Capítulo 25

LA fiebre me hizo pasar varios días en la cama. El tímpano reventado se inflamó y me causó unos dolores tan espantosos que a veces deseaba morir. No me enteré de las visitas de Peter a mi lecho de enferma ni tampoco de las miradas compasivas de Marianne, de las que Peter me habló tiempo después. Mi padre no hizo acto de presencia. Se encerró en su estudio, pero yo dudaba de que se arrepintiese de la acción que había cometido. Seguramente la consideraba incluso justificada, y eso pese a haber pecado contra los mandamientos.

Al cabo de dos semanas la fiebre volvió a bajar y yo volvía a ver el mundo a mi alrededor con más claridad. Vi alivio en los ojos de Marianne. El doctor Felsenbaum me dirigía miradas alentadoras y Peter vino a contarme historias. Había dejado de esperar que mi padre acudiera. Hasta celebraba que no se dejara ver.

Luego llegó el día en que me quitaron la venda y comprobé que el oído lesionado no volvería a sanar ya nunca del todo. Mientras que con el oído derecho oía como siempre, en el lado izquierdo todo sonaba como si hubiese dentro un tapón de algodón. Como al principio los ojos se me llenaban de lágrimas, me tapaba a menudo el oído sano y aceptaba la sordera.

—Estas secuelas son completamente habituales —me explicó el médico—. Con el tiempo mejorarás.

Pero yo presentía que nunca más volvería a ser la de antes, y el hecho de que la culpa la tuviese precisamente mi padre, me hizo llorar en más de una ocasión.

El único que comprendía cómo me atormentaba aquello era mi hermano. Debió de ser también él quien le habló del incidente a nuestro maestro, pues pocos días después el señor Hansen se presentó ante mi lecho de enferma, aprovechando que mi padre tenía que hacer unos recados en el pueblo que le ocuparon durante algún tiempo.

—Siento lo ocurrido —dijo, sentándose con aire preocupado en el taburete junto a mi cama—. Estoy seguro de que tu padre lo lamenta. Naturalmente está en su derecho al castigar a sus hijos y si se excedió fue sin duda sin querer.

Yo no compartía en absoluto su opinión. La dureza del golpe que mi padre me dio fue intencionada. Incluso al cabo del tiempo transcurrido creía sentir aún toda la rabia que se había acumulado en él. Ante todo la rabia por el hecho de que yo lo hubiese visto durante su pecado con Luise.

—¿Y qué es lo que hiciste para que tu padre se enfadara tanto? —quiso saber Hansen después de observarme durante un rato. ¿Debía yo decirle realmente cuál había sido el motivo? No, nadie debía saberlo.

—Le pedí que no donara las joyas de nuestra madre para la guerra.

Le hablé de los mutilados y de la pena que sentí por sus familias. Y de mi deseo de que aquella guerra terminase de una vez.

El maestro escuchó todo sin pestañear. Después se pasó la mano por el cabello.

—Eres una buena chica, Marie. Estoy seguro de que a partir de ahora todo te irá mejor.

Con este enigmático anuncio abandonó la habitación.

Al día siguiente Peter se presentó ante mi cama con aire preocupado. Temí que padre lo hubiese castigado por algo, pero no me atreví a preguntar. En vez de eso le señalé el borde de la cama en el que ya podía sentarme, invitándole a tomar asiento a mi lado.

—Padre acaba de hablar con el maestro —dijo Peter en voz baja.

Sentí un susto tremendo. Por el tono acongojado de Peter deduje que padre habría decidido sacarme del colegio. ¡Y eso aunque no hubiese hecho todavía la confirmación! De repente tuve la sensación de que un hierro aprisionaba mi garganta y mi pecho. ¡Jamás se cumpliría mi sueño de poder dar algún día clases en la escuela del pueblo!

—Ha aceptado enviarte al instituto.

En un primer instante me quedé sin habla. Miré desconcertada a mi hermano, moviendo incrédula la cabeza.

—¿Seguro que no habrás entendido mal?

—No. Es cierto. El maestro le ha sugerido que te envíe al instituto porque eres demasiado inteligente para la escuela del pueblo. Incluso ha conseguido una pequeña beca del terrateniente local, porque le dijo que quizá más adelante podrías llegar a ser maestra aquí.

De repente me faltó el aire. Jadeando fuertemente, me abracé a Peter que me miraba asustado.

—¿Qué te sucede, Mariechen? ¿Necesitas un médico?

