Capítulo 29

EN realidad los sábados eran bastante tranquilos en casa de Stella. Marie solía corregir deberes y preparar sus clases para la semana siguiente. Si Stella se lo pedía, iba a la ciudad por unos recados o ayudaba en la cocina.

Pero en la mañana del día del baile todo fue diferente. Las habitaciones, por lo general más bien tristes, se transformaron en una casa de locos, llenas de vestidos y zapatos, con un aroma en el aire a agua de rosas y cabello chamuscado.

Como Rose tenía muchísimo miedo a que las tenacillas rizadoras le estropeasen su pelo, Marie tuvo que servirle de consuelo.

—Sí, sosténgale la mano, señorita —dijo Mrs. Giles impaciente—. Si no, de tanto moverse, le rozaré el cuero cabelludo, y entonces tendremos un drama.

Una vez terminada la operación, Rose había perdido algún cabello, pero su piel estaba intacta y además lucía un precioso peinado ondulado. Marie se limitó a algún retoque imprescindible en su cabello, recogido para que quedase mucho tiempo para Stella, que quería que la peinasen de un modo muy extravagante.

Cuando por la tarde llegó el momento de vestirse, Marie ya se sentía tremendamente agotada. ¡Ni siquiera las fatigas en la caravana fueron tan extenuantes! Pero Stella no tuvo compasión. Para que los corsés quedaran correctamente ceñidos, suprimió la comida. Tampoco se serviría el té.

—Si bebéis demasiado, esta noche no podréis ni respirar —advirtió antes de animar a Mrs. Giles a ceñirle aún más fuerte el corsé.

Al caer la tarde, Marie pudo por fin mirarse al espejo. La miraba una persona completamente transformada.

El vestido se ajustaba perfectamente y el corsé, aunque resultase desagradable, subrayaba su esbelta línea. Los rizos que Mrs. Giles había formado con sus tenacillas ya no se sostenían como en el primer momento, pero al haberse deshecho un poco, parecían aún más naturales.

También Rose parecía satisfecha. Se contemplaba ensimismada en el espejo como si se viese por primera vez, lo que hizo sonreír a Marie. ¿Habría ella conseguido que por fin Rose abandonara un poco sus reservas?

—Señoras, ¿estáis listas? —resonó una voz en la casa. Unos pasos se acercaron a la puerta del salón—. Espero que estéis ya vestidas.

—Claro que sí, hijo mío —trinó Stella—. Entra y mira nuestras obras de arte.

Jeremy llevaba una larga levita negra con corbata también negra sobre la camisa de un blanco impoluto. Bajo el pantalón gris oscuro centelleaban unos zapatos lustrosos. A primera vista nadie le habría tomado por un clérigo.

Cuando pasó la puerta, abrió asombrado los ojos. Al ver a Marie, quedó fascinado en el acto.

—Estás hermosísima. —Avergonzado, hizo una pausa y luego añadió—: Todas estáis hermosísimas.

—¡Gracias, querido! —gorjeó Stella, que también parecía mucho más joven con su nuevo vestido.

Jeremy le hizo un ademán con la cabeza, pero después volvió a dirigir la mirada a Marie. «Por fin me ve como mujer», pensó satisfecha. Cuando la condujo al carruaje, Marie sentía un placentero cosquilleo en el estómago. Quizá, pese a todo, siento algo por él. ¡Ojalá mostrase él algo más sus emociones! ¿Cuánto piensa esperar aún para intentar conocerme un poco mejor?

Durante el viaje por la ciudad, Marie disfrutó del aire fresco de la tarde, que ya tenía un leve toque de otoño. Ahora se arrepintió de no haberse traído un chal, pero no tardaron mucho en llegar a la mansión de los Bellamy.

