¿A quién os habéis encontrado junto al Puente Viejo? Dice este que a un hombre desconocido.
—No —contestaba mi abuelo—, era Próspero, el hermano del jardinero de Bouilleboeuf.
—¡Ah!, ya —decía, tranquilizada y un poco encendida; y encogiéndose de hombros con una sonrisa irónica, añadía—: ¡Y me decían que habían ustedes encontrado a un hombre que no sabían quién era!
Y entonces me recomendaban que otra vez fuera más circunspecto y que no pusiera nerviosa a mi tía con palabras impremeditadas. Todo el mundo, personas y animales, se conocía tan bien en Combray, que si mi tía veía por casualidad pasar un perro «desconocido», no dejaba de pensar en eso y en consagrar a aquel hecho incomprensible su talento inductivo y sus horas de libertad.
—Debe de ser el perro de la señora de Sazerat —decía Francisca sin gran convencimiento, con objeto de tranquilizarla y de que no se calentara más la cabeza.
—¡Cómo que no voy yo a conocer al perro de la señora de Sazerat! —contestaba mi tía, cuyo espíritu crítico no admitía un hecho con tanta facilidad.
—¡Ah!, será el perro nuevo que Galopín ha traído de Lisieux.
—Como no sea eso…
—Dicen que es un animal muy bueno —añadía Francisca, que lo sabía por Teodoro—, tan listo como una persona y siempre de buen humor y amable, un perro muy gracioso. Es raro que un animal tan pequeño sea manso. Señora, voy a tener que bajarme, no tengo tiempo de distraerme, son ya las diez y no está el horno encendido; además, tengo que pelar los espárragos.
—¡Pero más espárragos aún, Francisca! Tiene una manía por los espárragos este año y va usted a cansar a nuestros parisienses.
—No, señora. Les gustan mucho los espárragos. Traerán apetito de la iglesia y ya verá usted cómo no se los comen con el revés de la cuchara.
—Pero ya deben de estar en la iglesia. Sí, sí; no pierda usted tiempo. Vaya usted a cuidar el almuerzo.
Mientras que mi tía estaba charlando así con Francisca, yo iba con mis padres a misa. ¡Qué cariño tenía yo a la iglesia de Combray, y qué bien la veo ahora! El viejo pórtico de entrada, negro y picado cual una espumadera, estaba en las esquinas curvado y como rehundido (igual que la pila del agua bendita a que conducía), lo mismo que si el suave roce de los mantos de las campesinas, al entrar en la iglesia, y de sus dedos tímidos al tomar el agua bendita, pudiera, al repetirse durante siglos, adquirir una fuerza destructora, curvar la piedra y hacerle surcos como los que trazan las ruedas de los carritos en el guardacantón donde tropiezan todos los días. Las laudas, bajo las cuales el noble polvo de los abades de Combray, allí enterrados, daba al coro un como pavimento espiritual, no eran ya tampoco de materia inerte y dura porque el tiempo la había ablandado y la vertió, como miel fundida, por fuera de los límites de su labra cuadrada, que por un lado, superaban en dorada onda, arrastrando las blancas violetas de mármol; y que en otros lugares se resorbía contrayendo aún más la elíptica inscripción latina, introduciendo una nueva fantasía en la disposición de los caracteres abreviados y acercando dos letras de una palabra mientras que separaba desmesuradamente las demás. Las vidrieras nunca tornasolaban tanto como en los días de poco sol, de modo que si afuera hacía mal tiempo, de seguro que en la iglesia lo hacía hermoso; había una, llena en toda su tamaño por un solo personaje que parecía un rey de baraja, y revivía allá, entre cielo y tierra, bajo un dosel arquitectónico (y en el reflejo oblicuo y azulado que daba este rey, veíase a veces, un día de entre semana, a mediodía, cuando ya no hay misas —en uno de esos raros momentos en que la iglesia; ventilada, yacía, más humanizada; lujosa, con el oro del sol en el mobiliario, parecía casi habitable como el hall de piedra tallada y vidrieras pintadas de un hotel estilo medieval— a la señora de Sazerat, que se arrodillaba un instante, dejando en el reclinatorio de al lado un paquetito muy bien atado de pastas que acababa de comprar en la pastelería de enfrente y que llevaba a casa para postre); en otra vidriera, una montaña de rosada nieve, a cuya planta se libraba un combate, parecía que había escarchado hasta la misma vidriera, hinchándola con su turbio granillo, como un vidrio en donde aún quedaran copos de nieve, pero copos iluminados por alguna luz de aurora (por la misma aurora sin duda que coloreaba el retablo con tan frescos tonos, que más bien parecían pintados allí por un resplandor venido de fuera y pronto a desvanecerse, que por colores adheridos para siempre a la piedra); y eran todas tan antiguas, que se veía brillar acá y allá su plateada vejez con el polvo de los siglos, y que mostraban brillante y raída hasta la trama, la hilazón de su tapicería de vidrio. Había una que era un alto compartimiento dividido en un centenar de cristalitos rectangulares, en los que predominaba el azul, como una gran baraja de aquellas que debían de distraer al rey Carlos VI; pero un momento después, y ya fuera, porque brillaba un rayo de sol o porque mi mirada al moverse paseaba por la vidriera, que se encendía y se apagaba, un incendio móvil y precioso, tomaba el brillo mudable de una cola de pavo real, y luego se estremecía y ondulaba formando una lluvia resplandeciente y fantástica, que goteaba desde lo alto de la bóveda rocosa y sombría, a lo largo de las húmedas paredes, como si yo fuera detrás de mis padres, que llevaban su libro de misa en la mano, no por una iglesia, sino por la nave de una gruta de irisadas estalactitas; un instante más tarde, los cristalitos en rombo tomaban la profunda transparencia, la infrangible dureza de zafiros que hubieran estado puestos en un inmenso pectoral, pero tras los cuales sentíase más codiciada que sus riquezas, una momentánea sonrisa del sol; un sol tan cognoscible en la ola azul y suave con que bañaba las pedrerías como en los adoquines de la plaza o en la paja del mercado; y en los primeros domingos de nuestra estancia, cuando llegábamos antes de Pascua, me consolaba de la desnudez y negrura de la tierra, desplegando, como en una primavera histórica y que datara de los sucesores de San Luis, el tapiz cegador y dorado de miosotis de cristal.
Dos tapices de trama vertical representaban la coronación de Ester (la tradición prestaba a Asuero los rasgos fisonómicos de un rey de Francia y a Ester los de una dama de Guermantes, de la que estaba enamorado), y los colores, al fundirse, habían añadido a los tapices expresión, relieve y claridad; un poco de color de rosa flotaba en los labios de Ester saliéndose del dibujo de su contorno, y el amarillo de su traje se ostentaba tan suntuosamente, tan liberalmente, que venía a cobrar como una especie de consistencia y triunfaba vivamente sobre la atmósfera vencida; y el follaje de los árboles seguía verde en las partes bajas del paño de seda y lana, pero arriba se había «pasado» y hacía destacarse con más palidez, por encima de los troncos oscuros, las ramas altas, amarillentas, doradas y como medio borradas por la brusca y oblicua claridad de un sol invisible. Todo esto y todavía más los objetos preciosos donados a la iglesia por personajes que para mí eran casi personajes de leyenda (la cruz de oro, trabajado, según decían, por San Eloy, y regalada por Dagoberta; el sepulcro de los hijos de Luis el Germánico, de pórfiro[8] y cobre esmaltado), era motivo de que yo anduviera por la iglesia para ir hacia nuestras sillas, como por un valle visitado por las hadas y donde el campesino se maravilla de ver en una roca, en un árbol, en un charco, huellas palpables de su sobrenatural paso; todo esto revestía a la iglesia para mis ojos de un carácter enteramente distinto al resto de la ciudad: el ser un edificio que ocupaba, por decirlo así, un espacio de cuatro dimensiones —la cuarta era la del Tiempo— y que al desplegar a través de los siglos su nave, de bóveda en bóveda y de capilla en capilla, parecía vencer y franquear no sólo unos cuantos metros, sino épocas sucesivas, de las que iba saliendo triunfante; que ocultaba el rudo y feroz siglo onceno en el espesor de sus muros, de donde no surgía con sus pesados arcos de bóveda, rellenos y cegados por groseros morrillos, más que en la profunda brecha que abría junto al pórtico la escalera del campanario, y aun allí, disimulado por los graciosos arcos góticos que se colocaban coquetamente delante de él, como hermanas mayores que se colocan sonriendo delante de un hermanito zafio, grosero y mal vestido, para que no lo vea un extraño; que alzaba al cielo, por encima de la plaza, su torre que viera a San Luis y que todavía parecía estar viéndolo; y que se hundía con su cripta en una noche merovingia por donde, guiándonos a tientas, bajo la bóveda sombría y fuertemente nervuda, como la membrana de un inmenso murciélago de piedra, Teodoro y su hermana nos alumbraban con una vela el sepulcro de la nieta de Sigiberto, en el que había una honda huella de valva de concha —como el rastro de un fósil— que, según decían, procedía de «una lámpara de cristal, que la noche del asesinato de la princesa franca se desprendió sola de las cadenas de oro de que pendía en el mismo lugar que hoy ocupa el ábside, que sin que se rompiese el cristal ni se apagara la llama, se hundió en la piedra, haciéndola ceder blandamente bajo su peso».
¿Y cómo hablar del ábside de la iglesia de Combray? ¡Era tan tosco, y carecía de tal modo de toda belleza artística y hasta de inspiración religiosa! Por fuera, como el cruce de calles en que se asentaba el ábside estaba más en bajo, su tosco muro se elevaba sobre un basamento de morrillos sin labrar, erizados de guijarros y sin ningún carácter especialmente eclesiástico; las vidrieras parecían estar a demasiada altura, y el conjunto más semejaba muro de cárcel que de iglesia. Y claro que luego, pasado el tiempo, al acordarme de todos los gloriosos ábsides que había visto, no se me ocurrió nunca compararlos con el ábside de Combray. Tan sólo un día, en un recodo de una callejuela de provincia, vi, frente al cruce de tres calles, un muro rudo y sobrealzado, con vidrieras abiertas en lo alto, con el mismo aspecto asimétrico del ábside de Combray, Y entonces no me admiré, como en Chartres o en Reims, de la fuerza con que allí estaba expresado el sentimiento religioso, sino que exclamé sin querer: «¡La iglesia!».
¡La iglesia! Edificio familiar, medianero —en la calle de San Hilario, adonde daba su puerta norte— de sus dos vecinos, la botica de Rapin y la casa de la señora de Loiseau, con los que tocaba sin separación alguna, simple ciudadana de Combray, donde nos parecía que habría de pararse el cartero al hacer su reparto de la mañana, cuando salía de casa de Rapin y antes de entrar en casa de la señora Loiseau, existía, sin embargo, entre ella y todo lo demás, una demarcación que mi alma jamás pudo franquear. En vano la señora Loiseau cultivaba en su balcón unas fucsias que tenían la mala costumbre de dejar correr ciegamente a sus ramas y cuyas flores no tenían cosa más urgente que hacer, cuando ya eran grandecitas, que ir a refrescarse las mejillas moradas, congestionadas, en la sombría fachada de la iglesia: no por eso eran aquellas fucsias para mí sagradas; entre las flores y la piedra negruzca en que se apoyaban, aunque mis ojos no percibían ningún intervalo, mi alma distinguía un abismo.
Reconocíase la torre del campanario de San Hilario desde muy lejos, inscribiendo su fisonomía inolvidable en un horizonte donde todavía no asomaba Combray; cuando en la semana de Resurrección, la veía mi padre, desde el tren que nos llevaba de París, corriendo por todos los surcos del cielo y haciendo girar en todas direcciones su veleta, que era un gallo de hierro, nos decía: «Vamos, coged las mantas, que ya hemos llegado». Y en uno de los grandes paseos que dábamos estando en Combray, había un sitio en que el estrecho camino iba a desembocar en una gran meseta cuyo horizonte cerrábalo la dentada línea de unos bosques, y por encima de ellos asomaba únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosada, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña, con la intención de dar a aquel paisaje, todo de naturaleza, una leve señal de arte, una única indicación humana. Cuando se acercaba uno y se veía el resto de la torre cuadrada y medio derruida, que menos alta que la del campanario, aún subsistía junto a ella, sorprendía ante todo el tono sombrío y rojizo de la piedra; en las brumosas mañanas de otoño, elevándose por encima del tormentoso color violeta de los viñedos, hubiérase dicho que era una ruina purpúrea, del color casi de la viña virgen.
Muchas veces, al pasar por la plaza, de vuelta del paseo, mi abuela me hacía pararme para contemplar el campanario. De las ventanas de la torre, colocadas de dos en dos, unas encima de otras, con esa justa y original proporción en las distancias que no sólo da belleza y dignidad a los rostros humanos, soltaba, dejaba caer a intervalos regulares bandadas de cuervos, que durante un instante daban vueltas chillando, como si las viejas piedras que los dejaban retozar sin verlos; al parecer, se hubieran tornado de pronto inhabitables, y exhalando un germen de agitación infinita los hubieran pegado y echado de allí. Y después de haber rayado en todas direcciones el terciopelo morado del aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la torre, que de nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plantados aquí y allá, parecían inmóviles, cuando estaban, quizá, atrapando a algún insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que gaviota quieta, inmóvil, con la inmovilidad del pescador, en la cresta de una ola. Sin saber muy bien porqué, mi abuela apreciaba en la torre de San Hilario esa falta de vulgaridad, de pretensión y de mezquindad que la inclinaba a querer y a considerar como ricos en benéfica influencia a la naturaleza —siempre que la mano del hombre no la hubiera, como la de nuestro jardinero, empequeñecido— y a las obras geniales. Indudablemente, la iglesia, vista por cualquier lado, se distinguía de los demás edificios en que tenía infusa como una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía tomar conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable. La torre hablaba por ella. Creo que en la de Combray encontraba mi abuela la cualidad que más apreciaba en este mundo: la naturalidad y la distinción. Como no entendía de Arquitectura, decía: «Hijos míos, podéis reíros de mí; no será hermosa conforme a los cánones, pero me gusta mucho esa forma suya tan vieja y tan rara. Estoy convencida de que si tocara el piano tocaría con “alma”. Y, al mirarla, al seguir con la vista la suave tensión, la inclinación ferviente de sus declives, de sus pendientes de piedra, que conforme se alzaban iban acercándose como se juntan las manos para rezar, uníase tan bien a la efusión de la aguja, que su mirada se lanzaba hacia arriba con ella; y, al mismo tiempo, sonreía bondadosamente a las viejas piedras gastadas, que ya sólo en el remate alumbraba el poniente, y que desde el momento en que entraban en esa zona soleada, suavizadas por la luz, parecían subir mucho más arriba, ir más lejos, como un canto atacado en voz de falsete, una octava más alto».
Lo que en Combray daba forma, coronamiento y consagración a todos los quehaceres, a todas las obras y a todas las perspectivas de la ciudad, era el campanario. Desde mi cuarto sólo alcanzaba a ver su base, cubierta de pizarra; los domingos, cuando veía en una cálida mañana aquellas pizarras flameantes como un negro sol, me decía: «¡Dios mío!, las nueve. Tengo que vestirme ya para ir a misa, si quiero que me quede tiempo para subir a dar un beso a la tía Leoncia»; y ya veía exactamente el color que iba a tener el sol en la plaza, y el calor y el polvo que haría en el mercado, y la sombra del toldo de la tienda donde mamá entraría, quizá, antes de misa, atravesando un olor de tela cruda, a comprar un pañuelo, pañuelo que le haría mostrar el amo, el cual se preparaba ya a cerrar y acababa de salir de la trastienda, con su americana de domingo y con las manos bien jabonadas, aquellas manos que tenía por costumbre restregarse una con otra cada cinco minutos, y aun en las más tristes circunstancias, con aire de audacia, de galantería y de triunfo.
