PESE a tener la sensación de que le faltaba el aire, Marie corrió por la acera. «Maldito corsé», pensó nuevamente, aunque era consciente de que no era el vestido ajustado el que tenía la culpa de su malestar. El que Jeremy se hubiese puesto abiertamente de parte del alcalde, contribuyó tanto a su sofoco como la mirada burlona de Corrigan que indicaba claramente que, tras la boda, sus opiniones no serían tenidas en cuenta.
Cuando tuvo que detenerse al cabo de un rato, porque veía nuevamente lucecitas ante los ojos, avistó a lo lejos el colegio. Le vino bien que todas las ventanas estuvieran a oscuras. No tenía ganas de hablar, solo quería calma y tiempo para poder reflexionar al fin.
Cuando llegó a la escuela, disminuyó un poco la sensación de mareo. Isbel había cerrado con llave, pero Marie encontró la llave de emergencia en su escondite debajo de la escalera.
La fresca oscuridad la envolvió como un manto protector mientras se dirigía a su clase. Con la respiración entrecortada se sentó en un banco, apoyándose en las frías paredes. Si bien el olor a cera y polvo de tiza la tranquilizaba un poco, la sensación de que una pinza de hierro le oprimía las entrañas no desaparecía.
¡Su prometido estaba de parte del alcalde! Seguramente ahora estarían ideando juntos lo que harían contra la tribu de Onawah. Se sintió tan desvalida que se le llenaron los ojos de lágrimas. Le temblaban los puños cerrados. «¡Ojalá fuese un hombre! ¡Ojalá me fuese posible frenarles!».
—¡Miss Blumfeld!
Marie se encogió y miró sobresaltada a la puerta. Ahí estaba Philipp Carter, quien le dirigió una mirada igualmente sorprendida. Como siempre, el cabello le caía un poco desordenadamente en la frente, pero su ropa estaba tan ordenada como si pretendiese ir a la iglesia. ¡Y eso a pesar de que hacía tiempo que su trabajo había terminado!
—¿Está todo bien?
—Sí —resopló Marie—. Todo está bien.
Philipp ladeó la cabeza.
—A mí me parece que no lo está del todo. Incluso en la oscuridad puedo ver que usted está terriblemente pálida.
—Yo… —Tras una breve vacilación, Marie dijo—: Me encontré con Mr. Corrigan. En el baile de los Bellamy.
Philipp frunció el ceño.
—¿Corrigan, el que odia a los indios? ¿No habrá pretendido enseñar a uno de sus retoños que los indios son seres humanos?
—¿Corrigan tiene hijos?
No lograba imaginarlo como padre.
—Ni idea, pero tiene mujer y me parece que tiene edad suficiente para tener hijos. La cuestión es solo si Dios tenía intención de hacerle este regalo o si sabía ya en qué individuo repugnante iba a convertirse.
Sonriendo, Carter se sentó en el banco de enfrente.
—Es extraño —empezó a decir mientras pasaba ensimismado la mano por encima de la mesa—. Antes ver un colegio solo me daba ganas de huir. Y ahora me encuentro a gusto aquí.
Su sonrisa alentadora contagió ahora también a Marie.
—Y yo nunca quise estar en otro lugar. La convivencia con mi padre fue… difícil. En el colegio todo tenía su orden y yo jamás he querido ser otra cosa.
—¡Maestra! —se le adelantó Philipp.
—Sí, maestra. —Marie tiró, algo cohibida, de la manga de su vestido—. ¿Aburrido, verdad? Al menos eso piensa la mayoría de la gente.
—Yo no —replicó Carter con una sonrisa—. Encuentro que se necesita bastante valor para un trabajo como ese. Los niños pueden ser a veces muy despiadados.
—Pero eso no es nada en comparación con el servicio en el ejército. Allí la vida corre un peligro mucho mayor. Especialmente en épocas de guerra. —De nuevo pasó por su cabeza el recuerdo amargo de Peter. Sin la guerra seguiría con vida.
