LA yegua alazana resopló levemente cuando Philipp ayudó a Marie a subir a la silla de montar.
—Tranquila —murmuró Philipp—. La dama a la que llevas a cuestas es un peso pluma.
Marie tomó las riendas algo inquieta, pues notaba claramente el nerviosismo del animal. ¿O era solo su propia inquietud la que se transmitía?
—¿Está todo bien? —preguntó Philipp después de haber comprobado los estribos.
—Sí, creo que sí.
—Bien. ¡En marcha entonces!
Cuando poco después subieron por la calle mayor, Marie empezó a sentir algo de miedo. Estaba ya anocheciendo, y seguro que su ausencia ya habría llamado la atención.
¿Enviaría Jeremy un pelotón a buscarla? ¿O se alegraría tal vez de su desaparición?
—Si avanzamos a buen ritmo, podríamos llegar en dos días —anunció Philipp cuando habían dejado atrás el límite de la ciudad—. Espero que tengamos víveres suficientes.
Mientras Philipp fue a buscar un caballo, Marie reunió todo lo comestible que encontró en la vivienda de Philipp. Algunas cosas databan aún de su época como tratante de pieles, pero al tratarse de galletas y de carne seca, se conservaban durante mucho tiempo.
—Ya nos arreglaremos —replicó Marie con optimismo—. Además seguro que habrá bayas en la selva. Y podremos coger agua del río.
Philipp le dirigió una cariñosa sonrisa.
Montaron durante toda la noche y solo al amanecer se detuvieron junto a una charca que a Marie le resultó muy familiar. Los tratantes de pieles no habían parado aquí, pero este rincón idílico con sus nogales de flores amarillas y el agua bordeada por cañas se había grabado en su memoria. Su llegada espantó a unos patos que se alejaron sobrevolando sus cabezas entre fuertes graznidos.
—No están precisamente encantados de que les molestemos —observó Marie riendo. Pese a no haber pegado ojo en toda la noche, se sentía despierta, incluso animada. El bosque parecía dar nuevas fuerzas a su cuerpo.
—Dan dos o tres vueltas y después regresan. A menudo los pájaros levantan el vuelo de su nido para convencer a los enemigos de que no hay ningún botín que valga la pena.
—Pero así exponen aún más a sus crías.
—Y créeme, muchos cazadores aprovechan precisamente esta ocasión. Pero me parece que no te apetecen huevos de pato, ¿verdad?
Después de que ataran los caballos a un árbol, Philipp se fue a buscar leña. Marie aprovechó el momento para lavarse las manos y la cara. Casi se asustó al ver su propia imagen reflejada en el espejo. No es que pareciese cansada. Pero encontraba que había cambiado completamente. En sus ojos se reflejaba una resolución que nunca antes había visto en sí misma. Siempre había sido voluntariosa. También su hermano opinaba que lo era, pero ahora veía a una mujer dispuesta a luchar con todos los medios por sus metas.
—Mira qué se me ha cruzado en el camino.
Marie se volvió. Philipp levantó una liebre que agarraba de las patas traseras.
—¡Pobre animalillo!
—Esa noche ya no dirás lo mismo.
Philipp depositó la liebre junto a la pila de leña que ya había amontonado.
—Pero ahora deberías acostarte un rato.
—¿Y tú?
—Asaré la liebre. Cuando te despiertes, comeremos y después seguiremos camino.
Philipp desató el saco de dormir de la silla de montar y lo desenrolló en un lugar algo apartado de la hoguera.
—¡La cama está preparada, madame!
—¿Y qué harás tú entretanto?
—Me sentaré un poco junto al fuego y contemplaré cómo la liebre se va tostando. Y mantendré los osos alejados de ti.
—Ya la última vez no vimos ninguno.
—Y puedes darle gracias a Dios. Un encuentro con uno de esta especie puede resultar bastante desagradable. Solo llevo un revólver conmigo. Si no apunto bien se abalanzará sobre nosotros o sobre nuestros caballos.
—¿Por qué no me lo dijiste cuando fuimos a Selkirk?
Philipp esbozó una ancha sonrisa.
—Porque, a decir verdad, yo tampoco he visto aún ningún oso en esta región, pero eso no quiere decir que no existan. Pero no te preocupes, que te protegeré.
