Capítulo 22

—NO estuvo nada mal, ¿verdad?

Isbel se apoyaba en el marco de la puerta, sonriendo.

Marie respiró aliviada.

—No, ha ido incluso mejor de lo que esperaba. Pensé que me faltarían las palabras. —Pero, en contra de lo esperado, no sucedió. Tuvo incluso la impresión de que los niños escuchaban su relato con interés. Les habló de su travesía, de la vida a bordo, de la caravana y de las incomodidades a las que se tienen que exponer los emigrantes para empezar una nueva vida. Para su sorpresa había algunos niños que conocían perfectamente la temática, porque hacía poco que habían llegado hasta aquí. Una de las chicas contó una divertida anécdota sobre el piano que su madre quiso traer a su nueva patria, otra habló de la situación en su tierra de origen, algo que dio que pensar a Marie. Finalmente también se habló de los indios, y las opiniones de los alumnos al respecto eran muy variadas. Mientras que una parte de los mayores había asumido una opinión bastante despectiva de sus padres, los más jóvenes se mostraban todavía abiertos frente a aquella cultura desconocida. Finalmente empezaron a aprender unas palabras en alemán, lo que pareció divertir a los alumnos después de contarles Marie que existía un gran parecido entre sus países.

—He oído cómo les estuvo enseñando su idioma. Podría haber continuado en alemán en vista del entusiasmo con que los niños repitieron sus palabras.

Marie se echó a reír.

—Pero entonces nadie me habría entendido. El vocabulario alemán se compone de algo más que de bitte, danke, Guten Tag y Auf Wiedersehen.

Isbel le dio la razón.

—Pero llegará el momento en que la entiendan, estoy seguro. Y creo que en todo nuestro countie ningún otro colegio estará en condiciones de ofrecer el alemán como idioma extranjero. Hasta a mí me gustaría aprenderlo para poder leer al fin a todos los escritores clásicos de su país en versión original.

—Se lo enseñaré con mucho gusto —contestó Marie un poco azorada.

—La verdad es que lo esperaba. Si tiene un momento, podemos empezar enseguida.

Marie levantó sorprendida las cejas.

—¿Lo dice en serio?

—¿Por qué no? Solo voy un instante a pedirle a Allison que nos prepare un té, después comenzaremos.

Marie iba por la calle mayor como flotando en las nubes y alegró a mucha gente con su sonrisa arrobada. ¡El primer día no hubiera podido ir mejor! Cuando ante una realmente buena taza de Earl Grey enseñó algunas palabras y giros alemanes a James Isbel, su timidez se esfumó rápidamente. Juntos se rieron de algunas faltas y comprobaron unánimemente que valía la pena aprender el alemán, pese a tratarse de un idioma bastante complicado.

Pero, al divisar la casa de Stella, su entusiasmo tocó rápidamente a su fin. La mala conciencia intentó convencerla de que hubiese sido mejor familiarizarse primero con la casa y sus habitantes. Pero la sensación de poder volver al fin a enseñar había sido abrumadora.

Al traspasar la puerta de la casa, esperaba casi que Rose volviese a asomar súbitamente por detrás de cualquier esquina. Pero todo permaneció en silencio. ¿No estaba Stella en casa? Marie escuchó con la respiración contenida. Pese a que no se oía ningún sonido, tenía la sensación de que había alguien allí. Al alisar su falda, recuperó la consciencia de que llevaba el vestido de Allison Isbel. Stella preguntaría de dónde lo había sacado. Como no tenía dinero, tendría que admitir que le habían prestado el vestido. Marie no quería exponerse a esta situación, de modo que subió la escalera intentando no hacer ruido.

Sabía perfectamente que algún día tendría que admitirlo, pero no quería estropear este día tan bonito.

Una vez en su habitación, se cambió a toda prisa y luego pasó, pensativa, la mano por la suave tela de la falda.

«¿Estoy haciendo lo correcto? —volvió a preguntarse nuevamente—. ¿Y si no es mi destino casarme, sino enseñar?». Pero Jeremy había pagado su viaje y resultaba impensable romper su compromiso con él.

Unos golpes en la puerta la arrancaron de sus pensamientos.

—Marie, ¿estás ahí?

Por lo visto, Rose la había oído. Marie miró su vestido. Aún no quería que lo viese, así que lo guardó rápidamente en su armario.

—Sí, estoy aquí. ¡Entra!

Al entrar, Rose miró curiosa a su alrededor. Marie se acordó demasiado tarde de que tal vez ya la estaban esperando para la cena.

—Mi madre me manda preguntarte si nos acompañarás esta noche a casa de los Woodbury —empezó Rose, cruzando, cohibida, sus manos—. Son buenos amigos de nuestra familia. Sería una buena oportunidad para presentarte, pues arden en deseos de conocer a la prometida de Jeremy.

—Será un placer —replicó Marie, y pensó a la vez si, pese a todo, debía ponerse el vestido azul.

—Bien. —Rose pareció casi aliviada—. Si quieres te presto un vestido. No querrás ir con este.

—Serías muy amable.

—Pues acompáñame, puedes elegir uno.

Con una piedra en el estómago, Marie siguió a Rose a su habitación. De repente los pasillos parecían más estrechos y más oscuros de lo que recordaba de la primera vez. Se sentía bastante angustiada. Naturalmente tenían que presentarla algún día a los amigos de la familia, pero sin duda Stella ya habría comunicado a sus amigos no solo los hechos sino también sus suposiciones con relación al futuro miembro de la familia.

