A su llegada al campamento de los Cree, Marie y Philipp fueron recibidos por una ruidosa algarabía infantil. Por lo visto, los tomaban por tratantes de pieles. Cuando los niños reconocieron a Marie, se quedaron parados ante ella.
—¡Señorita maestra! —exclamó una de las niñas. Después se dio la vuelta y corrió a toda prisa al campamento. El resto del ruidoso grupo la siguió poco después.
—Parece que les has dado un buen susto a los niños —observó Philipp en tono burlón. Fueron las primeras palabras que le dirigió desde la mañana.
El comentario no fue motivo de alegría para Marie. Notaba claramente la distancia entre ellos y le daba rabia no haberse quedado dormida más rápidamente para eludir aquella nefasta pregunta.
—No, creo que solo quieren avisar a Onawah. Les prometí volver.
Nada más pasar ante los primeros tipis, la curandera vino a su encuentro, acompañada de una pequeña delegación de mujeres y hombres.
—¡Mari, has vuelto! Has cumplido tu promesa.
Marie se deslizó de la silla de montar y se dejó abrazar por Onawah. Solo ahora se dio cuenta de hasta qué punto le había faltado la voz de la curandera. ¡Y el olor a hierbas que la envolvía!
—Temo no tener buenas noticias para vosotros —dijo Marie cuando se soltó del abrazo de Onawah.
El surco entre las cejas de Onawah se hizo más profundo.
—¿Malas noticias? ¿Te ha ocurrido algo?
—No, a mí no. Pero vosotros estáis en peligro. El alcalde de Selkirk quiere construir una línea de ferrocarril en vuestro territorio.
Como tuvo la impresión de que no habían entendido bien sus palabras, Philipp las repitió en el idioma de los Cree.
—Deberíamos decírselo al jefe de la tribu —dijo entonces Onawah, tomando de la mano a Marie—. Él sabrá lo que hay que hacer.
La tienda del jefe seguía siendo la más grande de todo el campamento. Unos meses atrás Marie apenas se atrevía a entrar ahí, y también ahora las pieles de búfalo y los trofeos de caza seguían imponiéndole respeto cuando entró.
Onawah se había adelantado a ellos y había informado ya al jefe del motivo de su visita. Ahora estaba sentada junto a él sobre una piel de búfalo. El fuego en el centro propagaba un extraño aroma. Seguramente la curandera había mezclado algunas hierbas con la leña.
—Sed bienvenidos, Mari y Carter —les saludó dignamente el jefe, señalando la piel—. Sentaos con nosotros.
El corazón de Marie latía aceleradamente cuando se sentó ante el fuego. Por lo visto, no se trataba de una sencilla conversación con el jefe. Uno tras otro fueron llegando algunos guerreros que se sentaron en silencio junto a ellos. Cuando estaban reunidos todos aquellos a los que concernía la noticia, el jefe levantó las manos y dijo algo en lengua Cree, tan rápido que, pese a sus conocimientos del idioma, Marie no entendió ni una palabra. La curandera echó unas plantas secas al fuego, lo que hizo que, por un instante, la llama se tiñera de color verde. Después Onawah hizo una señal a Marie invitándola a hablar.
Esforzándose para que su voz sonara lo más firme posible, informó de lo que había podido escuchar. Mientras hablaba, dirigía una y otra vez recelosas miradas a los guerreros de mirada feroz. Por lo visto, Tanawah les había enseñado inglés, pues durante la alocución de Marie no dieron señales de no entenderla.
A su discurso siguió un silencio fantasmal. Los guerreros permanecían sentados, ensimismados, y nadie se atrevía a alzar la voz. Fue el jefe el primero en decir algo.
—Gracias, Mari, por compartir saber. Nosotros ahora deliberar.
Eso significaba que ahora las mujeres debían abandonar la tienda, pues el oficio de la guerra era cosa de hombres. Ni siquiera Onawah estaría presente durante la deliberación.
—¿Tú quedarte con nosotros? —preguntó la curandera cuando salieron de la tienda.
Marie negó con la cabeza.
—No puedo, tengo que… arreglar cosas. Muchas cosas.
La curandera asintió levemente con la cabeza. Marie notaba que se preguntaba de qué cosas podría tratarse.
—¿Por qué no te acompaña tu marido? Carter es un tratante. ¿Por qué te acompaña él?
—Es una larga historia —murmuró Marie suspirando.
—Cuéntame. Ahora los hombres deliberan sobre lo que hay que hacer. Tenemos tiempo.