Sentía el corazón desbocado, pero, pese a que mis pulmones intentaban desesperadamente aspirar aire, no me desvanecí. Tras unos segundos el ataque había pasado.

Preocupado, Peter me pasó la mano por la frente.

—Ya estoy bien —le tranquilicé. Solo fue la alegría. Después de lo que pasó… no pensé que lo hiciese.

—Te envía lejos porque te tiene miedo. —Peter tomó mi mano. Pese a su abatimiento, había una chispa de orgullo en sus ojos, aunque mezclada con pena—. Piensa que podrías contarlo en el pueblo y, por eso, para evitarlo, quiere que te vayas de aquí.

—También tú podrías contarlo —contesté, pues seguramente Peter había entendido antes que yo quién fue el lobo en el dormitorio de Luise.

—Pero sabe que yo no tengo valor para hacerlo. Tú, en cambio, no le tienes miedo y…

Yo sabía que quería decir que yo ya no sentía nada por nuestro padre. Afortunadamente no finalizó la frase.

—Sabes que no nos veremos en mucho tiempo —fue lo que dijo en su lugar. Yo asentí y me abracé a él—. Y que me voy a morir de aburrimiento sin ti.

—Ya verás como no te vas a morir —repliqué, acariciando su mejilla—. Pero procura evitar a padre, prométemelo. No le irrites innecesariamente.

—No te preocupes. De todos modos, paso la mayor parte del tiempo en el instituto, y cuando estoy aquí me dedico a mi trabajo.

—Bien. Te escribiré tantas veces como pueda, y te contaré todo lo que me sucede en el instituto.

Peter me sonrió reconciliado. Después me besó en la frente.

—Quizá sea realmente una suerte que te marches de aquí. Las flores se mustian en la oscuridad, ¿sabes?

Después de algo más de media hora Philipp Carter despertó de la anestesia. Miró a Marie sorprendido.

—¡Hay que ver a quién tenemos aquí! ¡A la señorita Blumfeld!

—Sí, soy yo, Mr. Carter. Y me alegra ver que aún se acuerda de mí.

—¡Cómo iba a olvidar a la amiga de Onawah! ¡Aunque está mucho más guapa! Seguro que ya se habrá convertido en la señora del reverendo Plummer, ¿verdad?

Marie negó, aturdida, con la cabeza.

—No, todavía no.

—¿Acaso ese canalla ha cambiado de opinión?

—No, la boda se ha aplazado por la muerte de su madre.

—¡Oh! Lo siento.

Quedaron en silencio, y Marie empezó a notar cierta decepción en su interior.

—¿Dónde diablos estoy? ¿Y por qué siento como si una manada de búfalos me hubiese pasado por encima?

—¿No se acuerda de la pelea en el saloon? —preguntó Marie preocupada. ¿Fue por uno de los golpes tan fuertes en la cabeza por lo que ahora Carter recordaba solo cosas que habían sucedido en un pasado más lejano?

—¡Ah, sí! —replicó después de una breve reflexión—. Sí, me acuerdo. Creo haberme pegado con un individuo que dijo que los indios no son más que ganado al que hay que matar.

Marie se encogió sobresaltada.

—¿Eso es lo que dicen los hombres en el saloon? —preguntó indignada.

—No todos, pero algunos sí. Los amigos de Mr. Corrigan intentan extender las retorcidas opiniones del alcalde. Por lo visto, ya están teniendo éxito.

Marie se acordó de lo que le dijo Mrs. Blake.

—¡Aquel hombre estuvo a punto de matarle! Quizás habría sido mejor no intentar hacerle cambiar de opinión.

Carter pagó su intento de negar con la cabeza con un dolor que le hizo entornar los ojos.

—No fui capaz de mantener la boca callada, señorita Blumfeld, y además sé que los indios no son peores que nosotros. Lo único que nos diferencia es el color de la piel, y debajo de la piel hay personas como usted y como yo. Usted sin duda lo sabe.

Marie asintió.

—Claro que lo sé. Y créame, ya he intentado explicárselo a la gente de aquí, pero sin mucho éxito. Precisamente hoy tuve que escuchar en el colegio que lo que les explico a los niños son cuentos.

En el rostro de Philipp asomó una sonrisa.

—¿Y no lo hacen a veces los maestros?