Pese a tener Rose más recursos que Marie, su habitación estaba amueblada de forma sencilla y tenía, en general, un aspecto bastante tristón, como si Stella hubiese hecho todo lo necesario para que su hija no mostrase la menor imaginación. El armario y la cama eran muy sencillos, y un simple marco de madera rodeaba el pequeño espejo redondo. Las cortinas eran de un pálido color crema y las rosas del papel pintado aparecían deslucidas. En la alfombra, limpia pero desgastada, se veían aún las huellas de muebles que habían sido trasladados a otro lugar.

Ni siquiera su propio alojamiento irradiaba semejante desolación.

—¿Cuántos años tienes, Rose? —preguntó Marie, pues le resultaba difícil calcular la edad de la hija de Auntie. Debería de ser aproximadamente de su misma edad, quizás incluso algo más joven, pero su triste manera de vestir la hacía parecer mayor.

—Veintiuno —contestó Rose mientras revolvía entre su ropa.

—¿Y ya tienes novio?

Rose vaciló por un instante, después siguió buscando.

—No, aún no. Pero mi madre piensa que en el próximo baile se podrá concertar algo.

—¿Concertar?

Marie estuvo a punto de preguntar si no podía elegir ella misma a su novio cuando se acordó de que también el suyo sería un matrimonio concertado.

—Sí, el hijo de los Hanson ha manifestado interés por mí.

Cuando Rose volvió a sacar la cabeza del interior del armario, sostenía en las manos un vestido negro de tafetán. Estaba un poco arrugado y de una de las mangas colgaba un trozo descosido de puntilla.

Marie tuvo que tragar saliva. Claro que no esperaba un vestido como el de Allison, pero este más bien hacía pensar en un vestido a punto de ser desechado.

—Deberías ir de negro por lo de la madre de Jeremy —dijo Rose al darle el vestido, que desprendía un leve olor a naftalina—. Voy por hilo y aguja para que puedas repasarlo y en la cocina encontrarás la plancha.

De regreso en su habitación, Marie extendió el vestido sobre la cama. Aún hubiese podido pasar por alto el corte anticuado, pero el vestido no solo necesitaba ser repasado sino también estrechado. En la época en que Rose lo llevaba, debía de pesar bastante más.

¿De cuánto tiempo dispondría hasta la hora de partida prevista por Stella? Y, además, ¿dónde estaba la tía?

Poco después Rose vino con hilo y aguja.

—Supongo que sabrás coser —dijo, un poco insegura.

—Claro que sí —respondió Marie—. Siempre he arreglado yo misma mi ropa. —Rose ya debería haberlo notado por el vestido de Marie—. ¿A qué hora quiere salir Mrs. quiero decir, Auntie?

—Sobre las siete.

—¡Pero eso es dentro de una hora! —soltó Marie, tras echar un vistazo al armatoste del reloj que hacía tic-tac junto a la ventana.

—Es cierto, pero te lo habría dicho antes si hubieses estado en casa.

Marie reprimió un resoplido. Claro, no podía ser de otro modo. Stella tuvo que aceptar una invitación precisamente para su primer día de trabajo.

—Ya me arreglaré —dijo Marie, dirigiéndose más a sí misma que a Rose.

—Creo que sería suficiente que cosieras la puntilla y que lo plancharas.

«¿Para que los Woodbury piensen que soy una provinciana?», ironizó Marie para sus adentros. Después se dirigió a Rose con una sonrisa.

—No te preocupes, estaré lista a tiempo.

Tras marcharse Rose, Marie se dejó caer sobre su cama y empezó a coser la puntilla. Esa era aún la parte más sencilla, resultaría mucho más complicado cambiar las costuras de la parte superior. Llena de añoranza, su mirada se posó en el armario. Pero aparte de que aún no quería descubrir el regalo de Allison Isbel, su color hubiese sido inadecuado en opinión de Stella. Marie no quería correr el riesgo de que se produjese una discusión durante la visita. Cuando el reloj de la pared dio las siete, estuvo a punto de tirar el vestido a un rincón y ponerse tercamente el suyo, por deslucido que fuese. Pero al fin encontró la solución, y cuando se puso rápidamente el vestido, encontró que no le estaba tan mal como había pensado. Solo le resultó desagradable el olor a naftalina.

Finalmente llevó el vestido a la cocina para buscar en el estante de los condimentos algo que hiciera desaparecer un poco aquel olor. No había encontrado perfume ni en la cómoda de Rose ni en el baño.

Marie no estaba segura de que el romero que descubrió en uno de los recipientes de cristal pudiese surtir efecto, pero consideró que valía la pena intentarlo. Envolvió las ramas en un paño húmedo y levantó después la pesada plancha de la estufa. Apenas el hierro entró en contacto con el paño que envolvía el romero, se propagó un agradable olor, un vago recuerdo de las ramas que Onawah introdujo en el fuego durante la enfermedad de Marie.

Aunque solo habían transcurrido escasamente tres semanas desde que se despidió de la curandera, tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde su estancia entre los Cree.

—¿Qué tal?

De nuevo Rose consiguió asustar a Marie. Por un pelo la mano de Marie escapó de la caliente superficie de la plancha. Reprimiendo su susto, volvió a depositar con cuidado la plancha sobre la estufa.

—Estoy lista —contestó Marie, sacando de debajo del vestido el paño, ahora seco, que envolvía el romero.