En sus paseos por la ciudad Marie ya había visto la casa y se había sorprendido de que fuese aún más grande y suntuosa que la propiedad de los Woodbury. La luz que iluminaba la fachada, y que a través de las ventanas caía sobre la calle, daba a la villa el aspecto de un palacio. Desde el interior llegaba el sonido sofocado de la música, mientras los mozos de cuadra abrían a los huéspedes las portezuelas e indicaban después a los cocheros dónde debían estacionar los carruajes.

Cuando Marie pisó la sala de baile, tuvo, sin embargo la sensación de que una sombra se extendía sobre su alma. Toda su alegría inicial desapareció de golpe cuando, envuelta en una nube de perfumes diferentes, percibió el destello de las joyas que adornaban a muchas de las mujeres.

Allison Isbel tenía razón: aparte de ella, aquí no había gente corriente. La mayoría de los invitados ni siquiera parecían ser de Selkirk. Seguramente se habían sometido a las fatigas de un largo viaje para poder participar en este evento social. «Que nosotros no formamos parte de este círculo, se nota a la legua —pensó Marie acongojada—. Antaño, en el instituto, también todo el mundo sabía quién soy yo».

Como iba al lado de Jeremy, llamaba aún más la atención. Las mujeres parecían taladrarla con sus miradas, mientras los hombres la examinaban de arriba abajo como un ternero en el mercado de ganado.

«Oh, Philipp —pensó desesperada—. ¡Cómo me gustaría estar ahora contigo escuchando tus historias!».

—¡Ah, reverendo Plummer!

La estridente voz femenina pertenecía a una matrona de unos sesenta años de edad, vestida con un traje de un azul chillón, que se acercaba ahora a la pareja con los brazos abiertos. ¡Era imposible que esta fuese la mujer que tenía aún dos hijos en edad escolar!

—Esa es Mrs. Bellamy sénior, la madre de nuestro anfitrión —susurró Jeremy—. El vestido que lleva sería más adecuado para su nuera, ¿no te parece?

Marie se abstuvo de contestar y sofocó una risita, aunque pensó que tenía toda la razón.

Cuando Mrs. Bellamy los abrazó a ambos, exhaló una oleada de un fuerte perfume.

—¡Qué alegría verle, reverendo Plummer! Ella debe de ser su prometida, ¿verdad?

Jeremy esbozó una sonrisa.

—Sí, lo es. Si me lo permite, le presento a Marie Blumfeld.

—¡Oh, es usted realmente encantadora! Acompáñeme, mi hijo y mi nuera arden en deseos de conocerla.

Antes de que a Marie se le pudiese pasar por la cabeza que realmente Stella debía la invitación únicamente a la curiosidad de la gente por la nueva maestra, la vieja Mrs. Bellamy la arrastró consigo hasta un grupo de parejas, cuyos vestidos y trajes habían costado seguramente cien veces lo que le había costado su propio vestido o el traje de Jeremy. En el acto cesó la animada conversación y todos los ojos se clavaron en Marie.

No se le pasó por alto que, por un instante, los ojos de una de las mujeres se contrajeron convirtiéndose en unas finas rendijas. También esta mujer llevaba un vestido bastante ajustado, profusamente adornado con puntillas, de un color que recordaba el champán. París, se le pasó por la cabeza a Marie. En el instituto, algunas chicas hablaban fascinadas de la moda de aquella ciudad, y una vez vio una foto. El modelo era mucho más moderno que el de entonces, pero el estilo era inconfundible.

—Esta es la novia del reverendo Plummer —la presentó Mrs. Bellamy sénior—. ¿No es guapísima?

—¡Realmente encantadora! —dijo el hombre de la elegante levita, que se encontraba al lado de la mujer del vestido claro—. Soy Matthew Bellamy, y esa es mi mujer Linda. También nosotros le damos la bienvenida a Selkirk.

Echó un vistazo a la mujer que estaba a su lado. Ella parecía menos contenta de conocer a Marie, pero se obligó a esbozar una sonrisa.

—Usted es la nueva maestra, ¿verdad? —dijo en tono melifluo.