Cuando Marie se acostó sobre el saco de dormir, rodeada de musgo aromático y hierba, sonreía feliz. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan segura. Aunque en el bosque moraran osos y lobos, ella confiaba en que Philipp sabría protegerla. Más que cualquiera en la ciudad tras unas sólidas paredes.
Tras unas horas de descanso y una deliciosa comida, prosiguieron su cabalgada. Gracias a algunos atajos que Philipp conocía, avanzaron mucho más deprisa, y gracias a lo que le contaba sobre la fauna y la flora, ella logró reprimir el vago presentimiento de que seguramente en Selkirk ya se habría armado un lío de todos los demonios.
Se detuvieron finalmente en un claro del bosque. En las copas de los árboles flotaba la niebla crepuscular. Unos últimos rayos de sol se filtraban a través de las ramas oscuras. Las extrañas figuras formadas por la maleza recordaban a Marie el cuento de la Bella Durmiente en el que los príncipes se perdieron entre unos impenetrables zarzales llenos de espinas.
—Este es uno de los lugares sagrados para los Cree. O al menos lo fue hasta que los obligaron a marcharse de aquí.
Marie cerró los ojos y aspiró el olor a resina, musgo y flores silvestres. En las copas de los árboles trinaban los pájaros, las hojas crepitaban bajo sus pies y las ráfagas de viento barrían la hojarasca.
—Un lugar maravilloso —murmuró Marie con lágrimas en los ojos cuando volvió a pensar en Onawah. ¡Ojalá su telegrama llegase a tiempo a su destinatario en el Gobierno!
—¡Marie!
La voz de Philipp no fue más que un susurro.
Marie abrió los ojos. A unos pasos de ellos había un lobo. ¡Un lobo blanco! El corazón de Marie dejó de latir por un instante.
—¡Ese es el animal que vi entonces desde la caravana! —contestó ella susurrando también.
—¿Viste un lobo blanco?
—Sí, unos días antes del asalto. Apareció una noche.
No le dijo a Philipp que Onawah creía que este animal era un mensajero del reino de los muertos.
—Los lobos se mueven por territorios bastante amplios.
—¿Crees que se trata del mismo lobo?
—Hay pocos lobos blancos. La mayoría de ellos son muy viejos, pero este parece aún bastante joven.
Ahora su recuerdo del animal se agudizó. Sí, tenía que tratarse sin duda del mismo lobo. ¡De su lobo! ¡Del animal que le daba fuerzas!
Cuando el lobo alzó la cabeza creyó que iba a quedar petrificada. Los ojos del animal la miraban centelleantes; después el lobo se puso sobre las patas traseras y jadeó como un perro.
—Parece que le gustamos a ella.
—¿A ella?
—Es una loba.
—¿Cómo lo sabes?
Philipp esbozó una sonrisa.
—Tengo experiencia. Este animal es claramente una loba. Para saberlo no me hace falta siquiera ver su parte trasera.
Marie se estremeció cuando volvió a oír en su interior la voz de la curandera. Precisamente en este lugar, antaño sagrado, volvió a encontrarse con la loba a la que casi había olvidado. Si eso no era una señal…
—Onawah pensaba que es una especie de ángel de la guarda.
—Y ahora te ha encontrado.
—Si son acertadas las creencias de los Cree, ¿entonces por qué no se presentó en la ciudad?
No, no era del todo cierto. Fue a verla. Ahora Marie volvió a acordarse del sueño de la mujer loba. Ella entonces no lo relacionó con el lobo, pero ahora que Philipp afirmaba que era una loba, empezó a entender algunas cosas.
—¿Y ahora qué hacemos?
A Marie le sorprendió ver que la loba se quedaba tranquilamente sentada. ¿No buscaba una presa?
—Podemos seguir como hasta ahora —propuso Philipp—. No creo que represente un peligro para nosotros.
—Pero seguramente no habrá venido sin un motivo.
—Seguro que no. Tal vez quiera disfrutar simplemente del silencio de este lugar.
—O quizá sea cierto que es un mensajero de los dioses.
—Posiblemente.