Rose ya se había cambiado, pero su vestido no tenía mejor aspecto que el de Marie. El blanco cuello de puntilla no parecía muy limpio ni correctamente almidonado, y el tafetán negro carecía de brillo, como si se hubiese puesto el vestido cientos de veces. ¿Acaso Rose lo había heredado de su madre?

La casa de los Woodbury estaba situada en las afueras de la ciudad, por lo que Marie se alegró de que Stella se hubiese decidido por el carruaje, pues ya ahora sudaba horrorosamente en el vestido negro, y eso pese a que el aire de la noche era bastante refrescante.

Pero tal vez era solo porque las miradas de Auntie la perforaban como unos alfileres a un insecto. «¿Cuándo dejará de observar todo lo que hago?», se preguntó Marie, colocando decorosamente una mano sobre la otra e intentando mantenerse lo más erguida posible para no dar ningún motivo de queja.

Tras haber dejado atrás la calle principal, apareció a lo lejos una mansión que asombró a Marie.

—Los Woodbury son una familia muy honorable y bien situada —explicó Stella, como si hubiese leído los pensamientos de Marie—. Hace muchos años el abuelo, James Woodbury, descubrió un filón de oro que dio tanto beneficio que pudo levantar esta mansión y la granja que forma parte de la propiedad. Has de saber, Marie, que mi padre era muy amigo de su hijo. Afortunadamente las buenas relaciones con nuestra familia se han mantenido.

Marie percibió la advertencia subliminal de no hacer nada que pudiese arruinar estas relaciones.

—No te preocupes, Auntie, no os daré ningún motivo de queja.

Cuando el carruaje llegó a la glorieta ante la puerta de entrada, Marie contuvo, sobrecogida, la respiración. ¡Qué casa tan magnífica! Hasta ahora solo había podido admirar algo así en pinturas inglesas. Fue tan grande su asombro que Marie no notó que se les acercó un mozo de cuadra que abrió la portezuela del carruaje. Solo cuando Rose le dio un empujón, apartó la vista de las altas ventanas y de las pequeñas figuras en la cornisa del tejado.

La alta escalinata conducía a la puerta de entrada, flanqueada por esbeltas columnas. Entre las luces de la casa apareció la figura de una mujer que llevaba un miriñaque muy ancho, acompañada por un hombre vestido de negro que resultó ser un auténtico mayordomo.

—¡Stella, qué alegría verte!

La mujer que corrió al encuentro de Auntie para abrazarla, era algo más joven que ella y vestía con mayor elegancia. Unas anchas mechas blancas atravesaban su cabello, antaño de un intenso color rojo, lo que le daba un aire majestuoso. No parecía molestarle el atuendo más austero de su amiga.

—Yo también me alegro, Sophia. ¿Asistirá George esta noche?

—¡Claro que sí! He insistido en que por una vez olvide el trabajo y pase una noche agradable con nosotras.

Después de echar una rápida mirada a Rose, que hizo educadamente una reverencia, se volvió hacia Stella, aunque no sin examinar antes a Marie.

—¿Cómo está Jeremy? Hace tiempo que no le veo.

—Tampoco hoy sus obligaciones le permiten acompañarnos. Desgraciadamente acaba de fallecer la vieja Mrs. Cooks y él tiene que atender a los afligidos familiares.

—Entonces queda disculpado. Veo que has traído a alguien en su lugar. ¿Quién es la joven dama?

Bajo la mirada de Sophia, Marie esbozó una tímida sonrisa.

—Te presento a la señorita Marie Blumfeld, la prometida de mi sobrino. Marie, te presento a Sophia Woodbury, mi mejor y más antigua amiga.

Ahora también Marie recibió un abrazo.

—¿Jeremy se ha prometido?

La mirada de Sophia reflejaba sincero asombro cuando soltó a Marie y la repasó de arriba abajo. Igual que los Isbel, tampoco ella parecía haber pensado en la posibilidad de que el reverendo Plummer pudiese casarse algún día.

—Sí, hace ya unos meses. —De repente Stella parecía azorada. A Marie le hubiese encantado saber qué pensamiento había tras la mirada que lanzó a su hija—. Pero por la muerte de Maggie hemos aplazado la boda.

La consternación que asomó en el semblante de Sophia ponía de manifiesto que estaba acostumbrada a adaptarse en un abrir y cerrar de ojos a cualquier estado emocional de la persona que tenía enfrente.

—Tu cuñada fue realmente valiente. Es una lástima que ya no pueda presenciar la boda.

Ahora Sophia se dirigió a Marie.

—Su nombre no es nada habitual, señorita Blumfeld. ¿Puedo preguntar dónde se encuentran sus raíces?

—Soy de Alemania —contestó Marie—. Hace poco que llegué aquí. Hubo un incidente en el viaje.

—¿Un incidente?

Sophia dirigió una mirada interrogativa a Stella, que clavó, incómoda, la vista en el dobladillo de su falda.

Poco después Marie sintió la mano de Sophia en su brazo.

—Me lo tiene que contar sin falta. Se oyen cosas espantosas sobre estas caravanas de inmigrantes. ¿Estuvo usted en una de ellas?

«¿Acaso existe otra posibilidad para venir aquí?», pensó Marie irritada, pero aún consiguió mantener la calma y esbozar una sonrisa.

—Sí, estuve en una caravana de mujeres que se dirigían al encuentro de sus futuros esposos. Desgraciadamente fuimos asaltadas a unas cien millas de aquí.

—¡Marie fue secuestrada por unos indios! —soltó Rose con avidez sensacionalista, por lo que Marie hubiese querido abofetearla. ¿Era necesario que llevara la conversación a este tema?