Cuando después de misa entrábamos a decir a Teodoro que nos mandara un brioche mayor que de costumbre, porque nuestros primos, aprovechando el buen tiempo, habían venido de Thiberzy a almorzar con nosotros, teníamos enfrente el campanario, que, dorado y recocido como un gran brioche bendito, con escamas y gotitas gomosas de sol, hundía su aguda punta en el cielo azul. Y por la tarde, al volver de paseo, cuando ya pensaba yo en que pronto tendría que despedirme de mamá y no volver a verla, mostrábase el campanario tan suave en el acabar del día, que parecía colocado y hundido como un almohadón de terciopelo pardo, en el cielo pálido, que había cedido a su presión, ahondándose ligeramente para hacerle hueco, y refluyendo en los bordes; y los chillidos de los pájaros que revoloteaban por alrededor acrecían su silencio, daban más impulso a su aguja y lo revestían de inefable carácter.
Hasta cuando había que ir por las calles de detrás de la iglesia, donde no se la veía, todo parecía ordenado con arreglo al campanario, que surgía aquí o allá entre las casas, aún más impresionante por asomar así sin la iglesia. Verdad que hay muchos otros campanarios mucho más hermosos vistos de esa manera, y que guardo en mi memoria viñetas de torres asomando encima de los tejados, de un carácter más artístico que las que componían las tristes calles de Combray. Nunca se me olvidarán, de una curiosa ciudad de Normandía, próxima a Balbec, dos encantadores palacios del siglo XVIII, que por muchos conceptos me son caros y venerables, y entre los cuales, cuando se mira desde el hermoso jardín que baja de las escalinatas de los palacios hacia el río, se eleva la aguja gótica de una iglesia, y parece como que termina y corona sus fachadas; pero con un material tan distinto, tan precioso, tan rizado, rosáceo y pulido, que se aprecia claramente que no forma parte de ellos, como no forma parte de las dos hermosas guijas, entre las que está presa en la playa, la flecha purpurina y dentada de una concha en forma de huso, toda resplandeciente de esmalte. En el mismo París, en uno de los barrios más feos de la ciudad, sé yo de una ventana por la que se ve, después de un primero, un segundo y hasta un tercer término de tejados amontonados de varias calles, una campana morada, a veces rojiza, y en ocasiones, cuando la atmósfera tira una de sus mejores «pruebas», de un negro filtrado en gris, que no es más que la cúpula de San Agustín, y que da a esa vista de París el carácter de algunas de Roma, por Piranesi. Pero como en ninguno de aquellos grabados, por gustosamente que los ejecutara mi memoria, pude poner lo que ya tenía perdido hacía tanto tiempo, es decir, el sentimiento que nos mueve, no a mirar una cosa como un espectáculo, sino a creer en ella como en un ser sin equivalente, ninguna de ellas señorea una parte tan honda de mi vida como el recuerdo de aquellos aspectos del campanario de Combray en las calles de detrás de la iglesia.
Unas veces, cuando a las cinco de la tarde íbamos al correo por las cartas, se le veía a la izquierda, y unas casas más abajo de uno, elevando bruscamente con su aislada cima, la línea que dibujaban los tejados; otras, por el contrario, cuando queríamos preguntar por la señora Sazerat, se seguía con la vista dicha línea, que después de haberse elevado voluta a bajar en su otra vertiente, sabiendo que había que torcer por la segunda bocacalle, pasado el campanario; y si íbamos más allá, camino de la estación, se lo veía oblicuamente, mostrando de perfil aristas y superficies nuevas, como un sólido sorprendido en un aspecto desconocido de su revolución. Y desde las márgenes del Vivona, el ábside, musculosamente recogido e hinchado por la perspectiva, parecía nacido del esfuerzo que hacía el campanario para lanzar su aguja hasta el mismo corazón del cielo; pero en cualquier forma que se lo viera, a él era menester tornar siempre; a él, que lo dominaba todo, conminando a las casas con un inesperado pináculo que se alzaba ante mí como un dedo inconfundible de Dios, aunque el Cuerpo Divino, oculto por la muchedumbre humana, no se veía. Y hoy todavía, si en alguna gran ciudad de provincias o en un barrio de París que no conozco bien, un transeúnte que me ha «encaminado» me indica a lo lejos como punto de referencia la torre de un hospital, o el campanario de un convento, que alzan su puntiagudo bonete eclesiástico en la esquina de una calle por donde debo continuar, a poco que mi memoria pueda encontrarle oscuramente algún rasgo de parecido con la amada y desaparecida silueta, el transeúnte, si se vuelve a ver si voy bien, puede, todo asombrado, verme, olvidado del paseo o del quehacer, allí parado delante del campanario horas y horas, probando a acordarme, y sintiendo en mi interior tierras reconquistadas al olvido que van quedando en seco y tomando forma; y en ese instante, y con mayor ansiedad que el momento antes, cuando le pedía que me guiara, sigo buscando mi camino, doblo una calle…, pero todo sin salir de dentro de mi corazón.
Al volver de misa solíamos encontrarnos con el señor Legrandin, que, obligado a vivir en París por su profesión de ingeniero, no podía, como no fuera en vacaciones, venir a su finca de Cambray más que desde el sábado por la noche hasta el lunes por la mañana. Era una de esas personas que además de su carrera científica, en la que logran brillantes triunfos, tienen una cultura enteramente distinta, artística o literaria, que no utiliza su especialización profesional, pero de la que beneficia su conversación. Más leídos que muchos literatos (en aquella época no sabíamos que el señor Legrandin gozaba de cierta reputación como escritor, y nos extrañamos al ver que un músico célebre había escrito una melodía con letra suya), y con más «facilidad» que muchos pintores, se imaginan estas personas que la vida que hacen en este mundo no es la apropiada para ellos, y ponen en sus ocupaciones positivas, ya una indiferencia medio caprichosa, ya una aplicación constante y altiva, despectiva, amarga y concienzuda. Alto, bien formado, de rostro fino y pensativo, con largos bigotes rubios, mirar azul y desengañado, de cortesía extremada y de conversación tan grata como nunca la oímos, era a los ojos de mi familia, que le citaba siempre como dechado, el tipo del hombre selecto, que tomaba la vida del modo más noble y delicado. Lo único que le censuraba mi abuela era hablar un poco mejor de lo debido, de un modo un tanto libresco, y de que su lenguaje careciera de la naturalidad que tenían sus chalinas siempre flotantes y su americana recta, casi de estudiante. También le extrañaban los inflamados párrafos que a veces lanzaba contra la aristocracia, la vida mundana, y el snobismo[9], «que seguramente era el pecado en que pensaba San Pablo al hablar de un pecado que no tiene remisión».
La ambición mundana era un sentimiento tan imposible de sentir y casi de comprender para mi abuela, que le parecía gastar tanta pasión en difamarla. Además no le parecía cosa de muy buen gusto que el señor Legrandin, que tenía una hermana casada, cerca de Balbec, con un hidalgo de la Normandía Baja, se entregara a tan violentos ataques contra los nobles, llegando casi hasta a reprochar a la Revolución el no haberlos guillotinado a todos.
—Salud, amigos míos —decía viniendo a nuestro encuentro—. Felices ustedes que pueden vivir mucho aquí. Yo, mañana, tengo que volverme a París, a meterme en mi rincón.
¡Ah! —añadía con aquella sonrisa suavemente irónica y desencantada; un tanto distraída, que le era peculiar—, cierto que tengo en casa toda clase de cosas inútiles. Sólo me falta lo necesario, es decir, un gran espacio de cielo, como aquí. Procura guardar siempre por encima de tu vida un buen espacio de cielo, joven —añadía, volviéndose hacia mí—. Tienes un alma muy buena, poco usual, y una naturaleza de artista, así que no consientas que le falte lo que necesita.
Cuando, al regreso, mi tía nos mandaba preguntar si la señora de Goupil había llegado tarde a misa, no podíamos informarle. En cambio, le dábamos una preocupación más diciéndole que había en la iglesia un pintor copiando la vidriera de Gilberto el Malo. Francisca, enviada inmediatamente por su ama a la tienda de ultramarinos, volvía con las manos vacías, por culpa de que no estuviera allí Teodoro, el cual, gracias a su doble profesión de cantor de la iglesia, encargado en parte de su limpieza, y de dependiente de ultramarinos, tenía conocidos en todas partes y un saber enciclopédico.
—¡Ay! —suspiraba mi tía—, ¡ojalá fuera ya la hora de que venga Eulalia! Ella es la única que podrá informarme.
Eulalia era una muchacha coja y sorda, muy activa, que se había «retirado», a la muerte de la señora de la Bretonnerie, en cuya casa estaba colocada desde niña, y que alquiló una habitación junto a la iglesia; y se pasaba el día bajando y subiendo de su casa al templo, ya a las horas de los oficios, ya fuera de ellas, para rezar un poquito o para echar una mano a Teodoro; lo restante del tiempo lo consagraba a visitar enfermos, como mi tía Leoncia, a los que contaba todo lo que había pasado en misa o en las vísperas. No despreciaba la ocasión de añadir algún pequeño ingreso a la parva renta que le pasaba la familia de sus antiguos señores, yendo de cuando en cuando a cuidar de la lencería del señor cura o de otra personalidad notable del mundo clerical de Combray. Llevaba un manto de paño negro y una papalina blanca, casi de monja: una enfermedad de la piel dio a una parte de sus mejillas y a su nariz corva los tonos de color rosa vivo de la balsamina. Sus visitas eran la gran distracción de mi tía Leoncia, y las únicas que recibía, aparte de las del señor cura. Mi tía había ido deshaciéndose poco a poco de los demás visitantes, porque a sus ojos incurrían todos en el defecto de pertenecer a una de las dos categorías de personas que detestaba. Unas, las peores y aquellas de quienes antes se deshizo, eran las que le aconsejaban que no «se hiciera caso», y profesaban, aunque fuera negativamente y sin manifestarlo más que con ciertos silencios de desaprobación o sonrisa incrédulas, la subversiva doctrina de que un paseíto por el sol y un buen bistec echando sangre (¡a ella que conservaba catorce horas en el estómago dos malos tragos de agua de Vichy!), le probarían más que la cama y los medicamentos. Formaban la otra categoría personas que, al parecer, la creían más enferma de lo que estaba, o tan enferma como ella, aseguraba estar. Así que aquellas personas a quienes se permitió subir, después de grandes vacilaciones y gracias a las oficiosas instancias de Francisca, y que en el curso de su visita mostraron cuán indignos eran del favor que se les había hecho, arriesgando tímidamente un: «¿No le parece a usted que si anduviera un poco, cuando el tiempo sea bueno…?», o que, por el contrario, al decirles ella: «Estoy muy mal, muy mal, esto se acaba», le contestaron: «Sí, cuando no se tiene salud. Pero aún puede usted tirar así mucho tiempo», estaban seguros, tanto unos como otros, de no ser recibidos nunca más. Y si Francisca se reía de la cara de susto que ponía mi tía al ver venir, desde su cama, por la calle del Espíritu Santo, a una de aquellas personas, o al oír un campanillazo, se reía todavía más, como de una buena jugarreta, de las argucias siempre triunfantes de mi tía para que se volvieran sin entrar y de la cara desconcertada del visitante que se marchaba sin verla, y en el fondo admiraba a su ama, considerándola superior a todas aquellas personas, puesto que no las quería recibir. De modo que mi tía exigía al mismo tiempo que le aprobaran su régimen, que la compadecieran por sus padecimientos y que la tranquilizaran respecto a su porvenir.
Y en esto Eulalia rayaba muy alto. Ya podía mi tía decirle veinte veces por minuto: «Esto se acaba, Eulalia»; otras tantas veces respondía Eulalia: «Conociendo su enfermedad como la conoce usted, llegará usted a los cien años; eso mismo me decía ayer la señora de Sazerin». (Una de las más arraigadas creencias de Eulalia, y en la que no pudo hacer mella el imponente número de mentís que le dio la experiencia, era que la señora de Sazerat se llamaba la señora de Sazerin).
—No pido tanto como llegar a los cien —contestaba mi tía, que prefería no ver sus días contados con un límite concreto.
Y como, además de eso, Eulalia sabía distraer a mi tía sin cansarla, sus visitas, que ocurrían regularmente todos los domingos, salvo impedimento inopinado, constituían para mi tía un placer cuya perspectiva la mantenía esos días en un estado agradable al principio, pero que acababa por ser doloroso, como la mucha hambre, a poco que Eulalia se retrasara. Cuando se prolongaba excesivamente aquella voluptuosidad de esperar a Eulalia se tornaba suplicio, y mi tía no hacía más que mirar el reloj, bostezar y sentirse mareada. Y cuando el campanillazo de Eulalia sonaba al final del día, cuando no se la esperaba ya, mi tía casi se ponía mala. En realidad, los domingos no pensaba más que en la visita, y en cuanto se acababa el almuerzo, Francisca sentía impaciencia porque nos marcháramos del comedor, para poder subir a «entretener» a mi tía. Pero (sobre todo desde que el buen tiempo se afirmaba en Combray) ya hacía rato que la altiva hora del mediodía caía de la torre de San Hilarlo después de blasonarlo con los doce florones momentáneos de su corona, sonara alrededor de nuestra mesa, junto al pan bendito, venido también él familiarmente de la iglesia, y aún seguíamos sentados ante los platos historiados de las Mil y una noches, fatigados por el calor y sobre todo por la comida. Porque al fondo permanente de huevos, de chuletas, patatas, confituras y bizcochos, que ya ni siquiera nos anunciaba, añadía Francisca, con arreglo a las labores de los campos y de los huertos, el fruto de la pesca, los azares del comercio, las finezas de los vecinos y su propio genio, de tal manera que la lista de nuestras comidas reflejaba en cierto modo, como esas cuadrifolias esculpidas en el siglo XIII, en el pórtico de las catedrales, el ritmo de las estaciones y los episodios de la vida: un mero, porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava, porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville-le-Pin; tuétano de cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albaricoques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín, después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gustaba mucho antes; pastel de almendra, porque se había encargado la víspera, y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerlo. Acabado todo esto, se nos brindaba, hecha especialmente para nosotros, pero dedicada particularmente a mi padre, que le tenía mucha afición, una crema de chocolate, inspiración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. El que no hubiera querido probarla, alegando que ya había terminado y que no tenía más ganas, se hubiera humillado por este sencillo hecho al rango de uno de esos groseros que hasta cuando un artista les regala una obra suya se fijan en el peso y en la materia, cuando lo que vale en ella es la intención y la firma. Y dejarse una gota en el plato hubiera significado una descortesía semejante a la de levantarse, estando delante el compositor, antes de que se acabe el trozo que están ejecutando.
