Capítulo 24

A Marie el olor a solomillo recién asado le hizo la boca agua. Prometía ser tan delicioso que consiguió apartar por un instante de sus pensamientos el eco de las madres chismosas.

Allison demostró ser una perfecta anfitriona capaz de compaginar el trabajo de la cocina con la conversación.

—James dijo que el día de los padres le resultó bastante fatigoso. Espero que usted haya tenido algo más de suerte.

Marie negó con la cabeza.

—No, la verdad es que no. Pero no quiero quejarme. Ahora al menos sé lo que puedo esperar de algunas personas.

—Suena un poco resignado —replicó Allison—. Créame, la mayoría de la gente de Selkirk es gente buena.

—No lo dudo. Pero a algunos se les nota que… que les falta experiencia.

—¿En qué sentido?

¿Debía ella mencionar el consejo de Mrs. Blake?

—Seguramente a la señorita Blumfeld le han aconsejado que no sea demasiado severa con algunos vástagos, ¿verdad?

—Más o menos —replicó Marie evasiva, mientras se reprendía a sí misma en su fuero interno por no decir en voz alta lo que le importaba.

Más tarde, cuando estaban degustando el asado y unas excelentes batatas, reunió todo su valor.

—Díganme, el alcalde de esta ciudad, Mr. Corrigan, ¿qué tipo de persona es?

Allison y James intercambiaron unas miradas elocuentes.

—¿Qué la hace pensar en él? —preguntó Isbel.

—Una señora, Mrs. Blake, me aconsejó que lo fuese a ver si quiero saber más de los indios. —Marie hizo una mueca irónica—. O mejor dicho, si quiero perder las simpatías que siento por esa gente.

No se le escapó que, de repente, Allison pareció algo tensa.

James respiró hondo.

—Debería tener cuidado con Mrs. Blake. Espero que haya contestado con cortesía y sin comprometerse en ningún sentido.

Marie asintió.

—Sí, le he dado las gracias por su consejo, aunque en realidad hubiese querido hacerle un buen lavado de cerebro. Sus opiniones sobre los Cree son completamente erróneas y me exige a mí que enseñe a los niños algo que no es cierto. Y eso cuando he visto con mis propios ojos que los indios son buena gente.

—Comparto su opinión, señorita Blumfeld. Pero aun así, aquí en Selkirk debería tener cuidado con este tema. Hay mucha gente que no ha tenido personalmente contacto con los indios. Tras las tensiones de los años pasados los evitan y se creen todo lo malo que se dice de ellos. Alguien que se pone de lado de los indios es calificado, en el mejor de los casos, de débil mental y, en el peor, de peligroso.

—¿Peligroso? Solo les hablé a los niños de mi estancia con los Cree, de un modo completamente objetivo y sin adornar nada. Siento no haber vivido allí ninguna experiencia negativa que pudiese gustar a Mrs. Blake.

Marie bajó los cubiertos fijando la mirada en el plato. No quería arruinar la velada. James y Allison eran tan amables con ella… y no quería ofenderles. Quizás habría sido mejor que no hubiese tocado este tema, pensó desesperada.

—Deberíamos cambiar de tema —dijo en tono algo apagado. Entonces notó la mano de Allison sobre la suya.

—No, no deberíamos hacer eso —replicó dulcemente—. Usted tiene razón, la gente de aquí no tiene derecho a juzgar a otros a los que no han visto nunca. James y yo solo opinamos que usted debería tener cuidado. Mr. Corrigan puede volverse tremendamente desagradable en lo concerniente a los indios. —Allison dirigió una breve mirada a su marido, quien asintió con la cabeza—. Tiene el proyecto de traer el ferrocarril a nuestra región. Lamentablemente esta ruta pasa por territorio indio. Y los Cree no querrán cederlo, después de que ya los expulsaron de sus tradicionales zonas de caza.

Esta noticia asustó profundamente a Marie.

—¿En qué fase se encuentran estos proyectos?

—En una fase muy adelantada, creo. La compañía Canadian Railway Company, fundada hace un año, ya está construyendo la línea. Dentro de un año podrá haber llegado a nuestra región. Naturalmente el ferrocarril es muy importante para nosotros, conectará nuestra ciudad con la civilización y le traerá más vida. Eso deseamos todos de todo corazón.

—Pero nadie piensa en los indios, ¿verdad?

—Desgraciadamente, no. Y sería posible hacerles atractivo este caballo de acero explicándoles que así ellos tendrán también más facilidades para venir a nuestras ciudades. Pero aparte de que mucha gente de aquí no quiere sentarse en un mismo vagón con un Cree, supongo que tampoco ellos querrán establecer este contacto porque temen que les haría perder sus costumbres y hábitos tradicionales.