—Algunas veces, sí. Pero, en general, solemos atenernos a la verdad. Y no es ni mentira ni un cuento cuando digo que los Cree son seres humanos como nosotros, aunque crean en otros dioses y tengan otras costumbres.

—No, no es mentira.

Antes de que pudiese seguir hablando, la puerta se abrió de golpe.

—¡Ya veo que nuestro paciente se ha recuperado!

Con paso enérgico el doctor Duval entró en la habitación y sacó el reloj del bolsillo.

—Desde la intervención ha pasado hora y media sin que usted se haya muerto ni haya escupido sangre. Creo que podemos dar por hecho que sobrevivirá, Mr. Carter.

—Gracias por haberme asistido, doctor —replicó Carter mientras se incorporaba ayudado por Duval.

—No me dé las gracias a mí, sino a esta joven. Si no hubiese atacado a su agresor con una pala, usted estaría a estas horas metido en una caja de madera.

Marie miró sorprendida al médico.

—¿Cómo sabe usted que yo…?

—Me lo contó uno de mis pacientes. Estaba presente cuando usted actuó tan heroicamente. Tiene mucho valor, mademoiselle, pero también fue temeraria. Si aquel individuo la hubiese atacado podría desollarla viva. Desgraciadamente en esta ciudad hay muchos hombres capaces hasta de agredir a una mujer.

—¡No podía quedarme parada viendo cómo daban una paliza a alguien! Fue todo menos una lucha limpia. El adversario de Mr. Carter era mucho más alto que él.

—Pero aun así le habría ganado si otro no me hubiese dado en la cabeza con una silla —objetó Carter con una sonrisa pícara—. He luchado con osos que pesaban más que aquel individuo. Pero al contrario de los osos, los seres humanos emplean trucos sucios cuando luchan.

—¡Con esto confirma usted totalmente mi visión del mundo, Mr. Carter! —Duval aplaudió—. Creo que ya le podemos dejar regresar a ese mundo. Enviaré la factura al dueño del saloon, pues, al fin y al cabo, sus matones no saben hacer bien su trabajo.

—¿Acaso deberían haberme echado a la calle cuando manifesté mi opinión? —preguntó Carter exaltado.

—No. Deberían haber echado al tipo que le provocó. Eso es lo que haría yo si quisiese imponer paz en mi negocio. Bonne soirée!

Cuando Marie cruzó la sala de espera repleta de gente tuvo la sensación de estar haciendo una carrera de baquetas. Los pacientes levantaron curiosos las cabezas cuando se encaminó hacia la puerta en compañía de Carter. Seguramente, mañana sería el tema principal de los chismes de la ciudad.

—Entonces, buscaré fuera un lugar para dormir —dijo Philipp después de que abandonaran la consulta del médico—. Con suerte, mi caballo se encuentra aún delante del saloon.

—¡Ni hablar! —soltó Marie. Pero en el acto desechó la idea de alojarle en la casa parroquial, o incluso en la de Stella. Pero se le ocurrió otro lugar—. Usted vendrá conmigo, Mr. Carter, por si acaso tiene una conmoción cerebral.

—Pero el médico dijo que todo estaba perfecto.

—Aun así, no quiero dejarle a la intemperie. Y difícilmente encontrará alojamiento en el saloon.

—Supongo que no.

—Bien, entonces sígame.

Con paso decidido, Marie se dirigió al colegio. Como los Isbel habían mostrado una actitud amistosa hacia los indios, seguro que no tendrían inconveniente en acoger a un hombre que recibió una paliza por manifestar su opinión.

—¿Adónde me lleva? —preguntó Carter cojeando e intentando seguir el paso de Marie.

Cuando ella se dio cuenta de que él se había quedado atrás, se detuvo.

—A un lugar en el que estará completamente seguro de los ataques de esos bárbaros del saloon.

—¿A la cárcel?

La carcajada de Philipp se vio interrumpida por unos doloridos gemidos mientras se llevó la mano a la cabeza.

—No, al colegio. —Ahora tampoco Marie pudo evitar sonreír—. Apuesto a que su agresor no ha visto jamás una escuela por dentro.

—¡Pare ya, señorita Blumfeld! —gimió Carter entre risas—. Mi cabeza está a punto de estallar.

—Ya estamos llegando y podrá descansar.

—¿Está segura de que ahí no molestaré a nadie?

—Arriba vive Mr. Isbel con su esposa. ¡Y él no se opondrá, créame!