—¿En serio? —se sorprendió Sophia.

—Yo no diría que me secuestraron. Durante el asalto resulté seriamente herida, y unos indios me encontraron y me llevaron a su campamento. Allí una curandera me cuidó hasta que recuperé la salud.

A cada palabra de Marie los ojos de Sophia se iban abriendo un poco más.

—Por lo visto ya hemos encontrado un tema para esta noche. Venga, querida, ardo en deseos de escuchar lo que le ha sucedido.

Tras rebasar la gran escalinata, les esperaba en la puerta el mayordomo, a quien Sophia mandó traer bebidas y avisar a la cocinera.

Marie siguió asombrada a la dueña de la casa a través del vestíbulo forrado de maderas cálidas. Le llamó especialmente la atención el parqué, cuyo dibujo brillaba en diferentes tonalidades rojas. Marie jamás había visto nada igual.

La araña de cristal con aspecto de un racimo sobredimensionado ahuyentaba con su cálida luz las sombras de las esquinas del recinto, dominado por una gran escalera, ingeniosamente labrada. Unas de las altas puertas de batientes, abiertas de par en par, permitía echar un vistazo al comedor desde cuyo interior centelleaba el servicio de cristal.

—Parece usted impresionada, señorita Blumfeld —observó Sophia cuando llevó a sus huéspedes a la mesa adornada con rosas blancas y de color rosa.

—Es que lo estoy. Nunca antes estuve en una casa tan magnífica.

—Me halaga. En realidad, yo quería que nuestra casa fuese lo más sencilla posible, pero George insistió en que se emplearan solo las mejores maderas del país. ¿Vio usted la serrería en las afueras de la ciudad?

—Si, la vi en el camino hacia aquí —contestó Marie mientras tomaba asiento en la silla que el mayordomo, que había vuelto a acercarse discretamente, le apartó de la mesa.

—Es impresionante, ¿no? George tiene participaciones en este adefesio. La ventaja es que conseguimos casi cualquier madera que nos apetezca tener. Incluso maderas muy exóticas. Como puede ver, sirven para obtener unos resultados maravillosos.

Sophia señalaba los revestimientos de las paredes con incrustaciones de hermosos cuadros de paisajes. En uno de ellos Marie reconoció el lago a cuyas orillas estuvo con Onawah. Sin embargo, ponía en duda que Sophia se hubiese desplazado al país de los indios. Seguramente era una casualidad que la imaginación del pintor coincidiese con la realidad.

—Si lo desea, con mucho gusto la ayudaré a decorar su hogar cuando se haya casado —arrancó Sophia de sus pensamientos a Marie—. Seguro que George se ocupará encantado de que le hagan una rebaja en el precio. Como seguramente sabrá, hace muchos años que a nuestras familias nos une una relación de amistad.

Marie asintió para no tener que dar explicaciones. No estaba en su ánimo aceptar la oferta, pero ahora no era el momento para hablar de estas cosas.

—¿Y tu marido? ¿Cómo es que aún no ha venido? —intervino Stella en la conversación—. ¿No dijiste que iba a librarse de su trabajo?

—Lo hará si no quiere que me enfade —replicó Sophia aguzando el oído en dirección a la puerta, pero ni un batir de cascos ni pisadas humanas acallaron los tenues sonidos que llegaban de la cocina—. También sé, sin embargo, que no le importa que empecemos a comer. Para ser exactos, se trata de una costumbre suya. Si tuviera que esperarle para cada comida, estaría ya en los huesos.

Mientras empezaron a hablar de lo que había sucedido en la ciudad durante los últimos días, llegaba a través de la puerta un delicioso olor a asado. A Marie se le hizo la boca agua. Aunque la velada resultase todo menos amena, la comida prometía ser realmente excelente.

Al no hacer acto de presencia el dueño de la casa a lo largo de los minutos siguientes, Sophia no se lo pensó más y decidió dar comienzo a la cena. Un instante después apareció una sirvienta con delantal almidonado que sirvió la sopa.

—Es sopa de calabaza —explicó Sophia orgullosa—. Tal vez usted se pregunte de dónde sacamos calabazas ahora, pese a faltar aún mucho para el Veranillo de San Martín.

Aunque no se había planteado esta pregunta, Marie asintió.

—Pues bien, desde hace dos años nos dedicamos al cultivo en un invernadero para ampliar un poco las existencias del huerto que suministra las verduras a la cocina. Mientras que en el campo las calabazas empiezan ahora a crecer, tengo ya ejemplares maduros en mi invernadero. Desde luego, en cuanto al tamaño no son comparables a las que crecen al aire libre, pero en cambio su sabor es más concentrado.

Marie no pudo más que confirmarlo cuando tomó una cucharada de sopa. ¡Jamás había comido una sopa de calabaza como aquella! Contenta de que ahora se impusiera el silencio en la mesa, se entregó de lleno a disfrutar de la comida.

El segundo plato consistió en un asado relleno de frutos secos y verdura. El acompañamiento de batatas resultó un poco insólito para Marie, pero tras unos cuantos bocados, el sabor le empezó a gustar.

—Dígame, pues, ¿qué pasó con los salvajes a los que fue usted a parar? —preguntó Sophia, depositando sus cubiertos en la mesa y haciendo una señal al mayordomo para que trajera el siguiente plato—. Lo encuentro tremendamente excitante. Tiene que contárnoslo con todo detalle.

Marie describió su estancia entre los indios lo más objetivamente posible, introdujo algún que otro adorno en su relato y señaló al fin el cuadro que desde el principio atrajo su atención.