—Usted realmente parece estar mucho mejor informado que la mayoría aquí —admitió Marie con admiración, pues exactamente como él lo expuso lo había sentido ella también cuando tuvo ocasión de conocer la cultura de los Cree.

Un año parecía una fecha aún muy lejana, pero Marie sabía con qué rapidez transcurren los meses cuando hay mucho que hacer.

—¿Y qué piensa hacer la compañía del ferrocarril si los Cree no acceden a que se construya en su territorio?

—La compañía del ferrocarril tendrá que buscar otra ruta, o… —El «o» quedó flotando en el aire de manera perceptible. Isbel dirigió una mirada elocuente a su mujer—. La condición para que la compañía del ferrocarril considere la posibilidad de conectar Selkirk, será la garantía de que aquí no habrá problemas con los indios. Seguro que Mr. Corrigan hará todo lo posible para prometérselo a los señores de la compañía.

Marie prefirió no imaginar cómo lo haría. De repente le vino a la memoria la imagen de los mutilados de guerra de su pueblo de origen.

—En cuanto a usted, lo mejor será que excluya de sus clases el tema de los indios y que se guarde su opinión, al menos ante las personas de las que sabe que son enemigas de los indios —le aconsejó Isbel—. Con nosotros podrá ser franca siempre, pues en esta casa no se desprecia a nadie por su origen.

Marie se lo creía a pies juntillas. Pero si llegase el caso ¿haría él algo contra Corrigan?

—Intento atenerme a sus recomendaciones, aunque me cueste y los Cree sean, en mi opinión, una parte de este país sobre la que la gente debería estar informada.

Cuando Isbel se dio cuenta de que Marie parecía disgustada, tomó su mano y la apretó dándole ánimos.

—Ya lo verá. Algún día será posible hablar de ellos como son realmente. Tengo la esperanza de que al menos algunos de los jóvenes no se dejen influenciar por sus padres y prefieran tener sus propias experiencias. ¡Solo así nuestra nación podrá llegar a ser grande! Pero hasta que eso suceda hay que recorrer aún un largo camino en el que desgraciadamente nos hemos de enfrentar con estrechez de miras, codicia e intolerancia. No se desanime por eso, señorita Blumfeld, pero, por favor, tenga cuidado.

Pese a que la velada en casa de los Isbel fue realmente agradable, Marie se fue a casa con la sensación de haber comido piedras en vez de un delicioso solomillo. Le molestaba el hecho de no poder hablar libremente en las clases, pero también era lo suficientemente sensata como para comprender que no debía poner en riesgo su puesto por terquedad. Solo podía seguir dando clases si aquellas horribles mujeres con sus espantosos sombreros no predisponían a los demás en contra de ella. Y solo dando clases podía ella intentar cambiar poco a poco la opinión de la gente.

De repente oyó un ruido a sus espaldas. Marie lanzó un grito, instintivamente dio un salto hacia atrás y después se volvió. Espantada vio a un hombre derrumbarse en medio de la calle después de haber sido lanzado por la puerta de un saloon. Su rostro ensangrentado testimoniaba que le habían dado una fuerte paliza, o algo peor.

—¡Dios mío! —murmuró Marie mientras corría hacia él. Pero antes de que pudiera alcanzar al herido, salió por la puerta otro hombre que se abalanzó sobre el lesionado y empezó a golpearlo furiosamente. Lo levantó rápidamente y, propinándole un puñetazo, lo lanzó contra la valla de la casa de enfrente. Atravesó los listones de la valla y cayó al jardín, donde permaneció inerte. Pero el otro aún no tenía bastante.

«¡Lo matará!», pensó Marie.

—¡Pare! —exclamó mientras, recogiendo su falda, corría hacia los dos gallos de pelea—. ¡Deje en paz a ese hombre! ¡Ya basta!

Pero el pendenciero, que le pasaba una cabeza a su víctima y era mucho más robusto, no le hizo caso. Cuando Marie se puso delante de él, la apartó rudamente. Marie tropezó, pero enseguida recuperó el equilibrio y siguió al hombre.

«¿Por qué no interviene nadie? —se preguntó desesperada—. Seguramente habrá más hombres en el saloon. ¿Por qué permiten que alguien sea apaleado de ese modo?».

—¡Socorro! —exclamó Marie al divisar las caras tras la ventana de la fonda—. ¡Por favor, ayúdenle!

Pero nadie se movió. En su desesperada búsqueda de ayuda, Marie avistó una pala apoyada contra la pared de la casa. La cogió, resuelta, y asestó un fuerte golpe en la espalda al agresor a punto de dar otro puñetazo.

Cuando el hombre se volvió gruñendo hacia ella, Marie retrocedió sobresaltada. ¿Llegaría al extremo de pegar a una mujer?, se preguntó, agarrando fuertemente el mango de la pala. Antes de que el hombre pudiese atacarla, salieron ahora algunos hombres del saloon que se lanzaron inmediatamente sobre aquel ser furibundo. El hombre lanzó un grito rabioso cuando lo separaron del lesionado. Aliviada, Marie dejó caer la pala y corrió hacia el hombre, que apenas se movía ya.