Por fin, mi madre decía: «Vamos, no te estés más aquí, sube a tu cuarto, si es que afuera tienes mucho calor; pero antes sal a tomar el aire un poco para no leer en seguida de comer». Iba a sentarme junto a la bomba del agua y el pilón, exornado este muchas veces, como un fondo gótico, por una salamandra, que esculpía sobre la ruda piedra el móvil relieve de su cuerpo alegórico y ahusado, en un banco sin respaldo, sombreado por un Tilo, en aquel rinconcito del jardín que daba, por una puerta de servicio, a la calle del Espíritu Santo, y en cuyo mal cuidado terreno se elevaba, en altura de dos escalones y formando saliente con la casa, como una construcción independiente, la despensa; veía yo su pavimento rojo y brillante como el pórfiro. Más que la guarida de Francisca, parecía un templecillo de Venus. Rebosaba con las ofrendas del lechero, del frutero, de la verdulera, que venían muchas veces de lejanas aldeas a dedicarle las primicias de sus agros. Y su tejado coronábalo siempre un arrullo de paloma.
Otras veces no me paraba en el bosquecillo consagrado que la rodeaba, y antes de subirme a leer, entraba en el cuarto de descanso que mi tío Adolfo, hermano de mi abuelo, militar que se retiró con el grado de comandante, tenía en la planta baja, y que, aunque las ventanas abiertas dejaran pasar el calor, ya que no los rayos solares, que no alcanzaban hasta allí, exhalaba sin cesar ese olor fresco y oscuro, a la vez forestal y antiguo régimen, que inspira largos años al olfato, cuando nos asalta al penetrar en un abandonado pabellón de caza. Pero hacía muchos años que ya no entraba en el cuarto de mi tío Adolfo, porque él ya no venía a Combray, con motivo de un disgusto que tuvo con mi familia, por culpa mía y en las circunstancias que siguen:
En París me mandaban, una o dos veces por mes, a hacer una visita a mi tío Adolfo, cuando estaba acabando de almorzar, vestido con la guerrera sencilla y servido a la mesa por un criado en traje de faena, a rayas moradas y blancas. Se quejaba, gruñendo, de que no había ido a verlo hacía mucho tiempo y de que lo abandonaba; me daba un poco de mazapán o una naranja; cruzábamos un salón, donde nunca nos parábamos, siempre sin lumbre, con paredes adornadas por molduras doradas, techos pintados de azul, queriendo imitar el cielo, y muebles acolchados de satén, como en casa de mis abuelos, pero aquí amarillos, y entrábamos en lo que él llamaba su «despacho», donde había unos grabados que representaban, sobre un fondo negro, una diosa rosada y carnosa guiando un carro, y subida en un globo o con una estrella en la frente, de esas que gustaban en el segundo Imperio, porque parecían tener algo de pompeyano, que luego cayeron en aborrecimiento y que hoy empiezan a gustar otra vez, por la única razón, aunque se aleguen otras, de que tienen carácter Segundo Imperio. Y estaba con mi tío hasta que su ayuda de cámara venía a preguntarle, de parte del cochero, a qué hora tenía que enganchar. Mi tío sumíase entonces en una meditación que jamás se hubiera atrevido a interrumpir con un solo movimiento su maravillado ayuda de cámara, que esperaba, siempre con curiosidad, el resultado invariablemente idéntico. Por fin, después de una suprema vacilación, mi tío pronunciaba infaliblemente estas palabras: «A las dos y cuarto»; palabras que el criado repetía con sorpresa pero sin discutirlas: «¿A las dos y cuarto? Muy bien… voy a decírselo».
Por aquel entonces poseíame la afición al teatro, afición platónica, porque mis padres nunca me habían dejado ir, y se me representaban de un modo tan inexacto los placeres que procuraba, que casi llegué a creer que cada espectador miraba, lo mismo que en un estereoscopio, una decoración que era para él solo aunque igual a las otras mil que se ofrecían, una a cada cual, al resto de los espectadores.
Todas las mañanas corría a la columna anunciadora Moriss a ver las funciones que anunciaba. Nada más desinteresado y sonriente que los ensueños que ofrecía a mi imaginación cada una de las obras anunciadas y que estaban condicionados a la par, por las imágenes inseparables de las palabras que componían sus títulos, y además por el color de los carteles, aún húmedos y con las arrugas recién hechas al pegarlos, en que esas letras se destacaban. A no ser una de aquellas obras tan extrañas, como el Testamento de César Girodot y Edipo, rey, que figuraban, no en el cartel verde de la Ópera Cómica, sino en el cartel dorado de la Comedia Francesa, nada me parecía tan distinto del airón blanco y resplandeciente de Los Diamantes de la Corona, como satén liso y misterioso de El Dominó Negro, y como mis padres me habían dicho que cuando fuera al teatro por vez primera, tendría que escoger entre esas dos obras, intentando profundizar sucesivamente en el título de cada cual; puesto que era lo único que de ellas conocía, para tratar de aprender el placer que cada una podría darme y compararlo con el que la otra encerraba, llegué a representarme con tanta fuerza, una obra deslumbrante y altiva, por un lado, y por el otro una obra suave y aterciopelada que me sentía incapaz de decidir cuál se llevaría mi preferencia, como si para el postre me hubieran dado a elegir entre arroz a la emperatriz y crema de chocolate.
Todas mis conversaciones con mis compañeros versaban sobre aquellos actores cuyo arte, aunque me era aún desconocido, era la primera forma de todas las que reviste, con que para mí se hacía presentir el Arte. Las diferencias más insignificantes entre la manera que uno u otro tenían que declamar o matizar un párrafo, me parecían de incalculable importancia. Y por lo que había oído decir de ellos, los iba clasificando por orden de talento, en una lista que me recitaba a mí mismo todo el día, y que acabaron por petrificarse en mi cerebro y molestarlo con su inmovilidad.
Más adelante, cuando fui al colegio, cada vez que durante la clase volvía el profesor la cabeza y yo hablaba con un nuevo amigo, lo primero que le preguntaba era si había ido ya al teatro y si no creía que el mejor actor era sin duda Got, el segundo Delaunay, etc. Y si opinaba que Febvre iba después de Thiron o Delaunay después de Coquelin, la repentina movilidad que Coquelin, perdiendo la rigidez de la piedra, cobraba en mi espíritu para ocupar el segundo lugar y la agilidad milagrosa y fecunda animación que ganaba Delaunay para retroceder hasta el cuarto puesto, devolvían la sensación del reflorecer y del vivir a mi cerebro ya flexible y fértil.
Pero si tanto me preocupaban los actores, si el ver salir una tarde a Maubant de la Comedia Francesa me causó el pasmo y el dolor que el amor inspira, el nombre de una gran actriz que resplandecía en el anuncio de un teatro, y la fugaz visión de un rostro de mujer, visto tras el cristal de la portezuela de un coche que pasaba por la calle con sus caballos adornados de rosas en la frente, y que yo me figuraba que sería el de una actriz, dejaban en mí un rastro de más prolongada preocupación y de afán impotente y doloroso para representarme su vida. Clasificaba, por orden de talento, a las más famosas: Sarah Bernhardt, la Berma, Bartet, Madeleine Brohan, Jeanne Samary, pero por todas me interesaba. Pues bien; mi tío conocía a muchas de ellas y también a cocottes que yo no sabía distinguir claramente de las actrices, y a quienes recibía en su casa. Y si teníamos días fijos para ir a verlo, es que los demás días iban a su casa mujeres con las que su familia no debía encontrarse, por lo menos según el parecer de la familia, porque el de mi tío, al contrario, por su facilidad excesiva para hacer a viuditas lindas que quizá nunca estuvieron casadas, y a condesas de nombre pomposo que no era probablemente más que un nombre de guerra, la merced de presentarlas a mi abuela, o hasta de regalarles alhajas de familia, le había traído ya más de un disgusto con mi abuelo. A menudo, cuando el nombre de alguna actriz salía en la conversación, yo oía que mi padre decía, sonriendo, a mamá: «Es un amigo de tu tío»; y yo pensaba que mi tío, presentándome en su casa a la actriz inasequible para tantos otros y que era íntima amiga suya, hubiera podido dispensar a un chiquillo como yo, de la corte, que quizá años enteros habían hecho inútilmente a la puerta de aquella mujer hombres de calidad, cuyas cartas no contestaba y a quienes el portero de su palacio echaba a la calle.
Con el pretexto de que una lección que fue menester cambiar de hora, caía tan mal, que me impidió ir a ver a mi tío varias veces y seguiría impidiéndomelo, un día, que no era el reservado para las visitas que le hacíamos, aprovechándome de que mis padres habían almorzado temprano; salí a la calle, y en vez de irme a mirar la cartelera, a lo que me dejaban ir solo, me llegué corriendo hasta su casa. Vi parado a la puerta un coche de dos caballos, que llevaban en las anteojeras un clavel rojo, clavel que también lucía el cochero en la solapa. Desde la escalera oí risa y hablar de mujer, y cuando llamé, hubo, primero un silencio, y después, ruido de puertas que se cierran. El ayuda de cámara que vino a abrirme pareció desconcertado al verme, y me dijo que mi tío estaba muy ocupado y que probablemente no podría verme; sin embargo, fue a pasarle aviso, y mientras tanto oí a la misma voz femenina de antes, que decía: «Sí: déjalo pasar, nada más que un momento; me divertirá mucho. En la fotografía que tienes encima de tu mesa de despacho se parece mucho a su mamá, a tu sobrina, ¿no?, la del retrato que está al lado. Sí, déjame que vea al chiquillo aunque no sea más que un momento».
Oí que mi tío gruñía y se enfadaba, y, por fin, el ayuda de cámara me dijo que pasara.
Encima de la mesa estaba, como de costumbre, el plato de mazapán, y mi tío llevaba su guerrera de todos los días, pero enfrente de él había una señora joven, con traje de seda color rosa y un collar de perlas al cuello, que estaba acabando de comerse una mandarina. Las dudas en que me puso el no saber si debía llamarla señora o señorita, me sacaron los colores al rostro y me fui a dar un beso a mi tío sin atreverme a volver la cabeza hacia el lado donde estaba ella, para no tener que hablarle. La señora me miró sonriente, y mi tío le dijo: «Es mi sobrino», sin decirle a ella mi nombre ni a mí el suyo, sin duda que desde los piques que había tenido con mi abuelo, procuraba evitar, dentro de lo posible, todo género de relación entre su familia y aquellas amistades suyas.
—Cuánto se parece a su madre —dijo la señora.
—Pero usted no ha visto nunca a mi sobrina más que en retrato —contestó vivamente mi tío en tono brusco.
—Perdone usted, amigo mío: me crucé un día con ella en la escalera, el año pasado, cuando estuvo usted tan malo. Verdad es que no la vi más que como un relámpago, y que su escalera de usted es muy oscura, pero tuve bastante para admirarla. Este joven tiene los ojos como los de su madre, y esto también —dijo la dama señalando con su dedo una línea en la parte inferior de la frente—. ¿Lleva su sobrina el mismo apellido que usted? —preguntó a mi tío.
—A quien más se parece es a su padre —refunfuñó mi tío, que, como no tenía gana de hacer presentaciones de cerca, tampoco quería hacerlas de lejos, diciendo cómo se llamaba mi madre—. Es su padre en todo, y también se parece algo a mi pobre madre.
—A su padre no lo conozco —dijo la señora del traje rosa—, y a su pobre madre de usted no llegué a conocerla nunca. Ya se acordará usted de que nos conocimos poco después de su gran desgracia.
Yo sentí una leve decepción, porque aquella damita no se diferenciaba de otras lindas mujeres que yo había visto en mi familia, especialmente de la hija de un primo nuestro, a cuya casa íbamos siempre el día primero de año. La amiga de mi tío iba mejor vestida, eso sí, pero tenía el mismo mirar alegre y bondadoso, y el mismo franco y amable exterior. Nada encontraba en ella del aspecto teatral que tanto admiraba en los retratos de las actrices, ni la expresión diabólica que debía corresponder a una vida como sería la suya. Me costaba trabajo creer que era una cocotte, y sobre todo, nunca, me hubiera creído que era una cocotte elegante, a no haber visto el coche de dos caballos, el traje de rosa y el collar de perlas, y de no saber que mi tío no trataba más que a las de altos vuelos. Y me preguntaba qué placer podía sacar el millonario que le pagaba hotel, coche y alhajas, de comerse su fortuna por una persona de modales tan sencillos y tan correctos. Y, sin embargo, al pensar en lo que debía ser su vida, la inmoralidad de la vida aquella me turbaba mucho más que si se hubiera concretado ante mí en una apariencia especial, por ser tan invisible como el secreto de una novela, por el escándalo que debió de echarla de casa de sus padres, acomodados y entregarla a todo el mundo, dando pleno desarrollo a su belleza, y elevando hasta el mundo galante y el halago de la notoriedad, a una mujer que, por sus gestos y sus entonaciones de voz, tan semejantes a los que yo viera en otras damas; se me representaba, sin querer, como a una muchacha de buena familia, que ya no era de ninguna familia.
Habíamos pasado al despacho, y mi tío, un poco molesto por mi presencia, le ofreció cigarrillos.
—No —dijo ella—, ya sabe usted que estoy acostumbrada a los que me manda el gran duque. Ya le he dicho que esos cigarrillos le dan a usted envidia. —Y sacó de una pitillera unos pitillos cubiertos de inscripciones doradas en letras extranjeras—. Pero me parece que sí, que he visto en casa de usted al padre de este joven. ¿No es sobrino de usted? ¿Cómo lo voy a olvidar si fue tan amable, tan exquisitamente fino conmigo? —dijo con tono sencillo y tierno. Pero yo, pensando en cómo pudo haber sido la ruda acogida, que ella decía exquisitamente fina de mi padre, cuya reserva y frialdad me eran bien conocidas, me sentí molesto, como si fuera por una falta de delicadeza en que mi padre hubiera incurrido, al apreciar la desigualdad existente entre lo que debió ser por su escasa amabilidad y el generoso reconocimiento que la dama le atribuía. Más tarde, me ha parecido que uno de los aspectos conmovedores de la vida de esas mujeres ociosas y estudiosas es el consagrar su generosidad, su talento, un ensueño siempre disponible de belleza sentimental porque ellas, lo mismo que los artistas, no lo realizan y no lo hacen inscribirse en el marco de la existencia común— y un dinero que les cuesta muy poco, a enriquecer con un precioso engaste la vida tosca y sin devastar de los hombres. Así aquella, que en el cuarto donde estaba mi tío, vestido con su cazadora sencilla, para recibirla, irradiaba la belleza de su suave cuerpo, de su traje de seda, de sus perlas, y la elegancia que emana de la amistad de un gran duque, cogió un día una frase insignificante de mi padre, la trabajó delicadamente, la torneó, le puso una preciosa apelación engastando en ella una de sus miradas de tan bellas aguas, coloreadas de humildad y gratitud, ¡la devolvía ahora convertida en una alhaja de mano de artista en algo «perfectamente exquisito!».
—Vamos, ya es hora de que te marches —me dijo el tío.
Me levanté; tenía un irresistible deseo de besar la mano a la señora del traje rosa; pero me parecía que aquello hubiera sido cosa tan atrevida como un rapto. Y me latía fuertemente el corazón, mientras que me preguntaba a mí mismo: ¿Lo hago? ¿No lo hago?; hasta que, por fin, para poder hacer algo dejé de pensar en lo que iba a hacer. Y con ademán ciego e irreflexivo, sin el apoyo de ninguna de las razones que hace un momento encontraba en favor de este acto, me llevé a los labios la mano que ella me tendía.
—¡Ves qué amable! Es muy galante, y ya le llaman la atención a las mujeres; sale a su tío. Será un perfecto gentleman[10] —dijo apretando un poco los dientes para dar a la frase un leve acento británico—. ¿No podría ir un día a casa a tomar a cup of tea[11], como dicen nuestros vecinos los ingleses? No tiene más qué mandarme un «continental» por la mañana.
