Capítulo 23

TRES semanas después del primer día de Marie en el colegio de Selkirk iba a organizarse, como todos los años, el día de los padres, una posibilidad creada por James Isbel para que las madres y los padres pudiesen informarse sobre el rendimiento de sus retoños y hacer preguntas a los maestros.

A Marie aquel evento la hizo ponerse tan nerviosa que por la mañana fue incapaz de probar bocado.

—Está muy pálida. ¿Le pasa algo, querida?

Allison Isbel le dirigió una mirada preocupada durante el desayuno conjunto.

—No, no, todo está bien.

—Lo que le pasa es que teme a los padres —aclaró James, mirando por encima de su periódico matinal.

—Mi marido rebosa elogios. Así que, en realidad, usted no debería temer nada, Marie. ¿Por qué la opinión de los padres iba a ser diferente?

Marie se sentía incómoda recordando a un padre que, tiempo atrás, en el pequeño colegio de su pueblo, no quiso entender la utilidad de un herbario. Aquí, de momento, no había preparado ninguno, pero tuvo que dar algunas notas malas.

—Sé por experiencia que algunos padres ven en el maestro una amenaza para sus hijos. Creen que solo se enseñan tonterías inútiles.

—Y que se les dan notas demasiado malas —prosiguió James. Dobló el periódico y lo puso junto al plato—. Pero ha de tomarlo con calma y, sobre todo, emplear buenos argumentos.

—¿No podría decirme de algún modo por dónde irán los tiros de los padres? —Marie pensaba si debía tomar otra taza de café cuando ya Allison le sirvió otra.

—Le irá bien, fortalecerá sus nervios.

—Este año hay muchos alumnos nuevos, sobre todo en su clase. Lamento no poderle dar indicaciones valiosas, pero le aseguro que tengo los mismos problemas. Puede creerme que resulta bastante fatigoso tener que escuchar año tras año las mismas quejas y los mismos subterfugios. A veces desearía que se les ocurriese algo un poco más original o que criticaran algo distinto. Pero todos los padres son iguales, ya se dará cuenta.

Cuando, tras el desayuno, se dirigió al aula, Marie notó que una leve melancolía se apoderaba de ella. Últimamente sentía cada vez con mayor frecuencia una leve punzada al observar la felicidad matrimonial de los Isbel. «¿Seremos igual de felices Jeremy y yo?», se preguntó angustiada, mientras colocaba sus libros en el borde de la mesa y ordenaba alfabéticamente los cuadernos de los dictados, que serían repartidos después.

Lamentablemente la relación con su prometido apenas había cambiado desde su primer encuentro. Jeremy venía por la noche, a veces a cenar, y a veces más tarde. Siempre hablaban con cortesía del transcurso del día y de los sucesos de la ciudad. Marie se sorprendía una y otra vez deseando que al fin él la acariciara o hiciera algo parecido, pero nada ocurría. Los paseos que daban de vez en cuando alrededor de la iglesia y de la casa parroquial habrían constituido una buena oportunidad, pero Jeremy se mantenía siempre a distancia.

—Seguro que es porque aún está de luto por su madre —la apaciguó Rose, cuando Marie se abrió tímidamente ante ella—. Ya verás, puede ser muy divertido y será un buen esposo.

Estas palabras le servían de poco cuando, de noche, clavaba la mirada en el techo de la habitación y se veía obligada a confesarse que le empezaba a gustar mucho más la posibilidad de seguir siendo maestra que la de convertirse en esposa de un hombre tan frío, cuyo carácter le recordaba cada vez más al de su padre.

Unas voces infantiles la ahuyentaron de sus reflexiones. Billy y Hannah Mayers fueron los primeros en traspasar la puerta esta mañana. Hannah, con aire desenvuelto y trenzas rojas, vino directamente hacia ella con un ramito de flores en la mano.

—Son para usted, señorita Blumfeld, las hemos recogido a orillas del camino.

—¡Qué detalle! Muchísimas gracias. —Marie hundió la cara entre rosas silvestres y otras florecitas recogidas en el campo que exhalaban un aroma delicioso.

—Hannah cree que usted pondrá un dictado más fácil si le traemos flores —se le escapó a Billy que le dirigía una sonrisa pícara—. Daddy hace lo mismo cuando quiere que Mum no se enfade con él.

—Pero no estoy enfadada con vosotros —replicó Marie sonriendo mientras ponía el ramo en uno de los floreros que había junto a la ventana—. Y el dictado no es difícil porque yo quiera molestaros sino porque quiero que mostréis de qué sois capaces. ¡Estoy segura de que todos vosotros sois muy inteligentes, pero tenéis que demostrármelo!

Marie guiñó el ojo a los hermanos. Después entraron los otros niños en el aula. Un instante después sus voces la envolvían como un enjambre de abejas. Marie no podía imaginar nada más hermoso.

Al finalizar las clases, los primeros padres se presentaron nada más repicar la campana del colegio. El nerviosismo de Marie llegó a su cenit cuando traspasó la puerta de su clase un hombre que parecía poder arrancar con sus manos el tronco de un árbol.