De repente Marie notó lo cerca que Philipp se encontraba de ella. Su olor le producía un cosquilleo en el estómago y sus manos empezaron a temblar levemente. Todo en ella anhelaba volver a ser besada por él. Y otras cosas que solo había imaginado en secreto.
¿Le indicaban los dioses de Onawah que cediera al fin a sus sentimientos?
Súbitamente el animal volvió a levantarse. Como si hubiese visto algo tras ellos, empezó a correr. Philipp echó mano a su revólver, pero el animal pasó corriendo ante ellos. Marie se abrazó, asustada, a Philipp.
—¿Qué le sucede?
Un instante después la loba gruñía furiosa. Cuando se volvió, Marie se dio cuenta de que la loba se echaba contra un gigantesco animal de piel negra. No se dejó asustar ni siquiera por los rugidos del oso.
Philipp se soltó bruscamente de Marie y desenfundó su revólver.
—¡Qué oso tan magnífico!
Apuntó brevemente y disparó. El oso, que acababa de levantar una de sus zarpas para golpear a la loba, se encogió y emitió un nuevo rugido furioso. Después se dejó caer sobre las cuatro patas y se volvió. De este modo pudo escapar de los disparos de Philipp, pero no de la loba, que le persiguió hasta que ambos desaparecieron entre los árboles.
Tras un breve instante de pasmo, Marie fue al lugar en el que había aparecido el oso. Había gotas de sangre en la hierba. Una ola de preocupación traspasó a Marie pero, recordando la breve lucha, entendió que el oso no había podido hacerle daño a la loba.
—Creo que le has dado al oso.
—Eso espero. —Philipp se acercó a ella y quitó un poco de sangre de los tallos de hierba—. El oso fue tremendamente silencioso. Tendremos que darle las gracias a nuestra amiga blanca cuando la veamos la próxima vez.
—Espero que no le haya pasado nada.
Marie oteó entre los troncos de los árboles, pero todo estaba a oscuras.
—No te preocupes. Los lobos son extremadamente valientes y más rápidos que los osos. Seguramente le habrá hecho subirse a un árbol.
—O él la ha despedazado.
—No lo creo.
—¿Por qué atacó al oso? ¿No lo habrá hecho por nosotros?
Philipp negó con la cabeza.
—Mi sentido común me dice que no. Seguramente tendrá sus crías cerca o ha sentido amenazado su territorio. Pero Onawah lo vería de otro modo. Deberías comentarlo con ella.
—Lo haré.
Marie apartó la mirada de la sangre del oso y siguió a Philipp hasta donde estaban los caballos.
Como no quisieron montar su campamento nocturno en aquel suelo sagrado, cabalgaron un poco más hasta que aparecieron ante ellos las aguas del Red River. Como una cinta de cobre, el río se deslizaba entre las praderas quemadas por el sol. La suave brisa vespertina traía hacia ellos un olor a pescado. Sobre las cañas danzaban libélulas resplandecientes.
—¿Y estás seguro de que aquí no nos va a sorprender ningún oso? —preguntó Marie, protegiéndose los ojos del resplandor del agua y siguiendo con la mirada a una bandada de patos que pedaleaban pacíficamente en el agua.
—Nunca se puede estar seguro con estas fieras negras —replicó Philipp mientras se apeaba del caballo—. Pero si realmente se acerca un oso hasta aquí, lo hará por los peces. De nuestra presencia ni se dará cuenta.
Marie lo dudaba, pero no sentía miedo, lo que se debía por una parte a la proximidad de Philipp y, por otra, a la idea de que la loba blanca realmente era para ella algo así como un ángel de la guarda. Durante la cabalgada había decidido creerlo. ¿Además, qué remedio le quedaba?
Mientras Philipp apilaba leña y cañas secas, Marie preparaba el campamento nocturno lo mejor que podía. Sería la última noche aquí, antes de llegar al campamento de los Cree. Marie lo pensó casi con pena, pues en presencia de Philipp se sentía tan a gusto que hasta era capaz de imaginar que viajaba con él durante meses o años enteros.
Sin embargo, lamentaba un poco que desde el beso en el colegio no hubiese vuelto a intentar acercarse a ella. Al fin y al cabo, ella le había dado a entender que no se lo tomaba a mal.