Yo no sabía lo que era un «continental». No entendía la mitad de las palabras que decía la señora; pero el temor de que envolvieran alguna pregunta indirecta, que hubiera sido descortés no contestar, me impedía dejar de prestarles oído atento, lo cual me cansaba mucho.
—No, no es posible —dijo mi tío, encogiéndose de hombros—, está muy ocupado, tiene mucho trabajo. Se lleva todos los premios de su clase —añadió, bajando la voz para que yo no oyera esa falsedad y no la desmintiera—. ¡Quién sabe!, acaso sea un pequeño Víctor Hugo, una especie de Vaulabelle, ¿sabe usted?
—Siento adoración por los artistas —contestó la dama del traje rosa—; sólo ellos saben entender a las mujeres… Ellos y, los escogidos… como usted. Perdone usted mi ignorancia… ¿Quién era Vaulabelle? ¿Quizá esos tomos dorados que están en la librería pequeña de su tocador? Ya sabe usted que ha prometido que me los prestaría; los cuidaré muy bien.
Mi tío, que no quería prestar sus libros, no contestó y vino a acompañarme hasta el recibimiento. Loco de amor por la señora del traje rosa, llené de besos los carrillos de mi tío, que olían a tabaco, y mientras que él, bastante azorado, me daba a entender que le gustaría que no contase nada a mis padres de aquella visita, yo le decía, con lágrimas en los ojos, que el recuerdo de su amabilidad estaba tan profundamente grabado en mi corazón, que ya llegaría día en que pudiera demostrarle mi gratitud. En efecto: tan profundamente grabado estaba en mi corazón, que dos horas después, y luego de algunas frases misteriosas, que me pareció que no lograban dar a mis padres idea bastante clara de la nueva importancia que yo disfrutaba, consideré más explícito contar con todo detalle la visita que acababa de hacer. Con ello no creía causar molestia alguna a mi tío. ¿Y cómo iba a creerlo, si yo no tenía intención de causársela? ¿Cómo iba yo a suponer que mis padres vieran nada malo allí dónde yo no lo veía? Nos sucede todos los días que un amigo nos pide que no se nos olvide transmitir sus disculpas a una mujer a quien no ha podido escribir, y que nosotros lo dejamos pasar descuidadamente, considerando que esa persona no puede conceder gran importancia a un silencio que para nosotros no la tiene. Yo me creía, como todo el mundo, que el cerebro de los demás era un receptáculo inerte y dócil, sin fuerza de reacción específica sobre lo que en él depositamos; y no dudaba que al verter en el de mis padres la noticia de la nueva amistad que hiciera por medio de mi tío, los transmitiría al mismo tiempo, como era mi deseo, el benévolo juicio que a mí me había merecido aquella presentación.
Pero, por desdicha, mis padres se atuvieron a principios enteramente distintos de aquellos cuya adopción los sugería yo, para estimar el acto de mi tío. Mi padre y mi abuelo tuvieron con él explicaciones violentas; yo me enteré indirectamente. Y unos días más tarde, al cruzarme con mi tío, que iba en coche abierto, sentí pena, gratitud y remordimiento, todo lo cual hubiera querido expresarle. Pero comparado con lo inmenso de estos sentimientos, me pareció que un sombrerazo sería cosa mezquina y podría hacer pensar a mi tío que yo no me consideraba obligado, con respecto a su persona, más que a una frívola cortesía. Decidí abstenerme de aquel ademán, tan insuficientemente expresivo, y volví la cabeza a otro lado. Mi tío se imaginó que aquella acción mía obedecía a órdenes de mis padres, y no se lo perdonó nunca; murió muchos años después de esto, sin volver a hablarse con ninguno de nosotros.
Por eso ya no entraba en el cuarto de descanso, cerrado, ahora, de mi tío Adolfo, y después de vagar por los alrededores de la despensa, cuando Francisca aparecía en la entrada, diciéndome: «Voy a dejar a la moza que sirva el café y suba el agua caliente, porque yo tengo que escaparme al cuarto de la tía», decídame yo a entrar en casa y suba derechamente a mi habitación a leer. La moza era una persona moral, una institución permanente, que por sus invariables atribuciones se aseguraba una especie de continuidad e identidad, a través de la sucesión de formas pasajeras en que se encarnaba, porque nunca tuvimos la misma dos años seguidos. Aquel año que comimos tantos espárragos, la moza usualmente encargada de «pelarlos» era una pobre criatura enfermiza, embarazada ya de bastantes meses, cuando llegamos para Pascua, y a la que nos extrañábamos que Francisca dejara trabajar y corretear tanto, porque ya empezaba a serle difícil llevar por delante el misterioso canastillo, cada día más lleno, cuya forma magnífica se adivinaba bajo sus toscos sayos. Sayos que recordaban las hopalandas que visten algunas figuras simbólicas de Giotto, que el señor Swann me había regalado en fotografía. Él mismo nos lo había hecho notar, y para preguntarnos por la moza, nos decía: «¿Qué tal va la Caridad, de Giotto?». Y, en efecto, la pobre muchacha, muy gorda ahora por el embarazo, gruesa hasta de cara y de carrillos, que caían cuadrados y fuertes, bastante a esas vírgenes robustas y hombrunas, matronas más bien, que en La Arena sirven de personificación a las virtudes. Y me doy cuenta ahora de que, además, se parecía a ellas por otra cosa. Lo mismo que la figura de aquella moza se agrandaba por la adición del símbolo que llevaba delante del vientre, sin comprender su significación y sin que nada de su belleza y su sentido se transparenten en su rostro como un simple fardo pesado, así, sin sospecharlo, encarna la robusta matrona que está representada en La Arena, encima del nombre «Caritas», y cuya fotografía tenía yo colgada en mi cuarto de estudio, la dicha virtud de la caridad, sin que ningún pensamiento caritativo haya cruzado jamás por su rostro enérgico y vulgar. Por una hermosa idea del pintor está pisoteando las riquezas terrenales; pero exactamente lo mismo que si estuviera pisando uva para sacar el mosto, o como si se hubiera subido encima de unos sacos para estar más en alto; tiende a Dios su corazón inflamado; mejor dicho, se le «alarga», como una cocinera alarga un sacacorchos a alguien que se lo pide desde la planta baja, por el respiradero de la cocina.
La Envidia tenía ya más expresión de envidia. Pero también en ese fresco ocupa tanto espacio el símbolo, y está representado de modo tan real, y es tan gorda la serpiente que silba en labios de la Envidia y le llena tan completamente la boca, hasta el punto de tener distendidos los músculos de la cara como un niño que está inflando una pelota, soplando, que la atención de la Envidia, y con ella la nuestra, se concentra entera en lo que hacen las labios, y no tiene casi tiempo de entregarse a pensamientos envidiosos.
A pesar de toda la admiración que profesaba el señor Swann por esas figuras de Giotto, por mucho tiempo no me dio mucho gusto contemplar en el cuarto de estudio, donde estaban colgadas unas copias que me trajo Swann, aquella Caridad sin caridad; aquella Envidia, que parecía una lámina de Tratado de Medicina para explicar la comprensión de la glotis o de la campanilla por un tumor de la lengua o por el instrumento del operador, y aquella Justicia, que tenía el mismo rostro grisáceo y pobremente proporcionado que en Combray caracterizaba a algunas burguesitas lindas, piadosas y secas que yo veía en misa, y que estaban ya algunas alistadas en las milicias de reserva de la Injusticia. Pero más tarde comprendí que la seductora rareza y la hermosura especial de esos frescos consistía en el mucho espacio que en ellos ocupaba el símbolo, y que el hecho de que estuviera representado, no como símbolo, puesto que no estaba expresada la idea simbolizada, sino como real, como efectivamente sufrido, o manejado materialmente, daba a la significación de la obra un carácter más material y preciso, y a su enseñanza algo de sorprendente y concreto. Y así, en la pobre moza tampoco el peso que desde el vientre la tiraba llamaba la atención hacia él; e igualmente, muy a menudo, el pensamiento de los moribundos se vuelve hacia el lado efectivo, doloroso, oscuro y visceral, hacia el revés de la muerte, que es cabalmente el lado que esta les presenta y los hace sentir, mucho más parecido a un fardo que los aplasta, a una dificultad de respirar o a una sed muy grande, que a le que llamamos idea de la muerte.
Menester era que aquellos Vicios y Virtudes de Padua encerrasen una gran realidad, puesto que se me representaban con tanta vida como la doméstica embarazada, y la criada a su vez no me parecía menos alegórica que las pinturas. Y acaso esa no participación (aparentemente al menos) del alma de un ser en la virtud que actúa por intermedio de su cuerpo, tiene, además de su valor estético, una realidad, si no psicológica, fisonómica, por lo menos. Cuando más tarde tuve ocasión de encontrar en el curso de mi vida, en algún convento, por ejemplo, encarnaciones verdaderamente santas de la caridad activa, tenían por lo general un porte alegre, positivo, indiferente y brusco de cirujano ocupado, y uno de esos rostros en que no se lee conmiseración ni ternura algunas ante el sufrimiento humano, ni ningún temor a herirle, ese rostro sin dulzura, antipático y sublime, que es el de la bondad verdadera.
Mientras que la moza —haciendo resplandecer involuntariamente la superioridad de Francisca, como el Error, por contraste, da mayor brillo al triunfo de la Verdad— servía el café, que, según mamá, no era más que agua caliente, y subía a las habitaciones agua caliente, que no era más que agua templada, yo me echaba en mi cama, un libro en la mano, en mi cuarto, que protegía, temblando, su frescura transparente y frágil contra el sol de la tarde, con la defensa de las persianas, casi cerradas, y en las que, sin embargo, un reflejo de luz había hallado medio de abrir paso a sus alas amarillas, y se había quedado inmóvil en un rincón entre la madera y el cristal, como una mariposa en reposo. Apenas si se veía a leer, y la sensación de la esplendidez de la luz sólo la sentía por los golpes que en la calle de la Cure estaba dando Camus (ya advertido por Francisca de que mi tía no «descansaba» y de que se podía hacer ruido) en unos cajones polvorientos, y que al resonar en esa atmósfera sonora, propia de las temperaturas calurosas, parecía que lanzaban a lo lejos estrellitas escarlata; y también por las moscas, que estaban ejecutando en mi presencia, y en su reducido concierto, una música, que era como la música de cámara del estío, y que no evoca el verano a la manera de una melodía humana que oímos una vez durante esa estación, y que nos la recuerda en seguida, sino que está unida a él por un lazo más necesario: porque nacida del seno de los días buenos, sin renacer más que con ellos, y guardando algo de su esencia, no sólo despierta en nuestra memoria la imagen de esos días, sino que atestigua su retorno, su presencia efectiva, ambiente e inmediatamente accesible.
Aquel umbroso frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la sombra es al rayo de sol, es decir, tan luminosa como él, y brindaba a mi imaginación el total espectáculo del verano, que mis sentidos, si hubiera ido a darme un paseo, no hubieran podido gozar más que fragmentariamente; y así convenía muy bien a mi reposo, que —gracias a las aventuras relatadas en los libros que venían a estremecerle— aguantaba; como una mano muerta en medio de agua corriente, el choque y la animación de un torrente de actividad.
Pero mi abuela, si el calor excesivo cesaba, si había tormenta o sólo un chubasco, iba a pedirme que saliera. Y como yo no quería renunciar a mi lectura, me marchaba a continuarla al jardín, debajo del castaño, a una casilla de esparto y tela, en cuyas honduras me sentaba y me creía oculto a los ojos de las visitas que pudieran tener mis padres.
¿Y acaso no era también mi pensamiento un refugio en cuyo hondo estaba yo bien metido, hasta para mirar lo que pasaba afuera? Cuando veía yo un objeto externo, la conciencia de que lo estaba viendo flotaba entre él y yo, y lo ceñía de una leve orla espiritual que no me dejaba llegar a tocar nunca directamente su materia; se volatilizaba en cierto modo antes de que entrara en contacto con ella, lo mismo que un cuerpo incandescente al acercarse a un objeto mojado no llega a tocar su humedad, porque siempre va precedido de una zona de evaporación. En aquella especie de pantalla colorada por diversos estados, que mientras que yo leía, iba desplegando, simultáneamente mi conciencia, y cuya escala empezaba en las aspiraciones más hondamente ocultas en mi interior, y acababa en la visión totalmente externa del horizonte que tenía al final del jardín, delante de los ojos, lo primero y más íntimo que yo sentía, el fuerte puño, siempre activo, que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica y la belleza del libro que estaba leyendo, y mi deseo de apropiármelas, de cualquier libro que se tratara. Porque aunque lo hubiera comprado en Combray, al verlo en la tienda de Borange, muy separada de casa para que Francisca pudiera ir allí a comprar, como iba a casa de Camus, pero mejor surtida en artículos de papelería y libros, sujeto con cintas en el mosaico de folletos y entregas que revestían las dos hojas de la puerta, más misteriosas y más ricas en pensamiento que la puerta de una catedral, es porque me acordaba de haberlo oído citar como obra notable al profesor o camarada que por aquel entonces me parecía estar en el secreto de la verdad y de la belleza, medio presentidas y medio incomprensibles para mi meta borrosa, pero permanente, de mi pensamiento.
Tras esta creencia central, que durante mi lectura ejecutaba incesantes movimientos de adentro afuera, en busca de la verdad, venían las emociones que me inspiraba la acción en la que yo participaba, porque aquellas tardes estaban más henchidas de sucesos dramáticos que muchas vidas. Eran los sucesos ocurridos en el libro que leía, aunque los personajes a quienes afectaban no eran «reales», como decía Francisca. Pero ningún sentimiento de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a nosotros, si no es por intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, como en el conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los personajes reales, significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, lo percibimos en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar. Si le sucede una desgracia, no podremos sentirla más que en una parte mínima de la noción total que de sí tenga. La idea feliz del novelista es sustituir esas partes impenetrables para el alma por una cantidad equivalente de partes inmateriales, es decir, asimilables para nuestro espíritu. Desde ese momento poco nos importa que se nos aparezcan como verdaderos los actos y emociones de esos seres de nuevo género, porque ya las hemos hecho nuestras, en nosotros se producen, y ellas sojuzgan, mientras vamos volviendo febrilmente las páginas del libro, la rapidez de nuestra respiración y la intensidad de nuestras miradas. Y una vez que el novelista nos ha puesto en ese estado, en el cual, como en todos los estados puramente interiores, toda emoción se decuplica, y en el que su libro vendrá a inquietarnos como nos inquieta un sueño, pero un sueño más claro que los que tenemos dormidos, y que nos durará más en el recuerdo, entonces desencadena en nuestro seno, por una hora, todas las dichas y desventuras posibles, de esas que en la vida tardaríamos muchos años en conocer unas cuantas, y las más intensas de las cuales se nos escaparían, porque la lentitud con que se producen nos impide percibirlas (así cambia nuestro corazón en la vida, y este es el más amargo de los dolores; pero un dolor que sólo sentimos en la lectura e imaginativamente; porque en la realidad se nos va mutando el corazón lo mismo que se producen ciertos fenómenos de la naturaleza, es decir, con tal lentitud, que aunque podamos darnos cuenta de cada uno de sus distintos estados sucesivos, en cambio se nos escapa la sensación misma de la mudanza).
