DESDE entonces Philipp esperaba todas las mañanas a Marie a su llegada al colegio. Ella comprobó sorprendida que mantenía el edificio en perfecto orden. Los suelos brillaban, las ventanas estaban limpísimas y las sillas sin polvo. Cuando él averiguó qué materiales necesitaba Marie para cada clase se los dejaba dispuestos en un pequeño carrito, y si precisaba mapas, también los encontraba en el lugar requerido y a tiempo para la clase.
En el desayuno conjunto hablaban del colegio, del ejército y de América. De vez en cuando Marie le contaba cosas de Alemania. Philipp le sonreía siempre alegremente por encima de la mesa, con su barba recortada y el chaleco limpio.
A Marie aquello le gustaba, pero se exhortaba a ser prudente. No había olvidado que había llamado a una Rachel, y no quería que por ella engañara a su prometida o lo que pudiese ser esta mujer con relación a él. Incluso si solo lo fuese en sus pensamientos.
En la casa de Auntie, el ambiente se iba enfriando cada vez más. Solo se hablaba lo necesario y también Jeremy parecía apartarse de ella. Como si alguna vez se hubiese acercado a ella, pensó Marie irónicamente. No se atrevía a preguntar por la fecha de la boda, y no por miedo a que fuese aplazada aún más, sino por miedo a que pudiese fijarse para una fecha cercana.
Para tranquilizar a Stella, compró realmente con su sueldo cosas para su ajuar: ropa de cama, manteles y una delicada cortina adornada con cintas de color rosa que sustituyó a los funestos visillos ante las ventanas de su habitación. Todo habría podido ser tan agradable si no existiese la evidente frialdad entre ella y Jeremy… ¿Podía perder tan rápidamente el interés por una mujer a la que ni siquiera conocía? ¿Por qué no aprovechaba la oportunidad para conocerla mejor? ¿Por qué no hablaba jamás con ella de un modo distinto a como lo hacía con las mujeres de su parroquia? ¿Acaso tendría razón George Woodbury con aquella insinuación? Al fin y al cabo los dos hombres se conocían desde hacía muchos años.
Una tarde Rose irrumpió completamente exaltada en su habitación. Marie tuvo el tiempo justo para ocultar su diario bajo la pila de redacciones por corregir.
—¡No te lo vas a creer! —chilló Rose, agitando un sobre de color crema.
—¿Qué es lo que no me voy a creer? —se sorprendió Marie, encogiéndose por dentro. ¿Habrían Stella y Jeremy acordado finalmente una fecha? ¿Se iba Rose nuevamente de la lengua anunciando algo que no debía anunciar? Marie se había dado cuenta de que este era uno de los rasgos característicos de su futura prima.
—¡Hemos recibido una invitación! —soltó Rose pasándole el sobre bajo las narices. Marie se sorprendió un poco al ver que estaba aún cerrado. En el muy distinguido papel de tina solo se leía «Mrs. Stella Ferguson».
—¿Cómo sabes que se trata de una invitación?
—Porque los Bellamy siempre envían sus invitaciones en sobres como este cuando convidan a su baile de beneficencia. Todos los años los Bellamy invitan a personas distintas de la ciudad, y este año nos toca a nosotras.
En el primer momento Marie no supo si debía alegrarse, pues una aparición en público traería consigo nuevamente preguntas por su viaje, los indios y su empleo como maestra. Pero por primera vez vio un auténtico brillo en los ojos de Rose. Quizá debiera aprovechar la ocasión para hacerme amiga de ella, pensó sintiéndose casi un poco culpable. Tal vez entonces el ambiente aquí se vuelva menos extraño.
—¡Quizá las dos debiéramos ir a la modista y hacernos unos vestidos nuevos para aquella fiesta! —propuso, pues, Marie. Con su sueldo de maestra no podría permitirse un gran vestido, pero sí algo sencillo y elegante a condición de que eligiese la tela adecuada. Se volvió a acordar del vestido de baile que vio en Dryden y se dio cuenta de que ahora ya podía pensar en aquella tarde con Angus Johnston sin que se le contrajera dolorosamente el estómago.