Poco después estaban sentados uno al lado del otro junto a la orilla del río. Finalmente se vieron coronados por el éxito los intentos de Philipp de pescar con una improvisada caña hecha de varas y un cordón. Las dos enjutas percas ensartadas en sendos espetos daban una impresión un poco triste, pero el delicioso sabor de la carne tierna les compensó del hecho de no poder llenar sus estómagos.
Cuando al fin se acostaron, Marie dirigió la mirada a las estrellas que se hacían cada vez más numerosas a medida que iba oscureciendo, hasta que se extendían sobre ellos como una manta adornada con diamantes. De nuevo Marie se preguntaba por qué Philipp no intentaba besarla de nuevo. ¿Lo hizo entonces solo para consolarla? ¿Y su confesión?
—¡Marie! —Los susurros de Philipp rozaron su mejilla. Solo ahora se dio cuenta de que él se había vuelto hacia ella—. ¿Qué será de nosotros cuando regresemos?
—¿Qué quieres decir?
—Querrás volver a la ciudad, ¿no?
Marie se volvió hacia él, con la cabeza apoyada en su brazo.
—Tendré que regresar. No tengo otro hogar que el de Selkirk.
—¿Y qué pasará con Jeremy? ¿Vas a romper el compromiso?
—Tengo una obligación con él.
—¿Una obligación? —Philipp resopló indignado—. Cree haberte comprado, pero hasta en Estados Unidos ya se ha prohibido el comercio de esclavos.
—Philipp, yo…
Marie se mordió los labios. ¿Realmente no había ninguna otra posibilidad? ¿Y si el mismo Jeremy cambiaba de opinión? Y, en caso contrario, siempre podría huir. ¿Por qué su conciencia seguía atándola a un hombre que no la amaba en absoluto y cuya forma de pensar era totalmente ajena a las suya?
—Ahora deberíamos dormir —observó Philipp. Después se dio la vuelta. En el tono de su voz se notaba claramente la decepción que sentía.
Poco antes de que Marie se quedara dormida con lágrimas en los ojos, creyó oír a lo lejos el aullido de un lobo.
Cuando se aproximaban las Navidades del año 1876, Peter y yo regresamos a nuestro pueblo de origen. Para entonces Peter estudiaba en Hamburgo, pues había tomado la decisión de ser también profesor.
—Entonces podremos dar clase los dos juntos en el viejo colegio del pueblo. Si me contratan a mí primero será más fácil para ti encontrar un empleo —escribió en una de sus cartas poco después de haber sido aceptado.
Yo estaba en el último curso del instituto y aspiraba a estudiar magisterio, una meta en la que me apoyaba nuestra directora. Ella decía que tal vez yo no era la alumna más sociable, pero que tenía muchos conocimientos, que era trabajadora y que tenía talento para conseguir ser escuchada por los demás, unas cualidades todas excelentes para una futura maestra.
Pero como estaba convencida de que nuestro padre no estaría de acuerdo con la carrera que yo quería estudiar, mi regreso no fue ningún motivo de alegría. Además, Peter me había informado de que se comportaba de un modo extraño. A veces permanecía durante días en su gabinete de trabajo si no se presentaban visitas o tenía que echar un sermón.
Entretanto una nueva ama de llaves había tomado el mando después de que Marianne se casara. Peter conoció a aquella mujer reservada y sombría durante una de sus estancias de fin de semana y decidió evitarla en la medida de lo posible para no contagiarse de su aura adusta.
Afortunadamente, Peter llegó antes que yo, de modo que no tuve que enfrentarme a nuestro padre yo sola.
—¡Marie, deja que te vea! —exclamó alegremente después de que yo depositara mi bolsa en el pasillo. Me cogió de los hombros, me hizo dar vueltas para verme desde todos los lados e hizo un gesto lleno de admiración.
—¡Hay que ver, la pequeñaja! ¡Estás hecha toda una mujer!
—¡Y tú sigues siendo el mismo de siempre!
Nos fundimos en un abrazo que duró un par de minutos hasta que apareció el ama de llaves.
—Usted es la hija, ¿verdad?
Realmente tenía un aire bastante sombrío: una viuda que no tenía otra posibilidad de financiarse el sustento.