A Marie no se le pasó por alto la indirecta. Ante toda esta gente rica, que seguramente tenía empleados y criados, Linda Bellamy aclaró en un instante que ella no era de los suyos.

Pero a Marie ya le había dejado de importar. Al contrario, se estiró orgullosamente cuando contestó:

—Sí, esa soy yo. Y tengo que decir realmente que la de Selkirk es una de las escuelas más bonitas en las que he podido dar clase.

—Lo cierto es que raramente una maestra se casa —empezó a decir una señora mayor vestida de rojo oscuro, después de haber lanzado brevemente una mirada a Linda Bellamy—. ¿Tiene intención de abandonar su profesión tras la boda?

Esta pregunta fue como una puñalada. ¿De dónde procedía el talento de algunas personas para encontrar exactamente su punto débil?

—Eso es lo que he acordado con mi prometido. —Marie se volvió hacia Jeremy, que disfrutaba visiblemente de la atención prestada.

—Una maestra debería dedicarse por entero a sus alumnos y no dejarse distraer por cosas del corazón —añadió en tono dulzón la mujer, que recordaba demasiado a Marie aquellas horrorosas mujeres del día de los padres.

—Yo lo veo del mismo modo —replicó, haciendo un esfuerzo por dominarse—. Pero como decidimos aplazar un poco la boda a causa del fallecimiento de Mrs. Plummer, no veía motivo alguno por el que no hubiese podido ofrecer mis servicios a la comunidad. Les aseguro que con la misma pasión me ocuparé de los asuntos de la parroquia, tan pronto Jeremy y yo estemos casados.

De reojo vio que Mr. Bellamy esbozaba una sonrisa socarrona. Las mujeres parecían haberse quedado ya sin pólvora, pues se hizo un silencio incómodo. Marie creía percibir algún que otro cuchicheo, pero por suerte no entendió lo que se decía.

—No lo dudo. —Matthew Bellamy puso fin al silencio—. Seguro que usted se convertirá en un valioso miembro de nuestra comunidad. ¿Qué asignaturas da aquí?

—Alemán, ciencias naturales y geografía. Y naturalmente álgebra cuando Mr. Isbel está ocupado con los cursos superiores.

Matthew hizo un gesto impresionado con la cabeza hacia ella.

—Suena a muchos conocimientos para una mujer. Tal vez debería enviar a mis hijos para que les dé clases de repaso.

A juzgar por la mirada avinagrada que Linda echó a su marido, el rendimiento de sus hijos no debía de ser muy bueno.

—Estoy a su entera disposición si necesita mi consejo.

Marie sonrió a su interlocutor y con esto concluyó la ronda de presentación. Del brazo de Jeremy se alejó del grupo.

—Lo has hecho magníficamente —observó Jeremy cuando se habían alejado lo suficiente para no poder ser oídos—. Mrs. Tremayne es conocida por su lengua de víbora. Afortunadamente no es de la ciudad y por lo tanto no sabe nada de las circunstancias precisas de tu llegada aquí.

—¿Te refieres a que fuimos asaltados y que viví entre los Cree?

Una oleada de aversión se despertó en Marie. ¡Como si por unas circunstancias desgraciadas uno se convirtiera en un execrable ser humano!

Jeremy no perdió la calma.

—Exactamente a eso me refiero. Y frente a esta gente no deberías mencionarlo jamás. Cualquier granito de conocimiento que adquieran sobre ti puede convertirse en sus manos en un arma afilada. Muchos de ellos serían incluso capaces de impedir para siempre cualquier progreso tuyo, sin que tú te des cuenta.

Marie se estremeció. De repente todos aquellos rostros rodeados de joyas le parecieron aún más hostiles y ella esperaba anhelante el momento en que pudiese abandonar el baile.

—Estás muy pálida. ¿No te encuentras bien? —dijo Jeremy, después de observarla un momento.