Llegada a la puerta del colegio, Marie se volvió una vez más hacia todos los lados, después abrió. Una sensación familiar de seguridad la envolvió en el mismo momento en que el olor a cera penetró en su nariz.

—¿Y dónde pretende alojarme aquí? —susurró Philipp echando una mirada escéptica a su alrededor.

—Hay unas habitaciones que no se usan en la parte posterior del edificio. Venga conmigo.

Sin hacer ruido, pero con pasos enérgicos, Marie recorrió el pasillo hasta que llegó ante la puerta de un cuarto que algún día debería convertirse en gabinete de geografía. Ya había algunos viejos mapas, pero, aparte de ellos, solo se veía un banco escolar desechado y un armario.

—Muy acogedor —observó Philipp en tono sarcástico.

—En cualquier caso será mejor que dormir en la calle amenazado por unos salvajes. Voy por una manta.

—¿Señorita Blumfeld?

Marie se volvió sobresaltada.

Isbel, que apareció en la puerta, levantó sorprendido las cejas.

—¿A quién ha traído?

—Es Philipp Carter. Mr. Carter, le presento a James Isbel, el director del colegio.

Como Isbel no hizo ademán de darle la mano, Philipp se limitó a saludar con la cabeza.

—Ahora iba a informarle o, mejor dicho, preguntarle…

—¿Qué ocurrió?

El semblante de Isbel se ensombreció al descubrir las manchas de sangre en la ropa de Carter.

—Alguien le ha dado una paliza —contestó Marie en su lugar—. En el saloon.

—¿Y por qué lo trae aquí?

—Si molesto, puedo marcharme —se apresuró a decir Philipp, pero Marie le retuvo agarrándole de la manga.

—Mr. Isbel, a este hombre lo han agredido a causa de sus convicciones. Le ha llevado la contraria a alguien que maldecía a los indios. En la ciudad no está seguro.

—¡De acuerdo pues! —dijo Isbel tras una breve reflexión—. Quédese aquí esta noche. Le traeré unas mantas. Pero le advierto, no cree más problemas aquí.

—No, señor, por hoy ya estoy servido.

Isbel le hizo un gesto con la cabeza a Marie. A continuación desapareció por el pasillo.

—No está precisamente entusiasmado.

—No le conoce y se siente responsable de la escuela. Al fin y al cabo está previsto que mañana reciban clase aquí cuatro niños.

Carter asintió.

—Es comprensible.

—Voy por un poco de agua para que pueda lavarse. ¿Tiene hambre?

—No, no mucha. Todavía noto aquel remedio diabólico del médico. Pero un poco de agua para beber no estaría mal.

Marie se levantó con una sonrisa y salió del aula. A medio camino se cruzó con Isbel que traía dos mantas.

—¿Está usted segura de que no me creará problemas? —le dijo a Marie en un susurro—. Existe la posibilidad de que el tipo que le dio la paliza le esté buscando.

—No lo creo —contestó Marie—. Aquel sujeto desapareció de repente. Si hubiese buscado más camorra, nos habría acechado junto a la consulta del médico. Además, pondría la mano en el fuego por Mr. Carter. Fue uno de los hombres que me trajeron a Selkirk.

—Está bien; entonces que se quede. ¿Dónde se está más a salvo de los bandidos que en una escuela?

—Yo también dije algo parecido. Muchas gracias, Mr. Isbel.

Isbel le dirigió una amplia sonrisa. Después le llevó las mantas a Philipp.

Al llegar a casa, a Marie le daba lo mismo que Rose la estuviera acechando o que Stella le hiciese reproches. Completamente agotada, se arrastró escalera arriba. ¡Qué día!

Lo único positivo era que había reencontrado a Philipp, aunque en unas circunstancias horrorosas. Ojalá pasase una buena noche. Marie no sabía qué iba a ser de él. Seguro que no podría quedarse en la ciudad, pero todo su ser se rebelaba contra la idea de dejarle marchar de nuevo. ¿Por qué? No tenía ni idea.

En su habitación se quitó rápidamente el vestido, un vestido que decía haber comprado con su primer sueldo. Debería saludar a Stella, pero para eso eligió el vestido oscuro que llevó en la visita a los Woodbury. Naturalmente Stella protestó contra el vivo color azul de su vestido y solo transigió cuando Marie explicó que este color producía un efecto positivo en los alumnos, pues los calmaba y les hacía comportarse mejor.