De repente Rose se puso pálida.
—Madre no permitirá que vaya a una modista.
Marie frunció el ceño.
—¿Y por qué no? ¿Acaso no quiere que su hija encuentre un apuesto novio?
—Sí, pero aún estamos en época de luto. —De repente pareció acordarse de algo en lo que no había pensado antes. Su repentina alegría se borró súbitamente—. Quizá por este motivo madre no querrá asistir.
—Pero también fuimos a casa de los Woodbury.
—Eso es distinto.
Marie suspiró. ¿Por qué Rose se comportaba de ese modo? ¿No quería tal vez su madre que saliera de casa? Otras chicas de su edad llevaban tiempo prometidas o incluso casadas, a no ser que se hubiesen empeñado en ser maestras.
—Ven Rose, nos irá bien dar un pequeño paseo. Eres una joven muy guapa a la que le irá bien un poco de sol. Si, pese a todo, tu madre quiere ir al baile, necesitaremos un nuevo vestido para ti. De ningún modo podrás ir con tu traje de luto.
—Pero…
—¡Y además podrás hacerte confeccionar algo de color negro! —la interrumpió Marie, pues notaba que poco a poco los reparos de Rose iban desapareciendo—. No es nada indecoroso y, aun así, los muchachos te mirarán.
—No sé, se siguió resistiendo Rose, pero se notaba que le gustaría ser mirada por hombres jóvenes.
Marie se levantó, fue a la puerta y le tendió la mano.
—Ven, Rose, vayamos un poco a la ciudad. No pasa nada por mirar unos vestidos. No tenemos por qué comprar, y mirarlos no cuesta nada.
Dudosa, Rose tomó la mano de Marie y se dejó arrastrar hacia la escalera.
Durante todo el paseo por la ciudad Rose parecía insegura. ¿No habría salido nunca sin su madre?, se preguntó Marie, mientras descubría rostros conocidos entre los transeúntes y los saludaba. Desde que en clase había dejado de hablar de los Cree, Mrs. Blake y sus amigas no habían vuelto a aparecer, y todos los demás padres la trataban con más o menos amabilidad.
Sonriendo cerró los ojos y disfrutó del sol de septiembre que las mimaba aún con sus rayos cálidos. Se acordó de que la semana pasada Philipp le habló del Veranillo de San Miguel que transformaba los bosques en una caja de pinturas llena de tonos rojos, amarillos y pardos. Desde entonces esperaba ansiosa que el verano avanzase y poco a poco el otoño fuese ocupando su trono.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraban ante el escaparate de una sastrería en la que, aparte de ropa hecha a medida, se podían adquirir vestidos ya confeccionados. La joya del escaparate era un vestido de noche de color ciruela, del que Marie pensó que le sentaría magníficamente a Rose. Pero como no quiso despertar nuevamente los reparos de Rose, se calló el comentario y las dos entraron en la tienda al son de la campanilla.
—Buenos días, señoras. ¿En qué puedo servirles? —exclamó diligente la dependienta mientras asomaba de detrás de un figurín sobre el que se había drapeado un vestido sujeto con alfileres.
—Quisiéramos ver vestidos de noche si tiene algunos ya confeccionados.
Una sonrisa cómplice pasó por el rostro de la joven.
—Ah, ustedes habrán sido invitadas al baile de los Bellamy.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Marie sorprendida.
—Porque hoy se han presentado ya varias señoras. Me temo que los ejemplares más vistosos ya están reservados, pero si algún diseño les gusta, naturalmente se lo podremos confeccionar.
Marie guiñó el ojo a Rose, cuyas mejillas ardían como si hubiese permanecido demasiado tiempo junto a la estufa.
—Ven, echemos un vistazo.