—No, solo es que no estoy acostumbrada a tanta gente de una sola vez —replicó Marie, tocándose las mejillas. ¿Estaba realmente pálida? Pese a que por un instante le faltó el aire como resultado de las palabras de Jeremy, se encontraba bastante bien. Sobre todo ahora que había salido del ambiente de Linda Bellamy.

—Voy a buscarte un refresco. Después te encontrarás mejor.

¿Estaba ella equivocada, o Jeremy desapareció con excesiva rapidez en dirección al bufete? Seguro que son meras imaginaciones tuyas. Está preocupado, eso es todo.

En medio de aquella gente en animada charla se sentía un poco fuera de lugar, pero como Jeremy volvería con bebidas, decidió permanecer donde estaba. «¡Cómo me gustaría estar fuera de aquí!», se le pasó por la cabeza.

—¡Miss Blumfeld!

Marie se volvió sobresaltada. «¡Oh, no, solo faltaba ese! —se le pasó por la cabeza al ver ante ella el rostro de George Woodbury—. Debería haber imaginado que él estaría aquí». Los ricos de las afueras de la ciudad no podían faltar en una ocasión semejante.

—Mr. Woodbury —replicó ella, rígida, pero no fue capaz de afirmar que era un placer volver a verle.

—¡Está realmente encantadora! —Mientras tomó su mano, George le dirigía miradas lascivas. Por lo visto ya se había olvidado de su pequeño discurso—. Espero que le quede algún baile para el que no se haya comprometido.

—Claro —se le escapó antes de que pudiera encontrar alguna excusa. Afortunadamente aún no se había abierto el baile y Marie esperaba encontrar hasta entonces un lugar en el que no la localizase.

Miraba a su alrededor en busca de Jeremy. ¿Dónde estaba? ¿Le habría entretenido alguien?

Se sentía incómoda porque notaba las miradas de Woodbury adheridas a su cuerpo.

—Venga, quiero presentarla a un buen amigo —dijo él por fin, ofreciéndole su brazo.

—Lo siento, estoy esperando a mi prometido. Ha ido por unos refrescos.

A Marie le disgustó la inseguridad que se notaba en su voz. Y aún le disgustó más que George la notara.

—Seguro que los refrescos podrán esperar un momento más, ¿no? Además aquí hay camareros por todas partes y podemos llamar a uno.

Marie siguió dudando. En realidad no había nada malo en que conociera al amigo de Woodbury, pero ¿por qué tendría la sensación de que se le encogía el estómago?

—Venga, mi amigo muerde tan poco como yo.

Woodbury no daba la impresión de dejarse desanimar tan fácilmente.

A regañadientes puso Marie su mano sobre el brazo de él. «Quizá me deje en paz cuando haya hablado con su conocido», pensó angustiada.

Orgulloso como si él mismo fuese el novio, George llevó a Marie a través de la sala bajo las miradas maravilladas de los huéspedes. De vez en cuando le llegaba algún cuchicheo, pero Marie se obligó a no mostrar ninguna reacción.

Se detuvieron ante un trío de hombres vestidos con oscuras levitas. Todos sostenían copas de champán en las manos e interrumpieron en el acto su conversación cuando llegaron George y Marie.

El barbudo del centro llamó especialmente la atención de Marie. Pese a que, al igual que sus dos interlocutores, pasaba de los cincuenta, como demostraba el tono plateado de su cabello, seguía teniendo el porte de un hombre joven. Tras examinar brevemente a Marie, le sonrió.

—¿Me permiten presentarles? —preguntó Georges al grupo—. La señorita Marie Blumfeld. Marie, este es el alcalde Corrigan, este el consejero municipal Mellows y este el consejero municipal Pauls, los tres hombres más importantes de esta ciudad.

De repente Marie se sintió como si tuviese una enorme piedra en el estómago. ¡Corrigan! ¡El enemigo número uno de Selkirk de los indios!

