POR fin llegó el anhelado lunes. Tras un fin de semana con baile como este, debería estar animada, pero solo se sentía cansada y decepcionada.
Abandonó la casa de Stella más temprano que de costumbre y atravesó a toda prisa las calles, aún desiertas. El sol estaba asomando tras el horizonte rosa y la bruma que envolvía las casas se estaba disipando poco a poco.
«Tal vez sean realmente las pequeñas cosas las que conmueven nuestro corazón más hondamente», pensó Marie que, ante la salida del sol, se sentía extrañamente ligera mientras se dirigía al colegio.
—¡Buenos días, señorita Blumfeld! ¡Ha venido muy pronto hoy!
Carter le dirigió una amplia sonrisa mientras le abría la puerta.
—Tras este fin de semana estaba realmente impaciente por volver al fin aquí. Puede creérmelo.
—¿Acaso hubo algún otro incidente o incluso… discurso?
La sonrisa irónica de Philipp hizo sentir un calor a Marie que echaba siempre en falta cuando estaba con Jeremy.
—No, pero reina un ambiente extraño en casa. Me han tomado muy a mal mi huida.
Carter se encogió de hombros.
—Ya se les pasará. Al fin y al cabo, desde entonces usted no ha hecho nada inmoral.
«¿Realmente no? —pensó Marie—. Al fin y al cabo he pasado la noche, por así decirlo, con un desconocido. No, con un desconocido no», se corrigió inmediatamente, pues Philipp había llegado a resultar mucho más familiar para ella que Jeremy.
—Si usted lo dice… —replicó, poco convencida.
—Además, en definitiva, la velada no estuvo tan mal —prosiguió Philipp—. Ahora sabe a qué atenerse con su prometido, conoce a su especial amigo y… también ha llegado a conocer algunos de mis secretos. ¿Qué más quiere? Las verdades son dolorosas, pero conocerlas trae, en última instancia, solo beneficio, ¿verdad?
La sabiduría de sus palabras hizo sonreír a Marie.
—Ninguno de nuestros poetas lo habría podido decir mejor.
—¡Bien, pues, entonces a trabajar! En seguida le traeré todo lo que necesita para hoy.
Poco después Philipp apareció con su carrito lleno de libros. Al lado humeaba el café negro en una taza de cerámica.
—¡Los que madrugan necesitan algo para despertarse! —explicó, mientras le pasaba la bebida—. Le garantizo que con eso seguro que mejorará su humor.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Mrs. Isbel me lo ha dado. Se levanta expresamente a estas horas tan tempranas para prepararme una jarra para que me despierte. Y como puede ver, estoy siempre de buen humor desde que empecé a trabajar aquí.
—Pues entonces no me queda más remedio que probar este café mágico. —Cuando Marie cogió la taza, su mano rozó superficialmente la de Philipp, pero era como si saltaran chispas. Se miraron desconcertados y Marie se hundió tan profundamente en los ojos de Philipp que no notó ni siquiera el calor de la taza de café.
—Yo… yo creo que debería continuar.
Pese a que su mirada delataba que habría podido seguir mirándola todo el tiempo, se retiró. Marie le siguió con la mirada y solo cuando volvió a sentir la taza en su mano, apartó la vista de la puerta por la que Philipp había desaparecido hacía ya un buen rato.
Al cabo de una hora bajó Mr. Isbel, que pareció sorprenderse también al ver que Marie ya estaba lista para la clase.
—¡Tiene que contármelo todo sobre el baile! —exclamó entusiasmado—. Por lo visto le ha dado un exceso de energía.
—¡Más bien fue el café de su mujer! —replicó Marie, y a continuación le informó breve y escuetamente de los incidentes durante el baile.
Poco a poco iban llegando los alumnos. Como todas las mañanas, permaneció de pie a la entrada del aula para saludarlos. Pero de repente sintió que se iba apoderando de ella un impulso que la obligaba a hacer algo que en realidad ya no quería hacer, o, mejor dicho, que no debería hacer.
Vas a tener muchos problemas, pensó mientras cogía aire, pero extrañamente no sentía miedo.
—Hoy vamos a dedicarnos a los Cree, a los indios que viven a unas millas de aquí.