Como la sangre no permitía reconocer de lejos sus rasgos, Marie se asustó aún más al darse cuenta de quién había sido objeto de tanto odio.

—¡Mr. Carter!

Ahora el corazón de Marie empezó a latir aún más fuerte.

Ignorando los insultos del agresor, a quien seguían sujetando los hombres, Marie sacó su pañuelo empapando cuidadosamente la sangre del rostro del herido. Bajo el suave roce, el hombre se encogió e intentó abrir los ojos.

—¡Usted! —susurró entre dientes. Su intento de incorporarse quedó anulado por una debilidad repentina. Su cuerpo se derrumbó cuando perdió la conciencia.

—¡Un médico! —gritó Marie presa de pánico, mientras la sangre del hombre, que emanaba de una herida abierta, corría por su mano—. ¡Vayan de una vez a buscar a un médico!

Pasó un rato hasta que uno de los curiosos se apiadó. Los demás parecían mucho más interesados en averiguar cuánta sangre fluiría aún de la herida de la víctima.

—¡Mira a quién tenemos aquí! ¡A la maestrilla! —dijo alguien entre la multitud—. ¡Es tan valiente como un hombre! —La exclamación causó risas generales.

Marie se volvió furiosa, pero no pudo identificar entre la multitud al autor de estas palabras. Cuando Philipp emitió un gemido, ella volvió a fijar la vista en él.

—Todo irá bien, Mr. Carter. Ya vienen a socorrerle.

—¡Gracias por haberme ayudado! —susurró él.

—¡Quédese quieto y no hable!

Para calmarle, Marie puso la mano en su pecho. Aunque era un hombre fuerte, sentía preocupación por él. Tras unos instantes que parecían interminables, un hombre que vestía levita negra se adelantó de entre la multitud.

—Soy el doctor Duval —dijo con un acusado acento francés, mientras abría su maletín.

—Han dado una paliza a este hombre. Se llama Philipp Carter.

—¿Lo conoce usted?

Marie asintió.

—Me trajo a la ciudad, junto con algunos tratantes.

—¿Quiere decir tratantes de pieles?

—Sí.

El médico asintió brevemente. Luego dijo:

—Entonces tal vez convendría que nos acompañase usted y le sostuviese la mano. Voy a tener que darle unos puntos de sutura en la herida. Y quién sabe si tiene además alguna fractura.

Cuando Marie asintió, el médico se volvió hacia los presentes.

—¿Sería demasiado pedir que dos o tres de ustedes trasladaran a este pobre hombre a mi consulta?

De mala gana se adelantaron dos hombres. Marie reconoció a los que habían salido del saloon para protegerla de la agresión. Ella no sabía dónde se había metido el atacante, pero dudaba de que se hubiese marchado a su casa sin más.

Los dos voluntarios cargaron a Philipp en un carro que se encontraba junto al saloon y siguieron al médico que movía la cabeza emitiendo palabras ininteligibles.

Cuando llegaron a casa del médico en la Plum Street los hombres bajaron a Philipp del carro y lo llevaron a la consulta. Marie se quedó en la puerta con el estómago revuelto.

—¡Venga, mademoiselle, no sea tímida!

Duval le hizo una señal con la mano y dio las gracias a los otros dos portadores.

Cuando Marie se acercó a la camilla, Philipp seguía inconsciente. La sangre, en parte ya coagulada, le daba un aspecto aún más angustioso.

—No tema, parece peor de lo que es —explicó el médico, remangándose y hundiendo profundamente las manos en la solución carbólica preparada en un recipiente—. Tan pronto le hayamos lavado la sangre, tendrá mejor aspecto.

Cuando el médico empezó a lavarle, Marie buscó la mano de Carter. Se sintió un poco rara consolando a un completo desconocido. Seguro que Stella y su círculo de conocidos se habrían tapado la boca horrorizadas, pero al médico no pareció molestarle. Mientras del paño caían gotas ensangrentadas, Philipp se movió ligeramente.

—Ah, está volviendo en sí —gruñó el médico.

—Es bueno ¿no? —preguntó Marie esperanzada.

—En nuestro caso no lo es —contestó Duval, desprendiéndose del trapo y corriendo hacia el armario de medicamentos—. Si siente dolor no se mantendrá quieto. El resultado serán cicatrices torcidas que van a arruinar mi dignidad profesional. Ah, aquí lo tenemos.

Duval echó unas gotas en un vaso de agua que tendió a Marie.

—Yo lo sujetaré y usted le hará tragar el remedio.

—¿Qué es?

Marie miró escéptica el líquido lechoso que desprendía un extraño olor.