—Junto a un lago como aquel observamos el sol tomando un baño. Es asombroso con qué facilidad el ojo humano se deja engañar por la luz.

Unos pasos la hicieron detenerse en su relato.

—¿Qué es lo que huele aquí tan deliciosamente? —exclamó una vigorosa voz de hombre.

—¡La cena que estuviste a punto de perderte, George! —replicó Sophia riendo.

El aspecto del dueño de la casa, que traspasó la puerta vestido con ropa de jinete, no sorprendió especialmente a Marie después de todo lo que había visto.

George Woodbury era un hombre alto, bien parecido, en la mitad de la cuarentena, que era perfectamente consciente del efecto que causaba en otras personas, como demostraba su porte orgulloso. Con su tupido cabello castaño oscuro y sus ojos azules sin duda habría hecho derretirse tiempo atrás muchos corazones femeninos.

Sonriendo, recorrió la habitación con la mirada hasta que se detuvo en Marie.

—¡Ah, una cara desconocida entre los invitados!

—Ella es la señorita Blumfeld, la prometida de Jeremy.

—¿De la caravana de emigrantes?

Marie enarcó sorprendida las cejas.

—¿Cómo lo sabe?

—Su nombre no suena como el de alguien de por aquí. Hay muy pocos alemanes en esta región. —Woodbury le dirigió una sonrisa elocuente. Marie empezó a sentirse incómoda cuando notó que tras sus ojos ocultaba que sabía más de lo que ella pudiese desear—. Entonces usted debe de ser también la nueva maestra de la que se habla en la ciudad.

Marie enarcó sorprendida las cejas.

—¿Se habla de mí? ¡Pero si solo he ido una vez, hoy ha sido mi primer día!

No se le pasó por alto que Stella se aclaró la voz, disgustada. Por lo visto la tía de Jeremy aún no había aceptado del todo que su prometida trabajase.

—En Selkirk las novedades corren como la pólvora. En realidad no somos más que un pueblo grande.

Ahora Marie entendió que también las informaciones anteriores le habrían llegado de alguien. ¿Habría hablado con James Isbel? Antes de que pudiese formular la pregunta, George se dirigió a Stella y Rose.

—¡Y vosotras dos, tan guapas como siempre! ¡Lástima que yo ya no sea libre!

Stella soltó unas risitas sofocadas como una colegiala, mientras que el rostro de Rose se volvió intensamente colorado.

—Si las damas me perdonan un momento, necesito refrescarme un poco tras el día que he pasado.

Tras abandonar él la habitación, se impuso el silencio. Rose seguía luchando contra el rubor mientras que Stella cogió el vaso de vino con mano temblorosa. Marie sonreía para sus adentros. Era obvio que ambas mujeres estaban prendadas de George Woodbury. Ella misma lo encontraba ciertamente atractivo, pero hombres como él no habían aparecido en sus sueños secretos de muchacha.

—Mi marido es bastante encantador. ¿Verdad, señorita Blumfeld?

—Sí, lo es —admitió Marie—. Seguro que tiene a sus pies todos los corazones femeninos de la ciudad.

—No descartaría esta posibilidad —convino Sophia, cogiendo su vaso de vino con una sonrisa enigmática. Seguro que no era casualidad que, al decirlo, mirase a Stella.

Marie se preguntó si las dos mujeres, que no eran de edades muy diferentes, se habrían enfrentado en su día en su lucha por obtener los favores de George.

Cuando finalmente el dueño de la casa traspasó la puerta y se sentó en su sitio, en el que ya le estaba esperando la sopa, Sophia dijo:

—La señorita Blumfeld nos acaba de hablar de su estancia con los salvajes. ¡Es interesantísimo!

—¿Y cómo fue a parar con los salvajes? —preguntó George, desdoblando su servilleta sobre el regazo—. Supongo que no habrá hecho una excursión hasta allí.

—No, en el viaje hacia aquí nuestra caravana fue asaltada. Unos guerreros de los Cree me encontraron y me llevaron a su mujer-médico, que me curó.

—¿Y qué vio en el campamento?

Marie habló de la vida y del arte médico de los indios, pero omitió detalles que creía que aquel hombre no entendería o encontraría ridículos. Terminó su relato con la llegada de los tratantes de pieles y su partida.

—Aún ha tenido suerte, señorita —observó George mientras rebañaba el resto de la sopa con un trozo de pan—. Conozco historias bien distintas sobre los Cree. Se dice que no se andan con chiquitas con sus adversarios y, cuando pretendieron establecerse aquí, asaltaron repetidamente a los blancos.

Marie notó que ahora todos los ojos estaban posados en ella.

—Bien, solo puedo hablar de cómo me ha ido a mí —replicó, manteniendo el control sobre sí misma—. Aquella gente me pareció muy pacífica, pero naturalmente no sé cómo se comportan en tiempos de guerra. Seguro que usted tendrá más experiencia en este sentido, ¿verdad?

George la examinaba mientras masticaba con gran concentración, lo que le servía de pretexto para no tener que admitir que no sabía contestar a esta pregunta.

—Afortunadamente George no ha tenido que enfrentarse jamás personalmente a uno de aquellos guerreros —terció Sophia—. Pero en Selkirk podrá escuchar muchos informes de testigos oculares. Me han dicho que aún están vivos algunos veteranos de la guerra con los indios.

A Marie no se le pasó por alto la mirada furiosa que George dirigió a su esposa.