Después de la clase, todo el cuerpo de Marie temblaba. Con toda su pasión había explicado a los niños la forma de vida y, en la medida en que ella misma la había entendido, también la religión de los Cree. Los niños siguieron su exposición boquiabiertos y abriendo mucho los ojos, pero nadie formuló ninguna objeción por el hecho de que en casa sus padres les hubiesen explicado algo distinto.
Con un suspiro, se dejó caer sobre la silla. A pesar de que sentía retortijones de estómago, ¡era una sensación tan buena haber dicho por una vez la verdad!
—Estuvo realmente bien —dijo Philipp mientras se apartaba de la puerta.
—¿Qué? —preguntó Marie sorprendida.
—Su clase. Todo lo que ha contado sobre los Cree.
—¿Usted lo ha oído?
—No pude evitarlo. Su charla hasta me ha llevado a descuidar mi trabajo. Deseaba entrar en clase y ayudarla, pero usted lo captó todo muy bien, y entonces me quedé ante la puerta.
Pese a que Marie se alegró por el elogio, de repente se sintió apenada como si aquella magia desconocida que se había apoderado de ella por la mañana, se desprendiese ahora de su persona.
—Se lo dirán a sus padres —murmuró abatida.
—¡Eso espero. A ver si entonces despiertan de una vez! —dijo Carter risueño.
Marie negó angustiada con la cabeza.
—Mr. Isbel me advirtió de que no lo hiciera, pero no he podido evitarlo. Fue como si de repente algo hubiese reventado dentro de mí. Quería enderezar las mentiras que gente como ese Corrigan o aquella Mrs. Blake meten en la cabeza de los niños.
—Y lo habrá conseguido. No tema a Mr. Isbel, es un buen tipo. Solo que, como todos los demás, tiene miedo de Corrigan. Pero le digo que solo mantendrá el poder mientras pueda propagar miedo y terror. Si alguien en la ciudad le reprocha lo que ha hecho, limítese a reír.
Como si fuese tan fácil, pensó Marie, pero Philipp le sonreía tan alegremente que en aquel momento le habría creído cualquier cosa.
Reconfortada por la sonrisa de Philipp y el té vespertino en casa de los Isbel, Marie dejó de temer el regreso a la casa silenciosa de Stella. En el camino hasta le vino a la mente una antigua canción que solía cantar con su hermano. En voz baja tarareaba la melodía y se metió en una calle lateral sin prestar atención a lo que la rodeaba.
—¡Eh, señorita!
Marie se detuvo y se volvió. Apenas había notado la presencia del hombre que, por lo visto, la estuvo esperando, cuando este la agarró rudamente y la empujó contra la pared de una casa. Una enorme manaza le cerró la boca y le impidió que gritase. Asustada miró la cara del hombre: ¡Era el individuo que había atacado a Carter!
—¡Vaya, apuesto a que es aquella pájara que me deslomó con la pala!
Los ojos de Marie se convirtieron en unas rajas estrechas. Después clavó los dientes en la palma de la mano del hombre.
—¡Maldita sea! —gruñó, la cogió por el cuello y la apretó de nuevo brutalmente contra la pared de piedra. Pero no volvió a taparle la boca.
—¡Suélteme! —gritó Marie intentando darle una patada. El agresor la esquivó hábilmente y después se apretó con toda su cara contra ella.
—¡Yo en su lugar me estaría callada, señorita maestra! —El hombre se echó a reír al ver el espanto en la cara de Marie—. ¡Sí, sé quién es usted! Y también sé lo que usted hace, pese a que se le prohibió hacerlo.
—No sé de qué está hablando. —Mientras todo empezó a dar vueltas ante sus ojos a causa del miedo y su estómago se rebelaba, intentó desesperadamente encontrar algún ancla de salvación. Por lo visto los transeúntes no habían oído su grito. ¿O no habían querido oírlo? ¿De qué otro modo podía intentar llamar la atención o librarse de su agresor?
—¡Sabes perfectamente de qué estoy hablando! ¿O acaso Mr. Corrigan no te dijo con suficiente claridad que en el colegio no debes volver a hablar de tus amigos indios?
«Mrs. Blake —se le pasó por la cabeza a Marie—. Claro que su hijo le habrá hablado de la clase y ella habrá ido corriendo a contárselo al alcalde».
