Capítulo 36

TRES días después volvieron a traspasar el límite de Selkirk. Como la noche estaba cayendo sobre la ciudad, no había mucha gente en las calles. Aun así, se apoderó de Marie la sensación de que todas las miradas se posaban en ella. Seguramente su desaparición había provocado un escándalo en la ciudad. ¿Pero acaso no era precisamente esto lo que la gente de aquí esperaba de ella?

—Primero deberíamos decirle a Isbel que estamos de vuelta —propuso Philipp, pues el colegio quedaba en el camino.

Marie negó con la cabeza.

—Ve tú a decírselo a Isbel. Yo iré primero a recoger mis cosas de la casa de Auntie.

—Prefiero acompañarte.

—No, quédate aquí y apacigua a Mr. Isbel. Explícaselo todo. Esto funciona mejor de hombre a hombre, creo yo.

—Sí, a no ser que piense que yo te secuestré y que me quiera romper la cara por ello.

—Mr. Isbel es profesor. Así que tienes todas las de ganar —replicó Marie con un guiño de los ojos, aunque, en realidad, no estaba de humor para bromas. Iba a ser muy duro explicar todo lo ocurrido a Stella, Rose y Jeremy.

Philipp la examinó con la mirada.

—No es absolutamente necesario que abandones a Jeremy por mí. Puedo marcharme yo y dejar de molestarte.

Marie lanzó un gemido desesperado.

—¡Deja de decir tonterías! ¡Maldita sea! He tomado una decisión, Philipp Carter. Voy a anular la boda con Jeremy y romper el compromiso. Pero primero tengo que volver y explicarlo todo.

Carter la miró con una amplia sonrisa.

—Has utilizado la palabra «maldita».

—Sí, ¿y qué hay de tan extraño en ello?

—Nada, pero hasta ahora no te había oído utilizar esta palabra. Suena bien, encuentro yo.

Marie le dio un beso y le pasó la mano por el cabello.

—¡Hasta pronto, Philipp!

Después se apeó del caballo y bajó por la calle Mayor.

Cuando Marie regresó a la casa de Auntie, todo estaba en silencio, pero ya había aprendido a no darle importancia. Rose y Stella podían aparecer en cualquier momento cuando una menos lo esperaba y hacer preguntas incómodas. Con manos heladas y piernas temblorosas, Marie subió por la escalera.

Seguía sin aparecer nadie ni oírse ningún ruido. ¿Acaso estarían rezando por ella en la iglesia? ¿O estarían comentando qué podían hacer contra los Cree para que los señores de la Canadian Pacific Railway no renunciasen a sus planes? ¿Estaría Corrigan formando un ejército para expulsar a los indios?

«Me da igual —pensó—. Al menos en este momento me da igual. Cuando me haya marchado de aquí, puede que entonces encuentre una solución».

Nada más abrir la puerta de su cuarto, retrocedió sobresaltada. No esperaba un caos tan tremendo. Su colcha había sido arrancada, los cojines estaban esparcidos por el suelo. Ante el armario abierto de par en par estaba desplegado en el suelo el vestido de Allison Isbel, manchado por la huella de un pie. El contenido de su bolsa de tela estaba diseminado por toda la habitación.

¿Quién había actuado aquí con tanta furia?

Cuando encontró su diario en el suelo, entendió que Rose o Stella, tal vez también Jeremy, habían intentado leerlo. Seguramente buscaban algo que les diese una pista sobre el lugar al que podía haber huido.

Los sentimientos de culpa que podía sentir frente a Stella y Jeremy quedaron anulados por la rabia de que hubiesen rebuscado entre sus objetos personales. Podía estar comprometida con Jeremy, pero eso no les daba derecho a meter las narices y rebuscar en su habitación.

Marie se volvió sobresaltada al oír un crujido a sus espaldas. Jeremy se encontraba en la puerta, en mangas de camisa. Su cabello revuelto y la mirada vidriosa indicaban que había bebido. Marie notó cómo se le iba haciendo un nudo en la garganta. Le recordaba a su padre poco antes de que causara la muerte de Peter.

Apretando el diario como un escudo protector contra su pecho, Marie retrocedió, luchando contra el pánico que se iba apoderando de ella.

—¿Dónde has estado? —gruñó Plummer.

Marie apretó los labios. ¿Podía decirle la verdad a Jeremy? ¡Al fin y al cabo hacía causa común con Corrigan!

—¿Te fuiste con él, verdad? ¡Con aquel vagabundo!

—¡Carter no es ningún vagabundo! —le espetó Marie—. Es un hombre honesto, al contrario de algunos aquí en Selkirk.