Venía luego, proyectando a medias ante mí, y ya menos interior a mi cuerpo que la vida de aquellos personajes, el paisaje que servía de fondo a la acción y que influía sobre mi pensamiento más poderosamente que el otro, aquel que yo tenía a la pista, cuando alzaba los ojos del libro. Así, durante dos veranos, en el calor del jardín de Combray sentí, motivada por el libro que entonces leía, la nostalgia de un país montañoso y fluviátil; en donde habría muchas aserrerías, y en donde pedazos de madera irían pudriéndose, cubiertos de manojos de berros, en el fondo del agua transparente; y no lejos de allí trepaban por los muros de poca altura racimos de flores rojizas y moradas. Y como siempre tenía presente en el alma el ensueño de una mujer que me quería, en aquellos veranos el sueño se empapaba en el frescor de las aguas corrientes, y cualquier mujer que evocara se me aparecía con racimos de flores rojizas y moradas creciendo a su lado, como con sus colores complementarios.
No se nos queda grabada eternamente una imagen con que soñamos porque se embellezca y mejore con el reflejo de los colores extraños que por azar la rodeen en nuestros sueños, porque aquellos paisajes de los libros que leía se me representaban con mayor viveza en la imaginación que los que Combray me ponía delante y los análogos que me hubiera podido presentar. Por la manera que había tenido el autor de escogerlos, y por la fe con que mi pensamiento salía al encuentro de sus palabras, como si fueran una revelación, me parecía que eran una parte real de la Naturaleza misma, merecedora de estudiarla y profundizarla, impresión que casi no me hacían los lugares donde me hallaba, y especialmente nuestro jardín, frío producto de la correcta fantasía del jardinero, objeto del desprecio de mi abuela.
Si cuando yo estaba leyendo un libro mis padres me hubieran dejado ir a visitar la región que describía, me habría parecido que daba un gran paso hacia la conquista de la verdad. Porque si bien tenemos siempre la sensación de que nuestra alma nos está cercando, no es que nos cerque como los muros de una cárcel inmóvil, sino que más bien nos sentimos como arrastrados con ella en un perpetuo impulso para sobrepasarla, para llegar al exterior, medio descorazonados, y oyendo siempre a nuestro alrededor esa idéntica sonoridad, que no es un eco de fuera, sino el resonar de una íntima vibración. Querernos buscar en las cosas, que por eso nos son preciosas, el reflejo que sobre ellas lanza nuestra alma, y es grande nuestra decepción al ver que en la Naturaleza no tienen aquel encanto que en nuestro pensamiento les prestaba la proximidad de ciertas ideas; y muchas veces convertimos todas las fuerzas del alma en destreza y en esplendor, destinados a accionar, sobre unos seres que sentimos perfectamente que están fuera de nosotros y que no alcanzaremos nunca. Y por eso, si bien me imaginaba siempre alrededor de la mujer amada los lugares que por entonces deseaba con mayor ardor, y si bien hubiera querido que ella fuera la que me acompañara a visitarlos y la que me abriese las puertas de un mundo desconocido, no se debía aquello al azar de una sencilla asociación de ideas, no; es que mis sueños de viaje y de amor no eran más que momentos —que hoy separo artificialmente, como quien hace cortes a distintas alturas en un surtidor irisado y en apariencia inmóvil— de un mismo e infatigable manar de las fuerzas todas de mi vida.
En fin, al ir siguiendo de dentro afuera los estados simultáneamente yuxtapuestos en mi conciencia, y antes de llegar al horizonte real que los envolvía, me encuentro con placeres de otra clase: sentirme cómodamente sentado, percibir el buen olor del aire; no verme molesto por ninguna visita, y cuando daba la una en el campanario de San Hilario, ver caer trozo a trozo aquella parte ya consumada de la tarde, hasta que oía la última campanada, que me permitía hacer la suma de las horas; y con el largo silencio que seguía, parecía que empezaba en el cielo azul toda la parte que aún me era dada para estar leyendo hasta la hora de la abundante cena que Francisca preparaba y que me repondría de las fatigas que me tomaba en la lectura para seguir al héroe. Y a cada hora que daba parecíame que no habían pasado más que unos instantes desde que sonara la anterior; la más reciente venía a inscribirse en el cielo tan cerca de la otra, que me era imposible creer que cupieran sesenta minutos en aquel arquito azul comprendido entre dos rayas de oro. Y algunas veces, esa hora prematura sonaba con dos campanadas más que la última; había, pues, una que se me escapó, y algo que había ocurrido, no había ocurrido para mí; el interés de la lectura, mágico como un profundo sueño, había engañado a mis alucinados oídos, borrando la áurea campana de la azulada superficie del silencio. ¡Hermosas tardes de domingo, pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspiraciones extrañas, en el seno de una región regada por vivas aguas; todavía me evocáis esa vida cuando pienso en vosotras; esa vida que en vosotras se contiene, porque la fuisteis cercando y encerrando poco a poco —mientras que yo progresaba en mi lectura e iba cayendo el calor del día— en el cristal sucesivo, de lentos cambiantes, y atravesado de follaje, de vuestras horas silenciosas, sonoras, fragantes y limpias!
A veces, arrancábame de mi lectura, desde mediada la tarde, la hija del jardinero, que corría como una loca, volcando la maceta del naranjo, hiriéndose en un dedo, rompiéndose un diente, y chillando: «Ahí están, ahí están», para que Francisca y yo acudiéramos y no perdiéramos nada del espectáculo. Eran los días en que, con motivo de maniobras de guarnición, los soldados pasaban por Combray, tomando generalmente por la calle de Santa Hildegarda. Mientras que nuestros criados, sentados en fila en sus sillas, fuera de la verja, contemplaban a los paseantes dominicales de Combray y se ofrecían a su admiración, la hija del jardinero veía de pronto por el hueco que quedaba entre las dos casas lejanas del paseo de la Estación, el brillar de los cascos. Los criados entraban en seguida las sillas, porque cuando los coraceros desfilaban por la calle de Santa Hildegarda la llenaban en toda su anchura, y el galope de los caballos pasaba rasando las casas y sumergiendo las aceras, como ribazos que ofrecen lecho escaso a un torrente desencadenado.
—Pobres hijos míos —decía Francisca en cuanto llegaba a la verja, llorando ya—. ¡Pobres muchachos! Los segarán como la hierba. Sólo al pensarlo no sé qué siento —añadía poniéndose la mano en el corazón, que es donde había sentido ese no sé qué.
—Da gusto, ¡eh!, señora Francisca, ver a esos mozos que no tienen apego a la vida —decía el jardinero para sacarla de sus casillas.
Y no lo decía en vano:
—¡No tener apego a la vida! Entonces, ¿a qué se va a tener apego? La vida es lo único que Dios no da dos veces. ¡Ay, Dios mío; pero sí que es verdad que no le tienen aprecio! Los vi el año 70, y en esas malditas guerras ya no tienen miedo a la muerte. Son locos; nada más que locos. Y no valen un ochavo; no son hombres, son leones. (Para Francisca comparar un hombre a un león, palabra que pronunciaba le-ón, no era nada halagüeño).
La calle de Santa Hildegarda daba vuelta muy cerca de casa, y no se podía ver venir a los soldados desde lejos; de modo que por el hueco que había entre las dos casas del paseo de la Estación es por donde se veían más y mis cascos corriendo y brillando con el sol. El jardinero tenía curiosidad por saber si quedaban muchos por pasar, y además sentía sed, porque el sol pegaba de firme. Y entonces, de repente, su hija, lanzándose como quien se lanza fuera de una plaza sitiada, hacía una salida, llegaba a la esquina próxima, y después de haber desafiado cien veces a la muerte, volvía a traernos una jarra de refresco de coco y la noticia de que aún había por lo menos un millar que venían en marcha por el camino de Thiberzy y de Méséglise. Francisca y el jardinero, ya reconciliados, discutían sobre lo que había que hacer en caso de guerra.
—Ve usted, Francisca —decía el jardinero—; mejor es la revolución, porque cuando hay revolución no van más que los que quieren.
—¡Ah, ya lo creo; eso, sí, es más franco!
El jardinero creía que cuando se declaraba la guerra se interrumpía el tránsito ferroviario.
—¡Claro! —decía Francisca—; para que los hombres no se puedan escapar.
Y contestaba el jardinero: «¡Es más listo el Gobierno!», porque se aferraba a la idea de que la guerra era una mala pasada trae el Gobierno jugaba al pueblo, y que todo el que podía se escapaba.
Pero Francisca se volvía muy pronto con mi tía; yo tornaba a mi libro, y las criadas otra vez se instalaban en la puerta a ver caer el polvo y la emoción que levantaron los soldados. Aún largo rato después que se hiciera la calma, una desusada ola de paseantes ennegrecía las calles de Combray. Y delante de todas las casas, incluso de aquellas en que no era costumbre hacerlo, los criados, y a veces los amos, festoneaban la entrada con una caprichosa orla, igual a ese festón de algas y conchas que, romo crespón y adorno, deja una marea fuerte en la orilla, después de alejarse.
Excepto en aquellos días, de costumbre podía entregarme a la lectura con toda tranquilidad. Pero la interrupción y el comentario que una visita de Swann me trajo a la lectura que tenía empezada de un autor nuevo para mí, Bergotte, tuvo por consecuencia que por mucho tiempo ya no fue sobre un muro exornado con mazorcas de flores moradas donde yo vi destacarse la imagen de una de las mujeres de mis sueños, sino sobre muy distinto fondo: el pórtico de una catedral gótica.
La primera persona que me habló de Bergotte fue un compañero mío, mayor que yo, y al que yo admiraba mucho: Bloch. Cuando le confesé la admiración que sentía por la Noche de Octubre, soltó una carcajada chillona como un clarín, y me dijo: «Desconfía de esa tu baja dilección por el tal Musset. Es un tipo de lo más dañino; una bestia bastante lúgubre. No puedo por menos de confesar que él, y hasta el llamado Racine, han hecho en su vida un verso con bastante ritmo, y que tiene en su abono lo que para mí es el mayor de los méritos: no significar absolutamente nada. El de Musset es “La blanche Oloossone et la blanche Camire”, y el de Racine, “La fille de Minos et de Pasiphae”. Los he visto citados, en descargo de esos dos malandrines, en un artículo de mi muy querido maestro Lecomte de Lisle, grato a los dioses inmortales. Y a propósito: aquí tienes un libro que yo no tengo tiempo de leer ahora, y que, según parece, recomienda ese inmenso hombrón. Me han dicho que considera a su autor como uno de los tíos más sutiles de hoy; y aunque es verdad que a veces da pruebas de inexplicable blandura, su palabra es para mí el oráculo de Delfos. Lee esas prosas líricas, y si el gigantesco coleccionador de ritmos que ha escrito Baghavat y el Levrier de Magnus dijo la verdad, por Apolo que saborearás, caro maestro, los nectáreos gozos del Olimpo. Me había pedido en tono sarcástico que lo llamara “caro maestro”, y así me llamaba él también; pero, en realidad, nos recreábamos bastante con aquella broma, porque aún no estábamos muy lejos de la edad en que nos figuramos que dar nombre es crear».
Desgraciadamente, no pude calmar, hablando con Bloch y pidiéndole explicaciones, la inquietud que me causara diciéndome que los buenos versos (a mí que no les pedía nada menos que la revelación de la verdad) eran tanto mejores cuanto menos significaran. Porque no se volvió a invitar a Bloch a venir a casa. Primero se le hizo una buena acogida. Mi abuelo sostenía que cada vez que trababa con un compañero más íntima amistad que con los demás y lo llevaba a casa, se trataba siempre de un judío, cosa que en un principio no le hubiera desagradado —su amigo Swann también era de familia judía—, a no ser porque le parecía que, por lo general, yo no lo había escogido entre los mejores. Así que cuando llevaba a casa algún amigo nuevo, casi siempre se ponía a tararear: «¡Oh Dios de nuestros padres, de la Judía!», o «¡Israel, quebranta tus cadenas!», sin la letra, naturalmente (ti la lam ta lam talim); pero yo siempre tenía miedo de que mi compañero conociera la música y por ahí fuera a acordarse de la letra.
Antes de verlos, sólo al oír su nombre, que muchas veces no tenían ninguna característica israelita, adivinaba no ya sólo el origen judío de mis amigos que en realidad lo eran, sino hasta los antecedentes desagradables que pudiera haber en su familia.
—¿Y cómo se llama ese amigo tuyo que viene esta tarde?
—Dumont, abuelo.
—¿Dumont? No me fío…
Y se ponía a cantar:
Arqueros, velad bien,
velad, sin tregua y sin ruido.
Y después de hacernos, con la mayor habilidad, algunas preguntas más concretas, exclamaba: «¡Alerta, alerta!», o si era el mismo paciente, el que, obligado, sin darse cuenta, por medio de un disimulado interrogatorio, confesaba su procedencia, entonces, para hacernos ver que ya no le cabía duda alguna, se contentaba con mirarnos, tarareando imperceptiblemente:
¿Qué, que me traéis hasta aquí
a ese tímido israelita?
o bien aquello de
¡Oh campos paternales, Hebrón, valle suave!
o lo de
Sí, soy de la raza elegida.
Aquellas pequeñas manías de mi abuelo en ningún modo implicaban sentimientos de malevolencia hacia mis camaradas. Pero Bloch se hizo antipático a mis padres por otras razones. Comenzó por irritar a mi padre, que al verlo un día todo mojado, le preguntó con interés:
—¿Pero qué tiempo hace, amigo Bloch; ha llovido? No lo entiendo, porque el barómetro estaba muy bien.
Y no obtuvo más respuesta que esta:
—Me es absolutamente imposible decirle a usted si ha llovido o no, porque vivo tan apartado de las contingencias físicas, que mis sentidos ya no se molestan en comunicármelas.
—Pero, hijo mío, tu amigo es idiota —me dijo mi padre, cuando Bloch se hubo marchado—. De modo que ni siquiera sabe decir cómo está el tiempo, con lo interesante que es eso. Es un majadero.
Bloch se hizo antipático a mi abuela porque como, después de, almorzar, dijera que ella se sentía un poco mala, Bloch ahogó un sollozo y se secó unas lágrimas.
—¿Cómo quieres que eso sea de verdad, si apenas me conoce? ¿O es que está loco?
Y, por último, se hizo desagradable a los ojos de todos porque después de llegar a almorzar con hora y media de retraso y todo lleno de barro, en vez de excusarse, dijo:
—Yo nunca me dejo influir por las perturbaciones atmosféricas ni por las divisiones convencionales del tiempo, y rehabilitaría con gusto el uso de la pipa de opio y del kriss[12] malayo; pero ignoro el empleo de esos instrumentos, mucho más dañinos, y tan vulgares, que se llaman reloj y paraguas.
A pesar de todo, hubiera seguido viniendo a Combray. Verdad es que no era el amigo que mis padres desearan para mí, acabaron por creer sinceras las lágrimas que le arrancó la indisposición de mi abuela; pero el instinto o la experiencia les había enseñado que los impulsos de nuestra sensibilidad ejercen poco dominio sobre la continuidad de nuestras acciones y nuestra conducta en la vida, y que el respeto a las obligaciones morales, la lealtad a los amigos, la ejecución de una obra y la sujeción a un régimen tienen más firme asiento en la ciega costumbre, que en aquellos momentáneos transportes fogosos y estériles. Mejor que a Bloch, hubieran querido para amigos míos compañeros que no me dieran más que aquello que con arreglo al código de la moral burguesa debe darse a los amigos; que no me enviaran inopinadamente una cesta de fruta tan sólo porque aquel día se habían acordado de mí cariñosamente, y que, no sintiéndose capaces de inclinar en favor mío la justa balanza de los deberes y exigencias de la amistad, por un sencillo impulso de su imaginación o de su sensibilidad, tampoco fueran capaces de falsearla en daño mío. Ni siquiera nuestros errores hacen desviarse fácilmente del deber a naturalezas de esas de las que era mi abuela dechado, ella que, reñida hacía muchos años con una sobrina con quien no se trataba, no cambió el testamento en que le legaba toda su fortuna, porque era su parienta más lejana y porque las cosas «debían ser así».