Cuando un cuchillo centelleó ante su rostro, creyó que había llegado su hora.
—¿Ves este cuchillo? Te podría rajar tu bonita cara. Entonces tampoco el reverendo te querrá tener ya por esposa.
Marie gimió cuando sintió el metal en su piel. En un gesto defensivo levantó la mano y se clavó en ella la afilada hoja.
—¡Tira el cuchillo! —sonó una voz junto a ellos.
El agresor miró de reojo y también Marie se dio cuenta de que alguien había aparecido. Y lo había hecho tan silenciosamente como un guerrero Cree que se desliza furtivamente hasta donde se encuentra el enemigo.
—¡Philipp! —exclamó Marie incrédula. ¿Cómo había podido encontrarla?
Con semblante decidido, Carter apuntó con un revolver a la cabeza del agresor.
—He dicho que tires el cuchillo al suelo. ¿O quieres que Mr. Corrigan se busque otro esbirro?
El matón dirigió una mirada furiosa a Carter, pero finalmente siguió su orden.
—Te vas a arrepentir de eso.
—Más te vale cuidarte de que luego no te tengas que arrepentir tú. Como soldado he matado a tanta gente que no me importa uno más. Además estoy seguro de que la señorita Blumfeld va a presentar denuncia contra ti.
Esta amenaza solo arrancó al matón una sonrisa socarrona.
—¿Una denuncia? ¿Y dónde pretende denunciarme? ¡Aquí Corrigan es la ley! Pero tú no puedes saberlo ya que no eres de aquí.
—Siempre existe una instancia más alta, también para tu jefe. Y ahora lárgate. Y no te atrevas a volver a molestar a la señorita. No me importaría nada marcharme de aquí si antes puedo matar a un hijo de puta como tú.
El agresor se retiró. Carter empujó con el pie el cuchillo hacia él, pero seguía apuntándole con el arma. Solo cuando el individuo había salido de su campo visual, volvió a bajar el revólver.
—¿Está bien, señorita?
Marie asintió temblorosa. Después miró la palma de su mano. La sangre ya estaba empezando a formar una costra, pero como ahora cedió la tensión, notó el dolor.
—¡Venga, larguémonos de aquí!
Antes de que Carter pudiese tocarle el brazo, Marie le abrazó. Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras rodeaba firmemente su cuello con los brazos.
—¿Cómo me ha encontrado?
—Cuando se marchó, me di cuenta de que alguien la seguía. Llevaba ya un buen rato merodeando alrededor de la escuela. Lamentablemente no fue hasta ahora cuando vi que se trataba de mi especial amigo. De lo contrario, me habría enfrentado enseguida a él.
—No sé cómo agradecérselo.
—No es necesario. Es lo lógico, pues no la he traído aquí para que le corten la cara.
Suavemente se libró de sus brazos y miró la mano de Marie.
—Habría que vendarlo. Venga conmigo. En el colegio hay un botiquín.
Después de haberse asegurado de que no había nadie más acechando a Marie, la tomó de la mano sana y la arrastró consigo.
—Realmente debería presentar una denuncia contra este tipo —observó Philipp después de haber hecho sentar a Marie en uno de los bancos. Después fue a buscar la cajita de madera, que seguramente habría adquirido él personalmente, y sacó una venda y una botellita con yodo.
—Quiero darle las gracias una vez más, Mr. Carter. Quién sabe qué me habría llegado a hacer este tipo —dijo Marie mientras se remangaba para que el yodo no cayera por descuido en el paño.
Philipp empapó un trapo mientras movía negativamente la cabeza.
—No sirve de nada pensar en lo que habría podido ocurrir, señorita Blumfeld.
—Llámeme Marie —dijo suavemente, mientras Philipp le limpiaba la mano con tanto cuidado como si sostuviese un pajarito recién nacido.
—Pero solo si usted me llama Philipp.
—De acuerdo, Philipp.
Se sonrieron. Después Marie hizo una mueca de dolor.
—Perdone, ¿he sido demasiado rudo?
—No, es el yodo. Ahora despliega todo su efecto.
Philipp siguió sosteniendo la mano de ella con la suya hasta que pasó el dolor. Después empezó a ponerle cuidadosamente una venda.