Después de haberse cambiado, se contempló en el espejo. «¿Por qué no me acuesto sin más y echo una cabezada? —pensó—. Tras un día como el de hoy, lo merezco».

Pero la sensatez se impuso y la hizo bajar.

—¡Marie!

La voz de Stella hizo encogerse a Marie.

—Buenas noches, Auntie —contestó—. Acabo de llegar y solo quería cambiarme antes de…

—¡Por favor, acompáñame al salón! —la increpó Stella, adelantándose. Rose estaba sentada ante la mesita de cristal, en la que había dos tazas del café que las dos habían tomado tras la comida. Rose apartó la cabeza, incómoda, como si lo que iba a seguir le resultase de antemano violento.

Marie se sintió como ante un tribunal penal cuando Auntie tomó asiento y la examinó con expresión adusta.

—Ahora son las nueve menos cuarto. Tengo entendido que las clases terminaron a las tres.

Marie enarcó sorprendida las cejas. ¿Desde cuándo Stella se interesaba por la hora a la que ella finalizaba su trabajo? Los días anteriores había podido ir y venir sin que se la sometiera a un interrogatorio. ¿Acaso algunos de los curiosos no tuvieron nada mejor que hacer que informar inmediatamente sobre la pelea?

—Hoy fue el día de los padres, y Mr. y Mrs. Isbel me invitaron espontáneamente a cenar.

—¡Pero la cena no puede haber durado tanto!

—Y en el camino de regreso hubo un incidente —prosiguió Marie. Seguramente Stella ya estaría informada. ¿Por qué se lo iba, pues, a callar?—. Ayudé a un hombre que fue apaleado. Me ocupé de que lo viera un médico y lo atendiera. —No dijo que alojó a Carter en el colegio.

La expresión de Stella confirmaba que, efectivamente, estaba ya informada.

—Estoy segura de que aún no sabes lo que se espera de ti. Ninguna mujer honrada se mezcla en una pelea entre hombres desconocidos, y mucho menos si salen de un saloon.

Marie notaba como la ira se iba concentrando en su estómago.

—¿Acaso, según usted, debería haberme quedado mirando cómo mataban a un inocente? ¿Es esa mi obligación como esposa del reverendo?

Las dos mujeres se miraban echando chispas.

—¿Y cómo sabías quién de los dos era inocente?

—El hombre que fue apaleado fue uno de los que me acompañaron a Selkirk. O como diría usted, que me salvaron de los indios.

—¡Pero eso no demuestra ni mucho menos su inocencia! —intervino ahora también Rose.

—¿Y qué importa? —jadeó Marie furiosa—. Lo que quise fue salvar de la muerte a un ser humano, eso es todo. ¡Y si eso no es obligación de la esposa del reverendo, es una obligación para mí, como ser humano y como cristiana!

Mientras Rose retrocedía asustada, la mirada de Stella seguía fija en Marie.

«¿Qué más vendrá ahora?», se preguntó acongojada.

—¡Mañana te espero puntualmente a la hora de la comida! —se limitó a añadir Stella, indicándole después que ya podía marcharse.

Marie dirigió una mirada sorprendida a Stella. ¿Se rendía la tía tan rápidamente? ¿O continuaría esta conversación en presencia de Jeremy?

Cuando se dirigía a su habitación, subiendo las escaleras, volvió a pensar en Philipp, deseando que su noche transcurriese mejor que la que la esperaba a ella.

Solo una semana después apareció un carruaje ante nuestra puerta y un hombre fornido, que llevaba un abrigo de cochero, cargó en él mi maleta y mi bolsa. Aunque siempre había sido mi deseo ir al instituto, se apoderó de mí una tremenda tristeza cuando abracé a mi hermano por última vez en mucho tiempo.

—Que todo te vaya bien, Mariechen —me susurró—. Y ten cuidado.

—Tú también.

Al subir al carruaje, vi el rostro hinchado por las lágrimas de Marianne y luego eché un último vistazo a la casa de mis padres. Algo dentro de mí tenía la esperanza de que mi padre contemplase, al menos, mi partida desde la ventana. Pero tras los cristales no había más que oscuridad. Igual que aquel día en que Luise se marchó.

Durante un rato el viaje transcurrió por caminos de tierra llenos de baches, hasta que, al fin, llegamos a una pista de superficie lisa. Al ir sola en el carruaje podía estirarme a mis anchas en el banco y con los ojos cerrados soñar con el instituto. ¿Cómo sería? ¿Encontraría amigas allí? En el colegio de nuestro pueblo las chicas no habían demostrado mucho interés por tenerme por amiga, pero no me había importado. Tenía a Peter, que no veía nada malo en que mi letra y también mis notas fuesen mejores que las de las demás.