Hasta ahora ella había podido evitar conocerle, pero lo que los Isbel decían de él bastaba para llenar libros enteros. Se acordó de la advertencia de James tras el día de los padres. «En realidad no tienes nada que temer —pensó—, pues has seguido sus indicaciones».

Mientras que los semblantes de Pauls y Mellows mantenían una amabilidad neutral cuando le besaron la mano, a Marie no se le pasó por alto que la mirada de Corrigan se ensombreció antes de inclinarse sobre su mano.

—Me alegro de conocerla. Usted es la nueva maestra, ¿verdad?

Marie asintió. «Mantén la calma —se dijo a sí misma—. Diga lo que diga o haga lo que haga, no le des motivos para que pueda reprocharte algo».

—Sí, esa soy yo. Mr. Isbel tuvo la amabilidad de darme el empleo.

—Sí, Isbel es un hombre realmente agradable. Por cierto, no sé si está en la lista de invitados.

Dirigió una mirada interrogante a George, que se encogió de hombros.

—Eso se lo tienes que preguntar a la encantadora Mrs. Bellamy.

«Sabes perfectamente que no está en la lista —pensó Marie furiosa—. Y yo también estoy aquí solo por estar prometida con Jeremy».

—Bien, tal vez lo encuentre aún aquí en el transcurso de la velada. En cualquier caso me alegro realmente de conocerla por fin en persona. Seguro que su trabajo la tiene tan ocupada que no encuentra tiempo para venir al Town Hall.

—Así es —replicó Marie impertérrita—. Aún soy nueva aquí, y las clases ocupan todo mi tiempo. Pero seguro que le haré una visita cuando tenga más calma durante la época de vacaciones.

—Supongo que su prometido ya habrá arreglado sus papeles.

En este momento Marie se sintió más que aliviada por el hecho de que la caravana hubiese sido localizada y ella hubiera recuperado sus papeles.

—Naturalmente, puesto que nos casaremos en breve —contestó fríamente—. Para eso nos hacen falta los papeles, ¿verdad?

—Entonces todo está perfecto, bienvenida a nuestra ciudad. —Corrigan sonreía, pero sus ojos echaban chispas gélidas—. Sería un placer que me acompañara un poco. Acabo de recordar que hay algo de lo que tengo que hablar con usted.

Marie miró a George, que sonreía como si alguien le hubiese contado un chiste que no lograba quitarse de la cabeza.

«Eso lo tenías planeado —pensó—. Como venganza porque no quise hacer uso de tus “servicios”».

—Naturalmente —replicó, esforzándose por seguir ocultando su rabia tras una sonrisa cuando tomó el brazo de Corrigan. Mientras que los otros tres se quedaron donde estaban, el alcalde la llevó a través de una de las puertas de cristal al jardín impregnado por el olor a rosas marchitas y otras flores de verano. Al ver que otros invitados habían optado igualmente por salir del edificio para disfrutar del tibio aire vespertino y del resplandeciente cielo estrellado, Corrigan llevó a Marie un poco más al interior del jardín.

Su corazón empezó a acelerarse cuando se dio cuenta de que aquí estaban completamente solos. Marie echó una mirada de reojo a Corrigan. Su expresión seguía sombría, pero no revelaba sus intenciones.

—Una noche maravillosa, ¿no le parece? —El alcalde se volvió lentamente. Pese a que solo le pasaba una cabeza, su figura resultaba amenazadoramente alta—. Los seres humanos no saben valorar suficientemente los placeres de la naturaleza.

—¿Qué es lo que tiene que hablar conmigo? —preguntó Marie en tono frío, pues las fórmulas corteses no eran más que una máscara.

Corrigan resopló, después enarcó las cejas.

—Se oye decir que usted es una buena amiga de los indios. ¿Es cierto, señorita Blumfeld?

Aún más gélido que su voz era su semblante que, bajo el reflejo de las luces del jardín, parecía de una palidez poco natural.