—Me estás engañando con él.

Amenazador, Jeremy se acercó. Marie tuvo que hacer un enorme esfuerzo de autocontrol para no abofetearle con su diario, y ello a pesar de que de repente sintió unas imperiosas ganas de hacerlo, unas ganas más fuertes que cualquier otra cosa, porque en este instante se parecía muchísimo a su padre.

—¡Cómo puedo engañarte si ni siquiera estamos casados! —lanzó Marie furiosa—. Será mejor que tú me expliques por qué has revuelto mis cosas.

—No fui yo —replicó Jeremy—. Fue Stella. Y tiene derecho a hacerlo. Al fin y al cabo eres un huésped en su casa. Desapareciste sin decir palabra. Pensábamos que te habías fugado con aquel individuo.

Cuando Plummer se detuvo directamente ante ella, Marie percibió el olor a whisky. El pánico le hizo sentir un nudo en la garganta. Era como entonces, cuando Peter se enfrentó con su padre. Cuando se produjo aquel golpe fatídico.

«¿Dónde estás ahora, mi espíritu protector?», pensó Marie, intentando encontrar una salida, temblando de miedo.

—Como puedes ver, no me he fugado con él. Y tampoco te he engañado con él.

Jeremy parecía no escucharla.

—¿Tienes idea de lo que me ha costado traerte aquí? Corrigan tiene razón, debería haberme buscado una chica de la región.

Marie contuvo la respiración cuando Jeremy se adelantó y la cogió rudamente de los brazos.

—No permitiré que se burlen de mí por tu culpa, ¿me oyes? ¡Ninguna mujer me pondrá en ridículo!

—¡Pues entonces dile a Corrigan que te busque esposa! —soltó Marie.

Una bofetada la lanzó violentamente contra la estructura de la cama. La mitad derecha de su cara le dolía a rabiar, y en la boca notaba el sabor a sangre.

Jeremy estaba de pie ante ella, jadeando. Aturdida, Marie levantó la vista hacia él. Después le pareció súbitamente oír algo. No el aullido de un lobo, sino la voz de su hermano que le gritaba que debía huir de ahí. Como entonces, poco antes de que su padre lo empujase y lo hiciese caer. Poco antes de que…

Pese a sentirse casi inconsciente de dolor, se levantó de un salto. Jeremy le echó una mirada furiosa y retrocedió un palmo. Entonces Marie se echó a correr. Cuando Jeremy intentó retenerla, lo apartó. Mientras bajaba por la escalera, oyó el ruido de una silla caer tras ella, pero Marie no se volvió. Con un fuerte dolor en la mejilla y la respiración entrecortada por la rabia, salió afuera y después echó a correr. Pese a que las lágrimas le velaban la vista, encontró el camino al colegio, donde, al traspasar la puerta, fue a parar directamente a los brazos de James Isbel.

—¡Dios mío, señorita Blumfeld! ¿Qué ha ocurrido?

Marie se echó a llorar y se dejó caer de rodillas. Se retorcía, entre sollozos.

—¡Marie! —se oyó una voz.

Carter corrió hacia ella, le acarició suavemente la espalda, pero sus caricias no eran capaces de mitigar su rabia y su dolor.

—Acaba de entrar por la puerta —informó Isbel, acurrucándose ante Marie—. Dios mío, ¿es esto sangre?

Loco de preocupación, Philipp la cogió por los hombros y la hizo levantarse con mucho cuidado. Cuando vio la sangre en su labio, se sobresaltó. Después sacó un pañuelo.

—¿Quién te ha hecho esto?

Marie no contestó.

—Cariño, dime quién fue. ¿Te atrapó uno de aquellos matones?

Isbel dirigió una mirada interrogativa a Carter.

—¿A qué matones se refiere?

—Antes de que nos fuéramos de la ciudad, Marie fue amenazada. Por los hombres de Corrigan.

—¿Corrigan?

Carter asintió.

—Piensa que las opiniones de la señorita Blumfeld son excesivamente amistosas para con los indios, como usted tal vez ya sepa. Mandó tras ella al mismo individuo que envió también para que me diera la paliza a mí.

—No fue ninguno de aquellos —sollozó Marie cuando alzó la vista—. Fue Jeremy.

—¿Tu prometido te ha pegado?

James y Philipp intercambiaron unas breves miradas.

Marie asintió.

—Me sorprendió en casa de Stella. Lo revolvieron todo en mi habitación, y de repente apareció él en la puerta.

—Increíble —murmuró James—. Y yo siempre pensaba que el reverendo era incapaz de hacer daño a una mosca.