—Cuando tenga ocasión, hablaremos más a fondo de este tema —replicó sonriendo y alargando la mano hacia su vaso de vino.

Durante el resto de la velada no se volvió a hablar del tema Cree. Sophia, Stella y Rose comentaron aspectos de la pasada fiesta de primavera y del próximo baile de verano que darían los Bellamy, una de las familias más influyentes después del alcalde.

—No cabe duda de que vosotras seréis también invitadas —aseguró Sophia—. Toda la ciudad siente curiosidad por conocer a la novia de Jeremy. Pero, sin falta, tendréis que vestirla mejor que hoy.

Marie se ruborizó. ¡Qué culpa tenía ella de que Rose le hubiese dado este andrajo!

También Stella pareció molesta.

—Como sabes, aún estamos de luto.

—Pero esta muchacha no ha llegado a conocer a su suegra, con lo que, de hecho, no es siquiera su suegra, puesto que los dos aún no están casados. ¿Por qué motivo iba a llevar luto? —Condescendiente, Sophia se dirigió a Marie—. Querida, si no tiene dinero le presto con mucho gusto uno de mis trajes. Me he hecho enviar algunos nuevos de Francia. Seguro que aún nadie los ha visto. Supongo que querrá causar buena impresión, ¿verdad?

—Claro que sí. —Marie carraspeó azorada. Ya le había resultado incómodo aceptar el vestido de Allison, pero el ofrecimiento de Sophia le causó una incomodidad aún mayor. Pero no podía rechazarlo—. Muchas gracias por su amabilidad —añadió cortésmente, pero al mismo tiempo pensó cuánto dinero de su sueldo tendría que gastar para confeccionarse ella misma un vestido aceptable.

—Creo que ahora deberíamos dar una vuelta por el jardín. ¿Tú qué opinas, George?

El dueño de la casa dejó de contemplar a Marie, sobresaltado.

—Como quieras, querida.

El jardín, de estilo inglés, los recibió con un olor embriagador a rosas. Las matas y los arbustos debían su esplendor de un verde intenso a un sofisticado sistema de riego, alimentado por una magnífica fuente. El chapoteo del surtidor se mezclaba con el suave crepitar de las hojas.

Marie intentó imaginar qué aspecto tendría este lugar a la luz del día. Seguro que las vistosas rosas multicolores y la fuente resultarían grandiosas.

Para no tener que escuchar por más tiempo la conversación entre Stella y Sophia, se alejó un poco y se dirigió hacia una escultura de mármol que se alzaba entre unas retamas. Representaba a una muchacha a cuyo lado estaba sentado un perro o un lobo. Fascinada por el maravilloso acabado y la riqueza de detalles, Marie no pudo evitar pasarle la mano por encima. Bajo sus dedos el mármol tenía un tacto liso y fresco. Incluso con los ojos cerrados podía palpar las rosas que sobresalían de la cesta de la muchacha.

—Así que el bueno de Jeremy quiere casarse.

Marie se volvió sobresaltada. No había oído a George Woodbury acercarse.

—Oh, ¿la he asustado, señorita? Estoy desolado.

El brillo pícaro de sus ojos revelaba que no lo estaba en absoluto.

—No, solo estaba pensando en mis cosas —replicó Marie un poco incómoda, intentando localizar a Stella, pero no había rastro de Auntie y su hija ni de Sophia.

George también parecía saberlo, pues sus miradas recorrían el cuerpo de Marie de manera verdaderamente insolente.

—Una mujer que sea capaz de pensar por sí misma, es la presa mejor para un hombre. Al mismo tiempo representa el mayor peligro, pues una mujer que piensa con libertad no es fácil de dominar.

Cuando dio un paso hacia ella, Marie retrocedió, pero tampoco quiso darse a la fuga.

—No creo que Jeremy se haya propuesto dominarme. Me permite incluso que ejerza mi profesión.

—No hay duda, es un buen muchacho. Y, además, muy sensible.

—¿A qué se refiere?

George esbozó una sonrisa enigmática.

—Resulta un poco extraño que haya tardado tanto en encontrar una mujer. No es feo y al final de la treintena uno debería haberse librado ya de su timidez.

Marie se sintió cada vez más incómoda. De repente tuvo la sensación de haber comido piedras en vez del asado. Habría querido volver corriendo a la casa, pero comprobó que estaba presa entre los rosales y George Woodbury.

—¡No todos los hombres son unos ligones descarados, Mr. Woodbury! —replicó Marie, mirando por encima del hombro de George con la esperanza de que aparecieran Stella o Sophia. O Rose que, de todas formas, estaba siempre espiándola—. Además, Jeremy y yo aún no nos conocemos bien, como tal vez haya deducido de la conversación.

Los ojos de George centellearon.

—Pero posiblemente Jeremy no esté interesado en un auténtico matrimonio sino en salvaguardar su reputación.

Marie cerró los puños. Había entendido lo que pretendía insinuar.

—¡Cómo puede afirmar algo así!

—Conozco muy bien a su novio, hasta diría que desde que era un niño. Siempre se ha interesado por cosas distintas a las que despertaban el interés de los chicos normales. Supongo que esta es también la razón de que se hiciera clérigo.

—Nadie espera de un clérigo que se case.

—No lo crea, señorita Blumfeld, aquí sí. Y si no he oído mal, usted misma es hija de un clérigo. Si no se es precisamente un esclavo de Roma, se espera de un reverendo que se case. Puede creerme, hace tiempo que toda la ciudad mira de reojo a Jeremy.