—Buenos días, señorita Blumfeld. —El hombre se quitó el sombrero y luego empezó a pasarlo, nervioso, de una mano a otra—. Soy Jackson Phelps, el padre de Majorie.

Aquella graciosa rubita era de los niños que hacían su primer curso en el colegio y que aún daban pocos quebraderos de cabeza. Sin embargo Marie no se sintió aliviada. Aquel hombre ante ella era tan alto que no le costaría nada arrojarla por la ventana si algo le contrariaba.

Aun así, ella se estiró y le tendió la mano.

—Me alegro de conocerle, Mr. Phelps. Tome asiento.

Phelps miró a su alrededor, un poco desconcertado, pues los bancos eran realmente minúsculos para su cuerpo. Cuando Marie le trajo una silla, el hombre esbozó una ancha sonrisa.

—¿Sabe usted? Mi pequeña está francamente encantada con usted. Al principio tenía mis dudas si convenía enviarla al colegio o no, pues es aún muy frágil y menuda.

—No es raro a su edad. —Mientras hablaba, Marie se iba librando de la tensión que había sentido. Por lo visto, no iba a tener problemas con este hombre—. Ya crecerá. Y, en cuanto a su rendimiento, estoy muy contenta, escribe ya muy bien las letras. Puede estar orgulloso de su niña.

Aquel coloso de hombre asintió inseguro, y después de haber visto las notas de su hija, le tendió la mano a Marie.

Pronto se vería que Mr. Phelps iba a ser el único visitante agradable. Una madre se quejó del suspenso por un dictado plagado de faltas, otra señora opinó que los talentos de su hijo no se reconocían suficientemente. Un padre estuvo a punto de llegar a las manos, otro le hizo proposiciones ambiguas. Cuando cuatro señoras entraron todas juntas en el aula, Marie respiró profundamente.

Las mujeres eran ya algo mayores y se habían emperifollado como si fuesen a asistir a un baile. Marie reprimió una sonrisa ante sus sombreros, realmente extravagantes.

—Señorita Blumfeld, estamos contentísimas de que usted ayude un poco a Mr. Isbel —dijo la mujer que evidentemente lideraba el grupo—. Me llamo Agatha Blake y estas son Lucinda Brooke, Lucy Blake y Mary Nevell.

Las mujeres le dieron la mano una tras otra.

—Muchas gracias, yo también estoy muy contenta de poder dar clases aquí. Si he entendido bien sus nombres, veo que tengo el placer de enseñar a sus hijos.

—¡Mi Henry está encantado con usted! —exclamó Mrs. Brooke, cuyo hijo formaba parte de los segundos en edad—. Afirma que usted cuenta las mejores historias.

Marie sonrió.

—Bien, me alegra mucho que no me encuentre aburrida. Y les puedo asegurar que no solo cuento historias sino que también quiero que los niños tengan conocimientos sólidos que les resulten útiles en su futura vida.

—Usted es de Alemania, ¿verdad? —preguntó la mujer del sombrero de plumas que debía de ser la madre del pequeño Thomas Nevell—. Mi Tommy dijo algo así.

—Se dice que ustedes siguen aún teniendo un káiser —terció Mrs. Brooke con un brillo en los ojos. Seguramente soñaba con ser presentada algún día a un noble europeo.

—Sí, es cierto, tenemos un káiser de la casa de los Hohenzollern. Pero aun así, tenemos un parlamento, igual que ustedes aquí. Y el káiser tampoco lleva una vestimenta dorada como en los cuentos, sino que viste trajes que también sentarían muy bien a los diputados del congreso de su país.

Las señoras se echaron a reír. El hielo parecía haberse roto definitivamente.

—Moira dice también que usted habló a los niños de los indios.

Marie enarcó las cejas con expresión interrogante. ¿Estaba equivocada o había un deje amenazador en la voz de Mrs. Blake? La mujer se había mantenido en silencio, limitándose a examinar detenidamente a Marie.

—Sí, es cierto. Durante mi viaje hasta aquí tuve la suerte de conocerlos.

—¿Suerte? —prorrumpió Mrs. Blake—. ¡Yo pensaba que su caravana fue asaltada!

Como aparte de Isbel, los únicos que sabían del asalto eran Stella, Rose y Jeremy, debió de haber hablado con uno de ellos. Marie supuso que habría sido con Stella. Después contestó:

—Naturalmente el asalto fue una gran desgracia, pero no fueron los Cree quienes nos asaltaron. Si ellos no me hubiesen encontrado, seguramente no estaría aquí.

No cambió nada en la expresión hostil de Mrs. Blake. De repente pareció hacer mucho más frío en el aula.

—Bueno, tal vez se pueda hablar de suerte porque no la obligaron a casarse con uno de aquellos salvajes. Se cuentan terribles historias sobre mujeres que tuvieron que quedarse con las tribus y fueron obligadas a dar a luz a sus retoños.

Estas palabras cayeron en el estómago de Marie como piedras. Fue tal su sobresalto que le impidió contestar.

¿Cómo se atrevían estas mujeres a hablar de personas a las que jamás habían visto con sus propios ojos?