—Ya ve, no ha sido para tanto. Y mañana podrá contar algo a los niños. Tal vez debería transformar un poco la historia y contarles que fue usted sola quien ahuyentó a ese agresor con su cuchillo.
—Pero eso ya no sería la verdad.
Marie miraba la venda con una sonrisa amarga. ¿Por qué demonios le dio por hablar de los Cree en clase? ¿Por qué no se callaría?
«Porque nunca he sabido hacerlo —se contestó a sí misma—. También a padre le dije a la cara lo que pensaba, aunque me costara perder parte de mi capacidad auditiva».
Cuando levantó la vista, notó que Philipp llevaba un buen rato contemplándola.
—Temo que a partir de ahora los dos ya no estaremos seguros aquí —empezó a decir. Algo parecía preocuparle.
—Corrigan no podrá seguir así eternamente —replicó Marie convencida—. También a él le pondrán freno algún día.
Philipp negó con la cabeza. ¿Acaso no creía que también Corrigan podría ser castigado? ¿O su gesto se refería a otra cosa?
—¿Sabe?, el verdadero motivo por el que vine aquí fue… —Se detuvo, respiró hondo y cruzó las manos ante las rodillas como si quisiese rezar.
«¡Oh Dios mío!», pensó Marie cuando él la miró, pues en sus ojos ya podía leer el resto de la frase. Abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra.
Carter se burló de sí mismo.
—Realmente no soy muy bueno en este tipo de cosas. Pero quiero que sepa… que vine por usted. No me la he podido quitar de la cabeza. Los otros hombres ya me tomaban el pelo. Entonces decidí abandonar a Jennings y buscarla.
Marie se quedó sin habla. También ella había encontrado simpático a Carter, pero tras su despedida no creyó volver a verle nunca más. El hecho de que él hubiese forzado la casualidad hizo latir su corazón con fuerza.
—Jamás habría imaginado que una mujer me causaría tantos trastornos, pero tampoco habría imaginado jamás que pudiese sentir algo tan profundo por una mujer.
Marie volvió a acordarse de lo que exclamó en la consulta médica. «Ahora o nunca», se dijo a sí misma.
—¿Y qué pasa con su Rachel?
Carter enarcó las cejas.
—¿Rachel?
—En la camilla en la consulta del doctor Duval usted pronunció su nombre. Di por supuesto que se trata de su prometida.
—No, Rachel no es mi prometida. Es mi hermana. O mejor dicho, hermanastra, pues mi padre no fue capaz de decidirse por una mujer. Tanto mi madre como su amante tuvieron un hijo. La muerte libró a mi padre de tener que tomar la decisión. Rachel vino a vivir con nosotros. Es la única familia que tengo. Pero desde que huí del ejército, no la he vuelto a ver.
Marie miraba en silencio su vendaje. ¡Así que Carter era libre! Por una parte se alegraba pero, por otra, también le causaba tristeza. ¿Qué sería ahora del compromiso con Jeremy? No había modo de volverse atrás. O al menos no si pretendía quedarse aquí.
Cuando Philipp le pasó suavemente la mano por el brazo, le miró directamente a los ojos. Ahora sus rostros estaban tan próximos que un mínimo movimiento hubiese bastado para besarse.
—Dígame, ¿siente usted algo por su prometido? Sé que estaba bastante enojada con él, pero ¿puede imaginarse pasar toda su vida con ese hombre?
«¿Por qué le habré hecho esta pregunta?».
—No me quedará más remedio que casarme con él. Al fin y al cabo ha pagado la travesía.
—Pero nadie puede ser comprado por otro ser humano. ¿Y sabe usted en realidad si él aún la quiere? ¿O tal vez el aplazamiento de la boda tuvo otro motivo?
—Él… yo…
Marie estaba tan confusa que casi se mareaba. Si comparaba a los dos hombres, sentía mucho más por Philipp que por Jeremy. Pero no debía ser así, se decía a sí misma. Sería deshonesto.
—Marie, dígame, ¿siente usted algo por él? Si es así, no volveré a molestarla.
—No —soltó Marie—. Tal vez gratitud, eso sí, pero no son sentimientos íntimos. También siento gratitud hacia algunas otras personas.