—Por lo visto, es muy capaz de hacerlo. ¡Y yo debería darle una buena paliza a este cerdo por lo que ha hecho!

—¡No! —La mano de Marie se aferró a su brazo—. No vayas. Entonces todo será aún peor. ¡No quiero que acabes en la cárcel!

—¡Quien debería estar en la cárcel es ese Plummer! ¡Nadie más!

Philipp miró afuera con rabia en la mirada, pero después puso su mano sobre la de Marie y la acarició suavemente, mientras volvió a arrodillarse ante ella y le apartaba el cabello de la cara.

—Todo irá bien, Marie. No te volverá a tocar, te lo prometo.

—¿Desde cuándo hay esta relación entre ustedes? —preguntó Isbel mientras le servía un whisky a Philipp. Marie dormía plácidamente en el sofá. La hinchazón de su labio había bajado un poco.

—Por mi parte, desde que la vi por primera vez. Deseaba tanto que mandara a paseo a ese Plummer. Un hombre como él no es adecuado para ella.

La sonrisa que pasó por la cara de Isbel indicaba que él pensaba lo mismo.

Ambos tomaron su whisky en silenciosa armonía. Después se dirigieron miradas interrogativas.

—¿Y qué piensan hacer ahora?

—Me la llevaré de aquí. En realidad quería hacerlo ya cuando fuimos al campamento de los Cree. Pero entonces ella se mostraba aún indecisa. Consideraba que estaba obligada a seguir con Plummer.

—No hay que olvidar que le pagó la travesía.

—Eso también lo dijo ella. Pero algo pasó en el campamento. Creo que la curandera habló con ella. En cualquier caso, en el camino de vuelta me dijo que quería romper el compromiso.

—Esa curandera parece ser una persona fascinante. La señorita Blumfeld me ha hablado mucho de ella.

—Tras el jefe es la persona que tiene el rango más alto en aquella tribu. Si recuerdo bien, es la hija del antiguo chamán. Incluso los guerreros más rudos la veneran.

—Esperemos que también tenga el valor de hacer entrar en razón a sus guerreros.

—¿Qué quiere decir con esto? —se sorprendió Philipp.

—No son buenas las perspectivas para los Cree. Plummer y Corrigan despotrican todo lo que pueden contra ellos. Dicen que en el saloon ya se han reunido unos matones dispuestos a acabar con la tribu.

Philipp lanzó un suspiro.

—¡Y todo eso por un tramo de vía férrea! ¿Y quién dice que los indios no la aceptan?

—La gente de la compañía del ferrocarril tiene experiencia con los indios, y las historias que se cuentan de Estados Unidos no son muy positivas. Por lo visto, allí vuelven a estar en guerra con los indios.

—Sí, sí, Estados Unidos siempre está metido en alguna guerra. Y la mayoría de las veces contra ellos mismos —murmuró Carter, con un movimiento resignado de la cabeza.

Cuando Marie despertó, se prepararon para partir. Philipp la informó sobre lo que había hablado con James. Después empezaron a recoger sus cosas.

Consternados ante el comportamiento del reverendo, los Isbel les ayudaron a reunir víveres y mantas y a repartir el equipaje entre los dos caballos. Incluso James tenía aún una vieja tienda de sus primeros tiempos en Selkirk.

—Huele bastante mal —comprobó cuando olfateó la tela— pero estoy seguro de que les va a ser muy útil.

—Muchas gracias —dijo Marie colocando la tela de la tienda junto al resto del equipaje.

—Y aquí traigo algunas cosas prácticas que tal vez necesiten.

Allison entregó a Marie un fardo cuyo contenido no podía adivinar. Al tacto resultaba blando, pero también duro.

—Espero que algún día vuelvan —dijo Allison después de dar un abrazo a Marie—. Realmente con la presencia de los dos el colegio ganó enormemente, ¿verdad?

James asintió frunciendo el ceño.

—Y no sé cómo sustituirla ni cómo continuar con las clases, pero tampoco quiero correr el riesgo de que alguien pueda dispararle durante una clase. Así que lo primero que han de hacer es buscarse algún lugar seguro y si más adelante quieren regresar, intentaré crear un puesto para cada uno.

—Les agradecemos todo lo que han hecho.

Cuando Marie abrazó a Isbel, las lágrimas rodaban por sus mejillas. También ella echaría de menos a aquel bondadoso matrimonio y esperaba que no les complicasen demasiado la vida en la ciudad.

Acababan de salir del colegio cuando se les acercaron tres jinetes. Marie, que reconoció al hombre que la había atacado con el cuchillo, agarró con la mano derecha el brazo de Philipp mientras que, con la izquierda, apretaba su corpiño donde guardaba su diario. No quería que nunca más nadie pudiese echarle un vistazo, salvo Philipp, a quien se lo contaría todo si lograban salir sanos y salvos de esta ciudad.