Descendieron hasta el lago que, a la luz del día, parecía completamente transformado. Seguía irradiando una gran calma, pero había desaparecido aquel misticismo que había fascinado tanto a Marie aquella noche. Un pájaro emitió una llamada triste entre los sauces, y ellas se detuvieron ante las cañas que se mecían movidas por el viento.
—Ahora puedes contarme tu historia.
Cuando Marie le contó que su prometido pertenecía a los hombres que no sentían simpatía por su tribu, la mirada de Onawah se ensombreció.
—Tu padre no ha hecho una buena elección para ti. Será un mal esposo. Si habla así, no te tratará bien.
—No fue mi padre quien lo eligió para mí. Me fue asignado. Pero si te soy sincera, no sé si debo casarme con él. Yo…
—Tú haber entregado tu corazón a otro hombre. —Una sonrisa sabia iluminó el rostro de la curandera—. A Carter, que te acompaña.
Ruborizándose, Marie dirigió la mirada al agua donde descubrió unos niños Cree que se deslizaban entre las cañas y se sumergieron finalmente en el agua.
—Sí, pero tengo un compromiso con el otro. Pagó mucho dinero para que yo pudiese venir a este país.
Onawah resopló llena de desprecio.
—¡Dinero! Los blancos solo piensan en el dinero. Tú eres diferente. El dinero no es ninguna cadena que pueda atar a un ser humano como a un caballo. El ser humano solo está comprometido con los dioses. Dime, ¿fue el lobo nuevamente a verte?
El cambio de tema sorprendió a Marie.
—Sí, lo hizo.
Para dominar sus nervios, Marie arrancó un largo tallo de hierba.
—¿Solo en sueños o en realidad?
—En realidad. Nos salvó a Philipp y a mí de un oso.
Onawah enarcó sorprendida las cejas.
—¿Carter lo vio?
—Sí. Y él opina que se trata de una loba. Valientemente se abalanzó contra aquel oso. Philipp piensa que seguramente tendría crías a las que quiere proteger.
La curandera se sumergió en un reflexivo silencio. Mantuvo la mirada clavada en el lago, como si quisiese pedirle una explicación.
Marie luchaba consigo misma. ¿Debía contarle además que el lobo no volvió a aparecer hasta que ella salió de la ciudad? ¿Qué significado podía tener este hecho?
—Creo que deberías escuchar tu corazón y lo que el lobo te indica —empezó Onawah tras un largo silencio—. Que haya ido y se le haya mostrado a Carter es una señal de los dioses.
—¿Qué quieres decir?
—El tótem es solo tuyo. No se deja ver jamás por otros que no sean tú. Si el lobo aparece estando Carter contigo, entonces él es el hombre a quien los dioses han elegido para ti.
—¿Y por qué el lobo solo se me aparece cuando estoy en peligro? En la ciudad no lo vi.
—¿Fuiste feliz en la ciudad?
—Sí, en cierto modo sí. Encontré un empleo en el colegio y me han permitido dar clases. Pero también en la ciudad estuve expuesta a peligros. Philipp me salvó de alguien que quería darme una paliza, y el alcalde me ha amenazado cuando quise enseñar a mis niños en el colegio que vosotros sois buenas personas.
Onawah le puso la mano en el brazo.
—El lobo aparece cuando tu vida corre peligro de verdad. Si no aparece no estás en peligro.
Marie lo dudaba. Si Carter no hubiese intervenido cuando el matón la amenazaba, seguro que le habría causado graves lesiones.
—Pregúntale a tu corazón a qué hombre quiere. No mires el dinero. Tú serás desgraciada si tú preguntar a razón. No querrás vivir así, ¿verdad?
Marie negó con la cabeza, suspirando. ¡Si fuese tan fácil escuchar a su corazón!
Cuando regresaron al campamento, la reunión había finalizado. Un par de guerreros estaban aún conversando junto a la tienda del jefe, pero la entrada estaba abierta de par en par.
—Han tomado una decisión —observó Marie. Onawah asintió.
—¿Significa eso que habrá guerra?
—No lo sé, pero no creo. Aún no ha llegado el ferrocarril. No es sensato luchar contra un enemigo que todavía no se ha mostrado.
—Eso es cierto.
Cuando Philipp se unió a ellas, Marie enmudeció.
—Parece que los guerreros quieren prepararse para la lucha. Eso si lo he entendido todo correctamente. Pero el jefe insiste en que esperen.
Onawah, que vio confirmada su suposición, esbozó una sonrisa.
—Es una decisión sensata la que ha tomado. No es bueno precipitarse. Pero tampoco es bueno esperar demasiado.