La dependienta las llevó a la sala de exposición que parecía un abigarrado bosque mágico compuesto por maniquís vestidos. Se exponían aquí los modelos más variados, la mayoría llevaba las típicas faldas anchas, pero también había algunos vestidos más estrechos. Marie acababa de detenerse ante un vestido rosa con cuentas de cristal bordadas cuando súbitamente Rose la llamó inquieta:
—¡Marie!
—¿Qué sucede? —Marie se abrió camino entre dos figurines vestidos con anchos vestidos de color pardo—. ¿Va todo bien?
—¡No… quiero decir… mira!
Como si un rayo la hubiese alcanzado, Rose se había detenido ante un figurín enfundado en un vestido oscuro, cuya tela emitía reflejos rojizos.
—¡Oh, es precioso! —exclamó Marie, y tras echar una rápida mirada a Rose, encontró que le sentaría muy bien a la prima—. Deberías probártelo.
—No sé —dijo Rose cohibida, como si tuviera seis años y tuviese que cantar por primera vez una canción en público.
—¿Y qué hay de grave en hacerlo?
Rose buscó con la mirada a la dependienta.
—Miss, ¿podría ayudarnos?
La joven acudió con diligencia servicial y poco después Rose desapareció en el probador desde donde debería avisar si necesitaba ayuda.
Marie siguió mirando los vestidos. ¿Cuál debería ponerse ella? Mientras seguía reflexionando, su mirada recorrió el escaparate. Se encogió súbitamente. ¿Era Philipp quien había echado un breve vistazo al interior? Al intentar seguirle con la mirada, estuvo a punto de tirar al suelo el figurín. Pese a que se disculpó enseguida, la dependienta le echó una mirada de reproche, pero ya se tuvo que ocupar nuevamente de Rose, que se había cambiado y necesitaba ahora ayuda para ceñirse bien el vestido.
Cuando Marie llegó a la ventana, Philipp ya había desaparecido. Y ella se sorprendió ante su propia reacción. ¿Por qué quería verle a toda costa?, se preguntó. Y como conocía muy bien la respuesta, se sonrojó levemente.
Afortunadamente en aquel momento Rose salió del probador. El nuevo vestido la había transformado completamente. Seguía teniendo una apariencia tímida, pero su aspecto era el de una joven que aspiraba a que la vida le diese algo más que una habitación tristona y la compañía de su madre.
—Seguro que me sienta fatal, ¿verdad? —preguntó insegura, a lo que la dependienta reaccionó con una mueca asombrada.
—No Rose, estás guapísima.
—También puedo ofrecerle este otro modelo —sugirió amablemente la dependienta, pero Marie ignoró su intervención y empujó a Rose hasta un espejo.
—¡Mira qué guapa estás! Si cambias un poco tu peinado y te pones algo de colorete en las mejillas, las chicas de la ciudad tendrán que temer que hagas perder la cabeza a sus novios.
—Pero yo… —objetó Rose, a lo que Marie le tapó la boca con la mano.
—Sé que nunca harías algo así, pero existe la posibilidad. Estoy segura de que aquí quedan muchos solteros cuyo corazón podrás encandilar. ¿Verdad que sí?
Ante su mirada, la dependienta se apresuró a asentir.
—¿Lo ves? Si tu madre decide asistir al baile, deberías hacerte confeccionar un vestido nuevo.
Rose asintió con las mejillas encendidas. Después se contempló con un aire tan soñador como si viese ante ella a una princesa de cuento.
Tras abandonar la sastrería, pasearon aún un rato por la calle. En una pequeña panadería Marie compró para ella y Rose unos dulces que comieron en el camino. Se sentían casi como dos chiquillas que daban un rodeo para no regresar demasiado pronto a sus obligaciones domésticas.
Cuanto más tiempo llevaban juntas, más relajada se mostraba Rose. Era como si se estuviera librando de una pinza que la había tenido aprisionada durante años. Al final reía despreocupadamente y parecía haber rejuvenecido, pese a su anticuado vestido.