Se confirmó el temor de Marie de que la conversación pudiese volverse aún más desagradable, pues George prosiguió con una sonrisa descarada.

—Su madre deseaba que algún día tuviese hijos. Supongo que se lo habrá prometido en su lecho de muerte.

—¿Y qué hay de malo en ello?

Marie estaba cada vez más molesta. Se sentía profundamente irritada por el hecho de que este hombre pareciera saber tanto, mientras que resultaba extraordinariamente difícil formarse un juicio sobre él.

—Nada. —Súbitamente, George cogió con la mano un mechón del cabello de Marie—. Esperemos que el deseo de la buena vieja Maggie se cumpla.

Un desagradable silencio cayó sobre ellos.

—Tengo que marcharme —dijo Marie, pero cuando se volvió, George la agarró y la atrajo contra su cuerpo.

—¡Mr. Woodbury! —exclamó Marie indignada.

—No tenga miedo, querida, no le haré nada. Al menos nada que usted no quiera también.

Su aliento preñado de vino, rozó su cara. ¡El vino sería también responsable de que olvidase sus buenos modales!

—¡Suélteme!

Marie intentó apartarlo.

—Lo haré encantado, pero ha de saber que, tratándose de una mujer como usted, supliré con mucho gusto a Jeremy en el caso de que resultase que no puede cumplir satisfactoriamente con sus obligaciones matrimoniales.

Esta vez Marie logró soltarse. Sus ojos echaban chispas cuando dijo furiosa:

—No creo que su situación le permita hacerme semejante oferta. Y aunque así fuese, no la aceptaría.

Cuando se volvió, sintió la mirada burlona de George a sus espaldas. Manteniéndose lo más erguida posible, corrió hacia la escalinata, apretando fuertemente los labios para evitar que se le escapara alguna maldición.

Marie pasó el resto de la velada en silencio, sentada en el sofá al lado de Rose. Prestó tan poca atención a la achispada verborrea de Stella como a las comprometidas preguntas de Sophia. En sus pensamientos dio un repaso al día y se detuvo en los momentos realmente felices. Agradecía que, pretextando tener trabajo pendiente, George ya se hubiese retirado. Así ya no podía atacarla con miradas indecentes.

«¿Qué diría su mujer del ofrecimiento que me hizo? —pensó Marie sombría—. ¡Ni diez caballos volverán a traerme aquí! ¡La próxima vez pretextaré dolores de cabeza o tal vez náuseas para que Stella pueda volver a sospechar que estoy embarazada!».

Cuando llegó el momento de marcharse, Marie se despidió cortésmente de Sophia, aunque eludió sus miradas curiosas y salió lo más rápidamente posible de la casa. Afortunadamente Rose estaba ocupadísima sosteniendo a su madre, de modo que no notó que fue una verdadera huida la manera como Marie abandonó aquella magnífica casa.

En el carruaje reinaba el silencio, pues apenas se puso en marcha, la cabeza de Stella cayó sobre el hombro de Rose. Rose, por su parte, miraba fijamente la noche, abismada en sus pensamientos.

Marie respiró aliviada. Esperaba que pasase mucho tiempo hasta que volvieran a invitarlas. No quería volver a encontrarse con aquel libertino.

En el año 1870 estalló la guerra. Tampoco nuestro pequeño pueblo se salvó, si bien notamos las consecuencias más bien de manera indirecta. Los alimentos fueron racionados; quien tenía contacto con campesinos, estaba en mejor posición que los habitantes de las ciudades. En todas partes se llamaba a donar oro a cambio de hierro. También mi padre pensaba desprenderse de algunas piezas de mi madre a cambio de una placa honorífica.

Se decía que el dinero redundaría en beneficio de los soldados, pero para entonces mi discernimiento ya estaba lo suficientemente formado como para que entendiera cuál era el verdadero sentido de estas donaciones.

—Con eso pagamos la guerra, ¿verdad? —pregunté a mi hermano, que me lanzó una mirada horrorizada—. Y eso continuará mientras no se les acabe el dinero.

—Olvidas que los soldados luchan por nuestro país —replicó Peter, pero yo notaba que pensaba lo mismo que yo. Solo que las horas que pasaba con padre le llevaban a no decir lo que realmente pensaba.

—No quiero que se empeñen las joyas de nuestra madre —dije en voz baja. Antes me habría acurrucado contra él, pero ahora que estaba a punto de convertirme en una mujer, había dejado de hacerlo.

—No podrás hacer nada para evitarlo —contestó Peter—. Las joyas pertenecen a padre, y evidentemente la memoria de nuestra madre ya no le importa.

—¡Pero me importa a mí! —proferí en voz más alta y más impulsiva de lo que hubiese deseado—. No quiero que se olvide a nuestra madre. Ni que sus joyas sean utilizadas para matar a seres humanos. Seguro que ella no lo hubiese querido.

Peter apretó los labios, como si tuviese que retener las palabras para que no las oyera padre o cualquier otra persona que pudiese hacernos daño.

—Déjalo estar —dijo al fin, y me estrechó entre sus brazos—. No sirve de nada rebelarse contra nuestro padre. Las joyas son suyas y si quiere donarlas, lo hará, lo sabes perfectamente.

Sí, lo sabía.

—Guarda el recuerdo de nuestra madre en tu corazón. Lo que se guarda ahí, nadie podrá quitártelo.