Pero yo quería a Bloch, mis padres deseaban darme gusto, y los insolubles problemas que yo me planteaba a propósito de la belleza sin sentido de la hija de Minos y de Pasifae me cansaban mucho más y me ponían más mareado de lo que hubieran podido hacerlo nuevas conversaciones con Bloch, por perniciosas que las considerara mi madre. Y se lo hubiera seguido recibiendo en casa, a no ser porque después de la comida aquella y luego de hacerme saber —noticia llamada a ejercer gran influencia en mi vida, haciéndome feliz primero y desdichado más tarde— que todas las mujeres no pensaban más que en el amor, y que no había una capaz de resistencia invencible, afirmó haber oído decir con toda seguridad 129 que mi tía había llevado una juventud borrascosa y había estado recluida, cosa sabida públicamente. No pude callármelo, se lo dije a mis padres; cuando volvió le dieron con la puerta en las narices, y un día que me acerqué a él en la calle, estuvo muy frío conmigo.
Pero en lo que me dijo de Bergotte no mintió.
Los primeros días no vi clara aquella cualidad que tanto habría de gustarme en su estilo, como pasa con una melodía que aún no distinguimos bien y que un día llegará a subyugarnos. No se me caía de la mano la novela suya que estaba leyendo, pero yo me sentía interesado únicamente por el asunto, como sucede en los primeros momentos del amor, cuando vamos todos los días a una reunión o un espectáculo, para ver a una mujer, y nos creemos que lo que allí nos lleva es el atractivo de la diversión. Luego, empecé a fijarme en las expresiones raras, casi arcaicas, que le gustaba emplear en aquellos momentos en que una oculta onda de armonía y un preludio interno agitaban su estilo; en esos momentos es cuando se ponía a hablar del «vano sueño de la vida», del «inagotable torrente de hermosas apariencias», del «tormento delicioso y estéril de comprender y amar», y «de las conmovedoras efigies que ennoblecen para siempre la fachada venerable y seductora de las catedrales»; cuando daba expresión a toda una filosofía nueva para mí, con imágenes maravillosas, imágenes que parecían despertar aquel canto con arpas que entonces se elevaba, y al que las metáforas servían de sublime acompañamiento. Uno de aquellos pasajes de Bergotte, el tercero o cuarto que yo separé de entre los demás, me dio una alegría incomparable a la que me diera el primero, gozo que sentí en una región más profunda de mi ser, más lisa y más anchurosa, y de donde había desaparecido todo obstáculo y separación. Y es que, sin dejar de reconocer entonces su afición a las expresiones raras, la misma efusión musical, la misma filosofía idealista, que ya otras veces, y sin que yo me diera cuenta, habían sido causa de mi placer, ya no tuve la impresión de estar frente a un trozo particular de un determinado libro de Bergotte, que trazaba en la superficie de mi mente una figura puramente lineal, sino ante un «trozo ideal» de Bergotte, común a todos sus libros, y al cual todos los pasajes análogos que venían a confundirse con él prestaban una especie de espesor y de volumen que ensanchaban el espíritu.
No era yo el único admirador de Bergotte; también era el escritor favorito de una amiga de mi madre, muy ilustrada, y los enfermos del doctor Du Boulbon tenían que esperarse a que el doctor acabara la lectura del último libro de Bergotte; y de su sala de consulta y de un parque cerca de Combray salieron los primeros gérmenes de esa predilección por Bergotte, especie tan rara entonces y hoy tan universalmente extendida, cuya flor ideal y vulgar se encuentra en todas partes de Europa y América, hasta en el pueblo más insignificante. Lo que en los libros de Bergotte admiraba la amiga de mi madre, y, según parece, el doctor Du Boulbon, era lo mismo que yo: la abundancia melódica, las expresiones antiguas y otras más sencillas y vulgares, pero que, por el lugar en que las sacaba a la luz, revelaban un gusto especial, y, por último, cierta sequedad, cierto acento, ronco casi, en los pasajes tristes. También a él debían parecerle estas sus mejores cualidades. Porque en los libros que luego publicó, al encontrarse con una gran verdad, o con el nombre de una catedral famosa, interrumpía el relato, y en una invocación, en un apóstrofe o en una larga plegaria, daba libre curso a aquellos efluvios que en sus primeras obras se quedaban en lo profundo de su prosa, delatados solamente por las ondulaciones de la superficie, y quizá eran aún más armoniosos cuando estaban así velados, cuando no era posible indicar de modo preciso dónde nacía ni dónde expiraba su murmullo. Aquellos trozos, en que tanto se recreaba, eran nuestros favoritos, y yo me los sabía de memoria. Y sentía una decepción cuando reanudaba el relato. Cada vez que hablaba de una cosa cuya belleza me había estado oculta hasta entonces, de los pinares, del granizo, de Notre Dame de Paris, de Athalie; o de Phèdre, esa belleza estallaba al contacto con una imagen suya, y llegaba hasta mí. Y como me daba cuenta de cuántas eran las partes del universo que mi flebe percepción no llegaría a distinguir si él no las ponía a mi alcance, hubiera deseado saber su opinión sobre todas las cosas, poseer una metáfora suya para cada cosa, especialmente para aquellas que yo tendría ocasión de ver, y más particularmente algunos monumentos franceses antiguos y ciertos paisajes marítimos, que consideraba él, a juzgar por la insistencia con que los citaba en sus libros, como ricos en significación y belleza. Desgraciadamente, no conocía yo sus opiniones respecto a casi nada. Y estaba seguro de que eran enteramente distintas de las mías, puesto que procedían de un mundo incógnito, al que yo aspiraba a elevarme; persuadido de que mis pensamientos habrían parecido simpleza pura a aquel espíritu perfecto, llegué hasta hacer tabla rasa de todos, y cuando me encontraba en algún libro suyo un pensamiento que ya se me había ocurrido a mí, se me dilataba el corazón, como si un Dios lleno de bondad me lo hubiera devuelto y declarado legítimo y bello. Sucedía a veces que una página suya venía a decir lo mismo que yo escribía a mi madre y a mi abuela las noches que no podía dormir, de tal modo que aquella página de Bergotte parecía una colección de epígrafes destinados a mis cartas. Y más tarde, cuando empecé a escribir un libro, ciertas frases, cuya cualidad no bastó para decidirme a seguir escribiendo, me las encontré luego equivalentes en Bergotte. Pero yo no sabía saborearlas más que leídas en sus obras; cuando era yo el que las escribía, preocupado de que reflejasen exactamente lo que yo estaba viendo en mi pensamiento, y temeroso de no «cogerlo parecido». No tenía tiempo para preguntarme si lo que yo escribía era agradable o no. Pero, en realidad, sólo esa clase de frases y de ideas me gustaba de verdad. Mis esfuerzos, descontentadizos e inquietos, eran señal de amor, de amor sin placer, pero muy hondo. De modo que cuando me encontraba con frases así en una obra ajena, es decir, sin tener ya escrúpulos ni severidad, sin necesidad de atormentarme, me entregaba con deleite al gusto que hacia ellas me movía, como el cocinero que por fin se acuerda de que tiene tiempo de ser goloso un día que no tuvo que cocinar. Cierta vez, al encontrar en un libro de Bergotte una burla referente a una criada vieja, mis irónica aún por lo magnífico y solemne del lenguaje del escritor, pero igual a la que yo había dicho un día a mi abuela hablando de Francisca, y otra ocasión en que vi como no juzgaba indigna de figurar en uno de aquellos espejos de la verdad, que eran sus obras, una observación análoga a otra que yo había hecho respecto al señor Legrandin (observaciones, tanto la relativa a Francisca como la del señor Legrandin, que hubieran sido de las que más deliberadamente habría yo sacrificado a Bergotte, convencido de que le parecerían insignificantes), me pareció de repente que mi humilde vida y los reinos de la verdad no estaban tan separados como yo pensaba, y que aún llegaban a coincidir en algunos puntos, y lloré de alegría y de confianza sobre las páginas del escritor, como en los brazos del padre vuelto a encontrar.
A través de sus libros me imaginaba yo a Bergotte como un viejecito endeble y desengañado, a quien se le habían muerto sus hijos, y que nunca se consoló de su desgracia. Así que yo leía, cantaba interiormente su prosa, más dolce[13] y más lento quizá de cómo estaba escrita, y la frase más sencilla venía hacia mí con una tierna entonación. Sobre todo, me gustaba su filosofía, y a ella me entregué para siempre. Sentíame impaciente por llegar a la edad de entrar en la clase del colegio, llamada de Filosofía. Me resistía a pensar que allí se hiciera otra cosa que nutrirse exclusivamente del pensamiento de Bergotte, y si me hubieran dicho que los metafísicos que me iban a atraer cuando entrara en esa clase no se le parecían en nada, habría sentido desesperación análoga a la del enamorado que quiere amar por toda la vida cuando le hablan de otras mujeres que querrá el día de mañana.
Un domingo estaba leyendo en el jardín, cuando me interrumpió Swann, que venía a visitar a mis padres.
—¿Qué está usted leyendo? ¿Se puede ver? ¡Ah!, Bergotte. ¿Quién le ha recomendado a usted sus obras?
Le dije que Bloch.
—¡Ah!, sí; el muchacho ese que vi aquí una vez y que se parece tan extraordinariamente al retrato de Mahomet II, de Bellini. Es curioso: tiene las mismas cejas circunflejas, igual nariz corva, y los pómulos salientes también. Con una perilla sería exactamente el mismo hombre. Pues tiene buen gusto, porque Bergotte, es un escritor delicioso… Y al ver lo mucho que yo parecía admirar a Bergotte, Swann, que no hablaba jamás de las personas que conocía, hizo una bondadosa excepción y me dijo:
—Lo conozco mucho. Si a usted le puede agradar que le ponga algo en el ejemplar de usted, puedo pedírselo.
No me atrevía a aceptar, pero empecé a preguntar a Swann cosas de Bergotte.
—¿Sabe usted cuál es su actor favorito?
—No, de los actores no sé. Pero me consta que no hay ningún actor que él coloque al nivel de la Berma, que considera por encima de todo. ¿No la ha oído usted?
—No, señor; mis padres no me dejan ir al teatro.
—Es lástima. Debía usted pedírmelo. La Berma, en Phèdre y en el Cid, no es más que una actriz, cierto; pero, sabe usted, yo no creo mucho en eso de la jerarquía de las artes. —Y observé, como ya había notado con sorpresa en las conversaciones de Swann con las hermanas de mi abuela, que cuando hablaba de una cosa seria y empleaba una expresión que parecía envolver una opinión sobre un asunto importante, se cuidaba mucho de aislarla dentro de una entonación especial, maquinal e irónica, como si la pusiera entre comillas y no quisiera cargar con su responsabilidad: «La jerarquía, sabe usted, como dicen las gentes ridículas», parecía dar a entender. Pero si era ridículo decir jerarquía, ¿por qué lo decía? Un momento después añadió: «Le daría a usted una emoción tan noble como cualquier obra maestra, como, yo no sé, como… las reinas de Chantres», completó echándose a reír. Hasta entonces aquel horror a expresar seriamente su opinión me había parecido una cosa que debía de ser elegante y parisiense, por oposición al dogmatismo provinciano de las hermanas de mi abuela; y también sospechaba que pudiera ser una de las formas del ingenio dominante en la peña de Swann, y que, por reacción contra el lirismo de las generaciones precedentes, rehabilitaba hasta la exageración los detalles concretos, considerados antes como vulgares, y proscribía las «frases». Pero ahora me chocaba un poco esa actitud de Swann ante las cosas. Parecía como si no se atreviera a tener opinión, y que no estaba tranquilo más que cuando podía dar detalles precisos con toda minuciosidad. Pero entonces es que no se daba cuenta de que era profesar una opinión el postular que la exactitud de los detalles era cosa de importancia. Me acordé de aquella cena tan triste para mí; porque mamá no iba a subir a mi alcoba, cuando dijo que los bailes de la princesa de León carecían de toda importancia. Y, sin embargo, en ese género de diversiones empleaba él su vida. Y todo aquello me parecía contradictorio. ¿Para qué vida reservaba, pues, el decir, por fin, seriamente lo que opinaba de las cosas, el formular juicios que no necesitaban comillas, y el no entregarse con puntillosa cortesía a placeres que consideraba al mismo tiempo como ridículos? En el modo que tuvo Swann de hablarme de Bergotte noté, en cambio, algo que no era particularmente suyo, sino, al contrario, común por entonces a todos los admiradores del escritor, a la amiga de mi madre, al doctor Boulbon. Y es que decían de Bergotte lo mismo que Swann: «Es un escritor delicioso, tan personal, tiene una manera tan suya de decir las cosas, un poco rebuscada, pero muy agradable». Y ninguno llegaba a decir: «Es un gran escritor, tiene mucho talento». Y no lo decían porque no lo sabían. Somos muy tardos en reconocer en la fisonomía particular de un escritor ese modelo que en nuestro museo de ideas generales lleva el letrero de «mucho talento». Precisamente porque esa fisonomía nos es nueva, no le encontramos parecido con lo que llamamos talento. Preferimos hablar de originalidad, gracia, delicadeza, fuerza, hasta que llega un día en que nos damos cuenta de que todo eso es cabalmente el talento.
—¿Ha hablado Bergotte de la Berma en alguna obra suya? —pregunté al señor Swann.
—Me parece que en su folletito sobre Racine, pero debe de estar agotado. Aunque no sé si han hecho una reimpresión; yo me enteraré. Además, puedo pedir a Bergotte todo lo que usted quiera; no se pasa una semana en el año que no venga a cenar a casa. Es un gran amigo de mi hija. Van los dos a visitar las ciudades viejas, las catedrales y los castillos.
Como yo no tenía noción alguna de la jerarquía social, ya hacía tiempo que la imposibilidad que veía mi padre en que tratáramos a la señora de Swann y a su hija había dado por resultado, al imaginarme las grandes distancias que debían separarnos, el revestirlas a mis ojos de gran prestigio. Lamentaba yo que mi madre no se tiñera el pelo ni se pintara los labios de encarnado, como, a lo dicho por la señora de Sazerat, hacía la mujer de Swann para agradar no a su marido, sino al señor de Charlus, y me figuraba que debía de despreciarnos, cosa que me apenaba, sobre todo por la hija de Swann, que me habían dicho que era una muchacha muy linda, objeto muy frecuente de mis ensueños, en los que le prestaba siempre el mismo rostro seductor y arbitrario. Pero cuando supe aquel día que la señorita de Swann era un ser de tan rara condición que se bañaba, como en su elemento natural, en tales privilegios; que cuando preguntaba si había alguien invitado a cenar, recibía esas sílabas llenas de claridad, ese nombre de un invitado de oro, que para ella no era más que un viejo amigo de casa, Bergotte, y que la charla íntima en la mesa de su casa, lo que equivalía para mí a la conversación de mi tía, la componían palabras de Bergotte referentes a los temas que no abordaba en sus libros, como oráculos; y, por último, juicios que yo habría escuchado que cuando ella iba a ver una ciudad, llevaba al lado a Bergotte, desconocido y glorioso, como los dioses que descienden a mezclarse con los mortales, entonces sentía, al mismo tiempo que el valor de un ser como la señorita de Swann, cuán tosco e ignorante debía parecerle yo, y eran tan vivos los sentimientos de la dicha y la imposibilidad que para mí habría en ser su amigo, que a la vez me asaltaban el deseo y la desesperación. Y ahora, cuando pensaba en ella, la veía por lo general ante el pórtico de una catedral, explicándome la significación de las esculturas y presentándome como amigo suyo, con una sonrisa, que hablaba muy bien de mí, a Bergotte. Y siempre la delicia de las ideas que en mi despertaban las catedrales, las colinas de la isla de Francia y las llanuras de Normandía, proyectaba sus reflejos sobre la imagen que yo me formaba de la hija de Swann; es decir, que ya estaba dispuesto a enamorarme de ella. Porque creer que una persona participa de una vida incógnita, cuyas puertas nos abriría su cariño, es todo lo que exige el amor para brotar, lo que más estima, y aquello por lo que cede todo lo demás. Hasta las mujeres que sostienen que no juzgan a un hombre más que por su físico, ven en ese físico las emanaciones de una vida especial. Y por eso gustan de los militares y los bomberos: por el uniforme son menos exigentes para el rostro, se creen que bajo la coraza que besan hay un corazón múltiple, aventurero y cariñoso; y un soberano joven, un príncipe heredero, no necesita, para hacer las más halagüeñas conquistas en un país extranjero, de la regularidad de perfil, indispensable quizá a un corredor de Bolsa.