Por un instante Marie contuvo la respiración al ver confirmados sus peores temores. «Seguro que ahora intentará hacerla cambiar de opinión».

—No tengo nada contra esta gente. Como sabrá por lo que se dice en la ciudad, pasé unas semanas con ellos, forzosamente. Me acogieron y me cuidaron cuando estaba gravemente herida. Me ofrecieron hospedaje cuando no tenía adónde ir. Y me dejaron elegir libremente si quedarme o marcharme a donde quisiera. Como tenía un compromiso que cumplir, decidí venir aquí.

Corrigan acogió sus palabras con una inclinación de la cabeza, pero su expresión revelaba desprecio.

—Bueno, no toda la gente de aquí ha tenido tan buenas experiencias con los pieles rojas. Puede que usted haya tenido mucha suerte, pero a otros no les ha pasado lo mismo.

—¿Y qué desgracia han traído los indios a la gente de aquí? —preguntó Marie en tono provocador—. He oído que solo muy pocos de los habitantes de Selkirk han tenido algún contacto con ellos.

—Cuando se fundó este asentamiento, se produjeron incidentes bastante sangrientos. Familias enteras de granjeros fueron masacradas por los pieles rojas. Y si pudieran, seguirían hoy en día matándonos uno tras otro.

—Los colonos invadieron su territorio. A usted tampoco le gustaría que alguien monte su tienda en su jardín.

Corrigan cerró los puños.

—Se irá dando cuenta de que es mejor no manifestar públicamente opiniones de este tipo, señorita Blumfeld.

Marie se puso en jarras. Su autocontrol empezaba a desmoronarse. ¿Qué se había creído ese hombre?

—¿Me está amenazando, Mr. Corrigan?

—No, no la estoy amenazando, solo le estoy dando un buen consejo —replicó el alcalde en tono gélido—. Si en sus clases sigue contando tonterías a los niños intentando convertirlos en amigos de los indios, yo mismo me encargaré de que no pueda volver a poner un pie en la escuela. Tome ejemplo de Isbel. También él es amigo de los indios, pero, al menos, tiene inteligencia suficiente para no tocar el tema en público. Por lo tanto, entre en razón, señorita Blumfeld, en su propio interés. De todas formas a mí no podrá detenerme ni parar mis proyectos.

Corrigan la tomó rudamente de los brazos.

—Y en caso de que no piense seguir mi consejo, le convendría más volver con sus amigos indios, pues entonces no podré garantizarle que esta ciudad siga siendo un lugar seguro para usted.

Cuando el alcalde volvió a soltarla, Marie se tambaleó con mirada horrorizada. Habría deseado gritarle a la cara que no se atrevería a hacer realidad su amenaza, pero su mirada no dejaba lugar a dudas de que iba en serio. De repente volvió a ver la furiosa mirada del hombre que la amenazó en la pelea con Philipp. «Un amigo de Corrigan —se le pasó por la cabeza—. Y si llego a encontrarme en esta situación, no habrá nadie que lo detenga».

—Espero haberme explicado con claridad. —Corrigan alisó su levita y con la mano se quitó de la frente un mechón de cabello—. Disfrute del baile, señorita Blumfeld.

Cuando el alcalde desapareció entre los rosales, Marie se dejó caer en un pequeño banco de mármol cerca de ella. Donde la habían agarrado las manos de Corrigan, notaba la presión en la piel. Seguramente al día siguiente le saldrían moratones.

El susto por el giro drástico que tomó la conversación de la que, de todas formas, no se había prometido nada, le impidió llorar. Mientras intentaba recuperar la respiración, se sentía entumecida por dentro. La última vez que se había sentido así fue cuando la golpeó su padre. Y cuando ocurrió la gran desgracia.

—¡Por fin te encuentro!