—Sí, esa soy yo —contesté, pese a todo, esbozando una sonrisa y tendiéndole la mano—. Y usted debe de ser la nueva ama de llaves.
—Su habitación está preparada y su padre la está esperando —replicó en vez de presentarse. A continuación regresó a la cocina.
—Sí, es realmente un sol —se burló Peter en un susurro. Después me arrastró consigo al estudio de nuestro padre. Todo ahí parecía estar como siempre. En el transcurso de los años ni un solo mueble había sido cambiado de sitio. Yo, acostumbrada a los recintos llenos de luz del instituto, me sentía en esta habitación como si me hubiesen encerrado en una tumba.
—Buenos días, padre —dije en tono reconciliador al hombre que, inclinado sobre su escritorio, estaba redactando algún documento.
—Buenos días, Marie —dijo sin levantar la vista—. Así que has vuelto.
Eso fue toda la atención que me dedicó. Cuando, al cabo de un rato, aquel silencio se nos hizo demasiado pesado, abandonamos la habitación sin que me hubiese mirado ni una sola vez. Peter rechinó los dientes, pero no hizo ningún comentario. Me acompañó a mi habitación donde nos pusimos a contarnos las novedades de nuestros respectivos institutos.
Cuando en la comida de Navidad le hablé a nuestro padre de mis planes de convertirme en maestra, el corazón me latía con fuerza. Seguro que enseguida empezará a despotricar, diciendo que semejante trabajo no es el destino de una mujer. Pero de nuevo no coseché más que indiferencia.
—Haz lo que quieras —dijo al fin y, con un vaso de ponche, se retiró a su habitación.
—Supongo que eso es lo que has de hacer —observó Peter, cuando padre había cerrado la puerta tras de sí. Como sentí hervir la ira en el fuero interno de mi hermano, le tomé de la mano y salimos al exterior los dos juntos para contemplar el cielo estrellado cuyos destellos eran especialmente magníficos por Navidad.
—Padre debería estar tan orgulloso de ti, Marie… —dijo amargamente, mientras observaba a Orión con sus tres estrellas—. Eres la mejor de tu curso. La directora de tu instituto te propone para que estudies magisterio. Y todo lo que se le ocurre decir es: «Haz lo que quieras».
—Ya sabes que, a causa de aquel incidente hace ya tiempo que ha dejado de quererme.
—¿A causa de aquel incidente? ¡Fue él quien infringió los mandamientos! ¡Él, Marie, no tú! ¡Lo que pasó entonces no es culpa tuya! Y él no puede echarte ninguna culpa.
—No se trata de eso —repliqué—. Durante todos estos años en el instituto he tenido tiempo suficiente para reflexionar. No se trata de quién tiene la culpa. Yo le sorprendí en un acto de debilidad. Sé que es débil, como muchos otros hombres. Pese a ser un siervo de Dios, es débil. Eso es lo que no puede soportar.
—Eso no le da derecho a tratarte así. Te lo digo en serio, acepta la oferta de tu directora. Estudia para maestra, como te has propuesto. Y entonces nos haremos cargo los dos del colegio de aquí, viviremos al otro lado del pueblo y seremos felices. Sin padre.
Cerré los ojos. ¡Qué hermoso sería ser libre, poder llevar una vida sin las lúgubres sombras del pasado! Con un suspiro melancólico ceñí más fuertemente mi abrigo a los hombros.
—Sabes perfectamente que esto no es posible. Siempre será parte de nosotros. Al fin y al cabo, es nuestro padre.
—Pero eso no quiere decir que tengamos que dejarle formar parte siempre de nuestras vidas. Algún día los dos nos casaremos y tendremos nuestras propias familias. Nosotros no haremos a nuestros hijos lo que él nos ha hecho a nosotros.
Mientras miraba las estrellas, intentaba imaginar cómo sería tener una familia propia. Un marido que me quisiera, e hijos, quizás un niño y una niña que jugasen en el jardín o que se acurrucasen bajo un saúco, como Peter y yo, contándose historias y secretos.
Pero esta imagen se difuminó rápidamente en el gélido aire de invierno, y lo que quedó fue el ardiente deseo en mi corazón: sería maestra. Aunque eso significase abandonar para siempre mi lugar de origen y llevar una vida independiente.