Mientras que yo estaba leyendo en el jardín, cosa que mi tía no comprendía que se hiciera más que los domingos, porque ese día está prohibido hacer nada serio, y ella no cosía (un día de trabajo me decía que cómo me entretenía en leer, sin ser domingo, dando a la palabra entretenimiento el sentido de niñería y pierde-tiempo), mi tía Leoncia charlaba con Francisca, esperando la hora de la visita de Eulalia. Le anunciaba que acababa de ver pasar a la señora de Goupil, «sin paraguas y con el traje nuevo que se había mandado hacer en Châteaudun. Como vaya muy lejos, antes de vísperas, no será raro que se le moje».
—Quizá, quizá (lo cual significaba quizá no) —decía Francisca, para no desechar definitivamente la posibilidad de una alternativa más favorable.
—¡Ah! —decía mi tía, dándose una palmada en la frente— ahora me acuerdo de que no me enteré de si llegó esta mañana a la iglesia después de alzar. A ver si no se me olvida preguntárselo a Eulalia… Francisca, mire usted qué nube tan negra hay detrás del campanario, y que mal aspecto tiene ese sol que da en la pizarra; de seguro que no se acabará el día sin agua. No podía ser que el tiempo siguiera así, hace mucho calor. Y cuanto antes sea, mejor, porque mientras no empiece la tormenta, no bajará esa agua de Vichy que he tomado —añadía mi tía, cuyo anhelo de que bajara el agua de Vichy podía mucho más que el temor de ver echado a perder el traje de la señora de Goupil.
—Podría ser, podría ser.
—Y que cuando llueve, en la plaza no hay donde meterse.
—¿Cómo, las tres ya? —exclamaba de pronto mi tía, palideciendo—. Entonces ya han empezado las vísperas, y se me ha olvidado mi pepsina. Ahora me explico por qué no se me quita del estómago el agua de Vichy.
Y, precipitándose sobre un libro de misa encuadernado de terciopelo verde, del que con las prisas dejaba escapar unas estampitas de esas bordeadas con una orla de encaje de papel amarillento, destinadas a marcar las páginas de las fiestas, mi tía, al mismo tiempo que se tragaba las gotas, empezaba a recitar rápidamente los textos sagrados, cuya significación se velaba ligeramente con la incertidumbre de saber si, ingerida tanto tiempo después del agua de Vichy, llegaría la pepsina a tiempo de darle caza y obligarla a bajar. «Las tres, es increíble lo de prisa fue pasa el tiempo».
Un golpecito en el cristal, como si hubieran tirado algo; luego, un caer ligero y amplio, como de granos de arena lanzados desde una ventana de arriba, y por fin, ese caer que se extiende; toma reglas, adopta un ritmo y se hace fluido, sonoro, musical, incontable, universal: llueve.
—Qué, Francisca, ¿no lo había yo dicho? Y cómo cae. Pero me parece que he oído el cascabel de la puerta del jardín. Vaya usted a ver quien está fuera de casa con este tiempo.
Francisca volvía:
—Es la señora (mi abuela), que dice que va a dar una vuelta. Pues está lloviendo mucho.
—No me extraña —decía mi tía alzando los ojos al cielo—. Siempre dije que no tenía la cabeza hecha como los demás. Pero, en fin, más vale que sea ella y no yo la que se está mojando.
—La señora siempre es al revés de los demás —decía Francisca suavemente, reservándose, para el momento en que estuviera sola con los criados, su opinión de que mi abuela estaba un poco «tocada».
—Pues ya han pasado las oraciones. Eulalia no vendrá —suspiraba mi tía—; le habrá dado miedo el tiempo.
—Pero, señora, todavía no son las cinco, no son más que las cuatro y media.
—¿Las cuatro y media? Y he tenido que levantar los visillos para que me entre un rayo de luz. ¡A las cuatro y media y ocho días antes de las Rogaciones! ¡Ay, Francisca!, ¡muy incomodado debe estar Dios con nosotros! Sí, es que la gente de hoy hace tantas cosas… Como decía mi pobre Octavio, nos olvidamos de Dios, y Él se venga.
De pronto, un rojo vivo encendía las mejillas de mi tía: era Eulalia. Pero, desdichadamente, apenas Francisca la había introducido, cuando tornaba a entrar, y con sonrisa encaminada a ponerse al unísono con la alegría que, según creía ella, causarían a mi tía sus palabras, y articulando las sílabas para hacer ver fue, a pesar del estilo indirecto, repetía fielmente y como buena criada las mismas palabras que se dignaba pronunciar el visitante, decía:
—El señor cura tendría un placer, un gusto vivísimo en poder saludar a la señora, si no está descansando. El señor cura no quiere molestar. Está abajo, y lo hice entrar en la sala.
En realidad, las visitas del señor cura no daban a mi tía tanto gusto como Francisca suponía, y el aspecto de júbilo que esta se consideraba como obligada a adoptar cada vez que tenía que anunciarlo no respondía por completo a lo que sentía la enferma. El cura (hombre excelente, con quien lamento no haber hablado más porque, aunque no entendía nada de arte, sabía muchas etimologías), acostumbrado a dar a los visitantes notables noticias respecto a la iglesia (hasta tenía el propósito de escribir un libro acerca de la parroquia de Combray), la cansaba con explicaciones interminables y siempre iguales.
Pero cuando llegaba al mismo tiempo que Eulalia, su visita era francamente desagradable a mi tía. Hubiera preferido aprovecharse bien de Eulalia y no tener a dos personas a la vez; pero no se atrevía a negarse al cura, y se limitaba a indicar a Eulalia con una seña que no se fuera con él y que se quedara un rato con ella cuando el cura se hubiera marchado.
—Señor cura, me han dicho que un artista ha plantado su caballete en su iglesia, para copiar una vidriera. Yo puedo asegurar que en todos mis años, que ya son muchos, nunca oí hablar de semejante cosa. ¡Qué cosas va a buscar la gente hoy en día! Y lo malo es que va a buscarlas a la iglesia.
—No diré yo tanto como que lo malo es eso, porque en San Hilarlo hay cosas que valen la pena de verse. Hay otras muy viejas, en mi pobre basílica, la única sin restaurar de toda la diócesis. El pórtico es muy antiguo y está muy sucio, pero tiene majestad; lo mismo pasa con los tapices de Ester, por los que yo no daría dos perras, pero que, según los inteligentes, van en mérito inmediatamente después de los de Sens. Claro es que reconozco que junto a detalles demasiado realistas, ofrecen otros que denotan un verdadero espíritu de observación. Pero de las vidrieras que no me digan. ¿Tiene sentido común eso de dejar unas ventanas que no dan bastante luz, y que hasta engañan la vista con esos reflejos de color indefinible, en una iglesia donde no hay dos losas al mismo nivel? Y no quieren poner otras losas so pretexto de que estas son las tumbas de los abades de Combray y los señores de Guermantes, antiguos condes de Brabante. Es decir, los ascendientes directos del hoy duque de Guermantes y también de la duquesa, porque ella es una Guermantes que se casó con su primo. (Mi abuela, que a fuerza de no interesarse por las personas, acababa por confundir todos los nombres, sostenía, cada vez que se pronunciaba ante ella el de la duquesa de Guermantes, que era parienta de la señora de Villeparisis. Todos nos echábamos a reír, y ella, para defenderse, alegaba cierta esquela de defunción: «Me parece que allí había un Guermantes». Y por esta vez yo también me ponía de parte de los demás y en contra de ella, porque no podía creer que existiera relación alguna entre su amiga de colegio y la descendiente de Genoveva de Brabante). «¿Ve usted?, Roussainville no es hoy en día más que una parroquia de campesinos, aunque en tiempos pasados tornara mucho impulso esa localidad, gracias al comercio de sombreros de fieltro y de relojes. (Por cierto que no estoy seguro de la etimología de Roussainville. Me inclino a creer que su nombre primitivo era Rouville (Radulfi villa) como Châteauroux (Castrum Radulfi), pero ya hablaremos de eso otra vez. Pues bien, en su iglesia hay unas magníficas vidrieras, casi todas modernas, y una imponente Entrada de Luis Felipe en Combray, que estaría mucho mejor aquí en Combray, y que dicen que no desmerece de la famosa vidriera de Chartres. Precisamente ayer hablaba con el hermano del doctor Percepied, que es aficionado, y me decía que es un trabajo bellísimo».
Pero como le decía yo a ese artista, que, por lo demás, es un hombre muy fino y, según parece, un virtuoso del pincel, «¿qué es lo que ve usted de notable en esa vidriera, que es aún un poco más oscura que las otras?».
—Pero estoy segura de que si se lo pidiera usted a Monseñor —decía indiferentemente mi tía, la cual ya estaba pensando que iba a cansarse— no le negaría a usted una vidriera nueva.
—Desde luego, señora —contestaba el cura—. Pero es que precisamente monseñor llamó la atención hacia esa desdichada vidriera, demostrando que representa a Gilberto el Malo, señor de Guermantes, descendiente directo de Genoveva de Brabante, que era una Guermantes, en el momento de recibir la absolución de San Hilario.
—Pero yo no veo allí a San Hilario.
—Sí; ¿no se ha fijado usted nunca en una dama con traje amarillo que está en una esquina de la vidriera? Pues es San Hilario (Saint-Hilaire), que en otras provincias se llama Saint-Illiers, Saint-Hélier, y hasta Saint-Ylie, en el Jura. Y estas corrupciones de sanctus Hilarius no son de las más raras que ocurren con los nombres de los bienaventurados. La patrona de usted, amiga Eulalia, sancta Eulalia, ¿sabe usted en lo que fue a parar en Borgoña? Pues sencillamente en Saint-Eloi, se convirtió en santo. Qué, Eulalia, ¿se imagina usted cambiada en hombre después de muerta? —El señor cura siempre tiene ganas de broma—. Pues el hermano de Gilberto, Carlos el Tartamudo, príncipe piadoso, pero que por habérsele muerto su padre, Pipino el Insensato, muy joven, a consecuencia de una enfermedad mental, carecía del freno de toda disciplina, en cuanto veía en un pueblo un individuo que no le era simpático, mandaba matar a todos los habitantes de aquel lugar. Gilberto, para vengarse de Carlos, mandó quemar la iglesia de Combray, la primitiva entonces, la que Teodoberto, al salir con su corte de su residencia de campo que tenía cerca de aquí en Thiberzy (Theoderberciacus), para ir a luchar con los borgoñones, prometió labrar encima de la tumba de San Hilario si el Todopoderoso le concedía la victoria. No queda más que la cripta, que Teodoro le habrá enseñado a usted alguna vez, porque lo demás lo quemó Gilberto. Y luego derrotó al desdichado Carlos, con el auxilio de Guillermo el Conquistador (el cura pronunciaba Guilermo), y por eso vienen tantos ingleses a ver la iglesia. Pero no supo conciliarse las simpatías de los vecinos de Combray, que un día, al salir Gilberto de misa, se arrojaron sobre él y le cortaron la cabeza. Teodoro tiene un librito donde se explica todo eso.
Pero, indudablemente, lo más curioso de nuestra iglesia es la vista desde el campanario, que es grandiosa. Claro que a usted, que no está muy fuerte, no le aconsejaría yo que subiera los noventa y siete escalones, la mitad precisamente que en el célebre Duomo, de Milán. Hay para cansar a una persona sana, mucho más teniendo en cuenta que hay que subir doblado para no romperse la cabeza, y que va uno recogiendo con la ropa todas las telarañas de la escalera. De todos modos, tendría usted que abrigarse bien, añadía (sin observar la indignación que causaba a mi tía esa idea de suponerla capaz de subir al campanario), porque arriba hay una corriente de aire tremenda. Hay personas que dicen haber sentido allí el frío de la muerte. Pero los domingos siempre vienen partidas de gente, a veces de muy lejos, para admirar la belleza del panorama, y siempre vuelven encantados. Mire usted, precisamente el domingo que viene encontraría usted gente, porque son las Rogaciones. Y hay que confesar que desde allá arriba hay un panorama mágico, con unas vislumbres de la llanura a lo lejos, que tiene un carácter muy particular. Cuando hace un tiempo claro se puede distinguir hasta Verneuil. Y, además, se dominan a un tiempo cosas que de otro modo no se pueden ver más que separadamente; por ejemplo, el curso del Vivonne y los fosos de Saint-Assise les Combray, que están separados del río por una cortina de árboles muy grande, o los distintos canales de Jouy le Vicomte (Gaudiacus vice comitis, como usted sabe). Cada vez que he ido a Jouy le Vicomte he visto un trozo de canal, y al volver una calle veía otro, pero entonces ya desaparecía el anterior, y aunque los reuniera con el pensamiento ya no hace efecto. Desde el campanario de San Hilario ya es otra cosa: se los ve formar como una red en que está cogida la localidad. Ahora, que no se distingue el agua, y parecen grandes grietas que dividen el pueblo en varios trozos, tan perfectamente como un brioche ya cortado, pero con los pedazos juntos. Para verlo bien del todo habría que estar al mismo tiempo en el campanario de San Hilario y en Jouy le Vicomte.
Tanto cansaba a mi tía el cura, que apenas se marchaba no tenía más remedio que despedir a Eulalia.
—Tenga usted, pobre Eulalia —decía con voz feble, sacando una moneda de una bolsita que tenía al alcance de la mano—; tenga usted, para que no me olvide en sus oraciones.
—Pero, señora, eso no está bien; ya sabe usted que no es por eso por lo que vengo —decía Eulalia, siempre con el mismo vacilar y la misma timidez que si fuera la primera vez, y con una apariencia de descontento que divertía a mi tía y no le parecía mal, porque si algún día Eulalia, al tomar el dinero, presentaba semblante menos contrariado que de costumbre, mi tía decía:
—No sé lo que tenía Eulalia; yo le he dado lo mismo que siempre y parece que no estaba contenta.