Al decir esto, dirigió la mirada a Philipp y Marie. ¿Quería decirles algo con eso?
Esa noche Marie permaneció mucho tiempo despierta clavando la mirada en las tiras de lona del tipi. «¿Y ahora cómo va a continuar todo? —se preguntaba—. ¿Qué pasará cuando volvamos a Selkirk?».
Pese a que todo en ella se resistía a regresar a la ciudad, sabía que difícilmente podría evitarlo, pues debía aclarar algunas cosas.
Tal vez existiese alguna manera para que ella devolviese a Jeremy el dinero que había pagado por su travesía y sus papeles. Una manera de comprar su libertad.
Para ella era un hecho decidido el que no se convertiría en Mrs. Plummer. Miró con cariño a Philipp que roncaba suavemente a su lado. Él era su futuro. Ahora lo tenía claro. Lo sería aunque tuviese que vivir con él en cualquier lugar salvaje.
Pero antes tenía que cuidarse de que los Cree pudiesen seguir viviendo en paz. No debía esperar ningún apoyo de la ciudad, pero tal vez el gobernador había recibido ya su telegrama. Si le importaban los Cree, aunque fuese muy poco, enviaría ayuda, de alguna manera.
Cuando la luna estaba situada directamente sobre su tienda, le pareció a Marie oír el aullido de un lobo. Podría haber salido del tipi para comprobar si realmente se trataba de su animal protector. Pero se acurrucó contra Philipp que, como siempre, mantuvo la caballerosidad y, pese al beso que ella le dio, no intentó convencerla para que fuesen más lejos. Y después llegó un momento en que se le cerraron los ojos.
Recuerdo perfectamente la noche en que vi por última vez en mi vida a mi padre. Peter y yo acabábamos de dar por concluido un buen día de clase. Yo tenía que revisar exámenes del segundo curso. Además sobre mi escritorio había redacciones del cuarto, pero estas no corrían tanta prisa. Peter se pasaba el rato hablándome con enorme entusiasmo de Lilian, con la que pensaba casarse unos meses más tarde.
—Entonces faltará espacio en la casa de los maestros —conjeturé un poco temerosa—. Tres no vamos a caber.
—¡Ni hablar! —Peter hizo un gesto como para quitar importancia a mis palabras—. Sabes que en la escuela habrá siempre sitio para ti mientras no te enamores tú también.
Me dirigió un guiño cómplice, pero no me sonrojé porque no tenía motivos para hacerlo. Mi amor se centraba en mi trabajo y en mis alumnos. En todo el pueblo no había hombre alguno de quien hubiese podido enamorarme.
Desde que vi a Zenker con Charlotte, desde que le vi abandonar el instituto, estaba segura de no poder enamorarme nunca más, ni de quererlo. Lo único a lo que llevaba el amor era a sentir dolor, un dolor terrible. En mis niños, en cambio, aunque algún día abandonarían el colegio y algunos tal vez me odiasen por las notas, podía invertir sentimientos sin experimentar grandes decepciones.
Peter lo veía de manera diferente. Su corazón pertenecía totalmente a Lilian y no temía ser herido. Me alegraba de todo corazón por él, pues sabía que este amor le arrancaría de la atmósfera de nuestro padre, de la que yo escapé ya en mi época en el instituto.
Cuando estaba revisando los cuadernos y me alegraba de un dictado escrito con una letra muy hermosa, alguien llamó abajo a la puerta del colegio. Peter me dirigió una mirada llena de sorpresa, después miró el reloj. Eran casi las nueve de la noche. Seguro que a estas horas ningún niño se extraviaría hasta aquí. Y también los padres se presentaban más bien por la tarde si querían comentar algo o formular una queja. ¿Quién podía ser? ¿Le habría ocurrido tal vez algo a Lilian? ¿Era tan grande la añoranza que sentía de Peter que atravesó sola y a oscuras el pueblo para venir hasta aquí?
—Voy a ver quién es —se ofreció Peter para que yo no tuviera que dejar mis dictados, y bajó la escalera.
Al poco rato volvió, con la cara blanca como la tiza. En el primer momento temí que le hubiesen dado una mala noticia, pero después apareció otra persona en la puerta. Nuestro padre.
Llevaba, como siempre, su sotana luterana y, también como siempre, me examinaba con frialdad en su mirada. Solo que esta vez sus ojos eran vidriosos.
—Buenas noches, padre —empecé a decir prudentemente, levantándome tras mi escritorio. El semblante de Peter me hacía entender con claridad que había venido por mí, únicamente por mí.