—Bien, todas las profesiones tienen un peligro, a su manera. Como domador de leones uno puede ser devorado y como empleado de banca atracado. Los médicos pueden ser contagiados por sus pacientes y los guardianes del orden recibir un tiro.
—¿Y todas las otras profesiones?
Los ojos de Marie echaban chispas visibles de alegría ante esta pregunta.
—Un panadero puede quemarse, una cocinera cortarse un dedo, a un afinador de pianos le puede dar una cuerda suelta en la cara, y un maestro, no me lo tome a mal, puede ser atormentado por los niños.
—A mí los niños aún no me han atormentado.
—Seguro que es porque en realidad todo el mundo desea tener una maestra como usted. Si yo hubiese tenido una así, me habría quedado y continuado con los estudios.
Marie se echó a reír. De repente parecía deshacerse de todo lo que le había pesado.
—Es el cumplido más hermoso que me han dedicado jamás. Pero temo que mis alumnos no siempre lo vean así. A más tardar, cuando toque el próximo dictado, desearán de nuevo mandarme a paseo.
—No lo creo. —Philipp miró a Marie con insistencia. Un instante después hizo un gesto negativo con la cabeza como si quisiera apartar una idea molesta. «Por qué lo hará», se preguntó Marie, comprobando desconcertada lo bien que se encontraba en compañía de Carter. Seguro que con él habría pasado horas más agradables que las de aquel baile.
—¿Por qué vino aquí en vez de ir a casa? Aparte, claro, de que me alegro de verla aquí.
Marie bajó la vista turbada.
—Porque en el colegio me siento mucho más en casa.
—¿No vive con su prometido?
—No, con su tía.
—¿Y dan a veces ustedes dos un paseo, o hacen algo conjuntamente?
Marie negó con la cabeza.
—No, al menos no sin su tía y la hija de esta. Entre semana él tiene tan poco tiempo como yo.
—¿Y entonces cómo pretenden convertirse en pareja? ¿Solo porque hay un acuerdo entre ustedes? ¿Porque él pagó su travesía?
Marie sabía a qué se refería. Jeremy prácticamente había comprado a su esposa. ¿Pero qué opción le quedaba ahora a ella?
—No lo sé, pero si he de ser sincera…
—¿Sí? La mirada de Philipp la hizo enmudecer por un instante.
—Lo que ocurrió hoy ha conmocionado un poco la forma en que veo a mi prometido.
—¿Participó su prometido en el altercado con Corrigan?
—Supongo que nos estuvo escuchando.
—¿Y qué es lo que escuchó? —Azorado por su propia osadía, apretó brevemente los labios. Después dijo—: Perdone mi curiosidad. Solo que no quería…
—Temo que oyó a Corrigan recomendarme que en la escuela no vuelva a hablar de los indios. Me amenazó con echarme del colegio. Y con que la ciudad dejaría de ser un lugar seguro para mí.
Carter resopló indignado.
—¡Maldito cerdo! Y sin embargo yo siempre pensé que las historias que se cuentan de él eran exageradas.
—Por lo visto no lo son.
—¿Y cuál fue la reacción de su prometido?
—No intervino. Y acabó por pronunciar un encendido elogio de los nobles objetivos de Mr. Corrigan. Que el ferrocarril nos traerá a todos el progreso y así sucesivamente. No me enteré de todo el discurso, porque no podía más. Me sentía como si fuese a ahogarme en el salón, especialmente porque durante todo el tiempo Corrigan me dirigía miradas irónicas.
—¿Y le habló de la amenaza? ¿A su prometido, quiero decir?
—¡Pero si la oyó!
—Sí, ¿pero le preguntó usted qué piensa hacer? Puede que no haya oído toda la conversación.
Marie negó con la cabeza.
—Lo ha oído todo, estoy segura. Incluso me aconsejó que no hablara de los indios con Corrigan. Y dijo que por lo demás es un hombre encantador.