Me dejé consolar por estas palabras hasta que llegaron un día unos mutilados de guerra a nuestro pueblo. Eran figuras andrajosas en uniformes desgarrados y, en parte, con terribles mutilaciones. A dos de ellos les faltaba una pierna, a otro ambos brazos y del rostro del cuarto solo quedaban dos ojos que miraban, llenos de dolor, a través de un sucio vendaje. No podía creer que fuesen hombres que unos meses antes partieron para luchar por el Káiser. Estos hombres habían conservado la vida, pero para sus familias estaban perdidos. Sus miembros no volverían a crecer, sus rostros no se podrían reconstruir. Y no quería yo ni imaginar todas las mutilaciones que habrían sufrido bajo la piel. No solo la Biblia hablaba del alma, también el maestro de la escuela afirmaba en clase de ciencias naturales que el alma se encuentra en el centro del cuerpo y podía ser herida. ¿De dónde, si no, procederían todos los enfermos mentales que había en el mundo?

Tras pasar estos hombres ante el jardín, en el que yo estaba trabajando, sentí como si una mano me empujara. Corrí a la casa sin moderar mis pasos, como padre exigía una y otra vez.

Sin embargo, no fui tan atrevida como para entrar en su estudio de trabajo sin llamar previamente, pero, después de haber llamado, solo dejé transcurrir el tiempo de tomar aliento hasta que bajé el picaporte.

Mi padre estaba inclinado sobre su escritorio. En el silencio de la habitación resonaba fuertemente el movimiento de su pluma. En su gabinete de trabajo padre no tenía reloj. Se fiaba de su reloj de bolsillo, herencia de su abuelo, que llevaba en su chaleco.

—¡Padre!

Me estiré todo lo que pude y le dirigí una mirada retadora.

Sin embargo, mi padre no apartó la vista de su pupitre.

—¿Qué sucede, Marie?

—¿Viste a los mutilados que acaban de pasar ante nuestra casa?

—Sí, los vi.

Se produjo una pausa. Estábamos acostumbrados a que nuestro padre no demostrara sentimientos de ninguna clase. ¡Pero tenía que haber alguna parte en él en la que sintiese compasión! Al fin y al cabo era un hombre de iglesia, y su compasión no fallaba cuando dirigía palabras de consuelo a otras personas y les predicaba que debían tener esperanza. ¿Por qué se comportaba de un modo tan distinto con nosotros?

—¿Hay algo más? —preguntó al notar que yo no había quedado satisfecha.

—Se trata de las joyas de nuestra madre.

Ni ahora dejó la pluma. Los sonidos de la pluma sobre el papel empezaban a ponerme furiosa. ¿No podía mirarme a la cara cuando hablaba conmigo?

—¿Qué sucede con las joyas? —preguntó finalmente, cuando se dio cuenta de que con su silencio no lograría deshacerse de mí.

—No quiero que hagas donación de ellas.

Estas palabras consiguieron por fin que alzara la mirada y depositara la pluma cuidadosamente sobre la mesa.

—Por favor, repite lo que acabas de decir.

Yo sabía perfectamente que en esta casa la única voluntad que contaba era la suya. Por lo tanto repetí mi ruego con algo más de precaución.

—Te lo pido, no des las joyas para la guerra.

El hecho de que yo utilizase un tono más suave no sirvió para que se mostrase más indulgente. Sus ojos me examinaron con frialdad cuando replicó:

—¿Y, según tú, por qué no debería hacerlo?

—Porque traería aún más desgracia. Viste a los mutilados. ¿Qué harías si uno de ellos fuese Peter? ¿Si él tuviese que convertirse en soldado y perdiese una pierna o muriese?

—Entonces sería la voluntad de Dios.

En vano busqué algún indicio que delatara que no lo pensaba en serio.

—Tú mismo dices que es pecado matar a seres humanos. Por lo tanto el Káiser es el mayor pecador, pues esta guerra solo le sirve para aumentar sus riquezas. ¡Todas las guerras se libran únicamente a causa de la riqueza, todo lo demás es mentira!

El semblante de mi padre iba ensombreciéndose a ojos vistas. Aun así, no levantó la voz al decir:

—¡Es pecado imputar al Káiser que esté librando esta guerra por motivos deshonrosos! ¡Y las joyas no te incumben a ti. Soy yo como viudo quien ha de decidir lo que se hace con ellas y no tú!

—¡Tú no eres quién para hablar del pecado! —exploté. No tengo ni idea de por qué perdí de repente el control, pero súbitamente sentí una implacable necesidad de provocarle, incluso de hacerle daño. Toda la ira que se había ido acumulando a lo largo de los años, descargó en un instante—. ¿Qué pasó aquella noche con Luise? ¡Fuiste tú quien le hizo el niño! Tú fuiste quien la echó y tuvo la culpa de su muerte. Y ahora empeñas las joyas de madre para avivar más la guerra y hablas de que es honorable matar a seres humanos.

Fue un fuerte golpe que sentí con dureza en mi oído izquierdo. Creí que algo se rompía en mi cabeza ladeada por el impacto. Caí al suelo entre gemidos. En el oído izquierdo solo oía el eco sordo del golpe y ante mis ojos todo daba vueltas. Cerré los ojos, rezando en voz baja que todo aquello pasara, cuando de repente me llegó desfigurado el sonido de alguien que entró corriendo por la puerta.

—¡Padre!

Como seguía entrecerrando los ojos, no sabía lo que mi padre estaba haciendo. Pero poco después noté unas manos en mi espalda. Las manos de Peter. No entendí lo que me estaba diciendo, porque en mi oído dolorido seguían las resonancias, pero al fin pude llorar, aunque tenía la sensación de que la cabeza me iba a estallar.