Marie se volvió. Jeremy salió de entre los matorrales con las manos hundidas en los bolsillos. Por lo visto había renunciado a su propósito de traer refrescos. ¿O acaso sabía todo aquello? ¿Se retiró tal vez tan rápidamente porque vio a Woodbury entre la gente?

Cuando entendió claramente la concatenación de las circunstancias que habrían llevado a que ella fuese invitada, Marie se sintió mareada. Alargó una mano hacia el seto en busca de apoyo mientras que con la otra se apretaba el estómago. «Maldito corsé», pensó.

—Estas fiestas son tremendamente fatigosas, ¿no te parece? —preguntó Jeremy en un tono que la alarmó aún más. Al menos ahora remitía la sensación de mareo.

—Sí, un poco. No estoy acostumbrada a asistir a actos como este.

Cuando Jeremy se le acercó, notó un leve olor a alcohol. Por lo visto no había podido resistirse al champán que los camareros repartían por los salones.

—¿Qué fue lo que te dijo el alcalde?

—¿A qué te refieres? —Marie le dirigió una mirada llena de sobresalto. ¿Habría escuchado la conversación? Entonces ¿cómo no acudió en su ayuda cuando Corrigan la agarró?

—Vi que fue al jardín contigo. Espero que la conversación haya sido agradable.

Marie reprimió un resoplido irónico. Dejó de ser agradable en el mismo momento en que el alcalde oyó su nombre.

—Él. —¿Debía decírselo realmente? Como prometido estaba en su derecho de saber que ella había sido amenazada. ¿Pero, podía confiar en él? ¿Y cuánto había oído de su conversación?

—Tuvimos una pequeña divergencia de opiniones —prosiguió al fin.

—¿Sobre qué? —Jeremy ladeó la cabeza.

«Lo sabe», pensó Marie conmocionada.

—Sobre los indios.

—Es un tema realmente algo delicado. Mr. Corrigan no tiene una opinión especialmente buena de los indios. Sería mejor que no hablases con él de ellos. Podría llevar a una larga discusión.

Marie miró sorprendida a Jeremy, preguntándose por qué aparentaba ser tan ingenuo. Tuvo que haberse enterado de lo que pasó, pues apareció solo unos momentos después de su altercado con Corrigan. Pero Marie consideró mejor no revelar el resto de la conversación.

—A partir de ahora no volveré a hacerlo —contestó rígida.

Jeremy le tendió la mano con una sonrisa.

—Eso está muy bien. Verás que Corrigan, si no se toca ese tema tan delicado, es un individuo afable y encantador, dispuesto a apoyar proyectos e interesado ante todo en el bienestar de su gente.

Marie no dudaba de que estuviese interesado en el bienestar de los blancos de su ciudad. Pero ¿qué ocurría con todos los demás? ¿Qué pasaría con los niños indios si aparecía alguien dispuesto a expulsar a sus familias?

—Ahora deberíamos entrar. Aún no te lo había dicho, pero voy a dar un discurso.

—¿Un discurso? —Marie intentó mostrarse interesada, pese al nudo que tenía en la garganta.

—Sí, Mr. Bellamy quiere honrar especialmente a alguien en esta fiesta. Y lo cierto es que también yo tengo muchas palabras de gratitud para el homenajeado, pues su apoyo en la construcción del campanario fue ejemplar.

—¿Y quién es este mecenas ejemplar?

—¡Eso es una sorpresa!

Cuando Marie cogió el brazo de Jeremy, se sintió tan incómoda como antes yendo del brazo de Woodbury. No solo la inquietaba lo que había dicho su prometido, sino que además no lograba ahuyentar la sensación de que el altercado con Corrigan no sería esta noche el único acontecimiento desagradable.

Curiosamente, de pronto se acordó del lobo blanco y de lo que dijo Onawah. «Si aparece, corres un gran peligro». Pero hacía mucho tiempo que el lobo no había dado señales de vida. ¿Había perdido el vínculo con su espíritu protector, ahora que volvía a ser un miembro perfectamente válido de la sociedad blanca? Una sociedad de lobos enfundados en vestidos de tafetán y levitas.