—Está claro que su futuro marido debería haber pedido la mano de Corrigan. ¡Qué miserable sin dignidad!
—¡No debe hablar así de él! —le espetó Marie, con más ímpetu del que hubiese querido. En definitiva solo era su sentido del deber lo que la impulsó a defender a Jeremy.
—¡Pienso que lo ocurrido ha cambiado la visión que usted tiene de su prometido! —replicó Carter irritado—. Lo siento, pero sea sincera. ¡Usted no es una mujer que se deja tratar así! Si yo hubiese estado en el lugar de su prometido, ni elogios para Corrigan ni más bobadas. O mejor dicho, los elogios se los habría hecho sentir en forma de una buena paliza.
Avergonzada, Marie bajó la cabeza. Tenía toda la razón. Pero ella seguía prometida con Jeremy. Y tal vez él solo quiso guardar las apariencias y no buscarse problemas con Corrigan.
Cuando prosiguió, Philipp hizo un visible esfuerzo por mantener la calma:
—Señorita Blumfeld, ahora le voy a contar algo, quiera oírlo o no.
Marie le miró y luego dijo con voz quebrada:
—¡Quiero oírlo!
—¡Mejor! Pues, como usted sabe, fui soldado del ejército de los Estados Unidos.
—En la guerra civil, sí.
—Y durante algún tiempo más. Cuando finalizó la matanza entre hermanos, se buscaron nuevas tareas para la caballería. Nuestro regimiento fue trasladado a la zona india de Nueva Méjico, con el pretexto de proteger la frontera. Pero nuestra verdadera misión era mantener a raya a las tribus indias rebeldes y actuar contra ellas en caso de necesidad. No se imagina todo lo que ocurrió. La población solo oye hablar de las grandes batallas, y siempre se suele atribuir la culpa a los indios. De lo que el ejército hace contra los campamentos pequeños de los indios no habla nadie. Se secuestra a mujeres indias, se mata a niños y ancianos, se mata a guerreros indios acribillándolos en una emboscada. Algunos de mis camaradas le cortaron los pechos a una mujer de la tribu de los navajo cuando intentó resistirse a la violación. Nuestro comandante encerró a estos hombres en el calabozo durante tres días, eso fue todo. Después pudieron continuar haciendo lo mismo. Y todo solo por tierras, dinero y petróleo. Cuando no aguanté más, deserté.
Marie respiró temblorosa. La idea de que le pudiera pasar algo así a la tribu de Onawah la hizo estremecerse.
—¿Y no le persiguieron?
—¡Oh, sí! Un pelotón de cazadores me persiguió hasta Montana. Después conseguí quitármelos de encima.
Marie evocó mentalmente el mapa de América.
—¿Hasta allí le siguieron?
Philipp asintió.
—Bueno, yo no era un soldado raso. Era oficial a punto de ser ascendido a coronel. Tenían miedo de que pudiese contar lo que había visto.
—¿Y por qué no lo hizo? Tendría que haber informado al gobierno.
—¿Un gobierno que apoya en secreto las matanzas de indios? —Philipp negó amargamente con la cabeza—. No, eso era imposible. Después de cruzar los Rockys, lo único que quería era tener paz. Me uní a los tratantes de pieles y me convertí en canadiense.
—¿Y los hombres que le buscaban?
—Seguro que creerán que encontré la muerte en las montañas. Y no tengo intención de refrescarles la memoria dando señales de vida. Si es necesario, seguiré siendo conserje por el resto de mi vida. Pero… —Miró tan profundamente a Marie que ella sintió un agradable estremecimiento recorrerle la espalda—. Pero creo que llegará un momento en que me quemará el suelo bajo los pies si Corrigan y sus amigos continúan en la misma línea. No soy hombre que sepa mantener la boca callada, y menos después de todo lo que he vivido.
—¿Quiere irse?