Pero cuando apareció ante ellas la casa de Stella, volvió el antiguo miedo de Rose.
—¿Qué pasará si mi madre se entera de que…?
—¿… de que nos hemos permitido una pequeña diversión como hacen todas las jóvenes de vez en cuando? —Marie enarcó las cejas—. ¡No hemos hecho nada inmoral! Nos hemos probado un vestido, hemos comido unos dulces y hemos visto escaparates. ¡Hasta los niños lo hacen! Salvo lo de probarse vestidos.
Marie guiñó el ojo a Rose dándole ánimo.
—Creo que eso nos ha sentado bien, ¿no? Además estabas en compañía de una mujer prometida en matrimonio y ningún hombre vino con nosotras. Así que el decoro está salvado.
Algo aliviada, Rose traspasó la puerta de entrada.
—¡Rose! ¡Marie! ¿Dónde habéis estado? —estalló la voz de Stella como un trueno por la escalera.
Rose se encogió inmediatamente bajo la mirada de castigo de Stella.
—Solo hemos estado un rato en la ciudad —explicó Marie—. En la modista, para ser más exacta.
—¿Y eso por qué? Rose aún no necesita ningún vestido nuevo. Y tú tampoco deberías despilfarrar así tu dinero.
Marie reprimió un suspiro. ¿Es que Stella nunca fue joven?
—Rose me comunicó que había llegado una invitación. Entonces pensé que podríamos ver unos vestidos. No hemos comprado nada, solo hemos ido a mirar lo que hay.
—Contemplar los escaparates solo despierta apetencias que, de otro modo, una no sentiría jamás —advirtió Stella. Después se dirigió a su hija—: ¿De qué invitación se trata? ¿De una para ti?
—Para nosotras —confesó Rose temblorosa. Después le tendió a su madre la carta sin abrir que había llevado consigo todo el tiempo como un tesoro.
—¡Una carta de los Bellamy! —Stella abrió los ojos estupefacta—. ¿Será posible?
Marie intentó animar a Rose con un guiño de los ojos. Le hubiese gustado apostar con ella a que Auntie aceptaría la invitación.
Con manos ahora también temblorosas, Stella desgarró la carta. La hoja que estaba en el sobre era del mismo papel de altísima calidad con una marca de agua en forma de escudo familiar. Impresionada Marie tuvo que admitir que nunca había visto nada tan distinguido. ¡Ni siquiera Sophia Woodbury tenía papel como ese!
Tras leer una y otra vez la carta, Stella miró perpleja de una a otra.
—¡Realmente nos han invitado, a los cuatro!
—¿Entonces Mrs. Bellamy sabe de mi existencia? —preguntó Marie llena de cautela.
—¡Naturalmente, ya que eres la prometida de Jeremy!
¿Sería posible que, de repente, Stella se mostrase mucho más afectuosa con ella? ¿O la frialdad anterior era solo fruto de su imaginación porque el ambiente de la casa le resultaba tan deprimente?
En cualquier caso, Stella parecía transformada.
—¡Si es así, naturalmente nos vamos a hacer vestidos nuevos! —anunció devolviendo la carta al sobre con tanto cuidado como si temiese que pudiera disgregarse entre sus manos—. Pero no compraremos vestidos en una tienda sino que vendrá la modista. Mrs. Nichols tiene una excelente reputación y, por lo que dicen, trabaja a buen precio.
La época que pasé en el instituto fue una de las más hermosas, pero también de las más solitarias para mí, pues a la escuela superior para chicas apenas iban niñas de clases bajas. En mi curso yo era la única que no era hija de un alto funcionario, de un rico comerciante o de un miembro del ejército de alto rango. Ya por mi ropa se notaba que era hija de un clérigo. Las otras chicas, algunas de las cuales llevaban ya un año en el instituto, me examinaban desconfiadas, como si mi padre hubiese ganado el dinero para el colegio y el alojamiento de modo deshonesto. Mientras que las otras salían juntas a dar paseos, yo prefería quedarme sola en el parque, con un libro o unos deberes sobre mis rodillas.