—Te voy a casar —anunció, plantándose ante nosotros, como solía hacer cuando éramos niños y nos echaba un sermón.
—¡Padre!
La sorpresa me impidió decir nada más.
—No lo dirás en serio —dijo Peter, que había comprendido con mayor rapidez que yo que no se trataba de una broma.
—Se casará. Todas las mujeres tienen que casarse en vez de malgastar su tiempo con un trabajo. Todas las mujeres tienen que tener niños, y ella tendrá niños.
Peter se volvió hacia mí. Me sentía como si la tierra se abriese bajo mis pies y fuese a tragarme.
—¡Ya es demasiado mayor! ¡Una vieja solterona! —tronaba mi padre—. Dentro de uno o dos años ya no conseguiré encontrarle marido.
—¿Pero es absolutamente necesario que me cases? —me atreví a decir—. ¡Soy maestra! No querrás haber gastado en vano todo el dinero de mi formación, ¿verdad que no?
La mirada de mi padre echaba chispas. Mantenía la cabeza inclinada como un perro que se va a abalanzar en cualquier momento sobre su adversario.
—Las Sagradas Escrituras dicen que una mujer ha de someterse al hombre. Y eso es lo que harás. Te he buscado marido y con él te casarás.
—¿Y con quién ha de casarse? —preguntó Peter, esforzándose, como siempre, por debilitar la tormenta que se estaba formando sobre nosotros.
—Con el pastor Breuer del pueblo vecino. Su mujer ha fallecido y necesita una nueva esposa.
—¡No! —se me escapó, pues el «elegido» tenía la misma edad que nuestro padre—. No me casaré con él. Seguiré trabajando de maestra.
—¡Harás lo que yo te digo!
La voz de padre sonaba tan amenazadora que se me heló la sangre en las venas.
Sabía que la tozudez no lleva a nada, por lo que intenté otra cosa.
—Padre, ¿qué te he hecho para que me trates así? ¿Para que quieras arruinar mi felicidad? ¿Es por Luise? ¿Porque os vi en aquella ocasión? No soy yo quien la echó de casa sino tú. Si la querías, ¿por qué la echaste?
Con un furioso alarido se vino hacia mí. Al principio solo vi sus manos tendidas, después las sentí alrededor de mi cuello.
—¡Padre, no! —gritó Peter y se abalanzó sobre él. La presión en torno a mi cuello fue cediendo, pero ahora los dos hombres estaban luchando uno con otro.
Jadeando, intenté separarlos, pues vi venir la desgracia, y entonces ocurrió. Peter cayó hacia atrás, tropezó, después se oyó un estruendo.
Todo ocurrió con tanta rapidez que me costó comprenderlo.
Peter había sido empujado por nuestro padre. ¿Y después?
Solo cuando vi la sangre en el canto del pesado escritorio entendí que se habría golpeado contra él. Con la sensación de que los pulmones se me habían quedado sin aire, me eché sobre el cuerpo inmóvil de Peter, miré sus ojos muy abiertos.
—¡Peter! —susurré, sin prestar atención a lo que pudiese hacer mi padre. ¡Ojalá me hubiese estrangulado un momento antes, como fue su intención! Pero se mantuvo alejado de mí, como si aquel estruendo hubiese tejido un hechizo en torno a Peter y a mí, que no le permitía acercarse a nosotros.
Cuando levanté cuidadosamente la cabeza de Peter para acomodarla en mi regazo, como habíamos hecho a veces de niños bajo el saúco, noté que se había desnucado. De su nariz salía un hilito de sangre, pero la luz de sus ojos se había apagado.
—¡No! —grité tan alto que los vecinos pudieron oírlo. Mi padre retrocedió. Habría pensado que huiría, pero se quedó allí, como clavado en el suelo. La boca se le contraía como formulando palabras que no pronunciaría jamás.
Ni me enteré de que unos pasos subieron ruidosamente por la escalera. Cogí entre mis manos la cara de mi hermano y la besaba como si así pudiese volver a insuflarle vida. Pero por mucho que lo acariciase y meciese, no se movía. Nunca más despertaría a la vida.
Cuando apareció el gendarme, mi padre se dejó detener sin resistencia. Fue lo único de lo que me enteré. Las voces a mi alrededor, los roces, todo esto no existía para mí como algo real. Eran algo que yo observaba desde lejos mientras mi interior era desgarrado por el dolor. Nunca más estaría sentada bajo el saúco con Peter, nunca más me reiría con él. «¡Y la culpa la tengo yo!». Provoqué de tal modo a mi padre que me agredió y Peter se vio obligado a intervenir.
Mi vida estaba destrozada…