—No hoy, ni tampoco mañana. Pero creo que algún día habrá llegado el momento. Y quién sabe si a usted no le llega también ese momento, pues no la veo como a una mujer que sepa mantener la boca cerrada y callar sus convicciones.
Philipp la contempló largo rato, después, una sonrisa asomó en su rostro.
—¿Por cierto, sabe lo encantadora que está con este vestido?
—¿Qué? ¡Oh!
Marie se había olvidado completamente del vestido que llevaba puesto. Ahora recordó que en secreto había deseado que Philipp la pudiese ver así. A veces el destino recorre caminos extraños para cumplir unos deseos, pensó, mientras agradecía educadamente el cumplido y le devolvía la sonrisa.
A partir de ahora el nuevo maestro y yo nos veíamos al menos una vez por semana en la glorieta, sin que nos descubrieran las otras maestras ni los alumnos. Mientras escribía a Peter, Zenker me miraba por encima del borde de su libro. Por mucho que sus miradas me inquietaran, también las disfrutaba, pues era la primera vez que un hombre me prestaba tanta atención. En mis cartas no lo mencionaba, pero en mis sueños sucedían una y otra vez cosas de las que me avergonzaría si las contase en voz alta.
En mi fuero interno deseaba que se me acercara, pero la cosa no pasaba de aquellas miradas, cosa que me exasperaba. Aun así, iba día tras día a la glorieta, disfrutaba de su proximidad y me alegraba de que él no conociera mis pensamientos.
Un domingo por la mañana temprano decidí ir a la glorieta antes de misa y escribir a Peter. Creía que acabaría reventando si no le hablaba por fin a alguien de mi amor secreto.
Los sonidos que traspasaban desde lejos el silencio matutino deberían haberme advertido, pero en mi inexperiencia los tomaba por chillidos de pájaros o ruidos de zorros que aparecían de vez en cuando en el parque. Solo cuando me encontraba ya a un paso de la glorieta, tuve un presentimiento. En este momento debería haberme marchado a toda prisa, pero los sonidos me atrajeron como por arte de magia. Fue todo como entonces, cuando vi a mi padre con Luise. Llegada a la glorieta, me detuve y miré aturdida el cuerpo desnudo de un hombre rodeado a la altura de la cadera por unos esbeltos muslos femeninos. Zenker, Zenker y…
Me tapé la boca horrorizada cuando descubrí, junto a su hombro desnudo, el rostro cubierto de sudor de Charlotte. Con los ojos entornados y la boca entreabierta, se aferraba a los hombros de Zenker y parecía disfrutar sumamente de sus movimientos.
Por un instante mis miembros parecían volverse insensibles. ¡Zenker, mi amor secreto tenía una cita con Charlotte del último curso! Cuando mis piernas recuperaron el sentido, retrocedí tambaleándome. No se dieron cuenta de mi presencia, pero sus gemidos y jadeos se hacían cada vez más intensos.
Hasta hoy ignoro cómo volví finalmente al internado. Me senté jadeando en los escalones que llevaban a la entrada principal, agarrándome al pasamano. El papel de cartas junto con el plumier yacía a mis pies.
—¡Buenos días! —resonó la voz del administrador a mis espaldas—. ¿No se encuentra bien, muchacha?
Hice un gesto negativo con la cabeza. Realmente no me encontraba nada bien. En mi pecho ardían rabia y decepción. Habría querido dar golpes a diestra y siniestra, pero ni siquiera reuní fuerzas para levantar los brazos.
Hubo un momento en que alguien me ayudó a incorporarme y me llevó a mi habitación. Pensando que había cogido un resfriado, la directora del instituto me permitió no asistir a clase por unos días. Pero no eran molestias físicas las que me atormentaban. No conseguía entender cómo Zenker coqueteaba conmigo y luego se dedicaba a hacer marranadas con Charlotte. Todo en mí gritaba que habría que castigarle, pero sabía perfectamente que no sería capaz de delatarle.