—Queremos a la maestra —gruñó el matón—. Corrigan quiere hablar con ella.

—No tengo nada que hablar con él.

—¿Tampoco si se trata de su prometido?

«Con ese aún quiero hablar menos», pensó Marie, mirando a Philipp en busca de ayuda. Él seguía con la mano en el revólver que llevaba a un lado.

—Ella os ha dicho que no quiere hablar con Corrigan. ¡Largaos y decídselo a vuestro jefe!

Los hombres se miraron.

—No creo que tú seas quién para darnos órdenes, vagabundo.

De repente algo hizo clic junto a ellos.

—Pero yo sí soy quién para daros órdenes.

Súbitamente James Isbel apareció tras ellos, con un gran rifle en el brazo con el que apuntaba a los hombres.

—¡El maestro! —exclamaron los hombres en tono burlón—. ¿Desde cuándo usted sabe manejar un arma?

—¡Desde que estuve en el ejército de Estados Unidos! —replicó Isbel—. Y créanme, tenía buena puntería.

Marie dirigió una mirada incrédula a Isbel. Por lo visto, también él tenía sus secretos.

—Márchense a sus casas, entonces nadie les hará nada.

—¿Qué podrá hacer usted solo con su arma contra nosotros tres?

—Bien, a uno lo mataré pegándole un tiro, al segundo se lo pegará Mr. Carter y el tercero recibirá la bala de mi mujer, que está arriba tras la ventana. No piensen que no sabemos defendernos. Si hiciese falta, es así como protegeríamos también a nuestros hijos.

El matón miró desconfiado hacia arriba. No se veía a Allison Isbel, pero una de las ventanas estaba entreabierta.

Los matones reflexionaron un rato, mirándose unos a otros, como si pudieran comunicarse mediante la transmisión de sus pensamientos.

Después el matachín escupió enérgicamente ante Isbel.

Marie se encogió sobresaltada.

—¡Vale, pues, marchémonos de aquí! —Enrolló las riendas de su caballo alrededor de su mano—. ¡Nos volveremos a ver!

—¡Lo dudo! —contestó Philipp. A continuación dio las gracias a Isbel con un gesto de la cabeza. Este se sintió visiblemente aliviado de no haber tenido que disparar su arma.

—Pónganse en marcha antes de que estos individuos vuelvan con más matones de la taberna.

Siete días tras la detención de mi padre y el entierro de mi hermano reanudé mi trabajo de maestra. Las clases alejaban un poco mis sombríos pensamientos. Mientras estaba con los niños, todo era como si nada hubiese cambiado.

Pero tan pronto las clases finalizaban, yo caía en un agujero negro. Todos los días iba a la tumba de mi hermano y después me escondía en mi pequeño piso para regresar en mis pensamientos a los felices días de mi infancia. Empecé a descuidar mi aspecto, solo remendaba superficialmente mis vestidos, no me compraba nada nuevo. El mundo de allá fuera había dejado de interesarme.

Entonces llegó un nuevo pastor a nuestro pueblo. Como le informaron de mi caso, se presentó una tarde en mi casa. Noté por su expresión que se asustó al ver la figura enflaquecida en que me había convertido. Aguanté lo mejor que pude sus intentos de consolarme, sabiendo que no servían de nada. Ninguna palabra, ningún Dios podían devolverme a mi hermano. Y ningún castigo me pareció suficiente para mi padre, que había sido obligado por Dios a respetar los mandamientos y que los había incumplido por segunda vez de manera tan cruel.

Unos días después apareció la petición de Canadá en la puerta de la iglesia y el periódico publicó el anuncio. Al principio me lo tomaba a risa, pero cuando al cabo de poco tiempo apareció el terrateniente para anunciarme que mi estado ya no resultaba soportable para las clases, cambié de opinión. El día en que me despidieron de mi empleo como maestra del colegio del pueblo fui a ver al pastor Feldten para ofrecerme como voluntaria. Debido a mis antecedentes, Feldten me asignó a un reverendo del que pensaba que era una persona tranquila y amable. Firmé el contrato aceptando que me casaría inmediatamente tras mi llegada con el hombre que pagaba mi travesía. Además solo se me permitía llevar de equipaje lo más necesario. Como nuestra familia no era propietaria ni del piso ni de la casa parroquial, vendí los escasos enseres que no podía llevarme y preparé una bolsa con la que subí dos meses más tarde, junto con otras mujeres, al barco que debía llevarme a Canadá.