—Láudano. Solo unas gotas para que no sienta dolor y se mantenga quieto.

Cuando el médico levantó un poco la parte superior del cuerpo de Philipp, este abrió los ojos, pero pareció no reconocer a nadie.

—¿Cree usted que podrá tragar? —preguntó Marie preocupada.

—Lo veremos. ¡Déselo rápidamente antes de que vuelva a perder la conciencia!

Cuando Marie le puso el vaso en los labios, le sorprendió lo poco que costaba darle el agua a Philipp. Duval volvió a recostarle cuidadosamente en la camilla.

—Mientras esperamos vamos a prepararlo todo. Manténgale vigilado por si tiene que vomitar. ¿Qué es lo que ocurrió exactamente? ¿Estaba usted allí cuando se inició la pelea?

Marie contestó negativamente.

—Pasé por allí por casualidad y en aquel momento Mr. Carter salió despedido de la puerta y fue lanzado contra la valla.

—¡Son todos unos bárbaros! —murmuró Duval mientras preparaba el soporte de la aguja—. Últimamente me pregunto cada vez con mayor frecuencia por qué diablos vine aquí.

—Seguro que fue por un motivo bueno y muy noble.

Un soplido irónico fue la respuesta.

—¡Un motivo noble! ¡Quería hacerme rico! Pensaba que, si lo intentaba aquí donde todo el mundo busca oro llegaría lejos.

—Por lo visto lo ha conseguido.

Marie echó un vistazo a la consulta limpia y bien equipada.

—Si, es cierto. ¡Pero a qué precio! Mientras que mis colegas se ocupan en Quebec de enfermos de gota, yo tengo que tratar con casos como el de este que está en la camilla.

Pese a su evidente exaltación, no le temblaron los dedos cuando empezó a dar los primeros puntos de sutura.

—O le dan una paliza a alguien o le pegan un tiro. Por no hablar de los accidentes de la serrería. Solo hace una semana que un paciente se cortó la mano. ¡Vaya porquería!

—Pero tal vez sus colegas tampoco estén contentos con los ancianos enfermos de gota. Quizás echen en falta la aventura.

Duval la miró por encima de sus gafas, lo que parecía significar cierta desaprobación.

—¡Puedo renunciar perfectamente a aventuras como esa! Y mis colegas, en caso de que fuesen tan estúpidos como para añorar este tipo de aventuras, comprenderían pronto que resulta todo menos estupendo tener que tratar heridas como esa que normalmente solo se producen en una guerra.

Mientras el médico daba una puntada tras otra y acabó por anudar la costura, Marie contempló más detenidamente a Philipp. En la caravana no se había dado cuenta de lo atractivo que era. Ni siquiera George Woodbury podría competir con él, a no ser porque vestía con más elegancia.

—Me gustaría que se quedara aquí una hora más hasta que desaparezca el efecto del láudano —dijo Duval al finalizar el procedimiento—. ¿Tendría usted inconveniente en quedarse? Espero a los próximos pacientes para dentro de diez minutos y entonces ya no tendré tiempo de cuidar de él.

—Si lo desea, puedo quedarme —manifestó Marie—. A condición de que usted acuda en caso de necesidad.

—Si necesita ayuda, no tiene más que llamarme. Pero, por favor, no lo haga ante cualquier gemido que emita. Solo si una de las heridas sangrase en exceso, pese a los puntos, o si empezase a toser y escupir sangre. No he podido comprobar lesiones internas, pero una fisura del bazo se manifiesta lamentablemente mucho más tarde.

Con estas palabras dejó a Marie a solas con Carter.

Pese a que el paciente se encontraba adormilado, Marie se sintió un poco aturdida. Se encontraba sentada ante aquel hombre al que, a medida que pasaba el tiempo, encontraba cada vez más atractivo y se sentía como una colegiala secretamente enamorada de su maestro.

«Tengo que hacer algo», pensó mientras pasaba la mirada por la habitación con el instrumental ensangrentado, la botella de láudano y los paños en el suelo.

—¿Rachel?

Marie levantó la vista sobresaltada. Carter se había vuelto un poco de lado, sus párpados estaban ligeramente abiertos, mientras movía los labios como si quisiera decir algo más.

—¿Mr. Carter?

Marie le puso cuidadosamente la mano en el hombro. Sus ojos volvieron a cerrarse y sus labios dejaron de moverse. Unos instantes después empezó a roncar suavemente.

¿Quién era Rachel? ¿Su chica, tal vez? ¿O su hermana? En su último encuentro no dio la sensación de tener novia.

De repente Marie volvió a sentirse acongojada sin saber el motivo. «¿Acaso me molesta el que pueda tener novia? —pensó moviendo negativamente la cabeza—. Yo misma estoy prometida». Pese a todo, no logró quitarse esta pregunta de la cabeza.