—¿Hacia mí, por ejemplo?
—Usted…
De repente se le secó la boca a Marie. «¿Qué es lo que siento por Philipp?». Gratitud, ciertamente, pero había otros sentimientos que se superponían a ese.
—Desde el primer momento usted me cayó simpático. Y me gusta estar cerca de usted.
Marie tiraba nerviosa de los puños de su blusa.
—Entonces le llevo bastante ventaja a su prometido. ¿No le parece?
Suavemente Philipp abrazó a Marie, como si temiera resistencia por su parte. Pero ella apartó cualquier reparo y se apoyó en su pecho. Cuando sus labios se encontraron fue como si unos fuegos artificiales estallaran en su cabeza. Dispuesta abrió la boca y recibió su lengua, que se deslizó escrutadora sobre la suya. Cuando volvieron a separarse, Marie tuvo la sensación de que le estaban arrancando algo.
—Deberías ir a casa —dijo Philipp en tono áspero. Su mirada delataba cuánto le costaba no perder el dominio sobre sí mismo.
—Philipp, yo…
—Mañana seguiré aquí. Ahora deberías ir a casa lo más rápidamente posible. Te acompañaré un trozo para garantizar que no tengas otro encuentro con aquel individuo.
A partir de aquel momento yo evitaba la glorieta y me busqué otro lugar para escribir mis cartas. No le conté a nadie lo que había observado, ni siquiera a Peter. Rodeada por las hojas de los saúcos junto a la escalera, conseguí dejar de pensar en Zenker y volver a concentrarme en lo que antes había sido importante para mí.
Casi había recuperado del todo mi autocontrol cuando un día, sentada bajo el saúco, oí una voz:
—Ah, señorita Blumfeld, así que es aquí donde está.
Mirando su rostro sonriente, me quedé un momento sin respiración. Me invadió una sensación de pánico. Tanteé hasta encontrar mi carta y solo cuando noté el papel bajo mis dedos, empecé a sentirme mejor.
—Señor Zenker —dije entre dientes. Debí de haberme puesto bastante pálida, pues mi maestro dijo con expresión sorprendida:
—¿Qué le ocurre, señorita Blumfeld? Parece usted muy pálida.
Me inventé la excusa de que, tras un resfriado, me sentía aún algo débil. En realidad se me contrajeron las entrañas como si fuesen de piedra. Ante mis ojos volví a verle, desnudo en la glorieta.
—La he echado de menos en la glorieta. Su presencia resulta muy tranquilizadora.
—Actualmente no me es posible venir a la glorieta. Después de las clases acabo bastante agotada.
La sonrisa de Zenker aumentó aún más mi sensación de pánico. ¿Qué quería de mí? ¿Los mismos servicios que le prestaba Charlotte?
Con los brazos cruzados tras la espalda, se plantó ante mí, y no logré quitarme de la cabeza la sensación de que intentaba averiguar lo que yo estaba pensando.
Afortunadamente lo llamó la directora del colegio, de modo que se vio obligado a dejarme.
—Le deseo que se restablezca pronto —dijo rígidamente. Después se despidió. Aliviada, me apoyé contra el respaldo del banco. ¿Durante cuánto tiempo debía guardar para mí lo que había visto? ¿No sería mejor informar a alguien? Me despreciaba por mi cobardía.
Pero el secreto se reveló también sin que yo interviniese.
Después de que Charlotte hubiese tenido varios fuertes accesos de vómito, se consultó a un médico. Recuerdo aún perfectamente el llanto intenso de Charlotte que se oía desde su habitación después de la partida del médico. Durante la cena se susurraba por todo el comedor: Charlotte estaba embarazada. Embarazada de Zenker, como sabía yo. Naturalmente, Charlotte se calló el nombre del padre, pero fue al mismo Zenker a quien sus remordimientos de conciencia se lo hicieron confesar a la directora del internado, y aquel mismo día Zenker hizo las maletas. También Charlotte tuvo que abandonar el instituto. Sus padres vinieron a buscarla en un carruaje.
Aunque ahora la glorieta estaba de nuevo a mi entera disposición, nunca más entré en ella, pues no quería permanecer en un lugar que trajo una desgracia tan terrible a dos seres humanos.