Apenas regresaron a la sala de baile cuando la orquesta entonó un breve redoble. Marie temió que diera comienzo el baile para el que le flaqueaban aún demasiado las rodillas, pero los presentes formaron un semicírculo como si esperaran algo.

«Seguramente ahora los notables serán honrados con un discurso», pensó Marie, cuando Jeremy se apartó súbitamente de ella.

—Disculpa —se limitó a decir. Después se abrió paso a través de los invitados.

Marie le siguió con la mirada. ¿Vendría ahora la sorpresa que le había anunciado?

Poco a poco iban llegando también los huéspedes dispersos. En cuestión de minutos Marie se encontró emparedada entre cuerpos humanos. Todos miraban intrigados hacia delante, pero de los retazos de palabras que oía a su alrededor, no pudo captar el motivo.

Solo cuando su prometido se colocó en el centro y sacó una hoja de papel, los presentes callaron.

Mientras se hacía un silencio en el que se habría podido oír el ruido de una aguja cayendo al suelo, Jeremy carraspeó y empezó:

—Señoras y Señores, en nombre de Mr. y Mrs. Bellamy les doy la bienvenida al baile anual de beneficencia. En esta fiesta me incumbe a mí, como reverendo, honrar a un hombre que con su compromiso con la población de Selkirk es un brillante ejemplo para todos los habitantes de la ciudad.

Marie hizo un gesto sorprendido con la cabeza. La timidez de la que Jeremy solía hacer gala había desaparecido de repente. Incluso parecía gozar por el hecho de que todos los ojos se dirigiesen a él. Ni siquiera en la iglesia, en la que Marie le oía predicar todos los domingos, mostraba tanta seguridad en sí mismo.

«¿Solo está fingiendo? —se preguntó Marie—. ¿O es este su auténtico carácter, que oculta ante mí y también ante Stella y Rose?».

Se volvió para buscar con la mirada a las dos, pero Auntie y su hija habían sido devoradas por la multitud.

—Ahora pido a Mr. Abe Corrigan que se adelante para que pueda honrarle por los servicios prestados a nuestra ciudad y a nuestra comunidad.

Involuntariamente Marie contuvo la respiración cuando Corrigan se adelantó entre los aplausos de la multitud y se colocó después con una sonrisa a su lado.

Sintiendo que se apoderaba de ella la anterior sensación de vértigo, solo escuchó a medias los elogios dedicados a aquel hombre que la había amenazado poco antes en el jardín.

¿Podía ser realmente? ¿Su prometido honraba al hombre que odiaba a los indios, pese a que había sido testigo del trato dado por él a su prometida? ¿Era este el precio de su presencia en el baile? ¿Cómo había podido ser tan ingenua como para creer que la gente de aquí sintiera curiosidad por ella? Les era completamente indiferente. Aquí lo único que contaba era que la iglesia mostrase de parte de quién estaba.

De repente comprendió que le quedaba una sola opción. Tenía que marcharse de aquí, salir de esta asfixiante sala impregnada de olor a violetas, repleta de miradas despectivas y amenazas difícilmente ocultas. De lo contrario acabaría por desmayarse realmente, y lo último que quería era ser contemplada en semejante estado por toda esa gente.

—Perdone. —Marie se volvió y, pese a que en su interior hervía una tempestad que amenazaba con desgarrarla, intentó abrirse paso lo más dignamente posible a través del gentío. Mientras la voz de Jeremy fue relevada por la de Corrigan, que agradecía lacrimógenamente la distinción, Marie tenía la sensación de que el bosque de cuerpos humanos no iba a tener fin. Un extraño zumbido llenaba sus oídos y sus ojos empezaron a parpadear cuando finalmente consiguió alcanzar una de las puertas.