—Pues no puede quejarse —suspiraba Francisca, que tendía a considerar como calderilla todo lo que mi tía le daba para ella o para sus hijos, y como tesoros derrochados locamente por una ingrata las piezas depositadas todos los domingos en la mano de Eulalia, con tanta discreción, que Francisca no llegó a verlas nunca—. Y no es que ella ambicionara el dinero que mi tía daba a Eulalia. Ya gozaba bastante del caudal de mi tía, al saber que las riquezas del ama ensalzan y hermosean al mismo tiempo a la sirvienta; y que ella, Francisca, era persona insigne y glorificada en Combray, Jouy le Vicomte y otros lugares, por lo numeroso de las haciendas de mi tía, la frecuencia y duración de las visitas del cura y la gran cantidad de botellas de agua de Vichy que se consumía. Era avara por mi tía, y de haber administrado su fortuna, lo cual era su sueño, la habría defendido de los ataques ajenos con ferocidad maternal. No le hubiera parecido mal que mi tía, cuya incurable generosidad conocía, se alargara a dar, siempre que fuera a personas ricas. Quizá pensaba que los ricos, como no tenían necesidad de los regalos de mi tía, no podían ser sospechosos de quererla por sus dádivas. Además, estas dádivas, hechas a personas de gran posición económica, como la señora de Sazerat, Swann, Legrandin, o la señora de Goupil, entre personas del «mismo rango» que mi tía y que «podían codearse», se le representaban como un aspecto de los usos de aquella vida extraña y brillante de los ricos que dan bailes y se visitan, vida que Francisca admiraba sonriente. Pero ya no era lo mismo si los beneficiarios de la generosidad de mi tía eran de aquellos que Francisca llamaba «gente como yo, gente que no es más que yo», y que le inspiraban desprecio, a no ser que la llamasen «señora Francisca», y se consideraran «menos que ella». Y cuando vio que, a pesar de sus consejos, mi tía hacía su voluntad, y nada más, y tiraba el dinero —por lo menos Francisca así se lo creía— con seres indignos, empezaron a parecerle muy parvos los regalos que su ama le hacía, comparados con las cantidades imaginarias prodigadas a Eulalia. Y para Francisca no había en los alrededores de Combray hacienda lo bastante considerable para que no la pudiera adquirir Eulalia con el producto de sus visitas. Cierto que Eulalia hacía la misma evaluación de las riquezas inmensas y ocultas de Francisca. Por lo general, en cuanto Eulalia se iba comenzaba Francisca a hacer malévolas profecías a cuenta de ella. Odiábala, pero le tenía miedo y se consideraba obligada mientras estuviera en casa a «ponerle buena cara». Pero cuando se había marchado, se cobraba, sin nombrarla nunca, a decir verdad, pero profiriendo oráculos sibilinos o sentencias de un carácter general, como las del Eclesiastés, pero cuya aplicación no podía escapar a mi tía. Después de mirar por un rincón del visillo si ya había cerrado la puerta Eulalia, decía: «Los aduladores siempre saben caer a punto y recoger las pepitas, pero paciencia, que ya los castigará Dios algún día»; y lo decía con el mismo mirar de lado y la misma insinuación de Joas, cuando, pensando exclusivamente en Atalia, dice:
Le bonheur des méchants comme un torrent s’écoule[14].
Pero cuando el cura había estado también de visita, tan interminable que agotaba las fuerzas de mi tía, Francisca se marchaba del cuarto detrás de Eulalia, diciendo:
—Señora, voy a dejarla a usted descansar, porque tiene usted aspecto de hallarse fatigada.
Mi tía ni siquiera contestaba, exhalando un suspiro que parecía el último, con los ojos cerrados y como muerta. Pero apenas había llegado abajo Francisca, sonaban por toda la casa cuatro campanillazos violentísimos, y mi tía, sentada en la cama, gritaba:
—¿Se ha ido ya Eulalia? ¿No le parece a usted que se me ha olvidado preguntar si la señora de Goupil llegó a misa después de alzar? Corra usted a ver si la alcanza.
Pero Francisca volvía sin haberlo logrado.
—¡Qué fastidio! —decía mi tía sacudiendo la cabeza—. Lo único importante que le tenía que preguntar.
Y así se iba pasando la vida para mi tía Leoncia, siempre idéntica en la dulce uniformidad de lo que ella llamaba con desdén fingido y profunda ternura su «rutina». Guardada por todo el mundo, no sólo en casa, donde todos, después de haber comprobado la inutilidad de darle un consejo de mejorar de higiene, se habían resignado a respetarla, sino en el pueblo, donde, a tres calles de distancia, el embalador, antes de ponerse a clavetear, mandaba preguntar a Francisca si mi tía no «estaba descansando», aquella rutina se vio quebrantada por una vez ese año. Y fue porque, lo mismo que un fruto escondido llega a sazón sin que nadie se dé cuenta, y se desprende espontáneamente, la moza una noche salió de su cuidado. Pero sufrió dolores intolerables, y como en Combray no había comadrona, Francisca tuvo que ir por una a Thiberzy antes de que amaneciera. Los gritos de la moza no dejaron dormir a mi tía, y como Francisca volvió muy tarde, a pesar de lo corto de la distancia, la echó mucho de menos. Así que mi madre me dijo por la mañana: «Sube a ver si tu tía necesita algo». Entré en la primera habitación, y por la puerta abierta vi a mi tía durmiendo echada de lado; la vi que roncaba ligeramente. Ya iba a marcharme muy despacito, pero sin duda el ruido que hice se entremetió en su sueño y le «cambió de velocidad», como dicen de los automóviles, porque la música de los ronquidos se interrumpió un instante, y siguió luego un tono más bajo, hasta que por fin se despertó, volviendo a medias la cara, que entonces pude ver; pintábase en ella algo como terror; sin duda había tenido un sueño terrible; tal como estaba colocada no podía verme, y yo me estuve allí sin saber qué hacer, si adelantarme o salir; pero ya mi tía parecía volver al sentimiento de la realidad, y haber reconocido lo falaz de las visiones que la asustaran; una sonrisa de gozo, de piadosa, gratitud al Creador, que deja que la vida sea menos cruel que los sueños, iluminó débilmente su rostro, y con aquella su costumbre de hablarse a sí misma a media voz, cuando creía que estaba sola, murmuró: «¡Alabado sea Dios! No tenemos más preocupación que esta del parto de la moza. ¿Pues no había soñado que mi pobre Octavio resucitaba y quería hacerme dar un paseo diario?». Tendió la mano hacia el rosario, que estaba en la mesita; pero el sueño que tornaba no le dejó fuerzas para cogerle, y volvió a dormirse tranquila; entonces salí a paso de lobo del cuarto, sin que ella ni nadie haya sabido nunca lo que yo acababa de oír.
Al decir que aparte de los sucesos muy raros, como aquel alumbramiento, la rutina de mi tía no sufría jamás variación alguna, no cuento las que, por repetirse siempre idénticas y con intervalos regulares, no producían en el seno de la uniformidad más que una especie de uniformidad secundaria. Así, todos los sábados, como Francisca tenía que ir por la tarde al mercado de Roussainville le Pin, se adelantaba una hora el almuerzo, para todos. Y mi tía se acostumbró tan perfectamente a esta derogación semanal de sus hábitos, que tenía tanto apego a esta costumbre como a las demás. Y tanto se había «arrutinado», como decía Francisca, que si algún sábado hubiera tenido que esperar la hora habitual del almuerzo, aquello la habría «sacado de sus casillas» tanto como el tener que adelantar su almuerzo a la hora del sábado en otro día cualquiera. Este adelanto del almuerzo prestaba al sábado, para nosotros todos, una fisonomía particular, indulgente y muy simpática. En ese momento, en que por lo general nos queda aún una hora que vivir antes del descanso de la comida, sabíamos que iban a llegar a los pocos segundos unas escarolas precoces, una tortilla de favor y un bittec[15] inmerecido. El retorno de aquel sábado asimétrico era uno de esos menudos acontecimientos interiores, locales, casi cívicos, que en las vidas tranquilas y las sociedades fuertes crean como un lazo nacional, llegan a tema favorito de las conversaciones, de las bromas y de los relatos, deliberadamente exagerados; y hubiera sido núcleo apto para un ciclo legendario de tener alguno de nosotros la testa épica. Ya por la mañana, antes de vestirnos, sin ningún motivo y sólo por el gusto de poner a prueba la fuerza de solidaridad, nos decíamos unos a otros, con buen humor, cordialmente, patrióticamente: «Hoy no tenemos que descuidarnos, es sábado», mientras que mi tía, conferenciando con Francisca, y al pensar que el día sería más largo que de costumbre, decía: «Hoy, como es sábado, podría usted hacerles un buen guiso de ternera». Si a las diez y media sacaba alguno, distraído, el reloj, diciendo: «Todavía falta una hora y media para el almuerzo», todos nos alegrábamos de poder recordarle: «¿Pero en qué está usted pensando: no ve que es sábado?»; y todavía nos duraba la risa un cuarto de hora después, y nos prometíamos subir a contárselo a mi tía para distraerla. Hasta el cielo parecía otro. Después del almuerzo, el sol, consciente de que era sábado, se paseaba una hora más por lo alto del cielo, y cuando uno de nosotros, que creía que ya se hacía tarde para el paseo, exclamaba: «¡Cómo! ¡Las dos nada más!», al ver pasar las dos campanadas de la torre de San Hilarlo (que ya están acostumbradas a encontrarse los caminos desiertos, por mor de la comida o de la siesta, a lo largo del río, claro y corretón, abandonado hasta del pescador, y que pasan solitarias por el cielo vacante, donde no quedan más que unas nubecillas perezosas), todo el mundo le respondía a coro: «Lo que lo despista a usted es que hemos almorzado una hora antes; ¿no ve usted que es sábado?». La sorpresa de un bárbaro (así llamábamos a toda persona ignorante del carácter particular del sábado), que venía a ver a papá a las once y nos encontraba sentados a la mesa, era una de las cosas que más divertían a Francisca en este mundo. Pero por mucho que la regocijara el hecho de que el desconcertado visitante ignorara que los sábados almorzábamos antes, aún le parecía más cómico (simpatizando en el fondo con esa estrecha patriotería) que a mi padre no se le ocurriera que el bárbaro podía ignorarlo, y contestara, sin más explicaciones, a su asombro, al vernos ya sentados a la mesa: «¡Pero, hombre, es sábado!». Y cuando Francisca llegaba a este punto del relato, tenía que secarse lágrimas de risa, y para acrecer su regocijo, prolongaba el diálogo, inventaba una respuesta del visitante a quien aquella del «sábado» no decía nada. Y muy lejos de quejarnos de sus adiciones, todavía nos sabían a poco, y le decíamos: «Me parece que dijo algo más. La primera vez que lo contó usted era más largo». Y hasta mi tía dejaba su labor, y alzando la cabeza, miraba por encima de sus lentes.
Tenía además el sábado otra cosa de notable, y es que en el mes de mayo los sábados íbamos, después de cenar, al «mes de María».
Como allí solíamos encontrarnos al señor Vinteuil, muy severo para con «esa lamentable casta de jóvenes descuidados, con ideas de la época actual», mi madre se cuidaba mucho de que nada flaqueara en mi porte exterior, y nos marchábamos a la iglesia. Recuerdo que fue en el mes de María cuando empecé a tomar cariño a las flores de espino. En la iglesia, tan santa, pero donde teníamos derecho a entrar, no sólo estaban posadas en los altares, inseparables de los misterios en cuya celebración participaban, sino que dejaban correr entre las luces y los floreros santos sus ramas atadas horizontalmente unas a otras, en aparato de fiesta, y embellecidas aún más por los festones de las hojas, entre las que lucían, profusamente sembrados, como en la cola de un traje de novia, los ramitos de capullos blanquísimos. Pero sin atreverme a mirarlas más que a hurtadillas, bien sentía que aquellos pomposos atavíos vivían y que la misma Naturaleza era la que, al recortar aquellos festones en las hojas y añadirles la suprema gala de los blancos capullos, elevaba aquella decoración al rango de cosa digna de lo que era regocijo popular y solemnidad mística a la vez. Más arriba abríanse las corolas, aquí y allá, con desafectada gracia, reteniendo con negligencia suma, como último y vaporoso adorno, el ramito de estambres, tan finos como hilos de la Virgen, y que les prestaban una suave veladura; y cuando yo quería seguir e imitar en lo hondo de mi ser el movimiento de su fluorescencia, lo imaginaba como el cabeceo rápido y voluble de una muchacha blanca, distraída y vivaz, con mirar de coquetería y pupilas diminutas. El señor Vinteuil venía a sentarse con su hija a nuestro lado. Persona de buena familia, había sido profesor de piano de las hermanas de mi abuela, y cuando murió su mujer, aprovechando una herencia que tuvo, se retiró a vivir cerca de Combray, e iba a casa de visita con frecuencia. Pero como era excesivamente pudibundo, dejó de ir a casa para no encontrarse con Swann, que había hecho, a su parecer, «una boda que no le correspondía, de esas de hoy día». Mi madre, al saber que componía música, le dijo por amabilidad que cuando ella fuera a su casa tenía que tocar alguna composición de las suyas. Cosa que hubiera agradado mucho al señor Vinteuil; pero llevaba la cortesía y la bondad a tal punto de escrúpulo, que se colocaba siempre en el lugar de los demás y tenía miedo de aburrirlos y parecer egoísta si seguía, o si sencillamente dejaba adivinar sus deseos. Mis padres me llevaron con ellos el día que fueron a verlo, y me permitieron que me quedara en el jardín; como la casa del señor Vinteuil, Montjouvain, tenía por la parte de atrás un montículo breñoso, me fui a esconder allí, y me encontré con que estaba a la altura de la sala del segundo piso y a una distancia de medio metro de la ventana. Cuando entraron a anunciar a mis padres, vi que el señor Vinteuil se daba prisa a colocar en el piano de modo que fuera bien visible un papel de música. Pero cuando pasaron mis padres lo quitó de allí y lo puso en un rincón. Sin duda temía inspirar a mis padres la sospecha de que se alegraba de verlos sólo por tocar una obra suya. Y cada vez que durante la visita volvió mi madre a la carga, repetía: «Pero yo no sé quién puso eso en el piano, porque no es su sitio»; y desviaba la conversación hacia otros temas, precisamente porque esos le interesaban menos. Su pasión era su hija, la cual, con sus modales de chico, tenía tal apariencia de robustez, que no podía uno por menos de sonreír al ver las precauciones que su padre tomaba con ella, y cómo tenía siempre a mano chales suplementarios para abrigarle los hombros. Mi abuela nos había hecho notar la expresión bondadosa, delicada y tímida casi que cruzaba muy a menudo por la mirada de aquella niña tan ruda, y que tenía el rostro lleno de pecas. Cuando acababa de pronunciar una palabra, oíala con la mente de la persona a quien iba a dirigida, se alarmaba por las malas interpretaciones que pudieran dársele, y bajo la figura hombruna de aquel «diablo», se alumbraban y se recortaban, como por transparencia, los finos rasgos de una muchacha llorosa.
Cuando, antes de salir de la iglesia, me arrodillaba delante del altar, al levantarme sentía de pronto que se escapaba de las flores de espino un amargo y suave olor de almendras, y advertía entonces en las flores unas manchitas rubias, que, según me figuraba yo, debían de esconder ese olor, lo mismo que se oculta el sabor de un franchipán bajo la capa tostada, o el de las mejillas de la hija de Vinteuil detrás de sus pecas. A pesar de la callada quietud de las flores de espino, ese olor intermitente era como un murmullo de intensa vida, la cual prestaba al altar vibraciones semejantes a las de un seto salvaje, sembrado de vivas antenas, cuya imagen nos la traían al pensamiento algunos estambres casi rojos que parecían conservar aún la virulencia primaveral y el poder irritante de insectos metamorfoseados ahora en flores.