Según el maestro de mi escuela, las chicas del instituto eran como yo, unas jóvenes educadas e inteligentes, empeñadas en labrarse el mejor porvenir posible.

Cuando el carruaje se detuvo al fin, habían pasado seis horas y tenía el trasero adormecido, como si se hubiesen paseado miles de hormigas por mis bragas. Me costó un gran esfuerzo descender del carruaje y mantenerme erguida, pues al igual que mi parte trasera se me habían dormido también las piernas. Además volví a notar el oído malo, que me provocó un leve mareo.

—¿Vas bien, muchacha? —preguntó el cochero que se había dado cuenta de mi debilidad.

—Claro que sí.

Después de que el cochero me diese mi bolsa, recorrí el camino asfaltado hasta el portal de aspecto fascinante. Las varas de la verja, recubiertas de patina, terminaban en unas puntas de aspecto amenazador, que recordaban lanzas antiguas. En el centro de las rejas estaban incrustadas unas coronas de laurel de hierro forjado.

Como la puerta estaba cerrada, tiré del cordón de la campana situada al lado, y un instante después apareció el portero.

—Debes de ser la nueva alumna —dijo al dejarme pasar—. Acompáñame, la directora ya te está esperando.

Le seguí, pasando por delante de cuidados planteles de flores naranja y amarillas que se extendían hasta el edificio del internado rodeado por altas matas y arbustos. Tomé por buena señal el hecho de que aquí hubiese lilas. El edificio en sí me recordó una de las construcciones gubernamentales de la capital donde el duque se dedicaba a sus asuntos oficiales. Las paredes blancas, con dos hileras de altas ventanas, estaban rematadas por un tejado de pizarra roja. Una larga escalera conducía al portal de entrada, pintado de verde, en el que un batiente de la puerta estaba abierto de par en par. No se veía a ninguna de las otras alumnas, pero en el piso superior alguien tocaba el piano y se oía la voz cristalina de una muchacha.

La directora Christiana Habermann era una mujer alta y esbelta, de rasgos angulosos y severos, ojos azules y un peinado perfectamente recogido, aunque atravesado por mechas plateadas. El único adorno en su vestido negro verdoso de tafetán era un fino cuello blanco de puntilla. Tal como estaba sentada tras su pesado escritorio tallado, me pareció la intransigente soberana de un pequeño reino.

Después de que yo hiciera una reverencia y me presentara, ella se levantó y salió de detrás de su escritorio.

—Señorita Blumfeld, su carta de recomendación la pone por las nubes. Por lo visto, se le dan muy bien las ciencias naturales.

¿Qué iba a decir yo?

—Esta asignatura me interesa mucho.

—Y también se elogian sus conocimientos del alemán y del inglés. Parece ser que uno de sus talentos son los idiomas.

Ruborizada, bajé la cabeza.

—¡Muchas gracias!

—¡No me las dé a mí! —La directora cogió una carta del escritorio y la levantó—. Es al maestro Hansen a quien se deben estos elogios y quien la pone por las nubes, no yo. Me escribe que usted es una joven muy prometedora que merece tener una buena formación.

Me examinó a fondo como si quisiera leer mis pensamientos. Luego dijo en tono casi solemne:

—Todos los años aceptamos un número limitado de alumnas. Conozco muy bien al maestro Hansen y le debo un favor. Si pide que le pague este favor aceptándola a usted, tendrá que hacer todo lo posible para no hacerle quedar mal.

—Me esforzaré al máximo, señora Habermann.

Me quedé parada, cabizbaja, hasta que la directora, después de haberme examinado nuevamente, fue a la cortina y tocó una campana. No fue el portero quien acudió, sino una muchacha paliducha y delgada, vestida de uniforme.

—Lleva a la señorita Blumfeld al dormitorio y enséñale la cama que le hemos preparado. Después la acompañas a las aulas.

—Muy bien, señora directora.

—Sus clases empezarán mañana a las ocho en punto. En su habitación hay un tablero con el horario y están sus libros. En la biblioteca encontrará más libros. —Ahora asomó al fin una sonrisa en su severo semblante—. Bienvenida a nuestro instituto, señorita Blumfeld.