En esta época apenas pensaba en mi padre. El golpe en mi oído, que casi me había hecho ensordecer, rompió definitivamente el lazo ya de por sí frágil que había entre nosotros. En cambio pensaba en Peter y anhelaba recibir cartas suyas. Todas las semanas llegaba una, y yo esperaba impaciente noticias sobre sus vivencias y los acontecimientos en el pueblo.
Al principio yo, por mi parte, tenía poco que contar, pues mi vida consistía en seguir las clases y, por lo demás, en llamar lo menos posible la atención entre las compañeras a las que admiraba en secreto por sus hermosos vestidos, sus modales afectados y su cabello ingeniosamente ondulado.
Pero hubo un día en que todo eso cambió.
Eran mujeres las que solían dar las clases hasta que un día contrataron a un joven profesor, seguramente como medida de urgencia, pues solo un mes antes una de las maestras se había casado. Desde el primer instante Karl Zenker atrajo la admiración de todas las muchachas. Incluso las que no sentían mucho interés por las clases, porque sabían que les esperaba un buen partido en cuanto tuvieran edad suficiente, escuchaban fascinadas cuando él recitaba antiguos poemas.
También yo sentía fascinación por este hombre que, con su cabello oscuro y sus ojos de un azul luminoso, tenía aspecto de francés. Tenía una voz muy agradable y si no le quedaba más remedio que reprender a alguien, daba menos importancia al volumen de su voz que al contenido de lo que transmitía al pecador.
—Señorita Blumfeld, ¿qué hace aquí tan sola?
El susto me hizo dibujar una larga raya en el papel. Azorada me desprendí de la pluma en la mesa. Si no quería volver a escribir toda la carta, tendría que explicarle a Peter lo que había ocurrido.
—¡Señor Zenker! No le oí llegar.
La sangre se me subió a las mejillas cuando me sonrió.
—Y yo no esperaba encontrarla aquí en la glorieta, ya que todas las demás damiselas están en el parque.
Levantó el libro que traía consigo. Ricardo III de Shakespeare. Aún no habíamos tratado de esta obra en clase. El librito estaba tan manoseado que o bien él lo había leído muchas veces o procedía de nuestra biblioteca.
—Si no le molesta, me gustaría hacerle un poco de compañía y leer un rato. Le prometo que no prorrumpiré en espontáneos gritos de entusiasmo, pese a que Shakespeare bien lo merece. ¿No le parece a usted?
Asentí, pese a que solo había leído el Rey Lear. Ya había podido comprobar que las otras alumnas habían leído mucho más que yo.
Según lo prometido, Zenker se sentó tranquilamente en un rincón y abrió su libro. Aunque apenas se oía su respiración, empecé a sentirme incómoda. Seguro que las otras chicas habrían reventado de envidia, pero yo solo pensaba en lo que dirían si me viesen así. ¿Pensarían que intentaba flirtear con él?
—Ha dejado usted de escribir —dijo Zenker sin levantar la vista de su lectura—. No se preocupe, el sonido de su pluma no me distrae, señorita Blumfeld. ¡Prosiga tranquilamente, si no, me sentiré como en una tumba!
Con manos temblorosas apoyé la pluma en el papel, sin que se me hubiese ocurrido ninguna explicación para la raya. En general, mi cabeza se había quedado como vacía. Después de haber intentado en vano formular algunas frases ingeniosas, añadí solo unas palabras sobre el tiempo y la comida de ese día. No le dije a Peter que me encontraba en la glorieta con Zenker, aunque en una situación completamente inocente, una omisión que en mi fuero interno justificaba como algo que no significaba nada y por eso no quería inducir a mi hermano a conclusiones que no se ajustaban a la realidad.