—Les aseguro que la tribu que me acogió no intentó nada parecido —replicó Marie esforzándose por no perder el control—. Eran personas muy honorables que tienen, ciertamente, algunas costumbres extrañas, pero que, en general, son pacíficas.

—¡Honorables! ¡Vaya! —prosiguió Mrs. Blake—. Nuestro alcalde, Mr. Corrigan, cuenta cosas bien diferentes. Como ya dije, usted tuvo verdaderamente suerte, y puede que sí, que usted fue a parar con unos salvajes nobles, pero puede creerme que la mayoría no lo son. Y por eso yo celebraría que usted no transmitiese una imagen falseada de esta gente a nuestros hijos. Tal vez antes de que vuelva a tocar este tema en clase, debería ir a ver a Mr. Corrigan y pedirle consejo. Sabe mucho sobre los salvajes y podrá facilitarle indicaciones correctas.

Marie respiró hondo. Todo su cuerpo temblaba y ella estaba segura de que las mujeres lo notarían, ya que no le quitaban ojo.

Habría esperado cualquier cosa, pero no una impertinencia tan abismal. Consideró por un instante la posibilidad de empezar una discusión, pero no quería que Isbel se viera obligado a despedirla.

—Muchas gracias, Mrs. Blake. Cuando tenga ocasión, hablaré naturalmente con Mr. Corrigan.

Los semblantes de las mujeres se ablandaron un poco. Seguramente habían contado con una resistencia mayor. Marie se dio cuenta ahora de que no fue a Isbel a quien se debía la información de la que disponían las mujeres. Más bien procedería de Stella o incluso de Sophia.

—Muy bien, querida, ya sabía yo que se puede hablar con usted. Parece ser que, pese a todo, el reverendo Plummer ha tenido suerte al elegirla por esposa.

Marie participó solo a medias en el resto de la conversación, pues tenía que hacer un gran esfuerzo para no perder su autocontrol. Llegó un momento en que las mujeres dieron por finalizada la charla y se despidieron. Esbozando una sonrisa exageradamente meliflua, Marie aseguró que esperaba volver a verlas, pero cuando se marcharon las cuatro, les siguió con mirada sombría. ¿Representaban esas mujeres la opinión general de la ciudad? ¿Cuántos más habría aquí que se creían las mentiras y tenían a los Cree por unos salvajes brutos y sin civilizar?

—¿Y bien, cómo fue la conversación con estas señoras? —preguntó Isbel, acercándose por el pasillo.

—Bastante bien —mintió Marie intentando que no se notara su estado de excitación.

—Pues más bien parece usted contrariada. —Isbel señaló el rostro de Marie—. Ahí, lo veo en sus ojos. Y no se le podría tomar a mal, pues sus interlocutoras tienen fama de complicadas.

—Una intentó darme consejos sobre cómo he de dar las clases —replicó Marie evasiva.

—Unos consejos estúpidos, ¿verdad?

—Bastante estúpidos.

—¿Es que le han sugerido la ortografía de algunas palabras que sus hijos escribieron erróneamente en el dictado?

—¿Es eso lo que suelen hacer? —se sorprendió Marie.

—A veces sí. Pero me doy cuenta de que usted ha tenido un problema más grave.

Marie se sintió incómoda bajo su mirada examinadora, que le daba la sensación de que podía adivinar sus pensamientos. Seguro que notaría si ella mentía.

—Se puede calificar así, pero temo que este problema va a traer cola y que tendrá por consecuencia que vengan más padres.

—En tal caso deberíamos comentarlo hoy durante la cena. Mi mujer siente un entusiasmo creciente por usted. Lo percibo todos los días cuando le hablo de usted. O mejor dicho, cuando la pongo por las nubes.

«¿Es necesario que me saque siempre los colores?», se preguntó Marie al notar que sus mejillas empezaban de nuevo a arder.

—Solo intento hacer mi trabajo lo mejor posible.

—No sea tan modesta. ¡Lo que he visto hasta ahora es un trabajo muy bien hecho! Y para volver a Allison, desde que se vieron por primera vez me está insistiendo en que la invite a comer. Podría ser hoy, ¿no? Celebraremos haber sobrevivido al día de los padres.

—No me diga que los padres que usted recibió fueron también agobiantes.

Isbel esbozó una sonrisa pícara.

—«Agobiante» no es la palabra correcta. Siempre lo son. Los hijos son la gran esperanza de los mayores. El primogénito no puede fracasar de ninguna manera, pues tiene que llegar a ser alguien y cuidar de los padres en su vejez. Por eso le insisten al maestro para que no cometa ningún error.

—Pero tendría que ser el maestro quien valore lo que es correcto y lo que no lo es —replicó Marie disgustada—. Si mi padre no hubiese hecho caso en su día a lo que le recomendó el maestro y no me hubiera enviado a un instituto, jamás habría llegado a ser maestra.

—Ya entonces usted debe de haber sido alguien sorprendente —contestó Isbel sonriendo—. No hubiese podido encontrar a nadie mejor para mi colegio.